Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Leopoldo Alas y Doña Berta

Adolfo Sotelo Vázquez


Universitat de Barcelona



«La memoria nos abre luminosos corredores de sombras»


José Ángel Valente                


La nouvelle Doña Berta se publicó inicialmente en 1891 y con leves correcciones léxicas y sintácticas apareció en la trilogía del 92, Doña Berta. Cuervo. Superchería como el relato más destacado. Un buen discípulo y conocedor de Alas, Rafael Altamira, no dudó en calificarla como «la novela más perfecta de su autor» pocas semanas después de que viese la luz en tomo. Estaba dividida en once capitulillos y el discurso narrativo, guiado por un narrador que divide estructuralmente el relato en dos partes (capítulos I al VII y VIII al XI), responde a una de las polaridades temáticas que sostienen la nouvelle: la oposición campo/ciudad.

Las genéricas coordenadas estéticas de las creaciones publicadas en el 92 son: la suficiencia estética de la prosa para la imitación de la vida, el valor de los temas psicológicos y del espectáculo del alma como materias narrativas, y la necesidad de la experimentación artística y de la intensidad del efecto (en la formulación de E. A. Poe, traducido por Baudelaire) en el campo de la composición narrativa.

La historia (en la terminología de Genette) de Doña Berta se articula desde una dialéctica -lo ha apuntado Noel Valis1- pre-unamuniana entre historia e intrahistoria.

En un lugar asturiano, sordo «a los rumores del mundo» (I)2, aparentemente aislado de la historia, vive doña Berta de Rondaliego, una mujer anciana y sorda, miembro de una aristocracia en decadencia: «Los Rondaliegos no querían nada con nadie; se casaban unos con otros, siempre con parientes, y no mezclaban la sangre ni la herencia; no se dejaban manchar el linaje ni los prados» (II).

Su vida en la casa solariega de los Rondaliego -Posadoiro- sólo tiene la compañía de la criada Sabelona y del gato, que «no tiene nombre porque es único, el gato, un género» (II) y que funcionará en el espacio narrativo como correlato del alma de la protagonista3. El narrador, con una voz propia que pone de relieve sus distancias ideológicas con el mundo de la protagonista, nos ofrece en los capítulos III y IV el pasado de doña Berta. Mediante una analepsis sabemos que la anciana del relato primero fue huérfana desde niña, al igual que sus cuatro hermanos; que «la limpieza de sangre era entre ellos un culto» (III); que consideraban el siglo como un mal, al cual despreciaban; que los hermanos todos permanecían solteros, guiados en sus conductas por el código «de la sangre inmaculada» y que en Berta «debía estar el santuario de aquella pureza» (III). Esa misma analepsis nos informa de lo que leía la joven Berta: folletines de ascendencia francesa con historias del sentimentalismo más lacrimoso y efectista. Las lecturas de esas novelas «en los varones no dejaban huella; en Berta hacían estragos» (III). La joven Berta, «hoguera de idealidad y puro sentimentalismo» (III) va a ser la causante de la «desgracia» de los Rondaliego, confundiendo, al modo de otros personajes clarinianos de estirpe quijotesca, vida y literatura.

La «desgracia» tiene su origen en un episodio que parece sacado de esas novelas que alimentaban la fantasía de la joven Rondaliego. A Posadoiro llega un capitán liberal herido, al que la joven Berta cuida con esmero y cariño que desemboca en un amor ilícito y en el embarazo. La entidad folletinesca de la «desgracia» que lleva latiendo cuarenta años en la soledad de doña Berta, se complementa con la muerte en batalla del capitán y con la decisión de sus hermanos de borrar cualquier mancha de la honra familiar, haciendo desaparecer al hijo: «Se le robó el hijo, y los hermanos, los ladrones, la dejaron sola en Posadoiro, con Isabel y otros criados» (IV). Hasta aquí la literatura pseudo-romántica, hasta aquí el folletín, punto de arranque de lo que en «la madurez del juicio» de la protagonista será la «catástrofe moral» que genera la nouvelle: su conciencia de madre no perdona ni a sus hermanos ni a ella misma. El infierno de la conciencia de Berta -como el de Ana o el de Bonifacio- busca su identidad, que es la de su hijo. El narrador de Doña Berta cede al monólogo restituido o citado la formulación de la catástrofe moral que la embarga y que poco tiene que ver con el folletinesco drama del honor familiar. Tiene que ver con su conciencia, con su identidad: «Sí, se decía: yo debí protestar, yo debí reclamar el fruto de mi amor; yo debí después buscarlo a toda costa, no creer a mis hermanos cuando me aseguraron que había muerto» (IV).

La arcadia de Posadoiro, la aparente armonía de la protagonista con su entorno, esconde un intenso tormento, que era «lo más delicado, poético, fino y triste de su alma» (IV)4. Berta resulta así una conciencia problemática que el narrador describe oscilante como el tic-tac de un péndulo. De un lado, el sentimiento de «la soledad, el aislamiento, la pureza y limpieza de Posadoiro, de Susacasa, del Aren» (IV). De otro, el recuerdo de su amor, de su capitán y de su hijo: «por aquí bajaba el péndulo del pensar automático a la tristeza del desfallecimiento, de las sombras y fealdades del espíritu, quejosa del mundo, del destino, de sus hermanos, de sí misma» (IV).

La conciencia problemática de doña Berta se sublevará con la llegada a Posadoiro de un pintor, el impresionista Valencia; la identidad de doña Berta se empieza a recuperar gracias a los cuadros, gracias al arte5, que es catalizador de la configuración definitiva de la catástrofe moral, que la obligará -en busca de su identidad- a viajar a Madrid, desprendiéndose de la vida arcádica de Posadoiro. Esos cuadros remiten a su memoria y la proyectan hacia la reacción activa, hacia su verdadera identidad. Es importante subrayar en este punto crucial de la nouvelle, tal como ha hecho Noel Valis, que doña Berta -añadiríamos que también Leopoldo Alas «entiende el arte sólo como otra forma de vida, que nunca lo valoriza como arte, sino como reflejo de la vida. La imagen del hijo creada por Valencia sólo cobra importancia por tener su referente en la realidad del hijo de carne y hueso»6.

También es decisivo entender que el arte, todo arte (la pintura histórica o la impresionista, la narración realista o la poética) tienen su sustancia matriz en lo intrahistórico, traducido en el pensamiento del pintor como «el polvo anónimo de los heroísmos oscuros, de las grandes virtudes desconocidas, de los grandes dolores sin crónica» (V)7.

Y, por último, debe destacarse en esta encrucijada del relato la creencia clariniana -de señas de identidad krausistas- según la cual el arte siempre lleva consigo una regeneración moral y un propósito ético, que no supone tendencia o moralización, sino adentramiento en lo que llamó en el prólogo a Cuentos morales «la psicología de las acciones intencionadas»8, o lo que es sinónimo, el lado moral de la vida, que se plasma en el cambio de doña Berta hacia otra vida, aunque suponga dolor y sacrificio.

El capítulo VI es un prodigio de relojería narrativa en la presentación de las consecuencias íntimas de la catástrofe moral de doña Berta. Como ha advertido María Rosso Gallo9, Alas maneja con habilidad y talento las diferentes formas de presentar la transparencia interior de la conciencia de doña Berta, que van desde la narración externa del narrador o psiconarración al monólogo narrativizado o al monólogo citado10. Así, la reverberación -que ahora, tras el encuentro con el pintor, con el arte, es diáfana- de los verdaderos perfiles de su catástrofe moral:

Los remordimientos de doña Berta, que aún más que remordimientos eran saudades, se irritaron más y más desde aquel día en que una corazonada le hizo creer con viva fe que su amante había sido un héroe, que había muerto en la guerra, y por eso no había vuelto a buscarla. Porque siendo así, ¡qué cuentas podía pedirle de su hijo! ¿Qué había hecho ella por encontrar el fruto de sus amores? Poco más que nada; se había dejado aterrar, y recordaba con espanto los días en que ella misma había llegado a creer que era remachar el clavo de su ignominia emprender clandestinas pesquisas en busca de su hijo. Y ahora... ¡qué tarde era ya para todo!... El hijo, o había muerto en efecto, o se había perdido para siempre. No era posible ni soñar con su rastro. Ella misma había perdido en sus entrañas a la madre...; era ya una abuela.


(VI)                


Así, aunque la prosa de sus quehaceres ordinarios (los de la arcadia asturiana) la distrae de su congoja, de su íntimo dolor, doña Berta adquiere las desoladas sensaciones de la fugacidad del tiempo y de los presentimientos de la muerte, que se intensifican cuando una semana después de la marcha del pintor recibe dos cuadros, dos retratos al óleo: uno, el de sí misma -«se vio de repente en un espejo... de haría más de cuarenta años» (VI)- y otro, el del capitán -«el capitán del pintor era como una restauración del otro capitán que ella veía en su cerebro» (VI) -. Estos retratos vivifican a su vez y de modo definitivo el pasado que, como escribió doña Laura de los Ríos, «tiene ya una fuerza de presente»11.

Doña Berta se impone el sacrificio, la «resolución heroica» (VI): debe encontrar el cuadro que representa a su hijo. Notemos, compartiendo la tesis de Oleza12, que se trata de la obsesiva temática clariniana desarrollada en Su único hijo, y notemos también, como lo hizo Rafael Altamira en su temprana y penetrante lectura de la nouvelle, que la protagonista «lo abandona todo arrastrada por la fe verdaderamente ciega de una maternidad que, más que esto, es resurrección de todo el lejano poema de una vida, empleada, en su mayor parte, en olvidar ese mismo poema o cantarlo por lo bajo, pudorosamente, pero siempre con ilusión, en el fondo del alma».

La idea de la recuperación de un tiempo perdido, el sacrificio y la resolución absoluta y heroica tienen unos rasgos muy precisos. En primer lugar -se trata de un monólogo citado- «es un asidero; más vale el dolor material que de aquí venga, que aquel tictac insufrible de mis antiguos remordimientos, aquel ir y venir de las mismas ideas» (VI). La segunda característica es negativa: el sacrificio no nace de su amor maternal, porque no podía figurarse a su hijo, niño. Un tercer rasgo perfila más el sacrificio: doña Berta quiere restaurar la honra de los dos capitanes, porque «la honra de su hijo era la suya» (VI). Ahora bien, la honra de doña Berta es la honra de su identidad, perdida precisamente por los usos de la honra castiza y estéril de los Rondaliego. Por ello conviene anotar un cuarto y último rasgo del sacrificio: la dimensión divina del alma que lo ejecuta, preocupación capital del Leopoldo Alas del fin de siglo13 y que en Doña Berta se ofrece por la vía del monólogo narrativizado:

Parece que hay dos almas, se decía a veces; una que se va secando con el cuerpo, y es la que imagina, la que siente con fuerza, pintorescamente; y otra alma más honda, más pura, que llora sin lágrimas, que ama sin memoria y hasta sin latidos... y esta alma es la que Dios se debe de llevar al cielo.


(VI)                


En consecuencia, la segunda parte de la nouvelle, la quête madrileña de doña Berta en pos del retrato de su hijo es un a modo de imperativo categórico (como el de Jorge Arial o Juan de Dios o el doctor Glauben, protagonistas de «Cambio de luz», El Señor y «Un grabado»), que nace de la catástrofe moral y que desemboca en la búsqueda del hijo, que es la clave de su identidad perdida, a la que aspira doña Berta desde el sacrificio y desde la renuncia física al alma que la ligaba a su tierra, a Posadoiro, a la llosa, a la huerta... Renuncia que es tan sólo física, porque el amor de doña Berta a la naturaleza de su entorno no tiene que ver con el mundo señorial en decadencia, sino con el verdadero amor, que implica la creencia, la fe: «el mejor creyente es el que sigue postrado ante el ara sin dios» (VII), que es el designio del sacrificio de doña Berta, narrado por Alas con evidentes paralelismos con la pasión de Cristo.

A solas, en medio de la multitud, con el único referente y exclusivo consuelo de la religiosidad tradicional -la misa del alba, que es la de Zaornín, y a la vez la de la proyección de la juventud madrileña de Leopoldo Alas- doña Berta junto a su correlato, el gato, empieza a vencer los obstáculos que la separan de la imagen pictórica de su hijo. En efecto, como advirtió doña Laura de los Ríos, «toda la acción recae en la búsqueda del retrato por la ciudad»14.

La «mañana fría, de nieve» (VIII), que era la del día en que doña Berta iba a ver a su hijo y que el narrador compara, mediante la nieve, con las mañanas de Posadoiro, encuadra el encuentro de la protagonista con el retrato. Doña Berta subida en una escalera puede contemplar el lienzo en movimiento, pues unos obreros lo estaban trasladando:

Como un fantasma ondulante, como un sueno, vio entre humo, sangre, piedras, tierra, colorines de uniformes, una figura que la miró a ella un instante con ojos de sublime espanto, de heroico terror...: la figura de su capitán, del que ella había encontrado, manchado de sangre también, a la puerta de Posadorio. Sí, era su capitán, mezclado con ella misma, con su hermano mayor; era un Rondaliego injerto en el esposo de su alma: ¡era su hijo!


(IX)                


Leopoldo Alas y su narrador que han insistido durante la escena en los paralelismos con la pasión y la crucifixión de Cristo, la cierran remitiendo al descendimiento de la Cruz mediante «el estímulo pictórico del cuadro de Van der Weyden»15:

Doña Berta, que perdía el sentido, se desplomaba y venía a caer, deslizándose por la escalera, en los brazos del mozo compasivo que la había ayudado en la ascensión penosa.

Aquello era también un cuadro; parecía, a su manera, un Descendimiento.


(IX)                


El momento de la nouvelle como escribió, aun sin extraer todas sus consecuencias, doña Laura de los Ríos es «agudísimo». Cristalizan en él todas las convergencias del relato, una especialmente, la que vincula el sacrificio de doña Berta al de Cristo, con una particularidad que resulta aleccionadora del sentido de la obra. El leit motiv de la pasión y muerte de Cristo está latiendo a lo largo de toda la escena16, así Cristo es el hijo, el capitán muerto «con los brazos abiertos» (IX) y, a la vez, doña Berta en su calvario. Nunca pudo estar mejor expresada la fusión de la búsqueda del hijo con la idea de la identidad de doña Berta, y dicha fusión con la pasión de Cristo, quien fue -según Alas- quien enseñó a la humanidad la reforma interior, definida -en el prólogo a Resurrección (1900) de Tolstoi- como la «austera educación del alma»17, y que -Lissorgues dixit- fue su fascinación constante, al considerarlo «el Héroe por excelencia, cuyo mensaje es válido por los siglos de los siglos»18.

De este momento crucial deriva, gracias a que la protagonista puede contemplar en varias ocasiones el cuadro, un corolario esencial desde el pensamiento filosófico y religioso de Alas en el fin-de-siècle. Es el momento de la novela corta en que se transparenta más y mejor el ideario de su autor, gracias a la totalidad del efecto (Poe, Baudelaire) del discurso del relato. Doña Berta, al contemplar con asiduidad la imagen pictórica de su hijo, duda de su veracidad: «Leía todo lo que el pintor había querido expresar; pero... no siempre reconocía a su hijo» (X). Se acentúa de este modo la concepción realista que vertebra las convicciones estéticas de Alas, pero la incertidumbre de la protagonista abre el camino de una honda reflexión ética y religiosa, que desvela la mismidad del pensamiento de Alas.

Si la incertidumbre se cierne sobre el relato, su resolución heroica se desvanece; todo carece de sentido, desde sus íntimas convicciones a su sacrificio en pos de su identidad:

Si perdía aquella íntima convicción de que el capitán del cuadro era su hijo, ¿qué iba a ser de ella? ¡Cómo entregar toda su fortuna, cómo abismarse en la miseria por adquirir un pedazo de lienzo que no sabía si era o no el sudario de la imagen de su hijo! ¡Cómo consagrarse después a buscar al acreedor o a su familia para pagarles la deuda de aquel héroe, si no era su hijo!


(X)                


Sumergida en el abismo de la duda, los entresijos de la conciencia de doña Berta responden afirmando -como si fuera un personaje unamuniano avant-la-lettre- la fe en la duda. Afirmación que se hace desde «ese carácter inapelable de la necesidad de creer»19 que Maresca ha constatado en su Hipótesis sobre Clarín como un eslabón más del imperativo categórico de la protagonista:

Doña Berta acabó por sentir la sublime y austera alegría de la fe en la duda. Sacrificarse por lo evidente, ¡vaya una gloria! ¡vaya un triunfo! La valentía estaba en darlo todo, no por su fe... sino por su duda. En la duda amaba lo que tenía de fe, como las madres aman más y más al hijo cuando está enfermo o cuando se lo roba el pecado. "La fe débil, enferma" llegó a ser a sus ojos más grande que la fe ciega, robusta.


(X)                


La resolución final de la protagonista «de mover cielo y tierra para hacer suyo el cuadro» (X) desembocará en el fracaso y en la muerte de doña Berta y del gato. «Las cosas soñadas no se cumplen» (XI) dice el relato desde la conciencia de doña Berta. Sus ansias de que se obrase el milagro de obtener la imagen de su hijo, de culminar su sacrificio, de perfilar su identidad perdida (expresadas mediante un espléndido monólogo citado, que preludia momentos estelares de la expresión de la corriente de conciencia en la narrativa del siglo XX) se cierran con la muerte. Hasta aquí el discurso del relato de la nouvelle, plagado de reverberaciones, simetrías, paralelismos... Desde aquí, desde el final de la nouvelle, que lleva implícito la intensidad de su desarrollo, debe derivarse su finalidad, que se proyecta en tres significados fuertemente relacionados.

El primer significado de Doña Berta tiene que ver con la identidad de la protagonista, en cuya alma de fondo noble y sincero se hace la luz gracias a la catástrofe moral que provoca la llegada a Posadoiro del pintor Valencia. El alma escindida de doña Berta es paradigma del impulso romántico del siglo XIX, «como ilusión, primero, y frente a la desilusión después»20. Impulso de verdadero romanticismo en el que anida la proyección biográfica de Leopoldo Alas, quien ciertamente no escribió -no se atrevió a escribirlo, como confesaba en 1889- «un libro sobre las creencias de los angustiados hijos de los años caducos del siglo XIX»21, pero, en cambio, sí noveló, con pulso seguro y con prosa cargada de sugerencias, el sacrificio al amor de la vida de la protagonista, o dicho de otro modo, la pasión por la auténtica identidad de doña Berta.

La segunda lección significativa tiene que ver con «la fe en la duda» que espolea las acciones de la anciana en Madrid, que guía su sacrificio, metonimia de su deber moral. Como en algunas otras de sus narraciones finiseculares, Alas dibuja en Doña Berta otra línea de su perfil intelectual, formulada con fina penetración por su discípulo Ramón Pérez de Ayala, al prologar la nouvelle en 1942: «su nostalgia de absoluta certidumbre para el humano destino y honda religiosidad, puesto que el sentido trascendente de la vida y el mundo es su preocupación primordial, y aun obsesión»22. En efecto, obsesión que expresa el verso de Píndaro con el que Albert Camus abría el 1942 El mito de Sísifo: «Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible». Es el evangelio de la conducta de doña Berta y de Leopoldo Alas.

El tercer significado de Doña Berta ahorma los dos anteriores en su final. La nouvelle concluye con la muerte de la anciana y de su gato. Esta última es tal y como la leyó Palacio Valdés, «de un altísimo humorismo, a que no ha llegado aquí ningún novelista, ni soñarlo»23. Humorismo triste, humorismo de moralista hasta los tuétanos, que por los días en que andaba componiendo Doña Berta pronunciaba una oración sobre la muerte en el discurso de apertura del curso universitario ovetense de 1891-1892, que vio la luz como su octavo «Folleto literario». Clarín medita desde la idea de la muerte y desde sus enseñanzas, convencido de que, quien vive y se sacrifica, quien practica el amor y la ternura, sabe que ha de morir «y que para él la vida con la idea de la muerte toma perspectivas ideales»24, engendrando el desinterés, los sentimientos humanitarios, la idealidad. Sólo desde la idea de la muerte tiene racionalidad la vida, vivida según el deber moral, tanto en la dimensión de vivir para el alma como en su proyección en los demás quehaceres. La vida racionalmente vivida no puede ser otra que la que se vive desde la figuración de la muerte, que alimenta tanto el deber moral como la bondad, según lo expone en otro texto capital «La leyenda de oro»:

En el mundo no ha vivido racionalmente nadie más que los buenos. Todos los demás, genios, conquistadores, sabios, poderosos, si no han ajustado su conducta a la ley del deber como pensamiento capital, constante, han vivido como locos25.


Doña Berta, criatura clariniana hasta la médula, decidió vivir su vida ajustada a la ley del deber: el amor auténtico, el hijo auténtico (y no el bastardo de los códigos del honor de los Rondaliego), el ansia de la auténtica identidad de un alma poética y soñadora, de un alma profundamente romántica aun en la desilusión.





 
Indice