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Renacimiento de la novela de costumbres. Fernán Caballero1

Francisco Blanco García





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Dos tendencias simultáneas predominaron en la novela cuando comenzaron a calmarse los fervores románticos en las personas sensatas: la ejemplaridad docente, y el amor a la realidad viva y concreta, despertado en cierto modo por los escritores de costumbres. Síntesis y personificación de las dos tendencias fueron las obras de una mujer ilustre con quien España contrajo   —284→   una deuda de gratitud moral y literaria, aún no satisfecha definitivamente.

Era el año 1848, el mismo en que apareció sobre las tablas el Don Francisco de Quevedo, de Florentino Sanz, cuando, encubierta con el provocante cebo del pseudónimo, y en las páginas del periódico madrileño El Heraldo, comenzó a publicarse una novela que se llamaba «de costumbres», pero en nada semejante a las que por entonces corrían con el mismo título. Las páginas de fuego, imitadas de Jorge Sand, E. Sue, Dumas padre y el Vizconde d'Arlincourt, que tanta aceptación alcanzaron por algún tiempo, a nadie interesan hoy en día, mientras vive La Gaviota a despecho de vicisitudes y caprichos, y vivirá hasta que no desaparezcan el buen gusto y el sentimiento de nuestra nacionalidad. Algo permanente y de inmarcesible belleza ha de haber en esa obra para que no hayan podido desacreditarla ni el encontrado oleaje de las opiniones, ni la incredulidad, tan mal avenida siempre con la autora, ni sus propios innegables defectos. Retrato fiel y exactísimo de una sociedad, no se ven en La Gaviota2 desbordamientos imaginativos, lances increíbles, exaltaciones   —285→   nerviosas ni pasión efervescente, pero sí primorosos calcos de costumbres, sinceridad de afectos, colorido local, verdad y consecuencia en los caracteres, y, en resolución, todo aquello que entonces se estimaba poco y constituye al verdadero novelista.

El argumento de la novela es un marco vulgar, pero que encierra una pintura inestimable. Para dar a conocer los destinos de la Gaviota y Stein huelgan muchos de los episodios que se van entretejiendo con la historia de los amores y del desdichado matrimonio entre el bondadosísimo médico alemán y la iracunda hija del pescador Pedro Santaló; pero cabalmente en los bocetos, acuarelas y paisajes sueltos está el mayor encanto de La Gaviota. Nada más ordinario que los actores principales de este drama, y los de segundo término, como Fr. Gabriel, Momo, Rosa Mística y tantos otros; nada, por lo mismo, que más perspicacia demuestre ni más hondamente conmueva con un interés no basado en las aéreas construcciones del capricho. Mucho tiempo hacía que no se escuchaban en castellano relaciones y diálogos tan sabrosos, de tal y tan exuberante colorido, de tanta viveza y frescura, caldeados por el espíritu de un pueblo como el de Andalucía, inimitables, en fin, por su misma naturalidad. Fernán Caballero se propuso pintar, y pintó realmente, costumbres españolas en vez de buscarlas en los cuernos de la luna y en los espacios imaginarios; sus creaciones son típicas por la fuerza de representación, pero son a la vez de carne y hueso, y se mueven con el irresistible atractivo de lo que se ve y no se finge.

No me parecen ni tan exactas ni de tan ingenua belleza como las escenas populares las aristocráticas a que nos hace asistir la autora, trasladándonos de Villamar a Sevilla, adonde va también Marisalada, convertida ya en esposa del angelical Stein. En las tertulias de la Condesa de Algar y en toda aquella atmósfera se respira un aire malsano de afectación y frivolidad, harto menos agradable que el de la campestre soledad que se nos describe en la primera parte. Ya sea la falta del   —286→   novelista, ya del original, parece que la narración sale de su centro cuando a las saladísimas ocurrencias de Momo y a las pláticas de D. Modesto Guerrero con Rosa Mística se suceden los fríos chistes de Rafael y las conversaciones del General, el Duque y la Marquesa. Y ya en el mal camino, van aumentando los tropiezos y las caídas hasta llegar al extremo en los amores de María con Pepe Vera, referidos con prolijidad de pormenores por una mano que parece increíble haya sido la de Fernán Caballero. Sin embargo, y a pesar del voto en contra dado por D. Eugenio de Ochoa3, el carácter de Marisalada se sostiene lógica y gradualmente; aquella alma fría, vulgar y grosera no puede emparejar con la dulcísima y soñadora de Stein; necesita embriagarse de sensaciones fuertes, y por eso prefiere a las caricias de su esposo las del torero bien plantado, que la cautiva desde el primer instante. El subido color de algunas páginas de La Gaviota no destruye del todo, ni su belleza, ni su moralidad fundamentales, reforzadas por el castigo providencial de la heroína cuando pierde su hermosa voz y se casa con el barbero Ramón Pérez.

Sobrada razón tuvo para decir el mencionado crítico de La España, a pesar de sus escrúpulos: «No es, pues, repetimos, un literato de oficio, como la mayor parte de los que entre nosotros, y más aun en Francia, escriben novelas, el desconocido autor de la que hemos examinado en este y en nuestro anterior artículo; mas si se decide a cultivar esta y a publicar nuevos cuadros de costumbres como el que ya nos ha dado, ciertamente, La Gaviota será en nuestra literatura lo que Waverley en la literatura inglesa: el primer albor de un hermoso día, el primer florón de la gloriosa corona poética que ceñirá las sienes de un Walter Scott español».

No tardó en cumplirse la profecía, porque en muy   —287→   contado espacio de tiempo, y a vuelta de otras relaciones más breves, aparecían entre el aplauso unánime de españoles y extranjeros Elia o la España treinta años ha, Lágrimas, Clemencia, Una en otra, Cosa cumplida, La farisea y Las dos gracias: la tendencia docente, que tal cual vez asoma en La Gaviota, fue cada día más desembozada y terminante, provocando himnos e improperios, aunque no estribase ahí la inferioridad de las últimas respecto a la primera novela de la autora, sino en el menor atractivo y novedad de las escenas.

Fernán Caballero perdió necesariamente al trocar las populares por las aristocráticas; y esto, que ya noté arriba, se ve con toda la claridad en Elia4, novelita sentimental que, traducida al francés, lo fue asimismo al alemán por el célebre Fernando Wolf, egregio apologista de nuestra antigua y moderna literatura. Perdóneseme si no acierto a ver en Elia esa creación encantadora de que tantos han hablado, y sí solo una figurilla de cartón hábilmente manejada por resortes de efecto, pero inerte y fría a pesar de todo, por cuanto carece de la espontaneidad que acompaña a las pasiones no ficticias. Las mujeres buenas, y aun las santas, no necesitan ser tímidas ni tontas, y bien le corresponde un tantico de ambas cualidades a la inocente huérfana, que nunca penetra más allá de la superficie de las cosas, que se apasiona y se desapasiona con la misma facilidad, y a quien falta casi en absoluto la energía, madre y compañera de las grandes resoluciones. Y no porque lo sean poco las suyas, en las que se reflejan opuestísimos estados de alma, desde la candidez idílica, propia de una Ofelia por imitación, hasta el más espantoso y repentino conocimiento de una realidad desgarradora. Ella, se dirá, la hija de un bandido, amparada por la caridad, no puede dar su mano al hijo de una Marquesa, y lo que fue pasión hacia Carlos antes   —288→   de conocer la propia desgracia, se convierte en desencanto y aspiración a las cosas del cielo.

Mas ¿y a qué la violencia provocativa en las declaraciones de la Marquesa irritada, que solo sirven para irritar también al lector contra aquel orgullo, mal confundido, en toda la novela, con el privilegio de la cuna, y que viene a dar impensada solución al conflicto? ¿Tan inmoral y anticristiano sería que una joven desgraciada, pero con todas las cualidades para hacer la felicidad de un hombre, salvase, en alas de la virtud, de los méritos y del generoso olvido, las distancias, no siempre infranqueables, de la fortuna? Y si esto es pedir mucho, ¿a qué arrancar tan de raíz de un alma inocente la semilla de un amor puro e inculpable, para encerrarla en un convento, no sin el adiós melodramático que da a su prometido con la impasibilidad de un ángel en carne? Estos misticismos exaltados, cuando no son partos de la gracia, sino imposiciones de la sociedad, ni agradan ni conmueven, como no conmovería una afección nerviosa, resultando, a mi ver, contrarios a la letra y al espíritu del Evangelio. Es cosa muy común en escritores bien intencionados la manía, que ya combatió Veuillot, de presentar los conventos como hospitales donde van solo a parar los desheredados del mundo; pero no edifica a nadie eso de acudir a Dios cuando todos nos desdeñan, y hace formar bien pobre concepto del sacrificio sublime que lleva consigo la vida religiosa. No puede desconocerse, con todo, que en la obra abundan los incidentes dramáticos y las delicadezas femeninas, distintivo constante de Fernán Caballero.

Extiéndese la censura a Lágrimas5, donde también la religiosidad toma un tinte de achacosa y enfermiza no muy artístico, ni menos conducente al buen propósito de la autora, que ni siquiera pondré en tela   —289→   de juicio. Siempre el mismo procedimiento exclusivista: las mujeres guapas, ricas y discretas, para el hombre, y para Dios las que no pueden consagrarse a otra cosa. Si no fuese falsa la supuesta regla, ¿no podrían definir la virtud los materialistas como un estado patológico connatural a ciertas organizaciones? Comparando por un momento a Lágrimas con Rita Alocaz, se divide entre ambas la simpatía; mas respecto de aquella tiene mucho de la compasión que excitan siempre la debilidad y el infortunio; porque si allí aparece la conformidad cristiana, no es con el dramático interés de las luchas internas, sino con el de la irresoluta languidez engendrada por el temperamento. El personaje principal está muy distante de serlo por la novedad y la significación artística, y antes figuran, cada cual en su género, D. Roque de la Piedra, Tiburcio Cívico, Rita Alocaz y su novio, cuya carta, dirigida en parte sí y en parte no a la hija de la Marquesa, con aquella introducción en que se supone que irremisiblemente la ha de leer a pesar del sobrescrito, es un modelo de indirectas abrumadoras y análisis psicológico. El demócrata por interés, con ribetes de pedante desdeñoso, ave rastrera que por entonces comenzaba a piar en los inconmensurables campos de la política, está pintado con tan valiente destreza como no era de esperar de la mano siempre delicada de Fernán, y lo mismo el usurero sin entrañas, padre desnaturalizado y siervo de la codicia. Lágrimas figura en el fondo de este cuadro como la tímida y ruborosa sensitiva que pliega sus hojas al contacto rudo de la persecución y el menosprecio.

¡Cuánto más vale Clemencia6, una de las más castigadas entre las obras de Fernán, y rica en sentimiento de buena ley, que apenas si se convierte una sola vez en sensiblería! Amante como Elia, perseguida por una fuerza invisible, y blanco de domésticos contratiempos   —290→   como Lágrimas, reúne Clemencia a esas condiciones la paciente intrepidez superior a todos los obstáculos, que se produce sin vanos alardes ni mujeriles flaquezas. La protección que recibe excita en su alma la gratitud y el reconocimiento, mas no por eso abdica de su dignidad; las desgracias no la encuentran insensible como una roca, pero sí lo suficientemente elevada para no condenarse a la inacción y a los desmayos inútiles. ¡Qué vivo contraste no forma desde luego su no desmentida prudencia, anticipándose a la edad y al sexo, con la irreflexión y los devaneos de sus compañeras y amiga! ¡Cuán hermosos los primeros amores de aquel corazón virgen, abierto como una rosa a los ósculos del cariño, y lacerado al punto por las espinas de una desgracia tan irreparable como la trágica muerte de su esposo! Clemencia aparece hasta este punto como un ángel vestido de blancas gasas, de los que envía Dios a la tierra para demostración de su bondad, pero en seguida ofrece otro aspecto no menos interesante: el de la inocencia no experimentada luchando con las pesadumbres de la triste realidad.

Tal es el punto de partida para la segunda parte de este idilio conmovedor en que la luz, alternando con las nubes, resalta más por el contraste. Clemencia, con su juventud y sus dotes morales, llega a ejercer irresistible atractivo sobre un hombre que no la merece, pero que logra rendirla por un momento, el indispensable para un desengaño radical, principio de no soñadas venturas. Frío, razonador y egoísta como buen inglés, desde luego empieza por repugnarnos Sir George Percy a pesar de todas sus retrecherías y traidoras delicadezas; pero ni en su intento principal ni en las palabras de Clemencia se divisan siniestros resultados, y la inquietud por separar a los dos personajes es plácida y calmosa, como todas las sensaciones despertadas por la novela. El rompimiento, que se ve llegar por instantes, coloca en el escenario otra figura, hermana carnal de la de Clemencia, creada por el corazón y la cabeza de la mujer, y en la que, por fortuna, se aparta mucho la   —291→   hombría de bien de la candidez y la ignorancia. Pablo es la mitad de un corazón que se completa con el de su amante, convertida en esposa tierna y solícita; y unidos para siempre sus futuros destinos, concluye la obra describiendo y haciendo adivinar las dulzuras de un enlace bendecido por Dios, y sin esas violentas convulsiones y esos vacíos dolorosos que reprobé antes en Elia y Lágrimas.

Entre las novelas largas y los cuadros de costumbres hay en el repertorio de Fernán un término medio, representado por La familia de Alvareda, Un servilón y un liberalito, Una en otra, Un verano en Bornos, etcétera, distinguiéndose sobre todo la primera obra7, por el terror afectuoso que inspira un corazón noble, lanzado por culpa ajena en el camino del crimen. Breve es el cuadro, pero de tan salientes y vigorosos tonos, que no cabe olvidar los rasgos de la terrible historia, contribuyendo quizás a lo mismo la rapidez y el paso seguro con que la novelista procede en la narración. Los horrores hieren más por cuanto no están hacinados a la ventura ni entre sucedidos extraordinarios; antes se les ve nacer lógica e insensiblemente por un conjunto de circunstancias de las que forman el tejido de la vida con fin providencial y expiatorio8.

En Un servilón y un liberalito se traslada la escena, como en otras obras de Fernán Caballero, al primer   —292→   período del siglo presente, cuando comenzaban a germinar nuestras discordias políticas, lo mismo entre los tumultos de la plaza que en el retiro del hogar. Dentro de él ocurren las discusiones del liberalito con el maestro de escuela y las dos amas de la casa, caricaturas deliciosas que solo han podido hacerse sobre modelos auténticos; en él penetramos con curiosidad y veneración para admirar la santa influencia de las ideas religiosas sobre las almas sencillas, capaces de un heroísmo incógnito por la endiosada filosofía. Aquel arrostrar las privaciones y la miseria por no usar de una cantidad que con razón pudieran llamar suya, se impone con la fuerza irresistible de la virtud que desconoce su propio valor, y que estima deber de fácil cumplimiento lo que merece llamarse resolución sublime. En el efecto moral y en el artístico entran por mucho las mismas vulgares apariencias de los personajes, que no son, como en tantas novelas «de tesis», fantasmas incorpóreos hechos de encargo para demostrarla.

La casta sencillez que transpiran todas las escenas de Un verano en Bornos9 les da un aspecto medio idílico y patriarcal, que a cien leguas descubre la intervención de una mano femenina en el delinear los puros contornos de tan agraciadas figuras como Carlos Peñarreal y Félix de Vea, como Primitiva y Serafina. De casi nulo que es aquí el enredo, aunque sustituido por otro linaje de interés más difícil, pasa en Lady Virginia a una importancia tal, que no sin alguna violencia va desenvolviéndose en reducido número de páginas llenas de vida, pasión y movimiento. El amor, el crimen y la penitencia de la señora de Arnim ponen una vez más de resalto las dotes narrativas de Fernán, igualmente flexibles que extraordinarias, para no hablar nada de la intención que hace de tan bella novelita un libro de propaganda antiprotestante. Solo por completar este enojoso recuento citaré el título de Una en   —293→   otra10, conjunto de dos relaciones totalmente distintas, aunque excediendo, como siempre, la popular, en que intervienen Manuel Díez y el hijo de Juan de Mena, a la otra, que es vivo retrato de la aristocracia improvisada.

No resulta novela en todo rigor la serie de diálogos Cosa cumplida... solo en la otra vida11, diálogos prolijos y de transcendencia moral harto visible, aunque pura y sin mancha como en todas las obras de Fernán Caballero. La ancianidad experimentada convenciendo prácticamente a la irreflexiva juventud de una verdad tan triste y evidente como la de que no hay un solo hombre feliz sobre la tierra, hace de aquellos diálogos un repertorio de máximas y dichos agudos. Aunque allí hablan dos interlocutores, en la realidad hay uno solo, la autora, que no cambia un ápice el estilo ni se acuerda del diálogo hasta que se despacha a su gusto con una disertación, siempre impertinente en el lenguaje familiar. En cuanto al fondo, algo se podría censurar el que los hechos vayan amoldándose, de grado o por fuerza, a un plan preconcebido; pero en pocas verdades existe tan irrecusable derecho para deducir de los casos particulares la ley fija y universal. En un lado la muerte, en otro el deshonor; en todos la desgracia bajo diferentes aspectos, y ya oculta, ya descubierta, destruyendo las más gratas esperanzas, los ensueños más dulces de felicidad...; al terminar la lectura de este libro siente uno la indefinible melancolía de las baladas alemanas, junto con la respetuosa humillación que infunden esos misterios de la existencia, aun después de iluminados por el sol del Cristianismo.

El análisis de La farisea, Las dos gracias y alguna otra novela de Fernán Caballero, no serviría más que para poner de relieve la obsesión pedagógica experimentada por la insigne novelista; pero la sinceridad de sus convicciones, su mismo intento de obrar bien, no de servir a los caprichos de la moda, y la comunicativa   —294→   persuasión que sabe dar a sus escritos, son causa de que en gran parte aparezcan libres de afectaciones y melindres sistemáticos. Mientras algunos autores extranjeros se constituían en defensores de cierto cristianismo vago, enteco y de salón, adaptable a todo género de intereses y costumbres, y forjado en los senos de enfermizas imaginaciones, la autora de Lágrimas, cristiana de verdad, que no podía transigir con esas hipocresías eclécticas y de mal gusto, buscaba siempre la solidez y pureza de doctrina con que hizo tan señalado servicio a la Moral como a la Literatura.

Pero, sin perjuicio de volver más adelante sobre este punto, tócame ahora hablar de los cuadros de costumbres, timbre indeleble de la gloria de Fernán, y para los que, hasta ella, ningún autor había mostrado tan maravillosa aptitud ni tan decidida afición. Al decir costumbres, me refiero, ya se entiende, a las populares, conformándome en esto con la misma denominación empleada por la autora. Amante hasta el delirio de la educación cristiana y de las tradiciones informadas en su espíritu, conocedora de esas tradiciones en sus más puras fuentes e insignificantes circunstancias, dioles con toda propiedad, al trasladarlas al papel, el nombre de cuadros, pues, en efecto, nada hay allí de nuevo fuera de la pintura, siendo el fondo reproducción exactísima de vivos y verdaderos originales. Los llamados escritores de costumbres que precedieron a Fernán, no pensaban sino en las de un círculo muy restringido de la sociedad; y en cuanto a la parte de ella más baja e inexplorada, solo la retrataron en infieles caricaturas por cierta cultísima y señoril aversión a iluminarla con los resplandores de un arte a que creían dar más legítimo empleo. Preocupación necia que se encargaron de desacreditar Simón Verde, El último consuelo, Dicha y suerte, Lucas García y Vulgaridad y nobleza12.

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Un solo altísimo pensamiento palpita en todos estos cuadros, y a una sola intención obedecen: la de demostrar prácticamente cuán consoladora, irreemplazable y práctica es la enseñanza de la Religión en esa gran mayoría del género humano, incapaz de comprender las profundidades de la Filosofía y los cánones de la moral independiente. Para el pobre labrador cargado de hijos y de pesadumbres, a quien apenas dejan libre las faenas del trabajo el tiempo indispensable al reposo de la noche; para la mujer ignorante, para el niño débil, para todos los desheredados del mundo, es la Religión maná descendido del cielo, alivio de todos los dolores, ciencia sublime, remedio único y sacratísima esperanza. Fernán Caballero nos introduce en el tugurio miserable, y bajo los míseros harapos nos muestra incógnitos heroísmos, corazones sanos, creencias firmes, consuelos inefables, y, en el fondo de tanta abnegación resignada, un venero de poesía oculto entre viles apariencias.

¿Cabe una creación de más belleza moral que la de Simón Verde, con su amor fecundo y generoso a Dios, a la familia y a todos los hombres, sin exceptuar siquiera al que ha amargado su vida con violencias, provocaciones y calumnias? Cuando le vemos, rendido de cansancio y de molestias, dar de mano a las excusas y resentimientos del amor propio ofendido para visitar con Su Divina Majestad el lecho de su enemigo moribundo, como si se tratase de la cosa más fácil y natural; cuando presenciamos la escena de la reconciliación provocada por el hasta entonces impenitente avaro; cuando después se sucede el casamiento del enamorado Julián con la pobre y honradísima Águeda, el pecho más duro se estremece y faltan palabras para describir espectáculo tan sublime en medio de su sencillez. ¿Y la trágica muerte de Bernardo y el sobrehumano valor de su madre en El último consuelo? ¿Y el iluminado ciego de Dicha y suerte con su amante Rosa, hermosura ideal, digna de Rafael y Murillo? Nada diré de Más honor que honores, narración algo inverosímil, aunque   —296→   rica en contrastes y figuras de todos géneros, comenzando por Gabriel, el huérfano agradecido, y Ana, el ángel de la aldea, y concluyendo por el general Labrador, aborto engendrado por el militarismo, y D. José Primero, cacique repugnante y sin Dios, de los que alzó del lodo la revolución para exterminio de toda idea sana y de toda justicia en los pueblos donde antes reinaban la caridad del señor y la sumisión del colono. En Lucas García admiramos uno de esos caracteres inflexibles, templados al calor de la virtud, que tienen de ella y del honor el gran concepto, en cuyas aras se sacrificaron los héroes de nuestra antigua historia, y que ni siquiera transige con la infamia, interponiéndose la autoridad de su padre y el amor fraternal, y solo cede ante el arrepentimiento y la confesión humilde. ¿Qué son los héroes de Plutarco, con su moral desabrida y su egoísmo de dioses, comparándolos con estos humildes y rudos aldeanos, sin más luces que las del Catolicismo?

Yo creo firmemente, y sin confundir la perfección moral de los personajes con el mérito del artista al presentarlos en acción, que puede el uno acrecerse por medio de la otra; apelo al testimonio de cuantos conozcan la relación de Fernán titulada Vulgaridad y nobleza13. La tía Ana es una de esas encarnaciones típicas que no llegan a olvidarse nunca, siempre en la misma sublime cumbre desde que aparece en la escena hasta que la vemos morir con la muerte de los justos. Aquella fe inquebrantable en la providencia de Dios, aquella resignación solemne y como de mártir, ilumina con peregrinos resplandores la historia de sangre en que le toca ser tres veces víctima. El crimen que arrebató la vida a su esposo y a su hijo, crimen oculto por mucho tiempo a sus sospechas y a las investigaciones de la justicia humana, llega a descubrirse merced a un conjunto   —297→   de providenciales circunstancias, y más tarde se descubren asimismo sus perpetradores. La merecida condena de los culpados pone en mano de la heroína la venganza que a gritos le está pidiendo su corazón; una palabra suya equivaldrá a la vida o a la muerte... ¡Aquí del perdón generoso y de la virtud santa escondidos entre los andrajos de una mendiga! Solo sabrá pedir la absolución de los asesinos. Pero al querer ellos cubrir la desnudez y saciar el hambre de su bienhechora, como «pago del bien que ha hecho», escucharán esta tremenda contestación: «¡Pago! ¡Eso no! Yo no vendo la sangre de mi hijo».

¿Quién no se inclinará respetuosamente ante un pueblo que tan altas y maravillosas ideas defiende por boca de esos ignorantes sabios? ¡Y pensar que no son casos excepcionales, o forjados a capricho, los que refiere la egregia novelista, sino ejemplos de infinitos otros, consecuencias prácticas de la educación religiosa tal como ha sido y sigue siendo en España por la misericordia de Dios, y a pesar de todas las revoluciones! No se requiere creer; basta sentir para que despierte honda simpatía esta mal llamada plebe, a la que intenta dar lecciones una civilización falsa, que, en caso de triunfar, sería un lamentable retroceso. Nada tiene de extraño que en la misma Alemania y en otros países no católicos hallasen grata acogida estos bellísimos cuadros de costumbres, aunque no fuese sino por causas artísticas, por el atractivo de todas las cosas buenas y nobles. Realmente, Fernán Caballero estudió con solicitud y constancia increíbles al pueblo español, y principalmente el andaluz; sus hábitos, sus tradiciones, su peculiar y expresivo lenguaje, su tierna y profunda poesía, sus máximas encerradas, como el oro en la tierra, bajo la sencilla forma del refrán. Nunca fue ni más ni menos original que en sus escenas populares: nunca más, porque casi no contaba con predecesores a quienes imitar; nunca menos, porque nada fantaseó a su arbitrio, contentándose con trasladar al lienzo la realidad toda entera con sus desigualdades.

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Cunde ahora no sé qué corriente de antipatía contra Fernán Caballero por sus aficiones al arte docente y porque en sus libros «se va por todas partes a Roma», pecado con que no transigen fácilmente los menospreciadores fanáticos de nuestro carácter nacional inspirado por el catolicismo.

Cierto que en las novelas largas de Fernán se tropieza frecuentemente con declamaciones pedagógicas, no siempre de buen efecto, y que la «intención» resulta casi tanto como la belleza literaria; pero esto, que a veces es una perfección cuando no se convierte en sistema, merece a todas luces infinitamente más disculpa que las invectivas, también sistemáticas, contra todo lo que es cristiano y español, ensalzadas hasta las nubes por tan «imparciales» críticos. Fuera de que aquella intención está por lo común velada, aunque irresistiblemente, y por la lógica de los hechos se desprenda de la narración. Si no se palpase no acabaríamos de creer que hasta tal punto condujeran en España a los hombres de la revolución las preocupaciones de secta, que en otras partes, no mediando el estímulo del amor patrio, enmudecieron ante el virginal idealismo de esta literatura. Mas, pese a quien pese, ella seguirá constituyendo un título de orgullo para los españoles, un proceso constante contra los que intentan pervertir nuestras costumbres; y si algún día, no lo quiera el cielo, llegaran a desaparecer, en ninguna parte se buscará su memoria, ni con más avidez ni con mayor fortuna, que en las obras de Fernán Caballero, símbolo de las virtudes características de nuestra raza.

Pero no es solo el espíritu irreligioso el que tiene declarada la guerra al glorioso recuerdo de Cecilia Böhl, es también la bastarda estética naturalista, que, reduciendo los límites de la novela a los de un cenáculo, tilda de falsedad todo lo que no ostenta el sello de la grosería, y llama cándido a cuanto no entra en el círculo de lo brutal y obsceno. Hasta algunas inteligencias superiores que no acatan ciegamente los veredictos ni la parcialidad injusta de la escuela francesa contemporánea,   —299→   se han dejado contagiar del corrompido ambiente que nos persigue y en que nos movemos, y maldicen más o menos a las claras del color de rosa en que van envueltas las concepciones de la novelista andaluza. No se quiere ver que hay en ellas mayor suma de verdad, mayor respeto al dualismo de lo bueno y lo malo, factores integrantes de la vida del individuo y de la especie humana, que en los sucios y mal olientes cuadros de la pornografía parisiense, aceptados por sus admiradores como reproducción cabal y única posible del microcosmos de la civilización moderna. Aun dentro del dogma naturalista, que no ve en el arte sino «la realidad a través de un temperamento», caben con tanta holgura los optimismos de Fernán Caballero como la desesperada lobreguez moral de Zola y sus imitadores.

La acusación vulgar contra los galicismos y las incorrecciones de lenguaje, que efectivamente pululan en las obras de Fernán, solo demuestra la incorregible ceguera de los que, teniendo de vidrio su propio tejado, se entretienen en arrojar piedras al ajeno14.





 
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