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ArribaAbajoSalud Pacheco74

Juan O. Valencia



Cincinnati, OH

Salud Pacheco cruzó el Río Grande al anochecer. Venía huyendo desde Tierra Roja porque su marido la tenía amenazada de muerte desde que se les murió el único hijo que habían logrado tener.

Aprovechando que era domingo, día en que Maclovio iba a San Isidro a vender la pesca de la noche anterior, Salud se le juntó a una familia que iba a pasar al otro lado esa misma noche. A la orilla del pueblo los recogió el camión que llegaba hasta la ciudad fronteriza de Regina. Cada vez que el camión se paraba a levantar pasaje a Salud se le quería salir el corazón. Se le ocurría que su marido regresaba temprano al pueblo y que alguien lo ponía al tanto de su huida. Varias veces pensó echarse atrás, pero la carta que traía escondida en el seno la animaba a seguir adelante. Su comadre Antonia, que ya tenía años viviendo en San Antonio, Texas, le había escrito animándola a que se fuera de Tierra Roja. Salud apretó la carta para darse valor al sentir el agua arriba de las rodillas.

El Río Grande llevaba poca agua en esos días y lo vadearon sin dificultad; además, la familia con la que iba ya conocía bien ese paso. Al llegar a la otra orilla Salud sintió como si una piedra laja se le resbalara del pecho. Ya Maclovio no podía hacerle nada; aunque hubiera sido mejor ahogarse en el río a seguir viviendo con él. «Porque después de todo» se dijo Salud, «yo no tuve la culpa de que se muriera mi Lolito. Han de haber sido los tragos de mezcal que le dio Maclovio la noche que llegó borracho. A poco no se ha de acordar el desgraciado cómo se retorcía mi Lolito con el cólico. Nomás Diosito sabe por qué no me volví loca. Las vecinas me lo tuvieron que arrancar de los brazos porque ya apestaba. Maclovio ni cuenta se dio cuando lo juimos a enterrar. Nomás me consuela que hicimos el abujero rete hondo pa que no lo jueran a sacar los perros».

Con mucho miedo de que los fuera a descubrir la Migración, el grupo caminaba en silencio por entre los jarales. Por buena suerte unos conocidos de la familia con la que iba Salud los estaban esperando para llevarlos hasta McAllen a donde llegaron ya de madrugada. Salud durmió todo el día agobiada por el cansancio. Varias veces despertó dando de gritos porque soñó que Maclovio la alcanzaba antes de llegar al río y le daba muerte con el machete de la leña. Luego oía el llanto de Lolito que le retumbaba como tambor desde los oídos hasta el corazón.

Mientras que su comadre Antonia iba por ella, Salud trabajó en la pizca del algodón. Aunque terminaba agotada por el calor tan intenso de esa parte de Texas, Salud sentía que le volvían las fuerzas y las ganas de vivir. Le gustaba esa tierra que la gente llamaba el Valle. Era una tierra muy fértil y por la noche se respiraba un aire tibio que le henchía el pecho con el aroma de flores silvestres y hortalizas. Cierto que no se le quitaba el miedo de que Maclovio la fuera a seguir hasta allí, o que la Migración la echara para México, pero más fuerte que sus temores le nacía un sentimiento de bienestar y de confianza. Se sentía a gusto con los mexicanos del otro lado porque la veían con cariño y eran su misma gente: el mismo color y el mismo gusto por los frijolitos, las tortillas, los chilaquiles, las canciones mexicanas y todo lo que ella había conocido allá en su tierra que ahora le parecía tan lejana.

Por fin llegó la carta de Antonia. Vendría por ella el lunes siguiente. Las dos comadres lloraron abrazadas por mucho tiempo. Salud le contó la muerte de Lolito y su huida de Maclovio y Tierra Roja. Antonia y sus dos hijos, que ya estaban legales en Texas, acomodaron a Salud dentro del asiento trasero de la camioneta el cual habían dejado hueco para que Salud cupiera y no la fuera a descubrir la Migración al pasar por Falfurrias. Acompañaban a la familia de Antonia dos señoritas de McAllen que estudiaban en San Antonio y así los inspectores no sospecharon nada.

Antonia vivía con sus hijos en una casita con muchas flores en un barrio Chicano. La comadre nunca había aprendido el inglés y por eso trabajaba aseando casas de gente acomodada. Los hijos eran empleados de una empacadora local y por la noche asistían a la escuela vocacional. Como Salud carecía de documentación legal, se quedaba en la casa cuidando niños de las vecinas mientras que éstas trabajaban. Una vida nueva había empezado para Salud. A menudo recordaba la sorpresa y alegría que experimentó cuando le pagaron por su trabajo en la pizca allá en McAllen. Desde ese momento empezó su alcancía para arreglar su residencia en los Estados Unidos. Los sábados la llevaba Antonia a que se comprara alguna ropa y otras veces iban al cine a ver películas mexicanas. En su trabajo era feliz. Los niños la hacían olvidar su triste vida en Tierra Roja y, por su parte, las mamás estaban muy contentas con Salud porque era muy cariñosa con sus hijos.

Una mañana tocaron la puerta. Salud se encontró frente a una joven negra muy bien vestida que tenía un niño en brazos. Aunque Salud no entendió lo que la joven le decía en inglés, creyó adivinar que quería que le cuidara a su bebé. En un pedazo de papel la joven escribió nerviosamente «Lawrence» y dándole a Salud un billete de veinte dólares se alejó rápidamente en un coche que la esperaba.

Lawrence tendría como seis meses. Era gordito y le brillaban los ojos como dos piedritas de obsidiana. Salud lo apretó contra su pecho y sintió la respiración tibia del bebé sobre su rostro. Una sensación de ternura invadió todo su ser; era como si tuviera otra vez a Lolito en sus brazos.

Cuando llegó la noche y la mamá de Lawrence no aparecía, la familia empezó a preocuparse. Los vecinos no conocían a la joven negra y nadie supo dar razón de ella. Luego, por temor a la Migración, no dieron parte a la Policía. Por fin decidieron que Salud se hiciera cargo del niño hasta que apareciera su madre. Así pasaron cuatro años. Ya nadie se acordaba del incidente y Salud era reconocida como la madre de aquel niño negro que le decía mamá y le platicaba en español. Por su parte Salud lo llamaba Lolito y estaba loca de felicidad con el hijo que, según ella, le había dado Dios para consolarla por la pérdida de su primer Lolito.

Fue el Viernes de Dolores. Salud ya había vestido a Lolito para llevarlo a la iglesia. Al abrir la puerta de la calle Salud palideció. Allí, como un fantasma, estaba frente a ella la mujer que cuatro años atrás le había dejado encargado a su bebé. La acompañaba un hombre que miró a Salud fríamente. Venían por Lolito. La pareja explicó a los hijos de Antonia que habían venido desde Nueva York por el hijo de la que ahora era su mujer. Recalcaron que tenían todos los documentos para probar que el niño era hijo de la mujer y amenazaron con denunciar a Salud ante la Migración si alguien se oponía en lo más mínimo a sus intenciones. Cuando la puerta se cerró tras Lolito, Salud sintió como si un golpe oscuro la partiera por mitad; como cuando la puerta de golpe del corral le dio en la espalda allá en Tierra Roja la tarde que enterraron a su primer Lolito...

Conocí a Salud Pacheco en el hospital estatal de una ciudad del medio oeste. Por ese tiempo era yo profesor de español en la universidad local. Una mañana me hablaron del hospital pidiéndome que les sirviera de intérprete. Una mujer había llegado en un autobús procedente de Texas y se encontraba en un estado de extrema agitación. Habían captado algunas palabras en español y pensaron que yo sería la persona indicada para ayudarles. Cuando llegué al hospital encontré a Salud delirante. La pobre mujer repetía sin cesar: «No se lo lleven. No sean ingratos; ni siquiera los conoce. Yo soy su madre. Ni le va a entender lo que le digan. Mi Lolito, mi Lolito. ¡Qué malo eres Diosito! Ya van dos hijos que me quitas. Mi niñito no habla inglés. Madrecita de Guadalupe, ampárame. Maclovio, saca el machete que nos quitan a nuestro prietito. ¿Dónde estoy, dónde estoy?»

Todos los días visitaba a Salud. Poco a poco en sus ratos lúcidos me fue contando su historia. Yo trataba de consolarla, pero sus ojos perdidos como naves en un mar sin horizonte me decían que no me escuchaba. Entonces yo callaba y, acariciando su mano, me quedaba así hasta que se calmaba.

Hoy por la mañana fui a llevarle a Salud un pan de canela y unos dulces de biznaga que mi hermano me trajo de México. El doctor Anderson me informó que Salud había escapado del hospital la noche anterior. En la estación de Greyhound, el despachador recordó que una mujer extraña que hablaba sola y gesticulaba había abordado el autobús de media noche con rumbo a Nueva York.