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ArribaAbajoCapítulo XXVI

¿Es amigo o enemigo?


Como don Bautista encontrara cerrada la puerta del Guardián dio un respetuoso golpecito y esperó que se lo abriera paseándose por delante de ella. Pedrillo tardó poco en salir a ver quién era, y tocándole en la cara el astuto boticario con la palma de la mano, le preguntó en voz baja y con mucho cariño: «¿Está el señor Guardián?..., tengo necesidad de verlo.»

-Está ocupado, señor -le respondió el negrillo.

-Mira, hijito -agregó melosamente el boticario-, ve a decirle que he sido yo quien ha golpeado; pero no le digas que yo mando decir, sino... así..., como cosa tuya -y como el boticario notara cierta indecisión en el semblante   —136→   del muchacho, le ponía en las manos al mismo tiempo que le hablaba un cartuchito de pastillas dulces.

Pedrillo lo tomó con mucho gusto y se entró cerrando de nuevo mientras don Bautista retornaba a pasearse por el claustro esperando la resolución del Padre Andrés.

Pedrillo entró, en efecto, al aposento del Guardián. Estaba éste con el Padre Cirilo y con don Antonio, tratando en conciliábulo secreto de alguna cosa al parecer muy reservada.

-Era don Bautista, señor el que golpeaba -dijo el muchacho con un perfecto disimulo, lo que no bien oyó el Guardián cuando dijo levantándose con animación: «Corre a alcanzarlo y dile que me espere un momento en la otra pieza.» El negrito obedeció con su natural presteza.

Fray Cirilo era, como ya hemos dicho, un religioso adusto y macilento que jamás levantaba del suelo sus ojos ávidos y entumidos. Dirigiéndosele el Guardián, luego que Pedrillo hubo salido, le dijo:

-Vais a ver, hermano, como le juzgáis mal: ¡don Bautista es incapaz de traicionarme!... No creo que haya procedido con esa malicia que le atribuís en la prendición de Aniceto.

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-Lo que yo aseguro a V. R. -dijo fray Cirilo insistiendo, es que el boticario estaba encerrado con la chola: que vieron y conocieron a Aniceto, y que Mercedes fue inmediatamente a buscar un alcalde que lo prendiera mientras el pícaro alquimista ganaba tiempo y lo entretenía para que lo encontraran allí los sicarios del Faraón. V. R. puede estar seguro de ello, porque la Petita10 estaba en la Botica y siguió a la chola en todas sus diligencias.

-Yo no os niego que la chola estuviera con el boticario... y por más que os asombre os puedo asegurar que eso era en servicio mío.

-Lo que me asombra, en efecto, es que V. R. confío así en ese protervo, en ese brujo que hasta ahora nadie sabe quién es, de dónde ha venido, cómo piensa, ni lo que hace.

-¡Bah!, ¡bah!, ¡estáis delirando, hermano! Don Bautista es un perfecto católico, pocos encontrareis mejor instruidos que él en la liturgia y en el dogma de nuestra Iglesia: eso os lo puedo asegurar yo que lo confieso dos veces por semana, y que no he cesado de echar la sonda   —138→   en su alma. ¡No se sabe lo que hace, decís!... ¿Qué queréis que haga sino ejercer el oficio que aprendió desde su niñez? ¿No es un admirable boticario?, ¿y pensáis acaso que quien conoce tan maravillosamente los secretos de su ciencia puede haber hecho otra cosa toda su vida que estudiarla y practicarla? ¡Vamos, Padre!, os extravía la desconfianza.

-¡Pudiera ser! -dijo el Padre Cirilo con un gesto manifiesto de ironía-. Y estoy cierto -continuó-, que si V. R. le arrimara por debajo de los talones un poco de luz, habíamos de ver en las tinieblas de su alma cosas que hoy no comprendo ni comprenderé por más que me digan.

Esta insistencia enfadó al Padre Andrés, y más resuelto a sostener a don Bautista a causa de la contradicción de su favorito, como sucede muy generalmente con las naturalezas tercas y despóticas, dijo con fastidio:

-¡Pues basta que yo lo comprenda, Padre Cirilo!

Este hizo entonces una humilde reverencia y cruzó los brazos en silencio; pero sintiendo al momento el Padre Guardián lo desairado de la situación en que había dejado a su amigo, tomó un tono conciliador e insinuante, y dijo:

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-¿No veis que me hacen daño esos rencores y antipatías entre personas que tengo por amigos y que, como tales, me sirven? Don Bautista, Padre Cirilo, no se ha apoderado de mis secretos, como pensáis, por astucia ni por sorpresa: fue Mercedes misma, quien creyendo encontrar en él un consejero y cómplice a propósito para sus fines, le vació en el oído todas las calumnias con que esa arpía me persigue. Don Bautista me lo reveló todo al instante, y dejó a mi elección el castigo inmediato de la perversa o el empleo de su persona para maniatarla y cortarle las uñas. Suponed, Padre Cirilo, que don Bautista se hubiese callado, ¿no veis que yo ignoraría hasta hoy que él estuviese en mis secretos, y no tendría yo la llave que tengo para enfrenar a esa maldecida chola?

-Será así, señor; pero yo me temo que lo que llamáis llave, sea ganzúa que hace a todas las puertas. el hecho es, que con ese aliado nada habéis avanzado en más de dos años de preparativos y de arbitrios.

-¡Bueno!..., ¡pensad como queráis!... Entretanto no debéis desconocer que desde que don Bautista tuvo mis secretos por Mercedes yo debía apoderarme de su persona.

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-¡Convenido!..., ¡pero para encarcelarlo y quemarlo, no para darle tal entrada como le habéis dado en vuestro corazón!

-¡Ésa se la ha ganado él por sus servicios!

-Y aún ese mismo dinero que con tanta presteza y humildad os brinda siempre, ¿de dónde le saca?

-¿Ignoráis que es el depositario de una gran parte de nuestros ricachos?... Os repito, Padre, que desde que me sirve lo ha hecho con tal tino y adhesión, que nunca había gozado yo de la tranquilidad de espíritu de que ahora gozo, gracias a los medios de que él me provee para bien y lustre de esa santa Iglesia a cuyo destino está unido el de nosotros sus sumisos hijos y servidores -dijo el Padre persignándose-. Confiad en mí, padre Cirilo -agregó tomando un tono insinuante-, sé que sois mi amigo: en vos y en don Antonio -éste se quedó pálido y sorprendido con esta referencia repentina a su persona- miro yo las dos columnas en que apoyaré la obra que para su santo servicio me ha señalado Dios sobre la tierra, cuando mis brazos fatigados por la edad tengan que hacerla reposar en otro cimiento.

-Aunque mil veces indigno de tan alta distinción, ¡os lo agradezco, señor, con la más profunda humildad!   —141→   -dijo don Antonio, juntando sus manos sobre su pecho.

-¡Estáis triste, hijo! -le dijo el Guardián-. No importa: algún día el espíritu que se sublima en vuestra alma consumirá los malos vapores que os alza el terreno viciado en que habéis tenido vuestras plantas; y cuando esa obra de vuestra regeneración se haya consumado, me agradeceréis en el alma que os haya abierto ese ancho camino de poder y de grandezas que estoy allanando con afán para vosotros, hijos predilectos de mi amor en Jesucristo.

-Es cierto, señor, que un mal ambiente de tristeza me degrada en el umbral de los palacios de la Sión celestial a que me habéis conducido. Pero os pido que me disculpéis: estoy aturdido, no me reconozco: os confieso con el corazón abierto, como lo tengo delante de mi Dios, que las pasiones del mundo a que me habéis arrebatado, fascinan todavía mis sentidos. Pero vos, señor, protegeréis mi flaqueza con vuestra asistencia y con vuestros sabios consejos, y tocando mis ojos con vuestras manos, haréis caer por momentos el velo que causa mis ceguedades.

-¡Sí, hijo mío, sí, hijo mío!..., seré vuestro médico,   —142→   y os alzaré. Las altas atenciones que en servicio de la Iglesia y de Dios pesan sobre el Padre Cirilo lo alojan demasiado de mi lado; demasiado para lo que exige el consuelo necesario de mi alma. Vos, hijo mío, seréis pues la compañía diaria de mi soledad, seréis el báculo de mis tristes momentos; y a fuerza de ser amado llegareis a olvidar las ilusiones del infierno para amar de un modo infinito las beatitudes de vuestro nuevo estado. ¡Ea pues, hijos míos!, ¡amaos, amaos y resistamos juntos los pérfidos ataques de los enemigos de nuestra santa Madre la Iglesia Católica Apostólica Romana... Confiad en mí, Padre Cirilo, y ya veréis como don Bautista no es el Judas que pensáis.

Por más insinuante que fue el tono con que el Guardián le dirigió estas palabras al Padre Cirilo, éste continuó taimado y sin desarrugar el ceño de su semblante.

-¡Pedrillo, Pedrillo! -gritó el Guardián-, haz entrar a don Bautista.

El Boticario entró al momento haciendo un respetuosísimo saludo al Padre Andrés, y tomando en sus manos el grueso cordón que ajustaba el sayal a la cintura del fraile, lo acercó a sus labios con una gran devoción:   —143→   hizo lo mismo con el Padre Cirilo, y saludó después a don Antonio con un cariño y un respeto no poco afectado.

-Pensaba en hacer llamar a usted, don Bautista -dijo el Guardián, cuando vino Pedrillo a decirme que estaba usted ahí.

-Me felicito entonces, señor, de haberme anticipado a los deseos de V. R.

-¿Trae usted alguna novedad?

-A decir verdad no traigo ninguna, señor... Pero como hay tanta agitación en el pueblo, venía a ver si V. R... tenía algo que ordenarme...

-Tal vez os necesite..., pero ante todo quiero que me digáis por qué habéis hecho prender a Aniceto.

Al oír este cargo, una profunda turbación descompuso el semblante del Boticario; pero reponiéndose con una admirable rapidez y haciéndose el admirado, repitió:

-¿Por qué he hecho prender yo a Aniceto?... ¿Yo?... ¿Yo, señor Guardián?... ¡Me ha dejado atónito V. R! Yo no he hecho prender a nadie, señor... Un cholo joven, que ni conozco, ni sé cómo se llama entró herido a mi botica, y me ocupaba yo de curarlo en presencia   —144→   de muchos testigos, cuando un alcalde de la Hermandad vino y lo prendió allí.

-¿Sin más ni más que eso? -le preguntó con zorna el Padre Cirilo.

-Yo... no sé que haya habido nada más... -repuso el Boticario con prudencia y de un modo ambiguo.

-¿Y no sabíais el nombre de ese cholo?

-¡Créamelo, V. Paternidad!..., no lo sabía.

-Pero debéis recordar que había alguien con vos que os lo dijo -le contestó el Padre Cirilo con el mismo tono zumbón y conceptuoso.

-Callad, Padre -dijo el Guardián, dirigiéndose al fraile-, el hecho es -agregó dirigiéndose al Boticario- que dejasteis prender a Aniceto...

-¡Señor!, lo ha prendido un alcalde, yo os lo he dicho, mientras que yo lo curaba... Pero yo quisiera saber -agregó el Boticario alzando la voz y tomando por asalto la buena situación-, ¿con qué motivo se me hace este cargo?

-¡Por qué con él se prueba vuestra perfidia contra la honrosa confianza que os ha hecho el señor Guardián! -exclamó exaltado el Padre Cirilo.

Don Bautista miró al Padre con un ojo fijo, y dejando   —145→   impasible su semblante por un rato, dijo con una perfecta calma:

-¡No es extraño!... ¡V. R. señor Guardián, es causa de que yo tenga que sobrellevar tan amargos reproches!... ¿Puedo hablar?... -agregó como si esperara permiso para hablar delante del Padre Cirilo y de don Antonio de cosas de que hasta entonces no había hablado sino con el Padre Andrés-. No se ofenda V. P. -agregó dirigiéndose al Padre Cirilo-, yo ignoro si el señor Guardián quiero que hable yo... porque yo ignoro si hay otros confidentes que sepan... y en esto está el mal...

-¿De veras? -le dijo con ironía el Padre Cirilo-. ¿Os parece mal que no os entreguemos todos los secretos de la Orden y...?

-No digo eso, señor, -observó con humildad el Boticario- me habré expresado mal tal vez; mi intención no ha sido otra que decir que es en servicio del señor Guardián que yo he incurrido en vuestras justas sospechas y como yo ignoraba hasta este momento, Padre, que tuviese un aliado en V. R...

-¡Yo no soy aliado de brujos ni de nigromantes!

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-¡Padre Cirilo! -dijo el Guardián ofendido-, ¿ese reproche lo extendéis hasta mí?

-No, señor, porque ignoráis lo que yo sé -respondió el fraile con una insistencia respetuosa en el modo, pero insolentísima en el fondo.

-¿Yo soy brujo, Padre?... Yo soy nigromante -dijo don Bautista con un rencor profundo que no bastaba a disimular el tono pausado de que usaba.

-¿Y para probároslo me bastará preguntaros si vendéis o no talismanes y encantos de seducción?

Un rayo repentino incendió la pupila del Boticario: pareció a punto de estallarse, pero conteniéndose de nuevo preguntó con un tono casi de seráfica suavidad.

-¿Y cuándo y a quién he vendido yo semejantes cosas, Padre?... ¡Dios mío!, ¡qué calumnia! -exclamó dirigiéndose al Guardián-, yo he vendido, señor, los talismanes santificados por nuestra santa Madre la Iglesia Católica Apostólica Romana, es decir, el polvo de los huevos de san Serapio, medicina incomparable para la sarna: las hilazas de la túnica de santa Eduviges, contra los males del corazón, el acerrín de la madera de la Cruz de san Priviano, que cura el ardor de las pasiones: he vendido y   —147→   vendo los huesos y las reliquias de mil santos debidamente canonizados y cuyas virtudes están reconocidas y sancionadas por los concilios y Pontífices Vicarios de nuestro Señor Jesucristo, que han favorecido ese comercio como altamente propio para radicar en el alma de los fieles el amor de Dios y las benéficas influencias de la religión. ¿Es a esto, Padre Cirilo, a lo que llamáis vender brujerías y talismanes?, preguntó el astuto Boticario con una mirada de triunfo.

-¡Basta!, ¡basta! -exclamó el Guardián con enfado-. ¡Nada de esto es del caso, ni quiero que de semejantes demasías se trate en mi presencia con tal violencia! ¡Silencio!, ¡silencio! -agregó con un ademán de imperio irresistible; y los dos adversarios, reducidos así al silencio se inclinaron hacia el suelo.

-Con la más grande humildad vengo a pedir venia a V. R. -dijo don Bautista, después de un momento- para excusarme alegando que las prevenciones del R. Padre Cirilo: provienen, según creo, de haber notado, él o sus agentes, mi íntimo y frecuente trato con Mercedes la chola: ella me ha buscado en estos días a cada instante, como era natural, y el señor Guardián lo sabe...

-¡Eso sería nada! -dijo con menosprecio el fraile-. La   —148→   infamia está en haberos complotado con ella para hacer prender a Aniceto, sabiendo que ese muchacho era nuestro agente, y cuán funestos resultados podía traernos su prisión.

-¡Pero esto sí que es singular! -exclamó don Bautista-. ¿Yo le he hecho prender, Padre? -agregó con animación.

-¡Vos! -le respondió el fraile con terquedad.

El Padre Guardián se paseaba entretanto por la celda lleno de enfado al ver como amenazaba trenzarse de nuevo aquella personal disputa.

-¡Vuesa Paternidad está en un grave error! -dijo entonces don Bautista, acogiéndose al tono conciliador, seguro de agradar así al Padre Andrés, y de conservarlo de su parte-, ¡en un grave error! -repitió-. Yo no sé, ni puedo saberlo, si el cholo a quien V. P. se refiere fue o no delatado; porque cuando él entró había varias personas en mi botica, y había también una tapada...

-Esa tapada no fue la que delató a Aniceto...

-¿La conoce acaso V. P. para asegurarlo de ese modo?

-¡Eso no os importa! La tapada que vio y delató al pobre muchacho, es la que teníais encerrada en vuestro   —149→   aposento, la que se complotó al afecto con vos, Mercedes, ¡en fin!

-Yo no niego, señor, que Mercedes era la que salió de mi aposento...

-¡Acabáramos!

-Pero sostengo que la otra..., ¡porque había dos, señor Guardián!... la otra...

-La otra no se metió con vos para nada: fue Mercedes la que os habló al oído, y salió de acuerdo con vos a buscar el alcalde que prendió a Aniceto: ella misma lo condujo hasta la puerta.

-¡Apelo a vuestra alta razón, Padre Guardián! -dijo don Bautista visiblemente confuso y alarmado-, yo había venido a dar cuenta de todo a V. P. y ya lo hubiera hecho si se me hubiera dejado hablar... Yo recibí a Mercedes según lo convenido con V. P..., pero en la botica, como ya he dicho, había otra tapada que no conocí...

-¿Que no conocisteis?... -dijo el Padre Cirilo-. Pues vos le dijisteis que la conocías.

-Pero fue en broma, señor, como ella misma se lo habrá dicho a Su Paternidad -agregó prontamente don Bautista, con un singular rayo de malicia en su mirada.

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-¡Ella no me ha dicho nada!, ¡tenedlo entendido!

-Señor, lo dije porque Su Paternidad parece tan bien informado que...

-¡Que no os dejo mentir! -agregó el Padre Cirilo, cortando la frase de don Bautista.

-Me insultáis, Padre, sin que os haya dado motivo para ello: yo os protesto, os juro por la salvación de mi alma, que no he conocido a la tapada a que os referís: y el hecho es, Señor Guardián, que yo estaba curando a Aniceto con la mayor inocencia y con todo esmero, cuando una de las dos tapadas (¡juro que no sé si fue Mercedes!) me dijo por detrás... yo no la podía ver, contraído como estaba al herido... me dijo, pues, por detrás: «Entretenedlo hasta que podáis». Que fuera Mercedes la que me lo dijera después de haber conocido a Aniceto, no tiene nada de extraño pues su Reverencia sabe que ella me tiene por su amigo, y que deseosa de hacer mal a Aniceto, era muy natural que buscase mi ayuda. Pero puedo atestiguar con cinco personas de todo respeto, que estaban conmigo, que puse la mayor prisa en despachar al muchacho. No había pasado un minuto, cuando la entró un alcalde, que debería andar por allí muy cerca, y prendió a Aniceto en nombre del Rey: yo   —151→   hice, señor, los esfuerzos imaginables y usé de una grande energía a riesgo de mi persona, para buscar algún pretexto, y tomarme tiempo antes de dejar salir al infeliz, no porque supiese yo cosa alguna, sino porque sospechaba algo que pudiera desagradaros; pero nada pude lograr: tuvo que curarlo en presencia del alcalde y dejarlo ir.

-¿Y porqué no lo ocultasteis con tiempo? -dijo con impaciencia el P. Andrés.

-Señor, ¡por Dios! -exclamó don Bautista levantando las manos al cielo-, ¿qué es lo que dice V. P?... ¿Ocultarlo a la justicia del Rey en mi casa?... ¿No ve V. Paternidad que el infeliz estaba ya denunciado?... Había en mi botica más de cinco personas y yo había de contraer, señor, esa inmensa responsabilidad de sustraer un hombre a la justicia del Rey, delante de cinco extraños? Cómo exigirme, señor Guardián, un acto semejante, a mí, debilísimo gusano, criado inerte y humilde de las Potestades de la tierra... A esta hora estaría yo perdido en las mazmorras del estado, y los intereses de V. P. no estarían por eso más adelantados, pues Aniceto habría sido extraído de mi aposento... Y además de todo eso, ¿sabía yo señor, que Aniceto fuese agente de V. P. ni que   —152→   fuese de tan grande interés su persona? -dijo el boticario esforzando el tono sincero de su vindicación y aprovechándose con destreza del momento.

Los circunstantes guardaron silencio, hasta que el Guardián con una voz tranquila dijo:

-¡Lo era, lo era, don Bautista!... No porque esté ese indio al cabo de mis secretos, pues no sabe de ellos una palabra; sino porque el Padre Andrés se había valido de él y de otros para que la opinión pública hiriese una imponente manifestación. Preso ahora, descubrirá a todos los demás, por el miedo o el tormento, y... como lo veis..., yo quedo comprometido bajo la saña del Virrey.

-En tal caso -dijo don Bautista reflexionando maduramente al mismo tiempo que hablaba-, he venido a tiempo para remediar la imprudencia del Padre Cirilo...

-¡Insolente! -exclamó éste con la rabia del orgullo, pintada en su semblante.

-¡Silencio, mentecatos! -gritó el Padre Andrés, amenazando a uno y a otro-, ¿hasta cuándo queréis mortificarme?

-Protesto ante el Dios que me ha de juzgar en el día final, que ni pensé en ofender al R. Padre Cirilo -dijo   —153→   don Bautista con la mayor humildad- con el deseo de ser útil hablé con precipitación, señor, y no medí mis palabras, por lo que pido a Su Reverencia el más humilde perdón -agregó dirigiéndose al Padre y besándolo el cordón que pendía de su cintura-. Yo quería decir, señor Guardián, que con el pretexto de no habérseme dado tiempo bastante para curar bien al herido, puedo solicitar ahora mismo que me dejen verlo y vendarlo. De este modo puedo hablarle e imponerle que se mantenga firme, porque no hay más prueba contra él que la delación de Mercedes: yo declararé también si fuese preciso que ésta nada sabe, pues estaba conmigo durante el tumulto, y por último me esforzaré por obtener su excarcelación, empeñándome personalmente con el señor Virrey.

-¡Excelente idea! -exclamó de pronto el Guardián-. ¿No os parece lo mismo, Padre Cirilo?

-Timeo Danaos, et donna ferentes! -respondió el fraile, lanzando una mirada del más alto desprecio al boticario-. ¿Y si en vez de hacer lo que promete sirve a los intereses contrarios? -preguntó con entereza a pesar del enfado que estaba ya pintado en la cara del Guardián.

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-Pero, Padre, ¡por Dios!, ¿que queréis que haga si debo desconfiar de todo si no me dais más consejo que el de desconfiar, ¿queréis que desconfíe también de vos?... ¡Veamos, pues!..., ¡dadme algún otro arbitrio que reemplace al que propone don Bautista!

-¿Queréis, señor Guardián, que os dé el único que hay bueno en mi concepto, para que empecéis a ver claro?

-¡Sí, quiero!, sí, ¡os lo mando!

-Empezad, señor Guardián, por mandar a ese hombre -dijo el fraile dirigiendo un ademán feroz sobre el boticario- a la cárcel del Santo Oficio, ¡y que le den tormento al instante!

-¡Retiraos, Padre! -le dijo el Guardián, no pudiendo ya contener su despecho.

El Padre Cirilo se retiró, sin intentar decir más palabra, mientras que don Bautista, manifestando la más grande contrición en su postura y ademanes, se felicitaba interiormente de la retirada de su acusador.

-¡El celo que tiene por serviros lo extravía! -dijo después de un momento con una voz llena de dulzura-, y eso es lo que me hace prescindir de las injurias que me hace.

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-¡Sí, amigo mío! -le dijo el Guardián- Hacéis bien: tenéis razón: cuando os conozca os estimará: es hombre de una pieza, terco, pero leal y franco: no entiende de política, y de ahí viene su inhabilidad para los grandes negocios; él se estrella donde es preciso costear: no le guardéis rencor, don Bautista.

-Ni el más mínimo, señor: lo juro por la salvación de mi alma.

-Y yo os doy las gracias, como os la dará él cuando os conozca... Volvamos al asunto: apruebo vuestro plan.

-Pues voy a ejecutarlo al instante: si fracasa, téngalo presente V. Reverencia, quedaré tan tranquilo como lo estoy ahora, porque yo busco mi vindicta en mi conciencia, señor Guardián, y crea el mundo lo que quiera... Voy a hablar pues, con el Virrey, pero es preciso que por lo que pueda ocurrir, sepa yo el estado de las cosas.

-Pues, ¿qué no lo sabéis?

-Sé que hay agitación: mil rumores contradictorios, todos se oyen en las calles; pero lo que quiero saber es la verdad.

-Os la diré en dos palabras: el Virrey quiso abrogarse la causa de la María Pérez, como de su competencia y   —156→   fuero; pero no se acordó de que la Iglesia está edificada sobre una ROCA, ¡y se estrelló sobre ella! -dijo el fraile levantando con orgullo su cabeza-. Sintió la fuerza del freno -agregó- y se ha lanzado a un precipicio peor para él; convoca y apela para ante el Concilio.

-¡Al Concilio! -repitió don Bautista con una profunda preocupación.

-¡Al Concilio, que ahora un año rechazó! Éste decidirá, pues, entre nosotros. ¡Pero yo le juro que mientras tanto le ha de costar arrancarme a las acusadas como quiere!

-¡Se guardará de violar el fuero y el territorio de la Iglesia!... -dijo con timidez el boticario.

-Puede ser que lo atente; ¡porque de todo son capaces los hombres de la Escuela del Condestable de Borbón!

-¡No he conocido a ese maestro! -dijo don Bautista, afectando candor.

-¡Pero habréis oído hablar del asalto de Roma y del saqueo de sus templos!

-¡Jesús!..., ¡Jesús!... -dijo el boticario santiguándose con horror.

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-¡Señor! -dijo Pedrillo entrándose de golpe en el cuarto-, ¡el doctor Estaca porfía por entrar!

-¿El doctor Estaca?... -dijo el Padre Andrés con indicios de ofensa y de sorpresa-. No se ha portado tan bien conmigo como para que tenga yo gusto en verle -agregó-. Pero reponiéndose y disimulando al instante su primer impulso -se dirigió al Padre Cirilo y le dijo: No puedo negarme a recibirlo... Haga V. P. las paces con nuestro amigo don Bautista: ¡todos a una!, debe ser nuestra divisa, Padre Cirilo...

No bien oyó el boticario esta exhortación, cuando corrió y arrodillándose delante del Padre Cirilo le dio un devoto y humilde beso en los burdos cordeles que ajustaban su sayal. El fraile, siempre torvo, lo extendió la mano, en cuyo reverso imprimió don Bautista un otro beso, levantándose enseguida con una humilde satisfacción.

-¡Bien! -dijo el Padre Guardián-. Que eso haga olvidar vuestras recíprocas injurias, para que poniendo cada uno su grano de arena y su fe, sea más brillante y más seguro el triunfo de la Iglesia y de su santa causa... ¡Dios os bendiga, hijos! -les dijo viéndolos salir-. ¡Pedrillo!

-¡Señor!

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-¡Haz entrar a su señoría el señor Fiscal del Santo Oficio!

Un momento después entró en efecto el dicho Fiscal, con un aire un tanto socarrón, disimulado apenas bajo el aparato de sus formas escolásticas y pedantezcas así que el Fiscal entró, cerró la puerta el fraile: aquél se sentó sorbiendo una enorme narigada de polvillo, mientras éste, con un ceño bien marcado de disgusto, le decía:

-Convenga usted, señor doctor, que su conducta ha sido desleal, no solo me dejó usted solo en la partida, sino que con una malicia refinada se propuso usted debilitar todas mis razones y mis ataques;... y entienda usted, señor Estaca, que yo soy hombre...

-¡Cómo!, ¡cómo, señor Guardián!... ¡Poco a poco!, contestó el Fiscal, incorporándose y tomando un tono imponente: lo que V. P. debe entender también, es, que mi deber, mi vocación, mi destino es servir a la Santísima Iglesia Apostólica Romana, como mi conciencia y mis talentos me lo indican, y no con arreglo a los caprichos de nadie. Yo he dicho a V. P. que iba errado, y viendo a V. P. que se despeñaba, por la justa indignación que le causaba la insolencia de nuestro enemigo; viendo   —159→   que había un mejor camino, varié de rumbo para ganar terreno... ¡y tanto he ganado, señor Guardián! -dijo el Fiscal alzando su voz de un modo altivo y golpeando sobre la mesa- que traigo ya el nudo de toda la conjuración; traigo apretado en el puño de mi mano todo el misterio, y he puesto mi ojo en una endija, desde donde, como dijo el cisne de Mantua- «Adparet domus intus, et atria longa patescunt.»

Estas entusiastas exclamaciones del doctor, dominaron y pusieron perplejo al Padre. Comprendiéndolo bien el primero, agregó en tono conciliatorio: «¡Dejémonos de reproches, Padre Guardián!, ¡venga esa mano y escuche V. P. todo lo que he adelantado!... Los agentes, los cómplices, los afiliados, los fautores de los herejes y del Pirata, están encabezados, (dijo el fiscal enmudeciendo su voz hasta hacerla cavernosa) por quién le parece a V. P.?..., ¡por el de Toledo!, ¡por el Virrey!

Fue tal el salto de sorpresa que dio el Guardián, que volcó de espaldas un enorme sillón que tenía por detrás, y sin poderlo remediar, dijo: «¡No puede ser!, ¡usted delira, amigo!»

-¡No tal!... Él sabe quienes son los que intentaron arrebatarnos a la Marica, revelándose contra Dios y contra   —160→   el Rey, haciendo armas contra la Iglesia: ¡los conoce!... él mismo me lo ha dicho: y los cobija: él y su... ¿Conoce V. P. a doña Milagros de Alcántara y Zurita?

-¿La Coronela?

-La Coronela.

-¿La comadre del Virrey? -dijo el Guardián con aire sardónico.

-Ella misma... ella es la que ha andado en esto, ¡la que teje las intrigas!, y aquí está el gran golpe, ¡si V. P. tiene valor y energía para darlo!...

-¿Prenderla al instante? -preguntó el Guardián con una mirada llena de fuego y de misterio.

-Prenderla al instante, como enemiga de la iglesia: eso mismo..., ¿lo osáis?

-¿Si lo oso?... -dijo el Padre con ademán fiero-, ¡ya lo veréis!..., y volcándose sobre su cabeza tonsurada la capucha gris de su sayal: ¡venid conmigo! -agregó, y salió de la celda acompañado del letrado.



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ArribaAbajoCapítulo XXVII

El bando


Mientras tanto, un concurso inmenso, bullicioso, festivo y alborotado, se iba agrupando en la plaza mayor de Lima, atraído por el espectáculo del bando. Se convocaba al fin aquel esperado Concilio de Prelados Americanos, que tanto había preocupado los ánimos desde algunos años atrás; y considerado el dominante prestigio que tenían entonces las cosas eclesiásticas, cualquiera concebirá la magnitud que este suceso tenía para los habitantes de Lima, que a todas sus otras preeminencias iban a agregar la de ver el día en que los rayos de luz del Espíritu Santo, bajasen en línea recta sobre su hermosa ciudad.

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En verdad que era suma la anarquía en que se hallaban las diversas jurisdicciones del Estado. Armada la Iglesia de sus cánones y de sus decretales, se había abierto un ancho espacio en los negocios temporales y tenía una innegable prepotencia sobre los empleados administrativos y fiscales del Virreinato. Los comentadores habían traído el contingente de sus ficciones y variedades al terreno de la jurisprudencia: y se había levantado así un fuero eclesiástico de límites indefinidos que por medio de las ceremonias del rito creaba relaciones legales entre los individuos que jamás salían del círculo infinito de la competencia eclesiástica; y de aquí la anulación casi total de la vida y del derecho civil.

La insurrección de los agentes del Rey contra este estado de cosas, era permanente: no por causas filosóficas, ni por intereses morales, sino por causas e intereses materiales y positivos. El despotismo de la Iglesia, como todos los otros despotismos, después de haber anulado las resistencias que le habían pretendido cerrar el paso, después de establecido sobre un nivel de cabezas, igualmente inclinadas, había degenerado en egoísmo de casta, diré así, en explotación egoísta y opresora del poder y del prestigio; y de aquí el desorden y la inmoralidad   —163→   dentro de sus propias filas, con la tiranía y la violencia sobre todo lo que no estaba afiliado en ellas.

De este estado de cosas a la insurrección y a la anarquía, no había sino un paso; y en la época que narramos, ese paso estaba moralmente dado en todas partes: la hostilidad, la lucha y la anarquía existían igualmente vivas, igualmente legitimadas, por más que fuese diversa de fortuna entre las naciones que formaban entonces el mundo de la civilización europea.

Un rey vigoroso y compacto como el hierro, cruel y sombrío como el tigre de los bosques, tenía su planta sobre la España, y a sangre y fuego esterilizaba y agotaba allí los gérmenes de una legítima reforma en el clero y en la jurisdicción de la Iglesia. Pero sus empleados en América, aunque invariablemente imbuidos de su mismo espíritu de conservación y de quietismo, sentían con frecuencia impulso de orgullo ante la tirantez de los sacerdotes; y la lucha latente de las dos órdenes de poderes, se traducía al menos en reyertas personales, en chismes y mezquinas rivalidades, que a poco andar, cobraban la importancia de grandes sucesos y dividían y anarquizaban la sociedad entera.

En los días de nuestra historia el mal había llegado a   —164→   su colmo, como el lector lo habrá comprendido por los sucesos que vamos narrando.

Es propio de todas las grandes épocas de la historia que los individuos huyan ante la responsabilidad que impone la crisis que se ve venir y rugir en derredor. Se recurre entonces a los cuerpos morales, creyendo que muchos brazos son necesarios para la obra; y así como esta causa trae en nuestros días la convocación, no siempre benéfica, de Asambleas deliberantes que engendran la anarquía, y caen en el despotismo, traía en el siglo XVI la convocación de los concilios, que era, diremos así, la manía del tiempo, y que produjo a Lutero y a Calvino, para abdicar en Enrique VIII por un lado, y en la Inquisición y en Felipe II por el otro.

Como era Lima el gran centro de la vida americana no pudo escapar a las influencias de la época, y la convocación de un concilio era el grito universal, con que se pedía el remedio de los abusos y de los males.

El Concilio era al fin convocado.

El día estaba hermosísimo: un sol brillante parecía poner en mayor viveza los semblantes y los espíritus. Las señoras acudían al espectáculo con todos los atavíos del lujo. Adornadas de anchas y tiezas golillas, que rodeaban   —165→   sus cabezas como una redoma de pliegues, arrastraban enormes vestidos de cola, que tres o cuatro lacayos renegridos como el ébano iban suspendiendo por detrás, para que no tocasen con la finura de sus telas el pavimento de las veredas: y como acudían por familias iban precedidas de dos o más lacayos, que llevaban bien desplegadas por delante riquísimas alfombras de tripe.

El lujo de las alfombras había llegado a tal exceso de extravagancia y de locura, que nadie podría hoy concebir siquiera: era asunto de ruina para los padres de familia, la competencia que en este artículo se hacían las mujeres, y tanto creció que el mismo Concilio de que nos ocupamos dictó y promulgó un canon para que no se permitiese el uso de este mueble en las Iglesias, sino a las señoras que padeciesen de cierta dolencia crónica que exige un muelle reposo de los miembros; creyendo que la vergüenza o el amor propio las sustrajese a todas las extravagancias del desafuero: «pero ni por ésas», escribió a La corte un Virrey algunos años después: «hay demencias que no se curan sino por su propio exceso» dice Montaigne; y por lo que hoy se ve, así se curó esta de que hablamos. Así debió curarse esta que tanto hizo cavilar entonces a los economistas y moralistas del tiempo.

  —166→  

El bando, como ibamos diciendo, iba atrayendo a la plaza a todas las grandes damas de Lima, vestidas de gran tren. Mientras la muchedumbre se agrupaba en desorden por el centro y las aceras, las señoras acudían al atrio y gradas de la Catedral, donde hacían extender las preciosas alfombras en que se habían de sentar.

Quiso el acaso que la señora doña Milagros de Alcántara y Zurita, mujer del Maestre de Campo del Perú, llamada por antonomasia la Coronela, viniese con su gran tren de lujo y de lacayos a tender su alfombra al lado de doña Antonia Nuño de Estaca y Ferracarruja, llamada la señora Fiscala, a quien ya conocen algo nuestros lectores. La señora Coronela hizo desdoblar bien alto y sacudir con garbo su alfombra para que fuese bien vista y admirada del concurso de damas que la rodeaban; y que todas en efecto, fijaban en ella los ojos con aquel afán e interés, no sé si diga rivalidad o emulación con que las damas se hacen el recíproco escrutinio de sus tragos. La señora Coronela, tieza y garbosa entre todas, esponjó los pliegues de su rico vestido de terciopelo sobre su alfombra, hizo que sus lacayos envolviesen con gracia alrededor de sus pies su magnífica cola, y dando unos cuantos cierros al bellísimo abanico de la India, montado en nácar   —167→   y perlas que lucía en sus manos se reclinó sobre su alfombra con la majestad altiva de una reina, y mirando recién entonces a su alrededor empezó a repartir saludos y miradas más o menos disimuladoras de sus verdaderos sentimientos para las que las recibían.

Quiso el acaso que al extender su alfombra, los lacayos hubiesen volcado una de sus puntas sobre los extremos de la de la señora Fiscala, a quien doña Milagros, en vez de saludo, había lanzado una mirada fría apenas y que bajo las apariencias de una indiferencia perfecta cubría algo de odio o de rivalidad al menos. La señora Fiscala, como quien hace una cosa muy natural, tomó el extremo de su alfombra, que estaba abajo y lo puso encima de la señora Coronela. Ésta, que se apercibió al momento de la pretensión de superioridad que revelaba este movimiento:

-¡Eso sí que no! -dijo; y tomando las puntas de su alfombra, volvió a restablecerla en su anterior posición.

-Pues entienda la muy tonta -le dijo excitada la Fiscala-, que yo no soy menos que ella, y que no me dejo ajar de nadie: y tomando la punta de la alfombra de su rival la devolvió con fuerza de modo que fue a doblarse sobre la cola de la Coronela.

  —168→  

-Retírese usted de mi lado -le dijo ésta con una calma llena de soberbia-, si no quiere que mi alfombra quede encima; y juntando el ademán al dicho, quiso poner encima otra vez la punta de la alfombra; mas la señora Fiscala había también tomado la suya y resistía la pretenciosa ejecución de la señora Coronela.

Uno de los lacayos de la señora Coronela, gran favorito de la ama, y que tenía como tal excelentes motivos para reputarse más inviolable que un honorable de nuestros días, era de una innata propensión a hacer daño, y la naturaleza se había complacido en darle para ello con admirable fecundidad. Una de las cosas que más le complacían, era la de cortar los ricos trajes en las grandes concurrencias o bien coserlos unos con otros para que se despedazasen, así es que comúnmente llevaba tijeras y agujas en sus bolsillos. Luego que vio formalizado el choque entre su ama y la Fiscala, acudió con una audacia exquisita, y tomando sus tijeras cortó todo el ángulo de la alfombra de la Fiscala, que lo pareció de más, para que así quedase imposibilitada la disputa.

La señora Fiscala se quedó atónita.

-¡Malvado! -exclamó llena de furia-, ¡te haré pagar esta insolencia con la horca! -y trató de levantarse con los   —169→   ojos llenos de lágrimas de la rabia y con el rostro trémulo y desencajado.

-Mire usted, señora -le dijo la Coronela-, es asunto de plata, y cuando usted guste puede usted mandar a mi casa por el doble de lo que valga su alfombra.

-No, señora, sería mejor que mandase a cobrarlo sobre las arcas reales que algo dejan para usted y para su hijo.

-O sobre la administración de correos, si usted gusta en esa casa al menos debe usted tener crédito.

-Yo le juro a usted que esto no ha de quedar así; ya lo verá la muy perra orgullosa -dijo la Fiscala retirándose como una tigra.

-Es usted la que va ladrando,... ¡y por una alfombra!..., ¡señora!....

Tan ruidoso fue este escándalo a las puertas del templo y en medio de aquella grande y escogida concurrencia, que no lo olvidó por cierto, al escribir la crónica de aquellos tiempos, el buen arcediano de Centenera: y habló de ello con un tono que reprobamos nosotros, no obstante que debemos transcribirlo para probar que no inventamos ni denigramos.

  —170→  

Con su sabor astuto y cauteloso,
sintiendo la pujanza que Adam lleva,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Satán tomó por medio a nuestra Eva,
contra el hombre quedó Satán tan diestro
que si vencerle quiere con pujanza,
como viejo, sagaz y gran maestro,
en una mujer pone su confianza.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
De modo que de diez partes de males
los nueve con mujer causa cabales.
Cuan claro aquesto vemos en el cuento
de una cierta fiscala y de Zurita:
pues solo por poner asiento
en la Iglesia, y que otra se lo quita,
se comenzó tan gran levantamiento
que al reino del Perú plata infinita
le cuesta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


CENTENERA, canto XVI.                


Pero preciso es no olvidarse que el pobrecillo del arcediano, con las ligaduras de sus votos sacerdotales debía de andar a menudo con cavilaciones acerca de Eva y de las tentaciones de Satanás, imaginando enemigos infernales de las cosas mismas que Dios ha hecho para encanto y consuelo del hombre: este al menos es nuestro modo de comprenderle y de refutarle.

El hecho es que aquella inesperada reyerta tuvo un   —171→   eco inmenso en todo el concurso de la plaza, y que un susurro inmenso siguió comentando con pasión lo que había ocurrido.

Entretanto el momento del gran bando había llegado: las casas consistoriales estaban abiertas de par en par, y un pueblo numeroso atestaba los salones y las escaleras. La respetable municipalidad de Lima ocupaba el salón principal, rodeando una mesa tendida de terciopelo carmesí con hermosísimas franjas de oro cuyos flecos y adornos venían a dar hasta la mitad del salón: en cada una de las dos puntas de la carpeta que salían al salón, estaban preciosamente dibujadas de oro y seda, los escudos del Virreinato y de la municipalidad. La pared a cuyo largo se sentaban los venerables magistrados de la comuna, estaba tapizada del más rico brocato de Aragón, color amarillo todo, brillante como el oro, compacto como el cuero, y flexible como el arminio. En su centro sobresalía un espléndido escudo de las armas de España, bordado de relieve, en el que los metales preciosos se combinaban con las perlas y los diamantes y los rubíes para producir un efecto deslumbrante al frente de los espectadores del pueblo. Terminaba este tapizado por un inmenso docel suspendido en cuerdas y clavos   —172→   de oro sobre la cabeza de los miembros del cabildo. En el centro de estos se hallaba un venerabilísimo anciano, vestido de negro y dominando con su blanca y calva cabeza a todos sus otros compañeros: tenía un alto bastón en sus manos, con gran puño de topacio, y adornado con borlones de seda negra. Era el señor Alcalde de primer voto, jefe del cabildo y justicia mayor de la ciudad. A su diestra figuraba otro personaje con traje semimilitar, y una bellísima espada al cinto, único allí a quien distinguía esta insignia de guerra: era el Alférez Real, magistrado popular a un mismo tiempo que jefe nato de las milicias del Virreinato; dotado con ventajosísimas regalías y preeminencias por las leyes generales y coloniales. A la izquierda del de primer voto estaba el Alguacil Mayor, vestido de una toga negra que se cerraba en la garganta con una cinta punzó, y armado en su mano derecha de una varilla negra de ébano, que pasaba hasta más alto que su cabeza. Entre los otros personajes nada había de notable; pero bajo de las gradas en que estaba la mesa y el docel se hallaba a la derecha un personaje repugnante, vestido todo de colorado, con una máscara negra sobre su semblante y armado de un cuchillo corvo que apoyaba sobre su hombro: era el verdugo,   —173→   y parecía allí la estatua del terror o una visión del infierno.

La campana del reloj municipal tocó diez campanadas en este instante; un profundo silencio reinó en todo el concurso de los salones: el Alcalde de primer voto se puso de pie, siguiéndole en ello toda su comitiva, tocó una campanilla de plata que servía de pirámide al magnífico tintero que tenía por delante, y dirigiéndose al Alférez Real, le mandó proclamar el Concilio con arreglo a las órdenes del Rey y rogaciones de Su Santidad el Pontífice Romano. El Alférez Real, bajó las gradas del docel, se dirigió al centro del salón, donde estaba colocado en una peaña el Estandarte real, y tomándolo en sus manos, hizo la debida proclamación en voz clara y dominante.

Apenas concluyó se alzó un repique general de campanas por toda la ciudad, y el bullicio de la alegría se hizo sentir en toda la muchedumbre.

La municipalidad comenzó a bajar entonces de sus salones y salió en cuerpo a la plaza, formando una grandiosa procesión: se dirigió a la primera boca calle de la derecha, en donde estaba preparado un tablado al que todos sus miembros subieron en cuerpo: hizo entonces   —174→   el Alférez Real un movimiento con el estandarte que llevaba en sus manos y cesaron al instante las campanas, el más profundo silencio quedó restablecido. Rodeaba el tablado una lucida compañía del regimiento real del Fijo, cuyos tambores hicieron entonces un continuado redoble como en señal de atención, y apenas concluyó, el Alférez Real volvió a promulgar con su clara y arrogante voz la convocación del primer Concilio Peruano.

En medio de la muchedumbre que seguía rodeando a la comitiva del Bando, se hallaba, como sumido diremos, don Bautista el boticario, atisbando con un ojo perspicaz y empañado en apariencia cuanto allí pasaba, observándolo todo con un sumo interés, y arrebatando a cada uno de los que caían bajo su sagaz examen el cecreto de sus deseos y de sus más íntimas aspiraciones: metido, acurrucado en el recoveco que formaba con la pared una de las pilastras del Palacio veía y escudriñaba, sin ser visto según él creía; no obstante que por las miradas desconfiadas que de vez en cuando repartía a su derredor, hubiera podido sospecharse que el hombre tenía cola de paja, como vulgarmente se dice.

En el momento en que el Bando con toda la muchedumbre   —175→   que lo seguía pasaba delante de él y que el cabildo subía en cuerpo al tablado que se levantaba a dos pasos de la boca calle, vino una airosa tapada y pasando rápidamente su pañuelo blanco por las narices multiplicadas del farmaceuta, le dijo:

-¡Adiós, Sacerdote!

-¡Siervo, señorita! -le contestó él con aquella calma que revela haber adivinado un secreto.

-¿De Adín o de Adam11? -le preguntó ella.

-¡Vuestro, señorita!, que por cierto no sois Adin, o el diablo, ni Adam tampoco, sino el vínculo de ambos, la más bella hija de Eva.

-¡Mal ojo tenéis!

-No tan malo como el vuestro.

-¿Y por qué lo decís?

-¡Porque me espiáis mal, y me juzgáis peor!... ¡Sois injusta, niña!... ¡Mirad que yo os quiero y os he querido siempre, y debéis saber que amo y respeto profundamente a los que os enemistan conmigo!

-¡Zape, señor Brujo! -dijo ella riéndose de la mejor gana del mundo-, ¿por quién me tomáis?

-Por la que sois, por la que hace tiempo da malos   —176→   informes de mí, por la que ahora mismo acaba de estar hablando, de espiarme y perseguirme.

-¡Guay!..., ¡vaya que estáis hoy muy tonto para divertirse uno con vos!, ¡id a tornar algún cordial, de esos que tanto administráis a los otros para confortaros contra semejantes majaderías! ¡Adiós!

-¡Él os haga tan justa y caritativa como sois linda!

-¡Amén!... -le dijo irónicamente la tapada y se escurrió entre el concurso.

Al mismo tiempo que ella se alejaba vino otra y acercándose también al Boticario que seguía apoyado en su grueso bastón de puño de plata, le dijo con voz rápida y misteriosa:

-¡Es ella!

El Boticario la miró con suma prudencia, se pisó dos o tres veces la mano por la barba, e hizo sonar la lengua dentro de la boca.

-¡Soy yo! -le contestó la tapada haciendo el mismo ruido; ¡no hay cuidado!

-Es ella, ¿no es verdad? -repitió el Boticario entonces, deponiendo la desconfianza a esta señal-, ¡bien la conocí!

  —177→  

-¡Ella misma!, ya la tengo en mis manos: viene de la casa de don Benito Balmaceda, el primo del Padre Cirilo donde, ha estado con éste más de una hora. Os siguen y os espían.

-¡Bien lo sé!

-¡Es preciso tener cuidado!

-¡Mucho, Mercedes!..., ¡mucho!, y empiezo a creer que debemos dejar abandonados a su suerte a Pérez y la Mariquita.

-¡Eso no!,... ¡la muerte mil veces antes!... Es mi hija, os lo he dicho.

-Es que los grandes fines exigen los grandes medios; y no es cosa de perder la obra que está en camino contra los tiranos del mundo, comprometiéndola por tan poca cosa como la suerte de una niña.

-¡Una vez por todas os declaro que ninguna obra es más grande para mí que la salvación de esa niña que se ha criado a mis pechos!... ¡Dejadme de teorías!..., ¡rompo con vos si os empeñáis en envilecerme aconsejando a una madre la enorme iniquidad de que sacrifique la suerte y la vida de su hija!... ¡Mil veces no!, ¡un millón de veces no! -dijo Mercedes con la entonación resuelta de una voluntad incontrastable-. Si María sucumbe, os   —178→   hago sucumbir a vos, sucumbo yo, sucumbiremos todos, porque yo no he de olvidar jamás que vos y yo somos la causa de todo lo que ha ocurrido en ese maldito viaje... ¡Yo pude salvarla de todo si no hubiese tenido la causa digna y funesta debilidad de acceder al secreto, a la reserva absoluta que me exigisteis!

Don Bautista se quedó pensativo y preocupado.

-¡Sois demasiado exaltada, Mercedes!..., ¡sed prudente!, estamos rodeados de testigos.

-¡Bien!, dejemos eso: ¿vuestra causa es atacar y perseguir al Rey de España? ¡Sea! Yo me entrego a ella mientras vos sirváis la mía, que es salvar a María y arruinar al Padre Andrés: y no quiero que os desviéis ni una línea de este pacto, si queréis contar conmigo como hasta aquí, toda entera, ¡sin reserva de peligro ni de sacrificios!

-Pero, ¿quién os dice que yo quiera desviarme?

-Me habéis hecho una insinuación para ello; ¡y de solo haberla percibido me he indignado!

-¡No tal!, yo no os he hecho insinuación ninguna: veo un peligro empezará amenazarnos: preveo que necesitaremos quizá en un momento dado conjurarlo, y me he preguntado si no sería un excelente medio el de servir las   —179→   pasiones del enemigo común abandonando lo menos para salvar lo más.

-¿Lo menos?...

-¡Dejadme concluir, Mercedes!... ¡Habéis reprobado y yo también repruebo mi misma propuesta: vuestra resolución os honra, y me hace ver hasta dónde se puede contar con vuestra lealtad y vuestra fortaleza!... Pero en fin, no perdamos el tiempo. ¿Qué habéis averiguado?

-Que en efecto la Petita sirve al Padre Cirilo, y vela sobre nuestros pasos: es como sabéis, grande amigo y confidente de la Fiscala, en cuyo círculo os aborrecen no sé por qué.

-Porque no hay necio ni charlatán que no aborrezca al que lo comprende.

-Así será: el hecho es que os aborrecen, y doña Antuca os acrimina de ser vos quien instruye al Padre Andrés de sus desvaríos.

-¡Divide y vencerás!, dice el refrán -dijo don Bautista con un aire conceptuoso.

-Claro es que en eso os habéis manejado con habilidad... Así es que para completar la obra, de acuerdo con el mismo refrán, acabo de dar un gran paso.

  —180→  

-¿Sí? ¿Cuál? -preguntó el Boticario con un sumo interés.

-He hecho denunciar a la Inquisición con buenas pruebas en mano, que la señora Fiscala y la señora Coronela han sido cohechadas por doce mil duros cada una para contrarrestar las intrigas del Padre Andrés y salvar a los acusados: que el señor Fiscal ha recibido una parte considerable de la suma, y que la acusación y la persecución de la infeliz María no han tenido, como se ve, otro objeto que explotar la fortuna de su padre!...

-¡Mercedes! -exclamó atónito el Boticario.

-¡Qué!..., ¿os asusta la audacia de este golpe?

-¿Y qué saldrá?

-¡Lo he pensado!, nada peor de lo que hay; ¡y quizá mucho de bueno!

-¡Tal vez tengáis razón! -dijo meditando el Boticario-, ...pero me habéis sorprendido, y no puedo en este momento formar juicio del resultado... ¡Si me hubierais consultado!

-¡Ha sido una inspiración!.... ¡He debido aprovechar el tiempo y la ocasión!

-¿Y con qué pruebas vais a llevar adelante vuestro intento?

  —181→  

-¡Hay maricones y comadres para todo!, ¡ya lo veréis!, no es momento éste para informaros.

-¡Ni quiero saber nada tampoco! -dijo el Boticario variando de resolución-, ¡mejor es que en eso obréis vos sola como mejor lo concibáis!

-¿Empezáis a tener miedo? -le preguntó la Zamba. ¡Pues es tiempo! -agregó con una amistosa ironía.

-¡Siempre he sido prudente!, ¡jamás he sido débil!, bien me conocéis.

En este momento bajaban los cabildantes del tablado y se dirigían, a son de tambor y seguidos de la comitiva y de la muchedumbre, a la otra esquina de la plaza, donde había también otro tablado para repetir la misma ceremonia. Después de haber cuadrado así la plaza entraron de nuevo al salón capitular, y mandaron al notario del cuerpo asentarla acta respectiva del Bando, disolviéndose cuando estuvo asentada y firmada en el libro correspondiente.

Concluido el espectáculo se permitió entrar a la plaza a los numerosos carruajes en que habían ido las damas y que habían quedado esperando en las calles adyacentes. Entre ellos entró el de la señora Coronela: acudieron sus lacayos a abrir las puertas y bajar los estribos, y subiendo   —182→   ella entonces se repantigó con su regia elegancia en los muelles cojines de damasco con que estaba tapizado por dentro. No bien cerraron las puertas los lacayos y comenzó el cochero a hacer andar las dos blancas y preciosas mulas que lo movían, cuando se colocaron a cada lado dos esbirros de la Inquisición, mientras otro aterrando al cochero con la omnipotencia de la cruz roja que llevaba en el pecho de su túnica, tomó el freno de la mula tronquera, y sin hacer el más mínimo caso de las protestas y de la ira de la señora, la condujo rectamente edificio inquisitorial, cuyas puertas de hierro secuestraron un momento después las grandezas de esta dama al mundo en que había gozado y repartido tantos encantos.


El Concilio queda pues convocado en la bella capital del Virreinato. La ceremonia fue repetida en todas las cabezas de gobernación y de partido; y pocos meses después empezaron a llegar a Lima, con su lucido séquito de doctos eclesiásticos y de jurisconsultos, los Obispos de aquel Virreinato que abrazaba entonces a toda la América del Sud, propiamente dicha, desde Panamá hasta Magallanes.

  —183→  

La crónica ritmada del buen Arcediano que tantas veces hemos empleado en esta historia, nos suministra algunos vivísimos detalles del personal de aquella grande Asamblea, con la que él mismo anduvo revuelto, sin quedar por eso muy satisfecho, pues exclama por conclusión:


«Y no holgué yo menos de esta feria
salir, que me cabía mucha parte;
y así en el Concilio mi miseria
gasté con mi pequeña industria y arte.»



  —184→  

ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Drake y Henderson


Entre los sucesos fantásticos de que tanto abunda la historia del siglo XVI, las impávidas correrías de Drake en el Mar Pacífico, son sin disputa de los más pintorescos y notables.

Correr aventuras de tierra y mar nada tenía de extraño entonces: era el espíritu y la monomanía del tiempo. Pero si en la historia de las unas brillan los nombres de Pizarro y de Cortés, nadie alcanza a rivalizar en las otras con Magallanes y con Drake. Este bravo e impertérrito pirata logró ilustrarse, a pesar de lo impuro de su carrera, por las intenciones trascendentales que unió a sus latrocinios, y por el resultado científico de sus   —185→   exploraciones en un mar, cuyos límites habían sido antes de él desconocidos.

Verdad es, que aunque pirata, su renombre no ha quedado manchado ante la justicia de la humanidad, con los actos atroces de barbarie, a que, por lo común, deben su negra celebridad los hombres de su oficio. Él, muy al contrario, se distinguió no menos que por los grandes resultados, por la exquisita benevolencia y urbanidad con que suavizó la desgracia, harto terrible, de los que cayeron bajo la rapacidad de sus banderas. ¡Y cosa rara!, a su vida y a sus actos de pirata, este hombre unía la más extraña pretensión de ser tenido por un perfecto cristiano; y siendo uno de los guerreros, cuya fortuna y cuyo arrojo causaba más pavor en su tiempo, oraba con la devoción y la humildad de un niño, y jamás quebrantó para con los vencidos la mansedumbre de las formas, que parecía imponerle el sentimiento religioso de que se mostraba lleno.

Era sin embargo, pirata y jefe de piratas; es decir, hombre de voluntad de hierro, endurecido contra las intemperies, y no de tal mansedumbre, que no llevase en su cara y en sus palabras aquel sello incontrastable del mando absoluto, que detrás del devoto de las horas ordinarias,   —186→   hace ver bien claro al tirano violento e irresistible de las horas extraordinarias -al Cronwell, al Luis XI. Sus palabras y sus ademanes estaban de vez en cuando sujetos a las mismas inconsecuencias excepcionales; y no pocas veces, en medio de alguna tormenta furiosa, que exigía todo el desarrollo de sus potencias y de su pasión, había repartido sus ¡god damn! con patadas y bofetones a sus marineros, sin acordarse de su Biblia, mucho más que cuando en medio del abordaje hacía correr la sangre de los combatientes, con los golpes filosos de su facon, o que cuando para mantener en su ruda gente la más perfecta subordinación hacía ahorcar algún sedicioso, ¡como Doughty en las vergas de su buque! ¡Inconsecuencias inexplicables de la naturaleza humana!

En ellas pensaba sin duda Voltaire, cuando decía que Dios se había complacido en formarlo mono y águila a la vez; y basta una ligera percepción de sí mismo, para ver que ellas existen en diversos grados y con diversos accidentes en el corazón de todos los hombres.

Como Drake concluyó por servir oficialmente a su patria, defendiéndola con gloria y con fortuna de la Invencible Armada de Felipe II, y haciendo flamear altivo el pabellón de Isabel por todos los mares, todo ha venido   —187→   a ser lustre en la reputación que le conserva la historia: los rasgos duros del joven aventurero, del pirata, han desaparecido ante la gloria y el prestigio del almirante; y sus correrías mismas, separadas de la parte del latrocinio que tanto le afeó en su tiempo, son hoy preconizadas, tan solo como gigantescas hazañas, como gloriosos pasos de la humanidad en el camino de la civilización y del conocimiento del globo.

En la cabeza de Drake nació por primera vez la idea de encontrar un pasaje entre el Atlántico y el Pacifico: él fue quien abrió esa serie de tentativas a que solo este siglo ha dado cima su patria en todo el esplendor de esa marina y de ese comercio, que el célebre pirata comenzó a inspirar con su ejemplo animador: él fue quien tocó y dejó su nombre en la tierra que debía ser el delirio y la maravilla de nuestros días -¡la California! Él, en fin, quien entre gran número de importaciones utilísimas para el comercio, y el alivio de la humanidad, introdujo en Europa la papa, esa raíz benéfica, con que millones de desventurados se han salvado del hambre, y que ha venido a ser uno de los más preciosos frutos de la agricultura moderna.

Con estos grandes méritos, unidos a la indomable   —188→   bravura y actividad con que superó todos los obstáculos, y se sobrepuso a todos sus enemigos, es con lo que su nombre ha afrontado el juicio de su posteridad, y obtenido no sólo el perdón de sus maldades, sino la admiración sincera de sus proezas.

Uno de los acontecimientos más novelescos de su vida (que vamos a referir por el enlace que tiene con los sucesos futuros de nuestra historia) es el que tuvo lugar en su primer viaje a las costas de Panamá, y que fue el que le inspiró la primera idea de esa asombrosa empresa sobre el Pacífico, que le hemos visto realizar con una espléndida fortuna, debida en no poca parte la rara habilidad con que se condujo.

Drake era muy joven entonces; aún estaba fresco en su corazón el rencor de lo que los españoles habían hecho con la flotilla de Hawkins en San Juan de Ulloa, saqueándola e incendiándola de improviso y casi a traición: Drake había perdido en este suceso toda su fortuna; y no bien regresó a Inglaterra, cuando puso todos sus conatos en armar dos buquecillos, para atacar y saquear a los españoles, en mar y en tierra.

Con esos buquecillos y 150 aventureros a lo más, se hizo a la vela al mar de las Antillas y se dirigió a las costas   —189→   del Istmo, en cuyas cercanías sobresalían entonces como emporios las villas de Nombre de Dios y Venta Cruz.

Empezaban apenas los primeros albores del día, cuando Drake, de pie en el alcázar de su goleta, y respirando a nariz abierta el aire tibio y vivificante de la madrugada de los trópicos, sintió latir en su corazón el fuego de la guerra y de la próxima venganza: había visto la tierra por su proa, la tierra votada por él al saqueo y a la rapiña, en desagravio de sus pasadas pérdidas y ofensas. Sublime debía de ser el drama interno que pasaba en el corazón del joven aventurero, al verse ya, fiado solo a su audacia y a su genio, frente a frente con los vastísimos territorios y riqueza de su enemigo -el tirano más poderoso y más temido de las naciones de su siglo. La gloria y la opulencia debían tentarlo por un lado, la venganza por otro. ¿Pero sería tan altiva y tan firme su alma que entre los horizontes nebulosos de aquella tierra que envolvían su porvenir, no percibiera de cuando en cuando la tétrica imagen de una horca?

No, es imposible: el hecho es que Drake exclamó con una animación extraña: ¡tierra!, ¡la tierra! y que sacándose al momento el sombrero de gallardas plumas, que realzaba   —190→   la enérgica belleza de su rostro, se arrodilló en la más humilde actitud, y lleno de una extraña exaltación, en que parecía pintarse las esperanzas y las ansiedades de su alma, se dirigió al Ser, en cuyas manos estaba el secreto de sus destinos. Dominada su tripulación por este acto espontáneo y sincero de devoción, lo imitó arrodillándose también, mientras la fresca brisa de la mañana inflaba las velas del buquecillo, y lo hacía deslizarse silencioso hacia su destino, como la gaviota solitaria que atraviesa el crepúsculo, rozando la superficie de las aguas.

El pirata hizo rumbo hacia los parajes desiertos de la costa, huyendo de ser visto o sentido en los pueblos, contra que asestaba sus tiros, y cuya desgracia iba a cimentar su nombradía. Estudiando sin cesar los derroteros manuscritos y las numerosas notas que tenía por delante, y siguiendo todas las vacilaciones de la aguja logró llegar hasta la entrada de una pequeña bahía, en la que metió sus dos goletillas con suma prudencia y laboriosidad. «¡Alabado sea el Señor!» Dijo, y dio la orden para que sus dos buquecillos echaran su gente a las lanchas, y le siguieran a tierra.

El bosque que cubría la ribera era tan frondoso y tan   —191→   tupido, que dejaba apenas pequeñas abras a la lengua del agua, quedando enmarañado y sombrío todo su interior. Drake exploró la orilla con paciencia, en busca de un lugar en donde pudiese desembarcar sus marinos y mantenerlos concentrados contra cualquier riesgo. Alcanzó a descubrir al cabo de algún tiempo una pequeña altura, que a pocas varas de allí dominaba sobre el bosque espeso que la circula; y haciendo que sus bravos compañeros revisasen el estado de sus armas, los condujo a ella por un camino, que cuidaron de limpiar de malezas, para hacerlo de fácil regreso en todo caso.

La naturaleza que lo rodeaba, parecía ser primitiva, enteramente virgen y salvaje. El más mínimo indicio no había allí, de que raza alguna humana hubiera puesto sus plantas sobre aquella tierra silenciosa; y por más que el sagacísimo pirata exploró cuanto podía servirle a sospechar lo que pasaba en aquellos bosques sombríos, nada halló, nada más vio que algunas aves desconocidas para él, que se alzaban al aire de entre las cercanas selvas... ¿Era esto casual, o pasaba algo dentro de la profundidad de la maleza que las hacía volar así amedrentadas?

Drake no dejó pasar inapercibido este incidente: pero   —192→   resuelto a todo -llevó su gente hasta la altura que había designado para establecer su campo, y se contrajo con presteza a rodearlo de tablas y estacas por pronta defensa. Hecho lo cual reunió a todos sus compañeros en derredor suyo, y se hincó en medio de ellos con la cabeza descubierta y las manos alzadas al cielo, en ademán de súplica, entonando todos este sublime salmo de David.

«El Señor es mi luz ¿a quién temeré yo?»

«El Señor es protector de mi vida, ¿a quién temeré yo?»

«Mientras que se llegan a mí los dañadores para comer mis carnes: y los enemigos que me atribulan; ellos mismos, fueron debilitados, y cayeron.»

«Si se asentasen campamentos contra mí, no temerá mi corazón.»

«Si se levantare batalla contra mí, entonces esperaré yo.» Etc., etc., etc.



Y al oír como el eco solemne de sus entonaciones varoniles iba rodando por la vasta y solitaria selva, la imaginación no podía menos de figurarse a los genios, idólatras de aquel desierto respondiendo con sus lamentos y huyendo con salvaje pavor delante de la escena sublime que representaba aquel grupo atrevido de cristianos.

No bien habían comenzado sus preces, cuando un rumor extraño se había hecho sentir entre las espesuras de la maleza que rodeaba a los aventureros; y ciertas   —193→   formas vagas y hurañas aparecían rápidamente por detrás de los árboles como visiones del infierno.

Terminado el cántico, los marinos se incorporaron y mil voces opacas y contenidas repitieron dentro del bosque ¡hog! ¡hog! ¡hog! lo que demostraba bien claro que estaban observados y rodeados por algunas de las tribus salvajes de aquella comarca. Drake distribuyó sus hombres en el reducto como si debiera resistir algún ataque y dejó venir los sucesos con aquella calma fría y firme que le era tan característica.

El perfecto silencio que había vuelto a reinar en el bosque fue interrumpido de repente por una algazara extraordinaria que se alzó en algún punto más lejano; de lo que Drake y sus compañeros infirieron que los salvajes habrían celebrado consejo y vendrían ya al ataque; pues después de aquella inmensa gritería, que parecía un conjunto de lamentaciones, había vuelto a quedar todo en absoluta mudez.

Drake entretanto seguía haciendo bajar de sus buques, víveres, sacos y tablones, con todo lo cual, y las estacas que una parte de sus hombres cortaba deprisa, mientras la otra parte las aseguraba en tierra, logró bosquejar allí un reducto capaz de hacer inútil toda la saña   —194→   de los bárbaros, asegurándole un parapeto, tras del que sus marinos pudiesen emplear con toda ventaja sus armas de fuego.

En esto salió del bosque y vino hasta muy cerca de la valla un hermoso y corpulento salvaje. Venía casi desnudo, pues apenas llevaba envuelto en el tronco del cuerpo un ligero tejido de mimbre: su pecho era ancho como el del toro; y su cabeza alta y erguida hacía flotar en su cima un penacho de cabellos que le daba las formas del potro indómito de nuestras pampas. En uno de sus brazos que eran robustos, como los de un gigante cedro del Tucumán, traía un arco enorme con varias flechas que le correspondían, y en el otro un lío de hojas secas y frutas, que puso a sus pies, parándose con soberbia en la mitad del claro que quedaba entre la ceja del bosque y la valla del reducto.

Después que miró a su alrededor, hizo una seña de atención con las manos, y pronunció una viva arenga con la entonación gutural y cadenciosa de un canto, gesticulándola además con tal extravagancia de contorsiones y de brincos, que parecía un demente: de cuando en cuando golpeaba fieramente sobre la tierra como en señal de poder: disparó al aire dos flechas, una tras otra, con   —195→   una rapidez sorprendente; y concluyó por arrojar a una distancia prudente sus armas, tomando el lío que tenía a sus pies y alargándolo hacia los extranjeros.

Grandiosa debió de ser la elocuencia de su discurso; pues no hubo en él una frase o un gesto que no arrancara dentro del bosque la exclamación ¡hog! ¡hog! ¡hog!

Drake comprendió al momento que todo aquello significaba ¿paz o guerra? -y saliendo de la valla con la bondad y la calma pintada en su rostro, se dirigió al salvaje, que asombrado de su arrojo quiso alejarse; más el aventurero se puso una mano sobre el pecho, y levantando la otra al cielo la ofreció en seña de amistad. Éste con el más desmedido gozo se puso a tocar a Drake y a examinar los accidentes de su traje con el candor del niño; y como Drake viera que lo que más llamaba su atención eran los botones de vidrio que brillaban en su surtú, se arrancó tres o cuatro y se los dio. El regalo no pudo ser más festejado por brincos y contorsiones; tomando entonces el salvaje el lío de hojas secas que había traído se lo dio al pirata repitiéndole -¡tabaco! ¡tabaco! Drake fingió recibirlo con sumo aprecio, no obstante de que ignoraba la utilidad de sus aplicaciones.

Así como en estos tiempos raro es el viajero que no   —196→   sabe balbucear cuando menos algunas frases esenciales en inglés o francés, raro era en aquellos el que no podía hacer lo mismo en español. Drake comprendía pues y hablaba con bastante regularidad esta brava lengua de Castilla que tanto ha caído después de entonces; y empleándola supo del indio que aquellos lugares eran una estrecha angostura de tierra entre dos grandes mares, habitada por la gran tribu de los Cimarrones12 la primera nación del mundo, en boca del salvaje por su poder y sus gloriosos antecedentes: el ilustre cacique de este gran pueblo, dijo el heraldo, era quien lo había mandado a saber quiénes eran los extranjeros que habían aportado a aquellas costas, que era lo que querían, y si venían de paz o de guerra.

-¡Yo soy Drake! -le contestó el Pirata con énfasis- soy el célebre Drake, de quien habrá oído hablar vuestro ilustre cacique, como del más grande y más implacable enemigo que los españoles tienen en el mar: si vosotros sois amigos de los españoles, vengo de guerra, y ya podéis venir a atacarme; si sois sus enemigos vengo de paz y quiero que nos juntemos para ir a saquear sus pueblos y matar sus soldados; os prometo la mitad del botín!

  —197→  

El semblante del indio patentizaba bien el éxito de la profunda astucia que encubrían las palabras de Drake. Era natural que una tribu salvaje, vecina de las ricas villas que los españoles tenían en el Istmo fuese enemiga implacable de ellos, y viviese en continuo asalto de sus riquezas y de su comercio.

El indio se volvió al bosque con una nueva tan feliz, y no tardó mucho en venir al campo del inglés el Cacique mismo, acompañado de la tribu innumerable de sus súbditos. En pocos momentos se comprendieron los dos jefes, y quedó cimentada aquella singular alianza de los salvajes de las dos costas del Istmo con el Pirata inglés, que jamás se desmintió por ninguna de las dos partes, y que fue la sólida base sobre que Drake cimentó todas sus empresas.

Su primera tentativa fue el ataque nocturno de la villa Nombre de Dios, que saquearon a su placer: dos días después marcharon al interior a sorprender una arria cargada de riquezas, que según decían los indios, debía venir en camino de la otra. En esta expedición, dice Camden, uno de los compañeros de Drake,13 fue que éste   —198→   concibió aquel apasionado deseo, que le trajo inquieto desde entonces, de cruzar las aguas del Pacífico con el pabellón inglés. La narración histórica de este incidente es tan interesante, que debemos transcribirla por entero. -« Después de algunos días de viaje por las espesuras de los bosques, llegamos como a las diez de la mañana a una cumbre situada como un puente entre los dos mares. El Cacique Cimarrón tomó a nuestro jefe por la mano y rogándole lo siguiese hasta un lugar en donde se alzaba un árbol frondoso y gigantesco, en el que los salvajes por medio de cortaduras habían practicado una escalera cómoda hasta su copa, vimos a un lado el Atlántico, que acabábamos de dejar, y al otro lado el codiciado mar del Sur.»

«Como el día estaba bellísimo a causa de la pura brisa con que Dios se había servido aclarar la atmósfera, nuestro capitán expresó su gratitud hacia el Omnipotente por el favor que le concedía de mirar desde aquel espléndido árbol el mar, de cuyas riquezas había oído hablar tanto, pidiéndole vida y favor para surcarlo alguna vez en un buque inglés, y llamando entonces a Juan Oxenhan el más duro y audaz de los marinos que le   —199→   acompañaban lo hizo unir sus votos en esto ruego y en este propósito.»

Drake y el cacique Cimarrón asaltaron en efecto la arria de cincuenta mulas cargadas de oro, que habían salido a buscar, con un éxito completo: atacaron enseguida el pueblo de Venta Cruz, haciendo entonces un botín considerable, que el pirata tuvo que abandonar en parte dentro del bosque al verse perseguido por un cuerpo de trescientos españoles, que lo obligó a tomar sus buques y salir al mar con toda prisa.

El hecho es que como fue de una brillante generosidad y honradez en la repartición que hizo del saqueo con sus aliados Cimarrones (a pesar de que la superioridad de sus armas y de sus soldados le habría permitido ser injusto y mezquino impunemente) quedó establecida una alianza cordial entre estos salvajes, y el jefe feliz de aquellos aventureros.

Tres años después, de esta primer empresa, es decir, en el de 1578, Drake veía colmados los votos que había hecho en la montaña de Panamá; y llevaba a cabo en el Pacífico las correrías con que nuestros lectores empezaron a conocerlo.

Después de haber esquivado el encuentro con los buques   —200→   de Sarmiento, y viendo que no era perseguido, resolvió entrar en el golfo hasta las costas; porque a la vez que quería hacer un valioso regalo a sus aliados del cacique Cimarrón, con fines de ulterior utilidad, quería también ver si podía recoger el tesoro que en la antedicha expedición había tenido que abandonar y ocultar en los bosques inmediatos.

Confiado en la estrella feliz que parecía seguir sus destinos, hizo rumbo firme hacia la costa y echó el ancla en una pequeña rada del Istmo, desde cuya orilla quería enviar gente en busca de la tribu amiga de los Cimarrones. Pero, estaba destinado allí a tener un contraste, porque una furiosa tormenta del norte, que se levantó antes de que pudiese ganar altura y correrla en mar abierto, le echó a la costa la Isabel y el Pasha, y le puso a él mismo en tales apuros, que solo con prodigios de voluntad y de firmeza pudo salvar al Pelícano del naufragio. Si no lo hubiera logrado, era perdido para siempre: no habría tardado en espiar su arrojo en los patíbulos de Lima.14

Pero salió de este peligro con muy poca pérdida de hombres; porque Henderson prodigó sus esfuerzos y logró   —201→   poner en tierra a casi toda su gente, con la mayor parte de los caudales que tenía a su bordo.15

Pasado el contraste trató Drake de remediar sus consecuencias con la voluntad incontrastable de designios que formaba la grandeza de su alma; y luego que reunió en el único buque que le quedaba a todos los náufragos, hizo que su antiguo compañero Juan Oxenhan, el duro marino, entrase tierra adentro con una docena de hombres, de una bravura y de un arrojo no menos probado que el del jefe.

A los dos días volvió Oxenhan acompañado del cacique Cimarrón, y de toda su tribu, y fueron regiamente festejados y regalados por Drake.



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ArribaAbajoCapítulo XXIX

Henderson y Oxenhan


En medio del bullicio y alegría con que los Indios y los aventureros andaban mezclados en aquel paraje risueño, situado entre la costa del Pacífico y las cejas del espeso bosque, Henderson a lo lejos de la fiesta, caviloso y taciturno se había sentado al pie, de una acacia colosal cuyos flecos de flores blancas se mecían sobre su joven cabeza.

Juan Oxenhan, el duro marino, se le acercó sin ser sentido, y dejando caer en tierra la pesada culata de su arcabuz, en cuya boca apoyó sus dos brazos y su barba erizada de polos rojos, le dijo:

  —203→  

-¡Estáis triste, Milord! -con su voz bronca de marino plebeyo y desalmado.

Henderson miró sorprendido al verse arrancado así a las blandas cavilaciones que lo preocupaban; pero cuando vio que su agresor era Juan, el decano de la compañía, el papá de los marinos, el hombre de acción y de confianza que tenía el jefe, contestó con su aire amigable y tranquilo:

-Sí, Juan, estoy melancólico.

-¡Y yo también! -dijo Oxenhan con franqueza-, vos amáis a la capitana como yo amo a la contramaestra, y...

-¿Y qué... Juan? -dijo Henderson incorporándose animado y lleno de curiosidad.

-Y no estoy por esto de irnos lejos cuando tenemos aquí amigos y recursos para volver al Callao y para llegar hasta Lima también: ¡vaya!

-¡Estáis loco, Juan! -dijo Henderson afectando la incredulidad y la calma del hombre que no quiere ceder a una ilusión que le sonríe a pesar suyo.

-¿Estoy loco?... ¡Vaya! ¡Yo soy hombre ya, Milord!, y sé lo que digo.

-¡Explicaos entonces!, y sabed que si lo que pensáis   —204→   es posible de realizarse por hombres, yo estoy pronto a emprenderlo aunque me tengáis por niño, contestó el lord con orgullo.

-Bien lo sabía yo, Milord, porque entiendo que en todo caso sería una vergüenza que no quisieseis hacer vos por la capitana lo que yo pienso hacer con vos, o sin vos, por la contramaestra, y por mi fortuna.

-¿Quién es vuestra contramaestra, Juan?

-¿Quién es vuestra capitana, milord?

-¿Queréis hablar de las bellas Limeñas que tuvimos prisioneras abordo? -dijo Henderson con embarazo.

-De la que os hizo prisionero a vos, y de la que me rindió a mí, Milord, le contestó el marino con su inalterable franqueza.

-¿Conque amáis... a Juana? -le dijo Henderson tomándole la mano con una viva emoción.

-¿Y que no soy de carne y hueso como vos? ¡Ah!, ¡diablo!, ¡cómo me hace brincar el alma su recuerdo! ¿Tengo razón o no, Milord?

-La tenéis, Juan; continuad.

-¡Digo que debemos volver a represarlas!

-¿Y nuestro jefe, Juan?

  —205→  

-¿Para qué diablo nos necesita? ¿No se perdieron ya los buques en que hacíamos falta? Por supuesto: ahora con él solo basta para llevar a Inglaterra su caracol. ¡Ya!, él es capaz de llevarlo por el aire si quiere; y si hemos de ir de balde, ¿no es mejor que atendamos a nuestro negocio? Ni él tiene derecho a impedírnoslo ni tentará otra cosa que disuadirnos; y sobre todo, que él quiera o no, yo me quedo a trabajar en estos mares.16

Henderson se quedó pensativo, y después de un rato de silencio, le dijo Juan:

-Si llego a tener buena fortuna y hablo con la sujeta, ¿qué le diré de vos, milord? ¿Qué no tuvisteis el coraje de acompañarme?

-¡Cómo!... -exclamó el joven airado-, ¡mira! -agregó más tranquilo-, a ninguna parte iréis vos que no sea yo capaz de ir por delante.

-Si no fuera así, no hubiese venido a convidaros.

-¡Veamos tus medios! ¿Cuáles son tus miras y tus recursos?

-Vais a verlos, Milord, sois rico.

-Bien lo sabéis, es inmenso el botín que hemos hecho, y yo tengo en él mi parte.

  —206→  

-Y yo también. Ya veis, los dos somos ricos, y con eso basta.

-No lo creo así; necesitamos gente, buque y armas.

-Todo eso tenemos, Milord; cincuenta bravos marineros están prontos a seguirnos si os decidís: en esos grandes bosques hay maderas para una hermosa escuna; sobran Indios que nos ayuden a hacerla, y tenemos galafates que la construyan. ¿Armas, decís? ¿No están en el Pelícano todos los repuestos que tenía la Isabel y el Pashá? ¿Tomándolos nosotros, y sacando las tres culebrinas que van en la bodega, no aliviamos de carga al almirante?

-¡Vuestro proyecto, Juan, me sonríe! Hay riesgos, ¿pero qué importa?

-¡Hay riesgos!, ¡vaya un reproche! Dadme una escuna montada por cincuenta de nuestros bravos, y los Indios de esta costa, y me río de los riesgos; riesgos corre el que no tiene voluntad y vacila, Milord. Nosotros no los hemos de correr, estad cierto de ello.

Después de un momento de reflexión, Henderson se levantó con el semblante animado de un nuevo fuego.

-Soy vuestro jefe; ¡acepto vuestra empresa! -dijo   —207→   al bravo marino- ¡y voy a decírselo a nuestro almirante!

Drake no era hombre de sorprenderse por lo arriesgado de una aventura. Su buen juicio, sin embargo, y su ojo perspicaz se chocó de aquella de que vino a hablarle su joven amigo, o hizo cuanto pudo por disuadirlo.

-Bien, señor -le dijo Henderson-, poned vuestra mano sobre vuestro corazón, y decidme no con la voz de la amistad, sino con la del valor y la audacia. ¿Creéis insuperable la empresa?

Drake pareció meditar por algún tiempo, al cabo del cual, dijo:

-Repetidme vuestro plan, Roberto.

-Vamos a construir dos escunas en el silencio de estos bosques y aprovechándonos de la quietud en que vuestra desaparición dejará estos mares, una en esta costa y la otra en el Atlántico, listas y armadas ambas, tendremos la de otra costa bien oculta entre el bosque de alguna abra inexplorada, como hay muchas según dice Oxenhan y los Indios que he consultado, y montando en la otra daremos algún golpe de mano sobre el Callao... y sobre Lima también, ¿por qué no?

  —208→  

-¡Os comprendo! -dijo Drake echando a Henderson una mirada de inteligencia.

-Tanto mejor, señor, comprenderéis así mejor la energía de acción y de voluntad con que obraré. En cuanto al golpe de mano sobre la costa nada temo: ha de salir bien, porque cincuenta de nuestros hombres sorprendiendo y asaltando son irresistibles. Pero suponed que somos rechazados, ganaremos nuestra escuna...

-Y si os dan caza y os urgen en el mar la abandonareis en esta costa, atravesareis el bosque hasta a otra escuna y os marchareis a Inglaterra, ¿no es eso?

-¡Eso es, almirante! -respondió Henderson con una mirada llena de brillo y de entusiasmo.

-¿Que queréis que os diga?, reconozco a mis discípulos en el proyecto. Pero quiero ser franco: eso, Henderson, es usar de grandes medios para miserables fines; es emplear el extremo arrojo para tentativas sin gloria ni grandeza y sin provecho; es desafiar la horca por una niñería, ¡en fin! Si os persiguen tendréis que abandonar aquí vuestro botín, y...

-¡Nada me importa eso, señor!

-Sin embargo...

  —209→  

-¡No continuéis, señor!..., esperad: ¿no me hacéis otra objeción?

-¡Ninguna otra! Pero es preciso estar loco, Roberto, para que menospreciéis toda su gravedad.

El joven guardó un obstinado silencio.

-Por fin -le dijo Drake-. Decidme hasta dónde llegará todo el sacrificio que sois capaz de hacer por mí, Roberto.

-Milord, oidme con atención y haced justicia al menos a los nobles motivos que me impulsan a otro destino que el que queréis darme; lo único que os ruego es, que sea cual fuere mi suerte, me conservéis a mí, o a mi memoria, el afecto con que tanto me habéis distinguido.

-Contad con él, Roberto, ¡para siempre!, contad con algo más, os lo juro por ese Dios que desparrama su vida entre los seres del mundo -dijo Drake de pie y alzando su sombrero con respeto-, ¡si sois desgraciado y prevalecen contra vos nuestros enemigos, contad con que Drake no bajará a la tumba sin haber hecho por vengaros a vos, el doble y triple, de lo que ha hecho por vengarse a sí propio!... -y Drake concluyó estas palabras con un tono imponente y exaltado.

  —210→  

-Gracias, Milord -le dijo el joven besándolo la mano con gratitud y emoción-. Pero no: no temáis, he de ser feliz; ya lo veréis, y juntos hemos de hablar al calor del patrio hogar de nuestras recíprocas hazañas.

-¡Dios os oiga, Roberto!..., decidme ahora, ¿por qué persistís en esta empresa?

-Señor, le entregué mi fe a ese ángel que habéis conocido, a doña Alaría, y ella me la juró eterna a mí. Mi corazón reboza, señor, a cada segundo con su recuerdo, y mis ojos no tienen más luz que los encante, sino su imagen: vivo en ella, señor, y ella vive en mí, porque la amo aquí dentro de mi pecho que no late, que no respira sino por ella y para ella. La voz del cielo, señor, me dice a gritos que ella también me ama así, y que tiene votada su vida, como yo, a mi amor o a su muerte. Yo no tengo dudas; me ama, me espera rodeada de perseguidores, porque así lo presiento, porque así debe ser, porque así lo esperaba ella misma y me lo decía: ¿Queréis que me envilezca a mis propios ojos desamparándola por cobardía o por egoísmo? ¿Queréis que sacrifique la débil tórtola que se ha librado a mi fe de caballero y de soldado, teniendo un medio que tentar en favor de ambos? ¿Queréis   —211→   que tuerza, que exprima, que aprense mi alma para quitarlo gota a gota la pasión que la anima, y la exalta?... No puedo, no lo quiero, Milord. Convenceríais mi razón, me mostrarías por precio de mi infamia el trono mismo de Inglaterra, pero deberíais estar seguro que aún así yo resistiría, porque tengo dentro del alma el germen que eternamente me estaría diciendo al oído sin dejarme distracción ni reposo: «tuvistes la vileza de abandonar en medio de tus enemigos a la que los ofendió amándote: tuviste la infamia de dejar caer al sepulcro, sin correr a su socorro a la débil mujer que se dejó seducir por las exterioridades engañosas que ocultan tu bajeza.» No, Milord, ¡jamás!, ¡jamás!, porque yo la amo mucho, ¡la amo de veras!, os lo juro -dijo Henderson exaltado.

-Y bien, Roberto, me negareis que es muy presumible, por otro lado, que vuelta esa niña al seno de su patria y de sus amigos, mire como un ensueño todo lo pasado, y esté dispuesta a constituir su dicha doméstica con vínculos más tranquilos y más posibles que los que vos le prometisteis?

-Mi corazón protesta contra vos, y vuestras palabras, ¡Milord!

-Y, ¿qué puede saber vuestro corazón?

  —212→  

-Mucho más que vuestra cabeza, ¡Milord! A vos os falta el rayo de luz invisible de la simpatía y del interés, que pone en correspondencia a las almas que se comprenden, a los corazones que si aman, desde uno al otro confín del mundo; que habla dentro del uno con la voz del otro, y que hace sentir y saber la verdad. Vos lo ignoráis todo por consiguiente. Yo tengo ese rayo, y os puedo asegurar que vuestra sugestión es falsa, que María me ama y me espera confiada en mi valor y en la energía de mi lealdad y de mi pasión.

-Os vuelvo a preguntar, Roberto, ¿hasta dónde sois capaz de sacrificar vuestras pasiones por mí? Y sabed que cuando os lo pregunto creo en vuestra abnegación absoluta, porque así absoluta os la voy a exigir.

-¡Absoluta no, Milord! Os debo todo lo que soy; estoy dispuesto a dároslo todo después de lo que debo a mi querida.

-¡Esto es concluido, Roberto!, seguid vuestro destino y contad conmigo ahora, después y siempre!

-¡Gracias Milord, gracias! -le dijo el joven volviendo a besar con emoción la mano del pirata.

-Voy pues a revelaros algunas cosas que os podrán ser útiles en los riesgos que vais a correr: en Lima tengo   —213→   amigos, cómplices o socios, por decirlo mejor, y es necesario que vos los conozcáis y que yo os acredite ante ellos para que os auxilien si fuese necesario en vuestros propósitos y dificultades. El principal de todos ellos es un antiguo partidario del rey Manfredo de Nápoles, que como sabéis sucumbió bajo las armas de Gonzalo de Córdoba; es un hombre de una figura repugnante de exterioridades humildes, detrás de las cuales se oculta una alma infernal, tenaz, vengativa, pasiente, insaciable: es descendiente de los .................... se hace llamar don Bautista, y pasa por boticario; es una llave maestra para todo. Yo lo conocí emigrado en Playmouth, había tenido que abandonar la Italia acosado de las persecuciones que sus tiranos dirigían sobre él. La rabia, la sed de la venganza desbordaban en su corazón. Hablamos y nos entendimos: él fue quien negoció mi alianza con la casa Onetto y Compañía de Cádiz, que tan vastos negocios hace con estas colonias, y por cuyo medio es que todos los corsarios, que cruzamos contra la España, sabemos los secretos de la secretaria de marina, donde hay fuerzas que evitar y galeones que sorprender. Este don Bautista, para asegurar mejor el éxito de esta empresa que ha sido preparada como veis, de mucho tiempo atrás,   —214→   se ingirió en España, de España pasó a Lima, donde tiene una poseción ventajosísima para nuestros objetos, y ha enrolado nuevos amigos que nos sirven con suma utilidad. El Perú todo entero está cubierto de la raza indígena, y de bandas de indios fugitivos de la mita y de otros bárbaros vejámenes que les impone la codicia española. Este desorden interno favorece el éxito de los golpes de mano, y os puede servir de mucho, Henderson, si procedéis con prudencia y con habilidad. En fin, cuando nos separemos os premuniré de todos los medios que necesitéis y que hayan estado a mi alcance hasta hoy. Ante todo os voy a dejar bien entendido y arreglado con el cacique Cimarrón, porque es un amigo preciso, cuyo auxilio, es la base de vuestras operaciones.

Drake hizo llamar al cacique y lo comunicó la resolución de su teniente, recomendándole que le protegiera y ayudase con la misma amistad que a él le había consagrado. El viejo cacique miró con atención al joven, y volviéndose a Drake le dijo:

-¿Tiene mano firme y ojo claro como vos?

-¡Juzgaréis por vos mismo! -le dijo Henderson con altivés, y reparando en una águila que se cernía a una gran distancia sobre sus cabezas, tomó el arcabuz de las   —215→   manos de Oxenhan, le apuntó, disparó, y el ave vino rodando sobre sí misma a caer a los pies del cazador.

-¡Hog! -exclamó el cacique, impresionado de la destreza del joven; pero agregó al momento-. La flecha del jefe no parte de sus manos, sino de su espíritu y de sus ojos, como la de éste -dijo señalando a Drake- y ésa es la que yo quiero saber si lanzáis bien a tus enemigos.

-El nombre de los hombres -dijo Henderson- es hijo de sus obras, y del favor de Dios. El jefe me ha distinguido por las mías, y veo que el favor de Dios no se esconde de mí, pues me permite verte y ser tu amigo.

-Veo que tenéis flechas para el corazón de tus amigos, y yo les abro mi pecho para que entren, alargándote mi mano en señal de la ayuda que te daré, cuando te quedes con nosotros y la necesites.

Drake sentía vivamente la separación de Henderson y de Oxenhan. Pero además de que quedaban terminados sus propósitos en el Pacífico, la pérdida de sus dos buquecillos hacía que no necesitase de sus servicios. Ellos además eran compañeros voluntarios de una empresa pirática en realidad; y en aquel siglo de individualismo y   —216→   de fuerza personal era religiosamente respetada la independencia de cada uno para abrirse su camino o satisfacer sus pasiones a su modo y con sus propios medios. Sin embargo, Drake quiso hacer un esfuerzo todavía por retenerlos y se dirigió a Oxenhan. No obstante el nombre del viejo con que Oxenhan era conocido de todos los aventureros de aquella escuadrilla, es preciso tener presente que esta designación se dirigía a su pericia, más bien que a su edad, pues tenía apenas 40 años.

El viejo y rudo marino estaba sentado a la orilla del mar sobre unas peñas altas y erizadas de asperezas, en cuya base venía a estrellarse la ola con la gravedad acompasada de su reflujo; con la vista dirigida a los bajos horizontes del Océano. Oxenhan parecía hallarse embebido en una profunda meditación. Vio a su jefe venir hacia él; pero no cambió de posición, manteniéndose en una actitud de confianza, indiferente y amigable al mismo tiempo.

-¡Y bien, Juan! -le dijo Drake sentándose a su lado, y moviendo con la mano las pequeñas piedritas que formaban el piso a su alrededor-, ¿con qué nos dejas?

-¡Eh!..., vuestra gracia ya no se necesita de mí;... y yo... espero trabajar bien en estas costas.

  —217→  

-¡Cómo no he de necesitar de ti!?... ¿Te has olvidado de que hace diez años que estoy habituado a poner sobre tus hombros el cuidado de mis buques, cuando la fatiga me obliga a un rato de reposo?

-¡Eh!... -dijo Oxenhan torciéndose con el mayor embarazo-, yo no sé qué decir a V. S... ¡pero yo tengo que quedarme!... ¡no hay remedio!

-Veamos Oxenhan: yo no quiero obligarte a nada, pero yo también tengo mis derechos, mis viejos derechos, y no debo renunciarlos sin haberlos defendido.

-¡Es inútil, Milord!

-¡No!, eso lo veremos después: primero es discutir.

-¡Eh!... ¡yo no puedo hablar Milord!, y nunca tendré valor para deciros por qué os dejo: ¡ya sabéis que cuando Juan asegura una cosa, la hace!

-Dime Juan, ¿te acuerdas del día en que nuestros ojos extasiados, contemplaron por primera vez este mar que tenemos por delante, desde las alturas de aquellas montañas que nos separan del otro mar que tenemos a la espalda?

-Me acuerdo.

-¿Y no me prometiste entonces acompañarme en la empreza de cruzarlo?

  —218→  

-¡Os he cumplido, Milord!

-Aún no hemos terminado: ¡yo sigo adelante!

-¡Eh!... vais ya buscando el camino de la vuelta: ¡y yo me quedo!

-Es que me dejáis en medio aun de los peligros.

-Cuando empecé a navegar, erais un niño casi, erais pobre y oscuro...

-Soy pariente de los Drake de... -dijo Drake con rapidez y orgullo.

-No lo sabía -le contestó Oxenhan con indiferencia. Lo que recuerdo es, que ningún pariente os ha empujado hacia arriba; y que Juan Oxenhan os ha visto llegar hasta donde estáis, desde la lancha de un pobre pescador del Tavy. Os he visto y os conozco; y sé que para triunfar en vuestros propósitos no necesitáis de Juan: vos solo sobráis: yo soy franco, bien lo sabéis.

-¿Hablas Juan, como el mercader que rebaja el precio de lo que quiero comprar: a trueque de que te deje quieres pasar por inútil? Bien sabes que eso es poner en tus labios palabras sin verdad.

-Sea como fuere, Milord; ¡yo me quedo! El día aquel que ahora poco me recodabais, en que vimos este mar desde esas montañas, oí una voz que me dijo dentro de   —219→   mí mismo, que aquí estaba mi destino; y después... ha habido cosas que me han convencido de que así es, ¡de que así debe ser! Con esto os digo todo. No me contradigáis.

-Hagamos una cosa, Juan -le dijo Drake después de un rato de meditación-, deja que mis derechos sobre ti luchen en campo igual, con los otros motivos que tengas para dejarme: echemos suertes, y resígnate a hacer lo que salga.

-¡No, Milord!, sería exponerme a faltaros y mentiros.

-¿De modo que...?

-¡No hay remedio! Me quedo.

-Pero es que me llevas a Roberto también: y eso...

-¿Qué queréis?... Juan necesita de un jefe, de un hijo a quien proteger y obedecer. Vos lo fuisteis. Pero hoy vais a ser Almirante gran personaje: estáis ya muy lejos de mí, mientras que sir Roberto empieza, y es digno de ser ayudado por Juan.

-Yo pensaba que no: yo pensaba que Juan era digno de ayudar al que pelea por la gloria de su pabellón, y contra los enemigos de su patria; pero no para servir amores pueriles.

-¡Eso es desleal Francis!... -dijo Oxenhan interrumpiendo   —220→   al jefe-. Cada uno tiene su secreto y su derecho delante de Dios.

-Juan: yo parto mañana -le dijo Drake desentendiéndose y levantándose-. ¿Te quedas?

-¡Me quedo, Milord!

-¿Te quedas, Juan? -le repitió Drake apoyando su mano en el hombro del marino, y moviéndolo con emoción.

-¡Sí! -contestó éste inclinando su cabeza.

Drake se dio vuelta silencioso y contrariado. Juan Oxenhan se quedó sentado delante del vasto horizonte de la mar del Sur.



  —221→  

ArribaAbajoCapítulo XXX

La partida


En efecto, al día siguiente de esta sentida conversación entre los dos viejos amigos, que iban a separarse en los confines del mundo conocido entonces para no volverse a ver quizás, Drake hacía ya sus aprestos de partida.

Cincuenta hombres arrojados habían querido quedarse a participar de la suerte de Henderson y de Oxenhan.

-¡No quiero que hagáis tan noble sacrificio; Suttonhall! -le decía Henderson enternecido al excelente hombre de este nombre que ya conocen nuestros lectores como contramaestre de la Isabel; y que vacilaba entre su deseo de volver a Inglaterra y su cariño hacia su capitán-.   —222→   ¡Seguid al jefe! -le agregó Henderson empujándolo con dulzura.

El pobre marino se desprendió del joven Milord sin decir una palabra, y se dirigió al grupo de los compañeros que se estaban embarcando en la lancha de Sir Francis Drake. Pero cuando ponía el pie para entrar dentro y alejarse definitivamente, saltó para atrás y se vino resuelto a donde Henderson, estaba.

-¿Creéis que me necesitareis, Milord? -le dijo.

-¡Marchad Suttonhall!... no os martiricéis -le respondió el joven oficial, haciendo vanos esfuerzos por permanecer entero.

-¡Eh!, ¡no!... -dijo el marino repentinamente- ¡me vais a necesitar!, ¡debo quedarme!... ¡Me quedo señor! -le gritó a Drake, que sentado ya en la popa de su lancha esperaba el resultado de aquella escena conmovente.

-¡Bogad! -dijo el pirata a los marineros; y en tres segundos quedaron separados los dos grupos por los abismos del mar.

Mientras que el bergantín hacía su maniobra para ponerse en marcha, el grupo de bravos que había quedado en tierra apiñado alrededor de Henderson y de Oxenhan, lo contemplaban con avidez, sin poder evitar que brotase   —223→   de sus ojos una u otra lágrima de ternura; y la tripulación que atestaba la cubierta, no podía tampoco separar sus ojos de aquellos compañeros que dejaba.

Desde que la lancha que había llevado a Drake fue izada a bordo, empezaron las velas a desprenderse con rapidez de sus respectivas vergas, y balanceándose el buque con su graciosa arboladura, luego que las infló el viento, acometió gallardamente su camino por el mar.

Entonces fue cuando por un movimiento instintivo los de tierra y los de abordo se descubrieron sus cabezas, haciendo un movimiento general de gorros con los brazos, sin que de una ni de otra parte, se alzara una sola voz que interrumpiese el silencio de la tristeza que dominaba a todos.

Sobre la meceta de la cámara se percibía en todo su vigor la figura enérgica y marcial del pirata, relevada con no sé qué aire de predominio, que le daba la banda de cuero atravesada sobre su pecho, de que colgaba su sable, y el sombrero puntiagudo, de cuyas a las enroscadas salían tiradas hacia atrás dos largas plumas rojas que flameaban como el gallardete del Bergantín. Drake hizo un breve saludo hacia tierra con su sombrero; y dándose vuelta al instante, contrajo toda su atención a las   —224→   vergas y a la marcha de su buque. Una fresca brisa del Levante se llevaba, cual en las alas de la fortuna a este audaz aventurero, que teniendo apenas 34 años, contaba ya con un nombre célebre, terror y pesadilla de los súbditos del monarca cuyos dominios daban vuelta al globo. El cacique Cimarrón rodeado de sus indios, esperaba negligentemente que terminase aquella escena; mas, fatigado de un sentimiento tan prolongado, y que a él le era incomprensible, se acercó a Henderson y señalándole el bosque le dijo con brevedad.

-... ¡Éste es nuestro camino!

Henderson hizo volver en sí a sus hombres, y los puso en movimiento. Oxenhan levantó entonces sus brazos y su barba de la boca del mosquete en que se había apoyado hasta entonces, y echándoselo al hombro, siguió el camino de los demás por entre el bosque.

Al caer de esa noche llegaron al lugar que el cacique había juzgado más a propósito para construir la escuna con toda seguridad y sigilo. Tenía en efecto, todas las condiciones necesarias para ello, pues era la caída de un río angosto, cuyas riberas estaban atestadas de bosque en muchas leguas de extensión, y que por el lado del mar   —225→   tenía una boca difícil de hallar por su estrechura, y por los recodos con que entraba hacia adentro.

Nuestros marinos encendieron esa noche sus fogones, y comenzaron su vida del desierto y de la selva, con la misma tranquilidad y vigor de espíritu con que sabían llevar su vida del mar: el marinero y el salvaje son habitantes del desierto, y ambos viven en tribu.

Al otro día Henderson, Oxenhan y Suttonhall, trataron de combinar seriamente sus planes y sus trabajos.

Como es sabido que el Istmo que separa en América al Atlántico del Pacífico es una angostura de ocho leguas más o menos que forma, a uno y otro lado, dos anchos golfos llenos de vegetación y de ríos que descienden de los Andes. Nuestros aventureros convinieron, al fin, en que Suttonhall se dirigiese a la costa del Atlántico con veinte hombres y algunos indios para construir la escuna en que debían burlar las persecuciones de los españoles, luego que hubiesen dado su golpe de mano; y que Henderson y Oxenhan presidiesen el trabajo de la que debían construir en las costas del Pacífico17, arreglando dos   —226→   correos diarios de indios entro uno y otro arsenal.

La ayuda que les dieron los cimarrones fue eficasísima y esmerada: espiaban todo el país, y les mantenían en conocimiento hasta de lo que pasaba en las villas próximas; y solo por este apoyo y celo, Henderson y Oxenhan pudieron dar cima a una empresa harto difícil, en sí. Verdad es que en aquella época el movimiento marítimo, aunque arrojado, si se quiere, era escasísimo y casi nulo en lugares tan apartados como las costas donde pasaban los sucesos que narramos. No sólo estaban ellos inexplorados, sino que la incapacidad de mantener estaciones en ellos por la deficiencia de la marina, hacía imposible vigilarlas, y las dejaba en un perfecto abandono como lo prueba la verdad histórica de dos hechos anteriores.

Apenas se vio Henderson instalado en el lugar que el cacique le designó para construir su escuna, sacó de su seno un papel escrito en clave que Drake le había dejado como memorandum.

Los apuntes que contenían eran concisos: no contenían ni una sola palabra inútil:

  —227→  

«Venta Cruz, villa que está entre la de Panamá y la de Nombre Dios. Los cimarrones van con frecuencia a vender en sus cercanías pieles y otras cosas; y el cacique sabe a quién.

»De Panamá van galeras con frecuencia al Callao; en los que él podrá advertir a los amigos para que os apoyen como les indiquéis: ese pedazo de cinta es mi credencial: con él harán por vos como por mí.

»Un poco más al sur del Callao, está la rada pequeñísima y solitaria de Chorrillos, que me parece la mejor para entrar sin ser sentido.

»Cuando hayáis tomado todo esto en vuestra memoria, romped y quemad este papel para que no quede vestigio.»

Henderson empleó religiosamente la insinuación de su amigo; y mientras se ocupaba con Oxenhan de construir su escuna, sin decir una sola palabra ni a éste ni a otro alguno de sus compañeros, procuró por medio del cacique Cimarrón abrirse las inteligencias que le sugería el memorandum de Drake. Al cabo de mucho tiempo de demora, en que el joven enamorado había pasado mil veces por las amargas dudas del desfallecimiento, vino un indio de Venta Cruz, y le entregó una tira de papel escrita   —228→   en su propia clave, que procedía de Lima, y que decía así:

«En Chorrillos: De noche: El guía será seguro: a las ruinas del gran templo de Pachacamac: Oculto hasta el momento oportuno: Seréis advertido: Conozco ya vuestro nombre, y hacéis mucha falta: ¡a todo trance! Si sois sentidos, no contéis con nadie ni con nada; y alejaos porque las víctimas habrán perecido.»

El corazón de Henderson se quedó helado de terror y de emoción al percibir este eco misterioso de la voz que le llegaba desde Lima. ¡Gozo inefable de la primera esperanza de amor que se realiza!, ¿puede acaso el hombre trasuntar con su palabra tosca el encanto de los latidos que inspiras al corazón? -«¡Víctimas!» -se dijo Henderson, cuando el temblor de la profunda emoción que le sobrecogió le permitió respirar con calma-. ¡Sí!, ¡víctimas! -agregó volviendo a leer-. ¿Será, ¡Dios mío! que la vida de mi María peligra por mí?... Pero, ¿por cuál crimen? -dijo pausadamente, y fijando en tierra aquel mirar vago que indica tener allá en el fondo del alma algún horrible presentimiento-. ¿La Inquisición?... -dijo con terror, y tuvo que apoyarse con su mano derecha en un árbol, mientras que con la izquierda sostenía su   —229→   frente-. ¡Adelante! -agregó restableciéndose al momento-. ¡Es preciso obrar pronto!

-¡No! -le dijo alguno por detrás, poniéndole una pesada mano sobre el hombro.

Henderson dio un salto de sorpresa, y echó mano instintivamente a su puñal...

-¡Ah!, ¿eres tú, Juan?... ¿Me espiabais? -agregó medio ofendido.

-¿Yo?... -le preguntó el marino con orgullo. ¡Bah!... ¡niño!, ¡dejaos de tonterías!

-¡Me habéis sorprendido sin embargo!

-Por casualidad os he oído una palabra que no me ha gustado, porque la prontitud del jefe no es la que se traga el tiempo, sino la que lo envuelve en su enérgica prudencia. Mirad, Mr. Roberto: he comprendido hace tiempo que tenéis misterios para conmigo; y eso me prueba el acierto con que os elegí por jefe: si hubierais hablado os habría despreciado: ¡conque ved ahora si he podido pensar en espiaros!

-¡Perdón, Juan! -le dijo Henderson arrepentido-, ¡dadme vuestra mano, pues tenéis una noble alma!

-¡Eso sí!... me hacéis justicia; y si mi talento correspondiese a mi corazón, ya sería yo grande como Sir   —230→   Francis, porque la mar no me quiere a mí menos que a él, ni me ha dejado de brindar sus favores; mas yo necesito quien me mande: me contento con ejecutar. Pero vos sois joven; tenéis la soberbia del mando; y ya ibais a sospechar que tuviese yo celos de los secretos que sólo debe saber el que solo debe mandar.

-¿Aún no me queréis perdonar, Juan? -le dijo Henderson con tono amigable.

-¡Eh!, estáis perdonado; pero quiero que aprendáis a conocerme para siempre.

-¡Sí, Juan, contad con eso! Pero, en fin, ¿por qué os oponéis a que partamos pronto? ¿No estamos listos todos? ¿No está provista nuestra escuna de todo lo necesario para navegar?

-¡No!

-¿Y qué le falta?

-Pintar de negro las velas para que nadie pueda verlas a la distancia y bautizarla.

-¡Tenéis razón!..., ¡vamos a hacerlo!.... ¿y cómo la llamaremos?

-¿Qué sé yo de esos bordados, Sir Roberto?

-Pues bien, ¡lo llamaremos La Fortuna!

  —231→  

-¡No me parece bien!, porque eso es usurpar un nombre que solo Dios puede acordarle.

-¡Decís bien!..., ¡le llamaremos entonces La Fidelidad!

Juan se quedó pensando un rato y dijo después:

-Me parece bien, ser fiel, ser leal, es un deber; y quien se embarca en el deber, merece la protección de Dios. ¡Me parece muy bien, Sir Roberto! Llamémosla La Fidelidad.

-Y a la que ha construido Suttonhall, ¿cómo le llamaremos?

-A esa le corresponde de derecho el nombre de nuestro Almirante.

-¡Eso es! ¡Drake!, que se llame Drake.

-¡Es de justicia!

-¡Manos a la obra, Juan! A pintar de negro nuestras velas, a salir al mar en cuanto se sequen.

-¡Mañana al caer la tarde!

-Lo había pensado.

La noticia de que estaba ya fijada la hora de lanzarse, fue recibida con grande júbilo por los marinos de aquella expedición, que de cierto superaba en audacia y en   —232→   coraje, si no en grandeza, a cuantas empresas había acometido Drake hasta entonces.

Henderson y Oxenhan con otros diez marineros, quisieron probar antes el buquecillo para reparar con tiempo cualquier falta que se lo notase; y después de haber mandado que algunos hombres trepasen a las copas más altas de los árboles para explorar bien los horizontes, y no ser apercibidos, hicieron que la escuna fuese llevada hasta la boca del río por medio de cuerdas que los indios y los aventureros tiraban a una desde las riberas.

Con la misma gracia gentil o íntima confianza con que una muchacha de quince años se prende al brazo de su querido y le inclina al hombro su cabeza, así aquel leve barquichuelo reclinó su costado sobre las aguas del mar y se deslizó por ellas cuando se desplegaron sus velas negras; y como la bandera roja de Inglaterra era izada al mismo tiempo, y corría con gallardía hasta el tope de la entena, hizo explosión el gozo de los marinos que lo veían desde tierra, y un palmoteo general con mil ¡hurras! atronó el aire y se difundió roncando por las entrañas del bosque.

La prueba fue satisfactoria; y la escuna volvió dos horas   —233→   después de su partida a echar el ancla con orgullo a la boca del río en que había sido construida.

Empezó en el acto a llevarse a bordo cuanto era necesario para el crucero. Fueron embarcados los marinos. Dieron la mano de la despedida al cacique y a los de su tribu, que debían quedar vigilando por allí. Y al caer de la tarde, como Henderson y Oxenhan lo habían dicho, el buquecillo se alejaba de las costas y quedaban sus autores irremisiblemente puestos en manos del destino.



  —234→  

ArribaAbajoCapítulo XXXI

Las ruinas de Pachacamac


Los dos jefes de la empresa pusieron una suma vigilancia en evitar todo encuentro y no ser apercibidos. Lo que no les fue difícil, visto que los españoles habían contraído sus connatos a guarnecer el Estrecho suponiendo que Drake debía volver por allí. Atónito el brigadier Sarmiento de que no apareciese en aquella salida que se juzgaba inevitable, cuando era ya notorio que había desaparecido de las costas, se confundía en dudas y conjeturas, hasta que una voz vaga y anónima empezó a llegarle de todos los rumbos noticiándole que Drake había seguido el derrotero de Magallanes; y que era probable que mientras él lo estaba esperando a su salida, el impávido   —235→   pirata andaría saqueando los inchimanes de la India y aterrando impunemente los suntuosos establecimientos que españoles y portugueses tenían en los mares de Asia.

En cuanto pasó la primera idea de esto por la mente del Brigadier, concibió la más íntima conciencia de su verdad, y se declaró burlado. Pero, hábil y tenaz también en sus empresas se afirmó en la idea de que sólo colonizando el estrecho de un modo estable, lograría la España evitar la repetición de semejantes atentados; y convencido de que ya no le era dado medirse con el pirata, en vez de volverse a Lima se hizo a la vela para España a fin de solicitar del rey Felipe una escuadra, tropas y colonos con que afirmar para su corona la clausura del Pacífico.

Esta singular coincidencia, que por cierto no es de invención nuestra sino un dato eminentemente histórico venía a favorecer de un modo práctico la empresa de Henderson; que sin saberlo él, debía hallar toda la costa desprovista del armamento dado al Brigadier, y entrega, da de nuevo a una completísima confianza.

Era el 24 de mayo de 1579: el sol escondía ya hacia el poniente, en las dilatadas aguas del Océano, su ancha faz   —236→   de fuego, y alzando sus últimos rayos al vacío decoraba con sus pálidas vislumbres las nubes, que, echadas a lo largo de los Andes, parecían con sus matices de rosa y nácar el manto opulento que cubría el cuerpo colosal de la América dormida sobre el mar.

Un pequeño barquichuelo envuelto con las sombras proyectadas por la tierra se balanceaba bordejeando prudentemente por entre los escollos de las costas. Más bien que nave parecía el cuerpo opaco y negro de una ballena: era La Fidelidad próxima ya a echar en tierra a Henderson y Oxenhan por la rada pequeña y solitaria de Chorrillos, situada unas pocas millas al sur del Callao.

En efecto: así que la noche cubrió de completa oscuridad el Océano, La Fidelidad afirmó su proa de bolina y renunciando a la indecisión de sus bordejeadas enderezó rápidamente hacia adentro, y echó el ancla a una distancia prudente de la tierra.

Desprendiose poco después un botecillo en el que Henderson y Oxenhan, con cuatro marineros, se llegaron a la orilla; y no bien tocaron, cuando se les presentó un cholo que les dijo en español.

-¡Bajad y seguidme!

-No es posible eso todavía -le respondió Henderson:   —237→   tenemos que bajar el resto de la gente-, hemos venido a ver si estaba el guía.

-Yo soy el guía.

-¿Cómo os llamáis?

-Mateo.

-A ver vuestra seña.

-Me han dicho que os diga «Desde Nápoles»; ¿y la vuestra?

-«Desde San Juan de Ulloa.»

-Eso es: desembarcad, pues, pronto vuestros hombres para aprovechar del tiempo.

-¿Cuántas horas desde aquí a las Ruinas?

-Cinco de camino continuo.

-Bien: ¡esperadnos!

Henderson hizo bogar de vuelta con toda prisa, y llegó en unos pocos segundos a su buque. Escogió cuarenta hombres, y dejó abordo diez al mando de Suttonhall, eligiéndolos de modo que quedasen repartidos en ambas partes y en debida proporción, los más bravos y prudentes. Si arriesgada era la empresa de tierra, no era menos capital el servicio y la vigilancia que tenían que hacer los de la escuna: porque de ella dependía que se completase el éxito del atrevido golpe de mano que   —238→   se proponían dar. Sólo esto pudo hacer que Suttonhall se resignase al rol que le imponían.

Los piratas desembarcaron con la mayor rapidez. Cada uno de ellos llevaba un lío de carne seca y un pequeño tarro de aguardiente. Henderson los ordenó en una fila de a dos de frente, y colocándose él a la cabeza, mandó echar al hombro los mosquetes, y se pusieron en marcha, siguiendo al baqueano, sin más ruido que el que harían sus pasos acompasados sobre las pequeñas fracciones de pizarra que tapizaban todo el camino.

Empezaron en esta forma a subir por las pendientes de un grupo magnífico de colinas, y dejando un poco a la derecha Morro Solar, remontaron las pendientes onduladas con que el terreno desciende hasta las orillas del mar. Caminaron en silencio durante algunas horas, abrigándose de las desigualdades de las colinas y del fondo de los barrancos, hasta que desembocaron en la planicie espléndida de Lurin; desde donde vieron las masas informes de los Andes, levantándose al naciente, como una negra barrera al través de la oscuridad diáfana de la noche tropical.

Algo de fatídico ofrecía a la imaginación el cuadro, aquel que formaba el pequeño grupo de aventureros,   —239→   marchando atrevidos al favor de la noche hacia las impenetrables sombras del laberinto de montañas erizadas que tenían a su frente.

El guía que los encaminaba no había pronunciado una sola palabra, ni había vacilado un solo instante en su marcha; pero después de haber andado algunos minutos por el valle, se volvió repentinamente a Henderson y le dijo, apuntando con el dedo hacia adelante: «¡Pachacamac!» Henderson se agachó para percibir mejor, y distinguió en efecto, a corta distancia, una colina que parecía coronada de vastos edificios. Excitados también por la curiosidad los marinos que los acompañaban, conturbaron un poco la regularidad de su marcha para mostrarse unos a otros la colina, repitiéndose. -¡Ruinas!, ¡ruinas! en una voz baja misteriosa.

Eran las Ruinas de Pachacamac, -La ciudad antigua y santa de los Peruanos, afamada hasta muy poco antes por las suntuosidades del Culto que allí se daba al Dios Ser18 que le daba su nombre, y al Dios Viracocha, o Espuma luminosa del Mar. La inmensa y opulenta ciudad yacía ahora derrumbada al derredor de la colina en que antes había ostentado sus grandezas, mirando,   —240→   por decirlo así, desde la tristeza de su sepulcro, las coquetas gracias con que Lima se alzaba joven y floreciente a unas pocas millas en el mismo valle.

Pachacamac había sido para los peruanos lo que Jerusalén para los cristianos, lo que la Meca para los musulmanes, el objeto de las peregrinaciones de los devotos, que en grandes comitivas venían incesantemente de todos los rincones del imperio a rendir sus ofrendas y recibir los oráculos del Dios. Se opina que el templo y el culto que daban su fama a la ciudad era más antiguo que el dominio de los Huincas; que era el de las razas primitivas del país; y tan arraigado en ellas que Manco Capac al conquistar el Perú creyó oportuno contemporizar con él, contentándose con levantar otro magnífico templo al sol -la espuma lucida del Mar, al lado del de Pachacamac.

Las riquezas que los dos templos habían antes encerrado no tenían cálculo. Baste decir, que un español que los vio de los primeros, hablando de la puerta del santuario, dice: «estaba muy tejida de cosas de coral y de turquesas y de otras piedras preciosas.»

Un magnífico palacio residencia de los Huincas, cuando   —241→   venían a presentar sus devociones se alzaba allí también.

El culto de Pachacamac y de Viracocha había excitado toda la indignación y la codicia de los españoles. Hernando Pizarro vino el primero, derribó los ídolos, saqueó los templos y las casas, e hizo abandonar la ciudad que en pocos años perdió sus techos y quedó en ruinas.

Como aquellas ruinas ocupaban un lugar solitario y apartado del valle era por lo general abrigo de una u otra partida de ladrones o de fugitivos que se ocultaban dentro del laberinto que formaban las paredes derrumbadas, las habitaciones, y sobre todo los intrincados y numerosos subterráneos conque toda la colina estaba minada.

La extensión de estas ruinas era entonces como de dos millas, pues su circuito bajaba por la pendiente de la colina y ocupaba una gran parte de la quebrada. Después la agricultura y el valor que ella ha dado a esos terrenos, han hecho desaparecer hasta sus vestigios, y han venido a hacer imposible todo estudio arqueológico sobre su naturaleza y sus materiales.

Al subir la columna y pasar por debajo de una de las portadas de piedra macisa que se hallaba en pie, Henderson no pudo menos que sentirse profundamente impresionado   —242→   por la atmósfera de muerte, de silencio y de antigüedad que manaba de aquellas paredes mustias y solitarias. Las sombras de los Huincas, que tantas veces habían mostrado allí los resplandores de su poder y de su magnificencia; las de los Grandes Sacerdotes de Viracocha, que desde el impenetrable misterio del Santuario repartían los oráculos del Dios a los innumerables peregrinos de todas las razas del imperio que venían a postrarse en las pendientes de la colina; las sombras de los millares de víctimas que allí habían sido sacrificadas por las feroces preocupaciones de la idolatría, todo se agolpaba a su imaginación; y a medida que se internaba y que el eco sepulcral de las ruinas le remedaba el paso, Henderson creía ver por momentos hasta la imagen grotesca de los ídolos, revolando por aquellos recintos y haciéndole mil gestos y mil contorsiones extravagantes.

Cuando estuvieron al borde de las ruinas, Mateo hizo que los ingleses se ocultasen tras de unas tapias llenas de tunales, y se introdujo solo, diciéndoles que le aguardasen. Registró con prudencia y con cuidado todos los rincones por donde quería pasar, y se bajó a un vasto subterráneo, en el que prendió luz valiéndose de un yesquero y de una fibra de pajuela. Lo examinó todo al favor   —243→   de la luz, y cuando quedó satisfecho de que el subterráneo estaba solo, volvió a buscar a los aventureros, y los hizo entrar y ocultarse en él.

Henderson acomodó su gente y la mandó descansar; mas él volviendo a salir con Oxenhan y con Mateo, se informó cuidadosamente de todos los alrededores, de las entradas y salidas de las ruinas, de los lugares más oportunos para poner espías y centinelas, hasta que bien satisfecho, colocó en ellos a los más vigilantes y fieles de entre sus compañeros: hecho lo cual, se volvió a descansar dejando a Oxenhan despierto; Mateo mientras tanto, salía solo de las ruinas, y haciendo un largo rodeo por el valle, tomaba el camino real que baja a Lima desde el interior de la montaña.

Oxenhan hizo encender en el centro de la gruta un hermoso fuego después de haber mandado al hombre que vigilaba en la abertura exterior que la cubriese bien con un encerado. Sacó una buena botella de brandy, unas cuantas galletas, un pedazo de queso, y dijo a sus marinos:

-¡Ea, hijos!, ¡aquí está la opípara cena! -echando brandy en algunos vasos de lata que puso a su alrededor.

Los marinos no se lo hicieron repetir dos veces, acudieron festivos a la invitación, y sentándose por el suelo   —244→   en derredor del fogón, comenzaron a beber del restaurante licor.

-¡Aquí estamos, camaradas! -les dijo Oxenhan, dejando el vaso que acababa de empinar, y saboreando el trago con ese ruido especial de los labios, con que un aficionado sabe el buen licor-, aquí estamos prontos a dar un manotón que nos ha de envidiar, no digo el Papa que vive de la trasquila de sus millones de ovejas, sino el gran turco que es el potentado más rico del universo.

-A ti, al menos, pudiera que te lo envidie; pero a nosotros...

-¿Y porqué lo dices Willy? -le preguntó Oxenhan con zonga.

-Porque, más o menos, sabemos lo que vienes a buscar.

-Pues si lo sabéis, debáis hacer que tu lengua fuese leal secreto de tus amigos.

-¡Vamos!, ¡no te enojes, Juan!, ¡venga un trago!

-¡No quiero!..., chancearte así es ofenderme.

-¡Pues bien!..., me castigaré poniéndome a tu lado en el asalto para ayudarte o para morir contigo.

-No: júrame más bien que si yo perezco, salvarás el tesoro que yo lleve en mis brazos.

  —245→  

-Sí juro: venga la Biblia.

Juan sacó entonces de su bolsillo un libro pequeño, que contenía en letras menudas todas las sagradas escrituras; y poniéndolo sobre la palma de su mano la extendió hacia Willy. Todos los circunstantes se descubrieron poniéndose de pie; y Willy hizo con seriedad y abnegación el solemne juramento que Juan le había pedido:

-No puedes figurarte lo que me tranquiliza esa promesa, Willy: eres valiente como un león, y sé que puedo fiarla a tus manos si perezco.

-¡Venga el trago!..., ¡ni tú ni yo hemos de morir a manos de papistas, Juan! -le dijo Willy con desembarazo.

-¡A mí no me importa!, toma el trago -agregó echando brandy en el vaso-, lo que sé, es que no nos han de vencer: que muera alguno no es ni extraño, ni cosa de llorar: triunfemos y basta; por eso te digo que si yo muero, como sé que el triunfo ha de ser nuestro, me la salves.

-¿Y por dónde estará el palacio del Obispo, Juan? -le preguntó otro marinero.

-¿Y para qué?

-Porque yo quiero ir por ahí: he oído decir que los Obispos de esta tierra tienen riquezas inmensas en pedrerías y otras alhajas.

  —246→  

-No, no, no -dijo Juan-, camaradas, dejemos de bromas: nuestra salvación consiste en nuestra unión: el que se separe es perdido: ¡todos a una o sucumbiremos! Tenedlo bien presente. Si todos obramos juntos, bajo la acción del jefe, sin cuidarnos de otra cosa que de seguirlo y obedecerlo, el resultado será espléndido, yo os lo prometo: tenemos inmensas riquezas con que recompensaros; y mucho que levantar, además, por el camino.

-¿Y porqué no damos el golpe? -preguntó otro.

-Porque es preciso combinar muchas cosas -contestó Juan; dejad al jefe que se arreglo y veréis.

-¿Haremos una sorpresa?

-¡Por supuesto!, y la haremos a media noche, luego que sepamos el lugar sobre que debemos caer de improviso.

-¡Oh!, será magnífico: ¡echarnos de repente sobre la opulenta Lima!, saquearla, aterrarla y desaparecer como si fuésemos brujos, ¿no es eso?

-Eso mismo.

-¡Espléndido!, ¡esta empresa será Juan tu obra jefe!

-Si la logro me retiro del oficio.

-¿Y por qué?

-Porque no quiero abusar del favor de Dios, y le he   —247→   prometido pasar el resto de mis días, dándole gracias por los grandes beneficios que me ha dispensado.

-¿Y si no la logramos?

-¿Si no la logramos?... -dijo Juan incorporándose irritado-, ¡no!... eso es imposible. A ver los vasos: ¡vaya otro trago!, y dormid para tener fuerzas y arrojo; que yo voy a velar hasta que el capitán me releve.

Los marinos, dóciles a la voz de aquel amigo acostumbrado a mandarlos, fueron echándose por el suelo alternativamente; y se durmieron con aquella prontitud que es peculiar de los hombres fuertes y habituados a los trabajos personales.

Solo Juan Oxenhan se quedó sentado al lado del fogón, que reducido a unas cuantas brasas, esparcía apenas un débil fulgor por aquel tétrico subterráneo. Juan cavilaba: sentado en el suelo, con sus piernas dobladas por delante, tenía una mano tendida sobro su rodilla, la otra sobre su boca, la mirada fija en el brillo amortiguado de los tizones. El silencio del recinto era completo.

Al cabo de un rato, Juan sintió un leve movimiento, allá en el fondo de la oscuridad del subterráneo, y apenas había fijado su vista hacia ese lado para percibir la   —248→   causa, cuando vio a Henderson que vino a sentarse junto a él, y que le dijo brevemente:

-Vete a dormir un poco, Juan.

-Imposible: no puedo dormir.

-¡Yo tampoco! -le dijo Henderson-, mi cabeza arde con un volcán de dudas y de esperanzas, y mis ojos centellean en la oscuridad, sacudidos por la fiebre.

-Así mismo estoy yo; tengo aquí una batalla -dijo Juan poniéndose la mano sobre el corazón.

-¡Quién lo hubiera pensado!... yo te creía incapaz de amar otra cosa que la mar y sus tormentas, que el asalto y el abordaje.

-¡Y yo también lo creía!... ¡pero Sir Roberto me había engañado!... Desde que vi a ese demonio de muchacha con sus dos ojos grandes y penetrantes como el calor del aguardiente, empecé a vivir como ebrio, Sir Roberto: distraído, triste, impasible, desconsolado, y sin más que un solo deseo.

-Ése es el amor Juan -le dijo Henderson pensativo.

-¡Pues es una cosa infernal, Sir Roberto!... Es abominable y es sublime al mismo tiempo.

-¡Sí Juan!, se padece y se goza al mismo tiempo, gozáis en matirizaros, y os martirizáis en gozar.

  —249→  

-¡Voto a Baco!, ¡que Dios no ha sido muy generoso conmigo echándome en la boca esa gota de veneno!

-¡Juan!... ¡Blasfemas!, seamos justos, pensemos por un momento en lo que será de grande nuestra dicha si logrando sacar en nuestros brazos a la querida de nuestra alma, la oímos bendecir nuestra constancia con sus hermosos labios y bañarnos con sus miradas.

-¡No me volváis loco, Sir Roberto! -le dijo Juan Oxenhan arropado y tapándose los ojos con las manos.

-¿Y por qué?..., ¿por qué no hemos de tener nosotros esa dicha que un sin número de mortales gozan en la tierra?, ¿nos faltaría el arrojo?

-¡Jamás!

-¡Pues con él seremos también felices!... El amor de María es mi vida: llenar la niña de mis ojos con la luz celestial que despiden los suyos, hacer palpitar mi apasionado corazón con el rayo fugaz de su mirada, percibir anhelante una sonrisa de sus labios, recoger sus palabras, ¡he ahí Juan, he ahí Juan, lo único que para mí se llama vivir!... ¡Ah, si lograra alguna vez estrechar mis labios contra los suyos, y beber el néctar que exhala su corazón!..., ¡si pudiese tan solo estrechar su mano contra la mía para decirle te amo, con los latidos de mi alma   —250→   y oír el mismo te amo con los latidos de la suya... ¡Juan!... ¡Juan!... eso solo sería vivir para mí... La vida sin esa esperanza, después de haberla conocido me parece inconcebible.

-¡Ah, Sir Roberto! -le dijo Juan con tristeza-, ¡yo no soy tan feliz como vos!, ignoro si soy amado:... yo no soy amado; porque ¿cómo ha de amar ella a este marino tosco y ordinario, que ni siquiera supo decirle una sola palabra, un solo halago?

-¿Qué dices, Juan?..., ¿aún no sabes si Juana te ama?

-¡Ni le he dicho siquiera que la amo! -respondió el marino con vergüenza.

-¡Oh!..., ¡vuestra abnegación es entonces sublime!

-¡Pero si no me amase!...

-Sí: os amará Juan, porque vuestra alma es hermosa.

-¡Mi alma!..., ¿de qué sirve que lo sea, si los huracanes del mar y los ardores del sol han hecho más sucio todavía el ropaje con que la vistió Dios al echarla al mundo?

-Estáis engañado, Juan: el amor nace y crece en el alma, y las bellezas del alma se comprenden:... creo seréis comprendido.

-¡Ojalá dijerais verdad!

  —251→  

-Poco falta para que lo sepas: a dos pasos de ellas estamos: depende de nuestro valor el salvarlas: y las salvaremos, ¡porque ambos lo hemos jurado!, ¿no es verdad?

-Yo iré a donde vos vayáis, Sir Roberto.

-A la Inquisición: ¡dónde los bárbaros las han encerrado por el crimen de haberos amado!

-¿Qué decís? -exclamó Juan indignado-, ¿cómo lo sabéis?

-Por el guía que nos trajo.

-¡Pronto allá, Sir Roberto! -exclamó incorporándose como un coloso.

-Pronto, será tiempo Juan.

-¡Es preciso que sea al instante!

-No: tenemos que esperar el aviso de nuestros amigos: Pero yo te juro, Juan, ¡que iremos a tiempo!... y cuando nos lancemos será a todo trance: ¡a dejar nuestras vidas con ellas, o a arrancarlas de sus tiranos!

-¿Y si las sacrifican antes? -dijo Juan con ansiedad.

-¡No por Dios!...

-¡Aprovechemos de los instantes, Sir Roberto!

-Recuerda Juan que eres tú mismo quien me lo dijo: «la prontitud del jefe, no es la que se traga el tiempo, sino la que lo envuelve en su enérgica prudencia.»

  —252→  

-Es verdad... pero hay momentos...

-¡Confía en mí!... Mi pasión no es menos violenta que la tuya... Se trata de vencer y no de morir, Juan..., y solo yo sé el sacrificio que hago resignándome a la prudencia.

-Hacedlo e imponédnosla, señor; ¡vuestra prudencia es nuestra égida! -dijo Juan inclinando su cabeza.

-Pues bien, Juan: id entonces a relevar los centinelas, para que descansen a su vez: conservar el vigor de nuestra gente, es lo vital por ahora.



  —253→  

ArribaAbajoCapítulo XXXII

Gato por liebre


El Sol de la madrugada venía apenas dorando por detrás los picos nevados de las Cordilleras, y la neblina como un velo de tul blanco, cubría aún el fondo de los valles, cuando Mateo tarareando una tonadilla indígena y con unas alforjas llenas de frutas al hombro, regresaba a Lima por medio del camino real con aquel paso ordinario que revela, o remeda, una quietud de ánimo perfecta.

Porción de vendedores que traían al mercado desde las chacras y quintas inmediatas los frutos de su trabajo, a pie los unos, en burros otros, y no pocos en pequeñitos carros tirados por alguna mula pacifica y extenuada, venían   —254→   también por el mismo camino, hablándose y gritándose a la distancia con aquella franca jovialidad que es propia de las gentes de un mismo oficio y habituadas diariamente a verse en un mismo lugar.

Iban así acercándose a la risueña ciudad, cuando todos, como si supiesen a una señal misma, comenzaron a arrodillarse sucesivamente y con devoción, bajándose de los burros y de los carros los que iban sobre ellos. Permanecieron así como dos minutos, levantándose después y volviendo cada uno a tomar festivamente su camino. Era -que en la Iglesia Catedral cantaba el Arzobispo la misa mayor, y que al anuncio que daban las campanas de estar el Sacerdote consumiendo la hostia, toda la población se postraba día a día a la misma hora, y el movimiento de adoración se propagaba así por los caminos desde el pie del altar, imitándose los unos a los otros.19

Mateo se arrodilló y se golpeó el pecho, como uno de tantos; y como uno de tantos entró también en la ciudad y fue a extender en una de las aceras de la plaza, sobre un lienzo bien limpio, las ocho o diez docenas de lúcumas   —255→   y paltas20, que había traído en sus alforjas. Desde que el cholo se instaló al frente de su factura, empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones:

«¡A las paltas superiores de Mateo!» «¡A las hermosas lúcumas de Mateo!» «¡Paltas! ¡Lúcumas!» «Son las de Mateo.» «Las más ricas. ¡Aym, marchantito!, ¡aquí!» «Ricas y tiradas.» «Las doy por nada.» «¡Son cincuenta!, ¡son cincuenta!» Y el cholo daba una inflexión particular a su vos cuando decía: ¡Son cincuenta!

-Son cincuenta, ¿eh? -le dijo pasando por su lado don Bautista, agachado y humilde como andaba de ordinario-. ¡Cincuenta!, ¡cincuenta!, ¡y todas sanas y grandes que da gusto! -gritaba el cholo-. De las que se llevaban al templo de Pachacamac cuando lo habitaba el diablo: ¡lindas!, ¡lindas, marchantito!

Y como los vendedores gritaban en la plaza ponderando sus frutas con la misma fuerza y entusiasmo que Mateo, resultaba una algarabía llena de animación, que venía a colorir aún más, en lo que tenía de local y pintoresco,   —256→   un cielo claro y azul cuya atmósfera purísima parecía atravesada hasta el centro mismo del espacio por los rayos del sol de la mañana.

Cuando don Bautista se hubo alejado un poco, Mateo recogió sus paltas, y ensacándolas otra vez en sus alforjas se echó a andar por las calles de Lima, dando las mismas voces, y haciéndose el desentendido para uno u otro comprador que le llamaba: anduvo de modo que al dar vuelta una esquina se encontró otra vez con don Bautista y echando al suelo sus alforjas sacó en sus manos dos hermosas paltas que le mostraba como si se las ofreciera en venta.

-¿Le sigo a su merced? -le preguntó en voz baja.

-¡No!, porque ya me andan vigilando.

-¿Y dónde quiere su merced que lo vea?

-En la Merced, a la hora de la novena; junto al altar del Buen Pastor.

Y al mismo tiempo que hablaban así, don Bautista le pagó las dos paltas; y Mateo siguió gritando a voz en cuello para vender el resto, dando vueltas por las calles, y volviendo a entrar en la plaza.

Poco después que él hubiese levantado su puesto, se llegó al lugar en que lo había tenido un fraile macilento   —257→   dirigiendo con paso apresurado a otro fraile de estatura pequeña, de figura rolliza y carnuda, de semblante alegre, y buen camarada al parecer, que seguía al primero jadeando y lleno de sudor el rostro.

El primero que era el Padre Cirilo, se detuvo detrás de uno de los pilares de los portales cubriéndose de una bandola, o tienda volante que había puesto allí un mercachifle catalán; y mirando diligentemente por todo, aquello como si buscase alguno, dijo:

-¡Aquí estaba!..., ¿dónde se habrá ido?... ¡Es tan grande ese laberinto!, ¡este tumulto!..., ¡se ha ido!

El otro permanecía entretanto en la expectativa de lo que el Padre Cirilo debía hallar o indicarle.

-Andaba gritando ¡lúcumas y paltas!

-Hay doscientos que gritan lo mismo, ¿no oye hermano? -dijo el Padre Gordifloncillo.

-¡Espere Padre!..., ¡esa es su voz!..., ¡por aquí!, ¡venga hermano por aquí!

Y caminando el Padre Cirilo, seguido apenas de su camarada, y parapetado siempre de los portales, descubrió al fin a Mateo que volvía a tender su puesto en otro lugar de la plaza, gritando siempre con el mismo énfasis.

-¡Aquél es! -dijo el Padre Cirilo lleno de satisfacción-,   —258→   ¿lo ve hermano?..., aquel cholo regordete, nariz afilada, sombrero de paja,... ese que se agacha..., que se suena las narices..., ¿lo ve hermano?

-¡No,... no veo!, ¿dónde?, ¿junto al poste de cañon?

-¡No, hermano!, ¿con mil de acaballo?..., ¿no está viendo aquel cholo que está agachado?..., ¡aquel que se agacha!, ¡aquel que se agacha! -dijo el Padre Cirilo con impaciencia-. ¡Voto a bríos!, parece que no tuviera ojos, hermano!, ¿que no lo ve todavía? ¡Caramba!

-Pero, ¿qué quiere hermano?... ¡Si estoy viendo un millar de cholos con sombrero de paja, que van y vienen, y se revuelven allí!, ¡y no puedo saber cuál es el que me señala su Paternidad!

-¡Por Dios, hermano Sinforoso!... Venga para acá; ¿ve aquella chola de rebozo colorado con un atado en la cabeza, que está comprando lechugas en aquella mula con árganas, al lado de aquella carreta con banderita amarilla?

El padre Sinforoso fijó su vista en la dirección que lo marcaba su cofrade y trató de hallar la seña.

-¡Apúrese, padre, por Dios!, mire que ese diablo de   —259→   cholo se levanta ahora no más, y perdemos el día, que es precioso.

-¡Ah, sí!, ¡ah, sí!, ¡ya veo!, allí está la chola, aquella que se ata ahora el rebozo a la cintura.

-¿La misma?, ¡la misma!..., ¡pues bien, a la derecha!, ¡un poquito a la derecha!, por donde pasa aquella canasta de zapatos... y un naranjero.

-¡Sí!, ¡ya veo!

-¡Allí está el cholo Mateo!, ¿lo ve ahora, padre?

-Sí, ¿aquel que tiene la chaqueta al hombro?

-¡No, hombre, por Dios!, ¡qué chaqueta ni qué diablos!, ¡si está con poncho!

-¡Ah, sí!, ¡aquel que bosteza!

-¡Tampoco!, ¡es aquí, hombre!, ¡aquí a la derecha! Usted, hermano, está mirando a la izquierda!

-Pero si usted me dice que mire a la derecha del burro con árganas.

-No tal, a la derecha de la carretilla, ¡allí!, ¡allí!

-¡Ah, sí!, ya estoy: aquel que le pone la mano en el hombro al maricón...

-¡Padre!, me hace usted perder la paciencia ¿tiene usted ojos o no?

  —260→  

-¡Pero hermano!..., yo miro a donde usted me dice... y... y... ¡y usted se enoja!

-¡Venga para acá, hermano! -dijo enfadado el Padre Cirilo; y trató de aproximarse un poco más a Mateo, poniéndose en un lugar más favorable para mostrárselo a su compañero.

Tantas fueron las señas y empeños que hizo para ello, que Mateo, cuya perspicacia de sentido era en extremo vivaz, se apercibió rápidamente de que era objeto de las señas y designios del Padre Cirilo. Mas, fingiendo maravillosamente que nada había notado, se puso a pasearse por delante de su puesto, refregándose las manos muy ligero, gritando como antes -lúcumas, paltas.

-¡Ah!..., ¡ya!..., ¡ya!, ¡ya! -dijo alborozado el hermano Sinforoso-, ¿aquel que se refriega las manos?... ¡Ya lo veo!, sí, ya lo veo.

-¿El mismo?..., ¡al cabo!...

-¡Al cabo! -repitió con enfado el buen fraile-. ¡Pues es buena! Vaya usted a distinguir un cholo entre seis mil -¡así no más en un abrir y cerrar de ojos!... ¡Eso es mucho exigir, hermano!

-¡Bueno!..., ¡bueno!, no hay que ofenderse: lo que se necesita ahora, es que usted vaya, hermano, a averiguarle   —261→   donde ha andado: porque como ya le he dicho, ese cholo es el que le sirve de entremés al boticario; y en algo ha andado él, pues hace muchos días que no se le veía... ¿Lo ve bien ahora, hermano?

-¡Pues no!

-¡Que no se le escurra!

-Ni aunque fuera truncha se me saldría de la mano...

-Sígalo V. P. como a pleito: que no se mueva dentro ni para afuera de Lima, sin que usted, hermano, lo sepa y lo siga.

-¡Entiendo!, ¡entiendo!..., ya lo verá, hermano, si lo atrapo.

-Adiós entonces.

-Adiós.

Y el gordifloncillo se metió por entre la multitud que escombraba la plaza, meciendo su fresca y redonda figura, al compás apresurado de un andar, y llevando a vanguardia la esfera de su vientre.

Después de haber dado tres o cuatro vueltas, que él juzgó muy diestras y muy al caso, se arrimó al puesto de Mateo echando unas miradas llenas de codicia a los montoncitos de lúcumas y paltas que el cholo tenía sobre su lienzo.

  —262→  

-¡Ah, Padre! -le dijo el cholo con desembarazo, en cuanto lo percibió-. ¡V. P. es muy afortunado! ... ¡A real la docena, y se las doy todas, ¡todas!... ¡Lléveselas, Padre!, ¡ligerito, ligerito!... ¡Le estoy conociendo a su Paternidad las ganas que les tiene! ¡Su Paternidad es hombre de gusto, y en cuanto pruebe una, verá que son las únicas que hay en la plaza del Valle de Jauja!

-¡Ah!... -le dijo el padre arrimándose con interés-, ¿son del Valle de Jauja?

-¡Sí señor!, de allí mismo.

-¿Y cómo las das, diablo, a real la docena?

-¡Ése es mi secreto!

-¿Tu secreto, eh?... ¡Hum!... Desde algún cerco se las habrás comprado al dueño -dijo el padre con zonga y haciendo con los dedos de la mano la seña del robo.

-¿Qué?... ¡no tal!... Voy a la hacienda de Huamaca, y entro por la puerta principal; y allí me las venden a mí, de primera mano, a cuartillo la docena; y si V. P. quiere chirimoyas, las hay como cidras -dijo el cholo extendiendo la palma de la mano en señal del tamaño- y a cuartillo cada una.

-¡Vete al infierno con tus mentiras, bellaco!, y venga aquí tus lúcumas y paltas.

  —263→  

-¿Mentiras?... ¡No e'ñor!

-¡Vaya! ¡Vengan las paltas y las lúcumas; y toma tu dinero, palangana!... ¡Chirimoyas a cuartillo!...

-¡A cuartillo, sí e'ñor!..., ¡y a la prueba me remito! Mañana voy otra vez para allá: o pasado mañana a más tardar; y si el Padre Provincial le quiere dar permiso a V. R., yo lo llevo conmigo, y le apuesto a que vuelve con sus alforjas llenas de chirimoyas, de paltas, y de huevos, y de gallinas, ¡y de mil otras cosas que no ha de poder cargar!

-¡Che!, te agarro la palabra; precisamente estoy señalado para salir a recoger la limosna para el convento; y quiero ir por ahí, por donde tu dices, pues creo que pocas veces han ido por ese lado los otros padres limosneros.

-¡Nunca han ido, e'ñor!, y estoy cansado de decirles a todos los que encuentro, que es el mejor lado. Yo echo cuatro o cinco días de viaje, ¡pero la cosa me sale a pedir de boca, e'ñor!

-Pues bien: quedamos en ir, ¿eh?

-¡Sí e'ñor! ¡Mañana o pasado mañana!... ¿Cómo se llama V. P. para preguntar por él en el convento?

-¡Yo me llamo el Padre Sinforoso!

  —264→  

-V. P., ¿es padre o lego?

-¡Padre, pícaro!, ¿no me estás viendo?

-¡Bueno, bueno, e'ñor! Yo iré a buscarlo al convento: ¡ah!, pero se me olvidaba una condición; y sin ésa, yo no lo llevo, Padre Sinforoso.

-¡Hum!, ¿te quieres echar atrás?

-¡No señor! Nada de eso.

-¿Cuál es tu condición?

-Que V. P. no ha de decir a nadie dónde es la hacienda, ni el precio a que me dan en ella la fruta, porque si otros revendedores cargan...

-¡No hay cuidado!... Te lo prometo por nuestro Padre San Francisco.

-¡Gracias, Padre! -le dijo el cholo, besándole con mucha devoción los cordones de su sayal; y cuando el Padre se dio vuelta, el cholo se quedó mirándolo por detrás con un aire marcadísimo de burla y de astucia.

Como Mateo había comprendido perfectamente, que también él andaba vigilando, trató de burlar a sus espías con la sagacidad que le era característica.

Pasada la hora del mercado se retiraron como de costumbre todos los revendedores; pero Mateo se quedó resuelto a pasar en plena publicidad todo el día, y fue a sentarse   —265→   entre uno de los grupos de changadores (verdaderos lazarinos de aquel tiempo) que acostumbraban ponerse en las esquinas de la plaza en asecho de algún mandado u otra comisioncilla con que ganar algún cuartillo. Fingiendo allí la más completa apatía, y hablando mucho de lo cansado que le había dejado su largo viaje a la hacienda de las ricas paltas y chirimoyas, Mateo enrolló su manta y poniéndosela de almohada se entregó a un sueño profundo, al parecer, tendido allí en la vereda.

Entretanto instruido ya don Bautista de lo que más le interesaba, que era el desembarco y la internación silenciosa de los piratas, había regresado a su botica y atendido a su despacho como de ordinario, hasta la hora en que acostumbraban abrir las oficinas de gobierno.

Cuando don Bautista calculó que esa hora había llegado tomó su bastón y su sombrero y se dirigió a lo que entonces se llamaban las Cajas, que es como si dijéramos ahora al ministerio de hacienda.

En una mesita modestamente tendida con una carpeta de bayeta verde, estaba allí don Anselmo de Zamora, ardiendo a su lado una vela de sebo en la que prendía uno tras otro cigarrillos de chala que fumaba al tiempo mismo que en números pequeños y prolijos establecía y formalizaba   —266→   cuentas. Don Anselmo de Zamora era aquel caballero que según recordarán nuestros lectores fue el que instruyó a los tertulianos de don Bautista, el día del tumulto, de lo que había ocurrido en la plaza: era alguacil mayor de las cajas, y ya estaba en su oficina.

Don Bautista entró haciendo exquisitas reverencias a la oficina de don Anselmo. Mas éste, que estaba todo preocupado de una cuenta corriendo y llevando cantidades de columna a columna, todo en voz alta, ni alzó sus ojos siquiera del papel en que trabajaba, para ver quién había entrado, y dejó a don Bautista parado por algún tiempo delante de la mesa. Cuando don Anselmo acabó de recitar sus fórmulas de costumbre quien debe tantas y paga tantas, queda debiendo tantas, etc., etc., alzó su vista.

-¡Oh!, Señor don Bautista -dijo el buen hombre-, ¡cómo había de pensar que era usted!... Estaba allí con una suma amigo, y se me había calentado la cabeza de modo que no podía sacar bien la prueba, así es que no atendí...

-¡Basta!, ¡basta! Señor don Anselmo: ¡bueno hubiera sido que usted hubiese interrumpido sus tareas por mí!

-¡Sí, Señor!, ¿por qué no?... Bien lo merece usted; siéntese usted amigo mío, ¡siéntese!... ¿Sabe usted que el dolor aquel de flato de que hablé a usted? -dijo don Anselmo   —267→   haciendo un gesto de dolor y oprimiéndose al mismo tiempo con una mano el costado izquierdo-. No me ha mejorado.

-¿Es posible?

-Sí, señor.

-¿Y ha tomado usted con constancia la tacita de camomila que le receté?

-Usted está trascordado: no era camolida lo que usted me recetó, sino manzanilla...

-Eso mismo es: nosotros tenemos que usar de las denominaciones que trae la Flora Farmacéutica del ilustre Validejo.

-¿Sí, eh?... Pues señor, saqué el papel que usted me dio, y se lo di a mi mujer para que me hiciera la tacita de infusión que usted me había recetado; y ella en cuanto lo abrió me dijo: «Pero hombre, ¡si esto es manzanilla! -¡Qué manzanilla, ni qué manzanilla!» Le respondí yo: «Te digo que es una yerba de Manila...» Porque yo lo había entendido a usted algo así. Ella me quiso porfiar, y creyendo yo que aquello no era más que la manía, que toda mujer propia, tiene de llevarle a uno la contra en todas las cosas que ellas no discurren o que uno trae de afuera, ya me irrité también, y nos peleamos,   —268→   amigo... ¡Y vea usted como ella decía bien!... El hecho es que con ese desagrado, por no volver yo a la disputa, el segundo día no pedí ya mi taza de remedio. Pero ella después de un rato me dijo: «¿Te hago tu taza de...?» Yo vi que volvía a su tema, y le contesté: «¡De diablos!», y me quedé taimado: «Vaya pues ¿te la hago, o no te la hago?», me dijo ella enfadada; y yo me quedé callado: «y aquí tiene usted como es que no he vuelto a tomar más».

-¡Ah! -dijo el boticario sonriéndose-, de ese modo no es extraño que usted haya seguido sin mejoría. Es preciso, pues, que usted empiece a tomarla, y continúe por diez o doce días.

-Hombre... ¿y no podría encontrar, allá en su grande ciencia alguna otra cosa que darme que fuese lo mismo?... porque ya usted ve, amigo, es un poco humillante, esto de que yo le pida a mi mujer manzanilla, o de que sin pedírsela me la haga, y tenga yo que beberla después de haberla disputado... Ella se reiría de mí... y...

-¡Veremos, señor don Anselmo!..., ¡veremos!..., ¡yo pensaré!

-¡Sí, hombre, piense usted!... cosa que yo lleve algún   —269→   mejunje y le pueda decir: «-¡Toma, hazme eso, y ve también si es manzanilla!» y que ella no pueda saber lo que es.

-Creo que he de poder servir a usted, señor don Anselmo: ahora hablaremos de eso, porque quisiera antes pedirle a usted un servicio.

-¡Ah, mi amigo!, ¡cuente usted con él!

-Es cosa de importancia, ¿eh?... Pero es una de esas cosas que como usted sabe ya desde tiempo atrás, y por una experiencia constante, yo sé agradecer debidamente, señor don Anselmo.

-¿Alguna remesita de yuyos? -dijo don Anselmo guiñando el ojo con malicia, como aquellas de que usted no pagó la sisa.

-No es eso exactamente, pero es algo parecido...

-Con tal que yo no quede comprometido...

-Yo creo que no, señor don Anselmo.

-¡Y bien!, ¿de qué se trata? -preguntó éste bajando la voz.

-Usted sabe la grande escasez de negros en que estamos...

-Sí señor, hace tiempo que no llega una sola tropa.

-Pues bien, yo lo había previsto, y escribí a mis   —270→   amigos para que me hicieran una pequeñita remesita... y como el impuesto es tan alto, amigo, yo... deseo ver si lo reducimos a la mitad...

-Pero, ¿en qué puerto han dado entrada?

-Ahí está la cosa, pues, señor don Anselmo... Es que no han dado entrada en ninguno... y yo quisiera tener dos permisos: uno dando entrada a unos veinte por la cordillera, y otro autorizándome a traer a Lima cuatro o cinco como ya despachados en Nombre de Dios.

-¡Cáspita!... ¿Y si lo descubren?

-¿Y cómo han de descubrir?... No ve usted que si tomo ese permiso por veinte y me ven los cuatro o cinco extrajudicialmente, los rebajaré del permiso, y la cosa ya queda en regla; si no me ven la primera introducción que yo haga, de cuatro o cinco, hago una segunda hasta introducirlos todos, o los que pueda, así por pequeñas fracciones...

Don Anselmo se quedó pensando y sumamente indeciso al parecer.

-Mire usted -le dijo el boticario-, son como cincuenta negros; y lo menos que vale cada uno, es cuatrocientos duros.

-¡Lindo negocio!

  —271→  

-Yo quedaría contento redondeando quince mil duros en la especulación; y lo demás...

-No hablemos de eso, amigo.

-Usted sabe que soy hombre de confianza -para una cosa de esas...

-¡Basta, amigo mío!, ¡basta por Dios! En cuanto a eso, tiene usted toda mi confianza, y sé que usted es un hombre cumplido que...

-Bien: entonces no hay inconveniente; porque uno que otro riesguillo, es cosa que debe aventurarse en un negocio así; además de que si hay alguno que otro gasto que hacer, para obtener que los permisos sean bien visados y todo lo demás, nada es más justo que el que yo los haga con desprendimiento.

-¡Hombre!, mire usted: estoy pensando que lo mejor es, que usted pida por gracia especial la internación de sus negros, y yo me encargo del resultado.

-¡Bueno!, entonces que sea con la cláusula de que ninguna autoridad pueda intervenir, detener, o revisar la tropa.

-¡No!, eso no puede ser: es preciso que la cosa sea reducida a una cantidad de cuatro o cinco negros como usted   —272→   decía. Pero cosa de tropa, es imposible obtenerlo por gracia especial.

-¡Lo mismo es! Cuatro o cinco, nada más; porque usted comprende que yo puedo tentar la internación clandestina; pero quiero evitar una casualidad y prevenirme con un permiso para todo caso. Así, de a cuatro o cinco los introduciré todos probablemente y...

-¿Pero los tendrá usted bien ocultos los primeros días no?

-Por supuesto... Sobre eso pierda usted cuidado.

-Bien: pues, escriba usted aquí mismo su solicitud; y vuelva usted a las doce, que yo le prometo que la encontrará usted despachada por el mismo Virrey.

-¿Sin falta?

-Sin falta, don Bautista.

-¡Bravo, amigo! -le dijo el boticario dándole un fuerte apretón de mano-, yo le traeré a usted otra yerba que suplirá a la manzanilla; y puede usted decirle a su mujer que la camomila tiene el mismo olor de la manzanilla pero que es otra cosa.

-Eso será si viene al caso; que si no, no le volveré a tocar el punto, porque ella es el diablo; me lo conocerá en la cara, y se reiría de mí a carcajadas.

  —273→  

-Amigo, hasta las doce.

-Sí, señor, lo tendrá usted todo pronto: en estos casos y para negocios así, soy yo como reloj -dijo don Anselmo levantando la mano y estirando los labios.