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Capítulo XXIII

De su feliz tránsito

     Con tan continuos trabajos y largas enfermedades, tengo por cierto pasó este santo varón de los setenta años de edad, porque, aunque no sabemos el año de su nacimiento, parece bastante prueba decir el padre fray Luis de Granada que comenzó su predicación de los veinte y ocho a los treinta años, y afirmar el padre Juan Díaz, su discípulo, en el prólogo de los sermones del Santísimo Sacramento, que predicó este misterio cuarenta y cinco años, llegan a setenta y tres, aun contando desde los veinte y ocho; otros le da sesenta y nueve, como dijimos en el capítulo pasado. Larga vida, si consideramos un trabajar incansable, frecuentes caminos, predicación continua, rigurosa penitencia, y, lo que más admira, diez y ocho o veinte años de enfermedades. Es Dios Señor de la vida, dala larga a quien la pone en sus manos; mueren muchas veces mozos los que con mayor industria trabajan por conservarla.

     Con la edad y enfermedades vino a estar delicadísimo, y, como él dice en la carta primera a un predicador, aconsejándole trabaje moderadamente:

           Y no querría verle como estoy de indiscretos trabajos, que a cada sermón me da una calentura.

     Hizo también la edad suerte en la vista, ayudada de un fuerte corrimiento. Dice a don Pedro Guerrero en una carta:

           Desde principio de octubre me ha ido de salud tan flacamente de un dolor de cabeza y corrimiento a los ojos, que no he podido hacer esto, aunque lo he deseado, y aunque ahora ha cesado el dolor, no el corrimiento, que según dicen va a más andar a hacer catarata. Sed Domini sumus sine vivimus, sive morimur.

     Si bien el cuerpo padeció estos ultrajes, el ánimo se fue siempre mejorando, sin que le alcanzase parte de debilidad y de flaqueza, que suelen padecer los viejos, tal vez doctos. Las veces que sus enfermedades le daban alguna tregua, predicaba los últimos años sentado en una silla, mas con la voz tan entera y sonorosa que se oía en cualquier parte de la iglesia; el fervor y la eficacia siempre mayor, y en lo último de la vida cantó con mayor suavidad este divino cisne. Había ya algunos años que residía en Montilla, como dejamos escrito, así asistiendo a la Condesa de Feria como detenido de sus enfermedades, en que le acudieron con liberalidad y piedad notable los señores de esta casa.

     Habiendo pasado una feliz carrera, peleado varonilmente con los vicios, vencido el mundo, ganado grandes despojos del infierno, quiso Nuestro Señor sacar a su gran siervo de este destierro, y darle la corona merecida por tanto número de almas como encaminó a su servicio, por tantos triunfos como alcanzó del pecado y del demonio, por la palabra divina, tan fielmente predicada, por tan continuos sudores en beneficio de las almas, por tantas enfermedades padecidas con tan singular paciencia; mas no quiso el gran remunerador de trabajos que la muerte careciese de nuevos merecimientos, con los acerbísimos dolores que en ella padeció, a imitación de aquel Señor, que en una cruz murió a sus manos, pareciendo en el morir a quien tanto procuró imitar viviendo.

     Por marzo del año de mil y quinientos y sesenta y nueve le apretaron dolores de hijada y los riñones con notable vehemencia; fue pasando el mes de abril, hasta que a los principios de mayo, día de la aparición del Arcángel san Miguel, su gran devoto, le sobrevino un dolor en el hombro y espalda izquierda. Parecióle al padre Villarás que, como fiel amigo, le asistía, que la disposición era muy peligrosa y muy diferente de las pasadas, y así preguntó: «¿Siente vuestra merced que Nuestro Señor le quiere llevar para sí?» Respondió que no. Otro día, por la mañana, vino el médico, y después de haberle visitado le pareció que estaba muy de peligro, y así lo dijo al padre Villarás, y le advirtió que, si tenía que hacer testamento, lo hiciese con brevedad; respondióle el padre que no tenía de qué hacerlo, porque, como había siempre vivido pobre, moría pobre (suma felicidad de un sacerdote). Llegóse el médico al santo Maestro, y le dijo: «Señor, ahora es tiempo en que los amigos ha de decir las verdades, vuestra merced se está muriendo, haga lo que es menester para la partida». Entonces el venerable padre levantó los ojos al cielo, y dijo: Recordare, Virgo Mater, dum steteris in conspectu Dei, ut loquaris pro nobis bona. Acuérdate Virgen Madre en el acatamiento de Dios de alegar en mi favor. Dijo luego: «Quiérome confesar», y añadió: «Quisiera tener un poco de más tiempo para aparejarme mejor para la partida». Habida la nueva del peligro, con notable sentimiento, vino la Marquesa de Priego a visitarle; parecióle que era bien que el padre Villarás le dijese Misa. Él le preguntó de quién quería que la dijese, si del Santísimo Sacramento, o de Nuestra Señora, que eran sus especialidades devociones. Respondió que no, sino de la Resurreción, como hombre que comenzaba ya a consolarse con la esperanza de ella. Entonces la Marquesa mandó traer hachas para darle el Santísimo Sacramento por viático y, cuando se lo traían, decía con tierno y amoroso afecto: «Denme a mi Señor, denme a mi Señor». Llegando con el Santísimo Sacramento el padre Villarás, que le traía, le pidió que, por consuelo suyo, y los que estaban presentes, dijese alguna cosa de edificación. Respondió el venerable Maestro que el Señor, que había de recibir en aquel Santísimo Sacramento, había descendido de los cielos a la tierra para remedio, sanidad y consuelo de pecadores arrepentidos; que él era uno de ellos y, como tal, pedía se le diesen. Quedaron los presentes edificados de tan grande humildad, recibióle con gran ternura y reverencia. Sería esto entre las ocho y nueve de la mañana, y el dolor que había comenzado la tarde antes se pasó a la hijada izquierda, y subió al pecho y al corazón. Pasada casi media hora, después que recibió la sagrada comunión, pidió la Extremaunción, y diciéndole que aún no era tiempo, que podía esperar algo más, respondió que todavía fuese luego, porque él quería estar en todo su acuerdo para oír y ver lo que en este sacramento se decía y hacía; diéronsele al medio día, estando en todo como había deseado.

     El dolor iba creciendo y apretándole el pecho, porque ni en este breve espacio quería nuestro Señor que careciese de merecimiento, pues no había de carecer de galardón eterno. Preguntóle entonces la Marquesa qué quería o mandaba que hiciese por él; respondió: «Misas, señora, Misas y aprisa». Palabra que causó grande admiración en los presentes, y decían: «Si este gran siervo de Dios pide Misas, y muchas, y que se digan aprisa, ¿qué será de nosotros, que tanto hemos ofendido a Dios?» Acudieron sus grandes amigos los religiosos de la Compañía a consolarle y apadrinarle en el último combate. Díjole el padre rector: «Muchas consolaciones tendrá vuestra reverencia de Nuestro Señor». Respondió: «Muchos temores por mis pecados». Palabras que piden el mayor entendimiento para su ponderación.

           Gran jornada, exclama el padre fray Luis de Granada en este paso, debe de ser la postrera, pues un varón tan santo, que tan dispuesto estaba, confesando y diciendo Misa, o comulgando cada día, dice que quisiera tener más tiempo para aparejarse, y gran juicio debe de ser el de esta hora, pues este varón, tan grande siervo de Dios, y que así le había servido, teme el entrar en él, y pide socorro de Misas que sirven para alivio de las penas del purgatorio, porque ya que tuviese algo que purgar, lo cual no se debe creer de tales virtudes y vida, ¿no bastaban veinte años de enfermedades, tan agudos dolores, llevados con heroico sufrimiento?, mayormente valiendo más un día de los trabajos padecidos voluntariamente en esta vida que muchos en las penas de purgatorio, que tienen más de necesidad, que de voluntad.

     ¡Oh demasiadas confianzas nuestras! Vidas estragadas, desacompañadas del temor que pide aquel momento, que mira una eternidad, a vista de aquella puerta formidable, por donde pasa el alma a padecer o gozar siglos sin fin, de aquel paso en que va la suma de las cosas. ¡Denos Dios luz para acertar en lo que va perder o ganar a Dios eternamente!

     Con varios afectos ha dispuesto Nuestro Señor la salida de este mundo de sus siervos, segurísimos de la confianza temerosa y del temor confiado. Fue sin duda el crisol último en que se purificó el alma santa del venerable Maestro Ávila; estos temores de su salvación, la mayor probanza de su virtud y santidad. Aquel grande Arsenio, grande en el mundo, ejemplo y admiración de los yermos, hombre sólo en el aspecto, serafín en el espíritu, llegándose la hora última, comenzó a llorar copiosamente, y a temblar con movimientos notables. Dijéronle sus discípulos: «¿Qué es esto, padre, y tú lloras? ¿Acaso temes?» Él respondió: «De verdad temo, y este temor, que así de mí se apodera, siempre le tuve desde que comencé a ser monje.» San Armulfo obispo, estando a la muerte, dijo a un amigo suyo que le enconmendase a Dios, porque estaba muy apretado y no le parecía que había satisfecho por sus pecados antiguos, que anudados en un poderoso ejército le acercaban. San Agatón abad, después de una santa vida en un desierto, tembló al morir, por los sobresaltos y congojas de su salvación, y extrañando este temor sus discípulos, les dijo que temía porque sabía que eran muy altos los juicios de Dios y muy diferentes de los nuestros. Abenner, padre de san José, después de cuatro años de penitencia en la soledad, se vio al tiempo de la muerte con grandes congojas y miedos, hasta que su santo hijo le quietó. San Hilarión, espejo de toda santidad, viendo que su alma recelaba la partida, la esforzaba diciendo: «Sal, alma mía, ¿qué temes? ¿Setenta años ha que sirves a Cristo, y temes la muerte?» El pacientísimo y inocentísimo Job, que no tenía par ni semejante en la tierra, cuánto mostró el temor que tenía de este juicio, cuando decía: ¿Qué haré cuando se levantare Dios a juzgar?, y cuando me hiciere cargo de mis culpas, ¿qué le responderé? De esta manera temieron los que con gran luz de Dios penetraron las veras de este juicio, y así los temores del santo Maestro Ávila, no sólo no son argumento de imperfección, sino de gran perfección y prudencia.

     Entre las virtudes que más resplandecieron en el santo Maestro Ávila, con la ocasión de su muerte, fue la humildad que, profunda en la vida, al morir fue profundísima. Esta dio materia a sus temores, porque mirándose a sí con los ojos claros, no halló sino defectos y flaquezas, y descontento de sus obras, por suyas, si bien grandes y de incomparable mérito. Cercaban al santo lecho los religiosos de la Compañía, y como a varón tan santo le decían consideraciones delicadas, muy altas y divinas; él con mucha humildad les dijo: «Padres míos, díganme qué es lo que suelen decir cuando acompañan a los que van a morir por sus delitos». Respondiéronle que les decían tuviesen gran confianza en la misericordia de Dios, porque era infinita, y se apiadaba de los más rematados pecadores, que de corazón piden perdón. Él les dijo: «Padres míos, díganme mucho de eso», con que mostró sentir alivio en sus congojas. Con este santo temor acabó la vida este varón apostólico, dejándonos con este clarísimo ejemplo de su temor, la razón que todos tenemos de vivir y morir con él.

     Preguntóle la Marquesa dónde quería se sepultase su cuerpo, mostrando sería su gusto y de la señora sor Ana, Condesa de Feria, que le tenían por padre de sus almas, se enterrase en Santa Clara, mas él respondió que no, sino en el Colegio de los padres de la Compañía de Jesús, a los cuales, como había amado en vida, quiso darles esta prenda en muerte.

     Era ya tarde, y el dolor iba subiendo al pecho, y uno de sus discípulos, que tenía un crucifijo en las manos, se lo entregó, y él le tomó con ambas manos, y le besó los pies, y la llaga preciosa del costado, con gran ternura y devoción, y abrazólo consigo; púsole también en la mano una cuenta de indulgencias que el tenía consigo, para que pronunciase el nombre de Jesús; pronuncióle muchas veces con el de Nuestra Señora. Era ya noche, y apretábale mucho el dolor, y él decía a nuestro Señor: «Bueno está ya, Señor, bueno está». Llegó el dolor a las once y doce de la noche, y él perservaba diciendo con voz muy flaca: «Jesús, María, José.»

     Poco antes que muriese le dio cierta cosa congojosa, y aunque no dijo qué, dio muestras de estar con pena; volvió los ojos a un cuadro pequeño de un Ecce Homo, que estaba colgado en la pared, y habiendo estado mirándole algún espacio, volvió con suma serenidad, y dijo: «Ya no tengo pena alguna de este negocio». El dolor no cesaba, ni él de invocar a Dios y repetir los tres nombres dulcísimos de Jesús, María, José, y cuando le fue faltando la habla, en el movimiento de los labios se conocía decir las mismas palabras. Un padre le tenía el crucifijo en la mano derecha, y otra persona la vela en la izquierda. En todo este tiempo ninguna mudanza hizo en su rostro, ni en los ojos, de las que suelen hacer algunos enfermos, mas antes la serenidad de rostro, que siempre tuvo en vida, conservó en muerte, y apenas estuvo un cuarto de hora sin habla; y con esta paz y sosiego dio su espíritu a Nuestro Señor. Eclipsóse este gran sol, que alumbraba nuestra España con su esclarecida vida y ejemplos, y aunque fueron tan grandes sus trabajos y dolores, no le quedó aquel día a deber nada su Amo; púsole, como piadosamente debe creerse, en posesión eterna de sí mismo, con tanta pujanza de gloria cuanta fue la gracia de que, para su ministerio apostólico estaba lleno, y de aquel pobre aposentico partió rico, vestido de inmortalidad, a ser rey en el reino de la vida.

     Y cuán grande fue el premio de gloria que allí recibió, decláralo Cristo, nuestro bien, en su Evangelio, diciendo que el que hiciere, y enseñare, esto es el que guardare sus mandamientos, y los enseñare a guardar a otros, será grande en el reino de los cielos. Y este oficio de doctor tiene en el cielo especial premio, como el de virgen y mártir, que todos concurren en este gran varón, si los dolores pueden hacer mártires, y el deseo denodado de ir a padecer martirio. Los justos, dice Daniel, resplandecerán como el cielo, mas los que enseñan a otros a serlo, resplandecerán como estrellas en perpetuas eternidades.

     Sucedió esta muerte a los diez de mayo del año de mil quinientos y sesenta y nueve, día del santo Job, según la cuenta del Martirologio Romano, en que se nos da a entender que este gran siervo de Dios, no sólo recibió corona de doctor sino también de paciencia, que conservó veinte años de enfermedades.



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Capítulo XXIV

Entierro y sepulcro del padre Maestro Ávila, y sentimiento que hubo por su muerte

     Como quebrado el alabastro del precioso nardo por la religiosa Madalena a los pies del Salvador, se llenó toda la casa de olor, así, quebrado el vaso de tierra del frágil cuerpo del santo Maestro Ávila, se sintió un olor suavísimo que llenó toda la casa, tan fragante que en el aposento en que murió, y el oratorio, duró más de cuarenta años, y aunque admirable y divino, no igualó al de sus virtudes, con que llenó todo el orbe.

     Luego, al punto, la Marquesa envió orden a los conventos de San Agustín y San Francisco, y Colegio de la Compañía, para que se dijesen Misas, confiada eran más gloria accidental del difunto, que sufragio de su alma; la misma diligencia mandó hacer con la clerecía de las iglesias de Montilla, que es copiosa, y en los demás lugares de su estado.

     Fue extraordinario el sentimiento de toda aquella villa, de la muerte del Apóstol que gozaban, y así, conforme al dolor, fueron las demostraciones. Concurrió todo aquel pueblo eclesiástico y seglar a acompañar y venerar el cuerpo. Fue copioso el concurso, aumentando con gente que vino de la comarca, de manera que no podía pasar el clero y religiones con el venerable cuerpo; todos procuraban tocarle y tomar parte de sus vestidos por reliquias, y besarle los pies, y hacer otras demostraciones, con que ostentaban la gran opinión de santidad que tenían del difunto. Dificultosamente podía caminar la pompa fúnebre, aun defendida de los ministros de justicia, que reparaban del tropel y multitud la gran reliquia. Acompañóle el clero y religiones con cantos eclesiásticos, el pueblo, con lágrimas y llantos, doliéndose de la gran falta que les había de hacer tan gran varón y maestro.

     Llegaron apenas a la iglesia del Colegio de la Compañía, corta para la multitud que quisiera asistir al oficio del entierro; poca parte la ocupó, respeto de la que quedó afuera.

     Acabados los sufragios y demás ceremonias de la iglesia, hechas con gran devoción y sentimiento, los religiosos de la Compañía, agradecidos de la demostración de voluntad que el venerable Maestro hizo de su religión, y buena correspondencia, no le dieron sepultura en la forma que se suele; diferenciáronle de los demás muertos, como él los diferenció en la vida. En la capilla mayor del Colegio, que es de los Marqueses de Priego, al lado del Evangelio abrieron en el arco un hueco, donde, elevado en una caja, acomodaron el cuerpo, y delante de él una gran losa engastada en la pared; en ella con letras grandes, grabado este epitafio, composición del padre Jerónimo López, de la Compañía de Jesús, tan religioso como gran poeta.

MAGISTRO IOANNI AVILAE, PATRI OPTIMO,

VIRO INTEGERRIMO, DEIQUE AMANTISSIMO

FILII EIUS IN CHRISTO P.

                  Magni Avilae cineres, venerabilis ossa Magistri
Salvete, extremum condita ad usque diem
Salve, dive parens, pleno cui flumine coelum
Affluxit, largo cui pluit imbre Deus,
Coeli rore satur, quae mens tua severat intus
Mille duplo retulit foenore, pinguis ager.
Quas Tagus, ac Betis, quas Singilis aluit oras
Ore tuo Christum buccina personuit
Te patrii cives, te consulturus adibat
Advena, tu terris numinis instar eras.
Quantum nitebaris humi reptare pusillus,
Tantum provexit te Deus astra super.

IPSE LECTORI.

                  Avila mi nomen, terra hospita, patria coelum,
Quaeris quo functus munere? messor eram.
Venerat ad canos falx indefessa seniles,
Quae Christi segetes messuit innumeras.

     Animóse a volverle así nuestra lengua:

                  Salve, mármol sagrado, en quien ahora,
Urna feliz hasta el supremo día,
Cenizas del gran Ávila atesora.
Salve, padre y maestro,
En quien el cielo todo, por bien nuestro,
Innundaciones de su amor llovía,
Fecundó, pues, con celestial rocío
Lo que en tu pecho mismo había sembrado,
A Dios dio fruto veces mil doblado,
Que en mieses ya maduras
Lo que te fía cobra con usuras,
Cuanta espaciosa vega
El Tajo y el Genil, y el Betis riega,
Llenó tu voz del nombre,
Que el Evangelio aclama, de Dios Hombre.
El santo desengaño,
El natural buscaba, y el extraño
En ti como espejo,
oráculo era al mundo tu consejo,
Y cuanto procuraste
Ser pequeño en la tierra, en que dejaste
De tu humildad tan soberanas huellas,
Tanto mayor subiste a hollar estrellas.

     El mismo venerable padre al lector:

                  Ávila fue mi nombre, mi camino
La tierra en que pisaba peregrino;
El cielo era mi patria verdadera
¿Qué oficio ejercité? Segador era,
De la incansable mano
Nunca dejé la hoz por muy anciano,
Antes a Cristo di siempre constante
Cosecha de sus mieses abundante.

     En las palabras de este epigrama mostró la sagrada religión de la Compañía de Jesús la gran veneración y estima que hizo de este varón apostólico, que ha sido siempre igual a la que ha dado a su gran fundador san Ignacio, imitando el efecto y aprecio que el santo patriarca hizo de nuestro gran Maestro, como hemos visto, y veremos adelante.

     Hiciéronsele obsequias en Baeza, y predicó el doctor Bernardino de Carleval, su discípulo, donde mostró el justo sentimiento de esta Escuela. Hizo alarde de las grandes hazañas y virtudes de su venerable Maestro.

     Fue muy sentida esta muerte en toda la provincia del Andalucía, donde apenas había ciudad o lugar grande, donde no tuviese discípulos, y muchas personas de aventajado espíritu, que justamente sintieron la soledad, y falta de este gran Maestro, padre y guía de sus almas.

     Tocó el dolor más de cerca a la Marquesa de Priego, púsole a riesgo la vida, con una enfermedad peligrosa; teníale por padre, y vio acabarse el consuelo único suyo, y luz de todo su Estado. La soledad fue mayor, y igual el sentimiento de la santa sor Ana de la Cruz, Condesa que fue de Feria; debía, después de Dios, al padre Maestro Ávila los grandes aumentos de santidad a que llegó aquella alma felicísima.

     Mas la grandeza de esta pérdida súpola ponderar y sentir quien tenía íntimamente conocida la santidad, y importancia de la vida de nuestro santo Maestro. La gloriosa santa Teresa de Jesús derramó por esta muerte copiosas lágrimas. Escribe advertidamente lo que en esto pasó el santo obispo de Calahorra, fray Diego de Yepes, en el libro tercero, capítulo veinte y cinco de su vida, donde ponderando lo que estimaba la Santa los hombres que se empleaban en ministerios de almas, lo que rogaba a Dios por su salud, lo que sentía su muerte, añade estas palabras:

           Cuando murió el padre Maestro Ávila, de quien tantas veces habemos hablado en esta Historia, súpolo luego la Santa en Toledo, que entonces estaba en casa de doña Luisa de la Cerda; pues, como ella vio que faltaba tan grande santo de la tierra, comenzó a llorar con grande sentimiento y fatiga. Causó a sus compañeras grande novedad este llanto, no acostumbrado en muerte de nadie, y la que, habiendo sabido la muerte de su hermano, no había echado una lágrima, sino que, puestas las manos, bendecía al Señor, viendo ahora con tan nuevo sentimiento, les ponía grande espanto y admiración, y habiendo sabido de ella la causa de su llanto, le dijeron, que por qué se afligía tanto por un hombre que se iba a gozar de Dios. A esto respondió la santa: «De eso estoy yo muy cierta, mas lo que me da pena es, que pierde la Iglesia de Dios una gran columna, y muchas almas un grande amparo, que tenían en él, que la mía, aun con estar tan lejos, le tenía por esta causa obligación».

     Hasta aquí el santo obispo. Estas palabras, este sentimiento, estas lágrimas son el mayor elogio que puede escribirse del padre Maestro Ávila.



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Capítulo XXV

De las revelaciones de su gloria y estimación de sus reliquias y sepulcro

     Sin duda es gran día para Dios el que entra un santo en el cielo, que aunque aquel mar de infinita felicidad está en continua creciente, cuando a él vuelven los ríos de santidad que de él salieron, parece da muestras en el cielo de cuán maravilloso y glorificado es en sus santos. De su venida da cuenta muchas veces como de cosa de gran gusto suyo, a los amigos que tienen acá en el mundo, o para consuelo suyo o manifestación de la gloria de sus siervos. De la del padre Maestro Ávila hubo algunas revelaciones, que se tuvieron por ciertas.

     Doña Inés de Hoces, monja profesa en el monasterio de Santa Marta de Córdoba (cuya madre recibió del santo Maestro Ávila el mayor beneficio de encaminarla a la salvación muy al seguro) fue muy estimada del padre Maestro Ávila, para quien son algunas cartas de su Epistolario. Después de su muerte, la gobernó el padre Juan de Villarás, a quien se la encomendó. Su trato con nuestro Señor fue muy íntimo y familiar; aprobaron su espíritu hombres doctos y espirituales. Cuenta que, antes de su muerte se le apareció Cristo Nuestro Señor y la consoló en una grande aflición que tuvo; llegó con un ejemplar tenor de vida a noventa años de edad, y acabó en el Señor con muy gran loa. Muerto el padre Maestro Ávila esta sierva de Dios se puso a discurrir si el alma del padre Maestro Ávila había pasado por purgatorio, o se fue derecha al cielo. Parecíale que de la pureza y perfección de su vida se debía píamente creer así. Estando un día en aposento, embebida en este pensamiento inclinándose mucho a que desde la cama había entrado en el cielo, se le puso delante un mancebo muy hermoso, y le dijo: «¿Pues no había de ser así?» Esto discurría con su piedad, que inquirirlo con curiosidad fuera cosa digna de reprehensión. Esta visión contó el padre Francisco Gómez, de quien dejamos hecha mención muy larga.

     Otra vez, estando en su aposento esta misma religiosa, vio pasar al santo Maestro Ávila, después de su muerte, vestido de ornamentos sacerdotales, con gran luz y resplandor y dijo al pasar: «Vos allí habéis de ir también»; penetró la pared del aposento y desapareció.

     Estas visiones se pueden tener por ciertas, según las circunstancias de la perfección de vida de doña Inés, y fidelidad que siempre se le conoció, y aprecio que de ella hicieron tanta gente docta y grave, mayormente en confirmación de la santidad de un varón tan señalado y tan gran siervo de Dios.

     Pertenece a esta parte lo que dejamos escrito de la madre Constanza de Ávila, que, estando con aquella tentación contra la inmortalidad del alma, vio al santo Maestro Ávila en visión intelectual, y le dijo: «Grados de gloria tengo», y se apareció a esta sierva de Dios al tiempo de su muerte, dándole la buena nueva, que se verían juntos en el cielo.

     El año de mil y quinientos y ochenta y nueve, día del apóstol san Mateo, hubo una gran tempestad en la villa de Montilla y su comarca; al anochecer fue mucho mayor; temióse había de asolar la villa; en Córdoba hizo notable estrago. Fray Bartolomé de Jerusalén, religioso descalzo de la Orden de San Francisco, estando en el convento que esta religión tiene extramuros de esta villa, se puso a conjurar el nublado desde el claustro alto del convento. Antes de empezar los exorcismos se halló cercado de demonios, y le decían: «No te canses, que Montilla tiene fuertes muros, y así no recibirá daño»; y replicando que era lugar abierto: «Cómo ¿decís que tiene fuertes muros?», respondieron los demonios: «¿Qué más fuertes muros que Avililla, el que está enterrado en la Compañía, y sus discípulos? ¡Pobre de Montilla, si no tuviera tales muros!» Vivían aun los dos últimos. Este caso fue muy público en Montilla, y deponen de él número grande de testigos.

     Vivía en Montilla la madre Agustina de los Ángeles, beata profesa de la Orden de San Agustín, de quien hemos hablado, mujer de gran virtud, vida ejemplar y muy contemplativa. Confesaba con el padre Maestro Ávila, y la gobernaba en las cosas del espíritu. El día que el santo varón murió, se le apareció el demonio y le dijo: «Agustina, ya es muerto Avililla, no tendrás quién te confiese y aconseje como él; ahora nos lo habremos los dos».

     Estos casos que suelen ser muy frecuentes en las muertes de las personas que dejan opinión de santidad, piden a la piedad cristiana entero crédito, mas lo que lo necesita es la aprehensión común, mayormente de personas doctas y espirituales, que con asentimiento uniforme tienen por varón de singular santidad al que ha faltado, mayormente concurriendo la aclamación del pueblo.

     Este género de testificación de santidad la ha tenido el venerable Maestro Ávila, igual a cuantos hombres y mujeres santos han muerto en este siglo último, muchos ya canonizados, porque no se abre libro en que se ponga su nombre sin encarecidas alabanzas y encomios. Jamás le nombró persona que no sea llamándole a boca llena el santo Maestro Ávila. Jamás se oye su nombre que no se regalen los oídos, y enternezca el corazón; y ha poseído los de toda España, con notable aceptación y crédito, no sólo teniéndole por santo, sino por muy gran santo, y de los grandes que reinan en el cielo.

     Desde el día que entró en el descanso eterno, se estimaron y procuraron sus pobres alhajas y vestidos, y todas las cosas de su uso, teniéndolas por reliquias, como de hombre santo, y aunque esto ha sido común en todos, en especial los religiosos de la Compañía de Jesús tienen y estiman sus reliquias en suma veneración, poniéndolas en nóminas, comunicándolas a personas afectas al santo, dándoles todo el culto que se puede a las prendas de los que dejan opinión de gran santidad.

     Hanse copiado muchos retratos suyos, y se veneran como de persona santa, y aunque muestran un rostro de hombre grave, no llenan con mucho lo venerable y divino que tenía.

     El padre Juan de Villarás guardaba sus reliquias como de hombre santo, y dio a personas devotas letra suya, pelos de su barba, pedazos de su vestido, y algunos libros en que había estudiado los dio, como preciosas joyas, para la librería de la Asunción de Córdoba. Don Pedro Fernández de Córdoba, marqués de Priego, preguntó al padre Villarás, si había quedado alguna cosa de las que usaba el padre Maestro Ávila. Respondió que hasta unos zapatos viejos habían llevado, y que sólo había quedado el cáliz en que decía Misa, con que celebraba él. Dijo que, en faltando, le había de llevar a su palacio, como lo hizo. Tíénenle aquellos señores en gran estima y veneración, por haber celebrado en él tantas veces el padre Maestro Ávila.

     El Duque de Arcos guarda algunas cartas del varón santo con suma veneración, y con la misma conservaba cuatro cartas de letra del padre Maestro Ávila el doctor Francisco Yáñez de Herrera, patrón, y catedrático de Prima que fue de la Universidad de Baeza, varón grande en la virtud y letras, sucesor dignísimo de aquellos primeros santos catedráticos, que fundaron esta Escuela. Prometió escribir la vida del santo Maestro Ávila, de quien era devotísimo. Mayores ocupaciones nos privaron de este bien; tenía ya recogidas muchas cosas: algunas quedaron en la deposición jurada, igualmente docta y pía, que componen gran parte de los capítulos siguientes. Para animarme a esta obra me favoreció con una de las cartas, que estimo como es justo. Llevóle Nuestro Señor a descansar a tiempo que pudiera ayudar mucho a esta empresa tan desigual a mis fuerzas.

     El conde de Benavente y Luna, don Antonio Pimentel, guardaba con gran veneración dos firmas del venerable Maestro, la cruz grande de madera, único adorno de su aposento, los manteles con que decía Misa, parte de un dedo, y otras reliquias suyas, con tanta estima y amor que afirma en su deposición jurada que, habiendo dado muchas reliquias de santos a personas devotas, nunca ha podido vencerse a apartar de sí las del venerable Maestro Ávila, pareciéndole que quedara muy solo sin ellas; y afirma que, en sus necesidades espirituales, y un inestimable tesoro, y que de ellas se ha valido en sus enfermedades y trabajos, y ha sentido particular fervor y auxilio de Nuestro Señor, y que ha oído que a otras personas ha sucedido lo mismo.

     El aposento donde murió se tuvo en grande veneración, como lugar donde había muerto un varón de tan grande santidad, y de cuya gloria no dudaban. Es opinión constante de Montilla, y lo deponen muchos testigos jurados, que por más de cuarenta años, después de la muerte del padre Maestro Ávila, se sintió en este aposento, y en especial en el oratorio, un olor muy suave y confortante, que alegraba y vivificaba el espíritu, y consolaba a los que en él entraban. Muchas personas han venido a visitar este aposento. San Francisco de Borja, pasando por Montilla, habiendo venerado el sepulcro del padre Maestro Ávila, preguntó por la casa donde había vivido; y, estando en ella, entró de rodillas desde la puerta del aposento donde más asistía hasta la parte donde murió, con gran veneración y respeto.

     Quedó en esta casa el padre Juan de Villarás, y mientras vivió, las estimó el marqués don Pedro, ni consintió las habitasen sino clérigos virtuosos; el tiempo alteró esto, con que cesó el olor.

     Habiendo venido a Montilla el duque de Arcos con el conde de Luna, su yerno, después de Benavente, por el año de mil y seiscientos y seis, a la muerte del marqués don Pedro, un día, saliendo a acompañar al Santísimo Sacramento, que llevaban a un enfermo, y dejándole en la custodia, pasando por la casa del padre Maestro Ávila, dijo el duque al conde, su yerno: «Hijo, vamos a ver un santuario digno de toda veneración, que es la casa donde vivió y murió el siervo de Dios el padre Maestro Ávila». Llegando a ellas se hincaron de rodillas a la puerta de la casa, y con grande humildad besaron los umbrales de ella, diciendo: «Esta veneración y mayor se debe a esta casa por haber vivido en ella aquel santo y insigne varón». Vieron esta acción muchas personas que los acompañaban.

     No fue menor el afecto del conde del Castellar, señor de raro ejemplo de vida; vino desde Sevilla en compañía del licenciado Francisco de Cervantes, hombre de gran espíritu, y otros piadosos caballeros, a visitar al santo cuerpo; preguntó el conde por las casas, y él, y los demás veneraron y besaron los umbrales, con actos de mucha religión y reverencia.

     La veneración mayor ha sido al santo cuerpo. Hase visitado su sepulcro con gran frecuencia de los fieles de toda suerte de personas, ofreciéndole dones, y votos en hacimiento de gracias, por mercedes recibidas por su intercesión.

     Decía el padre Villarás Misa junto a un altar que está cerca del sepulcro de su santo Maestro. Cuando la acababa de decir, hacía una humiliación al altar donde la había dicho. Volvía luego la cabeza al lugar donde estaba el santo cuerpo, y la tornaba a bajar, haciéndole esta veneración, mostrando la que de él tenía. Ya dijimos la gran reverencia que hizo a este sepulcro san Francisco de Borja cuando pasó por Montilla, reconocido del bien que recibió por su medio.

     La marquesa de Priego, doña Catalina, hija de la santa Condesa de Feria, señora de la ejemplar virtud, que escribimos, dejó el convento de San Francisco de Montilla, sepulcro de sus pasados, y se mandó enterrar en el Colegio de la Compañía, a los pies del padre Maestro Ávila.

     Este sepulcro le estima la universal Compañía de Jesús, teniendo a gran felicidad que el Colegio de Montilla tenga este tesoro, que no le trocaran por cuantos tiene el mundo, y como ufana de poseer esta prenda, lo publicó, en su nombre, su historiador el padre Nicolás Orlandino, lib. 14, núm. 61, donde hablando del padre Maestro dice:

           Ad extremum supremo vitae suae die corpus suum Montillae iussit suae voluntatis benevolentiaeque pignus in Aede nostra sepulturae mandari.

     Entre las personas que con mayor afecto han visitado el sepulcro del venerable Maestro Ávila, ha sido don Mateo Vázquez Leza, arcediano de Carmona, canónigo de la santa iglesia de Sevilla, varón de ejemplar virtud. Vino de muchas leguas a venerar el cuerpo del beato Maestro Ávila, y velar en oración junto a su sepulcro, como lo hizo algunos días, morando para este efecto en el Colegio de la Compañía. Hablaba con gran veneración y estima del santo Maestro Juan de Ávila; parecióle que su santidad y fama pedía más descubierto sepulcro; dio al padre rector del Colegio una suma competente, para que se hiciese una urna de jaspe, en que se trasladase y colocase más decentemente el santo cuerpo. Hízose la urna, de siete pies de largo, con su cubierta con muy buenas labores, y sobre ella unas pilastras y carteles, cornisa y frontispicio, todo el jaspe fino con vetas coloradas, blancas y amarillas. Entre las dos pilastras, como entre guarnición, se puso un cuadro, con el retrato del venerable Maestro, que envió el mismo arcediano. Trasladóse el cuerpo a la urna, en el lugar que antes estaba, dentro de un arco, que de nuevo se hizo en la pared sobre uno como altar, a que sirve de frontal la losa donde está grabado el epigrama, añadiendo por guarnición unas fajas de mármol negro. Cuando se abrió la caja, en que estaba, se hicieron grandes diligencias para tomar algunas reliquias del santo cuerpo por los padres y hermanos del Colegio; y, a satisfacer la devoción de todos, no hubiera qué poner en la urna; y aunque se defendió mucho, lograron la ocasión algunos, llevando algunas reliquias. En este sepulcro está hoy el santo cuerpo, venerado y frecuentado de todos.

     Parece que podía tener justo sentimiento la noble villa de Almodóvar de carecer del tesoro del cuerpo de este gran padre, que, por haber nacido en su suelo, puede llamar hijo suyo; mas Nuestro Señor la ha consolado, dándole muy justa recompensa. El venerable padre fray Francisco de Montilla, natural, o naturalizado en esta villa, como lo da a entender el apellido, que tomó en la religión, según su estilo, de la casa de los marqueses de Priego pasó a la de San Francisco, en la provincia de los descalzos de San José. Fue varón de tan heroicas virtudes, que tenía en la oración arrobos, éxtasis, visiones, revelaciones divinas, y otros favores del cielo, premio comúnmente de grandes penitencias y trabajos. Habiendo vivido en su provincia con raro ejemplo de santidad, arrebatado de un celo apostólico pasó a predicar a las Indias (parece suplió los afectos, y deseos del padre Maestro Ávila), aportó a las Filipinas, llegó a las islas del rey de Cauchin, de allí a la China, al reino de Syan; predicó el Evangelio en estas partes, y dicen bautizó de su mano cinco mil infieles, [de] donde padecidos infinitos trabajos y peligros por mar y tierra, volvió a España. Residiendo en Almagro, salió a un negocio de la Orden; sobrevínole una dolencia grave en el camino, en término de Almodóvar, donde hizo le llevase el compañero; murió allí santísimamente. Enterráronle, después de una gran contienda, en la iglesia parroquial, en el lugar de los sacerdotes, sepulcro que tuviera el padre Maestro Ávila, a morir entre los suyos, como diciendo: «Aquí vengo a estar por él». ¿Quién no admira la disposición de la divina providencia? Dio Almodóvar un cuerpo santo a Montilla; pagó Montilla a Almodóvar con otro cuerpo santo. ¿Quién duda que trujo Dios de los últimos fines del Oriente, por tantos mares, por tantos climas, al bendito fray Francisco de Montilla, para honrar este sepulcro, y soldar aquella pérdida? Un apóstol, maestro de la verdad, le recompensa con otro predicador, también apostólico. Diole por un virgen otro virgen, de pureza incomparable; por un mártir en el afecto otro mártir de voluntad, que no faltó al martirio; el martirio le faltó, fue traído cargado de prisiones de unos a otros tribunales por diversas ciudades de la China, tragando la muerte a cada paso. ¿Quién no dirá que la santidad de este perfectísimo religioso la predestinó la atención divina a suplir las veces del padre Maestro Ávila? Puede decir Almodóvar con Eva: Posuit mihi Deus semen aliud pro Abel. Que el carecer de un justo, sólo otro justo puede compensarlo. Las maravillosas virtudes de este insigne varón, sus jornadas, sus peligros, los lances que pasaron en su entierro, refiere en mejor estilo el muy reverendo padre fray Juan de Santa María, en su Corónica de la provincia de San José, en el libro segundo de la primera parte, desde el capítulo cuarenta y tres con los siguientes.

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