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Los buenos contra los malos

Sergio Ramírez





Un país feudal dominado por una casta de señorones corruptos, enriquecidos hasta la saciedad, bajo la protección de un emperador absoluto y decrépito cuya única magnanimidad consiste en lanzar monedas a los miserables desde las ventanillas de su Mercedes-Benz blindado, cuando en viaje diario de uno de sus majestuosos palacios a otro para alimentar en los jardines a sus leones, atraviesa la capital y pasa en su caravana por en medio de los mercados hacinados de pordioseros y pobres comerciantes semidesnudos que venden vasijas de barro y hierbas.

Otro país feudal regido durante cuarenta años por la mano sanguinaria y férrea de otro hombre recluido en su palacio almenado y que después de un ataque de apoplejía hereda el poder a una casta obscura de burócratas y militares retrógrados que también se enriquecen y para no ser estorbados, manejan una policía secreta que mantiene las cárceles llenas de torturados.

Y otro país asaltado hace siete años por coroneles feudales abundantemente condecorados, que asesinan, exilian, convierten islas en campos de concentración y porque la represión es también contra el pensamiento, dan leyes que prohíben la música y la poesía, y estrictamente queda prohibido en los códigos penales, pensar.

Etiopía, Portugal, Grecia.

Y de pronto, en el panorama nocturno, acontecen esos milagros de última hora que uno solo espera ver en esas ya viejas películas en que los buenos luchan contra los malos.

Los jóvenes capitanes del ejército de Etiopía se rebelan contra el emperador, lo despojan de todos sus poderes -operación que se ha dado en llamar el descolmillamiento del león de Judea- meten en la cárcel a sus familiares e íntimos consejeros, a su ministro de seguridad, director de las represiones, y les inician juicios bajo cargos de corrupción y robo al tesoro del estado, porque por ejemplo, habían hecho grandes negocios con la ayuda internacional recibida para hacer frente a las horribles hambrunas que asolan a ese país, y restablecen, inventan puede decirse, cosas nunca antes sospechadas como la garantía de no ser uno llevado a la cárcel sin orden judicial, la libertad sindical, los mecanismos de una democracia.

Los jóvenes capitanes del ejército de Portugal derrocan a los herederos del tirano, hacen rodar por las calles de Lisboa sus tanques pero no contra el pueblo, sino a favor del pueblo, salen de las cárceles los prisioneros y los torturadores de la policía secreta son capturados en las calles por los soldados con ayuda de la población que coloca claveles en las bocas de sus fusiles.

Y los coroneles condecorados de Grecia, no hallan qué hacer un día con su propio terror desatado, se enredan en las cuerdas de su propia represión, y aislados en la cámara de vacío formada por sus sables, no tienen otra alternativa que dejar a un gobierno civil abrir las cárceles, desalojar la isla de Iaros colmada de prisioneros políticos, y en las radioemisoras de Atenas, suenan otra vez para sorpresa y alegría de todos, las canciones prohibidas de Theodorakis y vuelven desde su exilio los artistas, los intelectuales perseguidos, y los jóvenes se lanzan a las calles a danzar en celebración de esta nueva y sorpresiva libertad.

No cuento estas historias por información -porque los cables las transmiten todos los días- sino por moraleja:

Al emperador de Etiopía, que de tan viejo nadie sabe cuántos años tiene, le preguntó en una entrevista la periodista italiana Oriana Fallaci, qué pensaba él de su muerte; no entendió la pregunta y solo tras mucha insistencia se negó indignado a responderla, simplemente porque no pensaba morirse, ser inmortal para reinar sobre los desnudos y los hambrientos, no apearse nunca del trono.

Y los herederos de Oliveira Salazar en Portugal, cada día metían a las prisiones a más gentes y prohibían todas las críticas, porque pensaban que iban a ser eternos en el poder.

Y hasta el día anterior de su vuelta a los cuarteles, los coroneles de charreteras y espadones seguían realizando en Atenas y en Salónica procesos injustos contra los ciudadanos que se atrevían a protestar, o simplemente habían sido cogidos presos mientras repartían una papeleta demandando libertad. Y nunca pensaron tampoco que un día iban a caerse solos.

No, estas cosas ya no suceden solo en el cine, esas caballerías que llegan al ruido de trompetas a batir a los opresores y ponerlos en huida, a restablecer en todos sus órdenes la justicia. Ahora uno enciende el televisor y lo ve, no a la hora en que se pasa una vieja película en que los buenos luchan contra los malos, sino en los noticieros.

Berlín, julio de 1974.





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