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ArribaAbajoLa devaluación de la lengua

Isidoro Blaisten


Queridos amigos:

Iba yo, en el advenimiento del otoño, a escribir una ponencia sobre el Día del Idioma. Sentimental, argentino y melancólico, recordé mi adolescencia, los profesores, las clases de recitación y los bellos poemas y las bellas frases que ensalzaban las virtudes de nuestro idioma.

Comenzaba a recordar el «Elogio de la lengua castellana», de Juana de Ibarbourou. Recordé sólo tres estrofas:



Lengua en que reza mi madre
Y en la que dije: ¡Te quiero!
Una noche americana
millonaria de luceros.

La más rica, la más bella,
la altanera, la bizarra,
la que acompaña mejor
las quejas de la guitarra.

Lengua castellana mía,
lengua de miel en el canto,
de viento recio en la ofensa,
de brisa suave en el llanto.



Después recordé la primera oración de Emilio Castelar y su «Elogio de España y de la lengua española». La Primera oración dice: «Por sobre todas nuestras creaciones se levanta la creación por excelencia del ingenio español, se levanta nuestra lengua».

Y traté de recordar, pero no pude, aquel soneto que habla de la lengua de oro y termina con Boabdil el moro, allá, en su Alhambra oriental.

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En esa magia andaba cuando, de pronto, oí voces. Venían del televisor. Lo que esas voces decían me dejaron absorto. Dejé la ponencia y me acerqué al dormitorio. En un programa, alguien entrevistaba al presidente y al secretario de una Cámara de algo. El secretario dijo: «Como han habido corrillas por ahí...», y siguió hablando.

Sentí una opresión del corazón. Pero mucho más me estremeció el presidente de esa Cámara cuando acotó: «No hay peor sordo que el que no quiere escuchar».

Pienso que si alguien dice: «No hay peor sordo que el que no quiere escuchar», con la misma libertad de maneras puede llegar a cantar el himno del siguiente modo: «Escuchad, mortales, el grito sagrado [...]».

Comprendí entonces que mi modesto aporte a esta mesa redonda debía limitarse, como en un principio me había aconsejado el académico Requeni, a la lectura de algunos fragmentos del reportaje que me hizo Jaime Marín para la revista Idiomas. Esa entrevista se titula La devaluación de la palabra, y allí decía:

Si hay algo que me irrita y preocupa es la confusión entre oír y escuchar, que no son sinónimos. El verbo oír va a desaparecer: «¿Me escucha?», pregunta el periodista desde el estudio. «No lo escucho bien», le responden. Sin embargo, corresponde preguntar: «¿Me oye?», y contestar: «No lo oigo bien», porque oír es percibir los sonidos; mientras que escuchar es prestar atención a lo que se oye, es algo volitivo, depende de la voluntad.

Si seguimos así -aventuré-, terminaremos cantando: «Escuchad, mortales, / el grito sagrado» [...].



Le dije al entrevistador que uno no termina de asombrarse del pésimo manejo del idioma por parte de locutores, conductores, comunicadores sociales que, para colmo, quieren sentar cátedra, predicar, «bajar línea», como dicen ellos.

Algunos de esos dislates los anoto en esta libreta. Mire usted si no es para preocuparse:

- Lo felicito por la ganada del auto.

- Un partido duramente luchado.

- Estamos todos claro que no vamos a fabricar computadoras.

- Gracias por las salutaciones que nunca vienen de más.

- Hoy es nuestro primer día en la radio y nos estamos aceitando un poco...

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- Yo creo que todo esto va a ser reflexionado por la sociedad.

- Los políticos están en el ojo de la picota.

- El ministro tiene que lucharla por dentro... lo cual le permitirá interlocutar con la oposición... pero que eso, sin embargo, ha sido puesto en tela de duda.

- Ellos ven con buena cara el ajuste.

- Le deseo el mejor de los buenos días.

- Digitan con el dedo a los concejales.



Creo que la devaluación del idioma implica también la devaluación en la calidad de la expresión, la degradación del lenguaje. El lenguaje nunca miente: dime cómo hablas y te diré quién eres. Muchos jóvenes empiezan su discurso con la palabra loco y terminan con la palabra boludo, en el medio no hay nada. Aquí no sólo hubo un vaciamiento económico, sino también un vaciamiento de contenidos, una desvalorización de la palabra. Y la palabra es el arma más poderosa que inventó la humanidad: un o un no pueden desencadenar una guerra.

Es indudable que la palabra tiene la propiedad de congregar a la gente. Me parece que se va perdiendo esa propiedad, esa magia, que hace que la gente se rinda ante la belleza. Hay un proverbio escocés que Chesterton pone en la novela El hombre que fue jueves, que dice: «Cuando la gaita es buena, el clan debe danzar».

Podríamos decir que cuando la palabra es buena, la gente no dejará de escucharla.

Algo más respecto de la necesariedad de la palabra. Una vez, Borges, refiriéndose al poema de Rubén Darío que comienza:


Yo soy aquél que ayer no más decía
El verso azul y la canción profana,
[...]



propuso cambiarle el color al verso.

¿Qué pasaría si en lugar de azul intentamos ponerle otro color -se preguntaba Borges-. Digamos el verso marrón y la canción profana. No va. El verso beige. No va. ¿Calipso? Tampoco. Tiene que ser azul.



¿Y por qué azul y no de otro color?, me pregunto yo ahora. Creo que eso ya entra en los misterios del lenguaje, no se puede explicar,   —40→   pero es así. Entonces llegamos al valor de la palabra. Esa palabra es intransferible, no puede cambiarse por dólares, esa palabra no se puede devaluar, es ésa y no otra. Es la palabra justa, la que los grandes escritores tienen el talento de saber elegir. Esa palabra que no puede ser cambiada porque tiene el encanto de lo natural.

Nada más. Muchas gracias.

Isidoro Blaisten