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Los monstruos del latinoamericanismo arielista: variaciones del apetito en la periferia (neo)colonial

Carlos Alberto Jáuregui





¡Oh Ariel, amable genio del aire! ¿Cuál es tu lengua materna, en resumidas cuentas? ¿Hablas efectivamente en español, como nosotros? Y tú, Calibán, deforme Calibán, hijo de bruja, el de las piernas parecidas a las aletas de un pescado, ¿es de veras, cierto, que tú hablas y piensas sólo en inglés, y con acento americano?


Juan Zorrilla de San Martín, Detalles de historia, 224.                


Próspero, antiguo duque de Milán, vive con su hija Miranda y su biblioteca en una isla a donde fue exiliado por su propio hermano Antonio quien lo traicionó y derrocó. Próspero, usando sus poderes mágicos, crea con ayuda de Ariel, su espíritu sirviente, una tempestad en el océano en la que hace naufragar el barco en el que viajan Alonso (rey de Nápoles) y su hermano Sebastián, Ferdinand (hijo del rey), Antonio (hermano de Próspero y usurpador del ducado de Milán) y Gonzalo, un anciano humanista consejero. Los náufragos quedan a merced de Próspero quien tiene un plan detallado para ellos y para su propia hija. Hace que Ferdinand, el hijo del rey, se enamore de Miranda y que los nobles pasen trabajos. Finalmente, luego de escapar a un atentado contra su vida orquestado por un esclavo nativo llamado Calibán, Próspero revela quién es y perdona a su hermano. Entonces, el rey procede a restaurar a Próspero en sus derechos y todos parten de regreso a Milán. Muy esquemáticamente, éste es el argumento de The Tempest (1611) de William Shakespeare.

Aunque la obra gira primordialmente alrededor del drama político y filosófico de Próspero y de la historia de amor de Miranda y Ferdinand, gran parte de su tensión dramática depende del rol de dos personajes marginales: Ariel y Calibán, los habitantes precoloniales de la isla. Ariel -un ser espiritual que fue rescatado por Próspero de un hechizo por el que la bruja Sycorax lo tenía atrapado en un pino -sirve a Próspero bajo la promesa de su libertad. El otro habitante es Calibán, el hijo de la bruja, un monstruo aborigen que, a diferencia de Ariel, resiste a Próspero, lo insulta continuamente, trata de violar a su hija Miranda, e intenta matarlo. De una manera general, permítasenos especular -ya que será pertinente en el análisis del arielismo- que en The Tempest, Ariel y Calibán funcionan como los principios de la matriz nietzscheana de la tragedia: Ariel, luminoso, ordenador, encarnación de la serenidad y la claridad, e imagen clásica de la belleza griega y lo apolíneo; y Calibán, hijo de una bruja, monstruoso, irracional, libidinoso, excesivo, desbordante, desafiante del poder político, borracho y, en fin, personificación del principio dionisiaco. Civilización y barbarie.

Conforme a las interpretaciones más aceptadas del drama, Calibán es una caracterización del aborigen americano inspirada en las narraciones sobre un naufragio en Bermudas, el ensayo de Montaigne, la relación de Pigaffeta o las Décadas de Anglería. De cualquier manera, la explicación etimológ ico-histórica más común del origen del nombre de Calibán es la que señala que se trata de un anagrama de caníbal (i. e.: Greenblatt, Hulme, Vaughan, y Mason)1. En la propia obra este juego anagramático es insinuado cuando Calibán, borracho2, baraja las sílabas de su nombre: «Ban, ban, Ca-calibán» (156). La genealogía del nombre de Ariel es menos evidente; Shakespeare pudo haber tomado el nombre simbólico de Jerusalén amenazada (Isaías 29:1-7) o el de Uriel, uno de los siete arcángeles de la tradición apócrifa3, quien custodia las puertas del Paraíso con su Espada de Fuego y cuyo nombre en hebreo significa fuego de Dios o luz de Dios. Uriel ha sido definido en la tradición judaica como el ángel del trueno y la tempestad y quien saca a Adán y Eva del Edén. John Milton en Paradise Lost (1667) lo describió como «un arcángel glorioso, cuya cabeza coronaba una tiara de oro formada por rayos de colores» y uno de los «espíritus mensajeros del Señor que ven por sus ojos, y cruzan el éter y se posan en la tierra o en los océanos, para cumplir su misión» (36). La descripción que hace Shakespeare de Ariel es similar a la que hace Milton de Uriel. El Ariel shakesperiano es un «genio del aire», un espíritu luminoso, emisario de Próspero, su aliado contra el mal (Calibán) y quien causa la tempestad que hace naufragar el barco de los nobles.

Desde comienzos de los años 90 del siglo XIX, The Tempest se convirtió en una de las más recurridas fuentes de metáforas políticas y culturales en Hispanoamérica y el Caribe. Antes que por la presencia de tropos coloniales (como el canibalismo) en su trama y personajes, o la posible alusión al naciente colonialismo inglés en las Américas, la obra hace parte de la historia cultural latinoamericana por las insistentes lecturas, reescrituras y apropiaciones que han hecho de sus dramatis personae -en particular Calibán, Ariel y Próspero- verdaderos personajes conceptuales o agentes de enunciación retórico-cultural para pensar y definir América Latina y diversos proyectos nacionales e identidades.

Como veremos, las primeras apropiaciones de The Tempest nombran la identidad con Ariel en lugar de hacerlo con el monstruo. Calibán, por su parte, designó las alteridades de lo latinoamericano: los Estados Unidos y las masas obrero-campesinas. En ambos casos ocurre un adelgazamiento de la metáfora del canibalismo: el Otro fue caracterizado con imágenes de salvajismo, apetito, voracidad y monstruosidad, afines con el canibalismo, pero reformuladas en el personaje conceptual de Calibán.

En este capítulo expondré algunas líneas del mapa laberíntico que marca el itinerario de estos personajes conceptuales desde finales del siglo XIX -cuando se formula la idea misma de Latinoamérica-, hasta la irrupción de las que he llamado insurgencias calibánicas, que durante la primera mitad del siglo XX ponen en jaque la concepción arielista de la cultura. Examinaré cinco momentos discursivos centrales: 1) El latinoamericanismo modernista de José Martí que -ante el avance imperialista de los Estados Unidos en el Caribe- expresa la identidad continental como un miedo geocultural a ser devorado. 2) The Tempest como escenario conceptual antiimperialista y elitista de la cultura latinoamericana en el arielismo de la vuelta del siglo (i. e.: Rubén Darío, José Enrique Rodó). 3) El arielismo apocalíptico de José María Vargas Vila en el cual entran en crisis tanto el tropo del imperio bárbaro y devorador (EE. UU.) como los ideologemas de la unidad, latinidad y superioridad cultural de Latinoamérica. 4) Las rearticulaciones autoritarias y populistas de The Tempest frente a las muchedumbres y la plebe proletaria en los arielismos de la primera mitad del siglo XX. 5) El quiebre del arielismo en medio de los movimientos revolucionarios de insurgencia obrero-campesina, particularmente en el caso de la Revolución boliviana.




ArribaAbajoJosé Martí y el miedo a ser comido del latinoamericanismo finisecular

«Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas».


(José Martí, 20, 161)                


América Latina ha sido constituida por tramas intrincadas de prácticas económicas y políticas de varios proyectos históricos del capitalismo, desde el mercantilismo del siglo XVI, hasta la intensificación de la regla del capital en la era de la globalización. El siglo XIX -que bien ha sido llamado por Eric Hobsbawm la «era del Imperio»- estuvo marcado por la hegemonía británica en la economía mundial. El capital inglés tuvo un papel significativo en los procesos de independencia administrativa de las colonias españolas en América, y durante todo el siglo Inglaterra continuó jugando un importante rol político y económico en el área (Robert Freeman 83). Esa hegemonía es desafiada por otros poderes europeos (i. e.: Francia, Alemania), y por los Estados Unidos cuya «Doctrina Monroe» (1823) había señalado a las Américas como parte de su esfera de influencia. Los nacionalismos latinoamericanos y la idea misma de América Latina como relato identitario surgen en el contexto de las contiendas (neo)coloniales del imperialismo moderno4. El propio nombre Latinoamérica tiene su origen en la oposición que Michel Chevalier (1806-1879) planteara entre la modernidad hiperindustrializada «sajona» y la modernidad «latina». Francia pretendía un liderazgo que Chevalier describió elocuentemente en «Sobre el progreso y porvenir de la civilización» (1836): «la educación por la Francia de todos los pueblos latinos [...] [y] un benévolo y fecundo patronato sobre los pueblos de la América del Sur» (117). Este panlatinismo estaba ligado a los intereses y política exterior francesa que quería hacer contrapeso a las naciones anglosajonas.

La Providencia ha puesto en nosotros una actividad devoradora [...] Francia es depositaria de los destinos de todas las naciones del grupo latino en los dos continentes. Ella sola puede impedir que esta familia entera de pueblos no sea tragada por el doble desborde de los germanos o sajones y de los eslavos.


(115-117)                


Dos años antes de la invasión francesa de Veracruz en México, el Panlatinismo formula su economía teocéntrica del apetito: Dios le ha encargado a Francia una actividad devoradora legítima y la misión de «impedir» la voracidad ilegítima y bárbara: el «desborde de los germanos o sajones».

La idea de una América Latina empezó a tener acogida entre la intelligentsia latinoamericana a partir de la expansión territorial norteamericana por el oeste anunciada por Alexis de Tocqueville (De la démocratie en Amerique 1837). La «tragada de Tejas» (1848), como la llamara Rubén Darío, representa el comienzo de la conformación de los Estados Unidos como una moderna nación-imperio, al mismo tiempo que marca un primer momento de la formulación de Latinoamérica como discurso de identidad continental reactivo al imperialismo5. Latinoamérica se enuncia conjuntamente con el que podemos llamar el miedo geocultural a ser devorado. El colombiano José María Torres-Caicedo (1830-1889) -principal promotor de la idea de Latinoamérica- adelanta desde 1850 y por cerca de tres décadas una constante campaña por la unión latinoamericana para enfrentar la amenaza del apetito estadounidense:

El espíritu de conquista cada día se desarrolla más y más en la república que fundaron Washington, Franklin y tantos otros [...]. Los Estados Unidos [...] sedientos de dominación van a destruir la independencia de pueblos débiles [...] [L]a raza española esta en vísperas de ser absorbida en América por los anglo-sajones.


(«Confederación de las naciones de la América española» 1856, 121, 123)                


En un poema fechado en 1856, Torres-Caicedo reactiva el tropo barroco de la sed de los metales para los nuevos conquistadores de América en la era del Nuevo Imperio: «La raza de la América Latina, / al frente tiene la sajona raza, / enemiga mortal que ya amenaza / [...] / Sed de oro e hipócrita piedad» (129).

Después de la invasión de México, el Caribe se convirtió en un área de constantes intervenciones oficiales (o toleradas) de los Estados Unidos6. Aunque otras potencias europeas compiten por mercados7, en la última parte del siglo XIX es evidente el reacomodo del sistema mundial global y el paso de la Pax Británica a la era norteamericana. En las décadas de 1880 y 1890 la competencia por Imperio se aceleró drásticamente. Había, en el caso del capitalismo norteamericano, un afán por romper el pacto (neo)colonial que muchas naciones latinoamericanas tenían con Europa y de equilibrar la balanza de pagos que era desfavorable en relación con América Latina8.

El Latinoamericanismo9 es por su germen ideológico y coyuntura histórica un discurso frente al imperialismo, pero no produce análisis económicos o geopolíticos del mismo. Por lo general se intentó la comprensión de la historia (y del conflicto) en claves culturalistas, raciales, morales y estéticas. Latinoamérica es concebida como heredera de los valores trascendentes de la civilización occidental, en continuidad con Europa y enfrentada a la monstruosidad imperial y cultural del Norte. La formación de las dos Américas es vista por los intelectuales de fin de siglo más que como producto de las prácticas económicas (neo)coloniales y de los reacomodamientos geopolíticos del capitalismo, como resultado de diferencias «esenciales» enfrentadas e una contienda por la hegemonía cultural.

El cubano José Martí (1853-1895) representa una posición excéntrica dentro del latinoamericanismo finisecular; su pensamiento ha sido puesto con cierta razón en contraste con el del resto de su generación, en parte por su autoctonismo político y su rechazo al europeismo sarmientino y, en parte, por la posición bifronte de su nacionalismo independentista (contra el viejo y el nuevo Imperio). Martí, a diferencia de otros modernistas, habría visto la función del poeta como la de un «portavoz del pueblo [y] de las multitudes», y -lejos del esteticismo preciosista de la época- habría planteado «una concepción dialéctica de la realidad» (Françoise Perus 94-97); el cubano, así, habría propiciado la repolitización de la literatura, de «lo estético», y -especialmente- del lugar orgánico del intelectual (Julio Ramos, Desencuentros); asimismo, Martí habría defendido un proyecto de democracia popular y justicia social contra la racionalidad dominante y racista del Estado colonial y se habría identificado con modernidades subalternas (Roberto Fernández-Retamar; José David Saldívar; Agustín Lao Montes, etc.). Estas lecturas enfatizan las conexiones ciertas del latinoamericanismo y nacionalismo martiano con «los pobres de la tierra» (Martí 3: 303-305; 16: 67). Quizá el hecho de que Martí pensara a Latinoamérica desde su exilio en los Estados Unidos, atento a los conflictos internos de su modernidad, y que opusiera el proyecto de liberación nacional de Cuba tanto al imperialismo español como al norteamericano, le permitió una lectura de la densidad histórica del momento rara entre sus contemporáneos modernistas. Pero si bien Martí representa un caso especial, su latinoamericanismo debe ser leído de una manera crítica, y tomando distancia de su monumentalización como héroe cultural en genealogías diversas y hasta contradictorias. Una lectura extensiva de Martí revela un cantor del progreso, promotor del libre comercio y de un proyecto civilizador democrático que incluía la educación forzosa de los indios10; un Martí altamente preocupado con la insurrección de los negros, con la rebelión de las masas obreras y con la acogida popular de las ideas marxistas; un Martí nacionalista que quiere disolver las diferencias que empiezan a tener relevancia política e histórica a favor del igualitarismo homogenizador del fraterno abrazo nacional. Recordemos que el subalterno de Martí es principalmente indio; es decir, precisamente el sujeto desaparecido de la escena política cubana11. Su constante invocación a Bartolomé de las Casas indica un horizonte político más cercano al paternalismo liberal que a la revolución social.

Hechas estas salvedades, señalemos que en el momento coyuntural de relevo hegemónico continental, José Martí usa las imágenes del canibalismo, el sacrificio y el consumo del cuerpo como tropos de una retórica emancipatoria contra los administradores coloniales en Cuba y para caracterizar el capitalismo monopólico y el imperialismo territorial y comercial de los Estados Unidos12.

Pese a su decadencia política y económica frente a otras potencias europeas, España conservó durante el siglo XIX algunos restos de su Imperio de ultramar, como Cuba y Puerto Rico. Sin embargo, durante las últimas décadas del siglo XIX, el movimiento nacionalista cubano y el reacomodo finisecular de la hegemonía continental, sellaron el fin de la presencia imperial de España en las Américas. El «Grito de Yara» (1868) dio comienzo a la «Guerra de los diez años» (1868-1878) que buscaba la independencia de Cuba. Martí, con 16 años, apoya la insurrección y es condenado en 1870 a seis años de prisión y trabajos forzados. La pena es conmutada a seis meses, después de los cuales Martí es desterrado a España (1871) donde permanece durante la guerra. Regresa a Cuba en 1878, de donde será de nuevo desterrado en 1879 a causa de sus ideas independentistas y simpatías con los rebeldes de la «Guerra chiquita», una continuación de la «Guerra de los diez años» impulsada por quienes no aceptaron la capitulación de 1878 («Pacto del Zanjón»)13. Versos libres fue escrito entre 1878 y 1882; es decir, entre el final de «Guerra de los diez Años» y su segundo destierro de Cuba (1879). Muchos de los poemas de este libro, especialmente los amorosos, se ajustan a la caracterización intimista que la crítica le ha dado al poemario; sin embargo, en otros subyace -implícita o explícitamente- la cuestión cubana. Numerosos poemas de Versos libres, pesimistas y sombríos, recaban una y otra vez en el sacrificio personal y el triunfo terrenal de la muerte, el mal y la tiranía, representadas mediante imágenes de voracidad, consumo humano y sacrificio:


¡Mírala! ¡Es negra! ¡Es torva! Su tremenda
hambre la azuza. Sus dientes son hoces;
antro su fauce; secadores vientos
sus hálitos; su paso, ola que traga
huertos y selvas; sus manjares hombres.
¡Viene! ¡escondeos, oh caros amigos,
hijo del corazón, padres muy caros!
[...] ¡Es terrible
el hambre de la Muerte!


(«Flor de hielo» 16: 204)                


La irrupción de imágenes góticas no se limita a los poemas de tema metafísico. Con la imagen del festín caníbal acaso Martí arremete en «Banquete de tiranos» contra la administración colonial:



Hay una raza vil de hombres tenaces
de sí propios inflados, y hechos todos,
Todos del pelo al pie, de garra y diente;
y hay otros, como flor, que al viento exhalan
en el amor del hombre su perfume.
[...]
De alma de hombres los unos se alimentan;
los otros de su alma dan a que se nutran
y perfumen su diente los glotones
[...]

[...]
A un banquete se sientan los tiranos,
pero cuando la mano ensangrentada
hunden en el manjar, del mártir muerto
surge una luz que les aterra, flores
grandes como una cruz súbito surgen
y huyen, rojo el hocico, y pavoridos
a sus negras entrañas los tiranos.
[...]

[...]
Se parten la nación a dentelladas.


(16: 196, 197)                


El tropo de la España caníbal tenía una larga historia; como vimos, fue propuesto por el humanismo cristiano del siglo XVI, por los protestantes en el ambiente de la contrarreforma, representado en las escenas de reconocimiento del ego conquiro de Goya y en la producción criolla del pasado de la nación en la literatura y discursos de la independencia.

En «Yo sacaré lo que en el pecho tengo» el poeta se ofrece de nuevo a ser comido en un gesto muy acorde con la retórica del letrado-héroe14 que padece en su propia carne las vicisitudes de su compromiso con la libertad:



¡Apresure el tigral el diente duro!
¡Nútrase en mí; coma de mí!: en mis hombros
clave los grifos bien: móndeme el cráneo,
y con dolor, a su mordida en tierra.

¡Caigan deshechas mis ardientes alas!
[...]

[...]
Los viles a nutrirse: los honrados
a que se nutran los demás en ellos.
[...]


(16: 223, 224)                


¿Quiénes están sentados en el «Banquete de tiranos»? ¿quiénes son los señores ricos que viven entre «Danzas, comidas, músicas, harenes» y que Martí llama «de la grandiosa humanidad traidores» (16: 197)? y ¿quiénes los viles que se nutren en honrados? Durante la «Guerra de los diez años», los hacendados de Occidente, miembros de la aristocracia sacarosa de la Isla, vieron en la Metrópoli una protección contra las insurrecciones de esclavos y se aliaron a ella contra los independentistas. El poema «Hierro» advierte a los poetas que la riqueza de sus mecenas está manchada de sangre:


[...] guarda ¡oh alma!
¡Que usan los hombres hoy oro empañado!
Ni de esto cures, que fabrican de oro
sus joyas el bribón y el barbilindo:
Las armas no, ¡Las armas son de hierro!


(16: 142)                


Más adelante el poema es explícito en su referencia biográfica a la causa independentista y al destierro:


De carne viva y profanadas frutas
viven los hombres, ¡ay! ¡mas el proscripto
de sus entrañas propias se alimenta!
¡Tiranos!: desterrad a los que alcanzan
el honor de vuestro odio.


(16: 143, 144)                


Pese a sus constantes alusiones amorosas y referencias al canibalismo erótico15, «Hierro» es primordialmente un poema crítico de la clase social que pactó con España la continuidad del régimen colonial. Como en «Banquete de tiranos», en «Hierro» el tirano engulle la «carne viva» de los patriotas y las «profanadas frutas» de la riqueza colonial producto de la esclavitud. En un discurso para exiliados cubanos en New York en 1880, Martí ve la redención de Cuba en la limpieza sacrificial de la sangre que mancha la riqueza cubana: «A muchas generaciones de esclavos tiene que suceder una generación de mártires. Tenemos que pagar con nuestros dolores la criminal riqueza de nuestros abuelos. Verteremos la sangre que hicimos verter: ¡Ésta es la ley severa!» (4: 189). Martí no es el único que despliega tal retórica de sacrificio y devoración en el escenario de la crisis cubana. Enrique José Varona (1849-1933) insistirá en una España caníbal en Cuba contra España (1895) mediante un análisis económico de la explotación colonial de la isla. Previa exposición de las cifras de la «deuda externa» con el Banco de España, el sistema fiscal y la administración pública, concluye que: «La deuda, el militarismo y la burocracia siguen devorando a Cuba» (28) para mantener un «régimen monstruoso de gobierno» (29). Julián del Casal, en «Las oceánidas» (Nieve 1892), un poema significativamente dedicado a Enrique José Varona16, cantaba a Prometeo, el héroe rebelde y solitario, encadenado «Por manos de potencias infernales» y devorado por un «buitre carnicero» (123). Prometeo rechaza su único consuelo, el de las oceánidas, y maldice en su rebeldía a Zeus (125). De ese dolor surge «la perla de la concha», posible alusión a la Perla de los mares (expresión usada para Cuba); la perla, es decir, la nación, surge del heroísmo en la derrota; es el cuerpo devorado, pero insumiso, de la patria insurrecta.

Ahora bien; los nacionalistas cubanos enfrentan no sólo a la metrópoli sino a la política de «Mare Nostrum» de los Estados Unidos en el Caribe. Este peligro haría decir a Martí: «¿A qué fingir miedos de España [...]?» (Martí, 6: 61). Para usar una expresión de José María Vargas Vila, era Washington el «buitre de Prometeo, para despedazar el corazón de un mundo, devorándolo sin piedad» (Ante los bárbaros 140). Al final de los años 80, y luego a propósito de la Conferencia Internacional Americana (1889-1890) y de los intentos de los EE. UU. de comprar la isla de Cuba a España, Martí ve una afinidad entre el viejo y el nuevo imperialismo y advierte profético: «llegada la hora, España preferiría entenderse con los Estados Unidos a rendir la isla a los cubanos» (Martí, 20: 162). En una carta fechada el 18 de Mayo 1895, un día antes de su muerte, Martí le escribía a Manuel Mercado, en una prosa inusualmente abigarrada:

ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber [...] de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas [...]. Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos -como ese de Vd. y mío- más vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los imperialistas de allá y los españoles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América, al Norte revuelto y brutal que los desprecia [...]. Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas.


(20: 161)                


El monstruo voraz contra el que Martí lucha «como indirectamente» no es España. Lo que teme el Cubano -lo repite una y otra vez- es la expansión de los Estados Unidos por las Antillas; el apetito de su capitalismo que devora internamente a los trabajadores y se lanza luego con su «apetito gigantesco» sobre los mercados y territorios de las naciones del sur.

Durante la década de 1880, Martí fue un atento testigo de las enormes acumulaciones de capital y la transformación monopólica del capitalismo norteamericano:

El monopolio está sentado, como un gigante implacable, a la puerta de todos los pobres. Todo [...] está en manos de corporaciones invencibles, formadas por la asociación de capitales desocupados [...]. El monopolio es un gigante negro. [...] La tiranía acorralada en lo político reaparece en lo comercial. El país industrial tiene un tirano industrial.


(Martí, 10: 84, 85)                


El cubano reparó -siempre dentro del horizonte ideológico del humanismo liberal- en las repercusiones de este cambio en la vida social de los trabajadores e inmigrantes en las ciudades industriales, así como en sus consecuencias en la política exterior de los Estados Unidos. El «nuevo capitalismo» desalmado, pauperizador y expansionista fue objeto de críticas en las cuales aparece la tropología gótica de la consumición del cuerpo. Aunque Martí nunca lee detenidamente a Marx, usa algunas de sus metáforas, como la de la ingestión de la fuerza de trabajo y de seres humanos en la economía capitalista. En la nota necrológica de Karl Marx (13 y 16 de mayo de 1883), Martí cita a varios oradores de un homenaje y entre ellos a John Most quien decía: «Desde que leí en una prisión sajona los libros de Marx, he tomado la espada contra los vampiros humanos» (9: 389). Pero Martí critica esa explotación «vampírica» en términos éticos. Además, vampirismo y canibalismo aparecen como metáforas de amplio espectro (sin la especificidad marxista); para Martí la economía norteamericana devora a los inmigrantes; la industria y el cólera también; y hasta los inmigrantes mismos por momentos parecen ávidos salvajes. Refiriéndose a los «inmigrantes europeos, que llegan a veces con hambre, y sin dineros, ni ropa ni salud» y a la idea de cobrarles una tasa de entrada decía: «en tiempos venideros [...] parecerá esta tierra maravilloso monstruo, y esta casa de inmigrantes con su ancha puerta abierta, será temida por su fauce enorme» (Martí, 9: 290). New York le parece como una «vorágine» (9: 388) que «no cierra [...] de día ni de noche sus fauces de muelles» por las que llegan miles a trabajar en las fábricas; las cocinas de Coney Island parecen «el estómago del monstruo» (9: 458). Martí describe en una crónica de 1883 la mortandad infantil en Nueva York de una manera similar a la usada por Marx para la miseria de la Inglaterra de la revolución industrial17; pero reduce el consumo del cuerpo humano a un problema de salubridad y de falta de misericordia:

¡Ay! Allá en la ciudad, en los barrios infectos de donde se ven salir por sobre los techos de las casas, como harapientas banderas de tremendo ejército en camino, mugrientas manos descarnadas; allá en las calles húmedas donde hombres y mujeres se amasan y revuelven, sin aire, sin espacio [...] allí, como los maizales jóvenes al paso de la langosta, mueren los niños pobres por centenas [...]. Como los ogros a los niños de los cuentos, así el cholera infantum les chupa la vida: un boa no los dejaría como el verano de New York deja a los niños pobres, como roídos, como mondados, como vaciados [...] ¡Y digo que éste es un crimen público y que el deber de remediar la miseria es un deber del Estado.


(Martí, 9: 458, 459)                


El consumo literal del cuerpo en la miseria, no resulta de la violenta sujeción de los proletarios a las leyes del mercado sino que queda a cargo de la peste que como una máquina sobrenatural «chupa la vida». La única relación con el capitalismo monopólico es la indolencia de los ricos. La figura gótica del vampiro con que Marx caracterizó el capital aparece desdibujada. El consumo del cuerpo de los niños no es un crimen político del capital sino del verano y «de la dureza e indiferencia de los acomodados» (459), una calamidad natural o, en el peor de los casos, una falta moral. Su condena de la especulación financiera tiene el mismo principio; Martí manifiesta su aversión por los juegos bursátiles a raíz de una serie devastadora de quiebras en París en 1882: «El azar, como Saturno, devora a sus hijos. Los hijos de Ceres y de Jano, de la agricultura, de la paz, duran menos que los hijos de Saturno» (14: 389). El canibalismo está en el azar, el cólera, la indolencia y no directamente en el capitalismo.

No es que Martí no entienda la «lucha entre capitalistas y obreros»; por el contrario, en otro artículo de 1882, describe de manera puntual en qué consiste:

Estamos en plena lucha de capitalistas y obreros. [...] El obrero pide salario que le dé de vestir y comer. El capitalista se lo niega. Otras veces movido del conocimiento del excesivo provecho que reporta al capitalista un trabajo que mantiene al obrero en la pobreza excesiva, -rebélase éste último, en demanda de un salario que le permita ahorrar la suma necesaria para aplicar por sí sus aptitudes o mantenerse en los días de su vejez.


(Martí, 9: 322, 323)                


Viendo desfilar frente al retrato de Marx las filas de «bravos braceros, cuya vista enternece y conforta», manifestaba su empatía general y abstracta por las ideas marxistas:

Karl Marx estudió los modos de asentar el mundo sobre nuevas bases, y despertó a los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales rotos. Pero anduvo de prisa, y un tanto en la sombra, sin ver que no nacen viables, no del seno del pueblo en la historia, ni del seno de la mujer en su hogar, los hijos que no han tenido gestación natural y laboriosa. [...] movedor titánico de las cóleras de los trabajadores europeos, [...] veedor profundo en la razón de las miserias humanas.


(Martí, 9: 388)                


Pero a Martí le preocupa el «odio» de los trabajadores y afirma que éstos podían lograr las conquistas de sus derechos en la democracia, con las «manos blancas» (sin acudir a la violencia)18. «Indigna -dice- el forzoso abestiamiento de unos hombres en provecho de otros. Más se ha de dar salida a la indignación, de modo que la bestia cese, sin que se desborde y espante» (9: 387, 388). Nótese que la bestia hambrienta no es el capital sino la masa proletaria y que éste parece ser uno de los criterios de su distinción entre la inmigración buena y la perniciosa de «inmigrantes desaforados» (10: 262)19. Las fieras son éstos últimos, convertidos en proletarios insurrectos: «¿En qué país -se pregunta- no crea fieras el odio? Ese es aquí el elemento temible del problema obrero»; los comunistas y anarquistas que traían «prédicas de incendios», el «odio del siervo, el apetito de fortuna ajena [y] la furia de rebelión» a los EE. UU. (10: 451-455). Por ello, advierte en otra parte: «en inmigración como en medicina es necesario prever» (8: 384). Martí objeta cualquier resolución violenta de las contradicciones de clase:

Las asociaciones obreras, infructuosas en Europa y desfiguradas a manos de sus mismos creadores, por haberse propuesto, a la vez que medios sociales justos, remedios políticos violentos e injustos, son fructuosas en Norteamérica, porque sólo se han propuesto remediar por modos pacíficos y legales los males visibles y remediables de los obreros.


(Martí, 9: 323)                


La simpatía martiana con las ideas marxistas no obedece a un análisis de las contradicciones de clase de las que era testigo; se limita a la condena de la explotación del hombre por el hombre, y no del capitalismo como sistema. Una descripción modernista de las fiestas exhibicionistas de la Quinta avenida (sus palacios, joyas, bailes y celebridades) concluye la nota sobre Marx:

Quien lee en los diarios las notas del baile, lee los cuentos del escenario, mas no del alma. Y ha caído la fiesta como en hueco, y empiezan a decir que sientan mal, en estos tiempos de cólera y revuelta, y muchedumbres apetitosas y enconadas, muestras tales de lujo desmedido y gracia en trajes, que los tristes no entienden [...] ni olvida ni perdona aquel ejército que adelanta en la tiniebla [...]. Y es que se dio el baile como enseña de riqueza; y como a golpe en el rostro lo han tomado las gentes envidiosas, miserables y descontentas.


(9: 396, 397)                


Martí concluye con un juicio ambivalente e indirecto («empiezan a decir») en el que censura la exhibición de la riqueza en «estos tiempos de cólera y revuelta», pero se refiere a las «muchedumbres apetitosas [hambrientas] y enconadas» como un ejercito «en la tiniebla» de «gentes envidiosas».

Al tiempo que Martí se sensibiliza respecto a los efectos internos que para los trabajadores e inmigrantes tenía el «nuevo» orden, lo relaciona con el «ansia de mercados de sus industrias pletóricas» (6: 63) y, por lo tanto, con la política exterior norteamericana -particularmente con el panamericanismo de «apetitos alejandrinos» de los Estados Unidos sobre Sudamérica (13: 290). Viviendo «in the belly of the beast»- como diría también Stuart Hall, hablando de sí mismo («Cultural Identity and Diaspora» 51) -Martí produce en los Estados Unidos un relato de identidad continental latinoamericana mediante la representación de una modernidad capitalista expansiva. El tropo de la monstruosidad y la ingestión delinea su cartografía cultural y geopolítica. El apetito, la incorporación y el canibalismo nombran el imperialismo y por oposición, al cuerpo devorado. El ensayo «Nuestra América» (1891) abre precisamente con esta imagen: «gigantes» y una «pelea de cometas en el Cielo, que van por el aire [...] engullendo mundos» (Martí, 6: 15). En el sistema de oposiciones que informa el famoso ensayo, la «América natural» (deudora del edén lascasiano y del buen salvaje de Rousseau) es objeto del apetito salvaje de los Estados Unidos: «Sobre algunas repúblicas -señala- está durmiendo el pulpo» (6: 21).

Los ensayos sobre la Conferencia Internacional Americana (1889-1890) son el más importante conjunto textual del latinoamericanismo martiano. La Conferencia fue organizada por James G. Blaine20, en quien Martí vio encarnada la codicia imperialista de los magnates republicanos:

A su país si lo tuviera [Blaine] en las manos, le pondría buques por espuelas y un ejército por caballo, y lo echaría en son de conquista por todos los ámbitos de la tierra [...] Blaine que no habla de poner en orden su casa sino de entrarse por las ajenas so pretexto de tratados de comercio y paz.


(10: 53, 99)                


Tres cuestiones son centrales en la Conferencia: los acuerdos de comercio y aduanas, el compromiso de arbitraje y la propuesta de proscribir la institución de la conquista del derecho público internacional en las Américas. Para Martí detrás de la piel de «los tratados de comercio y paz» que impulsan los EE. UU. se hallaba el apetito imperial: «Las entrañas del congreso están como todas las entrañas, donde no se las ve» (6: 35). Los acuerdos comerciales estaban regidos por la lógica del embudo: se exigía a los latinoamericanos que desgravaran las importaciones, consumieran sin restricciones productos manufacturados norteamericanos y los privilegiaran sobre los europeos21, al tiempo que el gobierno de los EE. UU. imponía medidas proteccionistas para mantener la competencia de sus sectores agropecuario e industrial. Este «sistema de colonización», como lo llama Martí, se enmascaraba bajo falaces «proyectos de reciprocidad» (6: 57). Ante la oposición de varios países latinoamericanos, liderados por Argentina, los acuerdos proyectados naufragan en declaraciones y recomendaciones no vinculantes.

El arbitraje para la resolución pacífica de conflictos es visto por algunos delegados como un intento de los EE. UU. por ejercer un protectorado o hacer de policía en el continente, y es objetado. Por último, la proscripción del derecho internacional público panamericano de las conquistas y cesiones territoriales forzadas -propuesta del delegado argentino Manuel Quintana- despertó la oposición de los EE. UU. y de la delegación de Chile (que había hecho conquistas territoriales en la Guerra del Pacífico) (6: 88-97). Martí lamenta que los latinoamericanos en lugar de «resguardarse juntos de los peligros de afuera» se enfrasquen en rencillas fratricidas (6: 80). En «Nuestra América» advierte justamente sobre los peligros y las disputas limítrofes en Latinoamérica y deplora que éstas críen «en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas» (6: 21). Martí -como el ecuatoriano Juan Montalvo- censura el apetito sangriento y caníbal al interior de la familia latinoamericana y la ostentación que algunas naciones hacen de una «riqueza salpicada de sangre que con la garra al cuello le han sacado al cadáver caliente del hermano» (6: 80)22.

Para satisfacción de Martí, el panamericanismo se enreda en medio de las mociones, salvedades y dilatadas discusiones de la Conferencia. Martí advierte que este triunfo es momentáneo: «No es hora de [...] beber el vino del triunfo, y augurar que del primer encuentro [...] se le ha calzado el freno al rocín glotón que quisiera echarse a pacer por los predios fértiles de sus vecinos» (6: 79). Martí ve en los EE. UU. un «país engolosinado con la idea de crecer» (6: 58), «un poder terrible e indiferente, de apetitos gigantescos» (6: 80) y decidido en la «intentona de llevar por América en los tiempos modernos la civilización ferrocarrilera como Pizarro llevó la fe de la cruz» (6: 59). «Nuestra América» y los otros ensayos de la Conferencia proponen un frente utópico contra el apetito de este «rocín glotón», una comunidad cultural, económica y políticamente unida frente al peligro común de ser devorados: «Si a un caballo hambriento se le abre la llanura, la llanura pastosa y fragante, el caballo se echará sobre el pasto, y se hundirá en el pasto hasta la cruz, y morderá furioso a quien le estorbe» (6: 159).

Martí, que usó imágenes de monstruos de fauces enormes y apetitos gigantescos para el imperialismo norteamericano y que en varias oportunidades hizo alusiones a The Tempest de Shakespeare y a Calibán, no llamó con ese nombre a los Estados Unidos, como lo harían los otros modernistas. Le parecía que en la fealdad de Calibán había cierta belleza (14: 389, 390; 19: 419); acaso se refería a una belleza derivada de lo político, que en todo caso no vio en los sindicalistas ni en la plebe proletaria de cuyos cuerpos se alimentaba el capitalismo norteamericano.




ArribaAbajo«El triunfo de Calibán»: imperio y muchedumbres en el latinoamericanismo arielista23

Después de la poco afortunada «Guerra de los diez Años» 1868-78, el movimiento de independencia de Cuba contra España se reinició en febrero de 1895 bajo el liderazgo de Máximo Gómez y Antonio Maceo. Las fuerzas revolucionarias proclamaron la República de Cuba y para 1898, pese a la brutal represión española, controlaban la mayoría de las zonas rurales de la isla. El misterioso hundimiento del barco de US Maine (febrero 15 de 1898) le dio a los Estados Unidos la excusa para intervenir en una guerra prácticamente ganada por los cubanos. Los Estados Unidos y España -excluyendo a los rebeldes cubanos de la mesa de negociaciones- firmaron el Tratado de París (diciembre 10 de 1898) que terminó con la presencia colonial española en las Américas. La ocupación norteamericana continuó por cerca de tres años más y, pese a la declaración formal de independencia, Cuba quedó incorporada en la zona de influencia (neo)colonial de los Estados Unidos (Pérez 156-188).

La coyuntura del 98, en su complejidad trasatlántica y transpacífica24, marca la consolidación geopolítica de Los Estados Unidos como un imperio moderno y también, un momento fundamental en la redefinición de la identidad latinoamericana por los intelectuales de fin de siglo. El «destino manifiesto», la aplicación heterodoxa de la doctrina Monroe25 y la tesis expansiva de Frederick Jackson Turner sobre las fronteras (1893) amenazaban no sólo a las Antillas. Los intereses de los Estados Unidos (para usar la expresión de Teodoro Roosevelt) crecían en Centroamérica de manera peligrosa para la soberanía de sus repúblicas y la experiencia de Cuba ese año confirmaba los peores temores de la generación modernista. Cuba, Puerto Rico y Filipinas eran -en el momento cumbre del imperialismo expansionista que alcanzaría a Panamá unos años más tarde- los nombres de una geografía territorial, cultural y económica, inestable. En este contexto podemos leer la fiebre verbal y el arrebato hispánico de los modernistas que, confiados en el poder de la letra, declaraban la identidad continental de la que Torres Caicedo había llamado la «Unión Latino-Americana» y Martí «Nuestra América». Aunque la definición esencialista y binaria de identidad (en términos Norte/Sur, materia/espíritu, civilización/barbarie) data de los años 1850, es en la crisis del fin de siglo que varios intelectuales de manera coincidente y general promueven una América Latina opuesta a la América sajona. El hispanófilo argentino Calixto Oyuela (1857-1935) a propósito de la Guerra del 98 recoge en una «Oda a España» dicha antinomia:


Más que dos pueblos que a la lid se arrojan,
dos fuerzas son, terribles y contrarias,
que se disputan desde el negro Caos
el imperio del orbe.
Una clama: interés, la otra justicia,
y en razas enemigas encarnadas,
una lleva a magnánimas empresas,
la otra a robos audaces.


(en Orjuela 125)                


La amenaza se nombró de diversas formas: utilitarismo, barbarie, vulgaridad democrática, características opuestas al hispanismo y la latinidad en sus versiones moral, lingüística y racial. The Tempest de Shakespeare proveyó el escenario conceptual: el puro y delicado Ariel latinoamericano fue invocado contra el bruto, salvaje, borracho y materialista Calibán norteamericano26. La oposición Ariel/Calibán -canonizada por José Enrique Rodó en su ensayo Ariel (1900)- sirvió para la composición utópica del imaginario y de la identidad latinoamericana en un presente conflictivo e inasible. Ariel declaró a Latinoamérica heredera de valores espirituales y estéticos transcendentes:

Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, -el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida27.


(Ariel 22)                


Ariel está estructurado como una «ficción pedagógica» (González Echevarría The voice 8-32). Próspero predica a la juventud28 contra el materialismo, «la transitoria predominancia de esa función de la utilidad [...] que da su nota a la fisonomía moral del siglo» (52) y, lateralmente -como ejemplo de lo anterior-, contra la hegemonía cultural norteamericana y la «nordomanía» imitativa latinoamericana:

La concepción utilitaria, como idea del destino humano, y la igualdad en lo mediocre, como norma de la proporción social, componen, íntimamente relacionadas, la fórmula de lo que ha solido llamarse, en Europa, el espíritu de americanismo. [...] los Estados Unidos pueden ser considerados la encarnación del verbo utilitario. Y el Evangelio de este verbo se difunde por todas partes a favor de los milagros materiales del triunfo29.


(68, 69)                


Sin embargo, la canonización antiimperialista de Ariel es tan equívoca como el hecho de que se le cite y recuerde por su tenue oposición Ariel/Calibán; asunto en verdad menor en el texto, pero que -por efectos de las preocupaciones antiimperialistas del momento- terminó por definir el ensayo30. Rodó, de hecho, apenas si menciona a Calibán en su Ariel; el fragmento trascrito es una de sólo tres instancias, ninguna de las cuales está referida a la geopolítica antiimperialista, sino a la «democracia» y a la revolución social. En segundo lugar, la apropiación latinoamericana de The Tempest es generacional, modernista. Estaba ya, antes de Rodó, en el imaginario de la época. El franco-argentino Paul Groussac (1848-1929) había hecho una referencia a Calibán en «Chicago: la ciudad y la exposición» (Del Plata al Niágara 1897), una crónica de su experiencia en la World's Columbian Exposition (1893). Calibán es para Groussac un adjetivo de la belleza brutal: «Chicago tenía su belleza propia [...] por su ruda y descomunal primitividad [...]. El espectáculo prolongado de la fuerza inconsciente y brutal alcanza cierta hermosura 'calibanesca (345). Esa «hermosura» desaparece en el 98 a raíz de la guerra entre los Estados Unidos y España. El 2 de mayo de 1898 -en un evento patrocinado por el Club español de Buenos Aires en el teatro La Victoria- Groussac se refirió a la agresión «yankee» y al cuerpo monstruoso (calibanesco) de los Estados Unidos en medio de sus reflexiones sobre las bondades de la Conquista española, la excelencia de la literatura peninsular y la observación sobre la inmadurez de Cuba para la independencia:

en el umbral del siglo XX ella [la civilización latina] mira erguirse un enemigo más formidable y temible que las hordas bárbaras [...] [D]esde la guerra de Secesión y la brutal invasión del Oeste, se ha desprendido libremente el espíritu yankee del cuerpo informe y 'calibanesco' [...]. Esta civilización, embrionaria e incompleta en su deformidad, quiere sustituir la razón con la fuerza [...] No tiene alma, mejor dicho: sólo posee esa alma apetitiva que en el sistema de Platón es fuente de las pasiones groseras y de los instintos físicos.


(Viaje intelectual 100, 101)                


Groussac delinea tangencialmente la caracterización modernista de los Estados Unidos como un monstruo deforme y voraz (con «alma apetitiva») que se yergue como enemigo de la «civilización latina» y que se metía en casa ajena sin respetar los «legítimos» títulos coloniales españoles en Cuba.

En realidad, desde 1893 -siete años antes de la publicación de Ariel- Rubén Darío proponía a Calibán y a Ariel como personajes metafóricos en un alegato desgarrado en favor de una idílica cultura hispánica y una familia latina fundada en valores espirituales enfrentados al modelo igualitario y capitalista de los Estados Unidos31. En su semblanza de Edgar Allan Poe (1894)32, incluida en Los raros (1896), Darío se refiere a su viaje a New York (1893) bajo el acaloramiento y disgusto que le causaba «la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa [...] capital del cheque» (Los raros 14, 15):

«esos cíclopes...», dice Groussac; «esos feroces Calibanes...», escribe Peladan. ¿Tuvo razón el raro Sãr al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de whisky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es Legión. Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos, algún ser de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces Calibán mueve contra él a Sícorax, y se le destierra o se le mata. Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte [...]. Poe, como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario.


(16, 17, 19)                


David Allen supone que «Chicago: la ciudad y la exposición» de Groussac habría influido esta nota de Darío sobre Poe33. La verdad, Groussac usa muy marginalmente el adjetivo calibanesca en la crónica chicagoense (y calibanesco en el discurso de La Victoria), mientras que en el texto sobre Poe, Darío hace una elaborada caracterización de la oposición Ariel/Calibán. Luego, en la coyuntura del 98, retomará estos personajes conceptuales en un artículo más o menos descuidado por la crítica34, que apareció en El Tiempo de Buenos Aires el 20 de mayo de 1898 y en El Cojo Ilustrado de Caracas el 1.º de octubre. Se titulaba «El triunfo de Calibán».

Y los he visto a esos yankees, en sus abrumadoras ciudades de hierro y piedra y las horas que entre ellos he vivido las he pasado con una vaga angustia. Parecíame sentir la opresión de una montaña, sentía respirar en un país de cíclopes, comedores de carne cruda, herreros bestiales, habitadores de casas de mastodontes. Colorados, pesados, groseros, van por sus calles empujándose y rozándose animalmente, a la caza del dollar. El ideal de esos Calibanes está circunscrito a la bolsa y a la fábrica. Comen, comen, calculan, beben whisky y hacen millones. Cantan «Home, sweet home!» y su hogar es una cuenta corriente.


(«El triunfo de Calibán» 451)                


Se trata, como dice Iris Zavala, de un «asesinato simbólico de los invasores» mediante una «inversión anatrópica de signos culturales»The Dialogical» 95, 103). Un Darío de 1898, visto tradicionalmente como el esteta de la «torre de marfil», usaba con una retórica frontal la oposición Ariel/Calibán en defensa de «la hidalga y agobiada España», a propósito de la guerra de Cuba:

No, no puedo, no quiero estar de parte de esos búfalos de dientes de plata. Son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los Bárbaros. Así se estremece hoy todo noble corazón, así protesta todo digno hombre que algo conserve de la leche de la Loba [...] No, no puedo estar de parte de ellos, no puedo estar por el triunfo de Calibán.


(«El triunfo» 451)                


La nota sobre Poe de Los raros y de manera más extensa el alegato del 98 identifican al yankee con Calibán, un monstruo moralmente inferior que sucumbe al vicio de la bebida, y que reemplaza la razón con la fuerza, en contraste con Ariel que representa las alturas del espíritu. La bestia encarna el materialismo, una forma satánica del mal («su nombre es Legión») vinculada al modelo norteamericano cuyas ciudades son emblemáticas de la «civilización bárbara» (oxímoron que conjuga los extremos de la proposición de Sarmiento). Miranda aparece como un eterno femenino virginal/maternal que extiende sus brazos al idealismo latino. Por último, las excepciones confirman la regla: Poe y Lanier (quien «se salva [...] por la gota latina que brilla en su nombre») se baten contra -y existen a pesar de- un medio corrupto que ha quebrado la aristocracia del espíritu.

Mientras en Ariel Rodó señala a Ernest Renan y Alfred Fouillée como sus fuentes, el Calibán de Darío apunta al espiritismo francés y a las ciencias ocultas a las que fue propenso el Modernismo (Ricardo Gullón 86-122; Cathy L. Jrade). En la semblanza de Poe, Darío citaba a Peladan a quien «leía con particular devoción» (Germán Arciniegas 315): «'esos feroces Calibanes...', escribe Peladan» («El triunfo» 16). El Sãr Joséphin Peladan (1858-1918) -novelista y ocultista francés en la corriente angelista (opuesta al Satanismo) y fundador de la orden Rose-Croix (Pincus 2-9)- había profetizado el triunfo del materialismo (Arellano, Los raros: una lectura 85). Darío veía en el 98 el cumplimiento de tal vaticinio.

La noticia que Darío nos da del evento de La Victoria en «El triunfo de Calibán» es un ejercicio singular de la imaginación de la identidad latinoamericana dentro de una familia euro-latina. Darío hace de Roque Sáenz Peña, José Tarnassi y Paul Groussac, intelectuales metonímicos de esa familia: «representantes de tres grandes naciones de raza latina» (454) que con dignidad solemne se reúnen a condenar al voraz monstruo anglosajón. Sáenz Peña es presentado como vocero de toda Latinoamérica aprovechando su protagonismo durante la Conferencia Internacional Americana (1889-1890):

El uno era Roque Sáenz Peña, el argentino cuya voz en el Congreso panamericano opuso al slang fanfarrón de Monroe una alta fórmula de grandeza continental35, y demostró en su propia casa al piel roja que hay quienes velan en nuestras repúblicas por la asechanza de la boca del bárbaro. Sáenz Peña habló conmovido en esta noche de España, y no se podía menos que evocar sus triunfos de Washington. ¡Así debe haber sorprendido al Blaine de las engañifas, con su noble elocuencia, al Blaine y todos sus algodoneros, tocineros y locomoteros! En este discurso de la fiesta de La Victoria el estadista [...] [h]abló repitiendo lo que siempre ha sustentado, sus ideas sobre el peligro que entrañan esas mandíbulas de boa todavía abiertas tras la tragada de Tejas; la codicia del anglosajón, el apetito yankee demostrado, la infamia política del gobierno del Norte; lo útil, lo necesario que es para las nacionalidades españolas de América estar a la expectativa de un estiramiento del constrictor.


(453)                


José Tarnassi (1863-1906) se convierte en un plenipotenciario de Italia:

Por Italia el señor Tarnassi. En una música manzoniana, entusiasta, ferviente, italiana, expresó el voto de la sangre del Lacio; habló en él la vieja madre Roma, clarineó guerreramente, con bravura, sus decasílabos. Y la gran concurrencia se sintió sacudida por tan llameante «squillo di tromba».


La figura central de esta familia latina es Groussac, a quien Darío asigna la representación de Francia:

En nombre de Francia, Paul Groussac. Un reconfortante espectáculo el ver a ese hombre eminente y solitario, salir de su gruta de libros, del aislamiento estudioso en que vive, para protestar también por la injusticia y el material triunfo de la fuerza [...]. Los que habéis leído su última obra, concentrada, metálica, maciza, en que juzga al yankee, su cultura adventicia, su civilización, sus instintos, sus tendencias y su peligro, no os sorprenderíais al escucharle en esa hora en que habló después de oírse la Marsellesa. Sí, Francia debía de estar de parte de España. La vibrante alondra gala no podía sino maldecir el hacha que ataca una de las más ilustres cepas de la vena latina. Y al grito de Groussac emocionado: «¡Viva España con honra!»; nunca brotó mejor de pechos españoles esta única respuesta: «¡Viva Francia!».


(453, 454)                


La «alondra gala» era el director de la Biblioteca Nacional que Darío denomina «su gruta de libros» aludiendo a la de Próspero36.

El campo discursivo del latinoamericanismo es simultáneamente occidentalista y periférico. La latinidad modernista aparece como una procesión cultural liderada por Francia para la afirmación continental latinoamericana, pero ¡en defensa de España!37 La construcción de esas «naciones de raza latina» y de Latinoamérica -como hija de España, sobrina de Francia y nieta de Roma (455)- la realiza Darío mediante varias operaciones simultáneas e interdependientes: 1) la imaginación de una especie de pacto sanguíneo y de una comunidad racial trasatlántica entre Europa meridional y América (no sajona) que continúa en el presente los valores transhistóricos de la antigüedad grecolatina; 2) el silenciamiento de las heterogeneidades étnicas y de clase intra-nacionales; y 3) la oposición de esa América (latinizada) a la Modernidad capitalista hegemónica de los Estados Unidos.

Pese a haber conocido Los raros (José Agustín Balseiro 121) y aunque muy probablemente leyó «El triunfo de Calibán» antes de escribir su Ariel, Rodó establece para su ensayo una genealogía francesa en la que no se halla Darío. Ernest Renan (1823-1892) le sirve de «mejor» autoridad que el nicaragüense. Renan había escrito Caliban; suite de la Tempête. Drame philosophique (1877, pub. 1878), una reescritura de The Tempest o, para ser exactos, una continuación del drama. Próspero se marcha de la isla y lleva a Calibán a Milán dónde éste se transforma gracias a la educación y el lenguaje, aunque continúa siendo un borracho y no deja de conspirar contra su amo (17-21). Calibán lidera una revolución alegando ideas igualitarias y derroca a Próspero (40-47). Éste trata infructuosamente con ayuda de Ariel de recuperar el ducado (49-54). En la derrota, Ariel, cuya magia se muestra impotente ante las masas, exclama: «¡Oh amo mío, nuestro arte se esfumó! Es imposible sobreponerse al pueblo [...], mi música parece haber perdido su antiguo poder. Yo canto pero nadie me escucha. [...] todo lo que es ideal y etéreo no existe para el pueblo. Ellos sólo admiten lo real» (52, 53). Pocas frases resumen de manera tan sintética la «pérdida del reino» y la matriz cultural de la derrota del arielismo. Hasta este momento, Caliban; suite de la Tempête es una especie de alegoría reaccionaria de la caída del Segundo Imperio y el levantamiento de la Comuna (1871). A partir de la victoria de Calibán comienza una aproximación (en ocasiones, irónica) al republicanismo y la transformación del monstruo en el poder. Ante el inicial escepticismo de Próspero, quien lamenta haberlo educado, Calibán se convierte en moderado, controla el anarquismo de la muchedumbre, entiende los límites del gobierno y la necesidad de alianzas con las clases adineradas y aristocráticas, y termina -él mismo- en el papel del ilustrado duque de Milán (45-68). Calibán defiende la propiedad privada, el boato y poder del Estado, y protege a los aristócratas (45-47) y a Próspero, que es perseguido por la Inquisición (58-64). Con la transformación del monstruo popular, Ariel deja de tener sentido, y la obra termina con su lamento y desaparición. Caliban; suite de la Tempête dramatiza hasta cierto punto algunos lugares comunes del pensamiento reaccionario como la ingratitud y rebeldía de las masas amorfas38 y la inutilidad de las revoluciones populares39. En el inconsciente político de la obra están las olas de conflictos sociales, la emergencia de movimientos socialistas y anarquistas, la creciente lucha de clases al interior del capitalismo industrial y -por supuesto- el colapso del Segundo Imperio (1870) y el alzamiento de la Comuna de París (1871). Por otra parte, es notable cierta reconciliación -si bien tibia- con la Tercera República (1875): la aristocracia (Próspero) es derrotada por la democracia (Calibán), en quien sobrevive de alguna manera el proyecto ilustrado y anticlerical. Próspero, el intelectual, se pone al amparo y protección de Calibán, republicano ahora, y convertido en mecenas de la alta cultura.

La aceptación de la Tercera república es mayor en L'Eau de jouvence (1879) de Renan -otra continuación del drama shakesperiano- en la que reaparece Próspero en busca del elixir de la juventud, y abstraído en sus especulaciones pseudocientíficas40. Calibán «se ha portado muy bien» en el poder (86), pese a lo cual los nobles de Milán encabezados por el Barón Servadio le proponen a Próspero desestabilizar el gobierno de Calibán e iniciar una revolución restauradora aprovechándose de la proclividad del pueblo hacia el exceso (85, 86). Próspero se niega a volver al poder; alega que sus derechos son históricos y simbólicos y que respeta la República y los intereses y voluntad del pueblo (87): «nunca seré -concluye- el jefe de una conspiración contra mi propia gente» (88). Desde la introducción «Al lector» Renan confiesa que su primera idea habría sido

una continuación de Calibán que le hubiera encantado a los conservadores. Próspero sería reestablecido en su ducado de Milán; Ariel resucitado, emprendería las revanchas de lo puro. Luego, me pareció que ese desenlace no era deseable. Me gusta Próspero, pero raramente me agradan los hombres que son restablecidos en un trono. Calibán pulido por el poder me satisfacía más.


(L'Eau 76)                


El nuevo lugar de Próspero es el del académico, escéptico hasta de su propia autoridad, que profesa una fe civil anticlerical mezcla de idealismo utópico y positivismo cientificista según la cual «es la ciencia la que produce el progreso social» (90, 115, 122). Próspero ha aceptado la revolución que pone fin a su poder, e incluso cita apócrifamente la dialéctica del amo y el esclavo: «Sin Calibán no hay obra. [...] su odio ansioso que lo lleva a suplantar a su amo, es el principio del movimiento de la humanidad» (L'Eau 156). Por otro lado, Ariel revive reconciliando el espíritu (aristocrático y etéreo) con la carne (lo «real»): «¡Oh insólita dulzura! Me toco; me hago carne. Un calor que nunca sentí antes circula en mi ser» (154). Ariel ya no es el soldado del espíritu, sino la síntesis de la materia y el espíritu. La pureza no es posible porque «la corrupción proviene de la vida y la vida de la corrupción» constante (L'Eau 156). Ariel es una alegoría de la conversión republicana del monarquismo.

Entonces, por lo que respecta a Caliban; suite de la Tempête y especialmente L'Eau de jouvence, Renan no presenta enteramente a Calibán de manera negativa, pese a las numerosas lecturas que lo han visto así (i. e., Rodríguez Monegal, Achugar, Vaughan y Mason, etc.). Tampoco critica la democracia per se ni aboga por un simple espiritualismo intelectual. Como vimos, Calibán es el significante del parco republicanismo de Renan a mediados de la década de 1870. Las continuaciones de The Tempest de Renan indican un movimiento (ciertamente vacilante y lleno de recelos) del autoritarismo monárquico al liberalismo, de la fe religiosa al escepticismo, y del rechazo al Calibán temible de la Comuna, a la aceptación -no muy entusiasta aunque positiva- del Calibán republicano de la Tercera República. Calibán ha pasado de ser masa -naturaleza que como dice Próspero, «no se comprende a sí misma» (Caliban 22)- a ser pueblo: el sujeto colectivo interpelado por el Estado.

Rodó procede a una apropiación creativa de Renan mediada por la lectura de L'idée moderne du droit en Allemagne, en Angleterre et en France (1878) de Alfred Fouillée. Fouillée «censuraba a Renan su adhesión a una nueva, peligrosa y básicamente cínica 'école aristocratique' en Francia, [...] reclamaba la resurrección de Ariel» e incluso esperaba que gradualmente Calibán se convirtiera en Ariel (Brotherston «Introduction» 3). L'Eau de jouvence de Renan de alguna manera respondía a esta crítica. Pero Rodó no escribía en diálogo inmediato con el pensamiento político francés. Renan y Fouillée, y hasta el propio Shakespeare, son pretextos de un discurso cuya inmediatez histórica es determinada en última instancia por los conflictos sociales y amenazas que traían los desiguales procesos de modernización en Latinoamérica a fin de siglo. En Ariel Próspero (y alegóricamente el letrado) hace su monólogo magistral para alertar sobre «los peligros de la degeneración democrática» bajo el influjo de «la enorme multitud cosmopolita» y «la afluencia inmigratoria» (55). El arielismo, en general, definirá la cultura nacional en relación con un ideal apolíneo de orden, racionalidad, armonía y belleza opuesto a la multitud informe, coro dionisiaco o calibánico.

Carlos Real de Azúa ha planteado la nada ociosa pregunta de si el arielismo constituyó una ideología o sub-ideología dentro del liberalismo burgués y eurocéntrico de las élites americanas o si fue apenas una gesticulación romántica de las mismas en la coyuntura de la modernización. La distribución de conciencia de lo político en lo estético del arielismo no constituye necesariamente una oposición a la cosificación de la vida social, sino una reacción del letrado descentrado en el nuevo orden de la modernización, que tanto en el ámbito nacional como continental deja al poeta cortesano sin corte, como le sucede al poeta de «El rey burgués» de Darío (ver Perus 93, 137). Ariel redefine con una perspectiva aristocratizante ese lugar orgánico desestabilizado. El intelectual rodoniano es un conductor, un héroe civil como los que se figura Leopoldo Lugones en «La voz contra la roca» (La montaña de oro 1897)41.

El arielismo representa -en diversos grados- una matriz reaccionaria. Como veremos, la mayoría de los arielistas, más papistas que el Papa, no sólo propugnaron por el magisterio político y cultural del intelectual, sino que expresaron de manera creciente su repugnancia y terror por la monstruosa muchedumbre calibánica, abogando por las dictaduras y el autoritarismo. Para el propio Rodó, la democracia -que exaltaba en abstracto- acarreaba desorden y mediocridad, el menoscabo de la cultura y el espíritu; y más grave aún, la «entronización de Calibán» atentaba contra la «inviolabilidad de la alta cultura». Recordemos que la alta cultura cumple en el arielismo el papel conceptual de la doncella hija de Próspero, bajo la amenaza constante de ser mancillada por el monstruo democrático:

Según él [Renan], siendo la democracia la entronización de Calibán, Ariel no puede menos que ser el vencido de ese triunfo. Abundan afirmaciones semejantes a éstas de Renan en la palabra de muchos de los más caracterizados representantes que los intereses de la cultura estética y la selección del espíritu tienen en el pensamiento contemporáneo. Así, Bourget se inclina a creer que el triunfo universal de las instituciones democráticas hará perder a la civilización en profundidad lo que la hace ganar en extensión. Ve su forzoso término en el imperio de un individualismo mediocre. «Quien dice democracia -agrega el sagaz autor de André Cornelis- dice desenvolvimiento progresivo de las tendencias individuales y disminución de la cultura». Hay en la cuestión que plantean estos juicios severos, un interés vivísimo, para los que amamos -al mismo tiempo- por convencimiento, la obra de la Revolución, que en nuestra América se enlaza además con las glorias de su Génesis; y por instinto, la posibilidad de una noble y selecta vida espiritual que en ningún caso haya de ver sacrificada su serenidad augusta a los caprichos de la multitud. Para afrontar el problema, es necesario empezar por reconocer que cuando la democracia no enaltece su espíritu por la influencia de una fuerte preocupación ideal que comparta su imperio con la preocupación de los intereses materiales, ella conduce fatalmente a la privanza de la mediocridad, y carece, más que ningún otro régimen, de eficaces barreras con las cuales asegurar dentro de un ambiente adecuado la inviolabilidad de la alta cultura. Abandonada a sí misma, -sin la constante rectificación de una activa autoridad moral que la depure y encauce sus tendencias en el sentido de la dignificación de la vida-, la democracia extinguirá gradualmente toda idea de superioridad que no se traduzca en una mayor y más osada aptitud para las luchas del interés, que son entonces la forma más innoble de las brutalidades de la fuerza.


(Ariel 53, 54)                


Como Sarmiento, Rodó menciona una «Esfinge» que propone su «interrogación formidable», y que es necesario enfrentar (31). El arielismo hacía una propuesta aristocratizante de afirmación de la hegemonía de la alta cultura en contradicción con la Esfinge calibánica, la amenazadora «ferocidad igualitaria» (59) y las «impiedades del tumulto» (68). La aristocracia es la del espíritu; esto es, la autoridad del letrado pontífice de la Cultura-culto. El argumento del gusto o de la modernidad estética de la civilización (modernidad custodiada por unos pocos) no se contraponía tanto a la modernidad tecnológica e industrial del Norte como a la(s) cultura(s) con minúsculas, a la modernidad de lo popular, y a la «regresión» que representaban las insurgencias obrero-campesinas y las olas de inmigrantes que además de fuerza de trabajo, traían anarquismo e ideas socialistas:

la afluencia inmigratoria [...] nos expone en el porvenir a los peligros de la degeneración democrática, que ahoga bajo la fuerza ciega [...]; que desvanece [...] todo justo sentimiento del orden [...]. Ha tiempo que la suprema necesidad [...] hizo decir a un publicista ilustre que, en América, gobernar es poblar. Pero esa fórmula famosa encierra una verdad contra cuya estrecha interpretación es necesario prevenirse, porque conduciría a atribuir una incondicional eficacia civilizadora al valor cuantitativo de la muchedumbre. Gobernar es poblar, asimilando, en primer término; educando y seleccionando, después. Si la aparición y el florecimiento, en la sociedad, de las más elevadas actividades humanas, de las que determinan la alta cultura, requieren como condición indispensable la existencia de una población cuantiosa y densa, es precisamente porque esa importancia cuantitativa de la población, dando lugar a la más compleja división del trabajo, posibilita la formación de fuertes elementos dirigentes que hagan efectivo el dominio de la calidad sobre el número. La multitud, la masa anónima, no es nada por sí misma. La multitud será un instrumento de barbarie o de civilización, según carezca o no del coeficiente de una alta dirección moral.


(Ariel 55, 56)                


Ariel propone: 1) una serie de modos de selección social42 que pese al idealismo general del ensayo guardan inusitados tonos darvinistas (como ha probado Maarten van Delden); 2) una pedagogía disciplinaria de control social: «La educación popular adquiere [...] un interés supremo. Es en la escuela, por cuyas manos procuramos que pase la dura arcilla de las muchedumbres, donde está la primera y más generosa manifestación de la equidad social» (56-63); y 3) un sistema político que concilie «el principio democrático», con «una aristarquía de la moralidad y la cultura» (66).

Mientras que en las obras de Renan Ariel desaparece, Próspero es sometido a Calibán y luego apoya su gobierno, en la de Rodó Próspero es la voz autorizada (la férula magistral) y Ariel, la presencia etérea que lo autoriza. El Próspero renaniano es un científico de laboratorio más o menos desencantado de lo político; el de Rodó un alquimista de la ciudad letrada que imagina una fórmula híbrida para el orden político: una democracia basada en una noción de heroicidad43 y selección, en la cual «la supremacía de la inteligencia y la virtud [...] reciba su autoridad y su prestigio» (68); o, lo que es lo mismo: una aristocracia que se aparte del superhombre de Nietzsche y su «menosprecio satánico para los desheredados» (66) y que «descienda sobre las multitudes en efusión bienhechora del amor» (68). Esta «democracia» en manos de una elite intelectual compasiva -equidistante de la aristocracia desalmada y de la «barbarie irruptora» de la muchedumbre y «las hordas [...] de la vulgaridad» (57)- aseguraría las «subordinaciones necesarias» (63).

El Calibán de Renan es, como se dijo, el pueblo contenido e interpelado dentro del republicanismo; el Calibán del Ariel será por muchos años el caníbal, la muchedumbre; esa humanidad heterogénea que va «empujándose y rozándose animalmente» por la calle como nos dice Darío («El triunfo» 451), a la que Groussac se refería con asco como un «advenedizo de la historia» y a quien Lugones invitaba a dejar las «hostias» de «carne sangrienta» por las del «dulce trigo» (57, 58). Mencionado apenas tres veces en Ariel, el Calibán es, como ha anotado Moraña, el «cuerpo en ausencia» que desde el exterior de la ciudad letrada la amenaza con su irracionalidad y resistencia a los proyectos hegemónicos de la modernidad; el cuerpo relegado al silencio, al discurso de la monstruosidad y a las áreas de dominación «donde las razas sometidas trabajan sin ser vistas para acercar la leña a los hornos metropolitanos» («Modernidad arielista» 106, 107).

La tercera y última mención rodoniana de Calibán tiene que ver con la muchedumbre jacobina; el Ariel de Rodó es vencido, pero revive: «Vencido una y mil veces por la indomable rebelión de Calibán, proscripto por la barbarie vencedora, asfixiado en el humo de las batallas, manchadas las alas transparentes al rozar el 'eterno estercolero de Job', Ariel resurge inmortalmente». Regresa para dirigir «las fuerzas ciegas del mal y la barbarie para que concurran, como las otras, a la obra del bien» (101).

El elitismo arielista frente a los inmigrantes pobres y las masas obreras es patente en el asco de Darío por los roces inter-clase de la ciudad moderna y en las propuestas de democracia restringida de Rodó, así como en la tradición del arielismo posterior en la que Calibán -monstruo materialista y hambriento- fue el significante para la plebe levantisca. El alegado canibalismo de la masa está relacionado con la violencia y los ataques contra la propiedad, comunes en las insurrecciones populares. La confusión entre el cuerpo y la mercancía en la lógica del capitalismo decimonónico promueve la imaginación gótica de la muchedumbre y la asociación simbólica de las clases trabajadoras y pobres con la monstruosidad y el canibalismo en una paradójica antífrasis política que llama caníbal a quien, de hecho, es devorado por el capital. La propaganda contrarrevolucionaria europea promovió esa imagen de la masa devoradora durante y después de la Revolución francesa y haitiana44, y las subsecuentes revoluciones de 1830, 1848 y 1871 (H. L. Malchow 61, 67). Las dos primeras ocurrencias de la palabra canibalismo registradas por el Oxford English Dictionary se refieren, de hecho, a las masas proletarias: en 1796, usada por Edmund Burke (1729-1797) contra la masa de la Revolución francesa (5: 140, 211, 212, 273, 287, 309) y en 1824 por Disraeli contra la turba (1766-1848) (67-69). Es en este desplazamiento semántico que el canibalismo de la masa parece reacomodarse en el Calibán de The Tempest. La matriz shakesperiana facilita el desplazamiento del proletario caníbal a Calibán y la alegorización reaccionaria de la política. Calibán es el monstruo ávido de las pesadillas del imaginario burgués: proletario insurrecto, dispuesto a comerse la comida que produce, a violar a Miranda y a destruir el mundo de Próspero. Calibán como masa informe tiene un lugar inestable en el drama de la identidad: entre el trabajo y la insurrección. Siempre a punto de volverse caníbal.

El arielismo suprime y desplaza a su inconsciente la lucha de clases eufemísticamente llamada por Rodó «caprichos de la multitud» y «luchas del interés» (53, 54). Pero al final del Ariel, después del monólogo de Próspero, la monstruosidad popular regresa a turbar el arrobamiento del verbo arielista: «Al amparo de un recogimiento unánime, se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación. Cuando el áspero contacto de la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. [...] Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud» (Ariel 103). Calibán es, ciertamente, más plebe que imperio.

Volvamos ahora a la crisis de 1898, a Rubén Darío y a la definición «externa» o continental de la identidad Latinoamericana. Debe insistirse en que el discurso elitista de la crisis finisecular no pensó la época fuera del antipragmático y aristocrático manifiesto de la latinidad y que, como se expuso, se definió contra los sectores populares y proletarios. Su visión del imperialismo «como una contradicción a la tradición hispánica, y un ataque a los fueros de la intelligentsia elevada por encima de la masa» (Moraña, Literatura... 67), es un síntoma del desencuentro de estos intelectuales con la Modernidad (parafraseando a Ramos) y una marca de los límites de su lectura de la cultura y de la historia.

Las metáforas shakesperianas y panlatinistas del latinoamericanismo de fin de siglo ponen en evidencia, además, el eurocentrismo de la intelligentsia latinoamericana, y su marginalidad o localización periférica (neo)colonial. Al nombrar su causa de identidad como la de la raza latina, acudían a una idea racista, de factura francesa45 y paradójicamente diseñada en el proceso de constitución del botín americano que se disputaban potencias como Inglaterra, Francia y Los Estados Unidos.

Los alegatos contra Calibán (de Groussac, Darío y Rodó) están enunciados desde la pérdida de autoridad del letrado característica del Modernismo y desde un espacio cultural cuyos referentes han sido descentrados por la emergente supremacía económica, militar y tecnológica de los Estados Unidos. Pero una de las contradicciones que definirán el arielismo -tanto de la vuelta del siglo como el posterior- será la inconstancia de su antiimperialismo y de su beligerancia espiritual «latina» contra el «imperio de la materia». El Darío que en 1898 concluía: «¡Miranda preferirá siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu; y todas las montañas de piedras, de hierros, de oros y de tocinos, no bastarán para que mi alma latina se prostituya a Calibán!» («El triunfo» 455), no resiste la lectura de los versos de «Salutación al águila» (1907): «Tráenos los secretos de las labores del Norte, / y que los hijos nuestros dejen de ser los rétores latinos / y aprendan de los yanquis la constancia, el vigor, el carácter» (Poesías 2: 707-709).

Cuatro paradojas adicionales pueden ilustrar los límites del antiimperialismo arielista del 98 en Rubén Darío:

1. En el «El triunfo de Calibán» Darío insiste pródigamente en imágenes de consumición: «comedores de carne cruda [...] Comen, comen [...] la asechanza de la boca del bárbaro [...] el peligro que entrañan esas mandíbulas de boa todavía abiertas tras la tragada de Tejas [...] el apetito yankee [...] del Norte, parten tentáculos de ferrocarriles, brazos de hierro, bocas absorbentes [...] a la vista está la gula del Norte», etc. (451, 452, 453, 454). La visión del monstruo como un caníbal devorador disfrazado de panamericanismo es explícita y específicamente referida al caso cubano:

Sólo una alma ha sido tan previsora sobre este concepto, tan previsora y persistente como la de Sáenz Peña: y esa fue -¡curiosa ironía del tiempo!- la del padre de Cuba libre, la de José Martí. Martí no cesó nunca de predicar a las naciones de su sangre que tuviesen cuidado con aquellos hombres de rapiña, que no mirasen en esos acercamientos y cosas panamericanas, sino la añagaza y la trampa de los comerciantes de la yankería. ¿Qué diría hoy el cubano al ver que so color de ayuda para la ansiada Perla, el monstruo se la traga con ostra y todo?


(453)                


Luego, en «Invasión anglosajona: Centroamérica yanqui» (1902), Darío denunciará de nuevo el apetito de los Estados Unidos justo antes de la intervención en Panamá y temiéndola en Nicaragua:

Un ministro de la República de Nicaragua -el señor Gómez- decía al célebre escritor colombiano Vargas Vila: «Que los americanos nos han de comer, es un hecho. No nos queda más que escoger la salsa con que hemos de ser comidos» (Escritos dispersos 142).

Sin embargo, Darío -que tenía frente a sí esta imagen del imperio voraz- no relacionó a Calibán con el término caníbal, más acorde con el campo léxico de su caracterización de los Estados Unidos.

2. La resistencia humanista a la consolidación del poder hegemónico norteamericano y al imperialismo no encuentra un icono en Calibán, como sucederá posteriormente con la avanzada contracolonial en el Caribe (George Lamming, Aimé Césaire, Roberto Fernández-Retamar) (Capítulo VI). Darío y Rodó no se reconocen en el monstruo colonizado que maldice al usurpador46, sino en Ariel o en Próspero. Darío en 1898 no advierte en sus propias palabras el drama calibánico:

Pero hay quienes me digan: «¿No ve usted que son los más fuertes? ¿No sabe usted que por ley fatal hemos de perecer tragados o aplastados por el coloso? ¿No reconoce usted su superioridad?». Sí, ¿cómo no voy a ver el monte que forma el lomo del mamut? Pero ante Darwin y Spencer no voy a poner la cabeza sobre la piedra para que me aplaste el cráneo la gran Bestia [...] no he de sacrificarme por mi propia voluntad bajo sus patas, y si me logra atrapar, al menos mi lengua ha de concluir de dar su maldición última, con el último aliento de vida.


(455)                


En la crisis que ocasionó el avance imperial norteamericano, la inversión de la metáfora (identificarse con el monstruo) no era posible. Los tropos del latinoamericanismo (el drama internacional) no podían entrar en contradicción con las metáforas de las insurgencias calibánicas en el «drama interno». El compromiso de estos intelectuales con un alto concepto de Europa, su identificación clasista con la alta cultura y su occidentalismo, los ponía del lado de la «civilización» y del apolíneo Ariel; los hacía rechazar cualquier protagonismo identitario proveniente de la efervescencia popular. Temerosos de la insurgencia de esos nuevos sujetos políticos, vieron en esas fuerzas al monstruo rebelde e hicieron del llamado «materialismo» de los Estados Unidos y de la muchedumbre, harina de un mismo costal.

3. De la pluma de Martí obtuvo Darío el material de una lectura intensa de los Estados Unidos; el lector de «El triunfo de Calibán» notará cierta intertextualidad, por ejemplo en los juicios severos a Blaine y a Gould. Pero la defensa dariana de España en las condiciones de ese momento constituía un alegato contra Cuba y la herencia política de Martí, pese a los golpes de pecho por su muerte. Darío dirige su «panfleto cultural»47 contra los Estados Unidos; no contra España48, ni contra ningún otro país europeo con intereses (neo)coloniales en el área. Arturo Andrés Roig, hablando de Martí, Hostos, Darío y Rodó, dice que el discurso del 98 americano no es

expresado en lo que en la Península se llamó «literatura del desastre» o de la «decadencia española», expresión de la frustración histórica, de sentimientos injustificados de desaliento y derrota. ¿Cómo iban a lamentar los caribeños el fin de un imperio? Lo que sí habían de lamentar y lamentamos todavía, fue el reemplazo de aquel por otro.


(«Calibán y el 98» 135, 136)                


Por lo que respecta a «El triunfo de Calibán» no se puede aceptar la tesis de Roig; ese discurso hacía causa común con la política exterior española. El Hispanismo desde mitad del siglo XIX -pero especialmente en la coyuntura del 98- le hacía juego a la nostalgia imperial peninsular (John Reid 123). La simpatía de Darío por la causa martiana era sentimental: «Y yo que he sido partidario de Cuba libre, siquier fuese por acompañar en su sueño a tanto soñador y en su heroísmo a tanto mártir, soy amigo de España en el instante en que la miro agredida por un enemigo brutal» (455). Darío lamenta el surgimiento del nuevo imperio, es cierto; pero no deja de hacer lo mismo por el fin del anterior.

4. En la geografía simbólica de «El triunfo de Calibán» pueden rastrearse los intereses del proyecto liberal Argentino que tenía la pretensión de erigir una potencia en el sur del continente: «Sáenz Peña, el argentino cuya voz en el Congreso panamericano [...] demostró en su propia casa al piel roja -escribe Darío- que hay quienes velan en nuestras repúblicas por la asechanza de la boca del bárbaro» («El triunfo» 452). Esta lógica del contrapeso la repite Darío en «A Roosevelt»: «Apenas brilla, alzándose, el argentino sol» (Poesías 2: 339-641). De cualquier manera, el «argentino sol» se alzaba en medio de un pacto (neo)colonial entre las oligarquías y el capital inglés, en cuyas manos estaban los ferrocarriles, la banca, el gas, la industria frigorífica, los seguros y las manufacturas. Como bien señala Sergio Ramírez, Argentina no era, realmente, el otro polo de desarrollo del continente americano» como insinuaba Darío en «A Roosevelt» y en Canto a la Argentina (1910).

Estos límites de la metáfora -el que no relacione el Calibán (norteamericano) con el canibalismo, ni a Calibán con Latinoamérica, que no extienda el «escenario conceptual» de The Tempest a España, y que defienda una imaginaria contra-hegemonía de la Argentina- pueden tener relación causal con las pobres herramientas del humanismo burgués para entender su tiempo allende el espiritualismo antipragmático. Lo que se ha indicado respecto de Ariel, es decir, que no se detuvo en «las causas político-económicas del fenómeno imperialista», sino que se quedó en la resistencia axiológica programática (Moraña, «Rodó» 660), puede bien hacerse extensivo a «El triunfo de Calibán».

La posición problemática de esta generación se anuda en la pérdida de autoridad de su quehacer letrado y en el correspondiente intento por legitimar la literatura en la medida de su resistencia a los flujos de la modernización (Ramos 10), al tiempo que -para defender a una potencia decadente contra una emergente- se permitía retozos eurocéntricos como la construcción de un discurso de identidad con fuentes ideológicas en Shakespeare, en los ideólogos del imperialismo francés, o, en el mejor de los casos, en sus espiritistas.

Por ello Groussac sin rubor, habla de la inmadurez de Cuba para la independencia49 y Darío trae a su monólogo a una España vetusta y no a la que libró una guerra contra los cubanos y que, de alguna manera, con su insistencia en conservar la colonia, posibilitó la intervención de los Estados Unidos.

«Y usted ¿no ha atacado siempre a España?». Jamás. España no es el fanático curial, ni el pedantón, ni el dómine infeliz, desdeñoso de la América que no conoce; la España que yo defiendo se llama Hidalguía, Ideal, Nobleza; se llama Cervantes, Quevedo, Góngora, Gracián, Velázquez; se llama el Cid, Loyola, Isabel; se llama la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América.


(«El triunfo» 455)                


La retrospección al Siglo de Oro desenterraba a una España imperial de glorias estéticas, soslayaba la densidad histórica -vale decir, colonial- del conflicto y obviaba a la España finisecular que con su aparato político y bélico hizo de la población civil de la isla un objetivo militar en la campaña de tierra arrasada del general Valeriano Weyler en 1896.

«El triunfo de Calibán», en conclusión, tiene un valor representativo de los debates de la época y del imaginario del 98 y de los alcances y límites del discurso arielista frente a la modernidad, el imperialismo y la identidad continental. Cuando Rodó dos años después publica su ensayo interpelando en su dedicatoria a «la juventud de América» parecía mirar al futuro, en realidad cerraba, bajo el ropaje de la propuesta de un deber ser, una época en agonía. Detrás de la grandilocuencia de ese texto y de la vehemencia enconada del de Darío, estaba la misma frustración e impotencia; la de una generación que hizo un discurso utópico en las puertas de su Apocalipsis.



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