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Una visita al cementerio del Père-Lachaise

Concepción Gimeno de Flaquer





Después de recorrer en todas direcciones esta Atenas de la moderna civilización, cerebro de Europa, foco propagador que ilumina el universo con sus torrentes de luz, emporio de la cultura, que ejerce una influencia sobre el mundo intelectual semejante a la que ejerció Grecia en su edad de oro; después de visitar los grandiosos monumentos de esta ciudad originalísima que ha impuesto al mundo sus costumbres, sus progresos y hasta su idioma; después de admirar los sorprendentes espectáculos que solo aquí se ofrecen, y las ingeniosas industrias hijas del trabajo, del trabajo que es la virtud social de esta sentina del vicio y la nobleza de esta nación republicana, anhelaba conocer sus cementerios, con el deseo de averiguar si por una de las mil contradicciones frecuentes en este pueblo, tributaba recuerdos a los muertos el parisiense que tan fácilmente se olvida de los vivos.

Dominada por esta idea me dirigí al cementerio llamado oficialmente del Este, pero más conocido en París con el nombre del Père-Lachaise; cementerio muy célebre actualmente por encerrar ilustres despojos mortales. Su posición topográfica es bellísima, pues la mansión del luto se eleva sobre la cima más oriental de las colinas que se extienden de Belleville á Charonne.

La santa tierra que hoy es campo de reposo eterno, fue en sus primeros tiempos suntuosa quinta apellidada La folie Regnaud, donde se celebraban algunas fiestas; más tarde perteneció a una compañía de jesuitas, luego se halló en poder de Luis XIV, en cuya época fue denominada Mont Louis, hasta que el renombrado monarca la regaló a su confesor Père-Lachaise, al célebre jesuita que tan grande influencia tuvo en los asuntos civiles y religiosos, siendo agente principal de su matrimonio con Mme. de Maintenon. A la muerte del Père-Lachaise, continuaron habitándola los jesuitas, y cuando fueron expulsados, Napoleón la convirtió en necrópolis, dirigida por el arquitecto Brogniart, inaugurándose con los panteones de Molière, Lafontaine y Beaumarchais, trasladados de otros cementerios de París cuya destrucción se ordenó en la misma época.

¡Qué grandes cambios ha sufrido este alcázar de la muerte!

¡Extraño contraste! La soberbia mansión del placer y la vanidad, centro de agitaciones y de intrigas, es ahora el templo de la igualdad, donde el poder se extingue, la ambición acaba y las sectas se confunden, amortiguados los odios que las dividían.

Meditando sobre estas ideas entré en el cementerio, donde pronto quedé deslumbrada por la variada y rica profusión de capillas, panteones, obeliscos, estatuas, pirámides, urnas, vasos lacrimatorios, sarcófagos, cenotafios y mausoleos. Confieso que en el primer momento me figuré que todos aquellos mármoles serían tumbas erigidas por la vanidad y que los pobres se hallarían olvidados; mas pronto tuve ocasión de observar en las sepulturas de estos, distintos intérpretes del dolor, que no por ser mudos carecen de expresión. Las más humildes tumbas se hallaban engalanadas con macetas de flores, coronas de siemprevivas, guirnaldas de azabache, hiedra y laurel, donde no escaseaban magníficas cintas. Aunque el genio de la incredulidad quisiese extraviar mi pensamiento, aunque se apareciera a mi mente la volubilidad del carácter francés, bebiendo el olvido en la atmósfera que respira, tuve que rendirme ante la evidencia y convenir que los parisienses tributan respetuoso culto a la memoria de los finados. ¿Cómo dudarlo al leer estas sencillas inscripciones inspiradas por los más dulces afectos?


Personne ne fut plus aimé,
Ni plus regretté.


¡El primero a la cita!
¡Ella me espera!
¡Siempre unidos!
¡¡¡Ay!!!

Este último epitafio revela con su misterioso laconismo la exaltación de un corazón ardiente, que llevando sus celos más allá de la tumba, quiere ocultar el nombre del ser amado, con el avaro deseo de que no rieguen la adorada sepultura otras lágrimas que las suyas.

Lo que me sorprendió verdaderamente en el cementerio del Père-Lachaise, que yo apellidaría el cementerio de los inmortales por los gloriosos restos que guarda, es que no haya penetrado en él un fanatismo intolerante, no, el pueblo de Israel ya tiene tumbas respetadas; las modernas leyes son muy filantrópicas, pues admiten al luterano, al católico, al espiritista y al judío. La filosofía del siglo XIX ha unido lo que separaba el fanatismo de la Edad Media.

En otras épocas los sacerdotes de París vacilaban para conceder a Molière una tumba en lugar sagrado, al gran Molière, al émulo de Aristófanes, al genio inmortal, al que la Grecia hubiese tributado honores divinos; mas, los sacerdotes franceses de este siglo son bastante civilizados para no considerar enemigos a los que no participan de sus creencias y doctrinas.

¡Felicitémonos por los fraternales lazos que crea el siglo XIX entre la gran familia humana!

El monumento que más excitaba mi curiosidad en el vasto cementerio, era el de Abelardo y Eloísa, por conocer desde la infancia la triste historia de los célebres amantes. Me apresuré a visitar los restos de los sublimes mártires del amor que se hallan depositados en un elegante panteón gótico de esbeltas columnas y artística cúpula, con sus estatuas yacentes sobre un túmulo de piedra guardado por una verja de hierro, y al aproximarme a esta, me conmoví profundamente observando, esparcidas por el suelo frescas y bellas flores. Cada una de aquellas flores representaba una lágrima, pues los amantes dichosos no se postran ante la tumba de Abelardo y Eloísa, temerosos de profanarla con sus alegrías.

Las coronas que manos incógnitas depositan en la tumba de los amantes glorificados, son ofrecidas por modernas Julietas, Isabeles, Didos y Ariadnas, que asocian sus pesares a los de la Safo cristiana.

Nunca faltarán homenajes en el panteón de Abelardo y Eloísa, pues por el parentesco del corazón y por la religión del amor, que es la que tiene más prosélitos, se hallarán ligados a los seres sensibles de todas las generaciones.

¡Qué tierna elegía, qué melancólica odisea, qué poema de lágrimas hubiese cantado el poeta del siglo de Augusto, el poeta de los amores tristes, si hubiese conocido a los simpáticos amantes de la Edad Media!

¡Cuántos atractivos poseían aquellos interesantes seres!

Abelardo, músico, poeta, orador, seducía por su belleza, arrebataba por su elocuencia e imperaba en los corazones de todas las mujeres, enamoradas de una juventud tan radiante: aquel Goliat, como le denominaba San Bernardo, su constante perseguidor, era el oráculo del siglo XIII. Eloísa brillaba sobre todas las mujeres por su talento, por su ilustración y su modestia, por la gracia que es superior a la belleza, pues esta inspira admiración y la otra amor; y con tales encantos ocultose de las miradas de los hombres por obedecer a Abelardo; inmolose por la gloria de su amante, y vivió de lágrimas mientras él gozaba todas las prerrogativas concedidas al genio, embriagándose en los aplausos de la multitud.

¡Solo una mujer es capaz de tales heroísmos y de tales abnegaciones!

Es cierto que Abelardo no quiso más que a Eloísa; pero esta le amó más y mejor; Abelardo es inferior a ella en ternura, porque amar es entregarse al ser amado prescindiendo de sí mismo, y Abelardo debió romper ante Eloísa un ídolo que jamás rompió: su yo.

La pasión por la gloria debilitó su amor hacia aquella sublime mujer.

Separados en vida por las adversidades, sus cenizas fueron reunidas en el Paracleto, merced a la santa indulgencia del venerable abad de Cluny, admirador de tan constantes y puros amores.

Los desventurados amantes habrán tenido compensación en la otra vida: no se comprende la grandeza del amor, sentimiento de esencia divina, si no va unido a la inmortalidad.

Las almas que hayan amado castamente viviendo separadas por el imposible, esos corazones puros y esos pensamientos inmaculados que se han buscado a través del universo sin hallarse jamás, se encontrarán en el seno de Dios, que es manantial de todo amor.

¡Nuestras facultades afectivas centuplicadas para amar, he aquí el paraíso: la perfección y la inmortalidad del amor, he aquí el cielo de los bienaventurados!

Después de la tumba de los famosos amantes, visité la de Jacobo Delille, elegante traductor de Virgilio; la del eminente Balzac, la de Casimiro Delavigne, el más clásico de los poetas contemporáneos; la del fecundo Souvestre, la del etimologista Nodier, la de la admirable trágica Raquel, la de Benjamín Constant, tan apasionado de la escritora Recamier; la de Mme. Girardin, que murió en el esplendor de su belleza, de su talento y juventud; la de la Cairon, laureada actriz del siglo XVI, y la de Alian Kardec, jefe de la filosofía espirita. Este conocido innovador tiene una tumba rústica, tan poética como sencilla, que parece un nido de ruiseñores: reposé en ella algún tiempo y continué mi fúnebre peregrinación, visitando las tumbas de distintos émulos de Bayardo, la de Millevoye, tres veces coronado en la Academia francesa; la del astrónomo Messier; la de la condesa Coislin, hermosura de la corte de Luis XV; la del sublime Rossini, y por último, la de Musset, ante la cual me detuve largo tiempo. Al contacto de esta sepultura me estremecí, pues su mármol me pareció menos frío que el de las otras tumbas, y es que se halla caldeado por las lágrimas de los múltiples admiradores del poeta de la juventud, entusiasta como ella, y como ella exaltado.

Entre varias frases anónimas muy laudatorias consagradas al talento de Musset, sus amigos han colocado en el pedestal que sostiene su busto, los siguientes versos debidos a su pluma de águila:


Mes chers amis, quand je mourrai
Plantez un saule au cimetière;
J’aime son feuillage éploré,
La paleur m’en est douce et chère,
Et son ombrage sera leger
A la terre où je dormirai.

Alfredo de Musset, el eterno enfermo que no quería sanar, el enamorado de la muerte, porque presentía su triunfo en la posteridad, está reivindicado: la muerte desarma el brazo de la venganza, y hace empuñar su cetro a la justicia. La muerte borra las reputaciones falsas y solidifica las verdaderas.

El poeta rara vez se ve favorecido por la fortuna hasta el punto de presenciar su apoteosis. La corona del poeta semejase a la aureola del santo; no se alcanza sin haber sufrido el martirio. Una palma es el premio del genio y la santidad, y la palma simboliza el triunfo del mártir.

Muchas horas fui paseando entre bosques de cipreses, de acacias y de panteones: el lugar donde me hallaba y la melancólica tarde de un día de otoño, convidaban a meditar. De la tierra parecía exhalarse un profundo sollozo; el viento gemía al besar los cipreses, la luz parecía de antorcha funeral, y las amarillentas hojas al chocarse rodando por el suelo, producían una música tan fúnebre, que semejábase a una serenata de difuntos. El otoño es la triste estación en que nos abandonan las golondrinas, en que las flores pierden sus perfumes, los árboles sus hojas y las aves sus plumas.

Jamás me arrepentiré de mi visita a la ciudad de los muertos: el ambiente que se respira en el cementerio es saludable para el alma, apaga nuestro orgullo y refresca nuestras ideas, haciéndonos conocer la verdad. La elocuencia de la palabra es muy inferior a la de la piedra en esta región.

El sombrío espectáculo de nuestra última morada nos hace meditar, y la meditación vigoriza nuestro espíritu. Para poseer el completo dominio de nuestra razón, para conocerse profundamente, es preciso dedicar algún tiempo a la soledad, pues entre el bullicio de la multitud, excitados por las pasiones y obcecados por el sofisma que envuelve cuanto nos cerca, no podemos adquirir una idea exacta de los demás y de nosotros mismos, no podemos dirigir una mirada serena a los sucesos. En medio del mundo no gozamos con viva fuerza la facultad de pensar, porque diferentes cosas nos esclavizan el espíritu.

Si las acciones no son más que pensamientos realizados, aprendiendo a pensar rectamente sabremos obrar bien. Los horizontes del entendimiento se hacen más vastos por medio de la reflexión, y esta se desarrolla en la soledad. ¡Cuán dulcemente nos ha pintado Petrarca los placeres de la soledad, gozados en el retiro de Vaucluse, donde escribió sus mejores sonetos! La soledad ha inspirado a muchos hombres grandes obras, y sobre todo les ha inspirado el heroísmo de vencerse a sí mismos, cien veces más difícil que el de vencer a los demás.

Visitemos los sepulcros de nuestros padres, pues en la soledad del cementerio recordaremos los consejos que nos legaron los autores de nuestros días. Las visitas a las tumbas de los seres que hemos amado, son piadosos y tiernos homenajes que nos agradecen desde el cielo.

En todos los países, la gratitud o el amor ha consagrado a los muertos ceremonias fúnebres, según las diferentes costumbres; pero fundadas siempre en la idea de la inmortalidad, representada por diversos símbolos.

Egipto, cuna de la filosofía, de las ciencias y de las leyes, es el país que ha hecho más esfuerzos para conservar el recuerdo de los muertos, y su pasión por ellos ha sido tan grande, que en los días en que se daban grandes banquetes, las momias de los seres más queridos ocupaban un sitio de honor en el festín. En Egipto existió el tribunal de los muertos: si el muerto había vivido en medio del libertinaje, se le privaba de honrosa sepultura, arrojándole en la fosa llamada Tártaro o lugar de los malvados.

Los griegos, esos pueblos que tanto amaron la belleza, consideraban deber sagrado recomendado por los dioses, el dar digna sepultura a los muertos, pues de no hacerlo así, suponían que las almas vagaban errantes por las márgenes de la laguna Estigia, y que Carón no las admitía en la barca para llegar a su destino. Un general griego hubiese renunciado antes al título de vencedor, que dejar sin sepultura a un soldado.

Los antiguos romanos, pueblos muy religiosos, respetaban mucho a los finados, y si alguien se atrevía a profanarlos, era condenado a muerte: después de incinerar los cadáveres, envueltos en un sudario de amianto, que es incombustible y que evitaba que las queridas cenizas se mezclasen con las materias empleadas para la combustión, perfumaban los huesos y los guardaban en una urna.

Los francos salidos de la Germania, antes de haber abrazado el cristianismo, enterraban a un guerrero con su caballo y su arnés; así se encontró a Childerico en los alrededores de Tournai.

Los monumentos fúnebres más suntuosos han sido el de Aquiles, el que Salomón erigió a David en Jerusalén, el de Héctor, el de Augusto, los de los faraones y el que hizo construir la reina Artemisa para su esposo Mausoleo, que fue obra de cuatro notables arquitectos griegos, y pasó por una de las siete maravillas del mundo.





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