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Al borde del milenio

Margo Glantz





En su pequeño trabajo sobre la retórica antigua, Barthes advirtió: «En el origen -o en el horizonte- de este seminario existía, como siempre, el texto moderno, es decir, el texto que no existe todavía». Frase escrita allá por 1970 cuando aún el milenio parecía alejado pues aunque el tango insiste en que 20 años son nada treinta ya son algo. Pero ¿qué decir ahora cuando, estremecidos, contemplamos ante nosotros el formidable número evocado por la combinación violenta de un dos acompañado por tres ceros, redondos como la muerte y violentos como la explosión de un nuevo milenio? ¿Que contestar cuando al pronunciar la palabra dos mil la gente piensa, angustiada y tercamente, en la ciencia ficción?

Aterrados ante la metamorfosis de nuestra lectura del mundo o de los mundos es necesario acudir a un nuevo Mesías y viajar a planetas muy lejanos. ¿Cuáles serán las correspondencias? ¿Cuáles los conjuros? No en balde los musulmanes condensaron su sabiduría más preciada y más mundana en esa obra llamada con perfección inigualada Las mil y una noches. Los musulmanes, más sabios siempre que nosotros, supieron que la redondez acibarada y formidable de los ceros debía violentarse y por ello agregaron, subrepticia, una última noche para que los reventara, los discontinuara, y, por tanto nos fuera propicia.

Escribir en el año dos mil pudiera muy bien ser escribir de nuevo Las mil y una noches o por lo menos reescriturar el texto indagando en el sentido de las inscripciones que se nos ofrecen de inmediato como una serie de marcas: Shahriar y Shahzamán son traicionados y su poder, concebido como inmenso, sobre todo el de Shahriar, se anula ante el cuerpo de una mujer adúltera que los engaña con el más ínfimo de los esclavos, un negro. La falta de poder o la constatación de que se ejerce un poder con fisuras se atenúa al iniciarse el viaje, y ya en él se transforman las miradas: una mirada espía se sustituye por una mirada abierta al horizonte, abierta a la señal divina en fin, una mirada de aventura. Shahzamán descubre su desgracia por un azar imprevisto y gracias a una mirada equivocada lanzada sin querer dentro del serrallo. La desgracia de Shahriar calca la de Shahzamán: ambos han atisbado su caída: Shahzamán ha espiado y al hacerlo descubre un signo, elemento de un sistema, «y no la eflorescencia de una casualidad (como diría Barthes)», signo que al aparecer los despoja de su poder mundano. El signo se repite en un cruce de caminos donde los sultanes, ya despojados de su investidura, encuentran a la mujer de un genio (un efrit gigante) que lo engaña con los caminantes mientras él duerme: Las cópulas se inmortalizan mediante un anillo gigante que engarza todos los anillos que la mujer exige para demostrar su triunfo organizando una escritura concentrada en la corporeidad, escritura cuyo alfabeto se ostenta en el eslabonamiento de los anillos que prefiguran a su vez la escritura del texto al enlazar los cuentos relatados más tarde por Sharazad.

El sultán, aliviado, constata con ese ejemplo que hasta en el reino de lo sobrenatural se marca la fisura, en ese reino donde habitan los poderosos genios del aire, suspendidos entre los reyes y las nubes, señalando al cielo donde gobierna Allah, omnipotente. Shahriar inicia el regreso y ya en palacio reinscribe su poder en la punta de la espada «desflorando» cada noche a una doncella y decapitándola a la mañana siguiente, derramando doblemente su sangre hasta que llega Sharazad dispuesta a sacrificarse por sus hermanas rescatando su cuerpo -y el de ellas- por medio del relato.

Shahrazad permanece viva porque de su boca manan los relatos con la misma fuerza con que hubiera manado la sangre de haber sido degollada, dejando en suspenso el acto mismo de enterrar que se concentra en la figura del visir, su padre, portando el sudario bajo el brazo. Imagen reforzada cuando éste intenta disuadir a Shahazad contándole la fábula del labrador que conoce el lenguaje de los animales y el peligro de muerte en que se encuentra por revelar su secreto a su mujer. La inserción de una fábula donde los animales hablan y entienden el lenguaje de los hombres y donde sólo un humano conoce ambos lenguajes puede incitar a la joven al silencio porque es mediante la conservación del secreto que el protagonista de la fábula se mantendrá vivo. Shahrazad propone en cambio otra forma de relato, el que sirve como redención contra la muerte. Y, en efecto, Shahrazad es la imagen más absoluta de la vitalidad: es un ser que se prodiga y habla por -todas sus bocas pues por la primera da a luz todos los relatos y por la segunda pare todos los cuerpos que el sultán engendra en ella.

Shahrazad habla y al organizar su discurso suscita el asombro, un asombro semejante al que produce la aventura, por ello los relatos suelen eslabonarse como encuentros fortuitos, ya sea en los caminos, en las casas, los palacios, los baños o los bazares de las ciudades múltiples que, siempre idénticas, recorren los ensueños. El primer relato con que Shahrazad despierta el interés de su esposo es muy semejante a aquel en que Shahriar sale con su hermano a buscar la aventura y encuentra por azar un signo. Un comerciante mata por accidente al hijo invisible de un efrit y éste exige su vida como pago por el crimen involuntario.

Después de un año de tregua el comerciante regresa, con el sudario bajo el brazo, dispuesto a pagar su deuda: en el mismo sitio se reúnen tres jeques llevando de la mano unos animales y cuando el efrit aparece proponen intercambiar el relato de sus vidas contra un tercio de la sangre del comerciante. Los tres relatos prueban ser «interesantes» y el efrit, complacido, acepta el contrato.

Así, el relato forma un cuerpo de palabras organizadas de tal forma que en conjunto pueden intercambiarse por un cuerpo de carne y hueso, dato fundamental que se repite en el interior mismo de cada relato cuyo valor es de un tercio de la sangre del cuerpo del comerciante. En efecto, cada jeque lleva de la mano un animal y ese animal -gacela, lebrel, mula-, encierra el cuerpo transformado de un humano, vuelto animal por un conjuro y el conjuro no es otra cosa que un conjunto de palabras ordenadas mágicamente a fin de producir las metamorfosis. Revelar un secreto equivale a morir, en la fábula del labrador que el visir cuenta a su hija; en los cuentos de los jeques organizar un discurso equivale al cambio de forma, a la metamorfosis. La palabra es sagrada porque corresponde a niveles mágicos, previos a las transformaciones. En los cuentos de los jeques los animales ya no hablan, apenas gimen y lloran expresando emotivamente su antigua calidad humana.

La palabra del rey que condena encuentra otra palabra que detiene la acción de la espada, levantada en el momento en que el Rey ordena la muerte de las doncellas del reino. Shahrazad detiene la acción de la espada con su relato. El relato equivale entonces a una transacción: «Si lo que te cuento te asombra, es decir satisface tu curiosidad, entonces te cambio mi vida por el relato». La palabra compra. Pero esa operación, esa transacción comercial es constante y la palabra debe permanecer suspendida entre la vida y la muerte: Shahrazad habla noche a noche y sus personajes le piden prestada la palabra: Los jeques juegan en sus relatos el mismo papel que Shahrazad juega en el relato madre. Cada noche la reina pospone la muerte contando un relato donde un personaje cuenta a su vez para salvar la vida del promotor de su relato. Esta estructura se repite interminablemente en el texto. Muy significativa es la historia de las tres doncellas y el mandadero donde se enriquecen varias de las características ya reseñadas: Ver con los propios ojos es una de las formas de la curiosidad y una de las principales razones del relato. Los dos sultanes viajan para ver con sus propios ojos si su desgracia es absoluta o relativa, Shahrazad decide ver por sí misma si la fábula del labrador y los animales le concierne y esa curiosidad que los personajes manejan con los ojos pasa a los oídos del sultán y a la boca de su esposa. Oír algo extraordinario salva, ver algo extraordinario puede matar o mutilar. El mandadero acompaña a una joven muy bella que hace sus extraordinarias compras en el mercado, la deja en su casa y allí pide permiso para ver lo que sucede. Un ritual se oficia antes de la comida y después de ella; el alboroto que hacen los jóvenes atrae a tres zaaluks, sabios mendicantes con la barba rasurada y tuertos del mismo ojo: vuelve a producirse el signo: un encuentro casual en los caminos y tres personajes semejantes se reúnen: su historia será también puesta en subasta y un tercio de su relato equivaldrá a un tercio de sangre de los cuerpos amenazados. A la fiesta asistirá también el califa Harún el Rashid y dos de sus servidores: el visir y el verdugo. Dentro de la casa las jóvenes ofician el rito y los comensales aceptan ser espectadores a cambio de no pronunciar palabra. La promesa se viola y las jóvenes condenan a muerte a sus huéspedes. Varias de las proposiciones anteriores vuelven a cumplirse: hablar mata pero hablar también rescata.

Al signo del encuentro se añade el signo de las metamorfosis agregado en los cuentos de los jeques. En este cuento se agrega otro signo; la inscripción ritual que marca el cuerpo: los zaaluks son idénticos en aspecto; los tres van rasurados y los tres han perdido el ojo izquierdo: su aspecto los señala y su marca corpórea avisa: cada ojo vale por otro y el relato que explica esa pérdida es el precio de un cuerpo. Si el relato es asombroso las jóvenes perdonan la vida del relator, pero ese relato antes de serlo, es decir en el transcurso de la aventura acaecida al que relata, ha costado un ojo de la cara y un pedazo de la barba. Las mutilaciones son rituales y sirven a manera de inscripciones en los cuerpos: más aún cuando se sabe que cada historia relatada es tan asombrosa «que si se escribiese con una aguja en el lagrimal constituiría una enseñanza para quien quisiera sacar provecho». A la palabra hablada que vale por sí misma (organizada como cuento sirve para comprar vidas y organizada como conjuro para transformarlas) se añade la escritura: marea corpórea que habla con un lenguaje iniciático que debe descifrarse con el relato pero que señala con sus marcas y detiene en ella el ojo del curioso: no basta con suscitar la curiosidad con la palabra, es necesario marcar el cuerpo para que exija una lectura y pueda comprar más vidas o servir de ejemplo.

Otros textos subrayan lo antes dicho: Una serie de historias se traman alrededor del cuerpo de un jorobado y en ellas se instaura la mutilación pomo signo absoluto. El jorobado es el bufón del rey y las historias que se cuentan son, la mayor parte, paródicas. El cuerpo del jorobado, muerto por accidente (aunque revivido luego por uno de los relatores) pasa de cuento en cuento enlazándolos al poner de relieve que la señal que hay en él, la marca, presupone una lectura especial iniciática, que pasa de mutilación en mutilación y que explicada origina una inscripción definitiva. La lectura del conjunto de marcas que los cuerpos ostentan se convierte en la escritura de lo extraordinario: la curiosidad que despierta el cuerpo marcado produce un relato extraordinario y ejemplar que los reyes asientan «con letras de oro en los anales del reino».

Y la mutilación se instaura no sólo en los cuerpos de los protagonistas cuando Shahrazad habla, la mutilación es uno de los procedimientos escriturales porque cada texto ostenta una estructura binaria que lo escinde, interrumpiendo la anécdota e intercalando otro discurso: un poema filosófico subraya lo contado generalizándolo. Un poema filosófico incide en el relato y deja su marca, es más, propone una lectura más amplia de lo singular y define la ejemplaridad, la sanciona y constata su valor como escritura. El ejemplo es excepcional y se inscribe en los anales como un tatuaje: escribir es así un acto sagrado, el remate de la mutilación, o mejor dicho de la marca corporal que al transcribirse al lienzo, o quizá a ese sudario que llevan bajo el brazo los dolientes, inmortaliza.





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