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No hay literatura sin compasión: entrevista a Sergio Ramírez

José Gordon





Sergio Ramírez, cuentista, novelista y ensayista, nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Fue vicepresidente de su país durante la Revolución Sandinista (1984-1990). Ha recibido varios premios literarios y es autor entre otros libros de Castigo divino (novela, 1988, Premio Hammett Internacional), Un baile de máscaras (novela, 1995, Premio Bataillon) y Margarita, está linda la mar (novela, 1998, Premio Internacional Alfaguara). Adiós muchachos, su memoria personal de la revolución, apareció en 1999. Sus libros más recientes son Mentiras verdaderas (2001), conferencias sobre la creación literaria dictadas en la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, Catalina y Catalina (cuentos, 2001) y Sombras nada más (novela, 2002), una obra que explora la épica oculta de la Revolución Sandinista, la de los acontecimientos en los que nadie se fija, esos que se rescatan desde la mirada de la literatura.

¿Cuáles son las fronteras entre el escritor y el lector? ¿Dónde están los límites entre los dramas del pasado y los dramas del presente? ¿Cómo se puede habitar otra piel, incluso la de un enemigo? Esas son algunas de las preguntas con las que se confronta Sergio Ramírez en un trabajo narrativo que -comenta- no distingue claramente dónde termina la realidad y dónde comienza la imaginación.

Todo acto de imaginación proviene de la realidad, es como una emanación, como un paso del estado sólido al estado gaseoso, un resplandor que se crea sobre la realidad. En el trabajo del escritor uno puede partir de los hechos que recuerda de lo real y construir lo imaginario, pero una tentación -cada vez más permanente en mi escritura- es usar la realidad misma traslapada con la imaginación: la realidad entra en la imaginación no sólo por el uso de personajes históricos sino a través de hechos que, sobre todo en mis últimos cuentos, tomo de las páginas rojas de los periódicos y reelaboro a partir de cómo se dieron en la realidad. Eso me parece que no sólo agrega veracidad al relato sino que me permite entrar directamente -como escritor de imaginación- en el territorio de la realidad, no sólo usarla y desecharla como un modelo, sino dejarla viva dentro de la escritura de imaginación.

Esto nos lleva a un tema sobre el que has reflexionado particularmente, el de las mentiras verdaderas y, por otro lado, el de las verdades mentirosas. En la información periodística se sabe que las noticias muchas veces nos dan verdades que son mentiras y en la ficción justamente encontramos lo opuesto.

La única mentira que se le vende al lector como verdadera -y se hace de manera leal- es la de la escritura de ficción. Cuando entra a una librería y toma un libro que se anuncia como novela está comprando una obra de imaginación. Cuando la lee y se fascina y se interesa, comienza a convencerse de que lo que está adentro es real. Al llegar a la última página está tan metido en esa atmósfera que no desea que el libro termine. Ha mordido el anzuelo con todo gusto: acepta como real lo que sabe que es imaginación.

En el caso del lector de una noticia, esta es comprada con el certificado de lo real. Lo mismo sucede cuando se abre un libro de historia patria o de historia universal. Aquí es donde vienen los grandes desengaños: en la información que se elabora todos los días en los periódicos hay mucho de imaginación que pone el mismo redactor que escribe la nota. En el libro de historia ocurre lo mismo: sabemos que esos libros en América Latina se han hecho para agredir a alguien o para defenderlo como personaje histórico. La historia objetiva, la que evalúa los hechos de una manera no complaciente con alguien o contra alguien todavía desconfiamos que exista.

En la historia también hay imaginación y es por eso que entre la Historia con mayúscula y la historia con minúscula hay un traslape. De ahí que uno pueda entrar libremente en las páginas del territorio de la Historia con mayúscula y reelaborar la historia que está medio escrita o apenas escrita. Es por eso que la Revolución Mexicana, por ejemplo, es un enorme repositorio novelístico. Todavía no se ha terminado de explorar ese inmenso territorio en donde los escritores están siempre entrando y saliendo para sacar historias y personajes. Es un inmenso saqueo que me parece muy legítimo.

La paradoja es que muchas veces en la novela, en esa mentira, estamos verdaderamente tocando el fondo de lo que se vive en una sociedad.

Sí, porque lo que llamamos memoria histórica es muy movedizo. No sabemos dónde comienza lo real y dónde comienza lo imaginativo. Cuando leemos sobre un personaje histórico nos fascina por los rasgos novelísticos que están ahí. La historia es un gran repositorio de la novela.

En la novela Sombras nada más trabajaste con el repositorio de la Revolución Sandinista.

La historia de Nicaragua es realmente infinita y es mucho menos explorada o explotada que la historia de México. Esta revolución me tocó vivirla tan de cerca que para mí es un hecho contemporáneo, pero para muchos nicaragüenses ya no lo es. El setenta por ciento de la población de Nicaragua tiene menos de treinta años y para la inmensa mayoría de la gente -una población tan joven- tanto la dictadura de Somoza como los años de la revolución ya son el antepasado, no son el pasado sino el antepasado. No lo recuerdan, se los han contado mal. Así entré en un territorio que creo que se puede devolver a las nuevas generaciones mejor en forma de novela que en forma de textos de historia.

Es contado desde la interioridad.

Yo entro a la historia por el valor narrativo que ahí encuentro, por la mina que hay en la historia y que me da pie -al igual que la música- para imaginar, para inventar, para crear. Sin embargo, dado que viví esos días, cuando menciono una fecha debe ser exacta. Aunque la novela es una gran mentira, si uno entra a la historia, tiene que estar circunscrita a los hechos de la verdad.

En términos de arte es interesante apreciar los disparadores de esta novela, las imágenes que te invitan a desarrollar una narración.

Desde niño me entrené en el ojo del que ve imágenes. Fui operador de cine a los doce años porque mi tío Ángel tenía un cine al aire libre en Masatepe, el pueblo donde nací. Era el único cine que había y como el operador se emborrachaba mucho entonces terminé por hacer su trabajo. Vivía metido en la caseta de proyección porque me fascinaba lo que había dentro de ella como posibilidad mágica. Veía la proyección a través de la ventanilla para que no se desencuadrara, para que no se quemara la película.

Así, aprendí a ver con el ojo del cine y realmente entro a una narración, a una idea narrativa, primero a través de la imagen. De manera que en esta novela lo que yo imaginé, lo que estuve viendo durante muchos tiempo antes de poder escribir, era a un hombre que huye por una playa con un maletín en la mano. No va vestido adecuadamente para el lugar. Está huyendo, sus pies están entre la espuma. De repente se ve rodeado por guerrilleros que salen de las piedras y le comienzan a dar voces de alto. En el fondo hay un yate que hace un giro y desaparece porque se oyen unos disparos. Esta es la imagen que dispara mi novela, la historia de un antiguo funcionario de Somoza que está refugiado en una hacienda junto al mar y capeando desde ahí el temporal de la revolución. El pequeño pueblo cercano que se llama Tola es tomado por los guerrilleros. Somoza todavía no ha caído, pero estos guerrilleros vienen a atacar la hacienda, a capturar a este hombre.

Por mucho tiempo tuve esta imagen en la cabeza. En un largo viaje trasatlántico la escribí a mano en una libreta. Después, cuando regresé a Managua, la pasé a la computadora y quedó como yo quería que quedara. Ya sabía cómo iba a comenzar.


En la piel de un somocista

La novela implica entrar en el cuerpo y el alma de un somocista. Hablemos del problema de la literatura de meterse en la piel de otros personajes. ¿Qué es lo que te resulta más difícil?

Siempre me ha resultado muy difícil meterme en la piel de un personaje femenino y hablar en primera persona desde esa voz. Hay muchos escritores que fracasan en esto. Es una tarea muy delicada, muy compleja, a la cual me arriesgué en esta novela que tiene partes escritas desde la perspectiva de una protagonista.

Ciertamente, el personaje central en el que me adentro es un antiguo funcionario del régimen de Somoza. Yo estoy metido en su propia piel para hablar desde su perspectiva, no haciéndome su cómplice ni justificando todo lo que hace, pero sí hablando desde su punto de vista. De lo contrario uno corre el riesgo de enemistarse con el personaje y no quiero hacerlo. Es un personaje muy complejo que viene del movimiento estudiantil de izquierda en los años de la universidad. Tuvo veleidades con el movimiento guerrillero, después se volvió personaje del régimen de Somoza, fue a dar a actos muy confusos, muy oscuros en su vida, hasta que creyendo que ya nadie lo iba a perseguir -porque tiene años de no estar vinculado con el régimen- se va a refugiar a ese lugar cercano al mar. Capturado ahí, va a responder ante la nueva justicia revolucionaria en un momento en donde todavía el poder de Somoza no se ha deshecho y tampoco el poder sandinista de la revolución se ha consolidado. Es juzgado por unos muchachos en un pueblo que está cambiando de manos en la guerra. Meterme en esta piel ha sido un gran desafío para mí.

Sí, porque en última instancia meterse en la piel de este personaje es, de alguna forma, entenderlo.

Uno tiene que entender a los personajes. Al fin y al cabo, no sólo entenderlos sino tener compasión por ellos. No hay literatura sin compasión, no hay literatura de dientes y uñas en la que uno va a tomar venganza histórica de un personaje porque entonces uno no está actuando como novelista.

Se vuelve panfleto.

Se vuelve panfleto. Uno tiene primero que asumir la neutralidad, tratar de tomar distancia, y una vez conseguida esa naturalidad estar preparado para la compasión.




El oído del escritor

Se requiere de mucha soledad para escuchar y ser fiel a las voces de los personajes.

Absolutamente. Yo prácticamente me encierro a escribir. Me encierro en mi estudio en Managua o en Masatepe, desconecto los teléfonos y no acepto visitas. Es en esta soledad que puedo avanzar en la escritura. Luego ya uno puede usar todas las manías que tiene para escribir: hay veces que necesito leerme en voz alta a mí mismo lo que estoy escribiendo, porque necesito que suene, que la prosa suene, que tenga un ritmo y eso sólo lo puedo saber si me estoy oyendo a mí mismo. Si hiciera esto en un lugar en donde hay otras personas, me dirían que estoy loco, que estoy hablando solo. Sin embargo, dentro de mi estudio lo puedo hacer. A veces pongo música. Necesito oír un determinado tipo de música que depende de lo que estoy escribiendo. Si alguien viera que estoy oyendo sólo música de réquiem o misas mayores diría que me estoy volviendo maniático, ¿no?

Cuando estoy metido de cabeza en la revisión del segundo o tercer borrador ya no admito nada más que dedicarme a la novela. No me bastan las mañanas, necesito escribir en las tardes y después necesito las noches. Es entonces cuando uno, dentro de su casa, con su familia, se vuelve una persona imposible.

De hecho, este proyecto literario te asaltaba incluso cuando tenías la responsabilidad de ser vicepresidente de Nicaragua. A horas muy tempranas de la mañana te levantabas a escribir.

Esa novela, algo voluminosa, la escribí así porque con las responsabilidades y cargos políticos tenía ya diez años sin escribir una línea literaria. Me dije, si sigo sin escribir voy a dejar la narrativa, entonces me impuse la tarea de escribir muy temprano en la mañana aunque fuera tan sólo dos o tres horas. Así, a lo largo de tres o cuatro años fui sacando esta novela.

¿Por qué la necesidad de escribir?

Eso es lo que yo creo que podemos llamar un don. Uno viene con esa necesidad en el disco duro. Yo la tengo desde niño. A los cinco años, más que escribir, dibujaba con una tiza en el piso de la tienda de mi padre en Masatepe. Dibujaba historias cinéticas mientras la empleada doméstica, detrás de mí, borraba con el lampazo lo que iba pintando, las historias que me contaba a mí mismo.

Esta necesidad de escribir se relaciona con el imperativo de traducir y describir un mundo. Mencionas que al respecto sigues los principios que planteaba el escritor Isaac Bashevis Singer.

Sí, son unas reglas en las que siempre me he reconocido. Isaac Bashevis Singer mencionaba que, primero, tienes la necesidad de contar un tema; segundo, tienes la certeza de que alguien se va a interesar en ese tema y, tercero, debe existir la convicción de que nadie más se ha ocupado de ese tema de esa manera. Con base en estos tres principios es que uno construye la necesidad de escribir, pensando siempre en un lector, porque uno está frente a la computadora pensando en un lector. El escritor siempre va a estar comunicando actos de imaginación a un lector desconocido. Esa operación va a seguir, a pesar de los avances tecnológicos, porque depende de la participación oculta del escritor que comunica y el lector que es comunicado. Esto no es como ir al cine en donde uno se sienta frente a una pantalla y está viendo lo obvio. Es en la mente del lector en donde se tiene que descifrar lo que el escritor está comunicando. Esa es para mí la gran epifanía de la escritura.




Literatura y carpintería

Y en ese territorio te mueves en dos lenguajes, el del cuento y el de la novela. ¿Qué posibilidades permite cada uno de estos medios?

Yo creo que es como cuando un carpintero selecciona su material para trabajar: sabe que un trozo de madera va a dar para una pieza grande de un mueble y otro pedazo de madera va sólo a dar para una mesa de centro más pequeña. Así se seleccionan para mí los materiales de lo que va a ser un cuento, de lo que va a ser una novela, partiendo obviamente de que la novela es un mundo mucho más complejo. Esto no quiere decir que la escritura del cuento deje de ser compleja, pero tiene unas reglas muy distintas y precisas que siempre hay que respetar para no salirse de madre y echar a perder el trabajo. Por principio, el cuento tiene necesariamente pocas páginas, pocos personajes y un solo tema. Si en el cuento uno trata de entremezclar demasiadas historias se están violentando las reglas de su escritura.

Julio Cortázar decía que uno no sólo tiene que ganarle al lector por nocaut sino que el cuento se concibe como un souflé, de una sola vez. Yo digo que el cuento es como Atenea, armada con su escudo, su lanza y su coraza que sale entera de la cabeza de Zeus. Uno no puede pensar un pedacito de cuento y al día siguiente pensar en otro pedacito. El cuento debe concebirse de una vez. Si uno ya concibió el final entonces todo está logrado. Si uno ya tiene el final, lo demás se da por añadidura.

Esto, ¿también tiene que ver con el artificio, las trampas y mañas del arte de escribir?

Sí, porque esto ya es cosa de carpintería, de saber usar el cepillo, el escoplo, el serrucho, la pulidora y el lijador. Depende del artificio entregar la obra tal como debe terminarse. Como en la buena carpintería -como decía mi abuelo que era carpintero por afición- entre juntura y juntura no debe haber luces. Cuando el carpintero mira a trasluz dos piezas encajadas, no debe pasar la luz. Esa es la marca del buen carpintero.




Literatura y nota roja

Y en el fondo de toda esta carpintería está la necesidad de explorar la vida desde la mirada de otros personajes. No necesariamente se trata de grandes personajes.

Los seres marginales, lo que Anton Chéjov llamaba los pequeños seres, son los que pueblan la materia de los cuentos. Casi nunca te vas a encontrar un cuento escrito sobre un gran personaje. En las novelas uno se puede encontrar de todo, ahí pueden estar generales, héroes, grandes líderes guerrilleros, grandes artistas de la pantalla, pero en los cuentos lo que vamos encontrar son pequeños seres.

A mí me fascina ver cómo estos seres marginales que viven hacinados en los barrios pobres, salen de la oscuridad o de las historias de la clase media empobrecida, para aparecer en los periódicos en la nota roja -porque fueron víctimas o victimarios- y luego vuelven a desaparecer. Cuando en el periódico del día siguiente ya no están, vuelven a la oscuridad, pero esa aparición momentánea me seduce. ¿Por qué están ahí, cómo entraron? ¿Por qué alguien se suicidó? ¿Por amor o por desgracias económicas? ¿Por qué la mujer traicionó al marido? ¿Por alguien que le ofrecía más de lo que el pobre hombre le podía dar? Los actos de violaciones, de estupro, de violencia callejera, no dependen tan sólo de la miseria humana sino también de la miseria material.

Lo que encuentro en la nota roja me parece un gran repositorio de literatura. Trato de trasladar eso a la página literaria, respetando las propias reglas de la nota roja que para mí son estupendas: la forma como se escriben esas notas en los periódicos con economía de palabras, con precisión de datos, con la maestría que tienen muchos periodistas de esa fuente. A veces uno no está tan consciente del gran poder literario que está ahí porque los grandes periodistas prefieren entrenarse y deslumbrar, descubriendo grandes actos de corrupción, agarrando a un político con los calzones en la mano. Prefieren ser cronistas parlamentarios, donde pueden relacionarse con las grandes figuras políticas, mientras que los que escriben en la nota roja son periodistas más humildes y se hacen cargo de una tarea que para la gran mayoría de la gente tiene poca trascendencia. Sin embargo, son los que tienen más lectores. En Nicaragua, cuando alguien abre un periódico, se va primero a la página de sucesos policiacos, después a la página de deportes y por último, muy por último, a la página editorial.

Y se trata de descubrir las grandes tragedias griegas, las tragedias universales que vivimos cotidianamente.

La literatura aborda siempre la condición humana. Cambian los escenarios pero la condición humana es una y seguirá siendo la misma de hace ocho mil años. Esa es la razón por la cual podemos leer a Sófocles con tanta actualidad y sus dramas podrían ocurrir en la Ciudad de México, en Managua o en Lima, porque la pasión y su malversación, los celos, las envidias, los rencores, siempre estarán en el alma humana al igual que la opresión.

Esos dramas se repiten en pequeños personajes que también representan iconos de nuestra época: beisbolistas en desgracia; futbolistas que mueren asesinados por venganza; mujeres que se van de su casa porque los maridos las acusan de adulterio y después no son capaces ellos mismos de reconciliarse con sus hijos; personas que traslapan su propia historia -la desgracia amorosa con su propia mujer- con historias de Diana de Gales frente al televisor.

Los dramas son universales, lo que cambian son los escenarios. Aunque me fascinan imágenes del siglo XIX como aquella inolvidable escena de amor entre Madame Bovary y su amante que se da dentro de un coche en movimiento con las cortinas cerradas -una de las escenas más maravillosas de la literatura- ahora debemos estar preparados para historias que nos cuenten de los amores que se dan a través del chat, de los amores que surgen a través de la comunicación electrónica, de los encuentros y desencuentros a través de las pantallas donde uno se comunica con otros seres que no conoce. Ese es un tema que me atrae: el anonimato de estas personas que no se conocen las caras y que se comunican a través de redes y se enamoran y hacen citas. Esto va a ser también fascinante en la literatura. Se trata de un nuevo escenario, el que nos depara la modernidad.




Una pregunta junguiana: ¿Quién dicta la escritura?

A través del trabajo literario se pueden descubrir también zonas de la percepción y de la realidad a las que no estabas abierto. Tal vez ese es uno de los momentos más apasionantes de la narrativa, lo que te revelan los personajes que exploras.

Sí, esto tiene mucho que ver con el proceso de la escritura que es tan complejo, tan oscuro, yo diría tan junguiano. El otro día me decía Carlos Fuentes que hay alguien dictándole a uno por detrás, un ser invisible que le está dictando y que está recuperando sueños ya que uno olvida mucho de lo que está poniendo en la materia literaria, en la escritura. Yo creo que eso es muy cierto porque en el proceso de escribir -tan subjetivo- cuando se consiguen diez páginas uno dice bueno y esto de donde salió, de dónde viene esta complejidad, estos ángulos que he visto en este personaje y que se va escribiendo a pesar de que uno no es del todo consciente del proceso, ya que la escritura no es siempre un acto consciente. La escritura tiene mucho que ver con el mundo de los sueños, con las percepciones reales y con las imaginarias.

Desde este punto de vista, cuando hablas de apariciones es claro que las exploras desde el punto de vista de la literatura, pero, si como dices, hay un traslape de los territorios de la literatura y la imaginación en la realidad, ¿podríamos hablar de que aquí y allá, en ciertos momentos, esa zona podría invadir tu vida o presentarse en una forma extraña?

Sí, cuando uno se hace cargo de un universo, habla con los personajes, vive con ellos, los personajes están habitando con uno en la misma casa. Cuando estoy escribiendo una novela y me olvido del nombre de un personaje, sé que ese personaje no está metido en mí. No puedo olvidar su nombre, tengo que recordar cómo se llama, cuándo nació, tengo que tener presente su biografía, qué le ha pasado en la vida. Estamos habitando la misma casa, están viviendo conmigo dentro del estudio.

Yo recuerdo que cuando estaba escribiendo la novela Castigo divino, ya en las últimas etapas, una noche sentimos en el dormitorio que nos tocaban los vidrios de las persianas con mucha fuerza. Salí al patio, no había nadie. Me di cuenta de que era mi personaje, Oliverio Castañeda, un envenenador que había matado a tres o cuatro personas en la ciudad de León en 1933 y que llegaba a darme aviso de que estaba ahí, porque se había metido tanto dentro de mí que ya había asumido una presencia.







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