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Un sandinismo en que creer [Prólogo a «La ruptura del Frente Sandinista» de Nayar López]

Sergio Ramírez





El fenómeno del sandinismo marcó, como ningún otro, las posibilidades de la izquierda en América Latina de modelar un proyecto propio, saltando desde aquel viejo debate teórico sobre la conducta de la izquierda una vez en el poder, que nunca pudo resolverse porque la izquierda careció casi en todos los casos de viabilidad para acceder al poder, sobre todo cuando eligió el camino de la vía armada. Entre el triunfo de la revolución cubana en 1959, y el de la revolución sandinista en 1979, median dos décadas de derrotas y frustraciones; y la novedad en Nicaragua, y la esperanza, era que se rompían los viejos moldes para dar paso a un proyecto novedoso, y por tanto, diferente.

Este proyecto diferente se basaba en tres presupuestos fundamentales: no alineamiento, economía mixta y pluralismo político. Sin embargo, bajo el dominio de las prevenciones ideológicas, el sandinismo triunfante perseguía a largo plazo la cristalización de un modelo socialista, que venía a contradecir aquellos presupuestos, en tanto se basaba en el alineamiento estratégico con el campo soviético, la economía central planificada, y la hegemonía del partido.

Este último era el proyecto estratégico, y sus alcances se mantenían en relativo secreto; el otro era el proyecto táctico, destinado a mostrarse en la superficie en tanto el otro, el de fondo, fuera fortaleciéndose. Los dos entraron en competencia primero, y en sorda lucha después, en un escenario en el que influían múltiples factores internos y externos en el que el proyecto estratégico aparecía aflorar triunfante unas veces, para sepultarse otras bajo el peso de las circunstancias. Hasta que, al final de la década, estaba claro que no era viable ni en la sociedad nicaragüense, ni en el entorno internacional, y el proyecto de superficie, destinado a ser táctico, pasó a ser verdaderamente el estratégico, como lo demuestran las elecciones del 25 de febrero de 1990 que el sandinismo perdió, a manera de una gran hecatombe en homenaje a la democracia que el proyecto cerrado no contemplaba.


No alineamiento

El sandinismo, triunfo armado mediante, fue la izquierda en el poder, con todos los instrumentos a mano, y en los primeros años, con todo el consenso social a mano; y en la medida en que el conflicto con Estados Unidos pasaba a ser un símbolo, con el consenso latinoamericano a mano. Pero el enfrentamiento bélico rompió el consenso interno y llevó necesariamente al sandinismo a entrar, de una u otra manera, en el escenario de la confrontación bipolar, por el peso de lo que yo llamaría el síndrome de un doble destino manifiesto: nosotros creíamos que una revolución verdadera no podía dejar de chocar con los Estados Unidos, porque revolución e imperialismo eran conceptos irreconciliables, y que por tanto, había que alinearse bajo el paraguas soviético, en cuanto al aprovisionamiento de armas. Y es más. Creíamos que no sólo Estados Unidos, sino occidente en general no eran confiables en cuanto al suministro de materias económicos, como el petróleo, por ejemplo, porque podían ser cortados en cualquier momento. De manera que nuestra seguridad, y nuestra sobrevivencia, iban a depender del otro bloque, el de los países socialistas, el que hoy en día se llama del socialismo real. Estas no fueron conclusiones improvisadas. Fueron meditadas y estudiadas, y se aprobaron en septiembre de 1979, a pocos meses del triunfo, en una asamblea cerrada, a propuesta de la Dirección Nacional formada por los nueve comandantes de la revolución.

Por otro lado, los Estados Unidos de Reagan creían que una revolución armada en su costillar del caribe, era intolerable para sus intereses de seguridad, si ya tenían suficiente con Cuba; y que por tanto, era necesario extirparnos como un cáncer. Nunca antes Estados Unidos comprometió tanto dinero y logística para derrocar a un gobierno de un pequeño país. Nicaragua pasó a ser el punto más importante de su política internacional, y el objetivo a destruir por su aparato de operaciones clandestinas. La guerra en Nicaragua, para financiar a los contras, les llegó a costar un millón de dólares diarios. Y cuando nosotros llegamos a tener 120 mil hombres sobre las armas, la economía del país, acosada al mismo tiempo por una política de bloqueo, boicot y destrucción, no tenía ya ninguna posibilidad de sostener aquella guerra, sino era con la impresión de billetes.

Además, si el enfrentamiento con Estados Unidos se juzgaba inevitable, inevitable se volvía también el respaldo a otros movimientos guerrilleros en la vecindad centroamericana. No era sólo un deber de solidaridad, sino una forma de protegerse. El sandinismo imprimía también una calidad mesiánica a su concepción política, y asumió como propia la guerra del FMLN en El Salvador.

La guerra no fue el único elemento de distorsión en las posibilidades políticas del proyecto sandinista de poder. La guerra es la consecuencia distorsionadora más visible, la que más afectó la articulación real del proyecto; pero el proyecto de poder mismo, cargado de concepciones tradicionales -la herrumbre ideológica de origen- pasó a ser el obstáculo estratégico más importante: fue el proyecto mismo el enemigo de su propia viabilidad.


Economía mixta

De acuerdo a la concepción de fondo, los instrumentos estratégicos de la economía debían pasar a manos del estado, más allá de las expropiaciones iniciales de los bienes de la familia Somoza; los bancos, las compañías de seguros, las empresas mineras, de pesca, forestales, el comercio exterior e interior, grandes sectores de la industria y el transporte, estuvieron pronto en manos del estado. Recuerden ustedes, sin embargo, que en la América Latina de los años setenta la concepción de que el estado era mal administrador, no imperaba de ninguna manera como hoy. Por el contrario, aún gobiernos que no provenían de triunfos revolucionarios, sino del voto popular nacionalizaban el petróleo y la banca, y seguían una política de intervención estatal fuerte en la economía.

Por nuestra parte, teníamos la firme creencia de que sólo el estado era capaz de producir eficientemente la riqueza, y distribuirla, sin dejarle en el camino la plusvalía a nadie. Y lo veíamos muy claro, sobre todo a través de la reforma agraria, que en Nicaragua fue masiva. Pero bajo la prevención ideológica que tanto daño hizo, en obsequio a la ortodoxia se decidió que los campesinos debían trabajar la tierra en unidades estatales de producción, en lugar de entregarles títulos de propiedad, como se les había prometido durante la lucha: la propiedad privada era una mala palabra ideológica, y esa prevención devino en desastre cuando centenares de campesinos desencantados tomaron las armas con la contra, muchos de ellos antiguos colaboradores del FSLN en las montañas.


Pluralismo político

En aquel juego dialéctico, proyecto táctico versus proyecto estratégico, el pluralismo político dejó de ser un juego de espejos, y terminó por apartar al sandinismo del poder. Creo que fue esta el área donde el sandinismo hizo siempre concesiones más de fondo, porque bajo la convicción de un respaldo popular inquebrantable, que provenía sobre todo de los más pobres, el espacio de maniobra se volvía más cómodo. Pero la adhesión popular masiva e inquebrantable vino convirtiéndose en un espejismo. La guerra era el fruto de una política agresiva e intolerante de los Estados Unidos, pero también de la profunda contradicción que la revolución había sembrado en el seno de la sociedad, que no se dividió entre ricos y pobres, sino que desgarró al país de arriba abajo, atravesando todas las clases sociales, algo que no estaba establecido así en los manuales.

Para las elecciones de 1984, que pese a todas las maniobras de la administración Reagan para hacer que la oposición más representativa, agrupada en la UNO, se retirara, esa separación era ya visible. Ganamos con el sesenta por ciento de los votos, pero los pequeños partidos de oposición que aceptaron concurrir, sacaron el cuarenta restante, y obtuvieron una importante representación en la Asamblea Nacional, que se constituía por primera vez. Las señales, ya estaban allí, aunque no quisiéramos verlas, porque nosotros proclamábamos la unanimidad, mientras la sociedad se había dividido alrededor de la reforma agraria, del reclutamiento militar, del conflicto con la iglesia católica; y en el campo, sobre todo, religión, familia, propiedad, que eran los blancos de propaganda de la contra, como que la revolución trabajaba para liquidar esos valores, tuvieron un peso decisivo.

De modo que cuando la vanguardia se probó en el año de 1990 en elecciones, lo cual era en sí mismo una contradicción, perdió. Una revolución de los pobres no podía perder unas elecciones, si los pobres siempre iban a votar por ella. Era su revolución. Pero perdimos. Ya la guerra, con todas sus penurias, había agotado las posibilidades del consenso, pero aún más allá, el proyecto revolucionario mismo, tal como nosotros seguíamos planteándolos, conspiraba contra ese consenso. La economía estatal planificada, practicada a medias, no funcionaba, y además de ineficiente, era impopular. Creo que aún sin guerra no hubiera funcionado, como no funcionaba el proyecto de reforma agraria estatizado, que corregimos en el camino ya cuando era muy tarde.

Ninguna de aquellas concepciones de socialismo real oculto de los primeros años de la revolución, deben ser vistas como presupuestos espurios, hijos de la peor malignidad; de esa forma el análisis sería mezquino, y sin color. La verdad es que había un sedimento ético de justicia y solidaridad, de entrega y desprendimiento, de sacrificio, que le daba sustancia a la ansiedad por un cambio verdaderamente de fondo, que barriera con todo el orden anterior, viciado, opresivo e injusto. El problema se presenta más bien en el entorpecimiento que los prejuicios y fijaciones ideológicas causan al proyecto político, que es el que, en fin de cuentas, sale derrotado.

Hay un abismo que empieza a ensancharse entre el idealismo revolucionario de la lucha, y el proyecto político, ya en el poder. Lo que pudo haber sido la nueva calidad de la izquierda en el poder, se perdió en los vericuetos de una cultura política tradicional y en muchos sentidos bastante elemental. Quienes habían llevado al sandinismo al poder por la fuerza de las armas, y detentaban el poder real, eran hijos de los manuales, donde los modelos políticos estaban predeterminados, y simplificados. Y no deja de ser éste un asunto cultural; los modelos reales eran Cuba y el campo soviético, aún en sus rituales. Copiarlos, o imitarlos, era más sencillo que inventar otros distintos dentro de la amplia gama de posibilidades que una revolución abre para crear. Y ese potencial creador, resultó frustrado.

Pero tampoco esta generación de guerrilleros nicaragüenses que llegaba desde la dureza de la cárcel, de la clandestinidad, de lo hondo de la montaña y del riesgo de la muerte, como sobrevivientes, eran dueños de un credo particular a ellos nada más. Su cultura política, era parte de toda la cultura política de la izquierda armada en América Latina, severa, intransigente, vertical. No hay posibilidad de debate en una lucha militar desigual, donde los dirigentes están separados por las necesidades de la clandestinidad, o aislados en lo profundo de las montañas, y los puntos de referencia ideológicos se vuelven inflexibles frente a un enemigo implacable.

Esta calidad de mando vertical de un movimiento guerrillero, necesaria según las circunstancias de la lucha, no funciona cuando se quiere construir un partido que funcione en términos aceptables de democracia, y sobre todo si ese partido, o proyecto de partido, asume el poder militar y político como consecuencia del triunfo armado.

La lucha armada venía a ser un fuego purificador de la izquierda en la década de los años sesenta y setenta, porque los partidos comunistas tradicionales habían transado con el sistema en la mayoría de los casos, perdiendo su rebeldía. Al triunfo de las armas reivindicadoras en Nicaragua, igual que en Cuba veinte años atrás, el sistema más bien sería destruido desde sus cimientos; la clase dominante sería considerada enterrada, y un nuevo orden pasaría a ser instaurado, el poder en manos de los obreros y campesinos.

Esta propuesta podía traer acentos diversos -gobiernos de frentes patrióticos, alianzas con sectores democráticos- pero en el fondo era la misma, desde luego que las armas quedaban en manos del pueblo -ejército popular, milicias-; y así se facilitaba que los medios de producción pasaran a manos del estado, para lograr que todos los excedentes de la producción fueran empleados en beneficio popular; y que el partido, dueño de la tradición heroica del combate, regido por los comandantes de la revolución y dotado de sus instrumentos clásicos bajo los mismos u otros nombres -congreso, comité central, buró político, secretariado, comités de base, célula, militante- fuera el guardián de la nueva democracia, que en términos semánticos, y de fondo, pasaba a llamarse democracia popular.

Para aquel tiempo, ustedes recordarán, en el lenguaje de la izquierda había una estricta separación entre los conceptos de democracia proletaria, que era legítimo, y democracia burguesa, que espurio. Hoy, tras el derrumbe del llamado socialismo real, se ha establecido un consenso ideológico alrededor de un tipo único de democracia, sin apellidos, del cual la izquierda también participa.

También, en aquel tiempo, la izquierda era reacia a entendimientos con la social democracia, y la Internacional Socialista no era bien vista, o era vista con desdén. Hoy, aún los partidos de izquierda más radicales han buscado acomodo bajo el paraguas de esa misma Internacional Socialista, desde luego que las opciones no abundan. Y ese acomodo ha sido buscado bajo la apremiante necesidad de legitimación.

Pero además, al final de la década de los setenta, las revoluciones armadas estaban en el aire real, eran posibles como proyectos de poder político, pese a los fracasos y estancamientos que los frentes de liberación habían sufrido en Colombia, Venezuela, Guatemala, y por último en Bolivia. El triunfo de los pueblos en contra de la opresión imperialista era ineluctable, según la creencia; y una gran fraternidad guerrillera en el poder tras uno, dos y tres Vietnams en América Latina, terminaría por establecerse tarde o temprano. Por lo menos, ésa era la consigna.

La revolución sandinista llegó al poder, sin embargo, bajo un nuevo entendido, que representaba un signo de esperanza para tantos que ansiaban algo más que la vieja ortodoxia: organizar un nuevo modo de poder de la izquierda, creativo y capaz de desarticular los viejos dogmas desde una visión popular, participativa y liberadora. Somoza había caído como fruto del triunfo de las armas empuñadas por los guerrilleros, que habían combatido sin medir ningún sacrificio; pero la sociedad nicaragüense había alcanzado, en todos sus estratos, un consenso vital para hacer posible ese derrocamiento, un consenso que iba desde las clases populares a los empresarios. Esta realidad fue menospreciada, y no nos cuidamos de cuidar y preservas el consenso, que no tardó en romperse, porque se impusieron con más fuerza la arrogancia y los prejuicios ideológicos, sectarios al fin.

Desde arriba se empezó de inmediato la tarea de reproducir, con máxima eficacia, los viejos esquemas de poder leninistas de los manuales, y a elaborar un discurso que fue cada vez más retórico. Esta sujeción ideológica, que al final se vuelve una imposibilidad y cierra espacios a la creatividad política, no niega, ni mucho menos, la raíz y el sentido popular de la revolución, que convoca a los más pobres, desamparados y olvidados a reclamar una dignidad nueva en la historia. Si algo logró por primera vez el sandinismo, fue crear una sensibilidad por los más pobres, y procurarles un lugar de protagonistas.

En esto, el sandinismo, como prédica y como sentimiento, tuvo una calidad humanista, que al final debía terminar chocando con el rígido modelo propuesto que partía de la concepción de vanguardia dueña de la razón histórica total y que era, por lo tanto, antidemocrática. La revolución fue, en un sentido, muy democrática, y en el otro, muy autoritaria. Abrió un espacio de participación popular como nunca antes se había visto, pero al mismo tiempo se despeñó por la pendiente autoritaria, la misma por la que habían rodado a lo largo de la historia todos los proyectos de cambio en el país, empezando por el de la revolución liberal de fines del siglo XIX.

De la derrota electoral de 1990, tan inesperada para nosotros, surge, aún, otra contradicción: la proclamación de democracia del FSLN al dejar el poder por la vía electoral, es negada casi de inmediato por la obsesión de volver al poder a cualquier precio y bajo cualquier método, como se probaría en los meses y años subsiguientes. La vanguardia, ya sin los atributos de poder de una década, lejos de encontrar su camino, lo equivocó; y el FSLN pasó a ser, cada vez más, un partido de corte populista, con un discurso radical a favor de los pobres, pero dispuesto, al final, a establecerse en el juego político como cualquier otro partido tradicional más, con sus mismas marrullas y sus mismos ámbitos de manipulación y de corrupción, hasta llegar al pacto político convenido en 1999 con el Partido Liberal, que reparte cuotas de poder. Los ecos de la revolución se vuelven entonces cada vez más lejanos, y sus símbolos, aparecen ya tan viejos como las acciones heroicas que llevaron a la vanguardia al poder.

La concepción de poder de vanguardia resurgió con nueva fuerza inmediatamente después de las elecciones de 1990, e impidió a la dirigencia político-militar apreciar cuán diferente era la nueva realidad no sólo en Nicaragua, sino en el mundo. El sandinismo había vivido su momento más hermoso, desde el triunfo de la revolución diez años atrás, cuando Daniel Ortega anunció con gallardía la aceptación de la derrota electoral la madrugada del 26 de febrero.

Pero de inmediato se produjo el primer error capital de análisis, y fue creer que la pérdida del gobierno por la vía electoral no significaba más que la pérdida de una de las piezas de aquel poder total, uno sólo de sus atributos, y que los demás podrían sobrevivir, juntos, fuera del gobierno. Así está expresado en el discurso de Daniel Ortega del 27 de febrero, dos días después de la derrota electoral, cuando dijo: «Llegará el día en que volvamos a gobernar desde arriba, porque el FSLN con el pueblo de Nicaragua seguirá gobernando desde abajo». Se estaba refiriendo al pueblo que acababa de votar masivamente contra el FSLN, quitándole el gobierno de las manos, la pieza clave del poder revolucionario, porque la gente estaba convencida de que nosotros no éramos capaces de poner fin a la guerra que consumía todas las fuerzas del país, y se llevaba a los jóvenes a los campos de batalla. El mandato para el nuevo gobierno de la señora Chamorro, expresado en unas elecciones que habían tenido el carácter de un plebiscito, era lograr el desarme de la contra, algo que según el juicio popular expresado en las urnas, nosotros no podíamos lograr. Para eso la habían electo. No había, por tanto, manera de gobernar desde abajo con el respaldo de los votantes.

En realidad, entre aquel conjunto de atributos (partido, fuerzas armadas y de seguridad, organismos de masas, gremios) el gobierno era la pieza maestra porque representaba todo la legitimidad del poder y daba sentido a la cohesión de las demás alrededor de la vanguardia. Un gobierno nuevo, de signo político diferente, habría de desordenar, y alejar, las demás piezas, como en realidad comenzó a ocurrir casi de inmediato. El Ejército buscó su propio camino de legitimidad constitucional, y su comandante jefe no volvería ya a sentarse en las reuniones de la Dirección Nacional del FSLN; y los organismos de masas y los gremios, cuyos dirigentes eran nombrados por esa misma Dirección Nacional, pasaron a ser electos por sus propias bases en busca de independencia, y algunos de esos gremios, como en el caso de la Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos (UNAG) aún se distanciaron políticamente del FSLN. Otros, como en el caso de la Central Sandinista de Trabajadores (CST) y la Asociación de Trabajadores del Campo (ATC), adquirieron su propio poder tras las asignaciones de empresas y propiedades a los sindicatos como consecuencias de los acuerdos de concertación económica y social.

Llamar a gobernar desde abajo mientras en tanto se volvía a gobernar desde arriba, resultó un error estratégico. Así se dio marcha atrás al reconocimiento incondicional de la derrota electoral, y se alentó a quienes dentro de las filas del FSLN seguían considerando que nunca se debió ir a las elecciones, y que «haber rifado» el poder era un error. Gobernar desde abajo significó, en los meses siguientes al cambio de gobierno, y aún tiempo después, paros, asonadas y barricadas en las calles de Managua, porque existía la férrea creencia ideológica en que una nueva toma de poder revolucionario era posible, sin esperar a las siguientes elecciones, con las masas insurreccionadas en las calles de Managua y los campesinos alzados en los campos. Por el contrario, lo que la realidad daba de sí, era un país hastiado de la guerra y los desordenes, un gobierno democráticamente electo, que no tenía más fortaleza que su legitimidad, y un ejército y una policía de raíz sandinista, a los cuales la vanguardia mandaba necesariamente a enfrentar en su papel de garantes del orden público.

La toma armada de la ciudad de Estelí en agosto de 1992, resultó un ejemplo trágico de esta recurrencia. Aquel empecinamiento ideológico trataba de repetir la historia tal como ya nunca más podía ser, porque la Guardia Nacional de Somoza había desaparecido en 1979. Aún así, la ciudad fue tomada, se levantaron barricadas como antes; pero quienes se enfrentaban ahora eran antiguos combatientes sandinistas, armados como recompas, a la usanza de las antiguas columnas guerrilleras, con los soldados y oficiales del Ejército y de la Policía Nacional, que también habían sido combatientes sandinistas. No hubo otra vez insurrección popular en Estelí. Y de los dos lados, caían los muertos y heridos, lo único real de aquella puesta en escena, porque no había balas de salva.

Pero, además, detrás de las bambalinas, se arraigaba al mismo tiempo la pretensión de la vanguardia destronada de asegurarse cuotas de poder político y económico, lo cual conducía necesariamente a transar y pactar con el gobierno, en un permanente flujo y reflujo de interactuaciones que luego se habrían de repetir en el primer año del gobierno liberal de Arnoldo Alemán: en un momento se quería derrocar al gobierno, en otros se le buscaba para transar cuotas de poder, y más adelante se utilizaban las tensiones creadas en las calles y a través de los paros, para demandar esas cuotas. Esta es la otra cara de la moneda.

Pero con el gobierno de Alemán, electo en 1996, lo que se hizo fue ir a fondo en un pacto que partió de una contrarreforma de la Constitución Política de 1987, que había sido reformada a su vez en 1995 en un afán de abrir un cauce democrático amplio, y cerrar las puertas al autoritarismo. Entonces se prohibió la reelección presidencial, la sucesión familiar en la presidencia, y el parentesco cercano entre el presidente de la república y el jefe del ejército, así como el nepotismo; y se dio independencia y fuerza a los poderes del estado, especialmente a la Contraloría General de la República. Ahora, al estilo más tradicional, el pacto ha repartido los puestos colegiados entre las dos partes, y ha anulado las facultades de la Contraloría, volviéndola también un organismo colegiado. Y la nueva ley electoral, fruto también del pacto, eliminó las listas de suscripción popular en las elecciones municipales, y creó reglas férreas para impedir la participación de otros partidos que no sean los dos firmantes del pacto.

Desde el Protocolo de Transición firmados en abril de 1990, a los acuerdos de concertación económica y social, de 1990 y 1991, yo fui de quienes creí firmemente que era necesario pactar con el gobierno la transición, para poner al país más allá de los graves riesgos de la confrontación, porque nada peor podía ocurrirle a Nicaragua que una nueva guerra. La vanguardia, mientras navegaba entre dos aguas, estigmatizó ante la militancia del FSLN a quienes estábamos al frente de la negociación de los acuerdos, y colocados dentro del escenario parlamentario; sólo escogía del plato lo que gustaba a su apetito populista, la confrontación en las calles, y no la responsabilidad de transar, ceder y acordar.

La crisis final de esta doble conducta, se dio frente a la reforma constitucional. Los comandantes habían cedido, por debajo, a la pretensión de Antonio Lacayo, el Ministro de la Presidencia, de no ser impedido de competir como candidato presidencial debido a sus vínculos familiares con la Presidenta Chamorro. Por lo tanto, se opusieron a la reforma. Pero sobre todo, porque la reforma borraba todos los rasgos autoritarios de la Constitución de 1987, que permitía la reelección indefinida del Presidente de la República, que a la vez podía ser hermano del Jefe del Ejército; ahora, al menos, sólo era posible la reelección por una sola vez, y tras un período alterno.

Ya había sido yo defenestrado para entonces como miembro de la Dirección Nacional del FSLN -sólo una vez y temporalmente hubo allí un civil sin laureles, después de la derrota electoral-, pero seguía a la cabeza de la bancada parlamentaria; y consciente de todas las consecuencias, seguí adelante con la reforma, que sin los votos sandinistas no era posible, y que implicaba un marco mayor y más profundo de democracia para el país, pues desterraba los viejos vicios del caudillismo: reelección, sucesión familiar, nepotismo.

Y se consiguió la reforma, en contra de la voluntad política de la cúpula del FSLN, que también me quitó entonces de por medio como jefe de la bancada. No tardaría en ser empujado fuera de las filas del FSLN, junto con docenas de dirigentes que querían establecer un partido que funcionara en términos democráticos, y que de esta manera pudiera garantizar el funcionamiento de la democracia en la sociedad, desde luego que la única vía de retorno al poder pasaba a ser la vía electoral. Nosotros la habíamos creado, y nosotros debíamos defenderla.


La piñata

Pero, además, cargábamos encima otro estigma, el de la piñata. Mucho antes, en los meses de la transición, entre marzo y abril de 1990, se había iniciado una operación clandestina dotada de una justificación política: si el FSLN debía pasar a la oposición, que iba a ser su retaguardia, debía hacerlo dotado de suficientes bienes materiales: empresas, propiedades agropecuarias, medios de comunicación propiedad del estado; sin recursos financieros, el FSLN sería pronto víctima del mismo sistema que había creado, pues sus adversarios buscarían como ahogarlo, era el alegato. Como los recursos y bienes no podían ser transferidos directamente al FSLN, se buscaron intermediarios; los prestanombres de esta operación fueron leales unos con el partido, y entregaron lo que había sido puesto bajo sus nombres; otros, la mayoría, se lo quedaron en el camino.

Todo esto fue la verdadera piñata, no la asignación de viviendas, lotes de terreno y confirmación de títulos de reforma agraria a miles de nicaragüenses, mediante leyes aprobadas durante el período de transición, transferencias que una década después no han sido resueltas en su totalidad, y que son fuente permanente de reclamos y litigios. Pero fue un acto de justicia.

Y esta operación, se siguió completando ya bajo el nuevo gobierno, en lo que sería su segunda fase: la privatización de centenares de empresas industriales y comerciales, haciendas de café y ganado, ingenios azucareros, plantaciones de arroz y tabaco, fábricas, empresas pesqueras y forestales, a cambio de un tercio de las empresas y propiedades privatizadas en favor de los sindicatos leales a la vanguardia; aquella era una forma, también, de asegurar poder. Y las transferencias terminaron, efectivamente, asegurando poder, no a los trabajadores miembros de los sindicatos beneficiados, sino a sus cúpulas políticas ligadas estrechamente a la propia cúpula del FSLN. El marco, fueron los acuerdos de concertación económica y social.

Transar y pactar a fondo de esta manera, mientras se aparecía como un partido en la llanura dispuesto a reivindicar cualquier pretensión, cualquier protesta social, cualquier reclamo, legitimando cualquier método, siempre que viniera de las masas orgánicas al partido, o de los sindicatos y gremios organizados con el partido, aunque así resultara por consecuencia el enfrentamiento de unos sectores sociales con otros, o el alejamiento y rechazo de la población a las quemas de autobuses, las barricadas, el paro forzoso de los centros de trabajo, la interrupción de las carreteras, las balaceras. La doble conducta, y el doble discurso.

Y en el doble discurso, cuando era oportuno, se reivindicaba la búsqueda de la estabilidad a través de los pactos y acuerdos, y del apoyo a gobierno en los foros internacionales para conseguir respaldo económico y financiero, aunque no siempre era oportuno. Y se reivindicaban los intereses populares, irrenunciables para la vanguardia, a la hora de justificar y respaldar cualquier acción callejera. Y pronto, la extrema derecha aprendió también a exigir al gobierno sus propias reivindicaciones, cerrando las carreteras e intentando actos de violencia como ocurrió con el «movimiento de los alcaldes» en 1991.

La falla de fondo que yo encuentro en este relato, es que las concepciones tradicionales y los mitos ideológicos no dejaron percibir los cambios profundos en la realidad real y en sus entornos. La cerrazón a reconocerse sólo en el pasado, y encontrar nada más la identidad en aquel territorio ya perdido, constituyó una especie de mesianismo al revés, un mesianismo del pasado. Aún hoy, en el discurso de los dirigentes máximos del FSLN se recurre a ofrecer treguas. Treguas sociales, treguas políticas, treguas económicas, aunque esté en vigor un pacto que pretende afectar la vida política del país a largo plazo. Cuando se llega al máximo de la tensión, se habla entonces de tregua. Y sólo concede tregua quien vive en guerra, con una mentalidad de guerra que sólo queda apaciguada cuando se reciben las seguridades que un pacto político ofrece al partido que no gobierna, como ha sido la tradición en Nicaragua.

Mi ruptura con la cúpula del FSLN tuvo antes que nada motivos éticos. No podría explicarlo de otra manera. Los presupuestos fundadores de la revolución habían sido rotos y la lucha popular había pasado a ser un concepto retórico detrás del que se ocultaban ya los negocios y los vicios de la política tradicional, como la historia ha seguido demostrando con creces. La defensa de cuotas de poder, para sostenerse de alguna manera en el poder, había abierto ya grandes boquetes a la credibilidad del sandinismo oficial, que empezaba a hacer agua sin remedio, y que terminó de naufragar en el pacto con el Partido Liberal. Y los grandes presupuestos morales del inicio, fraternidad, solidaridad, entrega, desprendimiento, humildad, rechazo a la acumulación de bienes materiales, habían sido malversados.

La renovación y el cambio fueron intentados desde dentro, y en un primer impulso, quienes creíamos en el sandinismo de origen, ganamos la partida, como se demostró con los resultados de la Asamblea de El Crucero en junio de 1990, donde la voluntad mayoritaria apuntaba hacia la crítica severa de nuestros errores y hacia la apertura de una perspectiva democrática. Allí mismo se planteó, y aprobó por enorme mayoría, que el FSLN no podía ni debía encubrir a los responsables de actos inmorales e ilícitos, es decir, a los autores, cómplices y encubridores de la piñata. Pero todo se quedó en el papel.

Sobre todos aquellos propósitos comenzó a pasar una y otra vez, hasta dejarlos aplanados a ras del suelo, la maquinaria burocrática dirigida por quienes veían en una revisión crítica a fondo un graves riesgo para sus posiciones de poder. Y las cuentas fueran definitivamente saldadas en el Congreso Extraordinario de mayo de 1994, que para eso fue precisamente llamado, para borrar todo vestigio de transformación, de modernización, y de transparencia.

Ahora que me he retirado definitivamente de la política activa, y no tengo ninguna pretensión de regresar a ella porque he regresado para siempre a mi oficio de escritor, puedo aspirar quizás a que mis juicios sean más serenos. Un escritor, sin embargo, que no puede cerrar la ventana frente a la que escribe y negarse, por lo tanto, la visión de su país, por amarga y desolada que ésta sea.

Vivo en una Nicaragua ahora envilecida por la corrupción y por las componendas políticas, que sufre bajo el peso de la marginación y la miseria, y donde no parecerían quedar vestigios de lo que fue un día la hermosa gesta revolucionaria que sacudió al continente. Lejos de modernizarse, el sistema político es conducido a beber de las mismas aguas del pasado, teñidas de autoritarismo, en un paisaje en el que predominan las voces de mando del caudillo, o de los caudillos, por partida doble, dadas a gritos. Las instituciones democráticas, cada vez más deterioradas, han sido puestas bajo el mando de esas voces arbitrarias, y los espacios políticos se cierran bajo ese mismo imperio.

A estas alturas, parecería banal preguntar qué dejó realmente la revolución como huella. Siempre he repetido que la revolución había heredado lo que no se propuso, la democracia, y no había podido heredar lo que se propuso, el bienestar y la justicia para los más pobres, que sólo se consigue con la transformación económica. Pero ahora, aún la herencia democrática se deteriora, y de las instituciones que surgieron después de 1979, sólo el Ejército ha podido preservar su identidad constitucional. Este es un fenómeno notable, porque de ejército de un partido, ha pasado a ser un ejército al amparo de la Constitución, con legitimidad social, y goza de prestigio profesional.

La reforma agraria es ahora sólo una sombra, y miles de hectáreas de tierra han vuelto a manos de sus antiguos dueños, o han sido adquiridas por los nuevos ricos que provienen de las filas mismas del sandinismo, y las cooperativa venden sus tierras porque no pueden sobrevivir sin financiamiento El índice de analfabetismo s otra vez elevado, y las condiciones de salud no son para nada ejemplares. El desempleo masivo acarrea la delincuencia y la corrupción en los altos estamentos se propaga en la sociedad como una plaga maligna. Igual que en el mito de Sísifo, la piedra ha rodado otra vez hasta el fondo del abismo después de haber sido llevada hasta la cumbre.

Pero tenemos un país en paz, lejos de los ruidos destructivos de la guerra, y la paz se extendió al resto de los países centroamericanos en conflicto como fruto de un proceso de negociación en el que las partes enfrentadas hicieron concesiones de fondo. Cualquier podría decirme que bastaba con haberse ahorrado el conflicto para haber evitado la guerra, pero la conclusión no es tan simple.

La democracia se deteriora hoy en Nicaragua, pero no ha dejado de existir, ni mucho menos. La gran paradoja es que hay que defenderla, antes que nada, frente a quienes resultan electos en los puestos de poder, como consecuencia del proceso democrático mismo contra el que luego atentan. Pero antes de la revolución en Nicaragua, y de todo el conflicto que vivimos en Centroamérica en la década de los ochenta, la democracia no estaba en ningún esquema posible, y la regla eran las dictaduras militares represivas. Pagamos un precio elevado por la democracia, y precisamente por eso es que es necesario defenderla.

No habrá en el futuro posibilidad de ninguna transformación económica, ni de ningún proyecto de justa distribución de la riqueza y de bienestar social, fuera del marco democrático. Los reformadores tienen que ser electos, cumplir sus períodos, y regresar a sus casas. No hay más espacio para proyectos mesiánicos de toda la vida, para caudillismo eternos, o partidos iluminados que se encarnan en el estado. Estamos viviendo un período de prueba y error, en el que los electores pueden acertar, o equivocarse, y es necesario procurar que este período se acorte, para tener gobernantes cada vez mejores, y más sabios. Pero los mejores, y los sabios, tienen que ser necesariamente electos.

Finalmente, quiero decir que la revolución sandinista fue la obra de una generación que se declaró en rebeldía contra los viejos esquemas, no sólo contra la dictadura. Le rebeldía representó novedad, originalidad, nuevas ideas, ruptura. Muchos de aquellos rebeldes, envejecieron pronto tentados por el poder, porque el poder por sí mismo, que no se utiliza como instrumento de transformación, es un asunto de viejos, y no de jóvenes. Con esto quiero decir que las transformaciones que vienen, porque necesariamente las habrá, serán un asunto de los jóvenes, otra vez, un asunto generacional.

De los fracasos y los errores del pasado ellos deberán aprender lo necesario para no envejecer demasiado pronto. El pasado, por el momento, nos enseña que la pérdida de los valores éticos no es sólo la señal más ominosa de envejecimiento prematuro, sino de muerte prematura. Porque una revolución es moral, o no lo es del todo.













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