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Los «cuentos largos» de «Clarín»



Siempre he considerado que una de las más felices intuiciones de Emilia Pardo Bazán fue la de sugerir la denominación de cuento largo, para designar lo que, en nuestras letras, acabó por llamarse novela corta1.

Evidentemente, tal denominación -novela corta- hubiera resultado inadmisible en épocas anteriores al XIX, y muy especialmente en los siglos XVI y XVII, cuando cualquier español hubiera percibido aún el sabor italiano de la palabra novela como especie literaria necesariamente corta.

El que, al igual que ocurriera en la lengua inglesa, en la española el término novela acabase por ser utilizado para la narración extensa -novel en inglés-, designada en italiano como romanzo y en alemán y francés como roman, provocó la aparición de un hueco terminológico -el del género narrativo que no es cuento ni novela-, cubierto en esas otras lenguas por las formas novela, novelle y nouvelle, respectivamente2.

Para rellenar tal hueco, y antes de que en nuestra literatura del XIX prevaleciese la designación novela corta, se ensayó alguna otra denominación, olvidada en la actualidad, como la manejada por Fernán Caballero para nombrar lo que, según ella, no era cuento ni novela, sino, simplemente, una relación3.

En consecuencia, al haberse reservado la voz cuento para una narración bastante más breve que la nouvelle4, y al emplearse la voz novela, para una narración extensa, hubo de recurrise al no demasiado satisfactorio compromiso de la novela corta5.

De haber prevalecido la otra designación, la fugazmente manejada por Emilia Pardo Bazán, se habría aclarado una, para mí, cuestión fundamental: la diferencia entre cuento, novela corta y novela, reside en algo más que una simple cuestión de número de páginas. Lo que entendemos por Novela corta está bastante más cerca del cuento que de la novela sin más. Por eso, el término sugerido por la Condesa de Pardo Bazán hubiera resultado más definidor y expresivo, en la medida en que señalaba, con mayor precisión, un entronque o parentesco literario.

En lo que a Clarín se refiere, no parece que le preocupara excesivamente el problema terminológico, a la hora de publicar sus narraciones. Estaba claro que La Regenta y Su único hijo eran narraciones tan extensas como para aceptar, sin reservas, la denominación de novelas. En lo que atañe a sus otras narraciones breves, cabe observar que las hay de muy distinta media, si uno se fija en el número de sus páginas . De ahí que a Ricardo Gullón le parezca que el número de novelas cortas pubicadas por Alas llega a «casi una docena»6, en tanto que para Laura de los Ríos tal número queda reducido a sólo cinco7.

Ciertamente hay cuentos clarinianos que, pese a haber sido publicados como tales, son lo suficientemente largos para justificar su consideración de novelas cortas. Es lo que ocurre, por ejemplo, con El Señor, El cura de Vericueto, El hombre de los estrenos, Las dos cajas, etc. En algún caso, el propio Clarín pudo contribuir a tal confusión o indeterminación. Si El cura de Vericueto figura al frente de los Cuentos morales (1896) como uno de ellos8. Las dos cajas -que ocupa más de cincuenta páginas, publicada en el mismo volumen que Pipá (1886)- fue subtitulada Novela cuando apareció en 1884, en el Almanaque de La Ilustración. Bien es verdad que tal subtítulo tal vez pueda achacarse no al autor, sino a los editores.

En lo que a El Señor se refiere -«quizá la mejor novela-corta de Alas según Ricardo Gullón-, su presencia al frente del volumen titulado El Señor y lo demás son cuentos (1892), supone un caso parecido al de El cura de Vericueto.

En el caso de Doña Berta resulta claro que el propio autor la diferenció de los que entendía y publicaba como cuentos, al escribir en 1891 a Galdós: «Por otoño publicará Doña Berta, una Nouvelle que me está publicando La Ilustración Española y que es de lo que me ha salido menos malo. Irá con otros dos o tres»9. Parece obvio que si Clarín se decidió por el término francés fue por entender que la lengua española carecía de la voz adecuada para designar lo que no era ni cuento ni novela.

Y no menos obvio resulta que tanto en la literatura francesa como en la alemana, nouvelle y novelle designan algo más que una medida, una extensión intermedia entre cuento y novela: designan una especie literaria que, tal vez resulte difícilmente definible, pero que tiene personalidad propia y que funciona como algo distinto a una novela que, al igual que se ha reducido, podría haberse estirado hasta alcanzar la estatura propia de tal género.

La cuestión -insisto- afecta a algo más que al número de páginas, y todas las teorías que, desde el romanticismo a nuestros días, han ido apareciendo sobre la novelle alemana -ya que, en tal literatura, esta especie se convirtió en algo verdaderamente importante- apuntan a lo mismo: a intentar una caracterización de una modalidad narrativa en la que la extensión no es el aspecto más relevante10. Si para Goethe, lo sustancial de una novelle viene dado por lo inusual, lo sorprendente -«Die unerhörte Begebenheit»-, para Tieck, todo reside en un «wendepunkt», en lo que los críticos ingleses llaman un «central turning-point», es decir, en un momento del relato en que todo parece dar un vuelco o giro decisivo.

Muy conocida es, asimismo, la «Falkentheorie» de Paul Heyse, sugerida por el análisis de un muy celebrado cuento de Boccaccio, aquel de Federico degli Alberighi, en el que se inspiró Lope de Vega para su comedia El halcón de Federico11.

Acéptense o no tales teorías, o algunas más recientes como las expuestas por Judith Leibowitz en la obra antes mencionada, una cosa es evidente: para determinar cuál pueda ser- la naturaleza literaria de la novelle, nouvelle o novela corta, no se ha atendido tanto a la extensión narrativa, como a otros aspectos que atañen a la temática, tono, estructura del relato.

Si alguno de ellos -como el que, en nota, acabo de comentar, a propósito de la «Falkentheorie» de Heyse- parece entenderse mejor a la luz de lo que ocurre en tantos cuentos, puede que resultara conveniente contemplar lo que estoy intentando presentar como cuentos largos de Alas, a esa misma luz.

Piénsese, por ejemplo, y para no salirse de lo hasta ahora apuntado, en el caso de Las dos cajas, cuya extensión sería efectivamente la de una novela corta, y no, por supuesto la de una novela, según pretendía el subtítulo con que se publicó en el Almanaque de La Ilustración. Cualquier lector de esta historia del violinista Ventura, que se inicia con casi un tono grotesco y concluye patéticamente, puede darse cuenta de que a poco que Alas hubiese estirado tal historia -reducida aquí a solo nueve capítulos-, podría haber conseguido una novela, caracterizada, en cuanto a su tema, por el tan obsesivo y aun recurrente en Clarín, el amor paternal. Algo hay en Ventura que, en ocasiones, trae al recuerdo el caso de Bonifacio Reyes en Su único hijo.

Pero lo cierto es que Clarín escribió con esa temática no una novela, sino un cuento largo, en el que todo apunta al patético efecto del desenlace: el féretro en que es enterrado el niño de Ventura trae al recuerdo la sugerencia de que el fallecido podría haber sido depositado, como en ataúd, en la caja del violín de su padre, tan menudo era. El título de Las dos cajas parecía obligar -tal y como Alas concibió la historia y su desenlace- a esa corta extensión narrativa, para que el efecto no se retrasara o diluyese. En cierto modo. Las dos cajas vendría a ser un cuento más -entre los muchos que de este tipo se escribieron en el XIX- de objeto pequeño, un cuento de una cierta extensión: un cuento largo.

Creo que algo semejante cabría apuntar con referencia a otras narraciones clarinianas. Así, en Avecilla se da el efecto antes comentado, a propósito de la teoría de Tieck: aquí, el vuelco, el momento decisivo en que todo cambia para Avecilla y su familia, vendría dado por la escena en que, en una barraca de feria, el protagonista es invitado a pellizcar la pantorrilla de la mujer gorda. Todo lector del relato conoce cuáles son los efectos que provoca tal gesto.

Ese momento decisivo puede quedar situado al final del cuento. Por eso, y para que el efecto se consiga, no conviene alargar mucho el relato, según ocurre en El Señor. También aquí, la historia de Juan de Dios, al que conocemos de niño, de seminarista y de sacerdote, podría haber dado lugar a una novela extensa. Pero Clarín procede con rapidez, evitando los diálogos y las descripciones retardatarias, para llegar pronto al desenlace, a ese clímax marcado por la escena en que Juan de Dios lleva el Viático a la que resulta ser su amada ideal, Rosario, a punto de expirar.

Evidentemente, si Alas hubiera ampliado tal historia -muchos años de la vida de Juan de Dios son apresados en sólo diez capítulos, en una treintena de páginas, aproximadamente-, podría haber conseguido una novela extensa, con un sacerdote como protagonista, a la manera de tantas obras del XIX. Pero el efecto poético y emocional de esa única entrevista de Juan de Dios y de Rosario. Justamente a la hora de llevar el Señor a la moribunda, se hubiese perdido, situado en una novela extensa. Sólo las características y naturaleza del cuento largo, sólo la concentración narrativa y el ritmo rápido que Clarín supo aplicar a su relato, parecieron garantizar el logro del efecto perseguido y marcado ya -al igual que en Las dos cajas- por el título.

Algo semejante se da, en cuanto a la potencia dramática del desenlace, en Pipá, una de las más claras novelas cortas o cuentos largos de Alas. La concentración emocional es propia del último género citado. Aunque la presencia y el tratamiento de algún personaje secundario, como el Señor Benito, el dotor, comerciante de libros viejos, se relacione con los procedimientos y modos propios de la novela12.

Cuento largo es también, Doña Berta, cuya estructura, en algún aspecto, podría ser calificada de repetitiva, de acuerdo con lo expuesto por Judith Leibowitz en su intento de encontrar algunos rasgos característicos de la novella13. Que tal estructura se da, asimismo, en los estrictos cuentos y, quizás, con más frecuencia que en la novella, lo indican no pocos relatos breves del XIX; y entre ellos, algunos de los más significativos de Clarín, del tipo de ¡Adiós, Cordera! en donde todo viene a consistir, fundamentalmente, en una misma patética situación que se repite, o bien, en La trampa, donde la repetición supone una inversión en lo que se refiere a las cambiantes actitudes de los campesino, frente a la yegua.

No es posible, por razones de espacio, un desarrollo circunstanciado de esta consideración de las novelas cortas de Alas como cuentos largos. Confío en que el lector que haya tenido la paciencia de seguirme hasta aquí, aprecie en lo expuesto algo más que una bizantina cuestión nominalista. Para mí, al menos, el sentido que toda esta problemática pudiera tener guarda relación con el más admirable de los secretos literarios de Alas: ese toque poético, irónico, impresionantemente humano, que el escritor poseyó siempre, aplicado al que sigue pareciéndonos uno de los más difíciles y misteriosos géneros literarios, el cuento.





 
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