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Primera reunión de la «Escuela de Altamira»

Ricardo Gullón





Las reuniones de la Escuela de Altamira en Santillana del Mar, a fines de septiembre de 1949, han sido, según creo, la manifestación más rica y más cargada de posibilidades de acción estética, producida en España en los últimos doce años. Para informar, con algún orden, del ser y de los propósitos de esta nueva Escuela, cuyo distintivo es el bisonte pintado en las Cuevas de Altamira por nuestro antepasado de hace doce mil años -o cosa así, pues un margen de error de mil o dos mil años representa aquí poca cosa-, es conveniente reseñar los antecedentes de este movimiento artístico.

En el verano de 1948 llegó a Santillana el pintor alemán -nacido en Dantzig- Mathias Goeritz, atraído por secreta premonición hacia las pinturas de Altamira. En los cuadros antes creados por él se podía atisbar cierto parentesco con las obras del artista paleolítico, siquiera predominaran las influencias de algunos grandes contemporáneos, Klee y Miró especialmente. Una vez en contacto con Altamira, la sensibilidad de Goeritz pareció acrecida y revitalizada. Trabajó incansablemente; sus telas se enriquecieron, dejando ver mayores posibilidades, mejores invenciones. No se trataba tanto de influjo directo como de un fuego trasmitido a su aliento, de una pasión hecha lumbre que cristalizaba en cuadros llenos de novedad y de fantasía.

Goeritz, en la plenitud de su entusiasmo, quiso comunicar a dos o tres amigos su admiración por el singular fenómeno altamirense, y con lírica palabra escribió un breve manifiesto para proclamar la buena nueva: «No es un renacimiento. Nadie se ha vuelto hacia Altamira. El hombre joven va allá -después de infinitos vuelos a través de países y de mares, por palacios y burdeles, por la selva virgen y por el sol- porque se siente más hermano de la aurora de ayer que de su oscura tarde gris. Él mismo es aurora; es el primero del mañana. El día de hoy es sólo la pausa del despertar para los que duermen aún. El que no se despierta está perdido en el ayer. El que despierta va a ser creador. Descubrimos el mundo nuevo. Y estamos llenos de alegría y de amor».

Por aquellos días coincidieron en Santillana del Mar el pintor mejicano Alejandro Rangel, la historiadora también mejicana Ida O'Gorman y Pablo Beltrán de Heredia. Reunidos los tres con Mathias Goeritz, en el estudio de éste, situado en el palacio del primer Marqués de Santillana, la Escuela de Altamira empezó a tomar cuerpo. Semanas después, Àngel Ferrant, Beltrán de Heredia y yo acudimos a Santillana; esbozamos proyectos, planeamos tareas, esforzándonos en hallar las bases sobre las cuales se podría asentar un organismo coordinador de las actividades artísticas más puras y desinteresadas. Parecía deseable y no imposible trabajar en común, agrupando las personalidades que desde hace años venían luchando aisladamente por el arte nuevo, en España, y concertando esfuerzos que, encauzados hacia fines idénticos, podían redoblar su eficacia si se realizaban con espíritu de equipo.

En los meses siguientes fueron recibiéndose adhesiones: Sebastián Gasch, Westerdahl, Santos Torroella y el grupo Cobalto de Barcelona, José Lloréns Artigas, Luis Felipe Vivanco... Un grupo pequeño y entusiasta de gentes resueltas a cooperar. Desgraciadamente, estábamos a demasiada distancia unos de otros -Barcelona, Tenerife, Madrid, Santander...- para mantener el diálogo de manera fecunda y duradera. Pareció condición previa y necesaria de todo lo demás, el intercambio demorado de ideas, opiniones y sugerencias entre los simpatizantes con el proyecto. Queríamos también establecer un fundamento de cordial amistad entre los partícipes de la intentada aventura. La necesidad de una reunión donde estructurar la organización de la Escuela de Altamira y estudiar las posibilidades de trabajo y los medios adecuados para el buen éxito de los fines propuestos, se impuso por sí sola.

Gracias al mecenazgo de don Joaquín Reguera Sevilla, Gobernador civil de Santander, persona en quien artes y letras encuentran constante protección y amistad, pudo celebrarse la primera reunión de la Escuela. Asistieron, no ya los miembros españoles, sino también algunos extranjeros, siquiera no todos los invitados pudieran desplazarse a España, por dificultades de distinto tipo. He aquí la nómina íntegra de los asistentes a la reunión: Alberto Sartoris, Tony Stubbing, Ted Dyrssen, Àngel Ferrant, José Lloréns Artigas, Enrique Lafuente Ferrari, Eudaldo Serra, Eduardo Westerdahl, Sebastián Gasch, Francisco G. Cossío, Rafael Santos Torroella, Luis Felipe Vivanco, Daniel Alegre, Pablo Beltrán de Heredia y yo. Faltaron Mathias Goeritz (partido para Méjico días antes, a encargarse de una cátedra universitaria de Historia del arte), Eugenio d'Ors, Juan Miró, Ben Nicholson, Bárbara Hepworth y Willi Baumeister, a quienes se considera miembros de la Escuela, en igualdad de derechos con los asistentes, ya que la ausencia dependió de causas ajenas a su deseo.

Las sesiones se celebraron en los días 19 al 26 de septiembre, en Altamira y Santillana del Mar. El programa incluía dos excursiones en la región montañesa, un concierto de guitarra por Regino Sáinz de la Maza, otro por la Coral de Torrelavega, y un festival de danzas tradicionales a cargo de los grupos de Cabezón de la Sal. La mayor parte del tiempo se dedicó a conferencias, a conversaciones de tipo colectivo y a trabajar, repartidos en comisiones, según el plan de que hablaré más adelante. Los reunidos, bajo la presidencia de Alberto Sartoris, el gran arquitecto italiano, uno de los más inteligentes y tenaces defensores del arte vivo, trabajaron con entusiasmo y con verdadera fe en el éxito del movimiento, laborando de modo realista en los detalles de organización y discutiendo con interés y pasión los problemas teóricos puestos a debate. Artistas y escritores, cordialmente asociados, desmintieron la vulgar acusación de palabrería e ineficacia que suele hacerse a los de sus gremios, mostrándose capaces de afrontar en sus respectivos planos, tanto las cuestiones de principio, como los asuntos de orden práctico, que algún soñador inoperante pudiera reputar de importancia secundaria.

Tuve a mi cargo la preliminar exposición de motivos, en la sesión inaugural celebrada dentro de las Cuevas de Altamira, entre las piedras donde tuvo su morada nuestro remoto antepasado. ¡Extraña sensación la de hablar bajo las rocas milenarias, sintiendo que, junto al auditorio visible, se dibujaban sombras de un mundo lejano y secreto! Simón, el viejo guía de la Caverna, estupendo ejemplar de celtíbero apegado a la tradición, parecía, con su presencia, constituir el vínculo entre los recién llegados y sus amigos de siempre, los autores de esas pinturas que él sabe ver y enseñar con emoción diariamente renovada y diariamente acrecida. ¡Admirable guía que lejos de perder en la rutina el entusiasmo, extrae de ella alimento para su llama!

Expuse, digo, algunos de los motivos de la reunión, algunos de los temas de estudio, apuntando, entre otros, la necesidad de preferir el diálogo a la estéril disputa; la voluntad de romper la indiferencia general hacia el arte nuevo y sus problemas, y los medios para conseguirlo; las conexiones entre Altamira y el arte contemporáneo; la conveniencia de revisar la locución «arte abstracto»; la imposibilidad de conseguir acceso a la obra de arte por vías intelectuales; las limitaciones de la crítica...

Enrique Lafuente Ferrari habló después, señalando, con certera sobriedad, las razones de nuestra ubicación en Altamira. Las pinturas de la Cueva, dijo, son clásicas, en cuanto clasicismo es ecuación entre logro e intenciones, perfección y vitalidad eviternas. Por su capacidad de síntesis el artista prehistórico está cerca de nosotros, y nos importa también la grave cuestión que sus obras nos proponen la de la correlación entre el qué y el cómo pintaba, raíz del problema, tan mal entendido, de lo que llamamos el asunto.

Alberto Sartoris pronunció unas palabras de adhesión y seguidamente el Gobernador de Santander, don Joaquín Reguera Sevilla, tras dar la bienvenida a los miembros de la Escuela y congratularse de su presencia en Altamira, declaró inauguradas las tareas del pequeño congreso.

A partir del siguiente día comenzaron las conversaciones colectivas, en el jardín del Parador Gil Blas, en Santillana del Mar. El Parador, instalado en el antiguo palacio de los Barreda, es uno de los edificios más bellos de la maravillosa ciudad. Su jardín es rumoroso, porque poblado de pájaros, y recogido, como el de un convento. Todas las mañanas nos reuníamos alrededor de una gran mesa rectangular, bajo la presidencia de Sartoris, clara inteligencia y mano suave, que acertó a gobernar con excelente tino los debates, manteniéndolos siempre; según nuestro proyecto, en el tono del diálogo, vivaz en ocasiones, pero nunca desvirtuado por estériles violencias. Quizá lo mejor de la reunión fue la buena fe y el entusiasmo con que todos los congresistas se prestaron a trabajar colectivamente, sin peligrosos conatos de divismo ni tentativas de arrimar el ascua común a intereses personales.

Bajo el signo orsiano de la amistad y el diálogo, resultó utilísimo el intercambio de ideas entre los congresistas. En realidad las coincidencias superaban siempre las discrepancias; coincidíamos en lo esencial para discrepar, eventualmente, en lo adjetivo. Supongo que la buena voltuntad y el confiar cada uno en la honestidad del pensamiento y los propósitos de los restantes interlocutores, propició el acuerdo. Aparte de los coloquios generales se entablaron marginalmente fructíferas conversaciones. Fructíferas, sobre todo, en cuanto gracias a ellas la mutua comprensión fue más fácil y quedaron establecidos o fortalecidos lazos de genuina camaradería.

Frente a la frivolidad y a la indiferencia habituales, los reunidos pensábamos que los problemas del arte contemporáneo tienen enorme importancia, no para el artista o el aficionado, sino para el hombre. ¿Ha llegado la hora de considerar agotada la etapa de libre creación artística? ¿Puede perdurar el arte en cuanto se le ponga al servicio de un fin que no sea la creación de ese etéreo fluido llamado belleza?

Sebastián Gasch, en su conferencia, expuso algunas de las cuestiones que nos preocupan: la crisis de imaginación en nuestra pintura, con referencia a las cuales señaló con justeza la contradicción en que incurren quienes rechazan las metáforas en pintura, mientras las admiten sin reparo en poesía. La conferencia de Gasch reflejó tan exactamente el común sentir que nadie hizo objeciones a su pulcra y objetiva exposición de hechos. Este tipo de resúmenes, precisos y desapasionados, son poco frecuentes en este país, pese a su utilidad y pese a que al trazar las líneas de la evolución, si la mano es diestra y competente, quedan ya insinuados los principios justificativos del cambio.

De acuerdo en cuanto a las ideas expuestas por Gasch, discreparon los conversadores respecto a la conveniencia de aplicar el calificativo de «abstracto» a determinadas creaciones del arte actual. Arte egocéntrico fue la denominación propuesta por Pancho Cossío; arte absolutista prefiere llamarle Sartoris; arte no figurativo gusta decir Gasch... ¿Bizantinismo? No lo creo. Las cuestiones de palabras suelen ser importantes y en este caso lo son. Según aceptemos uno u otro vocablo, nos vinculamos a distinta visión del problema y de los problemas del arte en nuestro tiempo. «Abstracto» es equívoco. Apenas puede emplearse este término sin aclarar su sentido, sin aclarar lo que deseamos significar al utilizarlo. En realidad, igual podríamos llamarlo «concreto». Todo arte implica una abstracción -en Las Meninas o en el San Mauricio puede verse, magistralmente realizada, pero clarísima-; tal vez la causa de adjetivar al de hoy con ese vocablo, consiste en que la depreciación del «asunto» hace ver con mejor evidencia el escamoteo de la realidad propio de la pintura, de cualquier pintura, incluida naturalmente la llamada realista -si además de realista es de veras pintura.

El artista procede por eliminación tanto como por adición. Si no lo hace así, su obra será un galimatías, un caos; luego no una obra de arte. Como el poeta, el pintor, el escultor y no digamos el arquitecto son primordialmente ordenadores. Sus mundos obedecen a un sistema; incluso cuando semejan revueltos y desordenados, ese desorden responde a principios, tiene coherencia interior, probablemente más severa cuanto más dispersa y caótica sea la superficie. No pueden incluirlo todo en su universo. Al depurar la realidad, abstraen. Y eso, siempre y fatalmente. Tal es la ley, y de ahí la razón de que, para mejor entendernos, pareciera útil buscar al arte actual un apellido más preciso.

A propósito de esta cuestión, el ceramista Lloréns Artigas apuntó observaciones sagaces. Lloréns es pequeñito, moreno, con cara de guasa y gracia castiza -castiza de Barcelona-; es también hombre desbordante de ideas -de ideas claras- sobre las cosas, en especial sobre los problemas propuestos al artista de hoy. «No se puede incluir al artista en un sistema rígido -vino a decir-. Las palabras sirven a los críticos, pero no sirven a los pintores, ni a los artistas. Cada artista pasa de una tendencia a otra: hace abstracto a sus horas, cubismo luego, figurativo cuando le parece o, mejor dicho, cuando siente la necesidad de expresarlo así». Señaló el ejemplo de Picasso, cuya obra en vano se pretendería definir con un vocablo.

Y precisamente en las frases de Lloréns encuentro la justificación de nuestro intento de abordar las cuestiones llamadas de palabras. La Escuela de Altamira, si pretende influir en el público, necesita dos cosas: ponerle en contacto con las obras del arte contemporáneo y, después, explicarle las intenciones, los fines y los medios propios de sus creadores. Esa explicación, como todas las tentativas críticas, ha de realizarse en lenguaje sencillo, suficiente y expresivo. (Que la claridad sea la cortesía del filósofo, según frase de Ortega, pero sea igualmente la del crítico.) Bien está que los artistas repugnen toda etiqueta, y no se trata de poner una al lado de cada nombre; mas, para hacer inteligibles posiciones y actitudes, definámoslas con la menor ambigüedad posible.

Los reunidos quisimos concretar la significación de la Escuela de Altamira, y Alberto Sartoris puntualizó que no se trataba de establecer una caprichosa y fútil ortodoxia modernizarte, sino de alzar bandera de arte vivo, bajo la cual pudieran cobijarse cuantos sienten las inquietudes de éste, cualquiera sea la dirección de su esfuerzo. «En ella caben -declaró explícitamente diversas corrientes, pues no podemos hipotecar el porvenir». En tal amplitud, que no es perezoso eclecticismo, sino comprensión de la multiplicidad y riqueza de caminos por donde se esfuerzan en marchar los artistas de hoy, estriba la significación acogedora de la Escuela, y en eso se diferencia de los movimientos al uso, que, impulsados por criterios rígidos y unilaterales, proceden por exclusiones, formación de «índices» condenatorios y otras técnicas terroristas, análogas en el ámbito de las artes plásticas a las denunciadas por Jean Paulhan en la literatura.

Y no, no es eclecticismo este ademán de curiosidad e interés hacia manifestaciones de signo diverso; la Escuela no ampara todas las hipotéticas manifestaciones estéticas o pseudo-estéticas imaginables o ya existentes, sino las movidas por un aliento genuinamente renovador, fundadas en las voluntad creadora y no en la pretensión imitativa. No se trata de conciliar lo inconciliable, sino de ampliar el horizonte del artista actual.

Sartoris pronunció una conferencia -Circuito absolutista- sobre la situación del arte abstracto. Se han expuesto muchas dudas -dijo- acerca de la posición extraobjetiva del arte abstracto frente a la realidad del objeto. A los profanos boquiabiertos la situación les parece arbitraria. Pero en realidad se trata de determinar la ubicación exacta del no objeto. Lo no objetivo, se presentaría, pues, como la esencia de lo objetivo, esto es, como algo intuitivo especialmente en nosotros. Es preciso saber si la especialidad tiene un valor intrínseco o, si por el contrario, es solamente un producto intelectual.

La conferencia del ilustre arquitecto y crítico es tan densa y rezumante de ideas que no cabe extractarla sin traicionarla. Importa señalar cómo en ella quedó expuesto un tema de considerable importancia, acaso el tema capital del arte en nuestro tiempo: el de la situación del arte abstracto. Gasch había establecido las líneas de progresión de la plástica contemporánea; Sartoris estudió el fondo de la cuestión: la esencia y significación de esa plástica en una de sus tendencias más ambiciosas.

Eduardo Westerdahl analizó, por su parte, el Sentido trascendental de la pintura contemporánea, ejemplificando en Chirico el tipo de pintor viviente ahora, pero no estrictamente de hoy, de pintor que tiende a desvalorizar con sus telas el sentido y las preocupaciones del arte creador y actual. Consideró la obra de arte como surgida de la lucha entablada entre la razón y las corrientes oscuras de la creación artística, fuentes dionisíacas y expansivas. Pasó revista al cubismo, a Cézanne, a Kandinsky, a las figuras capitales de los movimientos constructivos y abstractos, insistiendo en la necesidad de la absoluta libertad de la creación artística.

La conferencia de Westerdahl y el breve debate que la siguió pusieron en claro la posición de la Escuela sobre el problema de la libertad estética. Contra las doctrinas del compromiso, coincidimos en sostener la imposibilidad de un arte dirigido, de un arte sometido a consignas. No cabe tomar partido y querer servirlo desde el arte. El arte debe estar al servicio del hombre, nada menos. Verdades elementales (Goethe, hablando del poeta, las expuso a Eckerman con admirable precisión), pero hoy controvertidas, enturbiadas, sujetas a feroces ataques frontales, y que necesitan, por tanto, ser reiteradas y puestas cada día en claro.

Quiero decir algo sobre otros actos ofrecidos durante los días de Santillana. Hicimos dos excursiones por la provincia, recorriendo en la primera su zona occidental: San Vicente de la Barquera, Potes, el valle del Nansa, Cabuérniga, Cabezón de la Sal..., y en la segunda los valles de Puenteviesgo y Carriedo. Excursiones inolvidables: el palacio de Soñanes en Villacarriedo, admirable ejemplar de arquitectura civil; Potes, en la frontera de los Picos de Europa, a la sombra de altos montes grisáceos y rodeada de colinas en cuyas laderas fructifican, casi milagrosamente, los viñedos; las iglesias de Lebeña y Yermo; los saltos del Nansa, elevándose «peñas arriba» en la garganta de rocas altísimas; Tudanca, y José María de Cossío, entre libros, mostrando sus tesoros: manuscritos preciosos, volúmenes raros, objetos museables, como la taleguilla que llevaba Joselito al ser herido de muerte en Talavera...

A los artistas plásticos rindieron homenaje en Cabezón los coros mixtos de danza y canto más notables del Norte de España. En la placita del pueblo, adelantado el crepúsculo de una dulce tarde otoñal, vimos y oímos los viejos bailes y canciones populares: la danza de Ibio, el romance del Conde de Lara, las ingenuas invocaciones campesinas a Nuestra Señora. Llegó la noche mientras danzaban, y las sombras de los bailarines fueron haciéndose más densas, creciendo y mezclándose con ellos. Los sones del caracol marino y de los panderos, únicos en quebrar el silencio, vibraban a cierta distancia, como una lejana música de fondo, mientras las gráciles siluetas evolucionaban en un primer plano de movimientos callados, rápidos, voladores.

En la Colegiata de Santillana, la Masa Coral de Torrelavega dio un gran concierto. El secreto de la perfección de este conjunto, más difícil de conducir que una orquesta, estriba en la entrega general a la inteligencia rectora del director, el maestro Lázaro, uno de esos hombres que, en su ciudad provinciana, viven soñando, y aciertan, por la contagiosa eficacia del entusiasmo, a convertir en vida algo de sus sueños. La tenacidad y el talento vencen las resistencias opuestas por estos instrumentos difíciles de coordinar: gargantas sometidas a emociones, a cambios imprevisibles, no dependientes de la voluntad del cantor. De la severa polifonía gregoriana a la vivacidad de los cantos populares, la Coral de Torrelavega domina todos los registros de la música vocal; produce la impresión de ser una fuerza difícilmente domeñada; tal es su vigor, que parece como si alguna vez la masa de voces hubiera de quebrar los límites donde se contiene y de lanzarse en cascada, sonora nieve derramada.

El recital de guitarra de Regino Sáinz de la Maza tuvo en el palacio de la marquesa de Benemejís el marco más adecuado. La guitarra exige recintos no demasiado vastos, reclama una intimidad. Sólo así puede advertirse todo su hechizo; sólo así las tonadas desprenden su recatado secreto y calan en el alma, reteniéndola en una pura delicia que va más allá del vago ensueño, porque no es una sugerencia de posibles deleites, una onda de melancolías y de quimeras mezclada con elementos de diversa procedencia, sino un deleite real, independiente de ensoñaciones y cristalizaciones, tanto más intenso cuanto más lúcido.

Si la música y la danza no podían desasistirnos, ¿qué decir de la poesía? Dos poetas figuraban entre los congresistas -dos poetas, sin contar algún rimador vergonzante cuyas tentativas se ocultan- Luis Felipe Vivanco y Rafael Santos Torroella. A ellos dos se unieron José Hierro y Julio Maruri -los artistas más representativos del grupo Proel- y, gracias a los cuatro, asistimos a un espectáculo inolvidable. Fue de noche, en los claustros de la Colegiata de Santillana. El poeta leía o recitaba desde un ángulo del claustro en sombras, sin otra luz que dos hachones puestos a los lados del atril preparado para colocar los papeles. A su espalda dos grandes sepulcros, en piedra oscura; frente a él un altar de líneas sencillas. Escenografía según la hubiera soñado el romántico más imaginativo. Lluvia mansa afuera. Medio centenar de oyentes. Los poetas su poesía muy distintos entre sí: desde la delicada fragilidad de los poemas de Maruri hasta la honda sencillez de Vivanco, pasando por la briosa exaltación de Hierro y la elocuencia de Santos Torroella. Vivanco, ahilado y solemne, puso en la estampa el acento más justo. Su figura de caballero del Greco entonaba a maravilla con el ambiente, un tanto fantasmático, del lugar; su dicción reposada y sin adorno, muy lejana de cualquier efectismo, tuvo la eficacia precisa para conmover a un auditorio abierto, lleno de fervor, asequible como pocos a la desnuda gravedad de su verso.

Ahora, a distancia del suceso, recordándole en frío, sigo creyendo que ha sido uno de los más bellos recitales poéticos concebibles. Acaso porque todos, poetas y auditores, sintieron gravitar los prestigios del recinto, ese aura inaprehensible, difícil de definir, pues siendo tan raro su encanto, al pretender expresarlo en palabras lo reducimos al nivel de las cosas comunes, de las cosas que pueden ser descritas con el lenguaje cotidiano. El verso amargo y alentado de Hierro, pareció temperado y su poesía acrecida por la influencia del ambiente. No hay tal, claro es. Esa riqueza estaba en sus poemas, pero el ánimo del oyente se encontraba en situación de excepcional receptividad, en situación muy propicia al entendimiento y sentimiento de los matices más sutiles de la poesía. No fue sólo impresión mía, pues al comunicarla a algunos de los asistentes, les encontré de acuerdo con ella.

Con tales espectáculos renovaban los miembros de la Escuela su provisión de entusiasmo. De acuerdo con una propuesta de Sartoris nos dividimos en grupos, formulando ponencias parciales sobre diversas materias. Yo recordé aquel cuentecillo de André Maurois sobre los tres albañiles. Refiere Maurois que cierta persona encontró a tres obreros levantando una pared. -¿Qué hacéis?, les preguntó el transeúnte. -Estoy haciendo una catedral, contestó el primero. -Construyo un muro, fue la respuesta del segundo. -Coloco ladrillos, uno sobre otro, repuso el último. Nosotros éramos como esos albañiles. Cada cual pensaba con más o menos ambición; pero por lo pronto necesitábamos ir poniendo ladrillos, aunque nuestra idea fuera construir una catedral.

Designados los grupos y distribuida la tarea, se redactaron ponencias relativas a los distintos proyectos de la Escuela: Museo y Residencia, Publicaciones, Revista, y Organización y Régimen interno. Se acordó fundar un Museo de arte contemporáneo compuesto por obras de los artistas que, miembros o no de la Escuela, trabajen de acuerdo con el espíritu que la informa. Este Museo radicará en Santillana del Mar, y, de tal suerte, el visitante de Altamira podrá confrontar fácilmente las realizaciones artísticas prehistóricas con las representativas de la plástica más reciente. Se prevé el funcionamiento de una Residencia para artistas, donde se les facilitará alojamiento cómodo y económico, no sólo durante los períodos de reunión, sino en cualquier época del año.

La sección de Publicaciones comenzará a funcionar inmediatamente, iniciando su labor con el volumen dedicado a las conferencias, textos de conversaciones colectivas, lecturas y discursos pronunciados en la primera reunión de la Escuela. Se acordó asimismo la edición de una serie de monografías sobre plásticos actuales, encargándose a los críticos allí convocados la redacción de las correspondientes a cada uno de los artistas: Vivanco escribirá la de Sartoris, Beltrán de Heredia la de Goeritz, Westerdahl la de Dyrssen, Lafuente Ferrari la de Cossío, Santos Torroella la de Serra, Gasch la de Lloréns Artigas, Goeritz la de Stubbing y yo la de Ferrant.

Quedó planeada la publicación de una revista, encomendándose a un Consejo directivo la estructuración definitiva. Probablemente será mensual y tendrá formato de periódico. Se designó director a Àngel Ferrant y secretario de Redacción a Luis Felipe Vivanco. Creemos necesario este medio de relación con el público y entre los artistas y escritores, pues en España no existe nada parecido a lo por nosotros imaginado. Evidentemente, la posibilidad de que este proyecto se lleve a cabo, y aun diría, generalizando, la posibilidad de que la Escuela de Altamira alcance las dimensiones soñadas, no depende solamente de nosotros. Necesitamos asistencia, curiosidad, colaboraciones...

Pensando en esa necesidad, la ponencia de Organización ha previsto la constitución de unos grupos de Amigos de la Escuela de Altamira, núcleos de apoyo radicados en España y fuera de España, vinculados a la empresa de manera muy estrecha, y participantes en sus actividades. A cambio de su ayuda recibirán la Revista y las Publicaciones, podrán acudir con beneficios especiales a sus reuniones y conversaciones -aunque sin intervenir directamente en ellas y tendrán otras ventajas de varia índole. La Escuela tendrá, pues, miembros activos y adheridos -amigos-.

Tales fueron nuestros proyectos. Quisiera ahora hablar de los artistas de Altamira, decir cómo son y cómo son sus obras. Pero tal deseo no puede realizarse sin prolongar abusivamente esta crónica. Quede para otras coyunturas. Permítaseme acabar transcribiendo las conclusiones aprobadas unánimemente en la última sesión de nuestras reuniones. El documento dice así:

«LA ESCUELA DE ALTAMIRA ESTABLECE COMO CONCLUSIONES DE SU PRIMERA REUNIÓN LAS SIGUIENTES:

La Escuela se acoge al signo de Altamira, por considerarle símbolo de arte vivo, de arte fuera del tiempo histórico, de arte por encima de todo nacionalismo, representativo de una pintura que fundía formas y experiencia, de una pintura reveladora de gran capacidad de síntesis. Creemos que el pintor de Altamira era un clásico, entendiendo que clasicismo es capacidad de aunar, eficazmente, líneas y volúmenes para que vivan, expresivos, por una eternidad incorruptible, con precisión perfecta, en la que no sea posible más ni menos.

El arte actual aspira a conseguir el equilibrio, por una tensión de fuerzas diversas, y la unidad de las diferentes artes, que deben quedar integradas en la Arquitectura.

La primacía de la invención y de la imaginación consciente, así como la legitimidad de los diversos movimientos estéticos, de donde se deduce la del empleo de nuevas interpretaciones plásticas de la materia.

La noción de abstracción va unida al concepto de necesidad artística. La obra de arte tiende a integrar, en un orden de innumerables formas, la realidad estéticamente incompleta de la naturaleza.

El Arte ha de ser nítido y transparente, campo de experiencia, de estudio, de utilización de múltiples medios, y ha de hallarse dotado de un poder lírico optimista y regenerador.

Las artes plásticas son una realidad ajena a la palabra, no pudiendo, por tanto, apoyarse en ella. La emoción estética no tiene origen intelectual.

La metáfora, admitida en poesía, está absolutamente legitimada en las artes plásticas, aunque varíen los medios de expresión. Lo no-objetivo es la esencia de lo objetivo; con el arte abstracto comienza el reinado absoluto, no de la forma, sino de las innumerables formas inventadas; arte que debe poseer mucha capacidad de impresionar e infinitas posibilidades internas.

El artista debe buscar el ámbito perfecto para su obra con actuación libérrima, independiente de todo imperativo ajeno al Arte. La conciliación del hombre con su época se conseguirá, en el Arte, por una fidelidad estricta a su propia determinación histórica, sin obedecer a modelos estereotipados de otras épocas.

El Arte debe crear en beneficio del hombre, buscando el aumento de sus posibilidades vitales. El Arte se apoya en hombres de todas las actividades profesionales y pretende conseguir, por la colaboración de todos, un carácter que dé estilo a la época.

La crítica de arte está obligada a apoyar las tentativas difíciles y aventuradas del artista auténtico y a combatir la simulación y la pereza de espíritu.

Es necesario el diálogo entre críticos y artistas de tendencias afines, para esclarecer y puntualizar ideas.

La tentativa de vulgarizar el Arte y la Cultura es síntoma de crisis. Esta tentativa surge cada vez que el hombre se encuentra en una encrucijada histórica».



Tales fueron los más importantes puntos de coincidencia. Al publicarlos nos gustaría abrir un debate, no cerrarlo. Queremos que nuestra posición se discuta y que nuestras ideas sean examinadas con la misma voluntad de comprensión y el mismo espíritu de amor hacia las creaciones del arte actual -no tanto por ser actual, como por ser arte- que pusimos al redactar estas conclusiones.





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