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María da Conceição

Fausto Avendaño1

María da Conceição Nunes llegó sin ningún anuncio a casa de su tía, doña Margarida Gonçalves Carvalho, un día de otoño en Río de Janeiro.

-Pero niña, ¿qué haces aquí en la favela?- dijo la vieja asombrada. La muchacha, deshecha por el largo viaje en autobús desde Minas Gerais, contestó sin aliento.

-Tuve que salir... ¿Me das techo unos días?

La anciana asintió con la cabeza y la hizo pasar al pobre aposento. Era una casucha sin forma definida, hecha de cartón y hoja de lata, su interior tapizado de viejas esteras, con dos o tres sillas de mimbre muy destartaladas y una cama de varas. Sobre ésta, a la cabecera, colgado al desnivel, se encontraba un brillante cuadro del Sagrado Corazón. Los ojos luminosos de Jesús dominaban toda la extensión de la humilde choza.

La tía cogió la maleta de su sobrina y la metió en un viejo y astillado ropero. Luego le ofreció una taza de café.

-Tus padres han de estar que se mueren de mortificación -comenzó la anfitriona. La muchacha, súbitamente indignada, sacudió la cabeza:

-No... No me quieren allá.

Doña Margarida disimuló mal la consternación que le causaron aquellas palabras. Ella ya estaba vieja y abandonada por sus hijos, y resignada a una existencia mediocre, pero sin responsabilidades. No le apetecían enredos con su hermano ni nuevas obligaciones. Sabía por experiencia que una chica joven y rebelde no le convenía. Por ello, sin querer, le salió una advertencia:

-Este no es un sitio para muchachas decentes. María da Conceição sonrió con amargura.

-Si la oyera mi padre...

Y prosiguió la joven con la triste historia de siempre, la misma que la tía había contado hacía muchos años y la misma que se repetía sin cesar por toda la favela. Se trataba de un banal amorío con un don Juanillo del País. Ella se creyó encinta y se vio obligada a revelárselo a su padre. Éste exigió un arreglo, pero el joven se negó a casarse, prefiriendo la fuga, y el padre quedó echando chispas. El embarazo, a fin de cuentas, no dio ningún fruto, pero las cosas ya estaban echadas a perder. Ella se vio forzada a dejar el hogar paterno y venirse a la ciudad.

La favela era un lugar donde los perros, los gatos y el mismo hombre andaban con ojos hambrientos y la lengua de fuera. Por aquellos arrabales no se conocía ni la electricidad, ni el agua corriente, ni los retretes, ni la calefacción, ni nada que se pareciera a las comodidades burguesas. Allí por acera había lodo, por calle veredas encharcadas y por casas barracas de cartón y de hoja de lata. La hediondez de las barrancas, henchidas de desperdicios, basuras y heces de animales y de humanos, se hacía sentir por toda la vecindad. Los niños, descalzos, mugrosos y tostados por el sol, salían al umbral de sus humildes hogares a rastrear, con ojos grandes y asustados, a sus vecinos. La barriga, de vez en vez, les arrancaba un llanto lento y triste. Allí no había bastante pan, ni leche que les valiera; sin embargo, por las noches se enriquecía de aguardiente y música, de hombres y mujeres alegres.

Doña Margarida sabía de sobra que allí las mujeres no duraban, por lo que, entre más pronto saliera su sobrina de la favela, mejor suerte corría todo el mundo. María da Conceição era demasiado moza y bonita para que la dejaran en paz. El contorno de sus caderas eran capaces de arrancar los instintos más innobles. A la joven tampoco le apetecía quedarse en aquel barrio. Pensaba buscar trabajo, colocarse en la ciudad y olvidar los lomeríos de Río de Janeiro. La muchacha sabía que allí no había nada para ella. Era un lugar mezquino, repleto de hombres lascivos e inquietos, capaces de las peores barbaridades.

«Me aparto, me aparto, me aparto de esta gente», se decía una y otra vez como para creerlo. De allí en pocos días comenzó a salir todas las mañanas rumbo al centro, con enaguas gruesas y una pañueleta negra en la cabeza. No quería que nadie la conociera, ni le dirigiera la palabra. Se mostraba reacia a todo intento de amistad, aun de los chiquillos y de las ancianas. Callada, recta y con firme paso, saludaba apenas con un movimiento leve de la cabeza. Sin embargo, a los pocos días comenzaron a seguirla los mocetones que de costumbre se paseaban por aquellos arrabales. La gente luego comenzó a celebrar con malicia la lozana adolescencia de la chica:

-No hay mujer a tres leguas a la redonda que le iguale esos pechos, esas caderas.

-¡Está como para chuparse los dedos!

-Ya habrá quien le haga el favor.

Un día cuando se lavaba en un rincón del aposento, descubrió, sobresaltada, que un ojo la miraba por una rendija. La tía le aconsejó que volviera a Minas Gerais, hiciera las paces y se olvidara de Río de Janeiro. En la favela no había más que una historia, un rumbo, una suerte. Los indicios eran patentes. Pero el rencor de la joven era inmenso. No podía volver al terruño, ni hincarse ante un padre que odiaba, hombre hecho de piedra.

Días después, María da Conceição recordó sus palabras con amargura. En camino de casa, de repente, le saltaron tres mocetones descalzos y descamisados. Uno de ellos, con la botella de cachaga en la mano, le dijo mostrando los colmillos:

-Vamos a gozar, mi negra.

La muchacha, al oír aquello, se le erizó la piel y dejó salir un grito terrible. Echó a correr, pero los sátiros la alcanzaron, le taparon la boca y comenzaron a arrastrarla hacia una choza. Unas viejas borrachas en el umbral de una casa asistían al atraco, pero prefirieron hacer la vista gorda. La joven mordía y pateaba con furia a sus agresores. Pero los hombrecillos eran tercos y no pensaban dejar que se escapara su presa. Por casualidad, en ese momento la tía bajaba a comprar el cotidiano café y al descubrir, horrorizada, que la mujer de quien tiraban los moleques era su sobrina, corrió a socorrerla, echando gritos despavoridos.

-¡Don Reinaldo! ¡Socorrooo!

El citado, uno de los hombres fuertes del lugar, sacó la cabeza de uno de los barracones y dijo:

-¿¡Qué diablos pasa allí!?

Al ver que doña Margarida luchaba con los mozos, dio un paso adelante y gritó con autoridad:

-¡Suéltenme a la comadre!

Los léperos obedecieron en el acto, como si fuera la voz del cielo la que ordenaba. Alzando los brazos como quien se deshace de fierros calientes, dejaron caer a las mujeres y desaparecieron.

Un solo camino, un solo rumbo le quedaba a María da Conceição si permanecía en la favela. Allí no había pretensiones ni pruritos burgueses. Los hombres eran hombres y las mujeres no estaban para ponerse moños. Si se quería vivir en el barrio, había que estar dispuesta a renunciar al orgullo, deshacerse de fantasías ilógicas y vivir el momento con entrega y camaradería. La vida era dura, agobiante y no había tiempo ni inclinación para filosofar.

La tía estaba decidida. Si su sobrina se negaba a volver a Minas Gerais, tendría que salir de la favela de todas formas. Tenía el cuerpo de demonio. No era posible seguir allí. Doña Margarida no podía dar la cara por ella otra vez. La muchacha había de dejar de tontear, abandonar la idea de un trabajo decente e irse a Copacabana. Allá había gente que la sabría apreciar; en la favela lo desperdiciaba todo.

La vieja sacó un papel de una arrugada bolsa de cuero y se lo entregó diciendo:

-Mira, aquí está el domicilio de una persona que te va a ayudar.

Se oyeron balazos por todo el vecindario el día que María da Conceição Nunes salió de la favela. Al día siguiente, leyó en «O Diário» que una escuadra de gendarmes, armados con metralletas y lanzadores de cohetes, penetraron en los arrabales del monte en busca de don Reinaldo Buarque da Fonseca. A éste lo perseguían por el tráfico de drogas y el asesinato de un agente de la policía de Río de Janeiro. Tras un recorrido relámpago por los recovecos del arrabal, encontraron al traficante, así como a otros pandilleros, en una tabernucha del morro y lo acribillaron de balazos. Al ver el cadáver ensangrentado de su reciente protector en primera plana, la joven soltó un mudo llanto de asco. ¡Estaba resignada a todo, con tal de que no volviera a la favela!

La casa de doña Micaela Menezes era un elegante recinto en una de las calles más distinguidas de Copacabana. Sus sombreados jardines y fuentes de fantasía ofrecían el ambiente más halagador del barrio. Una entrada majestuosa con pilares de mármol y pisos de azulejo portugués acogía a sus muchos y ricos huéspedes. Una amplia sala medio griega, que en noches de gala servía de salón de baile, se imponía a los ojos. Aquí y allí se encontraban estatuas de mujeres desnudas y figurines de yeso representando a hombres y mujeres mitológicos. Parecía que la dueña se aficionaba a la Antigüedad, ya que las paredes ostentaban innúmeros cuadros de ninfas, sátiros y bellas diosas rubias. Ante las ventanas colgaban inmensas cortinas rojas de barandilla gruesa y argentada.

El escrúpulo indispensable de doña Micaela era el de dar cabida tan sólo a hombres de fino trato, acostumbrados a lo mejor y capaces de vaciar los bolsillos sin ningún titubeo. La robusta dama se tenía por mujer avisada en las cuestiones de la psicología masculina por lo que, a menudo, aseguraba que los caballeros, si lo eran de verdad, huían de los bajos pensamientos, de las cosas groseras. En cambio, procuraban los buenos modales, la elegancia y, sobre todo, la belleza natural. Según ella, como todas las cosas, había lo bueno y lo malo. Y su casa era de lo mejor.

Habría quien le reprochara sus actividades tachándola de codiciosa pecadora, pero ella no dudaba en que hacía bien ante Dios. Era bondadosa, oía misa todos los domingos y no se olvidaba de darles limosna a los pobres. No era una mujer desalmada, ni tampoco se aprovechaba de las jóvenes que acudían a su casa. A fin de cuentas era cristiana devota. No explotaba a nadie. Ella sólo exigía lo justo. Una vez que le pagaban los vestidos, maquillajes y otras necesidades de la profesión, las inquilinas podían trabajar por sí mismas o dejar la vida. Muchas de sus antiguas, a honra suya, estaban bien puestas con tiendas o boutiques en las mejores calles de Río. La única regla que tenía, y en esto era terca, era que bajo su techo nadie tenía exclusividad. Allí no estaban para enamorarse de un hombre sino para querer a todos. Era una mujer experimentada y sabía que los hombres eran de cuidado. Había que saber vivir de ellos y no ellos de las mujeres.

María da Conceição se entregó a la profesión triste y resignada. En los primeros días sintió que se le revolvía el estómago junto a aquellos hombres desconocidos y ajenos a su gusto. Le parecían demasiado maduros, algunos de la edad de su padre, en trajes finos y uñas demasiado limpias. Algunos no eran tan viejos, pero sin el ingenuo rubor de la juventud. Andaban, miraban, hablaban como quien sabe lo que quiere y cuánto hay que pagar por ello. Sin embargo, con el tiempo, María da Conceição se fue convenciendo de que no había de qué quejarse. Nunca oyó una palabra grosera ni se vio ofendida por el trato de los hombres. Eran inofensivos, como niños grandes jugando al amor, fingiendo querer y ser queridos, como si ignoraran que cada caricia, cada beso dependía de su mano generosa.

Los regalos, las prendas de oro, los diamantes, las alhajas de piedras preciosas comenzaron a apilarse en la alcoba de la joven. Sus vestidos de finas telas, sedas y lanas delicadas, sus peinados y maquillaje eran irresistibles. El esplendor de sus diez y ocho años seducían sin piedad. Todos, viejos y jóvenes, acudían a su puerta. Nadie quería quedar fuera, nadie era capaz de prescindir de las caricias de María da Conceição.

Aquellas atenciones, aquellas riquezas jamás conocidas, habrían perdido la cabeza de cualquier chica, y con más razón a una pueblerina. Sin embargo, María da Conceição no se dejó cegar por la locura del momento. Encomendándose a Yemanjá, Nossa Senhora da Conceição, juró salir de aquella casa en cuanto tuviera lo suficiente para vivir tranquilamente. Había que ahorrar el dinero, hacer economías y mudarse a otro barrio. Soñaba con una casa o apartamento, tal vez en Botafogo, donde pudiera vivir desahogadamente con un negocio propio. Una tienda de ropa o de calzado le apetecía, de acuerdo con lo que oía de doña Micaela y de las otras.

Había aprendido mucho en la casa de doña Micaela. Ya se había adiestrado en la psicología de los huéspedes y sabía cómo agradarlos. Los pobres se contentaban con un momento de ternura. Necesitaban a una mujer que supiera escucharlos, comprenderlos, sin reproches ni malhumores. Procuraban los brazos blandos de una mujer halagadora. Ella, con la dulzura de una voz suave y timbrosa, con la lozanía de un cutis amasado con canela, lograba agradar sin gran esfuerzo. Sin embargo, comprendía que todo era fingido, que aquellos hombres, por más amorosos, por más atentos que fueran, no la querían de verdad. Y ella, asimismo, aunque se entregara a ellos y conociera sus sueños y temores, aunque los consolara con besos fogosos, no los quería tampoco.

Un día, sin embargo, de buenas a primeras descubrió, sorprendida, que comenzaba a sentir una simpatía desusada por uno de los huéspedes, João Vasco Coelho. Éste se había convertido en uno de sus admiradores más asiduos. Hombre maduro, buen mozo e impecable en el vestir, era concurrente nuevo. Como era medio poeta y gracioso sin ser grosero, las damas del lugar le solicitaban versos, los cuales componía sin ningún aparente esfuerzo. Bailaba el tango argentino a la perfección y se zarandeaba como cualquier moleque con la samba del país. Entre serio y guasón, decía con la copa en la mano que todas las damas de la casa eran dignas de su aprecio, mientras el bolsillo y cuerpo aguantaran. Sin embargo, a solas con María da Conceição, confesaba que estaba apasionado sin remedio. Le juraba que su pasión lo llevaría a hacerla su mujer en el momento que ella lo decidiera. Él no tenía nada que reprocharle puesto que comprendía que el mundo daba muchas vueltas y la suerte no siempre favorecía a todos. Las circunstancias, la mala estrella, tenían la culpa. Y, a fin de cuentas, en cuestiones de amor, lo que contaba era el corazón, la verdadera pasión.

João aseguraba que era hombre de negocios, dueño de una pequeña empresa, heredada de su padre, que iba viento en popa. Nunca se había casado y su madre, que aún vivía, se obstinaba en casarlo con una mujer rica y fea, hija de familia amiga. Pero él se negaba a ser infeliz, reacio a abandonar la ilusión. Su mujer tenía que ser un encanto, bella como un ángel y, ante todo, entregada al amor, la verdadera pasión.

La joven hizo un esfuerzo sobrehumano para resistir la seducción de aquellas palabras. Sabía que en el fondo había algo de ilógico, algo de locura en lo que él le decía. Ella no era mujer decente, digna del amor, a no ser el que se compra con moneda, superficial y fingido. Era lo que ella daba en trueque del dinero y, asimismo, era el único amor que se merecía. Sin embargo, María da Conceição, sedienta de ternura, terminó vencida. Ella también lo amaba. Sabía que no era lo que él se merecía, pero la pasión se había adueñado de su alma y osaba soñar.

Doña Micaela, como vieja águila, notó que la joven andaba en las nubes y comenzaba a desatender a los huéspedes. Y eso no podía ser. Bajo su techo todos los hombres, fueran viejos o jóvenes, tenían el mismo valor y las inquilinas, quisieran o no quisieran, habían de servirlos sin ninguna distinción. Por ello, una noche que la joven se retiró temprano, la vieja dama no titubeó en decirle:

-No se gana el pan con un solo hombre.

La joven se había negado a acompañar a un viejo rico que había venido expresamente a conocerla. María da Conceição quedó, momentáneamente, sin resuello. Una mezcla incierta de gratitud y rebeldía le apretaba el corazón. Sabía que tenía mucho que agradecerle a la dama y no quería desagradarla. Sin embargo, su naturaleza era tal que un reproche cualquiera era capaz de hacerla estallar. No obstante, recobró la sangre fría y se disculpó. Se retiraba, no por otra cosa, sino porque de verdad padecía de una jaqueca terrible. La dama sonrió bonachonamente y le dio unas palmaditas en la espalda. Ella no quería reprocharle nada, pero había notado que un solo hombre le ocupaba las noches y, cuando éste no estaba, ella desatendía a los demás. No era lógico ni rentable hacer aquello en su casa. ¿Qué gracia o qué seducción tenía aquel hombre para que ella despreciara a los otros?

Luchando con la rebeldía agolpada en la garganta, María da Conceição dijo entre dientes:

-Me quiere...

Doña Micaela se mordió el labio y dijo con voz ronca:

-¿Qué te ha dicho ese hombre?

La joven habló con un extraño orgullo, como si le agradara desembuchar su buena fortuna:

-Que se casaría conmigo...

La dama se quedó mirándola unos momentos, como si el diablo se le hubiera aparecido, los ojos vivos y fijos. Dando la media vuelta, aún con la vista clavada en la joven, dijo:

-Algo huele mal, hija... Si te pide dinero, mándalo al demonio.

Días más tarde, João Vasco llegó muy agitado, traía la cara descompuesta, las manos temblorosas, como si una preocupación muy fuerte lo asediara. Hablaba entrecortado, haciendo pucheros como si la vergüenza lo hostigara.

-Hoy no tengo para justificar mi presencia -dijo; otro día pagaría lo que fuera. María da Conceição lo calló con un beso. No era justo que él se sintiera así; harta plata había derrochado en otras ocasiones; si doña Micaela se quejaba, ella misma abonaría el gasto. João no tardó en contarle el motivo de su perturbación. Una huelga desastrosa se había declarado en su fábrica. Los obreros, como hordas bárbaras, habían destruido mucha maquinaria. Las pérdidas ascendían a millones de cruzeiros y él tenía que desembolsar una buena parte del capital para reemplazarlas. El seguro no lo cubría todo. Con la esperanza de aumentar la producción, él había hecho economías en ese sector. La empresa iba viento en popa, pero con tamaña pérdida, era capaz de quebrar. Para evitar la ruina había de mover cielo y tierra, rebuscar inversionistas, reunir el capital necesario.

Cuando María da Conceição oyó las palabras profetizadas, sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Él le pedía una enorme cantidad, un millón de cruzeiros, casi todo lo que tenía ahorrado. Pero sería dinero bien empleado; él se los pagaría con rédito justo y a un plazo razonable.

João tenía que marcharse a São Paulo, a fin de resolver los problemas, pero volvería dentro de unos días, y si ella lo consentía, se irían los dos a vivir a esa ciudad. Ya había prevenido a su madre y la señora, temiendo quedarse sin nietos, no se oponía al matrimonio. Al día siguiente vendría por el dinero antes de tomar el avión.

María da Conceição quedó perpleja, con un malestar insoportable. No quiso bajar al acostumbrado soirée, pretextando una fatiga abrumadora. Esa noche no toleraría el cuchicheo interminable de los huéspedes. No era capaz de consentir el manoseo incesante de hombres de la edad de su padre. Tenía que pensar; había de decidir si dejaba la vida, abandonaba Río de Janeiro por una existencia incierta, confiada en el amor de un hombre. En Minas Gerais había confiado en el amor con pésimo resultado y ahora no quería volver a equivocarse. Quería creer que João la amaba de verdad.

Esa noche, antes de que concertara el sueño, doña Micaela volvió a llamar a la puerta. María da Conceição se levantó para hacerla pasar y la vieja dama entró seguida de una mujer desconocida, cincuentona, elegante y arrugada. La joven no sabía qué pensar. Aquella visita extraña no podía ser de buen agüero. De todas formas, se quedó tranquila esperando que la vieja dama tomara la palabra. Se trataba de una antigua amiga de São Paulo, de visita en Río de Janeiro, a quien se le había pedido un favor. La extraña, con lento hablar, le explicó a la joven que su amiga, doña Micaela, le había pedido que la sacara de dudas acerca de un sujeto, el señor João Vasco Coelho. Sospechaban que se trataba del «Príncipe», João Magalhães, un vividor de larga historia. En São Paulo había hecho grandes estragos, dejando a varias mujeres sin quinto. Se le conocía como un estafador desalmado.

María da Conceição quedó boquiabierta, limitándose a contestar con monosílabos las preguntas que le hacían. Y con cada pregunta, con cada precisión, el retrato de João Vasco, a pesar suyo, se hacía más patente.

-Tiene ojos azules, un bigote fino, recortado... Dice tener una empresa... Necesita dinero... Viendo que la joven gimoteaba, la mujer sonrió bienhumorada, poniendo todas sus arrugas de relieve.

-Es por tu bien que te informo -dijo.

María da Conceição no concertó el sueño hasta deshoras de la madrugada. La idea de que el hombre que ella quería, por el cual estaba dispuesta a todo, fuera el llamado «Príncipe», la dejaba sin resuello. No era posible, pensaba, que se tratara del mismo sujeto. Ella era mujer sensible y perceptiva; no era fácil que un hombre la engañara. Ella lo había visto a los ojos, le había medido cada palabra, cada entonación, no podía estar equivocada. Él la quería; él también estaba enamorado. El corazón no le podía mentir, pero sí una vieja desconocida, antigua colega de doña Micaela, tan zorra como ella. Sin duda, la dueña de la casa, temiendo perder a quien la acaudalaba, había maquinado todo. No le sorprendía que se tratara de una embustera bien pagada, capaz de decir cualquier mentira por un billete.

Al día siguiente João Vasco llegó temprano.

-Se me parte el alma dejarte -le dijo entre besos apasionados. Sus ojos marinos ya mostraban las primeras lágrimas. María da Conceição quedó sin aliento, pero con la duda a cuestas. Tenía que aclarar las cosas.

-Dame el nombre de tu empresa -dijo, apartándolo.

-¿El nombre?... Pues, ¿qué otro nombre va a tener? «Vasco e hijo».

João le presentaba una cara de sorpresa, casi ofendida. Ella sonrió, compadecida.

-Es que si voy a ser accionista...

-Serás la dueña, si tú quieres -dijo con renovado ánimo. Luego, echando una mirada a su reloj, dijo:

-El avión sale dentro de una hora; tendremos que ir al banco inmediatamente.

María da Conceição sacó el librito de la cuenta de ahorros, lo metió en su bolsa y se puso el abrigo para salir. A la puerta se le vino un impulso irresistible por aclarar todo de una forma directa:

-¿Eres el «Príncipe»? -dijo al volverse hacia él.

Los ojos de João no pudieron encubrir la verdad y la muchacha comenzó a gimotear. Él se quedó mirándola, como a quien se la ha roto un cristal muy valioso.

-¡Lo único que querías era robarme! -le gritó María da Conceição.

El «Príncipe», pensando jugarse el todo por el todo, le dijo dulcemente:

-Anda, por Dios... Aunque fuera el «Príncipe», te quiero y estoy dispuesto a todo por ti... Vente conmigo... En São Paulo viviremos tranquilos... Prometo hacerte feliz.

Tomándole las manos entre las suyas, se las besó con devoción, mientras ella lo miraba indecisa.

-Conozco esa gran ciudad -prosiguió João-. Con el dinero que me ibas a dar, conseguimos un magnífico apartamento, en uno de los mejores barrios...

Ella lo escuchaba vacilante.

-Nos pasearemos, te llevaré a muchas partes. Verás que hay muchas cosas que ver. Iremos al teatro, a los grandes espectáculos, a la ópera, si gustas... Y siempre, rodeados de lo mejor. Yo conozco a mucha gente bien, ya verás.

Sus palabras estaban tan llenas de entusiasmo, eran tan halagadoras, que María da Conceição no pudo evitar un momento de delirio. Llegó a imaginarse bien vestida, entre gente elegante, a las puertas de los teatros. Sería una mujer decente, casada y con familia; sin embargo, su natural desconfianza la llevó a preguntar de qué vivirían y él, al oír aquello, de repente, perdió el risueño semblante y dijo:

-¿De qué? ¿De qué habríamos de vivir? De lo de siempre... de mis relaciones, de mis conocimientos y, claro, de tu encanto de mujer... Verás que en São Paulo se vive mejor que aquí.

-¿Es que te entiendo bien? ¿Quieres que siga con la vida?

-Claro, pero no será como aquí. No tendrás que molestarte con cada mequetrefe... -Al oír esas palabras, la muchacha estalló indignada.

-¡Sal de aquí! -gritó, mientras le corrían las lágrimas por las mejillas.

-Pero ¿qué es eso? ¿Por qué lloras?

-Tú no me quieres... ¡No quieres a nadie!

-No sé por qué dices eso. No te pido más de lo que haces aquí.

-Algún día... quiero ser mujer decente -repuso ella con resolución.

-¿Decente? ... ¿decente? -tartamudeó João, rojo de cólera. Con la boca contraída en una mueca horrible, aseveró:

-Siempre serás una... ¡puta!

En ese momento, María da Conceição sintió concretamente por primera vez que era una mujer despreciable y la rabia ante la humillación la estremeció. Súbitamente, como animal felino, se disparó hacia él con las uñas prestas.

-¡Bestia! -gritó el «Príncipe», al sentir el rasguño en la mejilla. Se tocó la herida, examinándose.

-¡Maldita! -gruñó y arrojó a la muchacha al suelo con todas sus fuerzas. Estaba a punto de golpearla cuando doña Micaela entró en la habitación.

-¡Basta! -ordenó.

João se enderezó, dio la media vuelta y dijo con una sonrisa:

-No se inquiete nadie... me marcho ahora mismo.

Después de aquel desengaño, María da Conceição no aguantó más la vida en el prostíbulo. Se sentía sucia, despreciable, como si la hubieran arrastrado por las calles, desnuda y embarrada de inmundicia, anunciando su delito. Ahora se acordaba de los ojos de su padre, angustiados e incrédulos. No había criado a una hija con más ilusión, con más esmero y cuidados; no se había sacrificado años enteros en un puesto mediocre, con todas las humillaciones de un pequeño burócrata, para que María da Conceição le desbaratara todo en un arranque de capricho. ¡Ni diploma escolar, ni marido decente, ni nombre que la honrara! ¡Sólo el fracaso, el infortunio y la deshonra!

La culpa era abrumadora, por lo que sintió la necesidad de confesarse. A pesar de todo, ella siempre había querido ser decente y no era irreligiosa. En Río de Janeiro no había tomado la vida por vicio sino por necesidad, y ahora no quería seguir pecando.

El sacerdote le dio el consuelo de la Iglesia, asegurándole que Dios la perdonaba. Ella podía rectificar sus errores, acercándose al Señor y tomando el camino del bien.

Consolada y decidida, abandonó la casa de doña Micaela, instalándose en un apartamento vetusto en un barrio de pequeños funcionarios próximo a Botafogo. Comparado con Copacabana y sus lujosos edificios, este barrio era feo y descuidado, muy lejos de halagar a la joven. Sin embargo, allí vivían familias constituidas, niños y ancianos, había agua corriente y no faltaba la electricidad. Con el tiempo y un buen empleo, María da Conceição pensaba mudarse a otro lugar. De todas formas, lo que más le urgía en aquel momento era alejarse de la prostitución y vivir una vida tranquila. Estaba dispuesta a ser prudente y comedida, trabajando en lo que fuera.

Sin embargo, a los pocos días, pese a sus esfuerzos, María da Conceição, se dio cuenta que no era fácil comenzar de nuevo, sin ningún antecedente. Verificó con tristeza que las puertas se le cerraban en todas partes. En las fábricas, en los mercados y en los pequeños abarrotes la recibían con la misma respuesta: no había empleo, estaban completos, no necesitaban a nadie. Pasó luego por los grandes almacenes de ropa y mercancía doméstica, confiada en que su belleza y desenvoltura la favorecían, pero las máquinas y los números, como guerreros impiedosos, la vencieron. No sabía de cuentas y desconocía las cajas de registro. Haciendo de tripas corazón, se presentó en clínicas de barriada, creyéndose capaz de desempeñar el cargo de recepción, un oficio que no requería grandes conocimientos, pero aquí tampoco recibió respuesta positiva. Los administradores lo sentían, estaban muy apenados, pero María da Conceição desconocía la máquina de escribir y no poseía ningún diploma escolar. ¿Qué iría a hacer?, se preguntaba, fatigada de tanto rechazo. ¡Era inepta, sin estudios superiores, incapaz de rendir ningún trabajo!

Meses más tarde, María da Conceição, con la decepción agolpada en el pecho, trajinaba por los estrechos salones de una de las muchas fondas de mala muerte que se encontraban en los callejones de la ciudad. Era un empleo mezquino y monótono que consistía, sobre todo, en servir los platos y bebidas, sin necesidad de manejar dinero, con un sueldo mísero y sin propina justa. Los clientes, rayando en groseros, aturdían a la chica con su incesante habladuría sobre el fútbol y la política. Eran tercos y rencorosos y, a veces, por un desacuerdo cualquiera, se amenazaban con las botellas, echando maldiciones. María da Conceição, como era lógico, llegaba a casa hastiada de la turba y muerta de cansancio. No era la clase de vida que se había imaginado al salir de la casa de doña Micaela, pero ¿qué había de hacer? Sus ahorros no eran interminables y ella tenía que trabajar en lo que fuera.

Un día que María da Conceição llegó a casa, colmada de la rutina enfadosa de su vida, sintió que estaba muy sola y mandó a llamar a su tía para que la acompañara. Con la vieja, la vida se tornó más interesante, ya que siempre tenía de qué hablar y, al mismo tiempo, la anciana no era mujer inservible. Le preparaba los alimentos y le remendaba los vestidos. María da Conceição llegó a constatar que su tía era una gran ayuda, una fuente de apoyo indispensable, aunque fuera una boca más.

Un día que doña Margarida la adivinó más triste que nunca, le dijo, risueña:

-Debes distraerte un poco. Hazle caso a algún muchacho.

María da Conceição ya lo había pensado. Hacía meses que no se acercaba a un hombre que la agradara. Necesitaba la compañía masculina, salir a algún sitio, reírse de cualquier tontería y bailar la samba. Pero hombres, como a ella le gustaban no existían en los lugares por los que andaba. Sólo un muchacho del vecindario le había despertado interés. Sin embargo, el joven la había invitado varias veces sin que ella aceptara. Sus dientes ennegrecidos de caries y su aliento de cachaca le dieron asco. Era inútil. Por más que se hiciera las ilusiones, los hombres del barrio, mal lavados y con vicios baratos, no le podían interesar. La joven meretriz conocía otro mundo. Aún persistían en su memoria los elegantes soirées de doña Micaela, donde hormigueaban los hombres de blancos dientes y alientos de jazmín.

Meses después, la infortunada joven, pese a su terca frugalidad, descubrió que el dinero se le agotaba. Le restaban tan sólo unos escasos cruzeiros. Desesperada y triste, mandó a su tía de nuevo a la favela y se puso a buscar, como loca, otro aposento más modesto que correspondiera a su exiguo salario, esfuerzo inútil, dado que no había en Río de Janeiro ni apartamentos ni cuartos más baratos que el que poseía. Lo único que le quedaba -y esto la llenaba de horror- era volver a la favela.

Movida por aquel temor, se arrojó a las calles en busca de alguna casa de bien donde pudiera trabajar. Sabía que era su última posibilidad. Ser criada en casa de ricos no era de su agrado, pero no tenía otra alternativa. Estaba dispuesta a aguantarlo todo -regaños y humillaciones- con tal de que le dieran techo y mesa. Sin embargo, todos sus esfuerzos fueron de balde. Las amas de casa le pedían cartas de recomendación, las que ella no poseía, y aunque las hubiera tenido, las elegantes damas, al verla, se retorcían irritadas, como si tuvieran al mismo diablo a su puerta. El cuerpo, el rostro, los abultados muslos de María da Conceição no eran los de una sirvienta. Las señoras dueñas de casa, como era natural, querían a mujeres feas y gordas.

Un domingo por la mañana cuando María da Conceição se preparaba para ir a misa, alguien le vino a tocar a la puerta. Era doña Micaela.

-¡Qué sorpresa inesperada! -exclamó la joven, al ver el rostro conocido.

La madame, con aire bonachón, le dio un beso en la mejilla y entró en el apartamento.

-¿Pero cómo supiste que vivía aquí? -preguntó la anfitriona.

La mujer sonrió con un poco de piedad.

-Tu tía...

La joven inclinó la cabeza y la invitó a sentarse. Doña Micaela estaba al corriente de todo.

-Vengo a pedirte que vuelvas... -le dijo-. Te extrañamos mucho. Todos preguntan por ti... José Vieira, el banquero, se muere por verte. Y don Isidro, ¿te acuerdas de él? Está dispuesto a costear una gran fiesta si regresas. Como tú bien sabes, él es un hombre cariñoso.

María da Conceição sintió una irresistible nostalgia. No sabía por qué -era paradójico-, pero en el fondo ella también extrañaba a aquella gente. Nadie negaba que la casa de doña Micaela representaba una vergüenza, una vida que María da Conceição con la ayuda del párroco quería olvidar, pero, decididamente y contra toda lógica, guardaba cierto afecto por sus confines.

-Gracias, doña Micaela -dijo la joven después de un largo lapso- ya no puedo volver a esa vida.

María da Conceição no se daría por vencida tan fácilmente. Aún le restaban algunos días de alquiler y debajo de un tabique conservaba dos o tres alhajas de valor. Viendo la decisión en los ojos de su antigua inquilina, la madame, astuta en materia de la persuasión, se abstuvo de insistir, limitándose a decir:

-Si cambias de opinión, hija, toma un taxi... En casa te espero con los brazos abiertos. Días después, las puertas se le cerraron definitivamente. El mes se vencía y el dueño no esperaba un día más. María da Conceição, reunió la ropa que le restaba, hizo sus maletas y salió a la calle, cabizbaja, a llamar un coche. No había otra solución. No podía volver a Minas Gerais -primero muerta que sujeta a su padre- y la Iglesia nada le ofrecía, a no ser la posibilidad del claustro. Lo único que le quedaba era la choza de su tía, la miseria de la favela que, con la ayuda de su empleo y un poco de suerte, pensaba abandonar con el tiempo. Ella ya no era una joven aturdida sino una mujer despabilada que sabría sobrevivir.

-Aquí está, señorita -dijo el chófer al llegar al despeñadero que servía de entrada a la ciudad de los descamisados de Río. María da Conceição se estremeció momentáneamente. A escasos metros de sus ojos se divisaban los montones de basura. Los charcos fétidos de lluvias recientes se extendían a lo largo de un barranco. Un puñado de chiquillos enlodados y harapientos jugaba dando saltos en la inmundicia. Más allá a las primeras cuestas, un grupo de jóvenes ociosos se zarandeaba alrededor de un radio portátil.

Después de un largo silencio, el hombre repitió:

-Señorita... Es aquí a donde quería venir, ¿qué no?

María da Conceição, como en un trance, cogió el mango de la puerta y la abrió lentamente. Rebuscó en su monedero mientras el hombre se aprestaba para ayudarle con las maletas. De repente, la joven cerró la puerta con un trastazo y balbució, horrorizada:

-¡No! Me equivoqué... No era aquí... ¡Lléveme a Copacabana!