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La obra narrativa de Juan Pedro Aparicio. A estas alturas

Ignacio Soldevila Durante


Université Laval




ArribaAbajoEntre la realidad y la ficción

Se ha subrayado repetidas veces el hecho, elevado a categoría simbólica, de que El origen del mono, la primera obra de Juan Pedro Aparicio Fernández (León, septiembre de 1941), apareciese en 1975, fecha de apertura del posfranquismo.

Pero más interesante, para el estudio de la trayectoria narrativa de Aparicio, es el hecho de que ya en su primera colección de relatos apunten, de una parte, anuncios ciertos de un universo que será en el futuro desarrollado en la obra novelística del autor, y, de otra parte, domine en la mayoría de ellos, incluido el titular, una temática y un acercamiento a la realidad en el que se mezclan lo fantástico-maravilloso y la ficción de la ciencia1. No obstante, dicho dominio no puede identificarse automáticamente con una actitud de ruptura con la escritura realística (que tampoco se reduce a la escuela realista decimonónica) ni, menos aún, con una forma de huida del escritor ante la realidad circundante2. La sumisión de los investigadores científicos a la ideología racista de los nazis es el fundamento crítico en el que se desarrollan «Un viaje umbilical», «Milchtropfen» y el relato, más extenso y memorable, que da título al volumen. A la lucha por la hegemonía global de los dos grandes, y mutuamente satanizados, imperios contemporáneos aluden relatos como el sarcástico «El augurio» -que establece un paralelo entre cristianos en la Antigüedad y comunistas en la Modernidad como útiles cabezas de turco- o el titulado «Igor y Madeleine», actualización tal vez de un memorable relato de Clarín sobre un regreso a los orígenes con unos nuevos Adán y Eva. Tampoco parece haber tenido desarrollo en la posterior obra de Aparicio en relato como «La condena», evidente homenaje a Kafka.

Me atrevo a suponer que, en el conjunto del campo literario en que los entonces jóvenes escritores que se ha convenido en llamar «grupo leonés», esta mezcla original de enfrentamiento con la realidad por la vía del quiebro no-mimético les deparaba un territorio virgen en el conjunto estructural del momento, una casilla desocupada en la que poder instalarse sin tener que desplazar a valores consolidados o a jóvenes compañeros generacionales que asaltaban el espacio literario bien desde la alternativa experimentalista pura y dura, bien en el surco abierto por el precursor y guía Juan Benet, sin descuidar la asimilación de las lecciones latinoamericanas propiciadas por el boom. Por no mencionar a los que intentaban simplemente ofrecerse como relevo de la tradición asentada de las dos generaciones precedentes.

La primera novela de Juan Pedro Aparicio, Lo que es del César (1981), constituye otra faceta de ese juego entre la realidad y la ficción, cercana a lo que se suele llamar novela en clave. Clave que, en este caso (y a diferencia, por ejemplo, de antecesoras como Troteras y danzaderas, de Pérez de Ayala), no requiere un estudioso que nos ofrezca un índice de equivalencias entre los personajes de ficción y las personas reales que constituyen el objeto de la ficcionalización. Porque, de hecho, desde el personaje central hasta el último comparsa, no han sido objeto de un simple cambio de nombres ocultador de sus verdaderas identidades, sino que, o bien han sido mitificados -o si se prefiere, desmitificados, creando un contramito frente al oficial, como es el caso del dictador- o bien son personajes simbólicos, en quienes se agavillan rasgos que pertenecen a diferentes personas. Y además, el anecdotario no corresponde tampoco con exactitud a los hechos históricos. Se ha repetido siempre, a propósito de esta novela, el hecho evidente de ser un homenaje. En primer lugar a un autor -Valle-Inclán-, a una forma literaria -el esperpento- y a un motivo novelístico: la novela de dictadores, de la que es prototipo Tirano Banderas, y a la que contribuyeron anteriormente autores hispanoamericanos que Aparicio homenajea con la técnica del collage o, en términos cinematográficos, del cameo. En un rasgo irónico dedicado a los inevitables buscadores de «influjos», el propio Aparicio los identifica en un impagable post-scriptum. La aparición de esta novela, por cierto, confirma lo que decía a propósito de la presencia in nuce de todo el desarrollo posterior de la obra de Aparicio en su primer libro de relatos. En éste aparecía, precisamente, un relato -«La ejecución»- que ahora es parte de la novela. Particularmente interesante es comprobar las modificaciones aportadas en la novela al relato original, que se ajustaba más al modelo literario (sátira de dictador latinoamericano) quitándole todos los indicios de tipismo americano y acercándolo más a los modelos reales (Franco y España). No menos significativa es la radical modificación del desenlace del episodio.

Casi al mismo tiempo de este ajuste de cuentas y de cuentos con un pasado que no sería sano olvidar, Aparicio, en colaboración con José María Merino, publica un libro de viajes por tierras leonesas (Los caminos del Esla, 1980) que, junto con su posterior El transcantábrico (Viaje en «el hullero») (1982) y su ensayo histórico Sobre las pugnas, heridas, capturas, expolios y desolaciones del Viejo Reino (1981), responden, al margen de la ficción, a esa preocupación arriba apuntada de la poética del grupo de enraizar la creación literaria en el solar de su infancia y juventud, cuyo conocimiento logra profundizar con viajes y estudios históricos que fructifican en las citadas publicaciones.




ArribaAbajoEl año del francés

Aparece, en fin, El año del francés en 1986, fruto de la ya indiscutible madurez de Aparicio como narrador de gran aliento, y producto consecuente con el proyecto diseñado una década antes y cuyos primeros apuntes ficticios se encuentran -como dije- en algunos relatos de El origen del mono: «El gran Buitrago», «Los guerreros» y dos breves piezas maestras de la ironía («El presentimiento» y «El humanista»), todos ellos ubicables en el ámbito leonés y en la memoria personal de las pequeñas miserias y grandezas provinciales, que en ningún modo puede considerarse un intento de neo-costumbrismo, salvo si se entiende como reflejo paródico, paseado por el callejón del Gato.

El año del francés constituye, por ahora y a la vez, su obra más ambiciosa y compleja desde el punto de vista de su estructura -su análisis ha sido hecho insuperablemente por Almudena del Olmo3- y, por su riqueza de ambientes, motivos y personajes, la piedra fundacional de un mundo novelesco claramente establecido y proyectado. No sólo los ambientes, sino muchos de los personajes que en ella aparecen por primera vez irán reapareciendo en todas las novelas posteriores, asumiendo roles protagonísticos o secundarios, aunque no siempre conservando sus nombres. Si lo que podríamos llamar la futura saga de los Mosácula (agonistas en Retratos de ambigú, La forma de la noche y Malo en Madrid) no aparece todavía con sus nombres en El año del francés, hay en Valenty y la familia de los Mirantes una relación familiar reconocida a través de la abuela, llamada Blanca y de origen asturiano, como la Blanca Pérez Ansa de las posteriores novelas.

Igualmente compleja es esta novela por la pluralidad coral, manifiesta no sólo en los múltiples narradores y en el complicado juego de geminaciones y espejismos (en determinadas secuencias hay un relevo de narradores entre el básico, que está relatando la historia de Álvaro, y el propio Álvaro, que está relatando la del personaje de su propia novela, David Habad), sino en la riqueza y variedad de registros y niveles de lenguaje, en los que alternan y contrastan fuertemente desde la más dura jerga lupanaria a la más exquisita descripción poética de ambientes y atmósferas. Todas las novelas posteriores constituyen, desde ese punto de vista, como proyectos de mayor envergadura, aunque, por otra parte, resulten más acabados y redondos y, por decirlo todo, más al alcance del lector medio.




ArribaAbajoSucesión cronológica, calendario interno

Por otra parte, Aparicio no ha realizado las diferentes piezas de este retablo en función de una posible sucesión cronológica. Si el lector futuro de su obra, que no hubiera seguido el orden de aparición de sus diferentes piezas, quisiera leerlas en función del calendario interno a todas ellas, tendría que empezar por La forma de la noche, y leer sucesivamente El año del francés, Retratos de ambigú y, en fin, Malo en Madrid, ya que la primera se sitúa en los años de la guerra y la inmediata posguerra, El año del francés en los primeros años de la apertura del franquismo, Retratos de ambigú en los primeros años del gobierno socialista y Malo en Madrid en sus años postreros. Pero no es así como el lector adicto y fiel ha ido viajando por ese mundo novelesco, sino a medida que su autor los iba creando. Por experiencia propia, que he ido leyendo sus novelas à rebours a partir de La forma de la noche, sé que determinadas reacciones mías no se hubieran producido de la misma manera de haber seguido el curso natural de la producción de Aparicio. Así, por ejemplo, la ilusión final que me quedó como lector de La forma de la noche fue el anhelo de que el prodigioso salto del Chacho, con el que acaba la historia, fuese puerta abierta hacia un futuro esperanzador. Sentimiento que me hubiera estado vedado de haber leído el desenlace de Retratos de ambigú (1989), donde se narra en qué vino a parar la huida del Chacho de las cárceles franquistas. Esta novela, galardonada con el Premio Nadal en 1988, desarrolla ya plenamente la saga de los Mosácula y, como la anterior y las siguientes, asumirá básicamente el punto de vista de un personaje no emparentado con los Mosácula, pero sí fuertemente relacionado o atraído fatalmente por ellos, como las mariposas nocturnas por la luz. Vidal es un amador sin fortuna (como Álvaro lo era de Valenty en El año del francés) de la hija de Blanca Pérez Ansa, la belleza asturiana con quien Orencio Mosácula ha embellecido su existencia y enriquecido la mitología local. Entre ambos episodios está la historia de los terribles amores de Blanca y el Chacho durante la guerra civil, que tendrá su desarrollo narrativo en La forma de la noche. Pero ahora, la historia del Chacho es ya, en tiempos del socialismo en el poder, un mito local y objeto de una farsesca peregrinación de las autoridades locales hasta la Patagonia, para honrar a su viejo héroe (para unos como defensor de la República y exiliado, para otros como gloria antañona pero insuperada del fútbol local). Peregrinación que sólo constituye una de las escenas del retablo (o si se prefiere, una de las viñetas del cartelón de feria) que tiene como protagonista colectivo la sociedad provinciana del posfranquismo, lodo de aquellos polvos dictatoriales que no acababan de llevarse los vientos de la transición. Único episodio, por cierto, que no está relatado desde el punto de vista de Vidal, lo que contribuye a subrayar su condición de entremés. Ya no hay en esta novela tanto énfasis en lo dramático de la pasión amorosa insatisfecha, o en lo grotesco, pues en ambos registros geminaba El año del francés. Se ha alcanzado un tono menor, se opta por registros sin fortissimi ni adagios meándricos: la distancia permite scherzandi, a veces giocosi, a veces levemente graciosos, con los que el fondo sentimental y las frustraciones de los personajes alcanzan el afecto del lector más suavemente, con alternancias menos bruscas que las que caracterizaban El año del francés.




ArribaAbajoLa forma de la noche

La forma de la noche (1994) viene a desarrollar una perspectiva latente en Retratos de ambigú. En efecto, en ésta, el ambiente de la ciudad provinciana, impregnado por el desencanto posfranquista ante una transición que no acababa de acabar, tiene como piedra de toque contrastante la leyenda del 14 de abril de 1931 -«un tiempo de esperanza en el que todavía nos miramos»- y de la defensa de la democracia durante la guerra civil, personificada en héroes ya mitificados como el Chacho o en supervivientes fantasmales como el Riberano, y conservado en la memoria colectiva o en «santuarios» como el palomar de La Charca, con su galería de retratos. Ese mundo aureolado de gloria, ese momento estelar en la vida de un país es el que cobra plena vida en La forma de la noche, centrada en la guerra civil en Asturias, y que termina con la inmediata represión franquista, en una breve y epilogal segunda parte, en torno a la prisión de San Marcos en León.

La separación de ambas partes es notable no sólo en la extensión (235 páginas la una, algo más de cuarenta la otra), sino en la configuración: la primera está separada en capítulos, y éstos a su vez en secuencias numeradas, con una numeración única (de 1 a 36) que recorre los ocho capítulos que la constituyen, mientras que la segunda parte consta de once secuencias no numeradas. Esta clara distinción sustenta un fuerte contraste entre ambas que no sólo es histórico (la guerra / la represión), sino intrahistórico, en los destinos de los personajes que le dan vida, y que resultan inevitablemente marcados por el turbión bélico. Y ese contraste se manifiesta a todos los niveles. La guerra está vista siempre desde la perspectiva de los combatientes asturianos, a los que se une el pequeño grupo leonés del Chacho, que arrastra consigo a Orencio Mosácula, huido en la dirección equivocar da más que emboscado, y al que en dos ocasiones salvará el Chacho la vida.

De la desmesurada ambición del proyecto revolucionario da fe un voluntario cubano: «Tenía razón Esteban, el cubano, los mineros eran ángeles terribles que, descontentos con las injusticias de la creación divina, querían refundar el mundo» (p. 225). Al caer el frente norte, se disuelven en una sola e insufrible derrota la pérdida de ambos objetivos. Y la segunda parte no es sino el epílogo en el que los héroes vencidos son aplastados sin piedad mientras los rapaces de siempre (la piel de garduña de Orencio Máscula funciona simbólicamente) vuelven más libres que nunca a sus labores: business as usual. Y frente al cariz legendario que tiene la primera parte, subrayado por la multiplicidad coral de las voces por el tono de incertidumbre de la indagación sobre lo que realmente está ocurriendo en ese escenario explotado, destaca la factualidad, el tono de certidumbre y de acabamiento con que los sucesos se narran en el epílogo. Pero sobre estas dos constantes narrativas sobrevuela la historia personal de una pasión amorosa que funde a dos seres tan distanciados como el Chacho, el héroe del pueblo, y Blanca Pérez Ansa: la esposa de Orencio Mosácula, la hija del dueño de «La Asturias religiosa». Como los otros ideales frustrados, está simbolizada por un animal totémico -el solitario cisne blanco que abre y cierra el epílogo, surcando el río- e igualmente condenada a no sobrevivir a la derrota de los proyectos populares y a la vuelta a la «normalidad». Pero parece que el narrador se apiada en el último momento y consiente que el Chacho salga literalmente volando -nuevo salto de Alvarado en la noche triste- de la prisión de San Marcos. Sólo quien ha leído o lea Retratos de ambigú está condenado a saber que esta también es una pasión inútil, y que jamás el Chacho y Blanca lograrán llegar al Nuevo Mundo.




ArribaMalo en Madrid

Tras esta ambiciosa y lograda novela, Malo en Madrid o El caso de la viuda polaca resulta, dentro del mundo singular creado por Aparicio, un divertimento, un juguetón arroyuelo en el que se desarrolla, a manera de entremés, un episodio marginal protagonizado por el inspector Gonzalo Malo Malvido (honni soit qui mal y pense), heredero y discípulo en Lot del comisario Bienzobas, y que ya había hecho su primera aparición en Retratos de ambigú, al servicio de los intereses de los Mosácula. Trasladado a una comisaría madrileña, donde se considera degradado de su posición como subcomisario en Lot, va a verse enredado en una trama policial digna de estos tiempos del pelotazo y el escaqueo.

Aparicio utiliza, como Vázquez Montalbán y otros ingenios mayores, las estructuras del subgénero detectivesco para proceder a una inmisericorde radiografía de determinados ambientes sociales de la transición posmoderna, tamizada por la ironía, el humor y una utilización paródica del costumbrismo. Como en todas las novelas de este tipo, el investigador es más bien víctima zarandeada que zarandeante, y de sorpresa en tropezón, acabará dando de bruces con lo que ya creía haber perdido de vista: el mundo de los Mosácula.

No pretendo con este breve comentario (este tipo de novela exige del comentarista absoluta discreción sobre enredos, enlaces y desenlaces, para no estropearle al lector los efectos de rigor) considerar esta obra como «menor» dentro del universo narrativo de Aparicio. Corresponde perfectamente a lo que nos tiene acostumbrados, si bien frente a El año del francés o Retratos de ambigú, en los que, a la manera de nuestro Siglo de Oro o del teatro shakespeariano, hay una mezcla de niveles dentro de una misma obra, esta vez el «entremés» aparece exento, como exigía su desarrollo y la forma genérica escogida para construirlo. Por otra parte, desde el punto de vista de su lenguaje, esta última obra de Aparicio, si bien perfectamente integrada en el conjunto, está aligerada, cuantitativamente, de los rasgos distintivos por los que, a mi entender inconfundiblemente, se caracteriza: en primer lugar, una atención particular a la descripción, a la vez sucinta y de una extrema condensación lírica, de los ambientes y, para ser más exacto, de las «atmósferas», especialmente caracterizadas a través de los datos visuales; en segundo lugar, una peculiar tonalidad lírica caracterizada por el predominio de la comparación, frente a la general preferencia del novelismo lírico, desde el 27 a esta parte, por la metáfora. Estos dos rasgos distintivos, junto con su habilidad para la recreación de los diálogos (que en esta novela, en cambio, se despliegan dominantemente) y para la mezcla de registros (prácticamente ausente en esta última pieza) son las componentes básicas de su inconfundible dominio del arte. Está Aparicio, como narrador, en su mejor momento. Como dicen los franceses: à suivre.





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