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Rafael Azcona en «La Codorniz»


José Antonio Llera Ruiz





La noche en que Rafael Azcona llegó al café Varela traía de su Logroño natal mal de amores y, como buen bohemio, el humo y las jarras de agua que había sobre las mesas eran casi su único alimento. Eso al menos dice la leyenda. Lo cierto es que fue el dibujante Antonio Mingote quien lo presenta a principios de los cincuenta a Álvaro de Laiglesia, director de La Codorniz. En adelante, Azcona no sólo escribe y dibuja, sino que se ocupa también de la maquetación de la revista, junto al redactor-jefe, Fernando Perdiguero. En el ámbito del dibujo La Codorniz había dado a conocer a un notable elenco de maestros del chiste gráfico y de la ilustración: Enrique Herreros, Mingote y Goñi. Pero, después de la diáspora de la llamada «otra generación del 27» (Mihura, Tono, Jardiel), estaba muy necesitada de talento en el humorismo escrito. La incorporación de Azcona a la plantilla codornicesca supone la afluencia de una serie de procedimientos que significan la transición armónica entre la primera Codorniz y los planteamientos más críticos que se van imponiendo con el paso del tiempo.

Las huellas de Mihura en su estilo alcanzan a microestructuras absurdistas, como la conjunción pero estableciendo atenuaciones anómalas. En «Advertencia a los huérfanos» (26-II-1956) leemos: «Y, es evidente, a los cincuenta años un huérfano es un huérfano, sí, pero poco»1. El gusto por los inventos estrafalarios también se encuentra en la órbita protocodornicesca. Azcona alumbra, por ejemplo, una máquina para transformar en energía la maledicencia de las mozas cuando acuden a las fuentes. Junto a estos módulos expresivos está el Azcona más costumbrista, el que critica la lentitud de los transportes2, los socavones, la burocracia, la apatía generalizada...

Con el apoyo de un material gráfico descontextualizado (fotografías o grabados, muy al estilo de Tono), Azcona parodia los tratados de método en «¿Cómo se hace una película española?» (18-XI-1956), con guiño incluido al cine neorrealista italiano. Adviértase el dominio de los giros orales:

En cualquier momento de la película y para que la crítica vea que también aquí hay inquietudes y que el equipo productor no se chupa el dedo en cuanto a novedades, va y se retrata una buena mosca, como hacen los italianos del demonio, que ahí los tiene usted hinchándose a hacer taquillazos.



En cualquier caso, me parece que su gran logro lo constituye el hábil manejo de la ironía de autotraición. Azcona crea personajes de cuyo discurso se distancia absolutamente: alacranes que se inyectan su propio veneno. Hasta su marcha de la revista en noviembre de 1958, sobresale por su ingenio para mimetizar los discursos adoctrinadores y añejos del nacional-catolicismo, su hipocresía y su segregación clasista. Narra como nadie unos tiempos caracterizados por las aberraciones morales, el chantaje y la genuflexión. Relatos en serie como «Nuestro perverso abuelo» de Rafael Azcona, «Don Policronio» de Víctor Vadorrey y «Doña Eduvigis» de Rafael Castellano enlazan con la primera Codorniz -con el Dalmau de «Amelio y Amalio», y el Manzoni de «Niño estúpido» para más señas- porque los tres presentan unos personajes airados y demagogos que reclaman orden y austeridad, que defienden la tradición de manera reaccionaria y repudian el progreso. La edad, en estos casos, es un símbolo de la ideología, de la visión del mundo. Esa voz que apedrea los oídos con su homilía es la voz de quien el autor implícito se desmarca irónicamente. Si la reproduce es para pulverizarla críticamente.

En la serie azconiana de los «Consejos a los jóvenes inexpertos» la polifonía irónica se cierne con ribetes de caricatura sobre los pedagogos sermoneadores. En una de sus entregas más logradas, «Del amor al prójimo» (13-V-1956), el maestro exhorta a sus pupilos a amar al prójimo, pero con algunas salvedades: quedan excluidos los pobres de pedir limosna. Todo discurso inhala una mentalidad, y la que aquí se expresa resulta de una visión de la sociedad piramidal, muy jerarquizada, en la que el dinero agranda la virtud y la pobreza es una infamia que justifica la segregación. El educador sin escrúpulos refiere la historia ejemplarizante de Arturo, quien por ejercer la caridad entre los pobres pierde sus amistades y es desheredado por su familia. Azcona denuncia con fiereza los integristas hipócritas de las buenas acciones, el interés crematístico que subyace a sus credos, la prehistórica pedagogía del premio y del castigo, la hipocondría del escándalo. La experiencia que dice poseer el padre espiritual se convierte en sinónimo de comportamiento artero, en censura contra la inocencia del joven Arturo, bien inclinado por naturaleza, sin necesidad de untosas y apelmazadas prédicas morales. Si la caridad es sólo una letra de cambio, es coherente hasta la crueldad la conclusión del texto:

Lo que no debéis hacer de ninguna manera, vuelvo a repetir, es lo que hizo el estúpido de Arturo: amar a un prójimo que es pobre de pedir limosna es escandalizar a la sociedad, sentar plaza de débil mental y ser motivo de bochorno de vuestros padres, de vuestros maestros y de vuestros amigos más queridos.



La ironía crítica en torno a la figura del pobre que se observa en textos como «¿Para el bien común?» (16-III-1958) me parece magistral. No me resisto a citar sus primeras líneas:

Los pobres de pedir limosna, tan nefastos en toda república, pueden ser utilizados para el bien común. A continuación damos algunas ideas para que los pobres rindan su producto a la comunidad, a la que hasta ahora no han hecho otra cosa que ordeñar sin darle nada a cambio.



1. POBRE UTILIZADO COMO RECIPIENDARIO DE BOFETADAS NACIDAS DE LOS HISTERISMOS.- Todo el mundo sabe que muchos esposos reciben fuertes bofetadas de sus esposas, cuando éstas atraviesan un ataque de histeria. Para evitar que los esposos sean abofeteados, se toma a un pobre, se le viste de gala y se ofrece a la ira de la esposa enfadada.



Otros relatos de Azcona tocan también el tema de la pobreza y la caridad, pero lo hacen no ya a través del soliloquio irónico, sino a través del diálogo coral. En su serie «Gente absurda», continuada en los años sesenta por Pgarcía, Rafael Azcona dispone la figura de un narrador-mendigo que junto a sus compañeros hace reverencias al acaudalado Benefactor. La tensión siempre la provoca uno de los menesterosos, que se niega a doblegarse y no quiere vivir de la beneficencia. Su individualismo lo paga con la violencia, y es reconducido a la fuerza al gregarismo alabancioso, si bien su gesto final no oculta cierta rebeldía.

-¡No, y mil veces no! ¡No besaré el suelo pisado por el Benefactor!

¡Soy un hombre que no quiere vivir de la beneficencia!

Un maestro anciano le sacudió dos bastonazos y le afeó su conducta, a grandes voces:

-¡Incivil! ¿Es que quieres destruir los fundamentos de la sociedad, negar los méritos del Benefactor y sentar plaza de iconoclasta?

[...]

Tuvimos que obrar en consecuencia, y apoderándonos del quídam, le obligamos a besar el suelo, precisamente en una de las huellas que de los pies del Benefactor conservaba, y retorciéndole las orejas al malvado, conseguimos hacerle gritar:

-¡Viva el señor Benefactor, padre de los desgraciados!

El señor Benefactor, magnánimo, le dio una bufanda para el invierno, y luego montó en su fiel criado3. Nosotros le despedimos agitando banderolas y cantando el himno de la Beneficencia Particular. Cuando nos fuimos a nuestros asuntos, el quídam seguía destrozando a mordiscos la bufanda. ¡Animal inmundo e ingrato!



Mensaje recibido: aquel que pone en cuestión la estructura jerárquica de la sociedad y reclama su independencia moral, sufre la incomprensión y es objeto de la ira y el desprecio de los que pertenecen a su misma clase social, de los que se someten sin una brizna de dignidad a los caprichos del poderoso; es sólo un don nadie, un quídam frente al gran Benefactor que compra voluntades y lisonjas a cambio de algún óbolo. La ironía acaba por encumbrar al antihéroe indomable.

«Lo que no se puede decir no se debe decir», dictaminó Larra en un artículo memorable. Con igual ironía se enfrenta Azcona al tutelaje censor, proponiendo una «Literatura para que no se enfade nadie» (ibídem). Un narrador burlón introduce un relato impostado que se quiere muestra de los valores que según «algunas personas, entidades, gremios o complejos varios» deben quintaesenciar los escritores: un mundo donde los dependientes son tan generosos que llegan a cobrar de menos a sus clientes, donde todos constituyen un dechado de virtudes y desempeñan su misión abnegadamente4.

Hay también ironías de tonalidad más sardónica, que transitan los caminos del humor negro, y que presentan modelos literarios muy precisos. «¿Se pueden aprovechar los niños enfermos graves?» (7-VII-1957) debe leerse como un eco de Una modesta proposición, de Jonathan Swift. La estructura pregunta-respuesta, tan habitual en muchos textos de Castellano y de Azcona (ya en La Codorniz de Mihura), parodia la estructura de los textos catequísticos o de urbanidad, introduciendo una interrogación perturbadora. La extrema crueldad del monólogo es un indicio para que el lector se abstenga de tomar al pie de la letra los enunciados. El código ideológico que se deplora en estas líneas es el ansia de capital que mueve a urdir sucias maquinaciones, la divisa maquiavélica del fin que justifica los medios, el rendimiento y la productividad a despecho de lo humano:

Yo mismo he aprovechado bastantes niños enfermos graves y he obtenido con su explotación excelentes ingresos. Creo que mi ejemplo debe ser imitado, porque es una pena que los enfermos graves se pierdan tontamente cuando puedan prestar un buen servicio a la riqueza del país antes de morirse.

[...]

Entre las diversas maneras de explotar que yo utilizo están la mendicidad -en invierno, claro-, la fabricación de cremas industriales y la de jabón, y también la del padre de familia numerosa [...]. Como los niños, después de utilizados, se mueren a poco que les dé de comer uno, el negocio, pese a las molestias, es rentable y, además, está exento de complicaciones con la policía. Yo es lo que más utilizo.



Prueba de su capacidad para el humor negro -tan hispano- es un relato como «El señor que quería ser paralítico» (27-X-1957), germen del guión de El cochecito, la película de Marco Ferreri.

Con la creación en 1954 de su serie gráfica de «El Repelente niño Vicente»5, Rafael Azcona remata la ironía y el descreimiento que destilan muchos de sus textos contra el sistema educativo, uno de los aparatos ideológicos del Estado más efectivos de la época. A Azcona debemos concederle la patente iconográfica del personaje, pero sus raíces hay que buscarlas en las «Cartas que el pundonoroso niño Juanito escribe a su amantísimo abuelo»6 del humorista italiano Giovanni Mosca, que empezaron a publicarse en La Codorniz de Mihura a partir del número 54 (14-VII-1942). Azcona, que es sólo un aprendiz de dibujante, suple sus carencias con el collage. Detrás del personaje está el pedagogo de palmeta fácil y rabia contenida: la víctima es tan abominable como el verdugo. Pulcramente peinado con la carrera a la derecha, pantaloncito corto y corbata, repelente es la viva imagen del nacional-catolicismo, el engendro pedante y quisquilloso de una pedagogía rancia, pudibunda y reaccionaria basada en el castigo, en el maniqueísmo y en el «para que aprendas». Montar en bicicleta aboca al asilo. Tomar una copa lleva a la cirrosis hepática. Lo que provoca la repulsa del lector es sobre todo su autosuficiencia, el olor a púlpito de un discurso que gira casi siempre sobre los verbos deber y apartarse. Repelente es el nieto hecho a imagen y semejanza de la Doña Úrsula de Pablo, la anciana de luto y moño severo que, armada de paraguas, instiga a los guardias de línea contra unos novios que se abrazan en el parque. Doña Úrsula es la encarnación del tradicionalismo y los principios fundamentales. Su ridiculez reside en la obsesión por el infierno y el pecado, en su devoción por el dogma y las verdades de recetario. Pablo, como Azcona, invita al lector a reírse con desenfado de un imaginario colectivo que empezaba a superarse con los aires de emancipación que llegaban de Europa, a exorcizar de una vez por todas los fantasmas que en España se habían conservado en agua bendita.

El 10 de marzo de 1957 Juan Chorot publica su «Diario de un caballo», que viene a ser una parodia del género autobiográfico sin rebasar los límites del humorismo dulzón. Pero algunos números antes Rafael Azcona había demostrado en «Función-homenaje» (3-II-1958) hasta qué punto la antropomorfización de los animales, aliada con la ironía, puede bosquejar toda una parábola de la estructura social durante el franquismo. La fábula de animales contiene desde la antigüedad clásica un propósito didáctico que se aviene bien a los objetivos del satírico (en el siglo XX, recordemos Animal Farm de George Orwell). Azcona traslada al mundo equino escenas costumbristas como la puesta de largo, las bodas o las reuniones familiares para poder distanciarse mejor de sus formalismos. «Función-homenaje» narra el espectáculo que se tributa a unos caballos ancianos por haber cumplido con abnegación su trabajo. El caballo no es más que una alegoría del trabajador sin conciencia de clase, que no cuestiona su función en el tejido social y se somete cobardemente a los dictámenes de los que mandan:

Los caballos todavía lo recuerdan: tirando del carro de la cerveza, propicios a la muerte en las plazas de toros, dispuestos al sacrificio en el matadero, los caballos suspiran y dicen:

-Qué hermoso fue aquello.



El 24 de marzo de 1957, bajo el seudónimo transparente de Prof. Azconovan, publica «Fábula para abejas». Vale la pena reproducirlo:

Érase una abeja que sólo sabía volar, sin descanso y sin reposo, y todo para ir extrayendo de las flores de cincuenta kilómetros a la redonda el néctar que tenían dentro, con el cual luego fabricaba miel que depositaba en su colmena. La citada abeja, entumecida por el trabajo, nunca advirtió que un señor llamado don Agapito, como quien no quería la cosa, se acercaba muchas tardes a su colmena y le echaba una ojeada, haciéndose el distraído. Hasta que un día, cuando la colmena estaba llena de miel y la abeja había quedado exhausta, el llamado don Agapito levantó la tapadera de la colmena y extrajo de ella la miel [...].

La abeja expoliada, al darse cuenta del timo del que había sido objeto, pensó mucho, pero ya era demasiado tarde: la muerte por agotamiento le había llegado, y sus pensamientos los tuvo mientras agonizaba. ¡Cuán tarde se daba cuenta de que debía haber imitado al hombre, con lo cual, aparte de no haber muerto de cansancio, hubiera podido hacer abogados a sus hijos, haberle comprado un gorro a su zángano y haberse hecho ella socia del más esclarecido de los círculos feministas! ¡Si ella hubiera dado paseos junto a los bancos, observando las costumbres de los hombres, hubiera podido luego quitarles la tapadera, llevarse el dinero que tenían dentro y pasarlo en grande sin ningún esfuerzo!

Desgraciadamente, ya todo era imposible; la muerte acababa de matarla, dejando a sus hijos en la indigencia y a su zángano sin obrero. Y es que claro, queridas abejas, la moraleja lo dice bien claro: «En Pontevedra y Toronto, el que trabaja es un tonto».



El recurso que la modalidad satírica convoca aquí es la fábula de animales con moraleja, género bastante codificado en la historia literaria, que arranca de Esopo y Fedro y que llega hasta los siglos XVII y XVIII con La Fontaine, Iriarte y Samaniego, modelos de los textos de Azcona. La estrategia de lectura que impone la alegoría parece clara: la malograda abeja que se cansa de trabajar para el provecho ajeno emblematiza la lucha de clases, la situación penosa de la clase obrera. Teniendo en cuenta el delicado contexto sociopolítico en que sale a la luz este texto, hay que valorar su impagable osadía satírica. El cambio de gobierno acaecido el 25 de febrero de 1957 no calma la ventisca del descontento social, que se había manifestado el año anterior, en abril, con huelgas en Cataluña y Euzkadi. Entre el 7 y el 23 de marzo se produce una importante huelga de mineros en Asturias. El cierre argumentativo del texto al que conduce la analogía decíamos que es atrevido porque imprime a la moraleja el vigor de una exhortación a la protesta. Sin embargo, había que aflojar semejante intención con el jarabe dulce del juego: «En Pontevedra y Toronto, el que trabaja es un tonto». El lector reconoce el alcance político del texto: precisamente porque se es abeja obrera hay que sacar el aguijón y convertirse en zángano, a despecho de los resortes del poder, que estipula que la huelga es delito de sedición. Con el exemplum de la abeja se avisa también del peligro de no adquirir a tiempo una conciencia de clase capaz de cambiar la situación lamentable de los trabajadores: «La abeja expoliada, al darse cuenta del timo del que había sido objeto, pensó mucho, pero ya era demasiado tarde».

Del mismo modo, en «Fábulas para mulas» (21-IV-1956) se expresa claramente que para emanciparse, el oprimido ha de tomar conciencia de su situación. La instrucción y la cultura desarrollan por eso un papel esencial. La incongruencia del monólogo del animal alumbra la conexión entre los dos planos, el literal y el figurado: Si en lugar de crecer como una mula hubiera crecido como un hombre consciente...

A pesar de que esto sucedió un año tras otro, la mula Florentina nunca quiso darse cuenta de las cosas, y durante toda su vida fue la bestia de carga de aquel labrador, el cual, en cambio, gracias a ella, consiguió ganarse la vida y hacer a su único hijo notario [...].

Un día, la mula Florentina enfermó gravemente. En los estertores de la agonía, la desgraciada mula clamaba: «¡Ay, qué tonta he sido! Si en lugar de crecer como una mula hubiera crecido como un hombre consciente, a estas horas estaría tan ricamente, con las espaldas libres de mataduras, y en el improbable caso de que hubiera tenido un hijo él sería ahora notario y se llamaría don Rodolfo!».

¡Tarde se lamentaba la mula Florentina! Por eso vosotras, mulas jóvenes y en la flor de la edad, debéis recordar siempre los funestos resultados que acarrea la ignorancia, y estudiar mucho para no acabar como la mula Florentina.



Sobre la base argumental de la tragedia de William Shakespeare Otelo, el 14 de octubre de 1956 Azcona parodia con gran soltura la crónica de sucesos, representativa de semanarios como El Caso, de considerable éxito entre un público ávido -a falta de política- de noticias morbosas7. «¡Parricidio y suicidio en Chipre!», reza el titular. El subtítulo, lleno de guasa, sintetiza el acontecimiento en cuatro líneas: «Un moro notable, excitado por un sujeto de malos antecedentes a quien instiga un inglés conocido por El Sespir, acuchilla a su honesta esposa, hace desgraciado a su mejor amigo y termina suicidándose». En este caso, la relación intertextual es triple: el relato canónico de sucesos sangrientos verdaderos que aparece en la prensa especializada, la obra de Shakespeare y el texto de Azcona que comentamos. El acierto consiste en el doble juego de literaturizar un género que trata de ser notario de la realidad y, a su vez, explotar los ingredientes morbosos (los celos y la venganza) de una célebre obra literaria, intertexto que el lector habrá de conocer para disfrutar enteramente de la parodia. El nombre de un autor empírico, Shakespeare, deformado con un alias, El Sespir, resulta ser el instigador del crimen que cuenta el argumento de una obra suya; en pocas palabras, se trata de la irónica versión sensacionalista de un crimen ficticio. La primera crónica -desde Venecia- apunta a los protagonistas del suceso y a sus móviles, con suspense incluido (cruce con otro género, el de la novela de espías). Otelo ha matado a su mujer incitado por Yago y «se dice que en la sombra se mueve un agente británico». La incongruencia humorística bombardea la crónica de la tragedia con marcas en el léxico: vertedura de sangre, la indignación popular es de aúpa...

La segunda crónica de la serie, servida desde «cierto puerto del mar de Chipre», aclara que los motivos del parricidio han sido los celos. Se continúan provocando contrastes burlescos: se conjuga el remedo del usual dramatismo de este género («venía encendiendo en su pecho el pérfido y ambicioso alférez Yago», «prudente y hermosa esposa Desdémona») con un registro coloquial («veremos a ver qué pasa»). El texto se cierra con el relato de un enviado especial a Chipre. En la narración pormenorizada se insiste en la parodia de los estereotipos lacrimógenos y fuertemente afectivos del género, sin descuidar guiños que vuelven a avisar de que estamos leyendo una parodia: «fue convenciéndose de que eran ciertos los toros», «sobre la sangre de su mujercita». El relato se acompaña con cuatro fotos descontextualizadas que subrayan la comicidad.

A pesar de la crítica subyacente y el grito mudo, hay en estas páginas codornicescas un aire eutrapélico que a buen seguro el Azcona de hoy -escritor secreto y guionista de fama- no puede dejar de mirar con una sonrisa entre piadosa y benevolente. Con todo, me parece sus textos están entre los que mejor han envejecido de La Codorniz, quizá porque no se demoró demasiado en costumbrismos de época y supo injertar a su mensaje un guiño universal. Pero no sólo eso. Junto a Alfonso Sánchez (Chistera) y al italiano Pitigrilli, creo no equivocarme si digo que Rafael Azcona fue el mejor escritor que dio La Codorniz de Álvaro de Laiglesia.





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