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Rafael Altamira: recuerdos y homenajes durante el franquismo1

Juan Antonio Ríos Carratalá






La muerte en tres líneas

El 3 de junio de 1951, el diario ABC publicó una nota necrológica enviada desde Méjico por la agencia EFE: «A la edad de ochenta y cinco años ha fallecido Don Rafael Altamira, que fue catedrático de la Universidad de Madrid». El texto se reprodujo en Información, de Alicante, el mismo día. El periódico de su ciudad natal ni siquiera añadió que el finado era «hijo predilecto» por acuerdo del Ayuntamiento. El compromiso de lo ineludible se resolvió en ambos casos con laconismo cuando tantos gacetilleros abusaban de la retórica para explicar la nada. Así de escueta apareció la nota; sin que los respectivos redactores-jefe hubieran ordenado «inflarla», ni se recordara que el ilustre historiador había sido separado de su cátedra en 1939, tres años después de jubilarse, y se quedara sin derecho a pensión, al igual que otros colegas considerados desde entonces como «desafectos».

El día anterior, el ingeniero Rafael Altamira Redondo, residente en Madrid y bien relacionado con el Régimen, pagó al citado diario monárquico una esquela de su padre más digna que la nota. Aparte de anunciar varias misas «por el eterno descanso de su alma», este miembro de la familia que permanecía en España incluyó algunos cargos y condecoraciones del intelectual alicantino. El listado curricular era extenso y se seleccionaron los ajenos a su condición de republicano exiliado. Rafael Altamira aparecía por primera vez en ABC desde 1939 y convenía evitar cualquier referencia que justificara su fallecimiento en Méjico. El recuadro de las esquelas también estaba sujeto a los silencios deliberados, más efectivos de cara al olvido que los escritos polémicos o las descalificaciones.

Las esquelas del diario monárquico eran de obligada lectura en algunos círculos de la capital. La noticia del fallecimiento se difundiría en los ámbitos académicos de Madrid, aunque en voz baja y sin comentarios que trascendieran a la prensa. El 8 de junio de 1951, ABC también informa de que la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas había celebrado una junta presidida por Antonio Goicoechea, quien pronunció una oración necrológica dedicada a Rafael Altamira, «académico de número que ocupaba la medalla número ocho y que falleció en Méjico el día 1 del corriente mes». El acto se completó con la publicación del folleto de otro miembro de la Academia, León Martín-Granizo. A pesar de su retórica, la necrológica constituyó un islote en un mar de silencio y olvido. Incluso de amenazas de expulsión, por «ausencias injustificadas», como las vertidas por una Academia de la Historia incapaz de aceptar la realidad del exilio de uno de sus miembros.

El cinismo de los textos académicos gozaba por entonces de la impunidad gracias a la censura y las forzadas ausencias. León Martín-Granizo escribe una semblanza de Rafael Altamira correcta en líneas generales, aunque incompleta hasta el extremo de lo tendencioso. En la misma le presenta como «domiciliado en el extranjero desde hacía tiempo» (1952:2). Los motivos de la permanencia en Méjico eran «circunstancias personales y el amor que sentía por América». Rafael Altamira «vivía rodeado de su familia y del respeto y admiración de cuantos españoles y mejicanos le conocían, aunque siempre con el constante anhelo de volver a la Patria». Sin embargo, «la edad y los achaques le impidieron realizar este deseo». El exilio quedaba así reducido a una cuestión de achacosa vejez, con las consiguientes limitaciones para regresar a donde, al parecer, se le esperaba.

Tal vez, algún estudioso de la cultura del franquismo valore la oración necrológica de Antonio Goicochea y el folleto de León Martín-Granizo como ejemplos de la «resistencia silenciosa» o de los puentes tendidos al exilio. La escasez agranda cualquier signo de civismo. Sin embargo, Solidaridad Obrera, órgano del movimiento libertario español en Francia, considera estas iniciativas académicas como una manifestación de la hipocresía: «Otro capítulo periodístico que revela la hipocresía falangista es el de las oraciones fúnebres dedicadas a hombres de valía muertos en el destierro, como el profesor Altamira» (1-VIII-1951). La militancia con voluntad propagandística y la precisión suelen ser malas compañeras. El falangismo se atribuía a todas las familias del Régimen, como el comunismo parecía patrimonio común de la oposición al mismo. El acto académico pudo resultar hipócrita a los ojos de aquellos exiliados, pero su carácter institucional constituyó un mínimo reconocimiento. Cabe valorarlo cuando todos callaban en España ante un tema considerado tabú y muchos ni siquiera recordaban. La tribuna pública del franquismo apenas admitía elogios a los exiliados, aunque fueran parciales, tendenciosos y sin mencionar su condición de desterrados. A finales de los años cuarenta y superada la etapa de las descalificaciones más agresivas, el recurso al olvido sellaba una realidad del exilio que parecía no existir a tenor de lo publicado en la prensa.

Las colecciones digitales de ABC y La Vanguardia evidencian el silencio del franquismo acerca de Rafael Altamira, un intelectual con escasos flancos para el ataque o la polémica y cuya trayectoria de «liberal clásico» convenía ignorar por su coherencia republicana. En ambos periódicos, su nombre aparece esporádicamente y en un segundo plano, como apoyo bibliográfico de la argumentación sobre alguna de las múltiples materias que abordó. El militar y político Jorge Vigón le cita en un artículo dedicado a la historia militar (La Vanguardia, 9-III-1949). El carlista Jesús Evaristo Casariego recurre a su testimonio en una tercera de ABC titulada «Ataque y defensa de España» (29-VII-1954). El mismo autor, tras criticar a varios periódicos argentinos por la difusión de noticias calumniosas acerca de España, recuerda una sentencia de Rafael Altamira: «La leyenda negra es un error judicial con tres siglos de retraso» (ABC, 26-II-1956). Nicolás González-Deleito, con motivo del centenario de Marcelino Menéndez Pelayo, publica un artículo a toda página e ilustraciones del polígrafo santanderino y su amigo alicantino. El articulista resume los comentarios de Rafael Altamira relacionados con su colega e incluidos en Cosas del día. Crónicas de Literatura y Arte (Valencia, F. Sempere y Cía., 1907). Al igual que pasara con la patriótica postura frente a la leyenda negra, su admiración por la labor de un intelectual de referencia para algunos sectores del franquismo le permitió aparecer en las páginas de un periódico. Incluso ser recordado como digno de alabanzas por parte de personas «de orden»:

«Rafael Altamira, autor de elogios tan encendidos a don Marcelino Menéndez Pelayo, fue también sujeto pasivo de homenajes semejantes por parte de personas ideológicamente distanciadas. La infanta doña Eulalia de Borbón, en sus interesantísimas memorias [Madrid, Castalia, 1991], tiene para él párrafos encomiásticos. Y hace cuatro años, al producirse su óbito, la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas le dedica una sesión necrológica, en la que el orador es un ilustre ex ministro conservador de la Monarquía: don Antonio Goicoechea».


(ABC, 25-XI-1956)                


El comentario de Nicolás González-Deleito olvida que Eulalia de Borbón permaneció fuera de España durante diez años por sus problemas con la familia Real y que su comportamiento en Madrid fue motivo de polémicas y hasta de escándalos. El régimen de Franco sólo soportaba con fastidio a esta hija de Isabel II. Las autoridades optaron por acallarla cuando comprendieron que no cedería en su independencia de criterio. Sus elogios no constituían un aval en la España de los años cincuenta. En cualquier caso, Nicolás González-Deleito apunta una justificación para recuperar la figura de Rafael Altamira, pero nunca cita su condición de exiliado. El motivo del silencio o el olvido era tabú en aquella prensa del franquismo y las citadas colecciones digitales apenas aportan algunas referencias fechadas con posterioridad. Su esporádica presencia casi siempre se relaciona con notas bibliográficas o recuerdos como los de Ramón Pérez de Ayala, bien tratado por ABC a principios de los años sesenta gracias a sus reiteradas palinodias.

El conjunto de las referencias periodísticas es paupérrimo y contrasta con la importancia de la trayectoria intelectual de Rafael Altamira, así como con su popularidad a raíz de sus iniciativas educativas y los viajes por América. La labor de silenciamiento y olvido auspiciada por el franquismo funcionó a la perfección en lo que respecta a la prensa. Los libros del alicantino sufrieron una suerte similar. Sólo unos pocos lectores pudieron acceder a los ejemplares de sus obras editados antes de 1936, consultar los publicados en el exilio cuando cedió en su optimismo porque se consideraba «una carta desparejada» (1948:66) o conocer alguna aislada edición en España, como el ensayo biográfico dedicado a Felipe II (Madrid, 1959). Tal vez este repertorio bibliográfico bastara para escribir trabajos de erudición en materia histórica, pero Rafael Altamira siempre apostó por las publicaciones periódicas en su labor de crítica y reforma. Esta vocación de publicista que tantos cientos de artículos generó a lo largo de décadas quedó interrumpida en España durante el período franquista. El polígrafo tampoco fue motivo de comentarios periodísticos. Apenas algún recuerdo o mención de sus lectores. Nada en comparación con los autores del Régimen o aquellos liberales que, temerosos y envejecidos, tras la Victoria reconsideraron su militancia a la búsqueda de un acomodo.

Rafael Altamira, cuando llegó a Méjico procedente de Estados Unidos (25-XI-1944), declaró a El Universal que no pensaba volver a España «hasta que los hombres liberales pudiesen vivir en aquel país» (Moreno Sáez, 1997:105). En una nota escrita en 1937, el alicantino había afirmado que «con la victoria de Franco no se perderían tan sólo la República, la democracia y los derechos políticos, sino todas las libertades individuales del espíritu, sin las que es imposible una convivencia pacífica» (Moreno Sáez, 1997:100). Y en 1945, el diario Hoy, de Méjico, publicó una nueva muestra del liberalismo de Rafael Altamira: «Yo soy sustancialmente, más que un republicano, un liberal incompatible con un régimen totalitario, cualquiera que sea su dirección política» (VV. AA., 1987:247). Consecuentemente, el intelectual propone para España «una solución liberal ante todo, que desarrolle el esfuerzo creador y las manifestaciones genuinas de nuestro carácter, bajo el clima de la tolerancia» (ibid.). La propuesta sólo manifestaba un deseo, porque Rafael Altamira era consciente de un cambio radical en su país, hasta el punto de hacer inviable «la reconciliación de los espíritus» (1948:106).

Estas declaraciones a la prensa fueron compatibles con una actitud de equilibrio, en parte derivadas de su condición de juez en el tribunal de La Haya hasta 1940 y fruto también de la observación de excesos en ambos bandos durante la guerra. Sus circunstancias personales y familiares le obligaban, asimismo, a ser prudente y evitar la concreción en unas denuncias que convirtió en motivo de reflexión envuelta en literatura: Tragedias de algunos y de todos (1948). No obstante, siempre rechazó el franquismo por su carácter totalitario. Rafael Altamira era un pensador de convicciones profundas y solidarias. Su coherencia le llevó a declinar distintas invitaciones del Régimen para que volviera a España, garantizándole su seguridad e incluso un reconocimiento. Javier Malagón relata una entrevista en México del historiador con un discípulo suyo enviado por las autoridades franquistas para conseguir la repatriación del alicantino. La respuesta de Rafael Altamira fue rotunda: «Yo salí por una causa y esa continúa, si quieren que yo regrese a España -y no sabe las ganas que tengo, pues entre otras cosas quisiera morir allí- diga a quienes le han mandado que devuelvan la libertad al pueblo español, y no sólo yo sino todos los que estamos en el exilio retornaremos felices a nuestra tierra» (1987:220). Este ejemplo de dignidad le acarreó el ninguneo en su propio país.




Homenajes y silencios

La negación de la realidad se prolongó hasta la década de los sesenta. A raíz de la celebración de los XXV Años de Paz (1964), la dictadura flexibilizó su actitud ante una parte del exilio que consideraba recuperable. En el ensayo ¡Usted puede ser feliz! (en prensa) hemos abordado este lavado de cara y sus consecuencias en el ámbito teatral o cinematográfico. El objetivo era demostrar la viabilidad de un regreso que, además de restringido a unos sectores, pasaba por obviar cualquier referencia a la condición de exiliado. La misma se pretendía inexistente por absurda en una España de paz y reconciliación. La realidad histórica desmentía esta falacia, pero la relativa apertura del Régimen durante la etapa desarrollista permitió el regreso de algunos exiliados y la paulatina recuperación de la memoria de quienes, como Rafael Altamira, sólo consiguieron una necrológica de tres líneas después de protagonizar una impresionante trayectoria en diferentes ámbitos.

La celebración en 1966 del centenario de Rafael Altamira fue una oportuna ocasión para el homenaje, aunque resultara modesto, localista y obviara cualquier referencia a la condición de exiliado. Aparte del contexto ya indicado, su realización fue posible gracias a la confluencia de distintas iniciativas. La Universidad de Oviedo programó por esas fechas un ciclo de conferencias dedicado al catedrático que formara parte de su claustro. Las mismas fueron recopiladas y editadas en un folleto, junto con una antología de textos de Rafael Altamira acerca de sus colegas ovetenses. En Alicante, su ciudad natal, no había por entonces una institución académica que pudiera afrontar una iniciativa similar. En su lugar, un estudioso de la cultura local, Vicente Ramos, publicó en ABC un artículo, «Triple centenario» (31-VIII-1966), donde reivindicaba el recuerdo del comediógrafo Carlos Arniches, el escultor Vicente Bañuls y Rafael Altamira, los tres nacidos en 1866. El texto abunda en la habitual loa de este autor al localismo: «Bien podemos asegurar que en valores del espíritu pocas provincias igualan a la alicantina y ninguna la supera». Vicente Ramos subraya del último de los citados «su auténtico patriotismo, de cuyos inagotables hontanares de amor surgió y se desarrolló tan gloriosa vida». La retórica estaba en sintonía con la época. Gracias al apoyo de la institución financiera donde trabajaba, el mismo autor escribió por entonces una biografía de Rafael Altamira publicada en Madrid por Alfaguara y contó con la ayuda del Ayuntamiento de su ciudad, en especial del concejal Gaspar Peral Baeza, para organizar un homenaje.

El mismo se realizó a propuesta del Cronista Oficial de la ciudad, Vicente Martínez Morellá, que en su escrito al Ayuntamiento obvia la condición de exiliado de Rafael Altamira y comete un supuesto error cuando afirma que, «en 1936, se trasladó a México, donde le sorprendió la muerte» (1973:10). La solicitud no menciona los homenajes anteriores a la guerra civil y que parte del legado del ilustre alicantino se encontraba en el instituto de enseñanza media de la ciudad, desde noviembre de 1952, por voluntad del finado (Información, 8-XI-1952). La modificación de la fecha evita al cronista cualquier explicación sobre las circunstancias de la salida de Rafael Altamira de España el 29 de agosto de 1936, gracias a su condición de funcionario internacional y con la autorización de la Junta de Burgos. El autor de Linajes y blasones de la ciudad de Alicante (1956) tampoco explica su permanencia en La Haya hasta abril de 1940, como miembro del Tribunal de Justicia Internacional, y su posterior traslado a Bayona junto a parte de su familia. Asimismo, Vicente Martínez Morellá obvia el recuerdo de su salida, a principios de 1944, de la ciudad francesa para atravesar España. Lo hizo bajo protección diplomática de Argentina y con destino a Lisboa, desde donde Rafael Altamira viajó a Nueva York. El objetivo era impartir un curso universitario. Poco después, el jurista iniciaría su exilio de siete años en Méjico. Un simple error de fechas, pues, permite al cronista de Alicante evitar lo conflictivo de la petición a la institución local, que se realizaba con el acuerdo tácito de ignorar la condición de exiliado de quien fuera nombrado hijo predilecto de la ciudad (1909) y homenajeado en repetidas ocasiones por sus conterráneos antes de 1936.

El Ayuntamiento de Alicante también optó por la celebración de una sesión académica. La fecha elegida fue el sábado 17 de diciembre de 1966 y contó con la intervención de tres conferenciantes: el catedrático Juan Beneyto, el académico Ciriaco Pérez Bustamante y el almirante Julio F. Guillén Tato. Este último, poco antes, había publicado un artículo sobre el mismo tema en un diario local (Información, 2-X-1966). El acto presidido por el gobernador civil, Luis Nozal, se celebró en las dependencias municipales y ante «un selecto público», que aparece circunspecto en las fotos (Información, 18-XII-1966). Lejos quedaban las multitudinarias recepciones que el propio Ayuntamiento dispensara a Rafael Altamira tras su vuelta de América o con motivo de su nombramiento como hijo predilecto:

«La ciudad nativa ardía en deseos de glorificar a su preclaro hijo Rafael Altamira. En vísperas de su llegada, Alicante se preparaba. Y así, el alcalde publicó una alocución, exhortando al júbilo de las almas y al adorno de la urbe; los periódicos exaltaron la figura del hermano ilustre con noticias de sus trabajos y triunfos; el orador don José Guardiola Ortiz pronunciaba públicas conferencias para dar a conocer más y mejor la personalidad del sabio; las calles se engalanaron y los alicantinos lucían, en sus solapas, unas banderitas en las que se podía leer: ¡Viva Altamira!».


(Ramos, 1966:139)                


Las fotos de los homenajes de principios de siglo atestiguan una participación popular en la recepción del «sabio». Sesenta años después, la frialdad de los estamentos oficiales se completaba con la ausencia del «pueblo». Esa misma mañana del 17 de diciembre de 1966, el alcalde de Alicante, José Abad, descubrió una lápida en la casa natal del homenajeado, sita en la calle Cienfuegos. Su hijo Rafael asistió a la celebración junto a las autoridades locales. Así se refleja en un folleto publicado por el Ayuntamiento al cabo de siete años. El dato evidencia las penurias de la municipalidad en materia cultural, pero también prueba el desinterés por recuperar de manera digna y efectiva el recuerdo del polígrafo que aspirara al Premio Nobel de la Paz en dos ocasiones.

El homenaje del Ayuntamiento de Alicante hizo caso omiso del celebrado el 1 de junio del mismo año en el Ateneo Español de México. Tampoco se citó el número extraordinario del boletín de la Corporación de antiguos alumnos de la Institución Libre de Enseñanza, del Instituto-Escuela y de la Residencia de Estudiantes de Madrid (Grupo de México). La publicación apareció el 10 de febrero de 1966 y sintetiza la admiración por Rafael Altamira en los medios del exilio. La referencia a estos antecedentes habría sido un signo de reconciliación, pero se optó por un autismo intelectual en contradicción con la trayectoria del homenajeado. En cualquier caso, el acto celebrado en su ciudad natal apenas se refleja en la prensa nacional. Sólo ABC incluye una crónica de su corresponsal Ginés Alberola: «Alicante inaugura una lápida en memoria de su hijo predilecto e historiador insigne don Rafael Altamira» (21-XII-1966). Apareció en las páginas dedicadas a las noticias de las provincias, en un revoltijo de variopintas temáticas y sin eco en la sección de cultura.

Así, pues, no debe extrañar que, pocas semanas antes, Federico Carlos Sáinz de Robles publicara el artículo «Raros y olvidados» (ABC, 15-X-1966). El incansable divulgador valora la repercusión de los centenarios de Jacinto Benavente, Ramón M.ª del Valle-Inclán y Carlos Arniches, frente al olvido de otros autores nacidos en 1866: Eduardo Gómez Baquero, Francisco Grandmontagne, Francisco Acebal y Rafael Altamira. El articulista escribe una semblanza de los cuatro «raros» -dos de ellos permanecen todavía en esa clasificación- y concluye así: «Con las noticias casi telegráficas que he dado acerca de estos cuatro españoles eximios [...] se comprenderá en seguida la irritante injusticia de su pase a esa terrible 'clase pasiva' que es el olvido». Federico Carlos Sáinz de Robles estaba en lo cierto, pero también es indudable que el cajón de sastre de su artículo apenas contribuiría al rescate de Rafael Altamira. El alicantino merecía una monografía que devolviera su nombre a los círculos cultos tras treinta años de ausencia y silencio.

Los trabajos sobre la literatura alicantina escritos por Vicente Ramos parten de una metodología y unos objetivos que cuestioné en Románticos y provincianos. La literatura en Alicante, 1839-1886. No merece la pena incidir de nuevo en este aspecto, pero es indudable que esos mismos estudios abrieron camino cuando casi todo estaba por hacer. El caso de Rafael Altamira era un ejemplo, al menos en una España que permanecía ajena a las contribuciones del exilio y donde su legado había quedado silenciado durante los citados XXV Años de Paz. El folleto del polígrafo y divulgador valenciano Francesc Almela i Vives (1967), en realidad una separata de la revista Valencia Atracción, apenas reviste interés como antecedente inmediato. Tampoco destaca un artículo de Francisco Figueras Pacheco sobre la aportación a la cultura española de Gabriel Miró, Carlos Arniches y Rafael Altamira (Anales del Centro de Cultura Valenciana, n.º 30, 1952). Sin embargo, Vicente Ramos disponía de la bibliografía crítica acerca de Rafael Altamira publicada en Méjico y Argentina, con una notable aportación de los medios del exilio, al tiempo que contaba con la prensa local y otras fuentes para reconstruir la trayectoria del hijo predilecto de Alicante. La labor de quien fuera cronista de la provincia es meritoria en un marco de ausencia de bibliografía sobre el autor, pero sorprende que, en una fecha tan avanzada del franquismo como 1968, se obvie cualquier referencia al exilio, sus protagonistas y sus causas, incluso en un capítulo de la biografía dedicado a los últimos años de Rafael Altamira en México.

En 1968, el regreso a España de una parte del exilio ya no sorprendía, incluso era alentada por el Régimen como una muestra de flexibilidad y apertura. El caso del dramaturgo Alejandro Casona tal vez sea el más conocido, pero no constituye una excepción cuando otros comediógrafos (Víctor Ruiz Iriarte y Miguel Mihura) aprovechan la nueva legislación en materia de censura para llevar a los escenarios la figura del exiliado en unas exitosas comedias, siempre con el compromiso de evitar nombrarle como tal y obviar los motivos de su salida de España (véase ¡Usted puede ser feliz!). La táctica desemboca en la inverosimilitud o la extrañeza, pero al público le interesaba contemplar estos personajes sin necesidad de plantearse sus orígenes o motivaciones. La idea que premiaba era una asimilación, nunca una reconciliación. Se basaba en un amor magnánimo de quienes recibían con los brazos abiertos a los compatriotas convertidos en unos nostálgicos. El planteamiento resulta discutible y hasta falso a la luz de una realidad histórica donde el exilio mantenía su componente conflictivo, pero supone un paso adelante con respecto al silencio absoluto o el maniqueísmo del período anterior. En ese marco, una biografía podía aludir, mediante el recurso al eufemismo, a la condición de exiliado del protagonista sin necesidad de provocar las iras de la censura. La prensa coetánea ya habla de «esos otros españoles», reconociéndoles así una nacionalidad que antes les negaba. A partir de ese momento, el reencuentro estaba en el horizonte, aunque en unas condiciones alejadas de la reconciliación propugnada, desde finales de los cincuenta, por sectores de la oposición al franquismo. El perfil de Rafael Altamira se ajusta al modelo del exilio recuperable por parte de una dictadura que pretendía presentarse como una «democracia orgánica». Por este motivo se entienden y justifican los homenajes de 1966, pero también sorprende que en una biografía, dirigida a una minoría de lectores, se siga ignorando la realidad del exilio y se presente la estancia en Méjico como una especie de capricho del destino.

Esta actitud conduce a obviar las críticas de Rafael Altamira al totalitarismo de un régimen con el que se declaró incompatible en reiteradas ocasiones. La consecuencia es una paradoja: tras dedicar varios capítulos al patriotismo del biografiado y su querencia por Alicante, Vicente Ramos no explica las razones de la muerte en Méjico; tan lejos de aquello que Rafael Altamira amó y defendió a lo largo de su trayectoria intelectual, pero ahora se le mostraba distante: «¿Llegó alguien a sospechar que la Patria cambiaría hasta el punto de convertirse en una desconocida para muchos de sus hijos?» (1948:106). Vicente Ramos tampoco justifica su encuentro en aquellas tierras de América con cerca de tres mil valencianos, ni el sentido de iniciativas académicas (Colegio de México, 1940), centros culturales (Casa Regional Valenciana, constituida en 1942) y editoriales (Mediterrani, como complemento de la homónima revista) que colaboraron con el alicantino en la continuidad de su tarea docente, la difusión de su pensamiento y la resistencia sentimental a que se difuminara su identidad lejos de la terreta (Girona, 1995:71). Los lectores lo sabrían o lo intuirían, pero la literalidad de la biografía se convierte en un absurdo por un exagerado temor a la censura o, lo que resulta más probable, por una voluntad de ocultación amparada en una connivencia con esa misma censura. El resultado es, en cualquier caso, una biografía mutilada de quien presidiera en Méjico la Unión de Profesores Universitarios en el Exilio (UPUEE), como parcial fue un homenaje incapaz de aceptar la totalidad de lo que representaba Rafael Altamira.

La recuperación y el conocimiento de la obra del polígrafo alicantino siguen en fechas posteriores un camino paralelo al de tantos otros autores exiliados. A lo largo de los años setenta, ya no cabe hablar de censuras o temores. Las dificultades se relacionaban con las prioridades de una época donde el exilio se pretendía una anacronía: una circunstancia del pasado, cerrada con el regreso de quienes no pudieron volver a España hasta la instauración del régimen democrático. Esta actitud provocó una desatención con respecto a su obra intelectual o creativa. Las consecuencias se agravaron en los casos de las figuras que, por las características de sus trabajos, encontraban un difícil encaje en la Transición. La memoria de Rafael Altamira no podía competir con el espectáculo de un Rafael Alberti recitando en plazas y estadios para acceder al hemiciclo. Su erudición en materias históricas, pedagógicas y jurídicas debía esperar, así como la reedición de unos textos literarios cuyo interés oscila entre la curiosidad y el valor documental.

El goteo de trabajos académicos sobre sus aportaciones se intensifica poco a poco, pero hasta 1987 no se realiza el homenaje a Rafael Altamira que, ya sin mutilaciones, le devuelve a la normalidad. La misma llegará cuando su bibliografía sea completamente accesible y cualquier estudioso pueda recurrir a su erudición en tan distintas materias. No obstante, a partir de la iniciativa de las instituciones locales, autonómicas y nacionales en la citada fecha, la figura del intelectual que apostó por el liberalismo y el pacifismo quedó perfilada en sus rasgos básicos. Desde entonces se han multiplicado los trabajos académicos y la consiguiente revalorización de sus aportaciones. Sin embargo, el repaso de los sumarios de 1987 indica que, veinte años después del homenaje del Ayuntamiento de Alicante, los responsables de esta iniciativa no participaron en el organizado por las instituciones democráticas. Tampoco se les esperaba ni se cursó la correspondiente invitación. Tal vez las razones nos conduzcan a las pequeñeces de la cotidianidad en un ámbito reducido y a menudo provinciano, donde cualquier soberbia desborda los huecos disponibles. Pero este nuevo desencuentro revela las limitaciones de quienes, durante el franquismo, utilizaron un vago y retórico concepto del liberalismo para reivindicar a Rafael Altamira. Sus homenajes no podían dar respuesta a quien afirmara que había «vivido a gusto en muchas patrias ajenas, pero siempre a base de la seguridad de volver a la mía cuando me viniese en gana. La realidad presente es la negación de esa seguridad moral» (1948:124). Lo fundamental de ese «presente» permanecía en la España de los años sesenta, cuando todavía los verdaderos liberales no gozaban de «seguridad moral». El ejemplo de coherencia de Rafael Altamira, hasta las últimas consecuencias, no hizo mella en las mediocres circunstancias del franquismo, que sólo empezó a citarle cuando el alicantino ya había fallecido.






Bibliografía citada

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