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Valores figurativos y compositivos de la soledad en la novela de Juan Goytisolo

Gonzalo Sobejano





En otro lugar traté de definir el tema cardinal de la novelística de Juan Goytisolo como la búsqueda de la pertenencia: el intento de determinar la participación de la persona en una realidad con sentido. Limitándome ahora a las tres novelas del ciclo de la identidad y a Makbara, desearía mostrar cómo la soledad (dificultad o falta de pertenencia) inspira su modo de imaginar y componer. Parto de la impresión de que en el ciclo opera sobre todo la soledad combativa del buscador que se adentra en sí tomando por objetos, sucesivamente, su propio pasado, el presente y el futuro, mientras en Makbara cobra forma (predibujada ya en Juan sin Tierra) la impulsión hacia la fraternidad: una fraternidad que, sin embargo, todavía es solitaria, pues no significa integración, sino aproximación contemplativa.

En Señas de identidad (1966) el protagonista ejercita la soledad del recogimiento, no aquella de los humanistas consagrada al estudio, la meditación y el acendramiento de un amor ideal, ni la de los románticos cuyo fin era la exaltación del alma incomprendida en alas del sentimiento, la imaginación y el sueño, sino la soledad del que se vuelve sobre sí después de haber intentado en vano cuantas vías de acceso a la participación estuvieron a su alcance.

El recogimiento de Álvaro Mendiola se organiza como un examen de su pasado. En esta empresa le ayudan algunas personas (su mujer, sus amigos) y para recordar se sirve el sujeto de ciertos auxilios externos (fotografías, recortes, mapas); pero la fuente de que brota la recomposición del pasado y el cauce a que afluyen estos auxilios, es la conciencia del protagonista, desdoblada cuando una mayor intensidad dramática (positiva o negativa) le reclama el tú del autodiálogo. Más reveladora de la soledad es la visión de los otros como objeto de controversia y no de convivencia, lo que queda de manifiesto no sólo en el hecho de que aparezcan ajenos o lejanos (voces oficiales, políticos gárrulos, turistas, parásitos, policías), sino también en la circunstancia de que el sujeto apenas dialogue con sus amigos y que, cuando dialoga con la mujer, lo haga sobre todo para darle a sentir su dejación, su fracaso o su lamento.

Volverse hacia el pasado -por muy catártica que sea la operación- es distanciarse, sumirse en un tiempo muerto que reemplaza al actual de la convivencia. Álvaro está recogido en la casa, con todos los síntomas del suicida que puede convalecer o reincidir, según el resultado de su examen de conciencia, cosechado por la memoria.

En su «lento y difícil camino de ruptura y desposesión» respecto a la «familia, clase social, comunidad, tierra», el recuerdo trasmitido del tío Néstor, que se suicidara a los 35 años, influye como prefiguración del suicidio que Álvaro ya ha estado a punto de consumar; y nadie más solitario que el suicida. La meta de este entimismado es «encarar tu solitario destino de frente» (56)1. Podemos sorprenderle en el cementerio barcelonés «hablando en voz alta, a solas, en medio de la desolación de las cruces» (79) o leyendo en Père-Lachaise «las inscripciones de aquellos solitarios que -como tú- habían escogido morir lejos de su país y de su gente» (98). En otro momento los vecinos de Yeste se le aparecen relacionados por una misma comunión ante el peligro que «los une a todos y únicamente te excluye a ti, el extranjero que los observa y filma» (141). Y después de haber rememorado junto a la mujer o el amigo, se queda a solas mirando cielo y mar en la alta noche: «Única conciencia del ámbito velas, evocas, imaginas, deliras tú» (149). O si, al entrar de nuevo en la casa, busca el cuerpo de Dolores, es con la añoranza de «buscar un refugio, perderte en su hondura, reintegrar tu prehistoria materna y fetal: Ojalá, te decías, no hubieras salido nunca» (158).

Este anhelo de retorno a la entraña es, así, otra forma de la voluntad de morir, como lo es el empeño en no dejar descendencia: «No quiero dejar nada detrás de mí», dice a Dolores; «He perdido mi tierra y he perdido mi gente. No puedo hacer nada. Ni siquiera sé quién soy. No tengo amigos» (338-39). La propia mujer quedará apartada a raíz de su relación con Antonio: «El paisaje se transformó. Los objetos cobraron una existencia autónoma, impenetrable. La nada se abrió a tus pies. Transeúntes y automóviles circulaban caóticos, privados de finalidad y de sustancia. El mundo extraño a ti y tú extraño al mundo. Roto el contacto entre los dos. Irremediablemente solo» (356-57).

Es clara la desvinculación de los afectos inmediatos, pero más aún de la comunidad y la patria. Perteneciente Álvaro a la «amarga generación de los tuyos, condenada a envejecer sin juventud ni responsabilidades» (155), eligió el exilio como uno de aquellos que «se habían expatriado a raíz de una disputa familiar, la pérdida de un empleo o, sencillamente, buscando nuevos y más acogedores horizontes» (247). Los diez años de exilio le apartaron de esa comunidad propia de la que ahora sabe que ha perdido el amor y a la que sólo puede dirigir un adiós definitivo (199). A través de una larga cadena de decepciones (políticos del destierro, nuevos emigrados, acción revolucionaria imposible, mundo europeo incapaz de sembrar alientos) el sujeto «había sentido formarse sobre su piel un duro caparazón de escamas: la conciencia de la inutilidad del exilio, la imposibilidad del retorno» (259). Perdida la juventud, inválidas las señas de identidad, Álvaro concluye su rememoración resuelto a marcharse para siempre, luego de haber contemplado por los telescopios de Montjuich su ciudad y en ella toda la España de entonces, incompatible con sus necesidades éticas.

Este final en soledad ante lo otro -repudiado o inaccesible- caracteriza las novelas de Goytisolo desde Señas a Makbara y puesto que en su final se condensa el sentido de toda novela, habría que advertir que este terminar solo ante lo inaceptable, o lo no-integrante, señala el carácter «solitudinario» de la visión del autor; neologismo que uso adrede para oponerlo a «multitudinario». Se trata, en efecto, de una soledad que se nutre de su oposición a la multitud, en el sentido que Poe y Baudelaire, definiendo inicialmente la modernidad, descubrieron. Aquel sentimiento solitudinario depende de la enajenación que la masa genera lo mismo en las calles de la gran ciudad moderna que dentro de los cauces de los sistemas uniformadores.

Y una manifestación de la multitud, típica de las sociedades actuales cada día más fácilmente intercomunicadas, es el turismo. En la narrativa de Goytisolo se da una primordial presencia de este fenómeno. Por un lado, en sus cuatro novelas últimas aparece el turismo convencional, es decir, la masa que viaja como tal masa para recrearse y disfrutar contemplando -generalmente de prisa y en rebaño- el espectáculo del país ajeno. Recuérdese la España turística de los años 60 en Señas de identidad, los grupos de turistas paseados por Tánger en Don Julián, los visitantes de Estambul en Juan sin Tierra, o los marroquíes transportados en autobús durante el «sight-seeing tour» a través de Pittsburgh, en Makbara. Pero, por otro lado, en esas mismas novelas (y en libros anteriores de Goytisolo) aparece lo que podríamos llamar turismo trascendental (valga la paradoja): el protagonista es un exiliado que vuelve a su patria, después de larga ausencia, como viajero que, sin lazos con ella (sin obligaciones cotidianas, sin deberes cívicos, etc.) recorre el país propio y capta y comenta sus costumbres con visión forastera; o bien, al margen del turismo convencional que a diario soporta, se lanza a un imaginario viaje devastador no exento de la curiosidad del diablo cojuelo que levanta los techos de la urbe; o toma a su cargo aquel turismo panislámico de alfombra brillante que distingue a Juan sin Tierra; o en fin, contempla el zoco de Marrakech como un extraño enamorado a fondo de las exóticas costumbres que el turista ordinario sólo ve en su superficie y nunca puede asimilar. Es decir, que de varias maneras Goytisolo contrapone en estas novelas a la piara turística que contempla lo ajeno como ajeno, la figura del viajero solitario que, en su separación de exiliado, ve la tierra propia como ajena y la tierra ajena como inhabitable o como ilusoriamente apropiable. Al turista convencional se enfrenta el viajero trascendental que no hace un «tour», sino un «retour», y que no practica la gira recreativa, sino el peregrinaje, creativo hacia el rechazo o la conquista. Merecería la pena analizar despacio el problema «turismo/soledad» en las novelas de Goytisolo, pues tiene raíces antiguas en su producción y plantea cuestiones más importantes de lo que a primera vista pueda parecer. En todo caso, notemos que el turista convencional es un solitario manejado por el moderno mercado de la soledad como miembro de un grupo en el que no puede integrarse, y que todo exiliado con conciencia de su desarraigo es un turista trascendental que, solitario, retorna a su tierra, vista ya como «otra», o recorre otras tierras en busca de una patria adoptiva.

La angustia de Álvaro Mendiola comunica al lector su desmedida tensión. Y, con todo, pese a la desolación que irradia esta imagen del desarraigo (la verdadera generación desarraigada, en España, no es la de Blas de Otero, sino ésta de Juan Goytisolo), hay que reconocer que Álvaro, en su recogimiento, lucha por encontrar sus señas de identidad, aquellas que hubieran podido integrarle o comprometerle. «Tu vida» afirma «se reducía ahora a un solitario combate con los fantasmas del pasado» (236). Soledad, pues, en grado álgido, pero soledad combativa. Capítulo a capítulo, el memorador va despojándose de algo, pero reconociendo haber luchado por ello, haber querido creer, no haber escatimado ningún esfuerzo para asegurárselo.

La composición misma de la obra revela ese esfuerzo por salir de la soledad: el acopio de medios auxiliares, el recurso a la memoria ajena, la reconstrucción del pasado con avidez de totalidad, la espaciosidad de los registros verbales que tratan de infundir múltiples dimensiones a lo evocado, la pluralidad de las voces, la discontinuidad, el diverso ejemplario de moldes expresivos desde el polígono exterior hasta el más íntimo autodiálogo que se desgrana en versículos exclamativos, líricos, en un decrecimiento vocal encaminado al silencio. Como quien recoge materiales para revivir la imagen de un muerto, el narrador no renuncia a nada que pueda atestiguar lo que Álvaro hizo por participar, por vencer la soledad y explicar cómo y por qué ha accedido a ésta en grado tan extremo que, fuera de dejar constancia del pasado, ya no le queda otro recurso que entregarse a ella.

Don Julián (1970) radicaliza la soledad en todos sus aspectos. Ni una mujer ni un amigo No una casa: una pequeña habitación como refugio. Extranjera la ciudad, y llena de extranjeros. Fuera de su tierra, el sujeto la tiene enfrente pero no la mira. Si antes, en sus largos tiempos de destierro, había considerado «el alejamiento como el peor de los castigos» (13), habituado ya al extrañamiento vive un presente en el que su única seguridad consiste en saberse separado -por el mar- de aquella tierra suya. Su guarida le mantiene inmerso en «la apaciguadora penumbra fetal» (15) a distancia de la «madrastra inmunda» a la que ya ha dicho su adiós en Tánger, «crisol de todos los exilios» (20) y vive al día, su día, un día siempre igual: «dueño proteico de tu destino, sí, y, lo que es mejor, fuera del devenir histórico» (26): «en los limbos de un tiempo sin fronteras» (27).

El valor solitudinario se formula aquí de manera más próxima al Poe de «The Man of the Crowd»: «inmerso en la multitud, pero sin integrarte en ella» (39). El único guía en el laberinto interno es el poeta de las Soledades, cuyo protagonista, el peregrino, contemplador impartícipe, no se vinculaba a nada ni a nadie: «enredados aún en tu memoria, tan implicantes vides, los versos de quien, en habitadas soledades, con sombrío, impenitente ardor creara densa belleza ingrávida» (39). John Beverley define al héroe de las Soledades como «un hombre que ha perdido contacto con su propia sociedad, un exiliado -naufragante y desterrado- que algunas veces añora volver a su origen y otras veces espera una patria nueva»; precisa que Góngora sabe que «su tarea -la construcción de la soledad- oculta una comunión que se extiende más allá hacia el futuro y otras posibilidades humanas»; nota el gongorismo radical de Carpentier, García Márquez, Lezama y Goytisolo, y afirma que algunas obras de estos escritores, como las Soledades, representan «la creación de un sentido fragmentario de lo hispánico no ligado a una ideología de represión y explotación»2.

Mucho más que en Señas, es terminante en Don Julián la distanciación del yo y lo otro: el empleo exclusivo del tú de desdoblamiento, lejos de sugerir compañía, revela el acoso del náufrago que se prende al único interlocutor posible (su otro yo) para sentir aún la vida, como quien dijera: «o nadas o te hundes».

Más radicalmente se da también aquí la oposición de este «yo/tú» frente a lo otro, frente a un «ellos» no ya ajeno o indiferente, sino odiado. Ni el rumor de los mercados, ni la variedad de las gentes, ni el curso de las horas sacan al sujeto de su hostilidad absorta: apenas el mendigo horrendo transfigurado en rey de «súbita y esbelta hermosura» (44) o el niño-guía cuya presencia le libra por corto tiempo del «perturbador soliloquio» (61). Pero todo lo que percibe el errante peregrino a su paso por la ciudad se desrealiza para transformarse en visiones interiores o, como decía otro poeta de muy distintas soledades, Antonio Machado: «caprichos de solitario». Una cotidiana escena turística se metamorfosea en suceso de violación y crimen, la entrada en un urinario desemboca en pesadilla, y cualquier incidente actual engendra reminiscencias remotas o alza una polvareda de fantasía.

Al extraño artífice de las Soledades pídele este vagabundo circular la «palabra sin historia, palabra extrema de pasión extrema», porque: «la patria no es la tierra el hombre no es el árbol» (125). Un asidero es el tú, otro la palabra nueva, otro la pasión destructiva de la traición. Julián quiere ponerse, se ha puesto ya, «a salvo de los tuyos, en la africana tierra adoptiva» (126), dispuesto a la traición para «liberarse de aquello que nos identifica» (134). Cuando expresa su ansia de hacer moneda de todo y rehusar la identidad, nombra en seguida a Sísifo y al Fénix que de sus propias cenizas renace, preludiando ya el suicidio, cumplido aquí en la imaginación respecto al yo antiguo, dócil un tiempo a la patria abolida.

Como en el final de los telescopios de Montjuic había un ritmo decreciente desde la multitud a la soledad, en el final del destrozado muñeco mágicamente resucitado como Mesías musulmán en la noche de la ciudad se produce de nuevo la reducción anticlimática: se pasa del tumulto (fantasía de la destrucción de España y de la Iglesia) a una retirada gradual («leve, /breve / son») hacia la soledad del refugio donde el sujeto, comprobada la inefectividad de su sueño destructor, se tiende a descansar para el día siguiente reemprender idéntica batalla. Y sólo quedará lo escrito.

Y lo escrito, en su composición, ofrece aquí más marcada la temperatura creativa de la soledad. Los personajes ya no son verosímiles, sino fantasmales: pueden esfumarse o transformarse, están donde al narrador le conviene, y ninguno tiene derecho a revelarse ni a rebelarse. Pertenecen a ese linaje de figuras validadas por la narrativa surrealista: desde Lautréamont o Denos hasta Beckett o Burroughs. La soledad sentida al extremo tiende a borrar la consistencia del mundo compartido reemplazándola por el mundo del sueño o de su equivalente artístico: la ficción libre.

Por entre este universo de figuras fantásticas circula, no menos fantástico, Álvaro-Julián: en el recorrido del laberinto tangerino de la primera parte; en el delirio retrospectivo de la segunda; en el futurista de la tercera, y en el interiorizado y profundamente onírico de la cuarta. Y las cuatro partes construyen un proceso de menos a más soledad: todavía en el recorrido se tiene la sensación de una visita posible en un presente observado; el delirio hacia el pasado propio y hacia el pasado y el presente de España, aducido por medio del artefacto televisor y junto a Tarik, que pasa la pipa de kif, ostenta una condición más fantaseadora, aunque lo pasado, de alguna manera, ha sido; en futuro de inminencia desiderativa está escrita la parte tercera, sueño de la islamización de España, ilusión o capricho de solitario; y la parte última, hacia adentro, es una compleja alucinación que desemboca en la tregua de la noche para dejar paso, fuera ya del circuito narrativo, a la infinita repetición del mismo día.

Laberinto acrónico, atópico y apersonal (o multipersonal). Don Julián revela, en su pergeño gráfico y sintáctico, la soltura de la escritura en soledad: realidad indemne fulgiendo en el verbo, emancipación de vínculos consuetudinarios, nueva semblanza del mundo sustentada en ilusión y alusión. Las frases nominales flotantes, las oraciones nucleares, las series enumerativas, la fragmentación, el signo de los dos puntos como delgado tabique entre los enunciados breves y nerviosos; todo trasmite la impresión de una superficie lábil, sin arraigo ni reposo: danza de imágenes sueltas, solitarias y enigmáticas que se responden a distancia; estilo versal, versicular, lírico en la forma y a veces en el significado.

Y, con todo, la soledad de este poema monodramático, aunque no sea la soledad de recogimiento que distinguía Señas de identidad, sino una soledad de exclusión en el presente, delante del objeto enemigo, puede aún considerarse soledad combativa, en busca de la razón de un mundo. La patria adoptiva (el mundo árabe) se anuncia claramente, pero no se exalta. Don Julián es mucho más una invectiva contra España que el cántico a una patria nueva.

Donde la radicalización de la soledad se hace absoluta hasta el extremo de la ruptura es, evidentemente, en Juan sin Tierra, cuyo título corona el proceso: en la tierra (Señas), contra la tierra (Don Julián) y sin tierra. El yo sigue siendo el único personaje dominador, pero del «ellos» que antes componía una presencia colectiva a merced de la hostilidad de aquel «yo», ha desaparecido cualquier sombreado de concreción o probabilidad. Se trata ahora de piezas de quita y pon dentro de un compuesto artificioso: grafías, nombres, y ni aun esto, pues los nombres pueden desvanecerse de un soplo si así lo desea el que escribe. Y el que escribe desdoblado siempre en «yo/tú» y multiplicado por sus disfraces, habita ahora un espacio todavía más angosto: un cubículo de vida mínima, escritorio-cocina-fregadero-retrete, de donde no necesita salir. El tiempo no se determina ni es continuo, sino salteado, saltado a voluntad, disuelto en una latitud informe. Una proporción puede establecerse en dependencia de la soledad: a mayor impotencia física dentro de la situación de origen (encierro en esa garita del amanuense prendido a su pluma-falo) mayor potencia expansiva y traslaticia y más libre movilidad mental: la omnipotencia de la impotencia, como pudiera decirse parafraseando a Laing3.

Señas de identidad se refería más bien al pasado; Don Julián, al presente (aunque mirando hacia atrás y hacia adelante, y en los tres tiempos «con ira»); Juan sin Tierra abarca las tres instancias temporales pero con un incremento de futuro que se hace sentir más por el uso marcado de este tiempo verbal, exponente de la inclusión del proyecto creativo y la gestación escritural dentro de la obra misma: «seguirás sin interrumpirte» (34), «asumirás las prerrogativas grandiosas de tu disfraz» (123), «describirás a Ebeh» (157). Es el tiempo de lo contingente, que carece de la sustancia asimilada de lo que fue y de la capacidad de estímulo objetivo de lo que está siendo. Colmado de espíritu (de viento), el futuro posee la ingravidez de la esperanza y del sueño, pero ninguna realidad: es el tiempo al que se vuelve el náufrago para soltar lastre de soledades.

La misma reflexión sobre el proceso de escribir atestigua la distanciación de quien se pone fuera de toda historia para mirarse al espejo con ademán de autorretratista. Espejo, página blanca, barajadura de tiempos-espacios-funciones, introspección de la aventura de escribir, onanismo literario, todo es comparable a ese juego de naipes tan propiamente llamado «solitario». Hacer «solitarios» es el entretenimiento del narrador de Juan sin Tierra, pieza del ciclo en que la involución del yo se extrema. Pero en ese extremo, al borde del precipicio, es donde la voluntad da el primer paso del desengaño a la esperanza, de la memoria al proyecto, del odio a una forma de amor o de adhesión a un mundo aceptable: el mundo del Islam y, con él, de los parias.

Acosado por el pecado original de su clase y de su estirpe, el protagonista, en cuanto Alvarito, fracasa como quimérico redentor de los negros esclavos, pero esta condición la asumirá en lo posible el yo adulto, Juan sin Tierra. El exilio le ha convertido en un ser distinto, su ley es otra, nadie le espera: «eres el rey de tu propio mundo y tu soberanía se extiende a todos los confines del desierto: la libertad de los parias es la tuya» (63).

Algunas imágenes sintomáticas de la soledad merecen aquí recuerdo particular. Por ejemplo, ésta: «tu maravillosa soledad de corredor de fondo» (77) alusión al relato de Alan Sillitoe «The Loneliness of the Long-Distance Runner» (1959, llevado al cine en 1962): memoria de aquel forzado corredor que, ya casi ante la meta, se detiene para dejar paso a sus seguidores, convencido de que si algo importara sería el esfuerzo, y no el triunfo; como dijo tan concisamente Leopoldo Alas: «Ni el mundo es una pista, ni el fin de la vida ganar un premio»4. Otra imagen notable es la de la ruptura tajante con la grey civilizadora sólo atenta a la utilidad y el orden práctico: «vuestro contacto será el del cuchillo» (83), figura que se repetirá al final del libro en las palabras árabes que lo cierran. Y otra imagen: la fuerza aislante de la demencia, algo como la resurrección de un Licenciado Vidriera con aura expresionista: «el grito lancinante de la alienada que atraviesa titubeando el vestíbulo de la estación crea alrededor de ella un espacio sagrado inaccesible a los curiosos ajenos a su delirio y, siguiendo su ejemplo, fundarás en el abrupto desafío a su lógica tu propia invulnerabilidad» (82).

Por la complicada serie de unidades textuales que construyen la obra avanza con creciente exultación el sí a la «fraternidad agarena» (89), pero todavía sigue predominando el repudio de la patria antigua. El sujeto confiesa que su odio a las propias señas (raza, profesión, clase, familia, tierra) «crecía en la misma proporción que el impulso magnético hacia los parias» y habla del «foso abierto entre ti» y la «grey civilizadora» (94). Ni el mundo occidental capitalista ni el oriental comunista pueden ser su suelo: lo será ese Islam por donde yerra y lo será sobre todo el reino de su imaginación en el que se siente libre del «binomio opresor espacio-tiempo» (141), inmerso en el espacio textual donde los signos no necesitan de las cosas. La pluma-sexo crea ese espacio como constelación de signos. Pronombres apersonales, voces proteicas, mundo fluyente, destrucción, transmutación de la violencia en signo (158-59). Para mejor situarse con los marginados, Juan sin Tierra vuelve a recordar -julianamente- las crueldades de España con ellos, y para ridiculizar el progresismo marxista utópico se complace en detallar todo un programa de redención por el ocio y el placer. En terreno más personal, escarnece a su enemigo triforme: crítico social-realista, confesor, psiquiatra, y acaba glorificando el «placer solitario de la escritura»: «dejar escurrir su licor filiforme en la página en blanco, alcanzar la delicada perfección del solista» (298). (No resisto la tentación de contrastar esas palabras con otras de Lope de Vega -y perdonen Góngora y Goytisolo- en carta al Duque de Sessa: «que como todo se remite a la pluma, no puede la tinta tanto; que se echan ella y el papel como la hembra y el varón, el papel se tiende y la pluma lo trabaja, como la forma y la materia, que todo es uno»)5.

El escarnio y la aniquilación del enemigo triforme deja paso a otro final anticlimático: exterminado Vosk, el narrador se recordará a sí mismo en Montmartre, junto a cierto caballero flamenco cuyo nombre bordado en rojo establecía una relación mentida con el artista que pintara al diablo expeliendo a las almas protervas por la pupila de su ojo nefando: y «mientras te retiras, cuesta abajo, pensarás que su figura te resulta familiar y, camino del boulevard de Rochechouart, te preguntarás, fugazmente, si no os habéis conocido en alguna parte» (308).

En otro lugar intenté definir las siete partes de Juan sin Tierra con estos términos: memoria apócrifa, alucinación, viaje mágico, recorrido por la historia de España (del que se deduce una terapéutica por activación anal), utopía sarcástica, crítica en forma de pastiches, y teoría de la ruptura (que envuelve confesión y testamento). Y repito que, si bien hay en esta obra más capricho creativo que en Señas y en Don Julián, sería erróneo confundirla con un divertimento antinovelístico: «La conciencia crítica, la pasión de clarividencia, laten aquí en la motivación y en el mensaje, si de tal puede hablarse. La motivación original está en la irritación moral ante las humillaciones presenciadas: humillación del esclavo negro por el propietario blanco, del pordiosero árabe por el turista cosmopolita, del obrero argelino por el francés metropolitano, humillación de los pueblos islámicos por el altivo Occidente, humillación del inconforme por el satisfecho, del exiliado por el auxiliado, del vencido por el vencedor, del artista sensitivo por el crítico obtuso, del penitente por el confesor, del paciente por el psiquiatra, de los libres amantes por la reglamentada 'parejita reproductora', humillación del cuerpo por el alma, del instinto por la razón, del principio de placer por el principio de realidad. El mensaje último sería la ruptura total, la radical subversión, incluido el lenguaje. Reivindicación del cuerpo: no sólo del sexo, sino de todo cuanto el cuerpo es y hace, produce y excrementa. No hay aberraciones. El hombre no es mejor que el animal»6.

Se crea o no en lo que Juan Goytisolo cree, nadie negara su responsabilidad como hombre, y esto, para la grandeza de una obra, importa tanto como la excelencia del logro de su complejidad, riqueza de medios, innovaciones, experimentos, etc., aspectos a los cuales atenderá exclusivamente el lector «snob».

En la parte última de Juan sin Tierra dice el que escribe que su cuerpo nunca abonará el suelo de España: «nadie, absolutamente nadie reclamará sus restos: evitándoles la obscena simbiosis con la tierra nefasta los dejarás reposar en la calma de un makbara musulmán: entre la multitud de piedras anónimas erosionadas por el soplo insaciable del viento» (317).

Es el cementerio que da título a la novela última, Makbara (1980), la cual ya no pertenece al ciclo de la identidad, sino que significa un nuevo comienzo. Juan sin Tierra, a pesar de conducir la soledad a un extremo de cisoria ruptura, sostenía aún la soledad combativa de quien buscaba hacia el futuro. Makbara es el libro del encuentro con lo buscado: la patria nueva, la fraternidad, ¿la liberación?

Goytisolo anunciaba así su proyecto, en 1977, a Julián Ríos: «Dar expresión a la realidad física, corporal del pueblo -este pueblo que contemplo vivir y actuar en el zoco de Marrakech, libre, disponible, ligero- en contraposición al hombre robot creado por las ideologías, me tienta y me fascina: denunciar de algún modo la pesadez y opresión insoportables de nuestras religiones y credos políticos, aun de los que se denominan revolucionarios; dar la palabra a quienes gozan, ríen, desean, ajenos al Poder y sus mentiras». Allí mismo anunciaba Pere Gimferrer: «Le llega ahora el turno a nuestra libertad»7.

La nueva creencia o esperanza, en todo caso la nueva tentativa de liberación de Goytisolo, en Makbara, es la exaltación de los parias y con ellos del mundo árabe o marroquí, que yo no conozco y sólo puedo juzgar muy indirectamente. De esta manera tan imperfecta, uno suponía al pueblo árabe sensual, imaginativo y mejor dotado que otros pueblos para la práctica de la fraternidad hospitalaria, pero también, en sus ayunos, oraciones, abluciones, prohibiciones y sanciones, ritualista, observante y aun fanático de su moralidad y de su causa religiosa. Pero sea como ello quiera, para el nuevo Goytisolo el ideal parece cifrarse, a través de los parias y los árabes, en la libertad o el amor, por decirlo con el título de la genial novela surrealista de Robert Desnos. Con otro surrealista, con García Lorca, tiene Goytisolo ciertas afinidades y sobre todo la de manifestar esa adhesión que Lorca expresaba teórica y prácticamente al gitano, al negro, al judío, al moro y a todos los oprimidos, tan presentes en Poeta en Nueva York.

En Makbara España no aparece para nada (salvo el idioma, claro). Lo atacado ahora es el gélido cielo comunista y la soporosa factoría capitalista: el vano progresismo americano (y europeo: la eurosociedad, 155) y la petrificada ortodoxia soviética. Terminada la era de Franco, reivindicada la obra y en cierta manera la personalidad de Juan Goytisolo en España, ésta desaparece de su horizonte novelístico (no de su obra crítica).

Makbara no está escrita desde la soledad combativa del tríptico de la identidad sino desde otra soledad: la del que contempla una comunidad humana que admira y a la que desearía pertenecer, a la que pertenecerá quizás por amor y atención creativa, pero que no puede leerle. La obra va dedicada A quienes la inspiraron y no la leerán, y yo no sé si sólo por razones de idioma y mercado cultural o acaso también porque si los parias y los árabes leyesen Makbara no se sintieran bien juntos ni confundidos.

Pero Makbara nos tiene a nosotros por lectores. Lectores que ahora podemos ver al narrador fuera de la casa de la habitación, del cubículo, en pleno centro de la plaza, trasmutado en juglar ante un corro de gentes colgadas de su palabra. El nuevo juglar, el heredero del Arcipreste de Hita (tan arabizado) cuenta cuentos, se mete en las figuras de sus cuentos, las encarna, mima sus voces. Del ensimismamiento ha pasado el narrador a la proyección, del camarín al ágora, del amargo boulevard occidental al zoco abigarrado, del onanismo de la tinta a la expansión de la palabra oral que brinda desenlaces a gusto de los oyentes. ¿O no es así?

Temprano aún para contestar. Observamos sólo que el paria cuyo nombre no sabemos de cierto es un monstruo del que todos se apartan, menos los suyos (y aun éstos le hicieron sufrir por su torpeza y fealdad), es el garbanzo negro, la oveja descaminada, a su paso se hace el vacío. Está, pues, al margen de los otros (si no, desde luego, no sería paria). Como Álvaro o uno de sus avatares, busca la tiniebla materna en la sombra de un cine o en las cloacas de la urbe industrial. No menos dura es la soledad de la mujer, o ángel, en su cielo religioso-comunista. Y, aunque paria y ángel se unen y reúnen en el makbara para hacer el amor entre las tumbas, lo que ellos hablan es un monologar: hacia él por parte de ella y hacia sí o hacia nadie por parte de él. Y su amor, por más que el narrador lo exprese algunas veces con estremecedora intensidad, es casi siempre carnalidad a la enésima potencia, y muchas veces se presenta en deliberada estilización repulsiva: garañón desorejado, ratas de sumidero, vieja con prótesis dentaria, etc. Aunque fuesen parias por su infamia ínfima (estas palabras usa el diccionario para definir la voz «paria»), ¿por qué no jóvenes o limpios en su pobreza libre?, y perdónese el candor de la pregunta.

Entre el progreso de la grey civilizadora del Oeste y el rigor ortodoxo económico-social de la grey civilizadora del Este, Goytisolo se decide por la libertad o el amor, pero sin salir de lo que esos mundos o sistemas, y también cualquier persona no adscrita a ninguno de ellos, habrán de sentir como desorbitada abyección, como el esperpento del excremento.

Notaré, para terminar, la presencia de algunos rasgos de raíz solitudinaria: el empleo simultáneo de yo-tú-él para un solo sujeto, que es menos polifonía de juglar que ventriloquismo de bululú; el uso sobreabundante del infinitivo: no pasado, ni presente, ni futuro, o bien, las tres instancias según y cómo lo indefinido del infinitivo se oriente en la rosa de los vientos del reloj del lector; inconexión, acronía, atopía, apersonalidad o multipersonalidad, enumeraciones caóticas.

La obra que anuncia o parece anunciar esa liberación erótica y anárquica, desemboca en la página a mi entender más perfecta jamás escrita por Juan Goytisolo: «Lectura del espacio en Xemaá-El-Fná». Final que va de la euforia del día (clímax) a la melancolía nocturna (anticlímax): exaltación de las gentes, de las cosas, de los espectáculos, del contacto humano, seguida de una reflexión literaria y solitaria. Lectura del espacio y de la alegría de la fraternidad, pero de una fraternidad contemplada. Si existe, la fraternidad está entre esos marroquíes que han recuperado al paria y al ángel, que escuchan los cuentos del juglar y que conviven, danzan, pregonan, exponen, ríen, se rozan y encienden el placer, juntos o aproximados en una existencia convivencial, sensual y ligera, ligera, ligera. Eso es lo que admira el lector del espacio desde que el islote de libertad y de fiesta alumbra su ilusión hasta que la fiesta acaba, las luces se apagan y la plaza queda desierta con sólo algún mendigo dormido o algún perro vagabundo: «lectura en palimpsesto: caligrafía que diariamente se borra y retrasa en el decurso de los años: precaria combinación de signos de mensaje incierto: infinitas posibilidades de juego a partir del espacio vacío: negrura, oquedad, silencio nocturno de la página todavía en blanco» (222).

¿Ha salido el escritor al ejido de la fraternidad? ¿Sigue aún encerrado en su celda, haciendo solitarios? Preguntas que no son candorosamente extra-literarias, pues la literatura serán en cada uno de sus textos todo lo autónoma que se quiera, pero nunca es independiente de la personalidad de su autor ni de su raíz histórico-social.





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