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Cincuenta referencias bibliográficas españolas «sobre» Azorín en la década de los cuarenta

José María Martínez Cachero1





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Salvo Dionisio Gamallo Fierros2, nadie se ha puesto a trabajar en una bibliografía crítica completa «sobre» la vida y la obra de José Martínez Ruiz «Azorín», aunque no falten algunos breves repertorios3; otro es el caso de la bibliografía «de» nuestro autor, minuciosamente documentada por Sainz de Bujanda en un trabajo modelo4. Deseo contribuir a esa tarea con el conjunto que sigue, integrado por 50 referencias (claro está que hubo más en el espacio de tiempo a que me limito) españolas (podrían   —154→   recogerse asimismo otras hispanoamericanas y extranjeras), producidas durante los años cuarenta (exactamente desde 1940 a 1949), años difíciles para nuestro escritor pero, igualmente, años de intensa labor.

«Con modales un punto más ásperos -alguna vez- de lo debido, mas con generosidad y viva expectación, fue saludada la vuelta de la firma de Azorín»5 y, también, su regreso a España una vez concluida la Guerra Civil6. Instalado de nuevo en Madrid (con domicilio en Zorrilla, 21), el escritor inicia una actividad literaria que le ocupa plenamente -colaboraciones periodísticas, libros-, aparte su asistencia (más bien esporádica) a algunos actos y reuniones7. Recibía también a periodistas que le visitaban para entrevistarle; sus obras recientes eran objeto de reseñas y comentarios críticos y, convertido ya en lo que él mismo denominaría «clásico futuro», no es de extrañar que, siguiendo el ejemplo de los germanos Mulertt y Denner8, vieran la luz también varios libros sobre su vida y obra. De todo lo cual -entrevistas, reseñas, comentarios y libros- me ocupo a continuación.


ArribaAbajoAzorín, entrevistado

Cinco entrevistas he reunido para esta contribución bibliográfica, debidas a otros tantos visitantes -años 1940, 1941, 1942 y 1944- y publicadas en semanarios y quincenarios de ámbito nacional; sus autores fueron recibidos y atendidos por Azorín en la habitación de la casa que era antesala de su cuarto de trabajo, presidida por el conocido retrato que le pintara Zuloaga, «magnífico» retrato (al decir de uno de los entrevistadores).

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Abre marcha (en el orden cronológico que he adoptado) Fernando Castán Palomar, cuya entrevista es parte de una serie titulada «¿Qué hizo usted ayer?»9. Repara Castán Palomar en el aspecto físico que presenta Azorín -«cuya palidez se acentúa un poco más cada día», que «cada día está un poco más flaco» y cuyos cabellos, «que parecen hilvanes, ahora ya blanquecinos y despeinados [están] más lacios que nunca»- y en su indumentaria -«sobre el traje oscuro lleva Azorín, para estar en casa, un gabancillo gris, muy usado»-; también, en la cortesía que le distingue y con la que se produce -«Azorín es hombre de una cortesía exquisita [...] que no está sólo en la frase y en el ademán [sino] también en la propia sonrisa»-. Trabaja mucho Azorín, pues trae entre manos varios libros y escribe buen número de artículos -«creo que escribo más artículos que nunca, puesto que colaboro en muchos periódicos del Movimiento»-10. Su plan de trabajo y descanso lo cumple rigurosamente día tras día y por eso el de ayer (que le cuenta a Castán Palomar) ha sido idéntico a otros también pasados: «levantándome de una a dos de la madrugada, como los trapenses»; «me pongo a trabajar hasta las ocho, que me entran el desayuno. A esa hora descanso un poco, y luego leo hasta cerca de mediodía»; «salgo a dar un paseo» y almuerza siempre en casa; otro paseo por la tarde, y a las ocho y media suena la hora de acostarse; declara Azorín que duerme bien.

Santo y Seña era un quincenario en cuyas páginas tenía la literatura lugar extenso y preferente; se subtitulaba «Alerta de las letras españolas» y lo habían fundado (1941) y dirigían tres meridionales: Eduardo Llosent, Manuel de Mergelina y Adriano del Valle. En la serie «Visitas de Santo y   —156→   Seña» aparecieron entrevistas anónimas con Baroja y Azorín -del 98-, d'Ors -novecentista-, Eugenio Montes -incluible en la Generación del 27- y Antonio Tovar -de la generación más reciente-; Azorín estuvo presente, además, con dos cuentos11 y una reseña de su libro Valencia.

Dos parecen ser (si juzgamos por su comparecencia en el título dado a la entrevista)12 los asuntos relevantes de ella, a saber: la Generación del 98 (y Azorín y su obra dentro de la misma) y la situación actual de la Literatura entre nosotros. Respecto al primer asunto parece como si el entrevistado tratara de defenderse contra quienes han puesto en duda el patriotismo suyo y de sus compañeros, oponiendo su actitud crítica y escéptica a la activa y generosa de la juventud española actual; frente a semejantes reticencias Azorín declara rotundamente «el amor a España, tan manifiesto en nuestras obras. El paisaje de España, sus viejas ciudades; el alma que aflora a esas ciudades y a ese paisaje han sido nuestro tema, el tema de todos» y, por otra parte, «puede decirse que nosotros soñamos la acción con motivo de España, y la guerra ha hecho que esta generación actual se lance, y que tenga un sentido de la acción que la generación del 98 no tenía. Pero -confiésenlo o no- el germen, la levadura de esta acción está en nosotros, la generación del 98». Respecto al segundo asunto, más que el señalamiento de un estado de crisis en la Literatura importan la mención y valoración de unos cuantos escritores jóvenes, de los que el prestigioso maestro es seguidor convencido y hasta apasionado: Gerardo Diego -«el primer poeta actual de España»13-, Eugenio Montes o Manuel Halcón, Laín Entralgo -«ensayista profundo»- y Samuel Ros -autor de Vísperas, una pieza hacía poco estrenada, con fracaso y escándalo, que para Azorín «representa el valor trascendente de lo pequeño», «obra de arte y pura historia»-. El anónimo entrevistador pone fin con unas palabras suyas acerca de la sensibilidad azoriniana, tan decisiva   —157→   porque «ella tutela su crítica, define su estilo, levanta la filigrana sencilla y ejemplar de su lenguaje».

Estaba reciente aún la aparición de Madrid cuando el periodista y novelista Francisco Bonmatí de Codecido, que es también cronista de Madrid y paisano de Azorín, conversa con éste para el semanario «Fotos»14; Madrid es, precisamente, casi el único motivo de preguntas y respuestas. Si Barcelona es «un espíritu lírico», Madrid, contrariamente, es «un espíritu crítico» cuyo componente principal, el ingenio, resulta más bien negativo en razón de su carácter «mordaz, disociador, superficial»; hay que evadirse, pues, conviene hacerlo y quedarse entonces con su cielo («el cielo de Madrid es único») y con unos momentos del día, los del crepúsculo («el crepúsculo es maravilloso en Madrid») y, también, con algunas partes de la ciudad («lo que pudiéramos llamar el barrio latino, o sea, el formado por las calles que rodean la Universidad»).

En 1942 se cumplían cuarenta años de la primera edición de La voluntad y este libro es el tema de la conversación que Víctor Arlanza mantiene con su autor15. Considera éste que sus años de alumno interno en el colegio de los Escolapios de Yecla «acaso [fueron] los ocho años más felices de mi vida»; distingue entre personajes de La voluntad, «criaturas vivas, reales» -caso de Antonio Azorín (él mismo) o el padre Lasalde, su profesor y amigo- y otros, imaginarios, fruto de la invención -así: el maestro Yuste, que lleva «un apellido de mi familia», o Justina, la amada del protagonista, una muchacha que «tampoco existió»-. Por lo que al paisaje atañe, salvo los capítulos de la segunda parte de la novela que pasan en Madrid y en Toledo, son el campo y la ciudad de Yecla, atentamente observados y transcritos según el procedimiento de los naturalistas -«[...] notas, muchas notas, cuadernos enteros de notas»- lo que en la novela se utiliza. Finalmente, la afirmación de que La voluntad, con apariencia quizá de novela de tesis (al modo decimonónico), es, sencillamente,   —158→   muestra «de reacción contra un medio» político, religioso, cultural, costumbrista reputado como lamentable.

A José María Zugazaga le manda el director de «Juventud»16, que haga una visita a Azorín, la cual duró unas dos horas y resultó entrevista cordial y afectuosa. «Yo sólo deseo escribir y pasar inadvertido», declaraba el entrevistado pero, una vez superada la timidez inicial, van saliendo preguntas y contestaciones interesantes y hasta con su carga intencionada, lo que no ocurría en las anteriores entrevistas. A los nombres de escritores españoles actuales mencionados por Azorín en 1941, deben añadirse en 1944 otros dos, novelistas ambos: Camilo José Cela (reciente el éxito de La familia de Pascual Duarte) -«debe huir del mucho realismo y llevar más poesía a sus novelas. Aquella escena del cementerio sobre la tumba del hermanito recién enterrado...»- y Juan Antonio de Zunzunegui (al que la Academia de la Lengua acababa de premiar su novela ¡Ay, estos hijos...!) -que «si persiste en el trabajo literario y abandona inútiles neologismos («alaridó», por ejemplo) llegará a ser un excelente novelista»-. ¿A quiénes se dirigen estas palabras: «habría sido aconsejable que algunos académicos actuales hubieran esperado un poco más para serlo»? ¿Es Federico García Sanchiz, famoso charlista, valenciano de nacimiento, el destinatario de estas otras: «es usted [Zugazaga] muy piadoso cuando habla de tracas valencianas al referirse al verbo de una persona que no tiene ninguna de las tres cualidades exigidas al orador: tono grandilocuente, medio y familiar»?




ArribaAbajoAzorín, reseñado

En el espacio de tiempo a que se contrae mi aportación bibliográfica Azorín trabajó intensamente y, también, algunos amigos (Ángel Cruz Ruelda y José García Mercadal son los aludidos); por eso, desde 1940 a 1949, vieron la luz, entre libros nuevos, antologías y recopilación en volumen de

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trabajos periodísticos, treinta y seis títulos17, aparte los ocho primeros tomos de las Obras Completas18. Seguía Azorín al pie de las letras, vivo y activo, retirado en su escritorio, pero objeto de atención y de lectura con sus numerosas colaboraciones en la prensa (alguna de ellas galardonada)19 y con sus libros viejos y nuevos, reseñados por la crítica favorablemente tal como lo prueban los ejemplos que siguen.



Sea el primero de ellos la reseña de Valencia (1941) por el poeta Luis Felipe Vivanco20 que, de modo no poco azoriniano, cuenta su impresión como lector de este libro de memorias (recuerdos juveniles) «inmolado a la estética» como tantos otros del mismo autor; el procedimiento de la eliminación, harto positivo en manos de Azorín, y el afinamiento de la sensibilidad creadora son las claves de un arte tan exquisito, capaz de producir páginas como las dedicadas (en este libro) a Elena Viu y capítulos como el de las fallas (XXVIII), el del bodegón (XLI), el de los Calvarios (LII), que el crítico valora altamente.

La profesora María Rosa Alonso toma pie en Cavilar y contar (1942), volumen de cuentos, para recordar un hecho a menudo olvidado: el interés de Azorín por el género «Cuento» y su abundante cultivo del mismo -«Azorín es esencialmente el gran cuentista»- y, tras semejante afirmación, estas palabras que caracterizan en su conjunto los relatos del libro que nos ocupa: perfectamente ambientados «en una atmósfera sobrenatural: vaticinios de pitonisa, azares, superstición, mundo insondable del más allá» pues Azorín «gusta rondar el gran misterio que levanta la mole imponente de un muro inaccesible para la pequeñez humana»21.

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La novela El enfermo (1943), tercera de las publicadas por Azorín en la que he denominado etapa crepuscular, fue objeto de bastantes reseñas al poco de salir a los escaparates. Para Emiliano Aguado, ensayista y crítico, pero también dramaturgo y narrador, resultaba claro que el nuevo libro de Azorín era, sí, muy azoriniano, pero escasamente nuevo, más bien reiteración, digna reiteración, de lo bien conocido y gustado ya en su autor, fenómeno que el crítico explicaba así22: «Si este último libro de Azorín me recuerda página a página, otros libros y otras páginas del mismo autor es porque, en fin de cuentas, a lo largo de su vasta creación literaria no ha hecho más que tomar el pulso a las cosas, y se lo ha tomado con un temple de ánimo muy cercano al que acarrea la enfermedad»; me llama la atención que Aguado (más adelante en su reseña) diga que esta novela (y, en general, toda la obra de Azorín) «es escasamente autobiográfica», cuando sabido es que su autor está presente y bien presente en ella (y no sólo en los libros de recuerdos o memorias). Cosa harto distinta opinaba Melchor Fernández Almagro23, para quien «toda la vida de Azorín como creador literario aparece en El enfermo transfigurada en muy puro y poético recuerdo». Son méritos de este libro: el tratamiento del paisaje, casi paisaje del alma porque su autor, «que tanto parece mirar hacia fuera, mira, en realidad, hacia dentro y sobre la naturaleza, descrita al pormenor, proyecta siempre su espíritu, en angustiosa tensión»; la exactitud descriptiva, el interés por «los viejos oficios» y por «los mil y un detalles de la vida en un pueblo de la eterna España». Traigo a colación, finalmente, el testimonio de Jesús Juan Garcés24, uno de los fundadores de la revista «Garcilaso» y miembro destacado del grupo «Juventud Creadora», que ha leído con gozo este libro del maestro y le exhorta a que siga escribiendo «muchas páginas tan buenas como las que conocemos para bien de las letras y la mayor gloria de España».

Fue también muy reseñada La isla sin aurora (1944), a mi parecer la más interesante novela escrita por Azorín en esta cuarta y última etapa   —161→   de su obra narrativa. Para Manuel Muñoz Cortés25 estamos ante «uno de los libros en que la técnica ha logrado un grado prodigioso de perfección»; pero, ¿puede ser llamado, con verdad, novela? -«novela lírica», piensa el crítico que, a continuación, explica: «una modalidad que si narrativa parcialmente, ofrece tal fuerza, tal potencia de individuación del mundo, que el resultado es mucho más subjetivo que una narración»-. Los tres personajes que protagonizan la acción -un novelista, un dramaturgo y un poeta, sin referencias concretas ni nombre determinado-, ¿no serán otras tantas contrafiguras de su creador? El novelista, «autorretrato del Azorín joven», el dramaturgo, «el Azorín intenso y activo», el poeta, «el soñador perenne de la vida». «Todo es bello en La isla...: lo indefinido y vago como lo precisado y concluido [...] nos parece, en su mágico estilo, una porcelana traslúcida, leve y firme» concluye Fernández Almagro26, para quien son muchos y muy valiosos los méritos de este libro en el que su autor «consigue, con extraordinaria belleza de expresión y sugestión continua, los efectos más puros que hasta ahora haya logrado -y ya es decir- en el aventurado camino que va del detalle físico y real, comprobado, a la esencia de las cosas». Libro a ratos extraño, desconcertante por lo que, dada la atmósfera mágica que envuelve los sucesos y conocida la adhesión del autor al superrealismo, no cabe extrañarse de que algunos lectores (Almagro entre ellos) recurrieran como clave explicativa de ciertas situaciones de La isla... al uso hecho por Azorín de esa tendencia pues «funda y consustancializa [poesía y realidad], creando, por superación de lo ya conocido. ¿No es éste el verdadero superrealismo?». Semejantes originalidad y audacia («que no nos atrevemos -aunque el autor lo haya pensado- a llamar surrealistas») atraen la atención de Enrique Azcoaga27. José María de Vega, joven seuista que en tiempos había vilipendiado muy injustamente a los miembros de la Generación del 98, muestra algún desconcierto ante el reciente libro azoriniano28, que   —162→   no es de verdad una novela y sí, más bien, algo como «un intento de auto sacramental moderno», habida cuenta de la importancia que posee en La isla... el elemento simbólico; y afirma que el relato de la imaginada acción resulta «extraño, lleno de complejas definiciones y ajeno en absoluto a esa claridad que parecía ser signo distintivo de la prosa azoriniana».

Menor eco tuvieron, aunque causaran sorpresa los respectivos calificativos -«rosa» para María Fontán, «romántica» para Salvadora de Olbena-, las dos últimas novelas que publicó Azorín, ambas en 1944. Se entretuvieron algunos en precisar (por lo que atañía a la primera) el término «rosa» y en cotejar el resultado de semejante precisión con lo ofrecido en María Fontán. Apunta Antonio Riaño29 «la taumaturgia del estilo», su condición de «libro agradable» o de «lectura extremadamente deleitosa» que sirve muy cumplidamente «para reposo de nuestra cabeza y nuestros nervios», en tanto que Darío Fernández Flórez (que junta en su reseña radiofónica30 a María... con Salvadora...) repara en la suave tristeza o melancolía que producen al lector ambos libros y encuentra como posible causa de tal sentimiento, la contemplación de un pasado halagador, delicioso, no incómodo -esto es: lo que su autor brinda- frente a un tiempo presente -el que vive su lector- de «acelerada taquicardia», de «terrible ira y zarabanda»; sentimos así el mundo y el arte azorinianos «lejos, muy lejos, cada vez más lejos...».

Entramos ahora en libros de otro género: el de las memorias o recuerdos, donde el sutil autobiografismo practicado por nuestro autor encontrará espacio propicio. París (1945) es uno de tales libros y de él escribieron reseñas personas como el político Eduardo Aunós, el profesor universitario Manuel Muñoz Cortés y el ensayista Ricardo Gullón. Para Aunós31 éste es un libro particularmente conmovedor, el libro de un exiliado (como él mismo lo había sido) en la capital de Francia, vista con elegante humildad, esto es: no en sus celebrados monumentos o en sus   —163→   efemérides famosas, sino atento el autor a los menudos y significativos pormenores «con la misma lente pulcra con que había contemplado y descrito un pueblo de Castilla o una estancia desnuda de un mesón manchego», y así consigue contar (respecto de París) «muchas cosas nuevas» o que tal parecen. Para Muñoz Cortés32, la estancia de Azorín en París ha resultado muy fructífera literariamente hablando y fruto de ella son «algunos de los libros más hermosos del maestro», éste entre ellos; París, que «atiende a lo pequeño, no a lo colosal», es un libro lleno de verdad y autenticidad, transido de «soledad y meditación», donde el estilo azoriniano se muestra «más suave» que nunca, «más de mirada clara», y el léxico «preciso y rico, buscando formas y significaciones infrecuentes, no gastadas». Para Gullón33 estamos frente a un «acabadísimo estudio de la urbe, de sus calles y de sus plazas, de sus hombres y sus costumbres», hecho con primoroso detallismo (¿abrumador quizá?); personales estados de ánimo, personales ocurrencias, escenas contempladas, todo sirve y todo es fielmente trasladado por el escritor a las cuartillas; diríase que los capítulos que integran el conjunto gozan de caprichosa y plena autonomía, pero esto es sólo una primera impresión ya que resulta más cierto constatar cómo «el conjunto del texto fue objeto de diligente atención» para lograr una armónica coherencia y, también, un «panorama espiritual de París».

Las Memorias inmemoriales (1946) tuvieron una primera edición (tituladas simplemente como Memorias) en 1943, formando parte del volumen Obras Selectas publicado por Biblioteca Nueva; fue entonces cuando Luis Astrana Marín se ocupó de ellas34. Sólo plácemes merece quien ha escrito estas «íntimas, profundas, sabrosas y serenas» confesiones, en las cuales imperan «la bondad, la sanidad y la modestia»; confesiones donde la prosa azoriniana alcanza (como en ninguno de los muchos libros anteriores) «esta justeza, esta perfección de expresar el mayor número de ideas con la menor cantidad de palabras». Años más tarde, los   —164→   académicos Fernández Almagro y Emilio García Gómez loaron también las excelencias de ese libro. Para el primero de ellos35 sorprende cómo en Memorias inmemoriales el arte de Azorín («maravilloso») se hace «más puro, más claro, más exacto, en un proceso admirable de simplificación», y el instrumental de que se ha servido nuestro escritor es el de siempre: «observación, experiencia, análisis, recuerdo, sentido del detalle, estilización», pero ahora más afinado que nunca, tal como lo prueban los capítulos del libro -artículos o ensayos o, mejor, «poemas en prosa las más de las veces»-. El arabista García Gómez propende, en una carta abierta a Azorín36, al elogio total de una labor literaria (la del escritor noventayochista) que tanto ha representado, desde temprana edad, para el remitente y por lo que atañe a Memorias..., el libro que motivó esa carta, debe decirse que sus páginas «están escritas en el más noble, el más sencillo, el más hermoso castellano de nuestro tiempo».




ArribaAbajoAzorín, comentado (artículos)

Lo fue abundantemente en la década de los cuarenta y no sólo con motivo de la aparición de alguno de sus títulos nuevos (tal como hemos visto), sino también dado el interés que su vida y su obra despertaban entre gentes muy diversas -periodistas, amigos y colegas, críticos, profesores- que en diarios, semanarios, revistas y libros publicaron trabajos de tema azoriniano; ocupémonos ahora de los menos extensos (artículos y capítulos de libros misceláneos) un total de veinticuatro. En razón de su específico asunto los clasifico así: a), biografía (3), b), obra (4), c), temas (3), d), estilo y estética (6), e), de ámbito más amplio (general o de conjunto) (8).

Contribuciones a la biografía de nuestro autor son los artículos de José Capilla, Luis Ruiz Contreras y Félix Centeno, los cuales se refieren a distintas épocas de su vida. El primero de ellos, paisano y amigo de Azorín, hizo para la sección «Las ciudades y los hombres» del semanario   —165→   «El Español» un relato37 desde el nacimiento en Monóvar (junio de 1873) al estreno de Angelita (también en Monóvar, mayo de 1930): el pueblo natal, la familia, los amigos monoveros, los estudios en Yecla (con los Escolapios) y en Valencia (Facultad de Derecho), la carrera literaria en Madrid, son recordados en esta noticiosa reconstrucción, que se cierra a la altura de 1930 (y estábamos en 1944). Mayor novedad posee el testimonio del resurrecto Ruiz Contreras38, director de «Revista Nueva», 1899, en la que colaboraron los entonces jóvenes miembros de la futura Generación del 98; en su capítulo sobre el escritor José Martínez Ruiz en los postreros años del siglo XIX39 es recordado y documentado el escándalo que produjo a su publicación el folleto Charivari, tan agresivo en algunos pasajes que más bien era un libelo, y la prudente huida de su autor a Córdoba (abril de 1897), lejos de las iras de algunos ofendidos como Joaquín Dicenta. Curiosa historia, muy propia de las costumbres literarias de la época, pero nunca (como malintencionadamente afirma Ruiz Contreras40 motivo de «la cimentación de la fama de Azorín», hecha posteriormente y sólo por la fuerza estética de su literatura. El breve artículo de Centeno41 se basa en recuerdos y observaciones de quien (como él) conoce el plan de vida y trabajo que Azorín sigue y que más de una vez le ha encontrado por las calles próximas a la de Zorrilla (donde vive nuestro escritor), en el paseo ritual post-meridiano.

Tanto Guillermo Díaz-Plaja como Melchor Fernández Almagro se ocupan42 de la obra publicada por nuestro autor antes de 1900, cuando   —166→   aún no había descubierto el seudónimo llamado a hacerse famoso: un conjunto de folletos (diez y nueve en total) raros y curiosos que ahora conocemos merced al tomo primero de las Obras Completas. Díaz-Plaja posee en su biblioteca («uno de los pequeños tesoros» de ella) algunos de esos folletos e informa puntualmente de su contenido; todos y cada uno son ejemplo de la «agilidad combativa» del autor, considerado a la sazón (lo prueba el testimonio de González Serrano y de «Clarín») como un satírico, «una de las pocas esperanzas de nuestra literatura satírica» (al decir de Alas). Para Almagro constituyen tales folletos cumplida prueba de la actitud discordante de Martínez Ruiz, discordantes «sus puntos de vista, sus modos de opinar, su prosa», pero la discordancia alcanza asimismo a sus colaboraciones periodísticas de entonces en diarios como «El País», «El Progreso» o «El Globo»; «para discordar con la literatura en uso, le bastaba con prescindir de cláusulas que no sacrificaran todos sus efectos a la sencillez suprema de la oración primera de pasiva». Mientras Jaime Ibarra exalta43 la condición de ensayista y la calidad ensayística de Azorín -«el ensayista por antonomasia», que como cultivador de este género «ha logrado la victoria, plena, redonda» y algunos de cuyos libros tenidos por novelas no son sino «colecciones de ensayos; esto es, libros en que la imaginación va unida al discurso y al raciocinio»-, la catedrático de Instituto Consuelo Burell se remite44 a su experiencia en la enseñanza para proclamar que «en una clase de literatura de un Instituto es Azorín quien mejor ayuda a descubrir y a aproximar a los alumnos el tesoro sorprendente de nuestras letras», lo que se debe al poderío de su sensibilidad y a la sencillez de su estilo.

«El tiempo es mi preocupación. A saber lo que es el tiempo he dedicado largas meditaciones», confesaba nuestro autor en 1940 (página 115 de Pensando en España) y multitud de textos suyos corroborarían esa declaración. No pocos comentaristas de Azorín han rastreado la presencia del tiempo como tema relevante en su obra, pero acaso ninguno lo   —167→   abordó con el rigor y la documentación del catedrático universitario Carlos Clavería, que en un artículo compuesto en 1941 pero no publicado hasta 194545 muestra la riqueza de matices en el tratamiento azoriniano del tiempo, tratamiento que varía de acuerdo con las épocas o etapas por las que pasó la literatura de Azorín, ya que es posible referirse a «un renacimiento y una renovación profunda [...], coincidiendo precisamente con la crisis de renovación total que sufre la obra azoriniana entre los estrenos de Old Spain y de Angelita [...], la perduración del tema del Tiempo se hace también patente, con viejas y nuevas tonalidades, en los ensayos escritos en los tristes días del exilio durante la guerra civil para reaparecer con vigor en los libros posteriores a 1939». Guyau, Nietzsche y Berkeley; Hoffman y Béranger, mínimamente, son algunas de las instancias librescas que estimulan la inquieta conciencia azoriniana del tiempo. Y junto con el tiempo, la literatura (nuestras letras pretéritas y modernas) como otro tema preferente para Azorín, en cuya nutrida obra podríamos señalar (tal como lo han hecho Gamallo Fierros y Cruz Rueda) su nunca desmentida devoción a Rosalía de Castro y a Cervantes. Desde 1913 (en Clásicos y modernos) hasta 1941 (tres capítulos de su libro Madrid) y a lo largo de muchas páginas intermedias, trató Azorín -con elogio, siempre- de la autora de En las orillas del Sar y, al paso, de su Galicia natal, curso literario que Gamallo Fierros recorre documentadamente para, al término de su escrito46, solicitar al director de la Real Academia Gallega que ésta, reconocida a nuestro autor, tenga a bien nombrarle académico de honor, cosa que ocurriría meses después. Finalmente, Cervantes, en torno al que Azorín compuso gran número de trabajos breves, siempre sugerentes y precisos, y libros enteros que glosan su vida y su obra (Con permiso de los cervantistas o La ruta de Don Quijote, vgr.): lo que intenta Cruz Rueda47, tan minucioso y devoto conocedor de Azorín, es acopiar ordenadamente   —168→   ese repertorio cervantino «desde el primer folleto que publicó el maestro, La crítica literaria en España (1893)» hasta fechas más recientes.

El estilo azoriniano, tan peculiar o característico, ha sido con frecuencia objeto de la atención de los críticos especializados y, también, de los comentadores ocasionales; por lo mismo es fácil traer a nuestro recuento algunas referencias al respecto. Abre marcha Francisco de Cossío, periodista y narrador muy estimable, siempre leal a Azorín («yo me precio de conocer todos los libros de Azorín»); complacidamente destaca48 la fuerza del estilo azoriniano, pues era el estilo y no otro ingrediente (las ideas, las imágenes, la pintura de costumbres, el sentimiento del paisaje) lo que más le seducía y sujetaba en los libros de nuestro autor. Por ese estilo se ha impuesto Azorín y puede afirmarse que «ningún escritor de nuestro tiempo ha influido tan decisivamente en el estilo de sus contemporáneos». Admirador Cossío de los libros de Azorín y, asimismo, imitador de su manera estilística al igual que otros colegas de los primeros años cuarenta, cuyos nombres -Francisco Casares, «Teófilo» (es seudónimo), Adrián de Loyarte, Antonio Pérez de Olaguer, «Erostarbe» (cronista deportivo)- menciona Ángel María Pascual, quien ofrece en su intencionada y regocijante denuncia49 los oportunos ejemplos probatorios de imitación literal; todos cinco son muestra de una «epidemia actual y furiosa», desencadenada por un libro de tapas verdes: las Obras Selectas de Azorín. La conclusión del articulista (y del artículo) resulta hasta perogrullesca, héla aquí: «Toda imitación es mala, y la de Azorín peor, porque cada estilo responde a una manera de ver las cosas del mundo que no tienen ni don Francisco, ni don Adrián, ni don Teófilo, ni don Antonio, ni don Erostarbe»50. El sucinto análisis que Luis Calvo dedica al estilo de Azorín51 arranca del establecimiento de una oposición entre Chateaubriand -el sensorialismo descriptivo   —169→   de su estilo- y Azorín -estilo emotivo y lírico-; continúa, poniendo de relieve la importancia de las palabras -que valen por sí mismas, que no son «figuraciones» ni «metáforas»- en la escritura de nuestro autor; apunta después una muy verosímil influencia del estilo oratorio en el azoriniano mediante un proceso en virtud del cual lo «pomposo» del primero se convierte en «descarnado», y lo «hinchado» en «leve», y lo «didáctico» en «irónico»; concluye, proclamando el gozo que puede producir la frecuentación lectora del estilo de Azorín.

En las fichas que siguen son considerados aspectos de la estética azoriniana como la sensibilidad, la intuición del tiempo histórico y el manejo del espacio. El catedrático universitario Salvador Lisarrague (que gusta de proclamar el españolismo de Azorín cuando ciertas gentes lo ponían en duda) enfrenta52 el realismo español típico y tópico (que «es en su manifestación primaria y en bruto, vulgaridad») al tratamiento que Azorín concede en su obra a la realidad, receptora o acogedora «en su propio seno» de la fantasía; pero es la sensibilidad (amar y sentir las cosas) lo que unifica y preside su personalísima creación. La reciente exhumación de una prosa azoriniana de 190553 da pretexto a Melchor Fernández Almagro54 para referirse a la capacidad de intuición histórica que posee Azorín y que consiste en «hacernos sentir el latido de una época y de una sociedad, mediante el feliz concierto de unos detalles seleccionados con intuitivo sentido de la Historia»; así ocurre en el ejemplo ofrecido, «certero cuadro de época» con su juventud universitaria como protagonista, indumento, costumbres, ambiente, etc., pero así ha ocurrido igualmente en otros muchos casos de evocación pretérita con los que Azorín ilustraba a su lector más que «muchos trabajos de impresionante aparato historiográfico». Camón Aznar55 sostiene que en Azorín «las cosas carecen   —170→   de volumen, no tienen más que dos dimensiones» y semejante reducción espacial constituye una de las claves de su estética, clave que explica la escasa entidad de la acción en sus novelas, o la incapacidad de los personajes de ellas para «engarzar sus destinos en otros [personajes] y conjuntar así un drama», o la carencia de profundidad tras la «alineación de limpias descripciones», o la artificiosa producción del misterio (en las novelas, en los cuentos, en las piezas dramáticas) «cortando la narración y convirtiéndolo en enigma».

Resulta comprensible que sea precisamente en el apartado e) -general o de conjunto- donde haya mayor número de referencias, las cuales repasaré de acuerdo con su fecha de publicación. Una para mí inidentificable J. firma la primera de esas piezas56, entusiasta defensa de Azorín y de su generación, integrada por «escritores auténticos» que en el futuro «serán reconocidos y estudiados»; nuestro autor tiene en su haber varios méritos nada desdeñables: es «modelo ineluctable de expresión», ha recreado inigualablemente a sus colegas clásicos, presentándolos más vivos y actuales (se «apropió», vgr., de Gracián, de Cadalso, de Larra), se le debe «la más grande revolución literaria [española]» pues no otra cosa fue su creación y uso de un «lenguaje sencillo, podado de toda ampulosidad»; ¿cómo no proclamar entonces nuestra deuda con Azorín y solicitar «un homenaje de agradecimiento y de exaltación»? El mismo fervor admirativo anima el artículo de Juan Velázquez y Velázquez57, en el que son destacados la preocupación azoriniana por el tiempo -«en él [Azorín, su obra] las cosas se tonalizan de Tiempo: también menudo, impalpable, fino y sutil»- y el singularísimo empleo de las cosas, por medio de las cuales «se nos desvelan visiones y más visiones, que nunca creíamos que las cosas pudieran suscitar en nosotros». Emparejo aquí a Rafael García Serrano y Emiliano Aguado no sólo por tratarse de escritores jóvenes (algo más el primero), afines en militancia política y muy bullidores a la sazón sino, particularmente, porque existe en sus comentarios azorinianos una semejanza que los liga, a saber: el reconocimiento de la   —171→   excepcionalidad del universo -seres humanos, paisaje, costumbres, cultura- ofrecido por Azorín en su extensa obra, «poseedora de unas virtudes y unos goces de los que no podemos usar», pues lo impiden (García Serrano dixit)58 las urgencias de la acción; lo ideal sería (como en el caso del Doncel de Sigüenza, que unió el coraje a la dialéctica) una armónica síntesis -«quisiéramos nosotros [diríase que García Serrano no habla sólo por él] para nuestra vida -que ha de ser nuestro único arte- la claridad de su prosa [la azoriniana] y la impaciencia que guardamos en el corazón»-. Tal es la respuesta dada por el ardoroso articulista59 a este «buen viejo de España» que se había preguntado: «¿de qué modo me verán a mí ahora los jóvenes?». Aguado va más allá en la aceptación y uso del universo azoriniano, que choca con el mundo en que vivimos y lo vence pues «cuando nos hemos zambullido en esa tristeza mansa que mana de las obras de Azorín ganamos la persuasión de que allí está la alegría verdadera, la que eleva el corazón y lo libra de malas pasiones»; comprende el articulista60 la supuesta versatilidad de nuestro escritor -en sus opiniones literarias y políticas- como una evolución natural y no interesada: «lo importante no está en lo que decimos ni en las cosas a que nos entregamos; lo importante, lo único que permanece es la entrega». El nunca desmentido azorinismo de Pedro de Lorenzo tuvo una de sus culminaciones en 1947 cuando el Gremio de Libreros y Editores de Madrid convocó un concurso periodístico sobre Azorín y su obra literaria, y el jurado galardonó su articulo Pensando en Azorín.61 Azorín uno y vario, continuo pero distinto; tal es la tesis sostenida, mostrada a lo largo de cuatro pasos o etapas: impresionismo, emotividad -«hacer valer un mínimo de realidad, creando en su torno un especial ambiente que lo espiritualice»-,   —172→   elipsis -«sin perder potencia evocadora, el estilo; despojado de retórica, cortado, invertebrado»- y eliminación; ejemplificado este proceso con títulos tendríamos, respectivamente: La voluntad, Don Juan, las denominadas «Nuevas Obras» y La isla sin aurora. Manuel Muñoz Cortés, que conoció a Azorín en la salita de conferencias de la revista «Escorial», señala62 como esenciales en el escritor su creencia en la belleza -igual a «mirada dirigida al mundo para una selección, siempre acertada, siempre encendida»- y su creencia en España («profundo amor» que Laín Entralgo acababa de documentar indubitablemente); pero hay en lo escrito por este profesor universitario otra proclamación no menos importante: la de que Azorín «es uno de nuestros mejores cuentistas», que en sus relatos breves ha conseguido la más acabada «transustanciación estética de la anécdota». Guardo una fotografía publicada en ABC a principios de 1948 en la que aparece el ministro Ibáñez Martín dando posesión al Patronato de la Biblioteca Nacional presidido por Azorín»63; días más tarde escribió Laín Entralgo un artículo64 en el que finge ver a nuestro escritor subiendo la escalinata del palacio de la biblioteca camino de su despacho oficial y, ya en él, trabajando una vez más, un día más, con los libros de nuestros clásicos, tan dilectos para Azorín, el maestro que «cuando nuestro pasado literario era para tantos objetivo de oratoria, sencillamente, atildadamente [...] lo convirtió en sujeto de coloquio y enseñó a que hicieran otro tanto los demás». Desde 1923 conocía González Ruano a Azorín, pero la primera visita (y la primera entrevista) fue en el verano de 1931, cuando Azorín escribió muy favorablemente sobre un libro de aquél; Ruano le recuerda muy poco hablador, pero nunca «seco ni estirado». Estas y otras cosas y visitas comparecen en la silueta, retrato parcial o ficha íntima redactada en 194965, cuyas últimas líneas nos extrañan   —173→   un tanto por inexactas: «Pero si uno le observa más detenidamente, más hondamente, entonces el caballero [que es Azorín] se transforma. Se nos borran ese gabán claro y audaz, esa camisa impecable, ese sombrero gris perla, ese monóculo que cuelga displicente, como la medalla de la pura nada, y aparece un labriego recién salido de entre palmeras, a quien imaginamos perfectamente con un negro blusón y un tosco bastoncillo en la mano».




ArribaAbajoAzorín, comentado (libros)

Comentarios bastante más extensos, en forma de libros vieron también la luz en este lapso de tiempo: cuatro en total, diferentes por su temática, por lo amplio o estricto de su contenido y por la condición de sus autores; algunos de tales volúmenes pasaron casi inadvertidos o fueron poco favorablemente acogidos, en tanto que otros han sido incorporados a la bibliografía esencial sobre Azorín.

Disponiéndolos cronológicamente ocupa el primer lugar Azorín o la plasticidad, obra de Gaspar Sabater66, quien calificó de «feble ensayo» a lo por él escrito. Pretende abarcarlo todo («aprisionar lo más característico de la obra azorinesca») y el intento resulta fallido porque, si bien no le falta a Sabater entusiasmo por el autor y la obra elegidos, le faltan, desde luego, documentación, rigor y perspicacia crítica; sorprenden las numerosas trivialidades que encontramos leyendo sus páginas acerca de, vgr., el paisaje o la influencia francesa en la obra de Azorín, o las inexactitudes del calibre de la siguiente (página 17): «sus obras [...] no tienen nada [subrayo] que haga suponer hayan sido escritas por un hombre que vio la luz en las soleadas y rientes tierras levantinas».

El médico psiquiatra F. Marco Merenciano, lector asiduo y fervoroso de Azorín, tuvo a bien salirse un tanto de su dedicación habitual para enfrentarse   —174→   clínicamente con dos novelas y tres personajes azorinianos67: doña Inés y don Pablo -en Doña Inés-, Víctor Albert -en El enfermo-. Aquella amorosa dama posee un «temperamento esquizotímico» que la lleva a sentir gusto por la muerte («¡qué a gusto se hubiera quitado la vida doña Inés!», página 41); su creador, compadecido, «la deja en la región de la enfermedad», (ídem.). Más complejo parece el caso de don Pablo, personaje que sufre el llamado mal de Pascal y, también, mal de Hoffmann; se trata de un neurasténico, con neurosis obsesiva, «una enfermedad que se inició probablemente en su adolescencia y quedó enquistada en este estado [psicótico mitigado] desde el cual todo es posible» (página 98). Muy semejante considera Marco Merenciano el caso de Albert en El enfermo, un personaje que (como don Pablo) resulta en ocasiones trasunto de Azorín.

«En este libro se trata de un pueblo y de un hombre nacido en él»: el pueblo es Monóvar, el hombre es Azorín. El autor de tal libro -Azorín, íntimo68»- es José Alfonso, hijo del médico de cabecera de la familia del escritor, sobre quien ha publicado muchos artículos y un segundo libro69. En uno y otro abundan las menudas y variadas aportaciones monoveras y azorinianas -cartas de Azorín, semblanza de sus hermanos, amigos que fueron, lugares y costumbres del pueblo natal, anécdotas diversas, homenajes rendidos al escritor-, triviales o significativas según los casos pero de ordinario nuevas o poco conocidas.

Al asturiano Manuel Granell, poeta y filósofo (discípulo de Ortega y autor de un libro manual de lógica moderna), se debe el más importante de estos cuatro libros: un estudio sobre la estética de nuestro escritor70. Cumplido conocimiento de la obra azoriniana, fino y perspicaz análisis, orden y claridad en la exposición; dos partes y cuatro apéndices: en unas y otros son atendidas satisfactoriamente cuestiones como las etapas (tres)   —175→   de una evolución literaria, el tratamiento del paisaje, el empleo del tiempo y del espacio, el amoroso interés por las cosas de que tantas pruebas ha dado Azorín, etc.








ArribaFinal

Amplio abanico suponen las cincuenta referencias bibliográficas que acabo de ofrecer, muestra incompleta de un extendido interés hacia Azorín durante la década de los cuarenta. Libros, artículos de revista y de periódico diario, reseñas, entrevistas; como autores de las piezas del repertorio, futuros académicos, profesores universitarios, ensayistas, periodistas, amigos. Aspectos biográficos, crítica de algunos títulos recientes, cuestiones más generales (ya de contenido, ya de forma), meros testimonios de lector fervoroso. Fueron ciertamente unos años difíciles -para Azorín, para su generación, para España también-, años de mucho trabajo y esfuerzo, no tan desérticos ni tan penosos como algunas personas se empeñan en hacernos creer que fueron; durante ellos nuestro autor, pese a incomprensiones y denostaciones (que las hubo), continuó siendo leído, admirado, comentado, visitado, tal ya un clásico en vida...



 
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