Trabajo, ocio y oficios en las «Empresas políticas» de Saavedra Fajardo
Alfredo Montoya Melgar
Señores Académicos,
Señoras y Señores:
Traspaso los umbrales de esta Academia de Alfonso X el Sabio con gratitud y contento.
Con gratitud emocionada, porque habéis tenido, señores Académicos, la generosidad de querer contarme entre vosotros.
Y con natural contento, porque -os lo digo muy de corazón- no podía haber recibido de Murcia honor más preciado que el de ser admitido en esta alta Escuela de Humanidades. Han de ser muchos, sin duda, los frutos intelectuales que obtendré del frecuentado trato con cultivadores tan eminentes, como vosotros lo sois, de las letras, las artes y las ciencias.
El Rey Sabio, de quien esta Corporación toma su nombre, dejó escrito en las Partidas (y Don Diego Saavedra lo recuerda en sus «Empresas») que «el mucho hablar hace envilecer las palabras». Obediente al aforismo regio, no alargaré estas mías preliminares, ofreciendo mi discurso de ingreso a vuestra atención, que desde ahora agradezco.
Si los testimonios
literarios son, en general, importantes instrumentos para la
reconstrucción del pasado, su valor sobresale aún
más respecto de sistemas sociales, como el de la
España del siglo XVII, dedicados «casi obsesivamente a la palabra
escrita»
1.
En el marco de lo que pudiera ser una historia de las ideas sobre el trabajo, ocupa un lugar relevante, en esa etapa esplendorosa de la cultura española, la obra del escritor, diplomático y jurista murciano Don Diego de Saavedra Fajardo. Es, sobre todo, en su obra fundamental, la Idea de un Príncipe Político-Cristiano representada en cien empresas, donde hallamos un rico manantial de apreciaciones sobre el trabajo, la ociosidad, los oficios; apreciaciones que nos traen el peculiar sentido de la época del Barroco sobre las actividades laboriosas y, por supuesto, los personales puntos de vista del autor, presentados siempre con su gran estilo inconfundible.
De las ideas sobre el trabajo contenidas en las Empresas Políticas de Saavedra, sin desatender las expuestas por él en otros escritos, y buscando frecuentemente las conexiones con otros autores del Siglo de Oro, tanto como las relaciones con los propios hechos históricos, ha de ocuparse, precisamente, este Discurso.
Hombre bien característico de su tiempo, Saavedra Fajardo representa de modo eminente los fuertes contrastes y contradicciones del mundo del Barroco. Las ideas en pugna, en él como en tantos escritores coetáneos, traducen en el ámbito de las letras lo que en la gran pintura de la época son los contrastes de luces y sombras, tantas veces dramáticos2.
Esos claroscuros del espíritu, no menos atormentados que los que aparecen en los lienzos de Ribera, Valdés Leal o Zurbarán, se acentúan en España, respecto de los otros grandes países europeos, a consecuencia de la tremenda crisis de nuestras instituciones, de nuestra economía y nuestra sociedad en el siglo XVII. En plena decadencia de la Monarquía de los Austrias, es la lucha entre las propuestas de cambio y los deseos de conservación, entre las ideas antiguas y las propias de la modernidad, la que marca con su sello dominante las contradicciones de la época3; la lucha, agravada en nuestro país, entre concepciones filosóficas, políticas, sociales y económicas correspondientes a dos mundos: el de la sociedad feudal, de base agraria, y el de la sociedad burguesa, pre-capitalista, que permite vislumbrar la aún lejana Revolución industrial del siglo XVIII4.
Las tensiones entre el pensamiento teológico y el racionalista, entre el catolicismo de la Contrarreforma y la doctrina de la razón de Estado, entre la sociedad estamental y los primeros aires igualitarios contra ella, entre la doctrina del derecho divino de las Monarquías absolutas y las teorías que fundan el poder regio en el acuerdo popular, entre el espíritu contemplativo de la cristiandad medieval y la disposición activa de la edad moderna, entre la concepción que reserva la honra al origen noble y aquella otra que la sitúa en el mérito y la virtud; tales tensiones, agudas en extremo en el caso español, forzosamente habían de aflorar en la obra de quien, como Saavedra, vivió y sufrió, tan activamente, tan en primera línea siempre, la quiebra de la Monarquía de los Austrias5.
En Saavedra Fajardo -la primera edición de cuyas Empresas Políticas se imprime en Munich en 1640, el año que simboliza precisamente el hundimiento de la Monarquía española- se aprecia la pugna, no siempre sorda, entre viejas y nuevas ideas. Coexisten en él, en difícil equilibrio, la proclamación de la fe católica y los arreglos tacitistas para eludir en algún caso sus consecuencias, el repudio expreso de las doctrinas de Maquiavelo y la alegación soterrada de la razón de Estado profana6, la defensa de la moral y la comprensión ante las inclinaciones no siempre virtuosas de la naturaleza humana, el menosprecio al vulgo y el incipiente reconocimiento de los derechos del pueblo; en una palabra, la añoranza del tiempo antiguo y la percepción de los signos del tiempo nuevo; justamente, y no por casualidad, los dos polos dialécticos entre los que se sitúa la peripecia vital del Quijote.
La complejidad
ideológica de Saavedra Fajardo explica la diversidad de
juicios sobre la significación de su obra; si para
Américo Castro «Don Diego siente
como un español del siglo X cuando llega la hora de
enfrentarse con las cuestiones decisivas»
, y «su mundo es el de la
creencia»
7,
no es menos cierto que entre ese mundo de creencias se abre paso, a
veces con timidez, otras abiertamente, el pensamiento
moderno8.
Así ha podido advertir Rodrigo Fernández Carvajal la
«notable singularidad»
de
«haber accedido desde su propio
espíritu barroco y español a una especie de
ilustración anticipada»
9.
Si bien Saavedra no se embarca (lo que en su circunstancia
resultaba bien improbable) en la aventura intelectual europea de un
Bacon, un Hobbes, un Spinoza o un Descartes10,
ello no impide reconocer su sensibilidad hacia los nuevos tiempos.
Desde el propósito de alcanzar la verdad de Saavedra y su
obra, habrá que convenir, con uno de sus estudiosos, que el
diplomático murciano fue al tiempo «español y europeo, tradicional y
renovador, humanista y moderno»
11.
De aquí que la suya sea una «obra de
contradicción», como también se ha
escrito12.
Ese choque de ideas y creencias es patente en la obra máxima de Saavedra Fajardo, las Empresas Políticas, a las que la profundidad de la reflexión y la grandeza del estilo han elevado muy por encima de su intención inmediata de servir de adoctrinamiento moral, mediante la utilización de símbolos o emblemas, en la línea de los abundantes «nortes», «regimientos», «relojes», «espejos» o «consejos» de príncipes, de tan larga tradición europea13.
Es cierto que las Empresas se esmaltan de citas de las Sagradas Escrituras, como tiene buen cuidado de resaltar el propio autor en la segunda edición de la obra, completada con un notable incremento de esas citas, al que parece no fue ajena alguna recomendación eclesiástica14. Pero no es menos verdadero que Don Diego muestra su abierta simpatía por valores modernos, como el examen racionalista, la libertad humana y, en general, por los nuevos hechos y las ideas nuevas.
Así,
hablando de la academia de los filósofos escépticos,
que «lo dudaba todo, sin resolverse a afirmar por cierta
alguna cosa», alaba Saavedra esa actitud como «cuerda modestia y advertida desconfianza del
juicio humano»
15.
Más adelante, sentencia lapidariamente que «quien no duda no conocer la
verdad»
16,
poniendo de relieve un «criterio condescendiente o
ecléctico» desde el que aprecia «el valor relativo de todas las
opiniones»
17.
En el fondo de ese relativismo, patente incluso en un libro que
había superado la censura de la
Inquisición18,
discurre el pesimismo de Saavedra, que le emparenta con Maquiavelo
y Hobbes: si en el Leviatán se lee que en el estado
de naturaleza «todo hombre es enemigo de
todo hombre»
19,
y en los Discorsi
sopra Tito Livio que «los hombres
son malos todos»
20,
Saavedra afirma que «la política
destos tiempos presupone la malicia y el engaño en
todo»
21.
Ciertamente, en el relativismo y pesimismo de Saavedra Fajardo no
falta el poso cristiano: la desconfianza frente al mundo no impide,
sino que refuerza, la confianza en las ultimidades
teológicas, Mariano Baquero, meditando sobre «el tema
del engaño» en Saavedra y en Gracián, a los que
califica «espectadores de una Europa toda
ya confusión y protagonistas de un vivir español
amenazado de decadencia y falseamiento»
22,
concluye que ambos moralistas «predican
desengaños y enseñan últimas
verdades»
23.
Es Saavedra
Fajardo, por lo demás, quien ha dejado escritas palabras de
modernidad inequívocas en elogio de la libertad: «la libertad en los hombres es natural»
y «la obediencia,
forzosa»
24;
«el poder absoluto es
tiranía»
25;
«especie es de tiranía reducir los
vasallos a una sumamente perfecta policía, porque no lo
sufre la condición humana»
26.
Es también Saavedra quien, con acento quevedesco, proclama
enérgicamente, mostrando la grandeza de su ánimo:
«no quiero que inhumanos estemos a la
vista de los daños ajenos, que vilmente sirva nuestro
silencio a la tiranía y al tiempo»
27.
Y también
Saavedra es quien, como contrapunto a sus propios denuestos, tan de
la época, contra la muchedumbre o vulgo, propugna una
igualación en la situación de los
«ciudadanos» (ésta es justamente la palabra que
emplea), argumentando que «del exceso y
desigualdad en las riquezas o en la nobleza, si fuera mucha, nace
en unos la soberbia y en otros la envidia, y dellas las enemistades
y sediciones, no pudiendo haber amistad o concordia civil entre los
que son muy desconformes en condición y
estado»
28.
En fin, y para no
alargar los ejemplos, el esforzado servidor de la Contrarreforma
que fue Saavedra no tiene miedo a la innovación: «No
siempre las novedades son peligrosas», dice en la
Empresa 29 con su admirable concisión; y
añade: «a veces conviene introducillas. No se
perficionaría el mundo si no innovase [...]. Las costumbres
más antiguas en algún tiempo fueron nuevas». Y
resume: «No todo lo que usaron los antiguos es lo
mejor». El tópico de la superioridad del tiempo pasado
-acogido, por ejemplo entre muchos, por Lope de Vega: «el tiempo que allí corría / era
más prudente y cuerdo»
29-
no es admitido por Saavedra, que, invocando a Quintiliano, afirma
que «es vicio de nuestra naturaleza tener
por mejor lo pasado»
30.
Antiguo y moderno al tiempo, marcado inevitablemente por la crisis histórica que le tocó vivir, Saavedra presenta ese talante contradictorio, por otra parte tan español; las contradicciones de fondo afloran incluso en los recursos retóricos, utilizados a modo de barroco contrapunto musical31. Esa humanísima tensión intelectual y moral nos ayudará a entender mejor los puntos de vista, no siempre del todo concordantes, de Don Diego sobre las cuestiones -trabajo, ocio, oficios- de las que hemos de ocuparnos en este ensayo.
Aunque la
intención expresa de las «Empresas
Políticas» fuera la de instruir a un príncipe
(como lo proclama su título y el hecho de ir dedicadas a Don
Baltasar Carlos, hijo del Rey Felipe IV, inmortalizado por
Velázquez), el libro desborda ese concreto propósito
pedagógico -«criar un príncipe desde la cuna a
su tumba», como dice la Empresa Primera- para erigirse en
tratado moral y obra literaria de universal alcance. Con toda
razón ha podido decirse que Saavedra Fajardo «eleva lo que pudo haber sido aviso de buen
gobernar para pocos, a permanente lección para todos los
hombres de todos los tiempos»
32.
Es así como las «Empresas» constituyen, si no un
cuerpo sistemático de filosofía moral -lo que no es
su propósito- sí una preceptiva de conductas
éticas33,
inspirada en fuentes clásicas y bíblicas, tamizadas
por las propias ideas y vivencias del autor34.
En el cumplido
repertorio de reglas morales que enuncian las
«Empresas» -reglas que exaltan el valor de la justicia,
de la paz, de la libertad, de la sabiduría, de la modestia,
de la prudencia- no podía Saavedra Fajardo dejar de hacer un
insistente, un reiterado elogio del trabajo. Un elogio -conviene
anticipar- más de alcance moral que social, en cuanto que el
trabajo se estima ante todo como instrumento de la virtud para la
formación del carácter de los individuos, entre ellos
el propio Príncipe: «los trabajos -se lee en las
Empresas35
- traen consigo grandes bienes; humillan la soberbia del
príncipe y le reducen a la razón»; y poco
más adelante: «más príncipes se han
perdido en el descanso que en el trabajo». Doctrina que no
hace sino aplicar al caso particular del príncipe la regla
general de que «la felicidad nace, como
la rosa, de las espinas y trabajos»
36;
que «el trabajo... levanta y el ocio... derriba» los
reinos37.
Opone Saavedra
Fajardo el trabajo a la ociosidad, concibiéndolo como
atributo consustancial, no ya al hombre, sino a todo ser vivo:
«no está la naturaleza un punto ociosa», nos
advierte ya la Primera Empresa, cuyo emblema lleva por
leyenda la de «Hinc labor et
virtus». Más adelante vuelve a instar a
la laboriosidad, argumentando que «para enseñanza de
los pueblos propone la divina Sabiduría el exemplo de las
hormigas», a lo que añade, con otra imagen rural de la
laboriosidad38,
que «no vive menos ocupada la
república de las abejas»
39.
El emblema de la
Empresa 71 -recuérdese que la «empresa»
consiste en «una figura simbólica
a la que acompaña una leyenda o mote»
40-
lleva por rótulo el muy expresivo de «Labor omnia vincit», que
acompaña al grabado de un ariete en trance de derribar una
muralla. «Los muros más doblados y fuertes -comenta
Saavedra Fajardo, exaltando el valor del trabajo- los
derribó la obstinada porfía de una viga herrada,
llamada ariete de los antiguos».
Esta imagen -habrá que recordar también la afición del barroco a hacer pictórica la literatura y a introducir lo literario en la pintura41- sirve al autor como introducción a un largo elogio del trabajo, en el que destaca, tanto o más que su poder persuasivo, la maestría pasmosa de su estilo.
«¿Qué no vence el trabajo?» -pregunta el escritor murciano, para pasar de seguido a enumerar sus virtudes taumatúrgicas: «Doma el acero, ablanda el bronce, reduce a sutiles hojas el oro y labra la constancia de un diamante. Lo frágil de una cuerda rompe con la continuación los mármoles de los brocales de los pozos...».
En todas estas hermosas imágenes, aparece el trabajo domeñando las mayores resistencias; trabajo es aquí, ante todo, esfuerzo perseverante, constancia. «Al ánimo constante -concluirá Don Diego, tras el ejemplo del ariete- ninguna dificultad embaraza».
Afirmada la
necesidad natural del trabajo, Saavedra avanza un paso más y
lo exalta como factor de sociabilidad42.
En efecto, nos advierte nuestro autor cómo el hombre
«aun ya crecido y adulto, no puede vivir
por sí mismo sin la industria ajena»
43.
La
significación social y política del trabajo aparece
con reiteración en las Empresas, que ponen de
relieve cómo la vida en comunidad resulta inconcebible sin
el trabajo: «solamente el trabajo -se
dice anticipando un célebre poema de Bertoldt
Brecht44-
abrió las zanjas y cimientos y levantó aquellos
hermosos y fuertes edificios de las monarquías de los medos,
asirios, griegos y romanos. El fue quien mantuvo por largo tiempo
sus grandezas, y el que conserva en las repúblicas la
felicidad política»
45.
Esa «felicidad política» es para Saavedra el
«remedio que cada uno halla a su necesidad en las obras de
muchos», de donde se sigue que «si
éstas no se continuasen con el trabajo, cesarían las
comodidades que obligaron al hombre a la compañía de
los demás y el orden de la
república»
46.
La vida social aparece en este texto de Saavedra como
pragmática conveniencia de los hombres; el trabajo
organizado por cuenta ajena es piedra angular de esa vida en
común a la que la necesidad nos conduce.
No deja de reparar la perspicacia de Saavedra Fajardo en el valor psicológico del trabajo: «es la ocupación áncora del ánimo», expresa de modo inmejorable47, apuntando una cualidad del trabajo que en los siglos siguientes será objeto de innumerables desarrollos48.
La consideración del trabajo como virtud, generalizada en el Renacimiento49, es tema insistente en los escritos moralizadores del siglo XVII, donde proliferan obras de la índole de los Bienes del honesto trabajo y daños de la ociosidad, de Pedro de Guzmán (Madrid, 1614), por referir una sola muestra.
Por supuesto, los
elogios del trabajo y las diatribas contra la ociosidad cuentan con
largos antecedentes; sin que éste sea el momento de hacer su
balance, bastará con citar un ejemplo ilustre; nada menos
que el testimonio de Hesíodo que, en Los trabajos y los
días, afirma que «nada
reprochable es el trabajo, muy reprochable es la
inactividad»
50.
Los insistentes argumentos en favor del trabajo, en tiempos del griego como en los de Saavedra, distan de representar la opinión común de las respectivas épocas. Cuando una idea requiere de tan expresas defensas es, normalmente, porque no está arraigada en la conciencia dominante. Las encendidas exaltaciones de los méritos del trabajo a lo largo de la historia vienen a ser, de este modo, el reverso de la común preferencia por la ociosidad. Es aquí, precisamente, donde se manifiesta el propósito moralizador, de navegación contra corriente, de obras como las Empresas Políticas.
El trabajo es
penoso -viene a decirnos Saavedra Fajardo- en la medida en que
ardua y penosa es toda virtud. Por penoso, es el trabajo virtuoso,
y por virtuoso, fuente de beneficios. Para Saavedra, en efecto,
trabajo es sinónimo de «fatigas»
51,
«pesares»
52,
«cuidados»
53,
«peligros»
54,
«dificultades»
55
o «afrentas»
56,
que el autor pondera en lo que tienen de duro e ingrato, de
esforzado. Acudiendo a imágenes predilectas de la
retórica barroca, nos enseña la Empresa
Tercera que el coral «hace más robusta su
hermosura» por haber «nacido entre los trabajos, que
tales son las aguas, y combatido de las olas y tempestades».
De aquí concluye, generalizando, que sólo se
cría «robusto y hábil quien se entrega a las
fatigas y trabajos», con los cuales «se alarga la
vida».
Este ideal
austero, casi ascético, reprobador del hedonismo,
está presente en otras Empresas: la número
23 («Pretium
virtutis») explica, con nueva aunque similar
imagen, que en el hábito de Santiago57
figura la concha por ser ésta «hija del mar, nacida
entre sus olas y hecha a los trabajos». «La felicidad
nace -sentencia otro pasaje58-
como la rosa, de las espinas y trabajos»; y en otro lugar se
afirma: «el sufrimiento y la esperanza
llegan a ver logrado el trabajo, y se dan por bien empleadas las
espinas que rindieron tal hermosura y tal
fragancia»
59.
El trabajo es
esfuerzo, es pena, y también, según ya vimos,
perseverancia. De aquí que la alta talla de preceptista
moral de Saavedra se alce frente a los oportunistas impacientes:
«Algunos ingenios hay que no saben esperar. El exceso de la
ambición obra en ellos estos efectos. En breve tiempo
quieren exceder a los iguales, y luego a los mayores...». Y
termina con una advertencia severa: «A
éstos suele suceder lo que al edificio levantado aprisa, sin
dar lugar a que se asienten y sequen los materiales, que se cae
luego»
60.
La Empresa 71, la más importante en cuanto a las ideas sobre el trabajo, la orlada con la leyenda «Labor omnia vincit», insiste en la valoración del trabajo en su dureza. Nueva muestra de la «preocupación visual del autor» y de su gusto por las «metáforas, comparaciones y alusiones intensamente visualizadoras», tan bien estudiadas por el Profesor Baquero61, la citada Empresa, que insiste por cierto en ideas expuestas en la República Literaria62, enseña que «el templo de la gloria no está en valle ameno ni en vega deliciosa, sino en la cumbre de un monte, adonde se sube por ásperos senderos, entre abrojos y espinas. No produce palmas el terreno blando y flojo. Los templos dedicados a Minerva, a Marte y a Hércules (dioses gloriosos por su virtud) no eran de labor coríntico, que consta de follajes y florones deliciosos, como los dedicados a Venus y a Flora, sino de orden dórico, tosco y rudo, sin apacibilidad a la vista. Todas sus cornisas y frisos mostraban que los levantó el trabajo, y no el regalo y ocio».
No hay posible deleite artístico -resumiríamos el elegante texto de Saavedra- sin el esfuerzo y hasta el dolor del artista; el pensador de Algezares conocía mejor que nadie las durezas de aquella «trabajosa ociosidad», como la llama con admirable antítesis, en la que concibió y escribió sus Empresas63.
El trabajo, pese a todo, no sólo es digno de elogio por lo que tiene de factor de vencimiento y dominio propios, por lo que supone de instrumento moral para la forja del carácter. Mostrando una vez más la rica complejidad de su discurso, Saavedra ensalza también al trabajo en lo que significa de provechoso. El moralista no deja de pisar tierra firme, situándose ahora en un plano utilitario (que nunca pierde de vista).
La Empresa 71 expone unidas ambas facetas -la pena y el beneficio- del trabajo: «Por castigo le dio Dios al hombre el trabajo -dice citando el Génesis- y juntamente quiso que fuese el medio de su descanso y prosperidad». Saavedra Fajardo logra así aunar la concepción antigua del trabajo y la moderna.
La relación
entre trabajo y prosperidad aparece con toda nitidez en las
reflexiones sobre los honores y premios con que se retribuyen los
trabajos. «Los servicios -dice nuestro autor, buen conocedor
de los móviles que inspiran los actos humanos- mueren sin el
premio», y añade poco más adelante: «los mayores premios serán deuda y
centella de emulación gloriosa a los demás. Con la
paga de unos servicios se compran otros
muchos»
64.
Coincide aquí notoriamente Saavedra con Felipe IV, su Rey,
que en 1625 se había dirigido al Consejo de Estado
argumentando, para justificar el aumento del número de los
miembros de las Órdenes Militares, que «sin castigo ni premio no es posible conservar
las Monarquías»
65.
La
exaltación del trabajo como virtud tiene su correspondencia
en la condena de la ociosidad, a la que se reputa origen del vicio.
El ocio y el vicio -dice Gracián en El
Criticón- son «camaradas
inseparables»
66.
El viejo proverbio de que «la ociosidad es madre de todos los vicios» se actualiza e intensifica su significación con la emergencia de la burguesía, que rinde culto al trabajo y sus beneficios67. Por otra parte, la ociosidad es objeto de particular reprobación en la época a que se refiere este Discurso en la medida en que a ella se imputa buena parte de las culpas de la decadencia del Imperio español68.
Inexistente en nuestro siglo XVII una verdadera burguesía productiva, y falto de reconocimiento social (como luego se verá) el trabajo, la ociosidad extiende su reinado tanto sobre las clases altas como sobre los desposeídos.
El noble, el
caballero, el hidalgo, dan la espalda a la actividad
económica (no digamos al trabajo manual) en aras de su
concepto del honor social y, más allá de éste,
de una pasividad por los negocios de este mundo en cuyo fondo late
la obsesión por la muerte, el sentimiento, tan tratado en
nuestra literatura, de que la vida no es más que un
sueño. El español de la época se nos presenta
«más atento al ser que al
hacer»
69;
como ha escrito, caracterizando lo que él llama la
«oquedad vital» del español, Américo
Castro, «el español fue el
único ejemplo, en la historia occidental, de un
propósito de vida fundado en la idea de que el único
digno oficio para un hombre era ser hombre, y nada
más»
70.
Por otra parte,
pulula en nuestro Siglo de Oro una legión de desoficiados,
mendigos, pícaros, bandoleros y «vagamundos»,
que bien pueden aplicarse la sentencia del Buscón Don Pablos
-«quien no hurta en el mundo, no
vive»
71-
y que para sobrevivir profesan, como Guzmán de Alfarache,
«el oficio de la florida
picardía»
72.
Las admoniciones para que estos nutridos grupos de marginados se
dediquen a honestas ocupaciones son tan incesantes como
inútiles; se censura como pura holgazanería viciosa
lo que en la mayor parte de los casos es imposibilidad de encontrar
trabajo, sin olvidar que muchos ociosos no son sino desertores de
ocupaciones ínfimamente remuneradas y sujetas además
a desmesurados tributos73.
Escaso fruto podían tener las puras recomendaciones morales
contra la ociosidad cuando ésta tenía su raíz
última en la deplorable situación de la
economía española. El alza de los precios, la
inflación, la falta de capacidad del sistema productivo
español eran causa del desempleo, y no efecto de éste
como se tendía a pensar en la época, proponiendo
simplistas remedios morales, tan abundantes en el recetario de los
arbitristas74.
En fin, entre el noble, el caballero o el hijodalgo ociosos por imperativos de linaje y el mendigo o el pícaro sin trabajo, discurre una ancha franja de personas, si no ociosas, de productividad dudosa: clérigos y religiosos, incontables burócratas, así como numerosos estudiantes que holgazanean, desilusionados por el absentismo de los profesores, dedicados a pretender -o ejercer- cargos de la Corona75.
Saavedra Fajardo,
como hijo de su tiempo, no se sustrae ni a la crítica de la
ociosidad ni a la actitud moralizante que preside, como ya se ha
dicho, esa crítica. «Cuando
descuidados los ciudadanos -nos dice nuestro autor- se entregan al
regalo y delicias, sin poner las manos en el trabajo, son enemigos
de sí mismos»
76.
Mas no se crea que para Saavedra la ociosidad es puro pecado
individual, sin mayor trascendencia social; por el contrario, a
juicio del autor, «tal ociosidad maquina contra las leyes y
contra el gobierno» y de ella «emanan todos los males internos y externos de
las repúblicas»
77.
La condena de la
ociosidad va unida en Saavedra Fajardo a la censura de ciertos
esparcimientos y diversiones a que se entregan los ociosos.
«Al pueblo o vulgo -se lee en las
Empresas78-
se traen ocioso en juntas y romerías, donde se cometen
notables abusos y vicios»; «enfermedad es ésta
-añade con cierto distanciamiento superior- de la
multitud». La ociosidad, hermanada con la
superstición, la impiedad y la ignorancia, es zaherida desde
una perspectiva cristiana: «el trabajo y
la obediencia son de mayor mérito con Dios y con su
príncipe que las cofradías y romerías, cuando
con banquetes, bailes y juegos se celebra la
devoción»
79.
Junto al argumento
tradicional, no se hace esperar el razonamiento moderno; el exceso
de festividades no se reprueba tan sólo por lo que de
inmoral pueda tener, sino también por sus perniciosas
consecuencias económicas. Así, propone Saavedra que
«siendo... tan conveniente el trabajo para la
conservación de la República... se continúe, y
no se impida por el demasiado número de los días
destinados para los divertimientos públicos...».
«Ningún tributo -prosigue- mayor que una fiesta, en
que cesan todas las artes». Buscando un punto de equilibrio
en el que «ni se falte a la piedad, ni a las artes», el
autor remite la solución del problema al criterio del Romano
Pontífice, quien resolverá «si convendrá o no reducir las
festividades a menor número, o mandar que se celebren
algunas en los domingos más próximos a sus
días»
80.
Repárese,
en fin, para estimarlas en todo su valor, que las palabras de
Saavedra Fajardo se escriben en pleno auge de la fiesta barroca,
tan apreciada del pueblo por su gran aparatosidad y efectismo; una
fiesta, como dice un estudioso de la época, «que aturde a los que mandan y a los que
obedecen, y que a éstos hace creer y a los otros les crea la
ilusión de que aún queda riqueza y
poder»
81.
Ponderando
quizá estos efectos adormecedores de las fiestas, o
quizá atendiendo a móviles que miran menos a la
razón de Estado, Saavedra Fajardo se muestra, una vez
más, no como moralista rígido e intolerante, sino
lleno de comprensión. Así, tras dejar sentado que
«conveniente es el trabajo», puntualiza que éste
«no se puede continuar si no se interpone el reposo»,
puesto que «en la alternación
consiste la vida de las cosas»
(Empresa 72). Se
abre así la perspectiva del ocio no vicioso: «en el
ocio se rehace la virtud y cobra fuerzas», porque «si
el trabajo es continuo, derriba la salud y entorpece el
ánimo». La opinión que nos merezca el ocio
depende, en definitiva, de la dedicación que se le
dé; así, Saavedra contrapone el ocio juicioso
«en que se recrea y queda enseñado el
ánimo» (como ocurre con la conversación con
«hombres insignes en las letras o en las armas») y
aquel otro ocio que encuentra diversión en «los
errores de la naturaleza y el desconcierto de los juicios»
(se refiere el autor a bufones, locos y deformes, que tanto
entretenimiento procuraban en su tiempo)82.
Hecha esta
distinción, piensa Saavedra que «algún alivio o
juego se ha de interponer entre los negocios, para que ni
éstos ahoguen el corazón ni el ocio le consuma,
siendo como la muela del molino, que no teniendo que moler se gasta
a sí misma». Al fin, el autor traza la diferencia
entre «ocio» y «descanso»: «el reposo del príncipe no ha de ser...
ocio sino descanso»
83.
Razones
económicas, psicológicas y de Estado llevan a
Saavedra Fajardo a postular el disfrute del reposo por parte del
pueblo: «No es menos conveniente divertir alguna vez con
fiestas públicas al pueblo, para que descanse y vuelva con
mayores fuerzas a renovar los trabajos». Aparte de este
argumento productivista aporta nuestro autor otro de naturaleza
política: cuando el pueblo está «triste y
melancólico» se vuelve «contra su
príncipe y contra los magistrados», mientras que
«cuando le conceden sus divertimentos...
vive obediente»
84.
Buscando, en
ésta como en otras cuestiones, un difícil pero
prudente equilibrio ecléctico, Saavedra se cuida de
puntualizar el alcance que atribuye a esos divertimentos populares,
marcando su distanciamiento de lo que hubiera podido ser una
actitud maquiavélica, propia de la «cattiva raggione
di Stato». Saavedra no oculta la difusión de la
política de festejos públicos como medio de
granjearse el poder político el beneplácito de los
ciudadanos: «Las Repúblicas -nos alecciona- permiten a
cada uno que viva a su modo, disimulando los vicios para que el
pueblo desconozca la tiranía del magistrado y ame aquel modo
de gobierno; porque tiene por libertad la licencia, y le es
más grata la vida disoluta que la compuesta». Sin
embargo, nuestro moralista no se aviene a tan permisiva y
cínica política, que no le parece «segura razón de Estado, porque, en
perdiendo el pueblo el respeto a la virtud y a la ley, le pierde al
magistrado, y casi todos los males internos de las
repúblicas nacen del vicio, y para tener alegre y satisfecho
al pueblo basta concederle algunos divertimientos
honestos»
85.
De esta
oportunidad de ordenar los esparcimientos deriva Saavedra la
conveniencia de prohibir los juegos de fortuna, a su juicio
«dañosos a los que mandan y a los que obedecen»;
«a aquéllos porque se divierten
demasiadamente en ellos y aborrecen los negocios, y a éstos,
porque se empobrecen y, obligados en la necesidad, dan en robos y
sediciones»
86.
Con sólo estas dos pinceladas, Saavedra Fajardo nos pone delante de los ojos, de un lado, el decadente espectáculo de una nobleza sin horizonte, que se hunde históricamente con la propia Monarquía; y de otro lado, aquella turbamulta quevedesca de «archipobres y protomiserias», de pícaros y maleantes investidos de «hambre imperial», y entregados, para no sucumbir en ella, a la «profesión de la vida barata», la misma a la que se consagró el Buscón; al «oficio libre» de hurtar, como lo califica Cortadillo en su plática con el secuaz de Monipodio87.
La rigidez estamental del Antiguo Régimen, que opone a nobles y plebeyos, anticipando la dicotomía entre propietarios y jornaleros88, se reproduce en el seno de los oficios. Así, los de carácter manual o mecánico son simultánea expresión de pobreza y de villanía, por más que también algún hidalgo viviera en la miseria.
Lo
«mecánico» se define en el siglo XVII
-así en el Dictionnaire Français, de Richelet- como
«opuesto a liberal y honorable», como «bajo, feo y poco digno de una persona
honrada»
89.
«Los que se ganan la vida con el trabajo
de sus brazos -nos dice otro francés, el jurista Loyseau-
son los más viles del pueblo»
90.
Nuestro siglo de
Oro prolonga también la actitud de los antiguos frente al
trabajo manual. Si hay algunos atisbos que hacen intuir la
recuperación del honor de este trabajo91,
el peso de los autores clásicos es todavía decisivo:
«quienes aprenden las artes mecánicas y sus propios
hijos son considerados los últimos ciudadanos»,
había escrito Jenofonte en su
Economía92,
añadiendo que «los oficios
llamados de artesanos... es muy natural que se tengan en gran
menosprecio»
93;
Platón había visto una incompatibilidad total entre
el ejercicio de una profesión manual y el honor de ser
ciudadano94;
Aristóteles pensaba que «todas
las ocupaciones manuales carecen de nobleza, pues es imposible a
quien cultiva la sabiduría la vida de un
obrero»
95.
Con
motivación religiosa, el medievo prolongará la
exaltación de la vida contemplativa sobre la activa; San
Agustín, Santo Tomás, Dante, son ejemplos de esa
actitud. Y, ya en el Renacimiento, Lorenzo el Magnífico
afirmará que «carecen por
completo de genio las gentes que trabajan con sus manos y que no
disponen de ocio para cultivar su
inteligencia»
96,
mientras que Giordano Bruno opondrá al héroe (el
noble, el sabio, el filósofo) el vulgo (el trabajador
manual)97.
El mismo Tomás Moro concibe en su Utopía una
casta privilegiada de «doctos» liberados de todo
trabajo manual98.
Es comprensible que esta impresionante tradición, sólo apuntada aquí en forzosa abreviatura, alcanzase a los hombres del siglo XVII. En efecto, es ese panorama de reprobación y menosprecio de las artes mecánicas el que perdurará hasta la época ilustrada de Carlos III, en la que se expresan sin reservas los elogios al trabajo manual, en las obras de Campomanes, Pérez y López, Palacio o Campmany99.
Hombre de su
siglo, no es ajeno Saavedra Fajardo a la diatriba entre artes
manuales y liberales. A unas y otras se refiere, por ejemplo, en la
República Literaria: por una parte, nos habla de
«aquellas artes que son calidades y hábitos del
cuerpo, en las cuales se fatiga la mano y poco o nada obra el
entendimiento», a las que reputa «hijas bastardas de
las ciencias que... obran sin saber dar la razón de lo mismo
que están obrando». A estas artes mecánicas o
manuales opone «aquellas artes en que el
entendimiento discurre, y le obedece la mano como instrumento
suyo»
100.
Este punto de
vista es continuado en las Empresas Políticas.
«En la planta de un edificio -argumenta-
trabaja el ingenio. En la fábrica, la mano. El mando es
estudioso y perspicaz. La obediencia, casi siempre ruda y ciega.
Por naturaleza manda el que tiene mayor
inteligencia»
101.
«Más vale un entendimiento que muchas manos»,
nos dirá nuestro autor en otro lugar102,
y aún añadirá: «La
naturaleza colocó en la cabeza como en quien es principesa
del cuerpo, el entendimiento que aprendiese las ciencias y la
memoria que las conservase. Pero a las manos y a los demás
miembros solamente dio una aptitud para
obedecer»
103.
Es esta creencia en la superioridad del trabajo intelectual sobre el manual la que llevó a algunas profesiones del Antiguo Régimen -los letrados o juristas, singularmente- a pretender su ennoblecimiento (la llamada «nobleza de las letras»), bien es verdad que con escaso éxito104.
La fuerte resistencia a reconocer rango nobiliario a los cultivadores de determinadas profesiones planteó bizantinas discusiones acerca de la divisoria entre el oficio «vil y mecánico» y el que no lo es. En última instancia, fue preciso recurrir a ficciones o subterfugios para ennoblecer a algún relevante profesional; así, cuando en 1615 se otorga al banquero Jorge Fúcar la Orden de Calatrava, se explica que sus tratos comerciales sólo tienen por interlocutor al Rey de España; igualmente, cuando Velázquez ingresa en la Orden de Santiago se argumenta que no ejerce la pintura como profesión lucrativa sino para complacer al Rey105.
Diversas normas se destinaron a conciliar la condición nobiliaria y el desempeño de oficios retribuidos, algunos de los reputados viles. Entre estas normas, abundantes en sutilezas jurídicas, debe citarse el Fuero de las Cortes Aragonesas de 1626106, el Breve Pontificio de 1622107 y la Pragmática dictada por Carlos II en 1682 con el fin de fomentar el establecimiento de fábricas textiles. Mucho tiempo después de que la nobleza veneciana hubiera abrazado sin reservas el comercio y la navegación108 y de que el espíritu de los reformadores protestantes hubiera sacralizado el trabajo y el beneficio109, la declinante Monarquía de los Austrias se ve obligada a reconocer que «el mantener ni haber mantenido fábricas... no ha sido ni es contra la calidad de la nobleza». Sin embargo, el levantamiento de la tacha de innoble que pesaba sobre la actividad empresarial no significa igual tratamiento hacia el trabajo físico o manual; sólo pueden ser nobles aquellos titulares de fábricas que «no hayan labrado ni labren en ellas por sus propias personas, sino por las de sus menestrales y oficiales». En una palabra, el noble de fines del XVII podía ser empresario, tanto en sentido económico como jurídico (podía contratar en efecto el trabajo ajeno), mas le estaba vedado trabajar, fuera por cuenta propia o ajena.
Cuando escribe Saavedra falta un siglo para que se inicie en Inglaterra la revolución industrial; no se habla aún de proletariado, sino de pueblo, de muchedumbre o multitud110. No hay aún fábricas industriales en el siglo XVII, sino, todavía, talleres gremiales y nuevas manufacturas como la que retrata Velázquez en «Las Hilanderas», más interesado por reflejar la realidad (la situación, las personas, la luz, la profundidad y el movimiento) que en ser fiel a la peripecia mitológica que le sirve, más que de asunto, de pretexto111.
El tiempo en que escribe Don Diego está, pues, aún lejos de la producción fabril en masa, de los movimientos obreros y de la concepción «social» del trabajo. Si del siglo XVII francés ha podido decirse que apenas si se encuentra en él un par de testimonios literarios que denoten una incipiente conciencia social en favor de los más débiles -el famoso texto de La Bruyère en Los caracteres y unos cuantos versos de la Athalie de Racine112, en la España de la época los trabajadores manuales o mecánicos (y, desde luego, los desoficiados) son englobados en la noción despectiva de «vulgo». Del «confuso juicio del desvanecido vulgo» nos habla nada menos que Don Quijote113.
No queda a la zaga
Saavedra Fajardo en cuanto al fustigamiento del vulgo. A los
«maestros de las ciencias» opone (una vez más el
barroco recurso a la antítesis) la «plebe ignorante»
114.
«La multitud -para él- ni disimula, ni perdona, ni se
compadece», y añade, quizá con herido elitismo:
«el que se levanta entre los
demás, ése peligra»
115.
El pueblo es a su juicio «ignorante y ciego» y con
facilidad «cae en impiedad... y... en
superstición»
116;
el pueblo es «inconsiderado y sin
noticia de los casos»
117,
productor de «rumores flacos» y «murmuraciones
vanas» contra las que el príncipe debe
precaverse118.
Manejando razones
de Estado no muy distantes de las invocadas por Maquiavelo,
enseña Saavedra que «conviene traer al pueblo con
dulzura a las conveniencias del príncipe y sus
destinos», y que «no conviene que
sepa el pueblo los ingredientes de las resoluciones y consejos del
príncipe hasta que los beba con algún pretexto
aparente»
119.
«El vulgo ciego y torpe no conoce la verdad», agrega
con fórmula muy próxima a la del florentino, para
quien «cuando es preciso discurrir, el
pueblo no sabe ya más que ir a tientas en la
oscuridad»
120.
Del pueblo, en fin, afirma Saavedra que «naturalmente es malicioso contra los
ministros»
121.
La Empresa 61 -representada por un arpa coronada sobre la que ondea la leyenda latina «Maiora minoribus consonant», traza una teoría emblemática del orden del reino, al que compara con el arpa: «preside un entendimiento -explica-, gobiernan muchos dedos, y obedece un pueblo de cuerdas, todas templadas y todas conformes en la consonancia». Saavedra, tras declarar que «el vulgo de cuerda desta arpa del reino es el pueblo», alerta al príncipe de las dificultades de regir tan delicado y complejo instrumento. No es optimista el consejero acerca de la naturaleza del pueblo, cuyos defectos no repara en denunciar sin ningún género de eufemismo, no ahorrando los juicios severos. La naturaleza del pueblo se pinta así como «monstruosa en todo y desigual a sí misma, inconstante y varia». El pueblo «se gobierna por las apariencias, sin penetrar el fondo»; «es pobre de medios y de consejo, sin saber lo falso de lo verdadero»; es «tan fácil a la crueldad como a la misericordia».
Importa mucho, sin
embargo, destacar que el moralista murciano no incurre en la
simplicidad de centrar exclusivamente su censura en las clases
menesterosas, dejando exentas de crítica a las
privilegiadas. Muy al contrario, y es bien importante destacarlo en
honor de la objetividad de Saavedra Fajardo, apenas éste ha
enumerado los vicios de la multitud, advierte al príncipe
que «no hay Comunidad o Consejo grande,
por grave que sea y de varones selectos, en que no haya vulgo y sea
en muchas cosas parecido al popular»
122.
Y así, a renglón seguido, atribuye valientemente al
cortesano de palacio la condición de «presuntuoso y
vario»; de él dice que «por instantes muda
colores, como el camaleón, según se le ofrece delante
la fortuna próspera o adversa»; «espía y
murmura»; «se alimenta de la mentira y aborrece la
verdad»; es «invidioso de sí mismo y de los de
afuera», «vano en las apariencias y ligero en las
ofertas».
Esa capacidad de
advertir -y, sobre todo, de denunciar públicamente- las
actitudes vulgares del estamento no popular es compartida por otros
contemporáneos. Baltasar Gracián, tras considerar al
«tan nombrado Vulgacho» como «el hijo primogénito de la Ignorancia, el
padre de la Mentira, hermano de la Necedad, casado con su
Malicia»
123,
y tras rechazar que «la voz del pueblo es la voz de
Dios», sino la de la ignorancia, pues «por la boca del vulgo suelen hablar todos los
diablos»
124,
reconoce que también a los nobles puede aplicarse el
calificativo de vulgar. En la Parte II, Crisis V, del
Criticón (titulada precisamente «Plaza del
populacho y corral del vulgo») el Sabio dice a Andrenio que
«en todas partes hay vulgo y, por atildada que sea una
comunidad, hay ignorantes en ella que quieren hablar de todo y se
meten a juzgar de las cosas sin tener punto de juicio». A
Andrenio, que no se sorprende de hallar en aquella «sentina
vulgar» esportilleros, aguadores, gorrones, pescadores,
segadores, palanquines, cavadores o mochileros (es decir, gentes de
artes mecánicas o manuales, despreciadas en el siglo)
maravilla sin embargo que en el corral del vulgo haya «gente
de porte», caballeros, títulos, señores. Su
interlocutor le instruye, desengañándole de que
«yendo uno en litera ya por eso es sabio»; y le
añade: «tan vulgares hay algunos y tan ignorantes como
sus mismos lacayos». «Y advierte
-continúa- que aunque sea un príncipe, en no sabiendo
las cosas y queriéndose meter a hablar de ellas... al punto
se declara hombre vulgar y plebeyo. Porque vulgo no es otra cosa
que una sinagoga de ignorantes presumidos»
125.
La misma idea, que
no libra de la posible condición de vulgar a las personas de
alcurnia, se encuentra en el diálogo entre Don Quijote y el
Caballero del Verde Gabán. Hablando el Caballero de la
Triste Figura del «ignorante vulgo», precisa: «Y no penséis, señor, que yo llamo
aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde; que todo
aquél que no sabe aunque sea señor y príncipe,
puede y debe entrar en número de
vulgo»
126.
Con moderno juicio, tanto en Saavedra como en Cervantes o Gracián, lo vulgar no es sello privativo del pueblo llano, del simple pechero; el calificativo pasa a designar la genérica falta de criterio, de personalidad y entendimiento, con lo cual, por así decirlo, deja de ser estamental y apunta más que a grupos sociales determinados a actitudes personales que también pueden encontrarse en otros estamentos127.
No cabe olvidar,
finalmente que, pese a sus denuestos contra el vulgo, Saavedra
Fajardo recomienda al príncipe, para tener buen consejo, que
se mire en el «espejo del pueblo», y le hace saber que
«a las plazas es menester salir para
hallar la verdad»
128.
No es fortuito, pues, que Saavedra haga suya la máxima de
Alfonso el Sabio: «El mejor tesoro que
el Rey ha... es el pueblo»
129.
En las «Empresas» destaca, más aún que la vieja diatriba entre artes manuales y liberales, el debate entre teoría y práctica; debate que el pragmático jurisconsulto y diplomático no duda en solventar a favor de la práctica130.
Así, en la Empresa Cuarta, con fina penetración psicológica que nada tiene que envidiar a un La Bruyère o a un Huarte de San Juan, nuestro autor reflexiona acerca de cómo «los ingenios muy entregados a la especulación y a las ciencias son tardos en obrar y tímidos en resolver, porque a todo hallan razones diferentes que los ciega y confunde». «Los ingenios muy dados al resplandor de las ciencias -continúa- salen dellas inhábiles para el manejo de los negocios». De aquí que estime que «no son mejores para maestros de príncipes los ingenios más científicos, que ordinariamente suelen ser retirados del trato de los hombres, encogidos, irresolutos e inhábiles para los negocios»; al contrario, serán óptimos preceptores de príncipes «aquellos prácticos que tienen conocimiento y experiencia de las cosas del mundo».
La misma actitud
anti-especulativa la encontramos en la República
Literaria, donde Saavedra expone, aún con mayor
crudeza, «cuan inútiles e ineptos
son para todas las acciones urbanas y excercicio de corte los que
sin moderación se entregan a la especulación de las
ciencias, fuera de las cuales no parecen hombres, sino troncos
inanimados»
131.
La genérica
preferencia de la inteligencia práctica sobre el ingenio
meramente especulativo es también compartida por otros
autores del tiempo de Saavedra Fajardo. Así, en El mundo
por de dentro (1612), Quevedo sentencia que «no es filósofo el que sabe donde
está el tesoro, sino el que trabaja y le saca. Ni aun
ése lo es del todo, sino el que después de
poseído usa bien dél»
132.
Esta extendida actitud de recelo frente a los puros teóricos y de confianza en los talentos prácticos, tiene, entre otras manifestaciones, su reflejo en la concepción del siglo XVII español sobe la misión de las Universidades. Estas, en efecto, abandonan el ideal humanista que las orientó en el Renacimiento y se convierten en instituciones de formación de profesionales, básicamente de prácticos del Derecho, destinados tanto a cubrir los incontables cargos burocráticos del Imperio como al ejercicio privado. Estos estudios pragmáticos (por otra parte de honda raigambre medieval) desplazan y relegan el aprendizaje de la teología, las letras clásicas, y también, para nuestro mal, de la economía y las ciencias experimentales133.
Tras haber expuesto sus ideas sobre la preeminencia del ingenio práctico sobre el puramente especulativo, aborda Saavedra, muy avanzadas las Empresas (en la número 66), una cuestión conexa, a propósito de tratar de la educación de a juventud. La cuestión se ofrece en forma de duda: «aquí se duda si serán convenientes (las ciencias) en los que obedecen, y si se ha de instruir en ellas a la juventud popular». El asunto, de largo alcance social y político, es tratado por Saavedra de un modo efectista, casi teatral, buscando y consiguiendo la atención primero y luego la sorpresa del lector, cuando éste advierte la elegante trampa retórica que le ha tendido el sutil diplomático.
Efectivamente, apenas planteado el tema (dicho brevemente: si conviene políticamente educar al pueblo) se dedica Saavedra Fajardo a acumular, dando la impresión de que los comparte, argumentos en favor de la contestación negativa.
«Los hombres
-nos dice- se juntaron en comunidades con el fin de obrar, no de
especular», de tal modo que «no son felices las
Repúblicas por lo que penetra el ingenio sino por lo que
perficiona la mano». «Los vasallos
muy discursistas y scientíficos -sigue la misma
Empresa- aman siempre las novedades (aquí
entendidas en sentido negativo), calumnian el Gobierno, disputan
las resoluciones del príncipe despiertan el pueblo y le
solevan»
134.
En definitiva, la
mucha especulación atenta, tanto contra la recta
formación del carácter personal como contra los
intereses colectivos. Respecto de lo primero, insiste en que
«con la atención en las sciencias se enflanquecen las
fuerzas y se envilecen los ánimos», ya que «con
el estudio se crían melancólicos los ingenios».
En cuanto a lo segundo, advierte Saavedra que «no hace
abundantes y populares a las provincias el ingenio en las
sciencias, sino la industria en las artes, en los tratos y
comercios, como vemos en los Países Bajos», referencia
esta última de gran interés histórico porque
plantea la antítesis entre la Europa burguesa, industrial y
mercantil, en continuo auge, y la España anclada en los usos
antiguos, expoliada en su decadencia por las potencias europeas;
referencia, por lo demás, presente en el juicio de otros
avisados contemporáneos. Fernández Navarrete, por
ejemplo, es de la opinión de que «las provincias que se entregan con
demasía al deleite de las sciencias, olvidan con facilidad
el ejercicio de las armas»
135.
En fin, culmina la relación de inconvenientes que presentaría la instrucción del pueblo con un razonamiento de corte tradicional: «ya conocida la verdadera religión, mejor le estuviera al mundo una sincera y crédula ignorancia, que la soberbia y presunción del saber, expuesta a enormes errores».
Tras semejante aluvión de razones favorables al mantenimiento del pueblo en la ignorancia, Saavedra, con un hábil recurso de prestidigitación dialéctica, descubre su postura opuesta a esas argumentaciones que el lector, confiadamente, ya le adjudicaba. «Estas y otras razones -declara nuestro autor- persuaden la extirpación de las sciencias según las reglas políticas que solamente atienden a la dominación, y no al beneficio de los súbditos». Y añade, rotundo: «Pero más son máximas de tirano que de príncipe justo, que debe mirar por el decoro y gloria de sus Estados, en los cuales son convenientes y aun necesarias las sciencias para deshacer los errores de los sectarios introducidos donde reina la ignorancia».
Evidenciando una
vez más su vocación al compromiso ecléctico,
puntualiza Saavedra que lo que resulta dañoso es el exceso
«así en el número de las
universidades como de los que se aplican a las sciencias
(daño que se experimenta en
España)»
136.
Reprobando el gran número de gentes dedicadas «a la
especulación y a la justicia», recomienda al
príncipe, con evidente modernidad de pensamiento, una
política que hoy llamaríamos de planificación
educativa, de acuerdo con las exigencias del mercado de trabajo; el
príncipe debería, en su opinión,
«disponer la educación de la juventud con tal juicio,
que el número de letrados, soldados, artistas y de otros
oficios, sea proporcionado al cuerpo de su Estado».
Los oficios, columna vertebral del sistema productivo de la época, aparecen por doquier en las Empresas Políticas.
La figura del «criado» -tantas veces presente en nuestra gran literatura: en Cervantes, Quevedo, en la novela picaresca, en todo el teatro del Siglo de Oro- no podía faltar en el retablo de oficios que contienen las «Empresas». Amas de cría y ayos cruzan el escenario de la Empresa primera y la segunda; domésticos y criados aparecen en la 31; insistiendo el autor, con no poca perspicacia, en el influjo que el que obedece ejerce sobre el que manda.
Convendrá
quizá recordar la amplitud que la figura del criado del
tiempo de Saavedra presenta frente a la de los actuales empleados
del hogar; «criados» no eran sólo los
domésticos (pajes, lacayos, camareros, pinches,
caballerizos, mayordomos), sino también secretarios
particulares, gentileshombres, dueñas, tesoreros,
contadores, bibliotecarios y otros cargos distinguidos (algunos de
ellos caballeros de Órdenes militares); y criados eran
asimismo ciertos mercenarios y hasta delincuentes, encargados de la
seguridad o de la ejecución de venganzas de sus
señores; en la nómina de los criados se
incluían, en fin, los bufones, enanos y otras gentes
«de placer»
137.
Integrados o próximos al círculo de los criados se encuentran también los maestros o preceptores de jóvenes de familias principales; Saavedra reitera en diversos lugares la trascendencia de la labor del maestro sobre el pupilo: «el maestro -dice la Empresa Primera- se copia en el discípulo y deja en él un retrato y semejanza suya».
Aparte de la teorización general sobre los oficios manuales, de la que ya hemos tratado, la casuística de estos oficios tiene nutrida representación en las Empresas. Ya en la Segunda aparecen los «artífices», cuya fama profesional se dice hereditaria: «si una vez entra el primor en un linaje, se continúa en los sucesores, amaestrados con lo que vieron obrar a sus padres y con lo que dejaron en sus diseños y memorias». «Mercaderes cotejando unas piezas de púrpura con otras» aparecen en el comienzo de la Empresa 16, como ilustración «para mostrar que las cosas se conocen mejor con la comparación de unas a otras». La Empresa 63 recurre al alfarero para ejemplificar la necesidad de que la obra responda a su fin; asimismo con propósito comparativo, recuerda la Empresa 80 el oficio de cantero. También son frecuentes las alusiones a los útiles de trabajo; así, el martillo, la lima, la tijera y el telar sirven de ejemplos en la Empresa 14138.
Especialmente
numerosas son las referencias a los labradores, oficio fundamental
en una economía eminentemente agraria como era la del siglo
XVII139.
Labradores aparecen en diversas Empresas140,
que los proponen como ejemplos de conducta prudente o para postular
la mejora de su condición social, de acuerdo con una actitud
de aprecio al trabajador del campo, de gran arraigo, que se
intensifica en tiempos de Saavedra como contraste frente a la vida
licenciosa de las ciudades141,
y que está presente en otros contemporáneos como
Gracián, para quien los labradores son «gente que no sabe
mentir»
142,
o Lope de Vega, que reitera el tema del honrado labriego
atropellado por el noble143.
Asimismo se toman en las Empresas los instrumentos de labor
agrícola para ilustrar las máximas del autor;
así, el arado se hace presente en la Empresa 9, en la 72, en
la 99...
No faltan tampoco en las Empresas las alusiones a los trabajos intelectuales. Aparte de las reflexiones generales sobre los teóricos puros, abundan las referencias a las profesiones jurídicas, tan extendidas e importantes en la época, y a las que el propio Saavedra Fajardo pertenecía144.
El juicio de
Saavedra sobre las leyes, la administración de justicia y
las profesiones jurídicas no es, ciertamente, optimista.
Critica nuestro autor la «multiplicidad de leyes»
porque «en siendo muchas, causan
confusión y se olvidan»
145
y, contradiciéndose mutuamente, provocan las
«interpretaciones de la malicia» y «la variedad
de las opiniones» «de donde nacen los pleitos».
Ocurre en consecuencia que «ocúpase la mayor parte del
pueblo en los tribunales», que vienen a ser «bosques de forajidos»
146.
También critica Saavedra Fajardo el exceso de «tantos libros de jurisprudencia como entran en España (que) más son para sacar el dinero que para enseñar»; libros con los que «se confunden los ingenios y queda embarazado y dudoso el juicio», en «la confusa noche de las opiniones de los doctores» (nuevamente, la crítica contra los especulativos vertida ahora contra la demasía de las publicaciones, tan denostada en la época; recuérdese, por dar un solo ejemplo, los versos de Lope en Fuenteovejuna: «Después que vemos tanto libro impreso no hay nadie que de sabio no presuma»).
Se une también Saavedra a la inveterada y profusa tradición española de criticar a la administración de justicia; una actitud presente tanto en un Pero López de Ayala o un Juan de Mena como en Cervantes, en Quevedo, en Gracián o, saltando a tiempos más próximos, en Unamuno o Joaquín Costa147. Una actitud que algún eminente historiador ha vinculado a lo que él llama el «absolutismo personal» del español148, pero que seguramente no puede explicarse con ese solo argumento psicológico, sino que, parece obvio, se debe ante todo a los defectos crónicos de la organización y funcionamiento de los tribunales de justicia.
Que una
personalidad del relieve y representatividad de Saavedra Fajardo se
atreviese a decir por escrito, en un libro dedicado nada menos que
al hijo del Rey, que los jueces están «interesados en la duración de los
pleitos, como los soldados en la de la
guerra»
149
más debe atribuirse a denuncia de una realidad que a pura
actitud individualista o anarquizante frente a la autoridad.
No son más benévolos los juicios de Saavedra respecto de los restantes oficios jurídicos. «Con gran prudencia y paz -no dicen las Empresas150- se gobiernan los Cantones de Esguízaros, porque entre ellos no hay letrados». Propone Saavedra que sean «pocos los letrados, procuradores y escribanos», preguntándose «cómo puede estar quieta una república donde muchos para sustentarse levantan pleitos». El argumento -que no concede al oficio jurídico mayor entidad ni propósito que ser un medio de vida- coincide con las denuncias de Quevedo en la Visita de los chistes, de la «plaga de letrado», a la que imputa la proliferación de los litigios; «si no hubiera letrados no hubiera porfías», ni, por tanto, procuradores, delitos, alguaciles, cárceles y jueces151. Con consciente exageración, Saavedra y Quevedo invierten el sentido de la función de los profesionales de la justicia: su verdadera finalidad, nos vienen a decir ambos, no es la aparente de solucionar pleitos, sino, al contrario, la de crearlos y dilatarlos lo más posible. En tan pesimista visión, los respetables oficios jurídicos se ven, ellos mismos, contaminados por la picaresca y el engaño que infectaban la sociedad de la época.
Sin ánimo
ni posibilidad de abundar ahora en este interesante tema,
bastará un último ejemplo para reflejar el
descrédito de las profesiones jurídicas en el Siglo
de Oro español. Otro eminente escritor moral, Gradan, nos
cuenta cómo Critilo descubre en el «Anfiteatro de
monstruosidades» «un monstruo
horrible, porque tenía las orejas de abogado, la lengua de
procurador, las manos de escribano, los pies de
alguacil»
152.
Una crítica general de las artes liberales, en vena humorística, se contiene en la República Literaria, donde nuestro Don Diego realiza graciosas trasposiciones desde los oficios liberales a los mecánicos que más «frisaban» con aquéllos. Así, los jurisconsultos son asimilados a los lenceros y otros oficios de vara; los críticos, a los remendones; los poetas a los vendedores de jaulas de grillos; los médicos, a los carniceros y enterradores...153. No le va Saavedra Fajardo a la zaga en estas comparaciones al propio Quevedo, que tan acibaradamente ridiculizó, en sus visiones a lo Jerónimo Bosco, tanto a letrados, jueces, procuradores, médicos, boticarios, alguaciles, poetas o alquimistas, como a dueñas, taberneros, sastres, lacayos, cocheros, tintoreros, barberos, venteros, pasteleros, plateros...154.
Capítulo aparte merecen las observaciones que dedican las Empresas a los oficios de carácter público o político.
Del mismo modo que
habla del «oficio de los
Pontífices»
155,
Saavedra trata del oficio de reinar. La cúspide de los
cargos públicos la corona, en efecto, el oficio del
príncipe, asunto éste, como recuerda Tomás y
Valiente, que «constituye un
tópico reiterado en la literatura política del
barroco»
156.
La
Empresa número 20, representada, según la
describe el autor, por una «corona hermosa y apacible a la
vista, y llena de espinas», relata con pormenor las
servidumbres del príncipe y, destacando lo arduo de la tarea
regia, recuerda cómo «el rey don Fernando el Santo
tuvo el reinar por oficio [...] sin perdonar a ningún
trabajo por su mayor bien». Las reflexiones de Saavedra son
hermanas de las que Quevedo expone en la Política de
Dios y gobierno de Cristo, donde se lee que «son los trabajos tan propios de los reyes que
es culpa estorbárselos y diferírselos, pues su oficio
es padecer y velar para la quietud de todos»
157;
y más adelante, «que el reinar es tarea; que los
cetros piden más sudor que los arados; que la corona es peso
molesto que fatiga los hombros del alma primero que las fuerzas del
cuerpo». En fin, dirigiéndose Quevedo a su rey, se
atreve a decirle sin contemplaciones: «Muy poderoso y muy alto y muy excelente
Señor: los monarcas sois jornaleros; tanto merecéis
como trabajáis. El ocio es pérdida del
salario...»
158.
El príncipe
necesita de una pirámide de colaboradores para ejercitar su
alto y complicado oficio. «No hay príncipe -nos indica
Saavedra, abogando por la delegación de funciones- tan
solícito y trabajador, que todo lo pueda obrar por sí
solo», por lo que se hizo preciso «formar consejos y tribunales y... criar
presidente, gobernadores y virreyes, en los cuales estuviese la
autoridad y el poder del príncipe»
159.
«No hay príncipe -insiste en otro lugar160-
tan sabio que pueda por sí mismo resolver las
materias».
La defensa de la delegación de funciones va unida en Saavedra Fajardo a un abierto elogio de lo que más tarde se llamará la división del trabajo. Combinando de nuevo actitudes tradicionales y modernas, las Empresas ven en tal división tanto un principio de racionalidad laboral como una adaptación a las exigencias de la naturaleza.
El
desempeño del oficio «secundum
naturam», en una especie de dedicación
predestinada, se enuncia con claridad por Saavedra: «No dio la Naturaleza iguales calidades para
todas las cosas, sino una excelente para un solo oficio»
.
Sin embargo, predominan los argumentos en favor de la utilidad
práctica de la división del trabajo: «Más bien gobernada es una
república cuando en ella, como en la nave, atiende cada uno
a su oficio. Cuando alguno fuese capaz de todos los manejos, no por
esto los ha de llenar todos»
161.
Aparte de la imposibilidad de que una misma persona pueda
desempeñar al tiempo muchos oficios -«usa tu oficio,
deja el ajeno», había dicho Mateo Alemán en
Guzmán de Alfarache162-
aporta Saavedra Fajardo otras razones, de tipo moral y
económico al tiempo: «no conviene
que en uno solo rebosen los cargos y dignidades, con invidia y mala
satisfacción de todos, y que falten empleos a los
demás»
163,
razonamiento con el que se anticipa a las modernas teorías
que rechazan el pluriempleo y propugnan el reparto de trabajo como
medios de reducción del paro forzoso o
desempleo164.
Las
recomendaciones en favor de la división del trabajo se
completan, finalmente, con la propuesta de que se designen para
cada cometido las personas más aptas: «siempre son acertadas las elecciones, ajustando
la capacidad de los sujetos a los puestos»
165.
Las Empresas incluyen además diversas máximas relativas a la necesaria retribución de los oficios públicos, a la condición de las personas sobre las que dichos cargos deben recaer, a las conveniencias de la duración temporal de esos oficios, etc.
Así, estima
Saavedra que es «necesario dar a los oficios dote competente
con que se sustente el que los tuviera», y añade,
invocando a Aristóteles, que «los puestos no se han de
dar a los muy pobres, porque la necesidad les obliga al soborno y a
cosas mal hechas», pese a lo cual advierte, como
excepción, que «verdad es que en
España vemos varones insignes, que sin caudal entraron en
los oficios, y salieron sin él»
166.
También «los muy atentos a engrandecerse y fabricar su
fortuna son peligrosos en los cargos», según
Saavedra167.
El autor previene
también contra los inconvenientes de los oficios
públicos perpetuos: ya que «la
perpetuidad en los cargos mayores es una enajenación de la
corona»
168,
recomienda la «mudanza de cargos» y la «doctrina
de que sean los oficios a tiempos» sin otra excepción
«de aquellos supremos, instituidos para
el consejo del príncipe y para la administración de
la justicia; porque conviene que sean fijos, por lo que en ellos es
útil la larga experiencia y el conocimiento de las causas
pendientes»
169.
Tratando de los
oficios públicos, no podía olvidar un español
del siglo XVII la singular figura del valido, cuya existencia
justifica sin paliativos Saavedra Fajardo: «es menester que se halle cerca del
príncipe algún ministro que, desembarazado de otros
negocios, oiga y refiera, siendo como mediador entre él y
los vasallos»
170.
El valido ha de ser uno solo, como razona nuestro autor desplegando
la maestría de su lenguaje: «Un
sol da luz al mundo, y cuando tramonta, deja por presidente de la
noche, no a muchos, sino solamente a la luna, y con mayor grandeza
de resplandores que los demás astros, los cuales como
ministros inferiores le asisten»
171.
A mediados del siglo XVII -esto es, cuando Saavedra Fajardo da a la luz sus Empresas- se apuntan algunos de los hechos e ideas que, propagados masivamente un siglo más tarde, han de dar lugar a la Revolución Industrial. Ciertamente, para que los Estados europeos proyecten verdaderas medidas de política social y surjan con ello las primeras muestras de la legislación del trabajo, será preciso que el gran despliegue ideológico y tecnológico del siglo XVIII provoque, con sus tremendas consecuencias sobre las condiciones de vida y trabajo del naciente proletariado, la reacción de éste en demanda de mejoras, que unas veces se exigen en forma revolucionaria y otras en mera solicitud de reformas172.
Pero si es prematuro hablar de política social a mediados del XVII, no puede ignorarse la aparición de nuevas formas de producción, agrupadas en torno a las «manufacturas», claras precursoras de las fábricas de la sociedad industrial, como tampoco cabe desconocer las tensiones sociales que anticipan la futura emergencia del movimiento obrero; unas tensiones en las que todavía la reivindicación cívica deja en la sombra a la protesta obrera173.
También se esbozan en el siglo XVII las dos actitudes que el poder público va a mantener en tiempos posteriores sobre la protesta obrera: represión, de una parte, de los movimientos asociativos de los «compagnons» gremiales, combinada con ciertas concesiones filantrópicas en favor de los pobres, como la creación de asilos y hospitales174.
En el siglo XVII, pues, se van sentando las bases de la futura sociedad industrial; la que Michel Foucault ha llamado «sociedad disciplinaria», caracterizada por la concentración masiva de personas en grandes establecimientos fuertemente jerarquizados, se trate de fábricas manufactureras, de hospitales, de cuarteles o cárceles175.
Saavedra Fajardo
se alinea entre los pensadores preocupados por la
«declinación» de España, expresión
ya usada por el arbitrista González de Cellorigo en
1601176.
Así, nuestro autor advierte con lucidez, y lo denuncia con
valentía al Príncipe, los grandes males que afligen a
la economía y a la sociedad española de su tiempo. En
la línea de restauración de un pasado más
próspero de un Baltasar de Zúñiga o de un
González de Cellorigo, pide Saavedra a D. Baltasar Carlos (Empresa 28) que «vuelva los ojos... a los tiempos pasados desde
el Rey don Fernando el Católico hasta los de Felipe
Segundo». «Considere Vuestra Alteza -propone Saavedra
Fajardo al Príncipe- si está agora España tan
populosa, tan rica, tan abundante como entonces. Si florecen tanto
las artes y las armas; si faltan el comercio y la
cultura».
Cita Saavedra,
como causa de nuestra decadencia, razones demográficas (la
«extracción de tanta gente»; el «descuido
de la propagación»), razones laborales (el
«número grande de los días feriados»,
así como el «haber tantas universidades y
estudios» que quitan brazos al trabajo productivo), razones
económicas (el «descubrimiento de las Indias»),
la «paz no económica», la «guerra
ligeramente emprendida o con lenteza executada», el
«peso de los cambios y usuras», las «extracciones
del dinero», la «desproporción de las
monedas»
177,
etc.).
Considerando
nuestro desfallecido poder naval, y comparando a España
tanto con antiguos pueblos (Sidón, Nínive, Babilonia,
Roma, Cartago), como con modernos (Holanda, Francia), se lamenta
Saavedra (Empresa 68) de que «nosotros, descuidados, perdemos los bienes del
mar. Con inmenso trabajo y peligro traemos a España, de las
partes más remotas del mundo, los diamantes, las perlas, las
aromas y otras muchas riquezas. Y, no pasando adelante con ellas,
hacen otros granjería de nuestro trabajo [...]. Entregamos a
genoveses la plata y el oro con que negocien, y pagamos cambios y
recambios de sus negociaciones. Salen de España la seda, la
lana, la barrilla, el acero, el hierro y otras diversas materias. Y
volviendo a ella labradas en diversas formas, compramos las mismas
cosas muy caras por la conducción y hechuras, de suerte que
nos es costoso el ingenio de las demás
naciones»
.
Bien se ve que Saavedra está en las antípodas del «que inventen ellos» castizo, por más que, tras denunciar los daños debidos a nuestra escasa capacidad industrial, aplique una resignada conclusión teológica: la «divina Providencia» -dice- a las potencias grandes «les dio fuerza pero no industria», en virtud de cierta inescrutable ley de compensaciones (Empresa 69).
Pero el
momentáneo consuelo no parece contentar ni al propio
Saavedra, que vuelve implacable sobre los males de la Patria:
«Si en España hubiera sido menos
pródiga la guerra y más económica la paz, se
hubiera levantado con el dominio universal del mundo. Pero, con el
descuido que engendra la grandeza, ha dejado pasar a las
demás naciones las riquezas que la hubieran hecho
invencible. De la inocencia de los indios las compramos por la
permuta de cosas viles. Y después, no menos simples que
ellos, nos las llevan los extranjeros, y nos dejan por ello el
cobre y el plomo»
178.
No extraña que quien, como Saavedra, conoció los tiempos de inflación y de exportación de metales preciosos («saca de moneda») subsiguientes al descubrimiento de América, imputase a la disipación a que aquél condujo gran parte de nuestro quebranto económico. «Todo lo alteró la posesión y abundancia de tantos bienes» -prosigue la Empresa 69-; «arrimó luego la agricultura el arado y, vestida de seda, curó las manos endurecidas por el trabajo [...]; las artes se desdeñaron de los instrumentos mecánicos»; «desestimada la plata y el oro, levantaron sus precios», «creció el fausto y aparato real, aumentándose los gajes, los sueldos y los demás gastos de la Corona en confianza de aquellas riquezas advenedizas [...] mal administradas y mal conservadas», de modo que «creció la necesidad y obligó a costosos arbitrios».
La
convicción de que la ruina de la Monarquía
española es irreparable se hace patente cuando el autor
(Empresa 87) vuelve a añorar el reinado de Fernando
el Católico, al que compara con una «gran
fábrica» dotada de eficaces obreros; y de nuevo vuelve
a refugiarse en un fatalismo religioso de la misma raíz que
el que hacía afirmar a Felipe IV ante un descalabro militar:
«juzgo que está enojado Dios
Nuestro Señor contra mí y contra mis Reinos por
nuestros pecados y en particular los
míos»
179.
«Aquel primer motor de lo criado -explica Saavedra-
dispone... estas alternaciones de los Imperios», y concluye
con sentencioso pesimismo: «Tienen su período los
Imperios. El que más duró, más cerca
está de su fin»; palabras que casi repiten, por
cierto, las de Jerónimo de Ceballos en el Arte real para
el buen gobierno de los Reyes y Príncipes de sus
vasallos (1623): «todo lo que tuvo
principio ha de ir declinando a su fin, como el nacimiento del sol
a su ocaso»
180.
También en el melancólico pesimismo, tan español por lo demás, don Diego de Saavedra se aproxima a Quevedo; también el diplomático murciano mira con amargura los muros de su patria (de la nuestra), «si un tiempo fuertes, ya desmoronados», como en el famoso soneto quevedesco181.
Saavedra, de cuyo
espíritu altruista ya hemos dado algún testimonio
(así, cuando en la Empresa 47 proclama que no
quiere que «inhumanos estemos a la vista de los daños
ajenos») apunta diversas medidas que hoy llamaríamos
de política social. Así, después de ampararse
en la autoridad de un antiguo -«Platón llamaba a la riqueza y a la
pobreza antiguas pestes de las repúblicas, conociendo que
todos los daños nacían de estar en ellas mal
repartidos los bienes»
182-
nuestro autor sentencia que «si todos los ciudadanos tuviesen
una congrua sustentación, florecerían más las
repúblicas».
«No se han de imponer los tributos -nos dice en
otro lugar- en aquellas cosas que son precisamente necesarias para
la vida, sino a las que sirven a las delicias, a la curiosidad, al
ornato y a la pompa»
183.
Consecuencia de tal impregnación social de la fiscalidad ha
de ser, según Saavedra, la de que «quedando castigado el exceso, cae el mayor peso
sobre los ricos y poderosos, y quedan aliviados los labradores y
oficiales, que son la parte que más conviene mantener en la
república»
184.
En fin, y para no
alargar en demasía los ejemplos, propone Saavedra la
institución de obras pías, ciertamente peculiares, en
cuanto que a través de ellas se pretende salvar a
niños de la miseria para dedicarlos a la profesión
militar, logrando así una «buena soldadesca».
Aceptando el ejemplo del Turco «recogiendo en cerrallos los
niños de todas naciones y criándolos en el exercicio
de las armas, con que se forma la milicia de los
genízaros», entiende Saavedra Fajardo que «lo
mismo debieran hacer los príncipes cristianos en la ciudades
principales, recogiendo en seminarios los niños
huérfanos, los expósitos y otros, donde se
instruyesen en exercicios militares, en labrar armas, torcer
cuerdas, hacer pólvora y las demás municiones de
guerra, sacándolos después para el servicio de la
guerra». «También
-añade- se podrían criar niños en los
arsenales, que aprendiesen el arte de navegar y atendiesen a la
fábrica de las galeras y naves y a tejer velas y labrar
gúmenas. Con que se limpiaría la república
desta gente vagamunda, y tendría quien le sirviese en las
artes de la guerra, sacando de sus tareas el gasto de
sustentallas»
185.