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La primera versión de «En un pueblo», relato de Gabriel Miró

Miguel Ángel Lozano Marco





Nos encontramos ante la recuperación parcial de un texto que tiene interés tanto por sí mismo como por lo que nos dice sobre el período inicial de su autor: unos años difíciles en los que estaba decidiendo su vida -era ya padre de familia, con futuro incierto- y afirmando una vocación literaria cuyos frutos eran aún insuficientes1. Son años de pruebas y de primeros logros estéticos. El cambio se produce en enero de 1908, cuando el premio en el concurso convocado por «El Cuento Semanal» le abre las puertas de algunos diarios madrileños -Heraldo de Madrid, Los Lunes de El Imparcial- y propicia la publicación de sus libros, que hasta ese momento venían viendo la luz a sus expensas.

Es adecuado, pues, hablar de una primera época que se extiende desde 1901 -año en que aparece su primera novela, La mujer de Ojeda, junto con unos pocos artículos publicados en una revista local- a enero de 1908, cuando gana con Nómada (De la falta de amor) el mencionado concurso. Pero es preciso apuntar que en esos años iniciales ya había recibido algunas alentadoras críticas. La fama de esa primera novela fue escasa y reducida a su ciudad; la segunda, de mayor empeño, Hilván de escenas (1903), recibió críticas muy positivas en Madrid: la de Navarro Ledesma en La Lectura y, sobre todo, la de J. Ruiz Castillo (quien, andando los años, sería su editor) en Helios, donde califica al escritor de «verdadero artista […], un artista original y vibrante». Con todo, estas dos novelas fueron repudiadas muy pronto por su autor, cuando encontró su peculiar arte con el tercer libro, Del vivir (Apuntes de parajes leprosos) (1904), que recibió, entre otras, tres críticas sobresalientes: la de Andrés González Blanco, en Madrid, quien, con el seudónimo de Luis de Vargas, escribió un extenso artículo recogido al año siguiente como capítulo en su libro Los contemporáneos; la de Eugenio d'Ors, en Barcelona, primer paso para esa relación preferente que ha de establecer con la capital catalana hasta 1920, y, sobre todo, la de Azorín, firma ya consolidada en su prestigio.

En esa primera época, objeto de este trabajo, comenzó a gestar una de sus novelas más representativas, Las cerezas del cementerio, concebida -como confesó-, antes que Del vivir, en cuya contracubierta aparecía anunciada, seguida de La novela de mi amigo y de Tardes. Las cerezas... tardará en aparecer -lo hará en 1910, en Barcelona-, pero La novela de mi amigo lo hará a continuación de Nómada, reforzando en ese año, 1908, una figura literaria que ya se daba a conocer semanalmente en la prensa. Tardes no pasó de proyecto.

En este contexto hemos de situar «En un pueblo», título conocido desde hace tiempo. Para los estudiosos mironianos, un punto de referencia en el conocimiento de la obra del escritor es la bibliografía que elaboró su hija Clemencia en 1952 para El lugar hallado (incorporada años después -1978- a la gran bibliografía que recopiló Ricardo Landeira con motivo del centenario del nacimiento de Miró). En aquella bibliografía figuraba «En un pueblo», relato aparecido en Revista Latina (una de las efímeras publicaciones de Francisco Villaespesa), en febrero de 1908, un mes después de la obtención del premio. Este texto no fue recogido por su autor, por razones que enseguida explicaremos; quedó relegado hasta que en 1988 Gregorio Torres Nebrera lo incluyera como apéndice en un tomo en el que llevó a cabo una edición de los cuentos del alicantino bajo el título de uno de los libros no recogido en su plan de las Obras Completas: Del huerto provinciano (1912)2. Clemencia conocía bien la obra de su padre; pero de este relato, solo el título. No sabemos si conservaba el ejemplar de Revista Latina o si solo disponía de la ficha. Este desconocimiento se evidencia cuando comprobamos que no se le tiene en cuenta en el apartado de «Variantes y notas» de la edición de Niño y grande, en la llamada «Edición Conmemorativa».

La obra literaria de Gabriel Miró ha ido reapareciendo, desde su muerte, en varias colecciones de Obras Completas: desde la que él estaba preparando para Biblioteca Nueva, a partir de 1926 (continuada después de su fallecimiento, en 1930), hasta la que he tenido la suerte de preparar en la primera década de este siglo para Biblioteca Castro. De entre ellas destaca la serie de Obras Completas, en 12 volúmenes -la llamada «Edición Conmemorativa»-, emprendida tras la muerte del escritor por la Asociación de Amigos de Gabriel Miró, cuyos tomos fueron apareciendo desde 1932. Se trata de una edición crítica cuidadísima que llevó a cabo don Pedro Caravia Hevia -quien modestamente aparece en los volúmenes solo con sus iniciales: P. C., sin que señal alguna dejara constancia de que él era el artífice de tan intensa labor-, ayudado, como sabemos, por Clemencia Miró. Su trabajo fue impecable, minucioso, escrupuloso: consultó todas las ediciones y los documentos pertinentes para realizar su edición, y elaboró en cada tomo un apartado de variantes que ocupa gran cantidad de páginas. Pues bien, en tan minucioso trabajo no tuvo en cuenta, cuando en el tomo IX llevó a cabo la edición de Niño y grande, que «En un pueblo» estaba parcialmente incorporado, entretejido, en uno de los capítulos de la Segunda parte, el titulado «El pecado. La ventana del muerto». Desconocía, pues, el relato de 1908.

Sabemos que Niño y grande, una excelente e intensa novela publicada en 1922, fue entonces fechada por su autor en «octubre de 1909»; tal dato aparece al final del libro, en el tomito de Atenea, sin duda para dar a entender al lector que esa novela pertenece en realidad a otra época, a la de Las cerezas del cementerio, y no a la correspondiente al momento de su aparición, entre las dos partes de la novela de Oleza, Nuestro Padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926).

Pero lo que en 1909 vio la luz -el 26 de noviembre en «Los Contemporáneos»-, fue la novela corta Amores de Antón Hernando, que ha de ser ampliada en la citada de 1922 con una tercera parte que modifica, no solo el desenlace, sino, en buena medida, el sentido del primer relato. Amores... no está dividida en capítulos, sino en cuatro partes numeradas en romanos; en la tercera encontramos este relato, no completo, ni formando una unidad secuencial, sino entretejido en una trama novelesca mayor y separado en varios momentos para crear un contraste, un contrapunto con el motivo central: las relaciones del protagonista, Antón, un joven de 19 años (según Amores) o de 17 (según Niño y grande), con doña Francisca, mujer mayor y casada, con la que vive su primera experiencia sexual.

Nos encontramos, pues, con un cuento aparecido en 1908, utilizado en 1909 en la novela corta y, como es natural, en el libro que trece años después amplía la novelita con una extensa sección. Nada en el relato publicado en Revista Latina hace pensar que estuviera destinado a una obra mayor. El escritor pensó, tal vez, que este relato, ambientado en el mismo lugar geográfico, y donde la muerte es el motivo central, era adecuado para dar un sentido preciso al pasaje de la novela: el ciclo de la muerte y de la procreación.

Lo anterior ha sido un preámbulo necesario para explicar la situación del texto que presentamos: porque se trata de la primera versión del relato, escrita tres años antes, en 1905, y de una extensión que viene a doblar la que encontramos en Revista Latina. Conocemos esta primera versión de «En un pueblo» gracias a Ian R. Macdonald y a Frederic Barberà, quienes durante años han venido trabajando en la recuperación, ordenación y estudio del epistolario de Gabriel Miró, editado por ellos y publicado en 2009. Su labor ha sido intensa y es merecedora de todo elogio. En las cartas, pero también en las notas de los editores, encontramos el mejor acercamiento al escritor y la mayor fuente de datos para el conocimiento de su vida; de manera más precisa, para conocer su pensamiento, sus ideas estéticas, y asistir a la evolución del empeño artístico que sustenta su producción. Miró no es un escritor cuya obra dependa de momentos de inspiración, sino un autor, un artista (ya lo dijo Ruiz Castillo muy pronto) preocupado por forjar unos criterios estéticos a los que responda su creación. El conjunto de su obra no se nos presenta como una adición de textos, sino como un organismo verbal que va evolucionando, depurándose, perfeccionándose, a partir del momento en que encuentra el apoyo sólido de un estilo propio, y esto sucede en 1904.

Sabemos que Del vivir es la primera obra que reconoce como suya; diríamos mejor: la primera obra en la que él se reconoce, y lo hace creando un personaje, Sigüenza, en quien objetiva un comportamiento, unas ideas, una actitud que a veces pudiera corresponder con las suyas, pero que estrictamente no lo son. Hay diferencias notables entre el personaje y un narrador relevante y omnipresente que emite juicios sobre aquel, y ambos son manejados por el autor. Esa objetivación le permite prescindir del yo para intentar acceder a un conocimiento más elevado, de carácter universal. Lograda esta obra, repudia las anteriores. Del vivir (Apuntes de parajes leprosos) es un libro duro, pesimista, afincado en un naturalismo crudo, una realidad cotidiana desde la que se remonta hacia lo moral, lo existencial y lo metafísico. Miró no es un escritor realista, aunque lo parezca; su literatura no es referencial, sino expresiva y poética, y lo es desde estos inicios.

Del vivir, según figura en su primera edición, sería escrita en 1903, y su epílogo un año después, en 1904 (Lozano 2010). Resulta extraño que guardara durante tantos meses una obra ya completa; pero conociendo la manera de fechar del escritor, no podemos fiarnos de la exactitud de estos datos. En la portada figura el año de 1904; pero, aún impresa, es fecha que no corresponde a la realidad: el libro aparece a mediados de 1905, hacia finales de junio. Este desajuste pudiera explicarse acudiendo a las circunstancias biográficas de su autor.

Gabriel Miró contrajo matrimonio en 1901 con Clemencia Maignon; en 1902 nació su hija Olympia y a finales de 1905 nacería Clemencia. Había fundado una familia, pero vivía a expensas del padre, don Juan Miró Moltó, Ingeniero Jefe de Obras Públicas en Alicante, quien en 1905 alcanzaría la edad de jubilación. Hacia finales de 1904 podría haberse producido una conversación como la que el escritor sitúa en el inicio de «El señor de Escalona», capítulo del Libro de Sigüenza (1917) que había sido publicado antes en Diario de Barcelona (1 de febrero de 1913) con el título «Sigüenza, opositor»:

En la primera mocedad de Sigüenza, algunos amigos familiares le dijeron:

-¿Es que no piensas en el día de mañana?

Y Sigüenza les repuso con sencillez que no, que no pensaba en ese día inquietador, y citó las Sagradas Escrituras, donde se lee: «No os acongojéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?». Y todo aquello de que «los lirios del campo no hilan ni trabajan, y que las pajaricas del cielo no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes...».

Y como aquellos varones rectos de corazón todavía insistiesen en sus prudentes avisos y comunicasen sus pensamientos a los padres, ya que el hijo no fuese ni lirio ni avecita, Sigüenza les preguntó que de qué manera había de pensar en el día de mañana.

Entonces ellos le respondieron:

-Estudios tuviste y ya eres licenciado.


(Miró 2008, 479)                


El texto es delicioso, de un fino humorismo, y a su lectura íntegra remito para advertir cómo el escritor ha recreado literariamente un suceso de su biografía. A comienzos de 1905, Miró se encuentra en Madrid para presentarse a unas oposiciones a judicatura en las que resulta aprobado, pero sin plaza, lo que le llevó a realizar en los meses siguientes gestiones que no dieron resultado (en 1907 se presentaría por segunda vez, fracasando en el intento). Tal vez, la dedicación a preparar oposiciones retrasó la publicación de su libro, entregado a la imprenta en el año que allí consta. Todavía en abril de 1905 aparece un capítulo en la revista Renacimiento Latino, donde se informa de su pertenencia a un libro «en prensa». Las primeras reseñas aparecen en julio.

A partir de su fracaso en las oposiciones comienza una época de búsqueda de un puesto de trabajo; en sus cartas alude a varios proyectos, pero su futuro se ha de resolver en un encadenamiento de empleos burocráticos, que se inicia en 1906 con uno de administrativo en la Diputación provincial. Persiguió siempre, en Alicante, Barcelona o Madrid, empleos que le permitieran disponer de tiempo para la escritura. Su vocación es firme; tiene fe en sus cualidades, pero padece en los primeros años verdaderas crisis, como confiesa por entonces en sus cartas a Eufrasio Ruiz, amigo que lo fue desde la niñez y durante toda su vida. «Tengo crisis muy malas […] apenas escribo», leemos en octubre de 1905 (Miró 2009, 58). El documento más elocuente sobre su estado de ánimo lo encontramos en un artículo que Bernardo G. de Candamo publicó a raíz de la concesión del premio. Cuenta que, yendo a pasar por Alicante un amigo suyo, le pidió que visitara en su nombre a Gabriel Miró y que le transmitiera sus saludos; la imagen que del escritor nos transmite es triste; en estilo indirecto nos informa de la impresión producida en el intermediario:

Se suponía muerto para las letras. La vida dura imponía transacción; era preciso ganar dinero, explotar la profesión de abogado y olvidarse de los libros amenos, de las cuartillas, de los dulces paisajes que inspiraban deseos de escribir y de describir. Su gesto de desaliento impresionaba al interlocutor de Miró3.


(Candamo 1908)                


Pero entre 1905 (aparición de Del vivir) y 1908 Miró tenía proyectos literarios y, como siempre hizo, iba alternando la escritura de las varias obras que tenía en el telar. Por entonces, la de mayor empeño era Las cerezas del cementerio, de cuya gestación vamos teniendo noticias: en agosto de 1906 escribe a Eufrasio Ruiz diciéndole que «en octubre tendré acabada Las cerezas», y un año después, en agosto de 1907, aparece publicada, en forma epistolar, la parte final de lo que habría de ser el capítulo XVIII de esa novela (tiene un total de veintiuno) tras un artículo muy elogioso que le dedica Cristóbal de Castro4. Alternaría con esta obra la redacción de La novela de mi amigo, que vio la luz poco después de haber ganado el premio. A comienzos de 1906, enterado de que El Liberal había convocado un concurso de cuentos, envía dos, entregándolos por persona interpuesta y con lema. No obtuvo premio. Convenimos los estudiosos mironianos en que uno de ellos, el que lleva por lema «Castroviejo», debe ser el que publicó en Revista Latina el 30 de octubre de 1907 con el título «Historia que no se cuenta». De él dice que resultó demasiado extenso. Es un fragmento de lo que ha de ser la novela corta El hijo santo («Los Contemporáneos», 1909), y «lo que no se cuenta», lo que se deja insinuado a la imaginación del lector, es lo que se desarrolla en esa novelita, nunca recogida por su autor en volumen y borrada por él del canon de sus Obras Completas. Parece, pues, que El hijo santo, ya estaba pensada a comienzos de 1907. Del otro cuento, entregado con el lema «Almas piadosas», no ofrece datos concretos para que pueda ser identificado; el escritor dice de él que es el arreglo de un artículo enviado a Pedro González Blanco para La República de las Letras, y que «solo tiene carácter de crónica» (Miró 2009, 67). No vislumbramos en los alrededores cronológicos el posible texto.

Tras el fracaso de sus segundas oposiciones a judicatura, a finales de 1907, se entera de la convocatoria de «El Cuento Semanal», y con premura de tiempo escribe un relato basado en una noticia leída años antes, en 1904, en un periódico local. El cuento vendría gestándose, pues, desde ese momento. Repetimos que la resonancia que tuvo este premio le afirma en su arte y le conforta al poder superar unos años de zozobras e incertidumbres.

«En un pueblo» aparece en un momento clave de ese primer período. La noticia sobre su existencia y los datos que tenemos sobre su escritura son los que aparecen en una carta a Eufrasio Ruiz fechada en octubre de 1905. Esta viene a ser toda la información:

Valentí Camp, a quien escribió Segarra desde mi cuarto, me envió una carta cariñosísima, diciéndome que ya me conocía desde la publicación de mi primera obra; solicita mi colaboración asidua en Labor Nueva, y siente no poder ofrecerme más que 5 duros por artículo. Desde Alcoy le envié el trabajo que os leí la noche de Segarra.


(Miró 2009, 58)                


Un dato puede ayudar a precisar la fecha: la familia de Gabriel Miró solía pasar algunos días de verano en Villa María, una finca cercana a Alcoy propiedad de la familia paterna. Si desde allí envió el relato, lo haría hacia agosto o septiembre de 1905. El resto de la información es algo más imprecisa, pero situada en las inmediaciones. Desconocemos la identidad de Segarra5, quien parece ser el intermediario con Santiago Valentí Camp. El escritor alude a una sola noche en que estuvieron en su compañía: «la noche de», aquella en la que, junto con el grupo de amigos de Benalúa -entre los que se encontraba Eufrasio-, asistió a la lectura del cuento. Esa reunión pudo haber tenido lugar algunas semanas antes de enviarlo. Lo que resulta claro es que, a mediados de 1905, hacia la fecha de la aparición de Del vivir, «En un pueblo» estaba ya escrito. No podemos saber si fue una obra demorada en el tiempo, si fue pensada y escrita parcialmente meses -o años- antes, por razones que hemos de considerar. Sabemos, gracias al Epistolario, que su publicación se demoró un año: vio la luz en Labor Nueva en agosto de 1906, y su tardanza inquietó al escritor. Al parecer, Miró solo recibió, o conservó, un ejemplar, y este desaparecería en 1908, cuando lo envió a Francisco Villaespesa para que publicara el cuento en su Revista Latina. No le envió, pues, una copia, sino el mismo ejemplar de Labor Nueva, señalando los párrafos que debían ser suprimidos para acomodarlo a la extensión requerida, y alguna sustitución o supresión de palabras. En marzo de 1908, días después del fallecimiento de su padre, Gabriel Miró escribió a Eufrasio Ruiz para que le pidiera a Villaespesa el ejemplar de la «revista catalana que le dejé para que copiase un artículo mío. La necesito» (Miró 2009, 90). Podemos suponer que la revista no fue devuelta, o que se extraviara después de haber compuesto el nuevo texto; de ese modo no se conservó y cayó en el olvido. Es posible que a la altura de 1908 el escritor concibiera el proyecto de Amores de Antón Hernando y viera que esa obrita podría ser utilizada en uno de sus episodios. Se logró así la pervivencia de buena parte de ese relato: una creación de 1905 que continuó, adaptada a un nuevo contexto, hasta 1922.

«En un pueblo» es uno de los pocos textos cuya acción no sucede en el Levante mironiano, pero tiene un fundamento biográfico. Cuando Gabriel tenía catorce años, su padre fue destinado como Ingeniero Jefe de Obras Públicas a Ciudad Real; allí se instaló la familia durante unos meses: desde mayo de 1893 hasta el otoño del año siguiente, en que regresaron a Alicante. De esa experiencia nacen algunos de sus primeros escritos, y también algunos de madurez: la breve serie «Paisajes tristes», publicada en 1901 en la revista El Ibero, propiedad de su amigo Francisco Figueras Pacheco; el texto sobre el que tratamos, con su mencionada trayectoria, y, por último, con diferente tratamiento y más depurado estilo, en El humo dormido (1919), en los capítulos que se inician con «La sensación de la inocencia» y concluyen en «El alma del judío errante y don Jesús». Es una breve estancia que dejó huella.

Si comparamos el texto de Niño y grande (1922) con el de los mencionados capítulos de El humo dormido comprobamos que, aun siendo la novela tres años posterior, el estilo es diferente: el de aquel libro responde al propio de la época que le asigna su autor: 1909, mientras que el del segundo es el estilo logrado en su madurez: sinestésico y escueto, fragmentado, liberado de la ganga del tejido verbal informativo; el lenguaje poético que «contiene» más que «dice», propio de las obras de los años veinte, cuya culminación alcanza en Años y leguas. Pues algo similar es lo que sucede con nuestro cuento en relación con la obra que en el momento de su «lectura» a los amigos (verano de 1905) acababa de ser publicada. El estilo de Del vivir es más avanzado, más logrado que el de «En un pueblo». Leyendo este relato después de aquel libro parece que nos encontramos ante una regresión, o ante un texto escrito con anterioridad; porque, no solo por asunto y escenario, nos da la sensación de que se trata de una continuación de los primerizos «Paisajes tristes», o por lo menos parece enlazar con ellos. Es cierto que aquellos tres textos de 1901 son muy breves; alcanzaría aquí la culminación de una línea que recoge ese ambiente sombrío, deprimente, pero con una consideración filosófica más elevada.

Si tenemos una idea tópica del autor (la de su paisajismo, aunque se trate de un «magnífico lirismo descriptivo», que decía Ortega) y de la época literaria, el título parece remitirnos a cierta melancolía modernista: una recreación ante la belleza triste de la naturaleza (otoños, crepúsculos, etc.…). Al leer esos «Paisajes tristes» vemos que no hay voluptuosidad anímica, ni regodeos melancólicos, sino tristezas duras, sin alivios ni concesiones estéticas, angustiosas, deprimentes... La tristeza ante el sufrimiento sin paliativos de nuestros semejantes. Trata sobre la vida dura del labriego manchego, «el más desgraciado de todos» (Miró 1982, 124), que trabaja una tierra ingrata, sin el consuelo de una naturaleza bella y sin más esperanza que la del próximo afán; sobre una familia enferma de fiebres tifoideas, cuyos hijos -los más débiles- van muriendo («una muerte muy triste, muy fea») porque el amo no deseca unas charcas infectas, y sobre unas míseras obreras que quedan sin trabajo porque al dueño de la fábrica ya no le interesa el negocio. Tratan sobre el sufrimiento, la explotación, la indiferencia ante el dolor, la injusticia social y la «falta de amor», que ha de ser asunto central en su obra: es lo que encontramos como caracterización moral del ambiente humano en Hilván de escenas; como consecuencia final en la trayectoria de conocimiento de Sigüenza, en Del vivir, y como subtítulo en Nómada, aplicado a toda la novelita. Los tres relatos primerizos son de tono y tema humanitario, con un componente claro de denuncia social: el dolor sin esperanza es el resultado y consecuencia de la explotación de los braceros, de las familias de los labriegos y de las obreras, explotadas y, después, condenadas al hambre. En sus primeras publicaciones, Miró se nos muestra como un escritor sensible al sufrimiento, cuya existencia se le ha revelado con más claridad fuera de su tierra, en ese ambiente que ha percibido en los alrededores de Ciudad Real, aunque no señala con precisión el lugar, remitiéndose a una explícita referencia regional: La Mancha.

Del vivir es también un libro sobre el sufrimiento sin consuelo. El personaje identifica en la falta de amor entre los hombres la raíz del mal. Aunque advierte que ese sufrimiento se revela en toda la naturaleza (algo que hemos de tener en cuenta), se centra más en lo humano: la indiferencia de los sanos, la soledad de los enfermos... Pero si en «Paisajes tristes» el escritor apela al corazón de los poderosos, a sus sentimientos, en este libro encuentra la solución en el imperativo categórico kantiano, resumido explícitamente en un párrafo del último capítulo: el amor no ha de depender de nuestros sentimientos sino de nuestra razón; debemos imponérnoslo como un deber. Desde la ética kantiana contemplamos el mundo que ha recreado el escritor: el mundo real de Parcent (pueblo levantino que era foco leproso). Aparece como lugar real, tratado a la manera naturalista, un ámbito que ha de elevarse hacia lo ético, lo existencial y lo metafísico, sin perder su radical realidad. Preside todo el texto una cita del Libro de Job donde se ha sustituido la apelación a Dios por una demanda acusatoria dirigida a la Humanidad (con mayúscula). Este sufrimiento atraviesa milenios y aparece tratado en una sucesión de textos para evidenciar su triste permanencia.

Lo anterior permite situarnos ante el relato y poder entender su sentido. El elemento predominante es el espacio, físico y moral, en el que se mueven los personajes -las figuras- y ante el que reflexiona el personaje protagonista en su segunda parte. El lugar geográfico es un pueblo de La Mancha, y lo que en él se nos muestra, en un par de días (una noche a la que sigue la tarde y noche siguientes), es una realidad deprimente y sórdida presidida por la muerte, la indiferencia, la soledad, la crueldad, la inconsciencia..., adensado todo ello en un ambiente nocturno. Las notas positivas son mínimas, pero las hay y son necesarias para lograr un alivio, una mínima esperanza en un texto tan pesimista.

«En un pueblo» (1905) está dividido en dos partes, numeradas en romanos. En la primera, más breve, asistimos al desarrollo de una escena construida en torno de un moribundo. Con detallada minuciosidad presenciamos una agonía que sirve como espectáculo entretenido a una vecindad que, atraída por la campañilla del viático, acude curiosa, con ánimo de no perderse detalle. Es la construcción literaria de un espacio escénico amplio, que centra la escena y también explora los alrededores. En torno al centro de interés -el agónico que recibe el viático-, se agrupan las gentes curiosas y contentas, por no ser ellas quienes sufren. Como en un diorama, contemplamos las calles cercanas y lo que se atisba desde una ventana enrejada del templo frontero en el interior de la sacristía, donde ha quedado un cajón sin cerrar; detalle que, junto con el del paño de hombros puesto con prisa, es revelador de un carácter en breve apunte de tono anticlerical. Este relato escénico se cierra simétricamente, recogiendo los mismos elementos del inicio: la campanilla, la sombra que proyecta el farol, y las campanadas «que parecen caer como tres barras de hierro negras y lentas».

Esta primera parte, estructuralmente cerrada, prepara una segunda de mayor alcance en la que se integra para cerrar, también simétricamente, la obrita; ha sido relatada y descrita por un narrador-espectador, omnisciente y ausente. La segunda cambia a relato en primera persona, cuyo yo-narrador (sin nombre ni rasgos físicos) aparece en la primera frase: «La casa donde yo poso». Es interesante advertir cómo el elemento autobiográfico marca el primer verbo. Gabriel Miró vivió unos meses en Ciudad Real; de ello hacía diez u once años en el momento de escribir este relato; por ello no utiliza el verbo «vivir», ni «habitar»; la casa es más «posada» temporal que vivienda. No queda considerada como hogar permanente ni propio, del mismo modo que el lugar se le impone como realidad remarcada por lo nuevo, lo digno de ser observado de manera minuciosa y objetiva.

El texto es complejo, cargado de elementos significativos con pretensiones elevadas. El narrador-protagonista describe una realidad concreta que va transformándose sugestivamente al intuir un fundamento en el que se ahonda merced al arte, la literatura y la filosofía. El adelgazado relato de unos sucesos mínimos se adensa en virtud de lo contemplativo y lo meditativo.

Como idea general, nos encontramos ante un mundo que ofrece al protagonista imágenes de la muerte: el huerto desolado, sembrado de sal para que se seque; los árboles que han de arrancar, secos como esqueletos; la leña amontonada en un corral, como miembros amputados y muertos de esos olivos que siguen vivos en los bancales -entre los que pasa lenta la canción del yuntero-, a la manera de lo que él ha visto en el cementerio cuando asiste a la limpieza de nichos y encuentran algún cadáver conservado (uno de los detalles macabros del relato). La muerte lo abarca todo, ascendiendo desde la tierra hasta lo vegetal y lo humano. Va desapareciendo lo diferenciado para resolverse en identificación: el labriego vecino, que quiere secar y despoblar el huerto, es «como un árbol más de este huerto desolado». Los árboles parecen esqueletos, con largos dedos -ramas secas- ansiosos por retenerle. Si el protagonista rompe esa «mano rígida» que ha arañado su frente, siente algo así como la voz de los condenados de Dante, los suicidas convertidos en árboles en el Canto XIII del Infierno. El sentimiento suscitado por el ámbito que le rodea se resume en un texto revelador:

La paz que exhala la calle de estos árboles es sublime, como la de un cementerio humilde; es una paz que arrebata la idea del mundo. Me parece que he sido olvidado en la soledad inmensa y absoluta de un astro apagado. Y este sosiego atrae como una mirada perversa o de amor. Atrae, atrae. Yo me he dicho: «Me apartaré, saldré, huiré». Y no he podido; he quedado rígido, hierático como uno de esos cipreses; martillándome el corazón y las sienes; electrizada y fría la medula. Y camino lento y esclavo, sufriendo; no conociendo por qué sufro; inferior y amante del sufrimiento insabido. Es un sufrir ciego. ¿Será que entonces, en estos instantes, sentimos toda la fuerza, toda la soberanía de las cosas que se nos imponen, vengándose momentáneamente de la arrogante creencia, tan pregonada, en nuestro señorío sobre ellas?


Este párrafo desaparece en la novelita de 1909; en él encontramos una especie de revelación que va dando sentido a lo anterior. El hombre no es el rey de la Creación, sino una criatura; mejor: una especie sometida a la misma fuerza que lo constituye todo. El sentido es schopenhaueriano; el narrador-personaje descubre en sí el «sufrir ciego» del que va siendo consciente: padece sin conocer la causa, aunque con conciencia de ello.

Un paso adelante encontramos en la tarde del siguiente día, en el largo fragmento suprimido en 1908. La misma naturaleza, monótona y deprimente, se ha impuesto sobre sus habitantes conformando una vida de hastío. Son, de nuevo, los «paisajes tristes». Y es aquí, en una meditación de carácter introspectivo, cuando atisba una especie de hez amarga en el fondo de nuestro ser. Desde su primera novela, Miró sabe alumbrar, aun en sus personajes más positivos, esa zona profunda donde se esconden los gérmenes del mal. «Es un algo fatal, incognoscible», dice aquí, en 1905. Pero es posible modificar o utilizar positivamente la identificación de ese fondo, sin llegar nunca a lo que llama «el sacro recinto del misterio de su causalidad». Como habrá leído en Schopenhauer, podemos liberarnos de la fuerza de la Voluntad, identificándola mediante la reflexión filosófica o mediante la creación artística, ya que en el arte se contempla la Voluntad sin que actúe el deseo. Conocer, representarnos la Voluntad y renunciar a ella, ennoblece, eleva y nos predispone al consuelo y a la piedad.

Así pues, la sensibilidad hacia la belleza predispone a la contemplación desinteresada, siendo un paso necesario para llegar a identificar la raíz del sufrimiento. Los personajes que rodean al yo-narrador son insensibles ante la belleza de la noche y ante la compasión por el vecino difunto; suponen que el sufrimiento es algo externo, ajeno; algo que les irrita «y no les sirve para ennoblecerse».

Calín es una excepción en aquel lugar. Se trata del único personaje con nombre que aparece en el relato de 1905, y que desaparece para siempre a partir de la versión de Revista Latina. Es, pues, un personaje que recuperamos y al que, de alguna manera, reintegramos a la vida en el censo de personajes mironianos. Calín es un golfillo; así aparece en los primeros rasguños de su retrato con un elemento visual identificatorio: «Una greña, negra y espesa como un vellón tintado, le cruza la frente». Es un «chicuelo» de mala fama; como monaguillo, que también era, le atribuyen «hurtos simoníacos»; pero los adjetivos con los que le va caracterizando el narrador revelan un carácter positivo, ya sea en su aparición, en la escena del viático, ya después, en la segunda tarde, cuando aparece solo en el campo. Calín siente el torcido aprecio de sus paisanos, pero se sobrepone con indiferencia y con cierta altivez. Calín se nos muestra -si sabemos apreciarlo- como un muchacho sensible, inteligente y discreto; pero esto solo lo conoce el yo-narrador (que parece dudar de la opinión de sus lectores), quien sabe diferenciarlo de entre los moradores del lugar. Calín conoce el sufrimiento, es consciente de su situación, y muestra una positiva sensibilidad cuando admira, como parece ser su costumbre, la aparición del lucero vespertino. Esa sensibilidad le diferencia y es el camino para lograr un ennoblecimiento que ya advertimos en él.

El relato «En un pueblo» es pesimista, pero encontramos rasgos que indican una esperanza. La visión del paisaje diurno es triste y deprimente, pero la noche es bella; en ella se escucha el «cántico de la fauna» en sus seres más humildes: el «vibrar amoroso y sutil de los alacranes»; el grillar de plata; el «siseo femenino» de los insectos...; todo ello se eleva desde la tierra hacia las estrellas, que «tiemblan y vislumbran» como correspondiendo al «cántico dulce y humilde de los campos». Lo amoroso del vibrar y lo femenino del siseo nos conduce hacia la idea de la germinación de la vida, la fuerza procreadora de la Naturaleza, que ha de ser el contexto en el que se produce la unión sexual entre Antón y doña Francisca en la novela, desde 1909. La muerte del vecino, la contemplación de las ramas amputadas y la de los cadáveres conservados son el contraste de este germinar de la Naturaleza en cuyo seno se produce la cópula del joven con la mujer madura.

Es evidente el fundamento schopenhaueriano de este asunto, de estas escenas. En consonancia con ello, al final de la novelita, un personaje, «hombre diserto y filósofo», expresa el sentido de su relación con doña Francisca resumiendo (sin dar la fuente) la «Metafísica del amor» de Schopenhauer:

-Antón; de ninguna manera le pese lo que hizo doña Francisca por conseguir un hijo. Yo temo, yo temo -añadió con pomposa lentitud- que todo amor sea nada más un encubierto medio para alcanzar lo mismo. ¡Ya ve que doña Francisca es un símbolo!


(Miró 1909, 18)                


No es «En un pueblo» un relato ligero; está cargado de sentido. El joven Miró quiso comprimir en él una visión del mundo y un sentido de la existencia. Pero también es cierto que advertimos cierto carácter de ejercicio, de manera principal por un lenguaje que quiere ser literario a costa, entre otras cosas, de una excesiva adjetivación: abunda el uso -y abuso- de una doble o triple adjetivación, y también del desarrollo amplificativo de los párrafos, evidente desde las primeras líneas. Todo ello contrasta con el estilo escueto y eficaz logrado en Del vivir. Comparemos cualquier pasaje del relato con este, característico del libro fechado en 1904:

... Bajaban por una calleja amarilla de sol.

No había nadie.

A lo largo de una fachada secábanse, en rimeros, blancas trozas de álamos, chopos y pinos.

En paredes y suelo refulgían vidrios, retajillos de tiestos, pedrezuelas calizas.

Por unas bardas se descolgaban brazos de parra mustiada; brazos que se retorcían de desesperación y ansia como de cuerpo que busca el goce de la libertad y anchura.


(Miró 1904, 17)                


Esto nos lleva a pensar, como apuntábamos, que, o nos encontramos ante un caso de regresión, o, en buena parte, «En un pueblo» habría sido escrito antes que Del vivir, y luego rescatado y terminado en 1905. De todos modos, este relato se separa de los anteriores «Paisajes tristes» para acercarse al sentido de libro. En aquellos artículos primerizos, el sufrimiento era el resultado de la explotación del hombre por el hombre; en este relato, como en el libro, el dolor es inherente al existir.

El texto que reproducimos está tomado directamente de Labor Nueva. Lo cotejamos con la versión recortada de 1908, de manera que señalamos en nota a pie de página las palabras sustituidas o suprimidas (que son pocas) y los fragmentos eliminados. Para tener una información de lo suprimido, diremos que la versión de Labor Nueva (1906) tiene 4659 palabras y la de Revista Latina (1908), 2610; en lo referente a la utilización del texto en las novelas, en Amores de Antón Hernando (1909) se recogen 1234, para quedar en 1149 en Niño y grande (1922). El tratamiento del texto en sus sucesivas apariciones puede quedar de manifiesto en el cotejo de los inicios. Los primeros, en las dos revistas, pueden verse en la edición que aquí ofrecemos; la «reescritura» que encontramos en las novelas pueden mostrarse con claridad en las tres columnas que ofrecemos con las que cerramos el presente trabajo.

Versión 1905Versión Amores... (1909)Versión Niño y grande

Han caído de la torre tres campanadas iguales y pesantes. Mientras zumban hasta sumirse, hasta incrustarse en nuestra carne, los ojos creen percibirlas como tres barras de hierro desprendiéndose negras y pausadas.

Después, una campanita suena ronca y fatídicamente en la plaza desierta; se mueve un farol cuya armazón se proyecta agigantada y loca sobre la tierra; bermejea un trozo de sotanilla plegosa; y pasa el señor vicario revestido del paño de hombros que aquél debió de cruzarse malhumorado y nervioso, y así la vestimenta le ha quedado torcida.

Cayeron de lo alto de la parroquia tres campanadas zumbadoras que pareciome verlas como tres barras de hierro desprendiéndose negras y pausadas. Después, una campanita sonó ronca y fatídicamente; y apareció en mi calle un muchacho con sotanilla plegosa alumbrada por el farol del viático, y detrás, el señor vicario revestido del paño de hombros, que debió ponerse malhumorado y nervioso, y la vestimenta le estaba torcida.

Cayeron de lo alto de la parroquia tres campanadas zumbadoras, y pareciome verlas como tres barras de hierro desprendiéndose pesadamente. En seguida sonó una esquila ronca, y apareció un monaguillo con sobrepelliz y el fanal del Viático; y luego, el sacristán, que traía el paraguas bermejo, y el señor vicario, con el paño de hombros torcido, murmurando oraciones latinas, como si estuviese enojado.






Bibliografía

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  • Vargas, Luis de (seud. de Andrés González Blanco) (1905): «La vida literaria. Gabriel Miró: Del vivir», La República de las Letras, n.º 10, 8 de julio, pp. 7-8.



ArribaApéndice

«En un pueblo»6, por Gabriel Miró



I

Han caído de la torre tres campanadas iguales y pesantes. Mientras zumban hasta sumirse, hasta incrustarse en nuestra carne, los ojos creen percibirlas como tres barras de hierro desprendiéndose negras y pausadas.

Después, una campanita suena ronca y fatídicamente en la plaza desierta; se mueve un farol cuya armazón se proyecta agigantada y loca sobre la tierra; bermejea un trozo de sotanilla plegosa; y pasa el señor vicario revestido del paño de hombros que aquél7 debió de cruzarse malhumorado y nervioso, y así la vestimenta le ha quedado torcida.

La campanilla decrépita va resonando, va resonando; y en los portales se encienden lucecitas de candiles y aparecen siluetas de mujeres. De la entrada de una calle larga y sombrosa, emerge un mocetón, un collazo, que arriba de la labor cercana conduciendo una mula, sobre cuyo lomo alto y osudo se balancea un arado.

El hombre, destocándose, se arrodilla. El animal contempla con sus pupilas observadoras8, humedecidas y tristes, las piadosas luminarias; luego, rindiendo su cuello, ferozmente esquilado, hunde su belfo en una ocrosa mancha de estiércol esparcido en la tierra.

Muchachas con niños desnuditos, llevados como alcarrazas en sus caderas lisas y castas, corren llamándose a gritos; rodean y miran al clérigo; y éste se vuelve hacia ellas, rezando el latín, con más fuerza que antes. Depuesta la ira, inclina la cabeza sobre el copón y prosigue andando. Pronto desaparece en una casuca morena de angosta rúa9; el pequeño portal queda invadido de gente placera muy ansiosa.

Fuera, la rapacería secretea, ríe, los talludos levantan en brazos a sus hermanitos para que logren ver lo que acontece allá en el zaguán. Están inquietos, están gozosos sin saber por qué. Y dominando las voces10, las cabezas fluctuantes y el júbilo11, quieta y triste se alza la mula que ha seguido al Viático, en pos de su amo, el mozo de labranza de ojos tercos, infatigables, ojos habituados a la mirada eterna del surco.

La andana frontera a la casa se hace con la negra pared de la iglesia; una reja, la de la sacristía, está abierta, y desde la calle se ve el arcaz roblizo, tumbado, con un cajón sin entrar; la llamita de un cirio torcido y las piernas secas, lívidas y ensangrentadas de un Cristo de talla fijo en la cruz12.

En la casa, dos arpilleras colgadas a guisa de cortinas separan del portal a un hombre postrado y agónico. Sobre las telas de saco danzan las sombras del señor vicario, del acólito, de una vieja rapaz.

Fuera13, la gente amontonada oscila al relevar la rodilla; y la variación de postura extrae de la carne y de las ropas, sudadas y untuosas14, un fuerte y agrio hedor a miseria. Alguien jesusea. Y todos están contentos -como los muchachos-, pero contentos encubiertos y rezadores, inexplicablemente contentos; por lo menos contentos de no ser cada uno de ellos el que sufre angustia mortal. Un viejo, flaco y bruno, estira su cuello hendido para atisbar al enfermo; bajo el pañuelo anudado en su raído occipucio asoman las sienes calvas y robustas. Detrás, una mujer gruesa que no puede ver nada porque se lo impide ese viejo, mira a éste con odio y se complace en buscarle y hallar pliegues de pellejo colgadizo y senil, hundimientos en las hoyosas mejillas, temblor en las mandíbulas y la horrible quietud de un tumor duro, fuerte, agarrado entre la oreja y el cráneo.

Los muchachos15 se inquietan. Uno llora. Muchos vocean. En la calle debe ocurrir algo extraordinario.

Es que se aproxima un chicuelo menudo y macizo. Una greña, negra y espesa como un vellón tintado, le cruza la frente. Él se acerca muy despacio mordiendo y mirando el corazón de una manzana.

«Es Calín, Calín, ¿no es monaguillo?» -se dicen los otros. «Pues si lo es ¿cómo no está empuñando el farol junto al cura?». Y dos o tres afirman cosas estupendas de Calín; y con un rápido gesto de sus manitas de cieno llegan a atribuirle hurtos simoníacos.

Pero Calín los desprecia naturalmente, sin proponérselo, que es como suelen despreciar las almas superiores y altivas. Y penetra en la casa. Ninguno se hubiera atrevido. Separa las groseras cortinas, y mira impasible al enfermo; mira al que le sustituyera cerca del señor vicario. El sucesor finge distraerse; pero vencido, sugestionado por la otra mirada dominadora, mira también. Los niños se lo dicen todo con los ojos; se conocen, se bucean con la mirada más prontamente que los hombres.

Una vieja, verdosa y estrecha como una oliva chafada, que parece mirar por las ojeras donde se le han hundido las pupilas, traba con mano garruda un calcañar de Calín. Calín no se enfurece y atemoriza. Y sale, no por obediencia; sale sencillamente porque ya se aburría. ¡Ha visto él eso tantas veces! En cambio, los otros ¡cómo lo miran todo los pobretes! Ahora no; ahora es a él a quien observan; muchos ojitos delgados como rayas, anchos, apagados, incisivos, densos, vidriosos, serios, saltadores, temerosos, hostiles, zafios, agudos... le miran, le siguen, le pasan... Y Calín, señoril, hastiado, superior, sale; tira el pezón de la fruta entre las rejas de la sacristía y se pierde por la húmeda negrura que vierten los muros del templo16.

En este momento17, el clérigo, severísimo, con la pequeña hostia en alto, levemente tembloroso dicta:

-Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada.

Una voz crespa, alcohólica, repite esa breve protesta de humildad.

De nuevo, el curita pronuncia:

-Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada.

Sucede el silencio de las ansiedades. Y el enfermo, desmayadamente, apenas silabea.

El señor vicario, brioso, acaso colérico, con ímpetu como si quisiera ingerir fuerza y contrición18, o suplir la voz del agónico que no puede estremecerse de humildad y fervor tres veces seguidas, oyendo y diciendo tres veces las mismas palabras, el vicario recita de nuevo:

-Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada.

Y el enfermo no repite ni palabra.

Entonces, una onda espumante de regocijo, rueda aliviadora por las almas de los que miran la escena.

-¡Sí que se muere! -se han dicho todos.

-A lo primero, a lo primero qué claro hablaba -murmuraba la mujer gorda.

Y el viejo del tumor, dice:

-Sí; pero ya ha visto ahora...

Y la mujer se reconcilia con el tumoroso.

El señor vicario repasa la plaza; el paño de hombros, cuyos recamos vislumbran momentáneamente, le sube por el cuello hasta la tonsura. La campanita cascada badajea bronca, como un niño de voz recia; se esconden las crepitantes lucecitas de candiles, de velones; la sombra del esqueleto del farol se proyecta agigantada y loca sobre la tierra. Y de lo alto se sueltan tres campanadas iguales, perduradoras, que parecen caer como tres barras de hierro negras y lentas.




II

La casa donde yo poso tiene a su espalda un huertecito cuyo suelo blanco y duro parece sembrado de sal. Lo han dejado que se seque.

«No lo regamos, porque hemos de arrancarlo todo». Y al oír esto, una curiosidad cálida, efusiva y triste, me lleva a ver la pobre tierra blanca y sedienta, plantada de árboles y arbustos rígidos19.

A este huertecito nadie entra. Su desolación es angustiosa. Y para llegar a él he de cruzar un vasto corral de piso blanco, mullido con estiércol. En esta noche, un menguante de oro, afilado, como una hoz, o una primorosa hoja de arma arábica, vierte vaporosa y quimérica claridad. Una prensa arrumbada de almazara negrea en el patio. Sarmientos y leña de olivera se amontonan bárbaramente junto a los tapiales; y estas masas de troncos y ramajes resultan pavorosas y entristecedoras.

-Ahí habrá leña de cuando mi abuelo-. Y esto me lo dice un labriego-señor, de boca sumida y helada.

¡La pobre leña!, muchos años, más de cincuenta, más de setenta, reposando en la soledad del corral inmenso, junto a la vetusta tapiería remendada de cal. Por la mañana, yo he visto los pingües bancales en los llanos, en las livianas espaldas de un monte. Bajo el azul joyante del cielo se bañan de luz los olivos seculares, tiemblan sus hojitas plateantes; sus flores son menudas y amarillas como granitos de sol pálido caídos en los árboles. La canción del yuntero pasa lenta todos los años, muchos días20, entre las frondas grises, por las almantas terronosas, cruzando como un ave augusta y triste el sosiego bendito de los campos desiertos, donde se oye crujir un insecto en los troncos, romperse en la mata una brizna, moverse y descender del árbol la aguda seroja; latir la arteria de nuestra carne. Y en esos viejos olivos, yo distingo unos muñones rugosos, renegridos, que sugieren la feroz tortura de una amputación de miembro humano. Vestugos verdes y hojosos los circundan. Esos muñones son de las ramas cortadas que se amontonan en los ángulos húmedos y sombríos del patio. Las lluvias lentas, sutiles, diagonales; las lluvias rectas, pujantes y espesas las atraviesan y pudren. Antes las remozaban y enverdecían. Los nidos las hicieron canoras21. Hoy la carcoma las horada y ellas crujen como doloridas. Alguna vez dos manos venudas, de uñas planas, agarran un haz de esta leña; lo dejan muchos días en paraje soleado; después lo hunden en las lobregueces de un hogar y allí se retuerce hasta fundirse en brasas.

Un año, esta leña fue hollada y sufrió ultrajes de un averío, escarbador y cacareante. Lo formaban gallinas hipócritas y quejumbrosas y un gallo casi desplumado, antipático, que se parecía a un hombre. Aquellas manos venudas emblandecieron el suelo con heno y bálago secos. Y ahora, en el mantillo que las aves dejaron, han brotado, sin plantarlas nadie, verdolagas y calabaceras, anchas y pomposas; y las últimas llegan a colgar sus frutos grotescos y sus lampazos velludos por ramajes y troncos.

Y aún viven los árboles, cuya es la leña, en los bancales crasos y rojos; viven en la dicha geórgica, solemne y callada; viejos ascetas en los ocasos fríos y pálidos; soñadores fantásticos durante las noches, negreando sobre los cielos constelados; viejos epicúreos dormitando felices en las horas meridianas, en las siestas estivales, consintiendo22 el estridor furioso de las cigarras cogidas a sus greñas canosas; como abuelos buenos, rendidos de sueño que sonríen a las travesuras y gritería de los menudos; como Silenos hartos de vino, consentidores emperezados de que le unten pastorcicos vengativos, con el dulce suco de las moras maduras.

Yo he visto en los cementerios limpiar nichos, traspasar restos. Y si al extraer y abrir un féretro ha aparecido el cadáver entero, conservado después de muchos años de muerte, he sentido angustia que me lastimaba hasta la carne, viéndolo inhumar, de nuevo. Parecíame que lo fueran a enterrar vivo o que hubiera muerto dos veces. ¿Y para quedar así murió? ¡Bien estaba vivo!... Después, si en la vida, he hallado sonriente y ufano al que fuera padre, hermana, mujer o querida del cadáver entero, me he conmovido desventuradamente sintiendo algo cercano a lo que me conturba ahora viendo las ramas muertas, cortadas, y a sus árboles vivos y lozanos, gozando la calma bendita y callada de los campos.

En el huertecito, los árboles deshojados, esqueléticos, tienden dedos largos, y parecen ansiosos de hundirse en mi ropa y retenerme. Una rama fina araña mi frente; yo rompo esa mano rígida de la planta, y frío de enfermedad se difunde en la raíz de mi cabello, como si hubiera oído la voz del precito que gritó a Dante: Perché mi schiante? Perché mi scerpi?23

Las albarradas suben negras, desnudas, y entre las viejas cañas de los arriates, que antes debieron soportar la ufanía de invasoras hiedras y olorosísimas madreselvas, ahora penden mugrones lacios como pieles de sierpes heladas.

-¿Qué, le gusta, le gusta?

Y esta pregunta, entonada irónicamente, yo no sé por qué me hace estremecer de horror.

Y el labriego de labios hendidos, muy alto, estrecho, pasa junto a mí como un árbol más de este huerto desolado.

De lejos, ya invisible, aún pronuncia:

-Lo primero que quiero arrancar son los cipreses.

Hay siete cipreses afilados, ceñidos en sus vestas negras. Una levísima lumbre verdiblanca, nilo24, desflora los agudos fastigios. Y en el suelo, apagadamente25, descansan los fantasmas yacentes de sus sombras prolongadas.

La paz que exhala la calle de estos árboles es sublime, como la de un cementerio humilde; es una paz que arrebata la idea del mundo. Me parece que he sido olvidado en la soledad inmensa y absoluta de un astro apagado. Y este sosiego atrae como una mirada perversa o de amor. Atrae, atrae. Yo me he dicho: «Me apartaré, saldré, huiré». Y no he podido; he quedado rígido, hierático como uno de esos cipreses; martillándome el corazón y las sienes; electrizada y fría la medula. Y camino lento y esclavo, sufriendo; no conociendo por qué sufro; inferior y amante del sufrimiento insabido. Es un sufrir ciego. ¿Será que entonces, en estos instantes, sentimos toda la fuerza, toda la soberanía de las cosas que se nos imponen, vengándose momentáneamente de la arrogante creencia, tan pregonada, en nuestro señorío sobre ellas?

... Y cuando me alivio26, cuando me distraigo de la pulsación oída de mi sangre, del ruido hueco de mis pisadas, lentamente percibo otro, ya estrepitoso, ya débil, de algo duro que cruje al romperse rajado y triturado.

Me acerco a la empalizada del jardín. Por bajo, muy honda, se desliza una calle de casas pequeñas, iguales y terreras. Detrás, se aleja una sierra liviana hecha gradería de viñales; y al pie se tiende un valle liso y feraz como un mar dormido; la vista lo pierde entre los misterios de otra sierra remota.

El menguante de oro solo alumbra para ver la tierra determinada en sus sombras, venciendo bellamente la masa infinita, moral, enemiga, caótica de las noches negras sin cielos en los que parece no haber el mundo comenzado; es un momento anterior al génesis bíblico.

La luz de una hornacina, hendida en el blanco hastial de una casa, muere latiendo como un corazón agónico.

Bajo del huerto, cesa el crujir y la trituración.

Después resuena. Un cuerpo negro se mueve, sopla y escarba. Dos puntos cambiantes de coloración fulguran ya lívidos, ya azulosos, ya dorados; y espantan como pupilas lobunas. Es un perro que aplaca su hambre en la basura vertida desde la casa del huerto.

Sus quijadas trabajan desesperadamente: se siente temor de que se le quiebren, de que se le desencajen y caigan entre los huesos roídos del basurero hediondo.

De pronto el animal huye. Después se detiene en una franja de tierra luneada; su claridad es pajiza y angustiadora, de cirios pabilosos. Y desde allí el perro ladra amenazador, deseando que me retire para acercarse y proseguir hozando.

Es uno de esos perros errantes, largos y desorejados, sin raza definible, de vientre subido, torcido, como desriñonado y nalgas húmedas; de pelo cascarriento, amasado por tolvaneras y lluvias. Es uno de esos perros que al huir cojean porque han sentido el dolor de una herida vieja mal cicatrizada. Es uno de esos perros que alguna vez hemos visto jadear, bajo un carro enorme, por la soledosa carretera, sujeto con una soga demasiado corta que le desuella el cuello y le obliga a caminar más deprisa que el bestiaje para no morir estrangulado. Es uno de esos perros que solemos hallar un día aplastado sobre las carriladas de un camino angosto. Uno de esos perros que encontramos frecuentemente, por las noches, en las calles de un pueblo. Llegan hambrientos; han merodeado horas eternas entre mieses, por huertas y senderos, por casales y majadas. Nos descubren y huyen, volviendo la cabeza para mirarnos. Le prometemos no hacerle nada; le decimos que busque y coma tranquilo, pues nuestra crueldad humana duerme; nos sentimos buenos; nos amamos dichosamente a nosotros mismos solo porque nos sentimos buenos, nos amamos sin egoísmos. ¡Oh! no; nosotros no dañaremos al perro a quien también amamos. Y el perro no nos cree y huye. Esto nos ofende hasta enfurecernos. Involuntariamente nos crispamos del rencor brutal que suele acometernos cuando algo o alguien nos patentiza un defecto.

«Pero por qué huyes; si yo te quiero; si yo te defendería...». Y el animal huye. Intentamos acercarnos a él, seguirle. Y el animal huye, huye despavorido. ¡Qué acusación al hombre!

Y el perro tiene razón; es que recuerda que en otras noches, mozos regocijados y rondadores le apedrearon o le ataron a otro perro; y luego los tundieron o les chamuscaron o los castraron y mientras gañían temblando por el suplicio, implorando a los hombres con los ojos dilatados, húmedos y torcidos del dolor, los hombres reían bestialmente, palpitantes de júbilo y sus ojos tenían la crueldad fría, ciega, inenarrable del hombre, execrable, execrable...



... Es el día siguiente. Por la tarde he salido.

Bajo mis pies crujen y se quiebran los rastrojos; se abren y arenizan los terrones. Es aquello inmenso, inmenso. Una vastedad amarilla que se prolonga hasta la lejanía y allí el cielo asciende en bóveda pálida y tersa, amarillenta también como si espejara el paisaje.

Comprended, almas tornadizas, almas inquietas, vuestro torcimiento y angustia si os impusieran todos los días la visión de esta tierra.

Pues pensemos que en este lugar hay almas acabadas y hastiadas por la contemplación igual; sus vidas se arrastran entre horas distribuidas con igualdad inflexible y eterna; oyen siempre las mismas voces que suelen decir las mismas palabras. Y así vivieron siempre.

«Sí; pero no sufren ansias» -diréis.

«No serán como las vuestras» -os contesto.

Sienten un disgusto hondo y acerbo que jamás definen. En las profundidades de todas las almas habita una hez amarga que todos probamos con más o menos intensidad y frecuencia según la sutileza o grosería de nuestro paladar. Pero sucede que al gustarla hay quien no tiene por suyo ese amargor; no lo cree nacido en su pecho; supone que se lo dejó la miseria, un amor, un odio, el mismo pan que le sacia. Todo esto no son más que explicaciones imaginadas; motivos supuestos; todo esto podrá mover o ayudar la fermentación, pero la levadura la llevamos nosotros. Es un algo fatal, incognoscible. Las almas sutiles cuidan la semilla dolorosa y el brote lo cultivan y educan exquisitamente; se consideran escogidos; y la tristeza que sienten sabiéndose doloridos deja voluptuosidad; una gota dulce ha caído en la hez amarga. Su martirio es agudo y ya deleita. Van hacia el dolor, avanzan en él; llegan hasta el sacro recinto del misterio de su causalidad, hasta su gineceo glorioso y cerrado perpetuamente...

¿Y las otras almas, las rudas? Sienten, fatalmente han de sentir ese disgusto ingénito, en ellos ciego desde los primeros umbrales de lo triste, ciego como el sufrir de los brutos. No es una herida que les desgarra, es un mazazo que los enloquece. Les bruma el golpe y nada perciben.

«Oh -diréis-, luego lo olvidan; no se dan cuenta».

«Ved lo horrible» -contesto.

Les aturde el dolor y lo atribuyen a motivos externos. Les irrita y no les sirve para ennoblecerse y si pueden acendrarse, sucederá lo que habéis dicho, no se darán cuenta.

Ansiedades bastas. Por eso están cansados del mismo paisaje y no saben que el paisaje les cansa.


Ha sido preciso; he dejado el bancal inmenso y erizado. Y ahora paso a una obscura tierra recientemente regada. Es un patatar florido. Las motas son crasas y venudas; el suelo de los azarbes aún se halla bazo y tierno; y en el fondo de una acequia descubro un chico acostado.

Es Calín. ¿Qué hará aquí? -debemos preguntarnos.

-¿Qué hay, Calín?

Calín sonríe y no me contesta. ¡Cómo va a contestarme si no hay nada! Lo único que pudiera decirme, es que se aburría en el pueblo; no tiene amigos. Los que antes lo eran le molestan pobremente. Pero él no puede justificar que no ha quitado ni la lágrima de un cirio, ni el recorte de una hostia. Entonces, ¿ha de abofetearlos, apedrearlos, herirlos?

Desde luego que no. ¿Para qué? Venciéranle y sería ladrón y aporreado. Venciera él y seguiría siendo ladrón y aborrecido. Nada; nada hay que hacer. Una indiferencia genial le enerva dulcemente. ¿No es él, antes que todos? Pues ¿ya sabe él cómo es? ¡Qué le importa el juicio ajeno! Presumo que si el mismo Malón de Chaide viniera a él recordándole el dicho que: «la conciencia es para nosotros, mas la fama es para nuestros prójimos»27, Calín alzaría los hombros con bella dejadez. Su hastío y altiva indiferencia no son de mazorral. Tuviéralos un joven príncipe y luego se diría: «bien se echa de ver su señorío heredado, su prosapia nobilísima. ¡Desde qué cumbre de grandeza y desdén atalaya todas las poquedades humanas!».

Pues estas partes, que aquí no me paro a estudiar ni las diputo de excelentes o perjudiciales, en Calín se obscurecen y nadie, ni él mismo, las atiende.

Y hay quién me dirá: «Pero si todo esto en ese rapaz no puede significar nada. Te lo aseguramos honradamente. ¿No tomarás por grandeza de corazón una ruin simplicidad, una ausencia de dotes aprehensoras? Mira que hay clases siempre, aunque se esfuercen en borrarlas esos igualadores calenturientos...». Y por terminar ya, expongo:

También me he dicho a mí mismo que hay clases una noche que oía música desde el húmedo28 asiento de un teatro, y a mi espalda gente inculta hablaba, reía, bromeaba y groseramente me impedía escuchar. Yo quise que callasen y ellos rieron y alborotaron más. «¡Oh, hay clases, las habrá siempre, siempre!», recuerdo que murmuré con enojo, con furia. Y ahora que estoy menos nervioso, digo:

Puedo estar conforme en la realidad de las diferencias y clases; lo admito, con tal que pasen a esa clase, de la cual eran mis exasperadores del teatro, muchos, muchos de la otra.

... Calín me ha dicho:

«Ahí en frente, se pone todas las tardes una estrella blanca y grande como ninguna».

Y, después, cuando los dos hemos visto la gran estrella, tornamos al pueblo29.



Ya de noche30, clamorean las campanas por el alcohólico.

Los lugareños, agrupados, entran un momento en la casa de las colgadas arpilleras. Los que salen hablan con los que llegan. Y unos ingresan y otros se marchan. Y dicen:

-Es que había de ser.

Y luego:

-Pues... aquel bancal, nunca por nunca podía valer los treinta duros... -Y se alejan por las sombras de los muros del templo.

A poco, otros vienen. Pasan a la casita. Reaparecen.

-¿Vamos por aquí? -pregunta una voz.

-No; a la a fumar un rato por la carretera.

-Bien se ha resistío.

-Sí; pero la muerte, es la muerte.

-Verdad hablas.

Y luego:

-... Pues la mula aquella estaba resabiada: yo lo sabía.

-¿Tú lo sabías?

-¡Pues no había de saberlo yo!

-Es lo que pasa...

Y se alejan.

Pronto se hallarán en la plena quietud religiosa de la noche.

Del paisaje invisible se eleva, lueñe y cercano, el vibrar amoroso y sutil de los alacranes. Los grillos semejan de plata, suenan delicados, nerviosos.

Otros insectos producen un estridor suavísimo y como medrosito; parece que nos llaman con un siseo femenino. Y esto que alguien puede tomar por nadería, esclaviza muchas veces la mirada del hombre. En estas noches estrelladas y hoscas, surge el cántico de la fauna desde un manchón del paisaje; y nuestros ojos van hacia allí, y quietamente miramos, sin ver, pero miramos porque así creemos oír con más poderío y virtud. Después, alzamos la mirada. Las estrellas tiemblan, vislumbran; y el cántico dulce y humilde de los campos se nos figura que imita el estremecimiento de esas frías estrellas que nievan los cielos.

… Y aquellos hombres31 que salieron a fumar en el sosiego de la noche, han debido sentir la impresión de ella. Y ahora comprended su ceguedad. Su cráneo, sus nervios, toda su alma, han estado fugazmente bajo el imperio de lo triste y de lo bello; pero estos hombres le volverán la espalda; un vivir miserable los ata a pensamientos desgraciados y rudos; generaciones pretéritas les han tatuado hondamente la grosería. Por esto no atienden la queja de la noche ni al latir de los astros; y hablan del bancal estéril, de la mula resabiada, esquivando la caricia que la Belleza nos ofrece a todos...

«¡Qué importa si no lo saben!».

Importa, importa. Ellos desconocen el goce supremo de la sensibilidad irritada, aguzada y ennoblecida; ellos no lo saben, pero sabemos nosotros que no lo saben.



... La casa del muerto tiene una ventana abierta. Dentro hay luz que se vierte y sube sobre la pared del templo fronterizo.

Si de noche pasamos por una calle donde ha muerto alguien, aunque estemos anegados en dicha o lacería, nuestros ojos se detendrán en la ventana del aposento donde se vela el cadáver.

A esa luz han acudido, como libélulas, niños que hablan quedamente y se ayudan unos a otros para encaramarse y ver.

-Yo no le veo la cara.

-Oye, ¿por qué le han atao los pies?

-Le han puesto un cacho de pan encima.

-Es para que no se hinche.

Una niña rubia, delgadita, muy pálida, contempla ansiosamente y escucha con avidez a los que miran el cadáver. Y ella recibe en su frente la luz del cuarto. Pero ella no mira nunca dentro.

Del portal brota un chico bajo, rollizo, de cabeza grande y cuadrada. Es un hijo del muerto.

Los otros se le acercan; le hablan, le miran; él serio, casi altivo, apenas contesta; pero gusta de esa preferencia que en esta noche le conceden todos; y hasta se le desliza una extraña vanidad, gozosa de su tribulación. ¿No es fácil que involuntariamente finja ser más grande y aguda su pena?

-Oye, ésta le tiene miedo a tu padre.

La niña rubia percibe el peso de la mirada fuerte y larga del huérfano.

No habla. ¡Oh, qué débil, qué pequeñita se siente ella! Es verdad; ella no puede mirar al aposento alumbrado..., ¡y ella miraría! pero, y los pies del muerto, y el trozo de pan sobre el vientre, y aquel pañuelo, negro según ha oído, y con una punta, un pico, levantado por la nariz del cadáver!... Si ella lo mirase ya lo vería siempre.

Y entran y salen mujeres, hombres. Y cuando pasa un nuevo grupo, surge de lo hondo un plañido seco, ronco, fiero.

-Verdad32 que es la madre de tu padre esa que llora.

-Si no llora.



Toda la noche un trozo de muro de la iglesia se baña de luz pajiza y siniestra de cirios.

De tiempo en tiempo, por el cuadro luminoso pasa la silueta agrandada y espantosa de una vieja rapaz.

Los amigos del huérfano se han marchado. El huérfano, ya solo, se asoma, se esconde o se postra en el peldaño de la puerta.

Los chicos se fueron, y ellos se llevaron la tristeza que halaga, la tristeza aumentada, esa lástima deleitosa que el huérfano llegaba a sentir por sí mismo; y ahora le queda la tristeza descarnada, honda, arromántica que el dolor crudo y definido produce. Su tristeza es más pobre, más pequeña que antes; y ¡oh, Dios!, él sufre ahora más que antes, sufre una náusea tan espesa, tan horrible, que le hincha el corazón; y él llora; y llorando ve en el suelo la sombra de un cuerpo postrado; ve la ventana alumbrada, y súbito miedo le estremece. Su miedo es pujante y asolador, como vendaval por llanura; le arrebata el dulce dolor por el padre; no le queda nada de amor; él solo teme, teme a todo. Y luego, muy fugaz, pasa suavemente por su alma el recuerdo de la niña delgadita y rubia, de boca trémula, de ojos ávidos, y la frente besada por la luz del muerto...

Gabriel Miró





 
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