Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

VI

Introducción a la muerte

Poemas de la soledad en Vermont

Para Rafael Sánchez Ventura


A Luis de la Serna


   ¡Qué esfuerzo!

¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!

¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!

¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!

¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!

Y el caballo,

¡qué flecha aguda exprime de la rosa!,

¡qué rosa gris levanta de su belfo!

Y la rosa,

¡qué rebaño de luces y alaridos

ata en el vivo azúcar de su tronco!

Y el azúcar,

¡qué puñalitos sueña en su vigilia!;

y los puñales,

¡qué luna sin establos, qué desnudos!,

piel eterna y rubor, andan buscando.

Y yo, por los aleros,

¡qué serafín de llamas busco y soy!

Pero el arco de yeso,

¡qué grande, qué invisible, qué diminuto!,

sin esfuerzo.


Nocturno del hueco

I

    Para ver que todo se ha ido,

para ver los huecos y los vestidos,

¡dame tu guante de luna,

tu otro guante perdido en la hierba,

amor mío!

   Puede el aire arrancar los caracoles

muertos sobre el pulmón del elefante

y soplar los gusanos ateridos

de las yemas de luz o las manzanas.

   Los rostros bogan impasibles

bajo el diminuto griterío de las yerbas

y en el rincón está el pechito de la rana

turbio de corazón y mandolina.

   En la gran plaza desierta

mugía la bovina cabeza recién cortada

y eran duro cristal definitivo

las formas que buscaban el giro de la sierpe.

   Para ver que todo se ha ido

dame tu mudo hueco, ¡amor mío!

Nostalgia de academia y cielo triste.

¡Para ver que todo se ha ido!

   Dentro de ti, amor mío, por tu carne,

¡qué silencio de trenes boca arriba!,

¡cuánto brazo de momia florecido!,

¡qué cielo sin salida, amor, qué cielo!

   Es la piedra en el agua y es la voz en la brisa

bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.

Basta tocar el pulso de nuestro amor presente

para que broten flores sobre los otros niños.

   Para ver que todo se ha ido.

Para ver los huecos de nubes y ríos.

Dame tus manos de laurel, amor.

¡Para ver que todo se ha ido!

   Ruedan los huecos puros, por mí, por ti, en el alba

conservando las huellas de las ramas de sangre

y algún perfil de yeso tranquilo que dibuja

instantáneo dolor de luna apuntillada.

   Mira formas concretas que buscan su vacío.

Perros equivocados y manzanas mordidas.

Mira el ansia, la angustia de un triste mundo fósil

que no encuentra el acento de su primer sollozo.

   Cuando busco en la cama los rumores del hilo

has venido, amor mío, a cubrir mi tejado.

El hueco de una hormiga puede llenar el aire,

pero tú vas gimiendo sin norte por mis ojos.

   No, por mis ojos no, que ahora me enseñas

cuatro ríos ceñidos en tu brazo,

en la dura barraca donde la luna prisionera

devora a un marinero delante de los niños.

   Para ver que todo se ha ido

¡amor inexpugnable, amor huido!

No, no me des tu hueco,

¡que ya va por el aire el mío!

¡Ay de ti, ay de mí, de la brisa!

Para ver que todo se ha ido.

II

   Yo.

Con el hueco blanquísimo de un caballo,

crines de ceniza. Plaza pura y doblada.

   Yo.

Mi hueco traspasado con las axilas rotas.

Piel seca de uva neutra y amianto de madrugada.

   Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo.

Canta el gallo y su canto dura más que sus alas.

   Yo.

Con el hueco blanquísimo de un caballo.

Rodeado de espectadores que tienen hormigas en las palabras.

   En el circo del frío sin perfil mutilado.

Por los capiteles rotos de las mejillas desangradas.

   Yo.

Mi hueco sin ti, ciudad, sin tus muertos que comen.

Ecuestre por mi vida definitivamente anclada.

   Yo.

No hay siglo nuevo ni luz reciente.

Sólo un caballo azul y una madrugada.


Paisaje con dos tumbas y un perro asirio

   Amigo,

levántate para que oigas aullar

al perro asirio.

Las tres ninfas del cáncer han estado bailando,

hijo mío.

Trajeron unas montañas de lacre rojo

y unas sábanas duras donde estaba el cáncer dormido.

El caballo tenía un ojo en el cuello

y la luna estaba en un cielo tan frío

que tuvo que desgarrarse su monte de Venus

y ahogar en sangre y ceniza los cementerios antiguos.

   Amigo,

despierta, que los montes todavía no respiran

y las hierbas de mi corazón están en otro sitio.

No importa que estés lleno de agua de mar.

Yo amé mucho tiempo a un niño

que tenía una plumilla en la lengua

y vivimos cien años dentro de un cuchillo.

Despierta. Calla. Escucha. Incorpórate un poco.

El aullido

es una larga lengua morada que deja

hormigas de espanto y licor de lirios.

Ya viene hacia la roca. ¡No alargues tus raíces!

Se acerca. Gime. No solloces en sueños, amigo.

   ¡Amigo!

Levántate para que oigas aullar

al perro asirio.


A Regino Sainz de la Maza


   Sin encontrarse.

Viajero por su propio torso blanco.

Así iba el aire.

   Pronto se vio que la luna

era una calavera de caballo

y el aire una manzana oscura.

   Detrás de la ventana,

con látigos y luces, se sentía

la lucha de la arena con el agua.

   Yo vi llegar las hierbas

y les eché un cordero que balaba

bajo sus dientecillos y lancetas.

   Volaba dentro de una gota

la cáscara de pluma y celuloide

de la primer paloma.

   Las nubes, en manada,

se quedaron dormidas contemplando

el duelo de las rocas con el alba.

   Vienen las hierbas, hijo;

ya suenan sus espadas de saliva

por el cielo vacío.

   Mi mano, amor. ¡Las hierbas!

Por los cristales rotos de la casa

la sangre desató sus cabelleras.

   Tú solo y yo quedamos;

prepara tu esqueleto para el aire.

Yo solo y tú quedamos.

   Prepara tu esqueleto;

hay que buscar de prisa, amor, de prisa,

nuestro perfil sin sueño.


Luna y panorama de los insectos

Poema de amor

   La luna en el mar riela,

en la lona gime el viento

y alza en blando movimiento

olas de plata y azul.

Espronceda



   Mi corazón tendría la forma de un zapato

si cada aldea tuviera una sirena.

Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos

y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.

   Si el aire sopla blandamente

mi corazón tiene la forma de una niña.

Si el aire se niega a salir de los cañaverales

mi corazón tiene la forma de una milenaria boñiga de toro.

   Bogar, bogar, bogar, bogar,

hacia el batallón de puntas desiguales,

hacia un paisaje de acechos pulverizados.

Noche igual de la nieve, de los sistemas suspendidos.

Y la luna.

¡La luna!

Pero no la luna.

La raposa de las tabernas,

el gallo japonés que se comió los ojos,

las hierbas masticadas.

   No nos salvan las solitarias en los vidrios,

ni los herbolarios donde el metafísico

encuentra las otras vertientes del cielo.

Son mentira las formas. Sólo existe

el círculo de bocas del oxígeno.

Y la luna.

Pero no la luna.

Los insectos,

los muertos diminutos por las riberas,

dolor en longitud,

yodo en un punto,

las muchedumbres en el alfiler,

el desnudo que amasa la sangre de todos,

y mi amor que no es un caballo ni una quemadura,

criatura de pecho devorado.

¡Mi amor!

   Ya cantan, gritan, gimen: Rostro. ¡Tu rostro! Rostro.

Las manzanas son unas,

las dalias son idénticas,

la luz tiene un sabor de metal acabado

y el campo de todo un lustro cabrá en la mejilla de la moneda.

Pero tu rostro cubre los cielos del banquete.

¡Ya cantan!, ¡gritan!, ¡gimen!,

¡cubren!, ¡trepan!, ¡espantan!

   Es necesario caminar, ¡de prisa!, por las ondas, por las ramas,

por las calles deshabitadas de la Edad Media que bajan al río,

por las tiendas de las pieles donde suena un cuerno de vaca herida,

por las escalas, ¡sin miedo!, por las escalas.

Hay un hombre descolorido que se está bañando en el mar;

es tan tierno que los reflectores le comieron jugando el corazón.

Y en el Perú viven mil mujeres, ¡oh insectos!, que noche y día

hacen nocturnos y desfiles entrecruzando sus propias venas.

   Un diminuto guante corrosivo me detiene. ¡Basta!

En mi pañuelo he sentido el tris

de la primera vena que se rompe.

Cuida tus pies, amor mío, ¡tus manos!,

ya que yo tengo que entregar mi rostro,

mi rostro, ¡mi rostro!, ¡ay, mi comido rostro!

   Este fuego casto para mi deseo,

esta confusión por anhelo de equilibrio,

este inocente dolor de pólvora en mis ojos,

aliviará la angustia de otro corazón

devorado por las nebulosas.

   No nos salva la gente de las zapaterías,

ni los paisajes que se hacen música al encontrar las llaves oxidadas.

Son mentira los aires. Sólo existe

una cunita en el desván

que recuerda todas las cosas.

Y la luna.

Pero no la luna.

Los insectos,

los insectos solos,

crepitantes, mordientes, estremecidos, agrupados,

y la luna

con un guante de humo sentada en la puerta de sus derribos.

¡¡La luna!!


New York, 4 de enero de 1930.

VII

Vuelta a la ciudad

Para Antonio Hernández Soriano


Oficina y denuncia

A Fernando Vela


   Debajo de las multiplicaciones

hay una gota de sangre de pato;

debajo de las divisiones

hay una gota de sangre de marinero;

debajo de las sumas, un río de sangre tierna.

Un río que viene cantando

por los dormitorios de los arrabales,

y es plata, cemento o brisa

en el alba mentida de New York.

Existen las montañas. Lo sé.

Y los anteojos para la sabiduría.

Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.

Yo he venido para ver la turbia sangre.

La sangre que lleva las máquinas a las cataratas

y el espíritu a la lengua de la cobra.

Todos los días se matan en New York

cuatro millones de patos,

cinco millones de cerdos,

dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,

un millón de vacas,

un millón de corderos

y dos millones de gallos,

que dejan los cielos hechos añicos.

Más vale sollozar afilando la navaja

o asesinar a los perros

en las alucinantes cacerías,

que resistir en la madrugada

los interminables trenes de leche,

los interminables trenes de sangre

y los trenes de rosas maniatadas

por los comerciantes de perfumes.

Los patos y las palomas,

y los cerdos y los corderos

ponen sus gotas de sangre

debajo de las multiplicaciones,

y los terribles alaridos de las vacas estrujadas

llenan de dolor el valle

donde el Hudson se emborracha con aceite.

Yo denuncio a toda la gente

que ignora la otra mitad,

la mitad irredimible

que levanta sus montes de cemento

donde laten los corazones

de los animalitos que se olvidan

y donde caeremos todos

en la última fiesta de los taladros.

Os escupo en la cara.

La otra mitad me escucha

devorando, orinando, volando, en su pureza

como los niños de las porterías

que llevan frágiles palitos

a los huecos donde se oxidan

las antenas de los insectos.

No es el infierno, es la calle.

No es la muerte, es la tienda de frutas.

Hay un mundo de ríos quebrados

y distancias inasibles

en la patita de ese gato

quebrada por el automóvil,

y yo oigo el canto de la lombriz

en el corazón de muchas niñas.

Óxido, fermento, tierra estremecida.

Tierra tú mismo que nadas

por los números de la oficina.

¿Qué voy a hacer? ¿Ordenar los paisajes?

¿Ordenar los amores que luego son fotografías,

que luego son pedazos de madera

y bocanadas de sangre?

San Ignacio de Loyola

asesinó un pequeño conejo

y todavía sus labios gimen

por las torres de las iglesias.

No, no, no, no; yo denuncio.

Yo denuncio la conjura

de estas desiertas oficinas

que no radian las agonías,

que borran los programas de la selva,

y me ofrezco a ser comido

por las vacas estrujadas

cuando sus gritos llenan el valle

donde el Hudson se emborracha con aceite.


Cementerio judío

   Las alegres fiebres huyeron a las maromas de los barcos

y el judío empujó la verja con el pudor helado del interior

de la lechuga.

   Los niños de Cristo dormían,

y el agua era una paloma,

y la madera era una garza,

y el plomo era un colibrí,

y aun las vivas prisiones de fuego

estaban consoladas por el salto de la langosta.

   Los niños de Cristo bogaban y los judíos llenaban los muros

con un solo corazón de paloma

por el que todos querían escapar.

Las niñas de Cristo cantaban y las judías miraban la muerte

con un solo ojo de faisán,

vidriado por la angustia de un millón de paisajes.

   Los médicos ponen en el níquel sus tijeras y guantes de goma

cuando los cadáveres sienten en los pies

la terrible claridad de otra luna enterrada.

Pequeños dolores ilesos se acercan a los hospitales

y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día.

   Las arquitecturas de escarcha,

las liras y gemidos que se escapan de las hojas diminutas

en otoño, mojando las últimas vertientes,

se apagaban en el negro de los sombreros de copa.

   La hierba celeste y sola de la que huye con miedo el rocío

y las blancas entradas de mármol que conducen al aire duro

mostraban su silencio roto por las huellas dormidas de los zapatos.

   El judío empujó la verja;

pero el judío no era un puerto,

y las barcas de nieve se agolparon

por las escalerillas de su corazón:

las barcas de nieve que acechan

un hombre de agua que las ahogue,

las barcas de los cementerios

que a veces dejan ciegos a los visitantes.

   Los niños de Cristo dormían

y el judío ocupó su litera.

Tres mil judíos lloraban en el espanto de las galerías

porque reunían entre todos con esfuerzo media paloma,

porque uno tenía la rueda de un reloj

y otro un botín con orugas parlantes

y otro una lluvia nocturna cargada de cadenas

y otro la uña de un ruiseñor que estaba vivo;

y porque la media paloma gemía

derramando una sangre que no era la suya.

   Las alegres fiebres bailaban por las cúpulas humedecidas

y la luna copiaba en su mármol

nombres viejos y cintas ajadas.

Llegó la gente que come por detrás de las yertas columnas

y los asnos de blancos dientes

con los especialistas de las articulaciones.

Verdes girasoles temblaban

por los páramos del crepúsculo

y todo el cementerio era una queja

de bocas de cartón y trapo seco.

Ya los niños de Cristo se dormían

cuando el judío, apretando los ojos,

se cortó las manos en silencio

al escuchar los primeros gemidos.


New York, 18 de enero de 1930.

VIII

Dos odas

A mi editor Armando Guibert


Grito hacia Roma

Desde la torre del Chrysler Building

   Manzanas levemente heridas

por finos espadines de plata,

nubes rasgadas por una mano de coral

que lleva en el dorso una almendra de fuego,

peces de arsénico como tiburones,

tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,

rosas que hieren

y agujas instaladas en los caños de la sangre,

mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos

caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula

que untan de aceite las lenguas militares

donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma

y escupe carbón machacado

rodeado de miles de campanillas.

   Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,

ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,

ni quien abra los linos del reposo,

ni quien llore por las heridas de los elefantes.

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de venir.

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala.

El hombre que desprecia la paloma debía hablar,

debía gritar desnudo entre las columnas,

y ponerse una inyección para adquirir la lepra

y llorar un llanto tan terrible

que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.

Pero el hombre vestido de blanco

ignora el misterio de la espiga,

ignora el gemido de la parturienta,

ignora que Cristo puede dar agua todavía,

ignora que la moneda quema el beso de prodigio

y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

   Los maestros enseñan a los niños

una luz maravillosa que viene del monte;

pero lo que llega es una reunión de cloacas

donde gritan las oscuras ninfas del cólera.

Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;

pero debajo de las estatuas no hay amor,

no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.

El amor está en las carnes desgarradas por la sed,

en la choza diminuta que lucha con la inundación;

el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,

en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas

y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Pero el viejo de las manos traslúcidas

dirá: Amor, amor, amor,

aclamado por millones de moribundos;

dirá: amor, amor, amor,

entre el tisú estremecido de ternura;

dirá: paz, paz, paz,

entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;

dirá: amor, amor, amor,

hasta que se le pongan de plata los labios.

   Mientras tanto, mientras tanto ¡ay!, mientras tanto,

los negros que sacan las escupideras,

los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,

las mujeres ahogadas en aceites minerales,

la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,

ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,

ha de gritar frente a las cúpulas,

ha de gritar loca de fuego,

ha de gritar loca de nieve,

ha de gritar con la cabeza llena de excremento,

ha de gritar como todas las noches juntas,

ha de gritar con voz tan desgarrada

hasta que las ciudades tiemblen como niñas

y rompan las prisiones del aceite y la música,

porque queremos el pan nuestro de cada día,

flor de aliso y perenne ternura desgranada,

porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra

que da sus frutos para todos.


Oda a Walt Whitman

   Por el East River y el Bronx,

los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,

con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.

Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas

y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

   Pero ninguno se dormía,

ninguno quería ser el río,

ninguno amaba las hojas grandes,

ninguno la lengua azul de la playa.

   Por el East River y el Queensborough

los muchachos luchaban con la industria,

y los judíos vendían al fauno del río

la rosa de la circuncisión

y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados

manadas de bisontes empujadas por el viento.

   Pero ninguno se detenía,

ninguno quería ser nube,

ninguno buscaba los helechos

ni la rueda amarilla del tamboril.

   Cuando la luna salga

las poleas rodarán para tumbar el cielo;

un límite de agujas cercará la memoria

y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.

   Nueva York de cieno,

Nueva York de alambre y de muerte.

¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?

¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?

¿Quién el sueño terrible de tus anémonas manchadas?

   Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,

he dejado de ver tu barba llena de mariposas,

ni tus hombros de pana gastados por la luna,

ni tus muslos de Apolo virginal,

ni tu voz como una columna de ceniza;

anciano hermoso como la niebla

que gemías igual que un pájaro

con el sexo atravesado por una aguja,

enemigo del sátiro,

enemigo de la vid

y amante de los cuerpos bajo la burda tela.

Ni un solo momento, hermosura viril

que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,

soñabas ser un río y dormir como un río

con aquel camarada que pondría en tu pecho

un pequeño dolor de ignorante leopardo.

   Ni un solo momento, Adán de sangre, macho,

hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,

porque por las azoteas,

agrupados en los bares,

saliendo en racimos de las alcantarillas,

temblando entre las piernas de los chauffeurs

o girando en las plataformas del ajenjo,

los maricas, Walt Whitman, te soñaban.

   ¡También ése! ¡También! Y se despeñan

sobre tu barba luminosa y casta,

rubios del norte, negros de la arena,

muchedumbres de gritos y ademanes,

como gatos y como las serpientes,

los maricas, Walt Whitman, los maricas

turbios de lágrimas, carne para fusta,

bota o mordisco de los domadores.

   ¡También ése! ¡También! Dedos teñidos

apuntan a la orilla de tu sueño

cuando el amigo come tu manzana

con un leve sabor de gasolina

y el sol canta por los ombligos

de los muchachos que juegan bajo los puentes.

   Pero tú no buscabas los ojos arañados,

ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,

ni la saliva helada,

ni las curvas heridas como panza de sapo

que llevan los maricas en coches y terrazas

mientras la luna los azota por las esquinas del terror.

   Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,

toro y sueño que junte la rueda con el alga,

padre de tu agonía, camelia de tu muerte,

y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.

   Porque es justo que el hombre no busque su deleite

en la selva de sangre de la mañana próxima.

El cielo tiene playas donde evitar la vida

y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.

   Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.

Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.

Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,

la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,

los ricos dan a sus queridas

pequeños moribundos iluminados,

y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

   Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo

por vena de coral o celeste desnudo.

Mañana los amores serán rocas y el Tiempo

una brisa que viene dormida por las ramas.

   Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,

contra el niño que escribe

nombre de niña en su almohada,

ni contra el muchacho que se viste de novia

en la oscuridad del ropero,

ni contra los solitarios de los casinos

que beben con asco el agua de la prostitución,

ni contra los hombres de mirada verde

que aman al hombre y queman sus labios en silencio.

Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,

de carne tumefacta y pensamiento inmundo,

madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño

del Amor que reparte coronas de alegría.

   Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos

gotas de sucia muerte con amargo veneno.

Contra vosotros siempre,

Faeries de Norteamérica,

Pájaros de la Habana,

Jotos de Méjico,

Sarasas de Cádiz,

Apios de Sevilla,

Cancos de Madrid,

Floras de Alicante,

Adelaidas de Portugal.

   ¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!

Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,

abiertos en las plazas con fiebre de abanico

o emboscados en yertos paisajes de cicuta.

   ¡No haya cuartel! La muerte

mana de vuestros ojos

y agrupa flores grises en la orilla del cieno.

¡No haya cuartel! ¡Alerta!

Que los confundidos, los puros,

los clásicos, los señalados, los suplicantes

os cierren las puertas de la bacanal.

   Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson

con la barba hacia el polo y las manos abiertas.

Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando

camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.

Duerme, no queda nada.

Una danza de muros agita las praderas

y América se anega de máquinas y llanto.

Quiero que el aire fuerte de la noche más honda

quite flores y letras del arco donde duermes

y un niño negro anuncie a los blancos del oro

la llegada del reino de la espiga.


IX

Huida de Nueva York

Dos valses hacia la civilización

Pequeño vals vienés

   En Viena hay diez muchachas,

un hombro donde solloza la muerte

y un bosque de palomas disecadas.

Hay un fragmento de la mañana

en el museo de la escarcha.

Hay un salón con mil ventanas.

      ¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals con la boca cerrada.

   Este vals, este vals, este vals,

de sí, de muerte y de coñac

que moja su cola en el mar.

   Te quiero, te quiero, te quiero,

con la butaca y el libro muerto,

por el melancólico pasillo,

en el oscuro desván del lirio,

en nuestra cama de la luna

y en la danza que sueña la tortuga.

       ¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals de quebrada cintura.

   En Viena hay cuatro espejos

donde juegan tu boca y los ecos.

Hay una muerte para piano

que pinta de azul a los muchachos.

Hay mendigos por los tejados.

Hay frescas guirnaldas de llanto.

      ¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals que se muere en mis brazos.

   Porque te quiero, te quiero, amor mío,

en el desván donde juegan los niños,

soñando viejas luces de Hungría

por los rumores de la tarde tibia,

viendo ovejas y lirios de nieve

por el silencio oscuro de tu frente.

      ¡Ay, ay, ay, ay!

Tomo este vals del «Te quiero siempre».

   En Viena bailaré contigo

con un disfraz que tenga

cabeza de río.

¡Mira qué orillas tengo de jacintos!

Dejaré mi boca entre tus piernas,

mi alma en fotografías y azucenas,

y en las ondas oscuras de tu andar

quiero, amor mío, amor mío, dejar,

violín y sepulcro, las cintas del vals.


Vals en las ramas

   Cayó una hoja

y dos

y tres.

Por la luna nadaba un pez.

El agua duerme una hora

y el mar blanco duerme cien.

La dama

estaba muerta en la rama.

La monja

cantaba dentro de la toronja.

La niña

iba por el pino a la piña.

Y el pino

buscaba la plumilla del trino.

Pero el ruiseñor

lloraba sus heridas alrededor.

Y yo también

porque cayó una hoja

y dos

y tres.

Y una cabeza de cristal

y un violín de papel

y la nieve podría con el mundo

una a una

dos a dos

y tres a tres.

¡Oh duro marfil de carnes invisibles!

¡Oh golfo sin hormigas del amanecer!

Con el numen de las ramas,

con el ay de las damas,

con el croo de las ranas,

y el geo amarillo de la miel.

Llegará un torso de sombra

coronado de laurel.

Será el cielo para el viento

duro como una pared

y las ramas desgajadas

se irán bailando con él.

Una a una

alrededor de la luna,

dos a dos

alrededor del sol,

y tres a tres

para que los marfiles se duerman bien.


X

El poeta llega a La Habana

A don Fernando Ortiz


Son de negros en Cuba

   Cuando llegue la luna llena,

iré a Santiago de Cuba,

iré a Santiago

en un coche de aguas negras.

Iré a Santiago.

Cantarán los techos de palmera.

Iré a Santiago.

Cuando la palma quiere ser cigüeña.

Iré a Santiago.

Y cuando quiere ser medusa el plátano.

Iré a Santiago.

Con la rubia cabeza de Fonseca.

Iré a Santiago.

Y con el rosal de Romeo y Julieta.

Iré a Santiago.

Mar de papel y plata de monedas.

Iré a Santiago.

¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!

Iré a Santiago.

¡Oh cintura caliente y gota de madera!

Iré a Santiago.

¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!

Iré a Santiago.

Siempre dije que yo iría a Santiago

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Brisa y alcohol en las ruedas.

Iré a Santiago.

Mi coral en la tiniebla.

Iré a Santiago.

El mar ahogado en la arena.

Iré a Santiago.

Calor blanco. Fruta muerta.

Iré a Santiago.

¡Oh bovino frescor de cañavera!

Iré a Santiago.


Pequeño poema infinito

Para Luis Cardoza y Aragón


   Equivocar el camino

es llegar a la nieve

y llegar a la nieve

es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.

   Equivocar el camino

es llegar a la mujer,

la mujer que no teme la luz,

la mujer que mata dos gallos en un segundo,

la luz que no teme a los gallos

y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.

   Pero si la nieve se equivoca de corazón

puede llegar el viento Austro

y como el aire no hace caso de los gemidos

tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.

   Yo vi dos dolorosas espigas de cera

que enterraban un paisaje de volcanes

y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.

   Pero el dos no ha sido nunca un número

porque es una angustia y su sombra,

porque es la guitarra donde el amor se desespera,

porque es la demostración de otro infinito que no es suyo

y es las murallas del muerto

y el castigo de la nueva resurrección sin finales.

Los muertos odian el número dos,

pero el número dos adormece a las mujeres

y como la mujer teme la luz

la luz tiembla delante de los gallos

y los gallos sólo saben volar sobre la nieve

tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.


New York, 10 de enero de 1930.

[La luna pudo detenerse al fin]

   La luna pudo detenerse al fin por la curva blanquísima de los caballos.

Un rayo de luz violeta que se escapaba de la herida

proyectó en el cielo el instante de la circuncisión de un niño muerto.

   La sangre bajaba por el monte y los ángeles la buscaban,

pero los cálices eran de viento y al fin llenaba los zapatos.

Cojos perros fumaban sus pipas y un olor de cuero caliente

ponía grises los labios redondos de los que vomitaban en las esquinas.

Y llegaban largos alaridos por el Sur de la noche seca.

Era que la luna quemaba con sus bujías el falo de los caballos.

Un sastre especialista en púrpura

había encerrado a las tres santas mujeres

y les enseñaba una calavera por los vidrios de la ventana.

Las tres en el arrabal rodeaban a un camello blanco

que lloraba porque el alba

tenía que pasar sin remedio por el ojo de una aguja.

¡Oh cruz! ¡Oh clavos! ¡Oh espina!

¡Oh espina clavada en el hueso hasta que se oxiden los planetas!

Como nadie volvía la cabeza, el cielo pudo desnudarse.

Entonces se oyó la gran voz y los fariseos dijeron:

Esa maldita vaca tiene las tetas llenas de leche.

La muchedumbre cerraba las puertas

y la lluvia bajaba por las calles decidida a mojar el corazón

mientras la tarde se puso turbia de latidos y leñadores

y la oscura ciudad agonizaba bajo el martillo de los carpinteros.

   Esa maldita vaca

tiene las tetas llenas de perdigones,

dijeron los fariseos.

Pero la sangre mojó sus pies y los espíritus inmundos

estrellaban ampollas de lagunas sobre las paredes del templo.

Se supo el momento preciso de la salvación de nuestra vida.

Porque la luna lavó con agua

las quemaduras de los caballos

y no la niña viva que callaron en la arena.

Entonces salieron los fríos cantando sus canciones

y las ranas encendieron sus lumbres en la doble orilla del río.

Esa maldita vaca, maldita, maldita, maldita

no nos dejará dormir, dijeron los fariseos,

y se alejaron a sus casas por el tumulto de la calle

dando empujones a los borrachos y escupiendo sal de los sacrificios

mientras la sangre los seguía con un balido de cordero.

   Fue entonces

y la tierra despertó arrojando temblorosos ríos de polilla.


New York, 18 de octubre de 1929.

FIN DE POETA EN NUEVA YORK