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Libro sexto



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Capítulo I

De un extraño caso que a Motezuma acaesció estando determinado de salirse de México.

     Como Motezuma andaba ya con tan gran cuidado y tan sin contento por lo que había visto, entendiendo que en él se había de acabar el imperio mexicano, trataba consigo mismo muchas cosas, unas contrarias de otras, persuadiéndose unas veces que aquellos pronósticos habían de ser en su favor, e como el corazón le daba siempre lo contrario, desmayaba, e para no verse en tan grandes males, determinó de ausentarse, y para hacerlo de manera que de nadie fuese conoscido ni sentido, a la media noche se metió en una recámara donde tenía todas sus riquezas. Desnudóse sus ropas e vistióse un cuero de hombre, que ellos solían curar para vestirse (los que habían sido valientes y hecho cosas señaladas) en su areitos y bailes; púsose un collar de oro con mucha pedrería, e tomó un báculo de palo, con ciertos cascabeles al cabo, que solían traer sus papas, e un encensario en la otra mano, con brasas y encienso (que llaman copal). Desta manera salió sin ser sentido, tomando el camino de la calzada de Chapultepeque; no se sabe para do iba, más de que iba llorando y dando grandes sospiros, volviendo el rostro de rato en rato hacia la ciudad de México, sintiendo grandemente los males en que se había de ver.

     En el entretanto el demonio, que no quería que Motezuma se ausentase de la ciudad, acordó de aparescerse a un indio, pobre pescador, que andaba con una canoa pequeña buscando mariscos, y estando cansado de andar en este exercicio, se echó a dormir sobre la misma calzada, e a media noche lo comenzó el demonio a llamar por su nombre, Quahutín; díxole que dexase de dormir e viniese luego a su llamado. Despertó el indio, e como oía la voz e no vía quién le llamaba, temió mucho y no osaba levantarse ni ir hacia donde le llamaban; el demonio le tornó a llamar más recio, diciéndole no temiese, que era uno de sus dioses y el gran dios y su señor, y que si no venía le mataría luego. El indio se animó; fue hacia do el demonio estaba; no se sabe qué figura tomó, mas de que le dixo: «Yo te tengo escogido para que me hagas un gran servicio; por tanto, sé hombre para ello, que yo te haré grandes mercedes. Motezuma ha de venir por aquí disfrazado y solo, que no le conoscerás; abrázate con él, llámale por su nombre y dile que adónde va, y procura de hacer que se vuelva diciéndole que Uchilobos está muy enojado y te mandó que cuando de su voluntad no volviese, le volvieses por fuerza, e dieses mandado a los mexicanos.» El indio dixo que así lo haría. El demonio se despidió, e de ahí a poco, aunque hacía grande obscuridad, el indio devisó a Motezuma, e ya que llegaba donde él tenía la canoa, le salió al camino; abrazólo fuertemente e díxole: «¿Dónde vas, Motezuma, que dexas la ciudad desamparada, huyendo como cobarde?; vuélvete, que el Rey y Emperador como tú no ha de hacer tan gran vileza; no dexes a los tuyos, pues ellos no te dexan a ti; ten corazón y no hayas miedo de las gentes extrañas que vienen, que en tu casa y reino estás; espera y anima a los tuyos, que placiendo a nuestros dioses, tendrás victoria.»

     Motezuma se espantó mucho, porque yendo tan desconoscido le conosciesen y llamasen por su propio nombre y dixesen su pensamiento. Rogó al indio le dixese cómo se llamaba y quién le había dicho su nombre y pensamiento. El indio no curó de responderle a esto; porfióle se volviese a su casa y que en ella le diría lo que pasaba; finalmente, pudo tanto, aunque resistía mucho Motezuma, que le hizo volver, e metidos en la recámara, le contó muy por extenso lo que el demonio le había dicho y mandado. Motezuma, viendo que por ninguna otra vía podía ser conoscido y que era aquella la voluntad de Uchilobos, determinó de esperar lo que viniese; dio al indio las joyas y plumas que llevaba, mandándole que otro día volviese a su casa, y que, so pena de la vida, de lo que había pasado, no diese cuenta a nadie, porque luego sería descubierto, pues lo había sido él saliendo más secreto. El indio calló por muchos días.

     Volvió luego otro día a casa de Motezuma, hablóle a solas, llamándole primero Motezuma, porque le conosció; cargóle de mucha ropa, y de pobre hombre le hizo caballero rico. Déste descienden hasta hoy ciertos indios principales que viven en el barrio de Sant Joan de México.



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Capítulo II

De la diligencia que puso Cortés en saber del tesoro de México, y de otras cosas.

     Tomada la ciudad (según dicho es) y cumplidos los pronósticos de su destruición, Cortés y los suyos con toda diligencia procuraron saber, así del tesoro, e que valía más de sietecientos mill ducados, que a la sazón que salieron de México habían perdido, como del que Motezuma y otros señores y los ídolos tenían; y fue cosa muy de notar que siendo el un tesoro y el otro tan grandes, con cuanta diligencia los nuestros pusieron, no pudieron hallar rastro dellos; y como Cortés y los suyos deseaban quedar ricos, en premio de sus largos y grandes trabajos, e inviar al Emperador de su quinto gran cantidad de oro y plata e joyas, para que entendiese la prosperidad de la tierra y el gran servicio que le habían hecho, a instancia de los Oficiales de la Real Hacienda, mandó Cortés dar tormento a un señor, vasallo de Guautemucín, y al mismo Guautemucín, el uno puesto frontero del otro. Era el tormento de fuego, e apretando más al vasallo que a Guautemucín, no le pudieron hacer confesar dónde el tesoro estaba, o porque no sabía dél (que esto no es muy creíble) o porque (que esto es más cierto) tienen tan gran fidelidad y lealtad los vasallos y criados a sus Reyes y señores, que primero se dexan matar que descubrir secreto que sus señores les confían; pero como el fuego le iba siempre fatigando más, volvió los ojos dos o tres veces a Guautemucín como dándole entender le diese licencia de descubrir lo que sabía, e no permitiese que acabase la vida con tan rabiosa muerte. Guautemucín, que le entendió, le miró con rostro airado e le dixo: «Caballero vil, apocado e inconstante, ¿qué me miras, como si yo estuviese en algún baño o en otro algún deleite?; haz lo que yo, pues soy tu señor.» Pudieron tanto estas palabras, que el caballero sin descubrir cosa ninguna, con gran esfuerzo y constancia acabó la vida; e paresciéndole a Cortés que era gran crueldad poner en los mismos términos a Guautemucín, le mandó quitar del tormento. Fue después Cortés acusado desta muerte en su residencia, e descargóse bastantemente con probar que el Tesorero Julián de Alderete se lo había requerido, y porque paresciese la verdad, porque muchos de los compañeros de Cortés afirmaban que él tenía usurpado el tesoro.

     Finalmente, después de hechas grandes diligencias e buscándole por muchas partes, no pudieron hallar más de una gran rueda de buen oro e ciertas rodelas también de oro, con algunas piezas de artillería de las que los indios habían tomado a los nuestros con lo demás a la salida de México, que hallaron en una acequia que estaba junto a las casas de Guautemucín. Lo demás, que dicen ser de increíble prescio y estima, hasta hoy nunca ha parescido, ni se cree parescerá; de donde se colige que siendo tanto, e que no podían dexar de saberlo muchas personas, ser espantoso el secreto que estos bárbaros guardaron, pues, ni aun muriendo, lo quisieron descubrir a sus hijos.



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Capítulo III

De lo que se hubo del despojo de México, y de lo que cupo al Emperador de su quinto.

     Pasó Cortés a la ciudad de Cuyoacán después de haber descansado en su real cuatro o cinco días, dando orden en muchas cosas que convenían, y después que tuvo recogido el despojo de oro y plata, con parescer de los Oficiales del Rey, lo mandó fundir. Hecho esto y pesado, montó ciento y treinta mill castellanos. Repartiólos Cortés entre los que habían servido, según la calidad y méritos de cada uno. Cupieron al Rey de quinto veinte y seis mill castellanos, sin los esclavos e otras cosas muchas de plumajes, joyas, mantas de algodón ricas e algunas piedras, aunque no de mucho valor, aliende de una vaxilla de oro, labrada con piedras, en que había tazas, jarros, platos, escudillas, ollas e otras piezas de vaciadizo, harto extrañas de ver, unas como aves, otras como peces y como animales e otras como fructa y flores, todas tan al vivo, que parescían naturales, sin otras muchas joyas de hombres y mujeres e algunos ídolos e cebratanas de oro e plata, todo lo cual valía ciento e cincuenta mill castellanos, aunque otros dicen que dos tantos. Cupiéronle asimismo muchas máscaras musaicas de pedrecitas turquesas, que ni son de tumbo ni de mucho prescio; tenían algunas puntas razonables con las orejas de oro y los ojos de espejos y los dientes de hombres, sacados de algunas calavernas, muchas ropas de diversas maneras y colores, texidas de algodón y de pelos de conejo, que es del pelo de las liebres, de la barriga, que en estas partes son grandes y berrendas, aunque también de la misma parte pelan algunos conejos.

     Inviaron con esto huesos de grandes gigantes, de los cuales después acá se han visto algunos, especialmente una calaverna en que cupo más de dos arrobas de agua, y aun dicen muchos (que yo no la vi) que cuatro. Inviaron tres tigres, uno de los cuales se soltó e mató dos hombres e hirió seis y se echó a la mar; mataron los otros, por excusar otro daño como el pasado.

     Muchos inviaron dineros a sus parientes, e Cortés invió cuatro mill ducados a sus padres con Joan de Ribera, su secretario.

     Llevaron esta riqueza Alonso de Avila e Antonio de Quiñones, Procuradores generales de México y de todo lo conquistado, en tres carabelas, los dos de las cuales que llevaban el tesoro, tomó, por gran ventaja que llevaba, un cosario francés llamado Florín, y esto más allá de las islas de los Azores, el cual casi en el mismo tiempo tomó también otra nao que iba de las islas con setenta y dos mill ducados, seiscientos marcos de aljófal y perlas y dos mill arrobas de azúcar.



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Capítulo IV

De lo que con los procuradores escribió Cortés al Emperador, y de lo que de Cortés le escribió el Cabildo de México.

     Con este presente (muestra clara de la fertilidad y grandeza de la tierra que había conquistado), aliende de la Relación que inviaba, escribió Cortés una muy avisada e cristiana carta al Emperador, la cual, entre otras muchas cosas que contenía (que sería largo decir) principalmente trató dos cosas: la una, de que fuese servido que, porque aquella tan fértil y populosa tierra parescía a España, fuese servido se llamase (como hoy día se llama) Nueva España; aunque, como muy bien dice Motolinea, tomando la denominación de más atrás, con mejor título se pudiera llamar la Nueva Hesperia, a imitación deste nombre que la antigua España en sus primeros tiempos tuvo, por una estrella que en esta tierra sale al occidente, que se llama Esper. La otra cosa (y en que principalmente, como era razón, hacía grande estribo) era que Su Majestad le inviase Obispos, clérigos y flaires letrados, para el asiento y conversión de los naturales y para que con más presteza se fundase en estas partes la nueva iglesia que, por la bondad de Dios, en tan pocos años como ha que esta tierra se fundó, especialmente la iglesia mexicana, de donde todas las demás han tomado dechado, ha venido en tanto aumento, que paresce a la más antigua que en Europa se ha fundado.

     Vinieron luego que esto escribió Cortés doce flaires Franciscos, que por su gran bondad, vida, letra y exemplo, los nuestros los llamaron los doce Apóstoles. Hicieron gran fructo, y así los que después de su Orden y de las otras vinieron, entre los cuales, así de Prelados como de ministros, ha habido e hay notables personas, y en las iglesias catedrales muchos prebendados de grandes letras y exemplo, de todos los cuales, así flaires como clérigos, acabado de concluir la historia destas partes, si viniere al estado de la pacificación, hablaré más particularmente, porque no menos bien merescen los que sustentan lo conquistado, que los que de nuevo lo adquirieron.

     Escribió también (con lo que tengo dicho) Cortés, y muy largo y con muy encarescidas palabras, el gran servicio que sus vasallos españoles en la conquista deste Nuevo Mundo le habían hecho, lo mucho que merescían, la fidelidad que habían guardado, los grandes trabajos que habían padescido, la sangre que habían derramado, la firmeza y constancia que habían tenido, y cómo con el favor de Dios habían hecho más que hombres, y que por esto y por otras muchas razones eran merescedores de que Su Majestad los ennoblesciese mucho, honrase y perpectuase en parte de lo que habían ganado.

     No fue oculto lo que Cortés escrebía a los Cabildos de las Villas que ya estaban fundadas, que por no ser desagradescidos a su caudillo y Justicia mayor, despacharon luego con los mismos Procuradores cartas para el Emperador, suplicándole mandase dar asiento en tierra tan buena, de suerte que los grandes servicios de Cortés y los suyos fuesen remunerados, afirmando, como ello era, que ningún Capitán griego ni romano había ganado tanta ni tan populosa tierra como Cortés, ni ennoblescido e illustrado tanto su tierra y nasción. Estas cartas y las que Cortés escribió, como iban duplicadas, aunque el cosario tomó los dos navíos, llegaron a España; pusieron en gran admiración a los que las leyeron e oyeron, e así movieron a muchos a que dexadas sus tierras, se viniesen a ésta, donde los que han trabajado y vivido virtuosamente se han aventajado de como estaban en las suyas.



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Capítulo V

Cómo fue preso Alonso de Avila y llevado a Francia, y del gran ánimo que tuvo un año entero con una fantasma que de noche se echaba en su cama.

     Memorable cosa es y digna de la grandeza desta historia referir lo que a Alonso de Avila, que iba por sí apartado de su compañero, por si algo subcediese, como subcedió, le acontesció, el cual apartado del otro navío, topó, saliendo de las islas de los Azores, con Florín, francés, cosario, de quien atrás tengo hecha mención, el cual, como venía a robar traía gente y artillería con que aventajarse a los que iba a buscar. Dixo luego (como el que iba con ventaja) a Alonso de Avila, que amainase y se rindiese. Alonso de Avila, como era valeroso, aunque conosció la ventaja, se puso en defensa; peleó gran rato, matáronle los contrarios cinco o seis de los compañeros, que pocos o ninguno quedaron con él, y aun dicen por más cierto que sólo un criado suyo. Entró el cosario en el navío, haciendo Alonso de Avila en defensa dél todo lo que pudo y era obligado, y como era hombre de muy buena persona e iba bien tratado, pretendiendo el cosario más su rescate que su muerte, no le mató, como pudiera, antes le hizo buen tratamiento, diciéndole que era usanza de guerra que el Capitán vencedor vendiese al Capitán vencido, porque hoy era la victoria de uno y mañana de otro, y como vio luego la gran riqueza que en el navío había, creyendo ser de Alonso de Avila, no contentándose (según es grande la cobdicia humana) con lo que presente vía, tiniendo ojo al gran rescate que por hombre tan principal podía pedir, se volvió luego a Francia, donde dixo que traía un gran señor preso. El Rey lo mandó poner en una fortaleza a gran recaudo, donde no solían estar presos sino señores, y pensando ser tal, pidieron por él cuatrocientos mill ducados.

     Estuvo tres años enteros preso en aquella fortaleza, aunque bien tratado, pero guardado con gran diligencia, por que no se fuese; y el primer año, casi desde el primero día que en aquella fortaleza entró, todas las noches sin faltar ninguna, después de apagadas las velas, de ahí a poco, sentía abrir la cortina de su cama y echarse a su lado una cosa que, al parescer del andar e abrir la cama, parescía persona; procuró las primeras noches de abrazarse con ella, y como no hallaba cuerpo, entendió ser fantasma. Hablóla, díxola muchas cosas e conjuróla muchas veces, y como no le respondió, determinó de callar y no dar cuenta al Alcaide ni pedirle otro aposento, porque no entendiese que hombre español y caballero había de tener miedo.

     Pasados ya muchos días que, sin faltar noche, le acontesció esto, estando una tarde sentado en una silla, muy triste y pensativo, se sintió abrazar por las espaldas, echándole los brazos por los pechos; le dixo la fantasma: «Mosiur, ¿por qué estás triste?» Oyó la voz e no pudo ver más de los brazos, que le parescieron muy blancos, e volviendo la cabeza a ver el rostro, se desaparesció.

     A cabo de un año que esto pasaba, viendo el Alcaide por la conversación que con él y con otros caballeros tenía, que podía fiarse ya algo dél, consintió que un clérigo que mucha se había aficionado a Alonso de Avila, quedase a gran instancia suya a dormir aquella noche en el aposento, donde hecha la cama, frontero de la de Alonso de Avila, apagadas las velas e cansados ya de hablar, ya que el clérigo se quería dormir, sintiendo que persona, abriendo las puertas, entraba por el aposento, habiéndolas él cerrado por sus manos, y que abría la cortina y se echaba en la cama, despavorido y espantado desto, levantándose con gran presteza, abrió las puertas y salió dando grandes voces; alteró la fortaleza; despertó al Alcaide, el cual acudió con la gente de guarda, pensando que Alonso de Avila se huía. Llegado el Alcaide, el clérigo pidió lumbre, diciendo que el demonio andaba en aquel aposento. Metida una hacha encendida, no se halló cosa más de a Alonso de Avila en su cama, el cual, sonriéndose, contó lo que le había pasado un año continuo, y la causa por qué había callado. Maravillóse mucho el Alcaide y los que con él venían, y tuvieron de ahí adelante en más su persona, y así miraban por él con menos recato.



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Capítulo VI

De lo que más subcedió, y cómo Alonso de Avila fue rescatado.

     Mucho pesó después a Alonso de Avila de haber descubierto lo que había pasado, porque jamás sintió la fantasma, y como le había abrazado y hablado tan amorosamente, pensó que a no haber descubierto el secreto, le dixera alguna cosa en lo tocante a su prisión, en la cual estuvo dos años después, porque no había tanto dinero como el que pedían para ser rescatado y no se querían los franceses acabar de desegañar, creyendo siempre que era algún gran señor y no un particular caballero. Salió algunas veces con licencia del Rey a exercicios de guerra, donde se señaló mucho; tenía muchos amigos por su gran bondad y valor, aunque también no le faltaban émulos, que de los unos y de los otros (según halla los pechos) suele ser causadora la virtud. Supo bien la lengua francesa, y de ninguna cosa le pesaba más en su prisión que de no tener que gastar, en lo cual le paresce harto su subcesor y sobrino Alonso de Avila, Regidor desta ciudad.

     Pasados casi tres años de su prisión, subcediendo entre españoles y franceses aquella memorable batalla de Pavía, donde rotos los franceses, su Rey Francisco de Valois con muchos señores y caballeros fue preso, y así, por concierto y conveniencia fueron resgatados caballeros franceses por caballeros españoles, desta manera salió de la prisión Alonso de Avila.

     Vino a España, hízole el Emperador mucho favor, volvió por su mandado a la Nueva España, y como ya México y las demás provincias a ellas comarcanas estaban ya pacíficas y de paz, apetesciendo mayores cosas, renunció los pueblos que tenía en encomienda por sus servicios, en su hermano Gil González de Avila; y como estonces era tan señalada la conquista de Guautemala, aunque estaba muy lexos, fue a ella, donde se señaló como siempre mucho, donde después de pacificada se le dio repartimiento de indios.



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Capítulo VII

Cómo ganada México, no tiniendo Cortés pólvora para conquistar las demás provincias, invió diversas personas por azufre, y de lo que con Montaño y Mesa pasó.

     Ganado ya México y despachados los procuradores, como está dicho, Cortés se retiró a Cuyoacán, donde se comenzó a informar de los reinos y provincias que quedaban por conquistar, y como para tan alto y engrandescido pensamiento, era menester pólvora, sin la cual no se podía hacer la guerra, porque la que había traído y la que le había venido se había acabado, pensaba, como el que tan gran máquina traía sobre sus hombros, qué modo tendría para socorrer a tan estrecha nescesidad; e así, parte por la nescesidad (que es maestra de ingenios), como porque era muy sagaz, dio en que no podía dexar de haber azufre en el volcán, que está doce leguas de México, de que atrás tenemos hecha mucha mención, por el grande humo y fuego que dél vía salir muchas veces; y como el principal material para la pólvora era el azufre, llamó a algunas personas de quien para aquel efecto tenía crédicto; rogóles subiesen al volcán, e díxoles que si le traxesen azufre, serían dél muy bien galardonados, los cuales fueron, y como la subida era tan agria y tan larga, se volvieron sin hacer nada, desconfiados de que ellos ni otros podrían subir. Fue cosa que a Cortés dio gran pesar, pero como la nescesidad le forzaba a no dexar cosa por probar, llamó a Montaño y a Mesa, su artillero, a los cuales dixo así: «Amigos y hermanos míos: Ya sabéis que no tenemos pólvora, y que sin ella ni nos podemos defender, ni conquistar un mundo, nuevo que nos queda, de que podamos ser señores, y nuestros descendientes para siempre queden ennoblescidos; temo en gran manera que los indios, así amigos como enemigos, sepan la falta que de pólvora tenemos, porque a sola el artillería y los caballos temen como furia del cielo. También sabéis los muchos hombres que he inviado a que suban al volcán, para traer azufre, que no puede dexar de haberlo, que no solamente no han hecho nada, pero desmayan a mí e a los demás, como si hubiese cosa en el mundo tan dificultosa que hombres de seso y esfuerzo no la puedan acabar. Quien no hace más que otro, no meresce más que otro. Disponeos, os ruego, a este negocio, que el ánimo me da que habéis de salir con él y que habéis de ser confusión de los que han ido y de los que los han creído y, lo que tengo en más, que habéis de ser instrumento para que por vuestra industria, Dios mediante, salgamos con el mayor negocio que españoles han emprendido. Visto os habéis en grandes peligros, y mayores son los que nos quedan si nos falta la pólvora, porque los amigos y enemigos se volverán contra nosotros, sabiendo que con el artillería y escopetas no los podemos ofender. En vosotros, después de Dios, está conservar lo ganado y el adquerir grandes reinos y señoríos; por tan grandes premios, bien se sufre aventurar las vidas, que no podemos dexar de perder si vosotros con gran firmeza, no aventuráis las vuestras, que volviendo con ellas (como espero en Dios) y trayendo recaudo, yo os mejoraré entre todos los demás, como tan notable servicio merescerá.»

     Dichas estas palabras, con las cuales encendió los pechos de los dos, respondiendo Montaño por ambos, le dixo: «Señor: Visto tenemos lo que nos habéis dicho, e nosotros de nuestra voluntad nos queríamos ofrescer a ello, e aunque otros han ido tan bastantes y más que nosotros, estad cierto que estamos determinados de tomar este negocio tan a pechos, que o habemos de traer recaudo, o quedar allá muertos, porque donde tanto va, como, señor, habéis dicho, y nosotros entendemos, bien se emplearán las vidas.»

     Cortés no lo dexó pasar adelante; abrazólos con gran regocijo, agradesciéndoles mucho el ofrescimiento y prometiéndoles grandes mercedes. Movió a Cortés llamar a Montaño saber que había subido en la isla de Tenerife al volcán que en ella hay, que se llama el Pico de Teida, e que había dicho que en él había gran cantidad de azufre, y que pues se había atrevido sin interese alguno a subir allí, que mejor lo haría acá, donde tanto a él y a los demás importaba.



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Capítulo VIII

Cómo Montaño y Mesa e otros compañeros se adereszaron para subir al volcán, y de lo que al principio les subcedió.

     Luego con toda presteza se adereszaron los dos para la partida, llevando consigo tres compañeros, uno de los cuales se decía Peñalosa, Capitán de peones, y el otro Joan Larios. Tomaron treinta y seis brazas de guindalesa en dos pedazos, que pesaban dos arrobas, y un balso de cáñamo para entrar en el volcán, e cuatro costales de anjeo, aforrados en cuero de venado curtido, en que se traxese el azufre. Fuése Cortés con ellos hablando hasta salir de la ciudad de Cuyoacán, donde estaba asentado el real; díxoles muchas y buenas palabras, viendo en ellos la buena gana y determinación con que iban. Llegaron aquel día antes que anochesciese, a la provincia de Chalco; hicieron noche en un pueblo que se dice Amecameca, que está dos leguas de la halda del volcán, y otro día partieron para ir encima del puerto, porque desde él comienza la subida para el volcán. Fueron con ellos muchos señores y principales de aquellas provincias, acompañados de más de cuarenta mill hombres, por ver si eran otros de los que antes habían pasado y vuelto sin hacer nada, y como vieron que eran otros, determinaron de hacer sus ranchos alderredor del volcán, para ver si aquellos españoles eran tan valientes que hiciesen lo que todos leos otros no habían hecho, ni ellos jamás, habían visto ni oído.

     Montaño y los otros sus compañeros, acordando de subir aquel mismo día, anduvieron mirando por donde mejor podrían subir, y siendo poco más de mediodía, encomendándose de todo corazón a Dios, llevando a cuestas las dos guindalesas, el balso y costales e una manta de pluma, que los indios llaman pelón, para cubrirse con ella donde la noche los tomase, comenzaron a subir mirándolos infinidad de indios, abobados y suspensos, diciendo entre sí diversas cosas, desconfiando los unos y teniendo confianza los otros. En esto, y habiendo subido la cuarta parte del volcán con muy gran trabajo, aunque con muy gran ánimo, les tomó la noche, y como en aquel tiempo y en aquel altura era tan grande el frío que no se podía sufrir, pensando si se volverían a baxar a tener la noche en lo más baxo del volcán, acordaron de abrir el arena y hacer un hoyo donde todos cupiesen, e tendidos y cubiertos con la manta pudiesen defenderse e del frío, e así, a una, desviando el arena hasta en hondura de dos palmos, e dieron luego en la peña, de que es todo el volcán; salió luego tan gran calor y con él tan gran hedor de azufre, que era cosa espantosa, pero como era más insufrible el frío que el calor y hedor que salía, tendiéndose todos juntos, tapando las narices, calentaron, y no pudiendo ya más sufrir el calor y el hedor, levantándose a la media noche, acordaron de proseguir la subida, que era tan dificultosa que a cada paso iban ofrescidos a la muerte.



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Capítulo IX

Cómo prosiguiendo la subida del volcán, uno de los compañeros cayó en un ramblazo, e cómo otro dellos se quedó en el camino desmayado, e cómo esperaron allí hasta que vino el día.

     Y así como iban a escuras y los hielos eran grandes, deslizando uno de los compañeros, cayó en un ramblazo, más de ocho estados en alto, e vino a encaxarse en medio de unos grandes hielos de carámbanos tan duros como acero, que a quebrarse fuera rodando más de dos mill estados abaxo; dióse muchas heridas, comenzó a dar grandes voces a los compañeros, rogándoles que le ayudasen. Los compañeros acudieron con harto riesgo de caer; echáronle la guindalesa con una lazada corrediza, que con mucha dificultad metió por debaxo de los brazos e con muy mayor, ayudándose con los pies e las manos e diciendo que tirasen, le pudieron sacar, lleno de muchas heridas. Viéndose así, desta manera, casi perdidos, no sabiendo qué hacerse, porque de cansados no se podían menear, encomendándose a Dios, determinaron de no pasar adelante, sino esperar que amanesciese, que a tardar algunas horas más de salir el sol, no quedara hombre vivo, según ya estaban helados del grandísimo frío que hacía. En el entretanto, vueltos los rostros los unos a los otros, con el vaho de la boca calentaban las manos, haciéndose calor los unos a los otros, tiniendo los pies y piernas tales que no los sentían de frío.

     Salido el sol, esforzándose lo mejor que pudieron, comenzaron a proseguir la subida, e a cabo de media hora poco más salió gran humareda del volcán, envuelta con gran fuego; despidió de sí una piedra encendida, del tamaño de una botija de una cuartilla; vino rodando a parar donde ellos estaban, que paresció inviársela Dios para aquel efecto; pesaba muy poco, porque con la manta la detuvieron, que a tener peso, según la furia que llevaba, llevara tras sí al que la detuviera. Calentáronse a ella de tal manera que volvieron en sí; tomando nuevo esfuerzo y aliento (como suelen españoles con pequeño socorro) prosiguieron la subida, animándose e ayudándose unos a otros, y no pudieron tanto perseverar en el trabajo, que el uno dellos de ahí a media hora no desmayase. Es de creer que debía de ser el que cayó. Dexáronle allí los demás, diciéndole que se esforzase, que a la vuelta volverían por él, el cual, encomendándose a Dios, porque le parescía que ya no tenía otro remedio, les dixo que hiciesen el deber, que poco iba que negocio tan importante costase la vida a alguno. Ellos fueron subiendo, aunque con pena, por dexar al compañero, e a obra de las diez del día llegaron a lo alto del volcán, desde lo alto de la boca del cual descubrieron el suelo, que estaba ardiendo, a manera de fuego natural, cosa bien espantosa de ver.

     Habrá desde la boca hasta donde el fuego paresce ciento y cincuenta estados. Dieron vuelta alderredor, para ver por dónde se podría entrar mejor, y por todas partes hallaron tan espantosa y peligrosa la entrada, que cada uno quisiera no haber subido, porque estaban obligados a morir, según habían prometido, o no volver donde Cortés estaba; y como en los hombres de vergüenza puede más el no hacer cosa fea, que el peligro, por grande que sea, determinaron, por no echar la carga los unos a los otros, de echar suertes cuál dellos entraría primero. Cúpole la suerte a Montaño, lo cual, cómo entró y lo que hizo, se dirá en el capítulo que se sigue.



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Capítulo X

Cómo Montaño entró siete veces en el volcán, y la cantidad de azufre que sacó, e cómo entró otro e asimismo sacó azufre, y cómo el Montaño anduvo buscando por dónde pudiesen todos decendir.

     Entró, pues, Montaño, colgado de una guindalesa, en un balso de cáñamo, con un costal de anjeo, aforrado en cuero de venado, catorce estados dentro del volcán; sacó de la primera vez casi lleno el costal de azufre, y desta manera entró siete veces hasta que sacó ocho arrobas y media de azufre. Entró luego otro compañero, y de seis veces que entró sacó cuatro arrobas poco más, de manera que por todas eran doce arrobas, que les paresció que bastaban para hacer buena cantidad de pólvora, y así determinaron de no entrar más, porque, según me dixo Montaño, era cosa espantosa volver los ojos hacia abaxo, porque aliende de la gran profundidad que desvanecía la cabeza, espantaba el fuego y la humareda que con piedras encendidas, de rato en rato, aquel fuego infernal despedía, y con esto, al que entraba, para aumento de su temor, le parescía que o los de arriba se habían de descuidar, o quebrarse la guindalesa, o caer del balso, o otros siniestros casos, que siempre trae consigo el demasiado temor.

     Estaban todos muy contentos, porque, libres deste miedo, se apercebían para descendir, pero luego se les recresció otro grave cuidado, acompañado de harto temor, que era buscar la baxada, la cual era muy peligrosa (aunque no hubieran de baxar cargados). Para esto entraron en su acuerdo e determinóse Montaño de dar una vuelta a la boca del volcán en el entretanto que los compañeros hacían los costales, e andando con gran cuidado, de ahí a poco volvió a los compañeros; visto que no había senda ni baxada cierta, les dixo que para descendir con menos peligro, lo mejor era baxar rodeando el volcán, aunque desta manera se detendrían mucho más. Parescióles bien a todos, y así cada uno se cargó de lo que pudo llevar, sin dexar cosa alguna; descendieron con gran tiento, porque casi a cada paso había despeñaderos, dexándose ir de espaldas muchas veces, con la carga sobre los pechos, deslizándose hasta topar donde parasen con los pies. Anduvieron desta manera gran espacio, viendo muchas veces la muerte a los ojos, por los pasos peligrosísimos que de rato en rato topaban, reparando y tratando por dónde sería mejor descendir, y algunas veces eran forzados dar la vuelta atrás o hacerse a un lado o a otro, porque de otra manera estaba la muerte cierta.



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Capítulo XI

Cómo por gran ventura toparon con el compañero, que había quedado desmayado, y del gran contento que él y ellos en toparse rescibieron, y cómo acabaron de descendir, y del espanto de los indios.

     Andando aquellos atrevidos hombres en estos términos, vinieron a parar adonde habían dexado el compañero desmayado, el cual, aunque ya estaba desconfiado de la vida, ocupado solamente en pedir a Dios perdón de sus pecados, en el ruido y habla de los compañeros, no creyendo que era verdad, sino que lo soñaba, les dixo primero que ellos le hablasen: «¿Son mis compañeros los que vienen?», respondiéndole ellos: «Somos», replicó él: «Bendicto sea Dios, que hoy he nascido.» Pararon todos un rato, y cierto, con grande alegría, dando gracias a Dios que así los había guiado. Desta manera prosiguieron su embaxada, ayudándole los compañeros a veces, que lo había bien menester, por que no tenía fuerzas para más que alegrarse, por verse entre sus compañeros. Fue tan grande el espanto que aquella noche rescibió de cosas que o las vía o las imaginaba (tanto puede la imaginación), que en muchos días después (según Montaño me dixo), no acabó de volver en sí.

     Desta manera, a las cuatro horas de la tarde, siendo mirados de gran multitud de indios que los estaban esperando, llegaron al pie del volcán. Corrieron a ellos con muy grande alegría los caciques y la demás gente que con ellos estaba; diéronles allí luego de comer, porque desde el día antes por la tarde hasta estonces no habían comido bocado. Acabado que hubieron de comer, a cada uno pusieron en unas andas, e los costales de azufre dieron a los indios de carga. Lleváronlos en hombros, como acostumbraban a los grandes señores, acompañándolos por la una parte y por la otra muchos indios, que algunas veces tropezaban e caían unos sobre otros por irlos mirando a la cara, espantados de que hubiese hombres de la figura y faición dellos, que hubiesen hecho una cosa tan espantosa, nunca hasta estonces jamás vista ni oída, y así lo sería ahora, porque nadie ha llegado más de hasta la mitad del volcán.

     Anduvieron seis leguas hasta llegar a un embarcadero, donde se metieron en canoas con gran cantidad dellas, que los acompañaban. Vinieron a amanescer a la ciudad de Cuyoacán, donde el General tenía asentado su campo, el cual ya tenía nueva por muchos mensajeros que los señores le habían hecho, del buen recaudo que los suyos traían y de lo mucho que habían trabajado, y como el que sabía (para animar a otros) agradescer los trabajos, saliólos a rescebir fuera de la ciudad. Abrazólos, agradescióles mucho lo menos que habían hecho, prometióles de gratificárselo muy bien diciéndoles que habían hecho mucho más de lo que pensaba, porque habían sido causa, así de dar a entender a los indios amigos y enemigos que no había cosa imposible a los españoles, como del quitarles el atrevimiento y osadía en que estaban ya puestos de levantarse contra los nuestros, por la falta de la pólvora, con que principalmente se había de hacer la guerra y sustentar lo ganado. Ellos, como victoriosos, entendiendo de su Capitán que su servicio y trabajo era tan grato, dando por bien empleado lo que habían padescido, olvidados (como las que paren) del peligro pasado, se ofrescieron de nuevo a otro que tan grande o mayor fuese (que esta es la condisción y propiedad del ánimo español). Cortés los tornó a abrazar, admirado de que no habiendo acabado de descansar, se ofresciesen a nuevos trabajos.

     Con estas pláticas y otras, alegres y regocijadas (cuales suelen tratarse de negocios peligrosos que tienen dichosos y bien afortunados fines) llegaron a la ciudad de Cuyoacán, donde, así de los demás españoles que en su guarda quedaron, como de los indios, fueron alegremente rescebidos, mirados y tratados, como hombres que habían hecho lo que apenas de hombres se podía esperar. Mandó Cortés les diesen de cenar y que se les hiciese para en aquel tiempo todo el regalo posible. Mandó apurar y afinar el azufre; quedó en diez arrobas y media; hízose dél tanta cantidad de pólvora que bastó para acabar de ganar la mayor parte de las provincias de la Nueva España, porque en el entretanto acudió provisión desta munición y de otras.

     Díxome Montaño muchas veces que le parescía que por todo el tesoro del mundo no se pusiera otra vez a subir al volcán y sacar azufre, porque hasta aquella primera vez le parescía que Dios le había dado seso y esfuerzo, y que tornar sería tentarle; y así, hasta hoy jamás hombre alguno ha intentado a hacer otro tanto, de donde, como otras veces tengo dicho, se puede bien entender haber sido la conquista deste Nuevo Mundo milagrosa, y por esto los que le conquistaron dignos de gran premio y de otro coronista de mayor facundia que la mía.



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Capítulo XII

De la orden y diligencia que Cortés tuvo y puso para asegurar lo que había ganado, y saber lo que quedaba por ganar.

     Hecho Cortés señor de México y seguro que ya no le podía faltar pólvora, por la mucha cantidad que del azufre se había hecho, no ensoberbeciéndose nada por la gran victoria que había alcanzado, porque suele ser antigua querella de la próspera fortuna mudar la condisción a los que favoresce, antes se dio tan buena maña que a los que más le temían, viéndole ya tan señor, hizo mejor tratamiento y aventajó en mercedes, porque sabía que para dar el vuelo que pretendió y consiguió, le era nescesario estribar sobre los hombros de sus compañeros, y fuele tan natural el hacer bien esto, que con los indios amigos y enemigos se hubo de la misma manera, y así entre los amigos que le habían ayudado repartió gran cantidad de cacao, mantas y otros bastimentos, e a los Capitanes e a los que como valientes se señalaron dio ricas rodelas, plumajes, brazaletes e otras joyas con que mucho los obligó, e por asegurar su juego, a los que tenía presos, hizo mercedes e invio a sus tierras, haciendo mensajeros a los pueblos que no le habían sido muy amigos, diciendo a los señores que ya él, en nombre del gran señor de los cristianos, el Emperador, había conquistado y ganado la gran ciudad de México, cabeza del imperio índico, y que los más de los pueblos comarcanos le obedescían y servían, y que haciendo ellos esto, los tratarían como a hermanos, donde no, que supiesen que para no ser asolados no tenían defensa y que sin que él hiciese más que mandarlo, sus mismos vecinos los destruirían.

     No fueron menester mucho estos mensajeros, porque con la nueva de la victoria, los más de los señores de las provincias y pueblos inviaron sus mensajeros, y algunos dellos vinieron ofresciendo amistad y suplicando a Cortés se sirviese de sus personas y haciendas contra los que no le obedesciesen. Cortés los rescibió alegremente y dio de las cosas que tenía, para más atraerlos a sí e asegurar lo mucho que había hecho e lo mucho que pensaba hacer. Repartió entre sus soldados, a cada uno conforme a la calidad de sus servicios y persona, muchas preseas, oro y plata, con que los más quedaron muy contentos, aunque nunca le faltaron quexosos, o porque pedían más de lo que merescían, o porque un hombre, por bastante que sea, no puede contentar a todos (que esto trae consigo la fragilidad humana).

     Repartió Cortés sus Capitanes y gente; mandóles poblar ciertas villas y él no quiso (porque era la fuerza de todo el resto) salir de México, de donde regía, gobernaba y proveía lo que convenía hacerse; trató de inviar Capitanes, como adelante diré, a provincias remotas, como a Pánuco, a Guatemala e Honduras, con instrucciones muy católicas, cuyo principal motivo era que gentes tan bárbaras conosciesen un solo y verdadero Dios. Despachó mercaderes indios que, como mensajeros, iban seguros por donqueriera que entraban, para que le traxesen razón de las provincias y reinos que viesen, de los cuales supo poco, o porque no volvían, o porque no acertaban a entrar por donde había poblaciones, aunque supo de ciertos indios que hacia el Norte había grandes poblaciones; quisieron decir lo que ahora se va descubriendo de la provincia de Copala o de la tierra de la Florida, de quien tantas cosas se han dicho y tan pocas se han visto; de cuyo descubrimiento y conquistas diré en su lugar.

     Supo de una provincia que se dice Zacatecas, que tenía gentes extrañas y que muchos negros de los que de los españoles se habían huido estaban entre ellos e que habían puesto cruces; pero esto y lo de Copala no pudo ser luego que Cortés ganó a México, porque estonces no había negros, ni aún habían acudido españoles. E porque así de Copala como de Zacatecas pienso hablar muy largo en su tiempo y lugar, continuaré lo que Cortés, con ánimo invencible, fue haciendo; el cual, viendo que los indios mercaderes le habían traído poca razón, invió a un español que se llamaba Villadiego, que sabía la lengua medianamente, con algunos indios amigos, para que con las cosas de rescate que llevasen, fuesen descubriendo tierras y conosciendo gentes, para volver con la razón de lo que viesen, dándoles por instrucción que topando con alguna nueva gente no pasasen adelante, sino que viendo bien su tierra, trato y comunicación, le diesen luego nueva dello; pero ellos hicieron la ida del cuervo, porque jamás volvieron ni se supo dellos, como si nunca fueran. Créese, por la grande enemistad que los indios tenían a nuestra nasción, que los mismos que acompañaron al Villadiego le mataron, e que ellos por no poder dar buena cuenta dél, se metieron la tierra adentro, donde nunca más parescieron.



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Capítulo XIII

Cómo un español acaso descubrió la provincia de Mechuacán, e de cómo Cortés invió a Montaña con otros españoles allá.

     Antes desto, o muy poco después, queriéndolo así la buena ventura de Cortés, yendo un español con ciertos indios amigos a recoger gallinas para proveer el exército (llámase el español Porrillas), hombre gracioso y de buen ánimo, muy querido de los indios, los moradores del pueblo de Matalcingo, poco a poco le llevaron, recogiendo gallinas, hasta llegar a la raya de la provincia de Mechuacán, adonde ningún español había llegado, porque por muchos días después de ganado México ninguno salió de la ciudad más de hasta Chapultepec, porque así convenía, hasta tener noticia de alguna provincia. Los de aquella raya holgaron mucho de ver al español; miráronle con gran cuidado, tocándole con las manos, como a cosa nunca vista, representándoseles que muchos como aquel eran bastantes para vencer y subjectar mayores ciudades que las de México, e por señas y por la lengua le preguntaron muchas cosas, a las cuales él respondió, poniéndolos en gran admiración. El les preguntó qué tierra era la que tenían atrás e qué gente la moraba, y después que hubo sabido muchas cosas, les preguntó si tenían plata y oro, y ellos, en testimonio de que la tenían, le dieron alguna labrada, y para que viesen más por extenso lo que el español les había dicho le dieron dos indios, prometiendo él que los trataría muy bien e que volverían muy presto. Los indios fueron muy contentos.

     Llegado que fue con ellos donde Cortés estaba, fue muy bien rescebido, porque con la relación de lo que él tanto deseaba, traía consigo hombres de aquella tierra, a los cuales él mandó tratar muy bien e que los traxesen por todo el real, para que viesen la gente, armas, artillería y caballos, mandando que delante dellos escaramuzasen algunos de caballo e disparasen dos o tres escopetas, de que ellos no poco se espantaron. Finalmente, hechas estas diligencias, les dio muchas cosas de resgate, e por la lengua les dixo que como los cristianos eran muy valientes y espantosos contra sus enemigos, así amaban y querían mucho a los que se les daban por amigos, defendiéndolos e amparándolos en sus peligros y nescesidades, y que así haría con todos los de su nasción y que presto los iría a ver y enseñar cuán errados habían vivido los que adoraban dioses y sacrificaban hombres, y que con esto se podían ir en buen hora a su tierra e que hasta allá irían con ellos algunos indios mexicanos o los que ellos quisiesen, si éstos, por ser generales enemigos de todas las provincias, no los querían. Ellos, por extremo alegres de lo que habían visto, y del tratamiento que habían rescebido, le besaron las manos, diciendo que no querían mexicanos; tomaron tlaxcaltecas en su compañía. Destos dos indios supo el Cazonci, señor de Mechuacán y mortal enemigo de Motezuma, el discurso de lo pasado, lo cual fue causa de que, como diré, inviase a Cortés sus embaxadores. Cortés, con la nueva que tuvo de aquellos dos indios, determinó de inviar a llamar a Montaño y sus compañeros, como hombres que tenían ya en el negocio pasado tan bien probado su intención; díxoles que él los quería inviar a que descubriesen la provincia de Mechuacán y la de las Amazonas, que los indios llaman Ciguatlán, y que les daría veinte señores indios con un intérprete que sabía tres lenguas, mexicana, otomí y tarasca, que ésta era y es la que los indios de aquella provincia hablan; dióles muchas cosas de rescate, para que con ellas tuviesen entrada en aquella tierra; rogóles que procurasen ver y hablar al señor della y tratar con él amistad y ver desimuladamente la multitud de la gente, las armas, fuerzas, contrataciones, fertilidad y disposición de la tierra, y que pudiendo hablar despacio con el señor, le diesen razón de quién era el Emperador de los cristianos y el Sumo Pontífice, y de que él venía, a hacer bien y no mal e desengañarlos de muchas cosas en que estaban ciegos y que, por no haber querido los mexicanos rescebir tanto bien, había querido el gran Dios de los cristianos destruirlos y asolarlos, como haría con todos los que los imitasen. Prometió con esto a Montaño y a sus compañeros, si traían buen recaudo, de hacerles grandes mercedes, y luego, delante dellos por la lengua dixo muchas cosas a los veinte señores, y entre otras lo que principalmente les rogó y encargó fue que yendo con aquellos cristianos, que eran muy valientes y hermanos suyos, los sirviesen e guardasen y que nunca los dexasen, porque desto rescibiría él gran contento y le pondrían en obligación de que, volviendo, los haría mayores señores, y como para aquel negocio el intérprete era tan importante, aunque era hombre de baxa suerte, le encargó mucho que en las demandas y repuestas dixese y tratase toda verdad, y que si se viese con el señor de aquella provincia, como testigo de vista le contase el poder de los cristianos y cuán bien le estaría darse por vasallo del Emperador dellos. Después de haberle instruido en esto y otras cosas (viendo lo que acerca de todos los hombres el premio mueve), le prometió de hacerlo caballero y señor de un pueblo (como después lo hizo).



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Capítulo XIV

De lo que Montaño y los demás respondieron a Cortés, y cómo se despacharon y partieron.

     Montaño y sus compañeros, como habían hecho lo que era más, muy contentos de hacer lo que era menos, por obligar más a Cortés (o por mejor decir, al Emperador) respondieron diciendo que no solamente aquello, pero todo lo demás que se ofresciese en servicio de Dios y de su Rey lo harían hasta perder la vida; que les diese cosas de rescate y que luego se querían partir, porque en la tardanza no hubiese riesgo. Cortés los abrazó y se lo agradesció mucho, tornándoles a decir que tan buenos servicios no perderían galardón; dióles luego cosas de rescate y esperó lo que los veinte señores responderían, de los cuales el más anciano, que siempre se tuvo entre ellos este respecto, respondiendo por sí y por los demás, aunque dixo muchas cosas (que en esto son prolixos), la suma fue que todo, como lo mandaba, harían y cumplirían sin discrepar en cosa, y porque la obra lo magnifestaría, no le querían encarescer de presente el amor grande que ellos le tenían y lo mucho que lo deseaban servir, y que por el ofrescimiento que les hacía, que volviendo los adelantaría en mayores estados, le besaban los pies, y que sin tan gran merced estaban obligados a servirle en cosas muy mayores y de más peligro que aquella que les mandaba.

     Cortés les agradesció mucho la buena repuesta, e por inviarlos más contentos les dio algunas cosas, y lo mismo hizo al intérprete, el cual, agradesciendo la merced presente (que era prueba de la que esperaba) respondiendo a lo que Cortés con tanto cuidado le había encargado, le dixo: «Señor, son tan buenas las obras que nos haces, que aunque yo no tuviera gana de servirte, me obligas y fuerzas a que no pase de cosa que mandares el secreto y fidelidad que debo guardar en declarar lo que me dixeren y responder lo que tus compañeros mandaren; miraré con tanto cuidado y diligencia, como si mis dioses me lo mandasen y por quebrantar cualquiera cosa hubieran de abrasarme vivo, inviando fuego del cielo, y así por ellos te prometo que en breve por las obras veas cómo no he sido largo en las palabras.» Cortés, tornando a repetir lo que le había prometido, le dixo que él estaba muy cierto de aquello, y que así lo fuese él, que en volviendo sería señor de un muy buen pueblo, y que de vasallo y pechero le haría señor de vasallos y pecheros a quien mandase, porque no todos los señores heredaban señoríos sino que muchas veces muchos los venían a alcanzar y conseguir por el gran valor de sus personas y por notables hechos que en servicio de sus Reyes hobiesen hecho, y que esta era la mejor entrada para conseguir honra y estado para sí y para sus descendientes, al revés de lo que a algunos subcedía, que de grandes estados, por sus vicios y maldades, vinieron a perderlos y dexarlos apocados y a sus hijos con ellos.

     Todas estas palabras paresció a Cortés que convenía decir [a] aquel intérprete, porque era de buen entendimiento y había entendido dél que aspiraba a mayores cosas, y con esto lo encendió con ofrescimiento tan debido y con palabras que tanto le animasen, a lo cual todo replicó el intérprete que no tenía más que decir que lo dicho, y que ya se le hacía tarde para ir a cumplir lo que su Merced le mandaba.

     Aprestados, pues, todos, salieron los cuatro cristianos, los veinte señores y el intérprete otro día por la mañana, juntos, muy alegres y contentos, del real; salió Cortés con ellos y algunos de los suyos, hasta dexarlos puestos en el camino, donde al despedir dixo a los veinte señores y al intérprete que allí los saldría a rescebir cuando volviesen, y que les encomendaba mucho hiciesen lo que les tenía rogado, porque así haría él lo que les tenía prometido.



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Capítulo XV

Cómo a cabo de cuatro días llegaron a un pueblo que se dice Taximaroa, en la raya de Mechuacán y de la cerca del pueblo, y del rescibimiento que los dél les hicieron, y de la matanza que en un tiempo los de Mechuacán en él hicieron en los mexicanos.

     Caminaron cuatro días los españoles e indios juntos, sin apartarse los unos de los otros; no les subcedió cosa de que hacer memoria. Llegaron cerca de aquel pueblo que dice ser raya de Mechuacán, el cual se llamaba Taximaroa, y como el señor y los vecinos dél tenían tan buena relación de los cristianos, por lo que los dos indios habían dicho, determinaron salir de paz a rescebirlos; fue mucha la gente, porque aun hoy el pueblo es muy grande y muy poblado. El señor y Gobernador dél con muchos principales que le acompañaban, abrazó primero a los cristianos; dióles (como tienen de costumbre) rosas o ramilletes, que en esta historia llamo súcheles, y luego abrazó a aquellos indios señores. Pararon un rato, y por la lengua que los nuestros llevaban, el señor de Taximaroa dio la bienvenida a los españoles, diciéndoles que se holgaba mucho que a su ciudad y casa hubiesen llegado tan buenos huéspedes; que se holgasen, porque él los serviría y regalaría cuanto pudiese, y que estuviesen ciertos de que él deseaba mucho conoscer a su Capitán y por él ser criado, y vasallo del señor de los cristianos, porque vía que su poder era tan grande, que estando su persona tan lexos de México, con pocos criados y vasallos suyos hubiese subjectado la más fuerte ciudad que en estas partes había, y que así tenía entendido que harían todos los demás reinos y provincias, y que supiesen que desde aquel pueblo adelante comenzaba el reino y provincia de Mechuacán, subjecta a un gran señor, que se decía el Cazonci, capital enemigo de los mexicanos, y que la tierra era grande y fértil y muy poblada de hombres valientes y muy diestros en el flechear, y que tenía entendido que aquel gran señor inviaría presto sus embaxadores a Cortés, ofresciéndole su persona, casa y reino. Desto los españoles rescibieron gran contento, porque vieron que de tales muestras no se podía seguir sino próspero y alegre subceso; dixéronle que con el tiempo vería el gran valor de Cortés y que por él y por sus compañeros conoscería el gran poder del Emperador de los cristianos, y que presto, comunicándose todos, se desengañarían de los errores en que estaban.

     En estas y otras pláticas, todos muy alegres, aunque harto más los españoles, dieron la vuelta hacia la ciudad, de la cual será bien decir algo, por ser extrañamente murada; la causa era la guerra que con los mexicanos tenían. Estaba, aunque era muy grande, cercada de una cerca de trozos muy gruesos de encina, cortados a mano; tenía de alto dos estados e uno de ancho; parescía muy antigua; renovábase cada día, sacando los trozos muy secos y metiendo otros recién cortados, para lo cual había maestros y peones diputados que en ninguna otra cosa se ocupaban, salariados para esto del dinero de la república. Por lo alto y por el lienzo de afuera y de dentro iba tan igual y tan tupida la cerca, que no pudiera ser mejor labrada de cantería. Acostumbraban desde su principio, por las victoria que contra los mexicanos tenían, de no quemar la leña vieja y seca que sacaban, sino en sacrificio de sus dioses, haciendo ciertas cerimonias cuando metían la nueva, como significando que con su favor se haría aquel muro tan fuerte que sus enemigos nunca entrarían por él y que dél saldrían los vecinos y volverían victoriosos.

     Entrados que fueron en el pueblo los nuestros, los de la ciudad les traxeron mucha comida y les hicieron grandes regalos y tan buen tratamiento que ellos quedaron espantados, pero con todo esto aquella noche se velaron por sus cuartos, como hombres de guerra que querían estar seguros, pues muchas veces, debaxo de muestras de muy mayor amor que aquel, está encubierta la muerte de los que nesciamente se confían, como en un tiempo acaesció a los mexicanos, tiniendo guerra con los mechuacanenses o tarascos; que yendo un grueso exército dellos, por mandado de Motezuma, sobre el reino y provincia de Mechuacán, pensando que de aquella vez le destruirían, llegando a este pueblo y poniendo su real sobre la guarnición del Cazonci, que en esta frontera estaba, fingió que huía, dexando en la ciudad mucha ropa, muchos bastimentos y gran cantidad de vino. Los mexicanos entraron, pensando que les huían, y como era dos horas antes que el sol se pusiese, dieron saco a la ciudad, y en lo que más metieron la mano fue en el comer y beber, que hartos y borrachos cayeron casi todos sin sentido, y cuando estaban en lo más profundo del sueño, hacia la media noche dieron con gran furia los enemigos sobre ellos, y como no hallaron resistencia en pocas horas hicieron tan gran matanza que apenas escapó hombre dellos, e otro día, porque no hediesen en la ciudad, los echaron en el campo, cuyos huesos cubrieron la tierra y casi hasta hoy hay grandísima cantidad dellos. Puso este estrago de ahí adelante tanto miedo a los mexicanos, que jamás después osaron asomar a la raya de Mechuacán.

     Otro día bien de mañana los nuestros, hicieron mensajeros a Cortés, escribiéndole lo que pasaba, de lo cual rescibió extraño contento, diciendo a muchos de los principales de su exército, que al leer de la carta se hallaron presentes: «¡Bendicto sea Dios, caballeros, que tan bien encamina nuestros negocios! Yo espero en Su Majestad Divina que ha de ser muy servido en estas partes.»

     Mucho regocijaron aquellos caballeros la buena nueva hasta buena parte de la noche.



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Capítulo XVI

Cómo aquel día los cuarto españoles con la demás gente se partieron en demanda de la ciudad de Mechuacán, y cómo en ella fueron rescebidos.

     En este mismo día Montaño y sus compañeros se partieron en demanda de la ciudad de Mechuacán; tardaron en llegar seis días sin subcederles cosa que de contar sea, más de que cada día los acompañaban más gente de la provincia, que de los pueblos comarcanos al camino salían a ver los cristianos, que tan gran negocio habían acabado con sus enemigos los mexicanos.

     De la llegada de los nuestros a Taximaroca, el Gobernador della, que era vasallo del Cazonci, le hizo muchos mensajeros, y lo mismo los Gobernadores de los otros pueblos por donde pasaban, hasta inviarle pintados los españoles, cómo iban, cómo comían, cómo dormían, las armas y vestidos que llevaban; e ya que llegaban media legua pequeña de la ciudad de Mechuacán, aquel gran señor, que por momentos estaba avisado para mostrar su poder y la voluntad que a los nuestros tenía, mandó salir ochocientos señores vestidos de fiesta, que cada uno tenía a diez e a doce mill vasallos; salieron con ellos tantos de los suyos y del gran señor, que cubrían los campos, juntándose con los nuestros, e abrazándose. Uno dellos, que parescía tener más edad y más autoridad, dándoles primero unas rosas, les dixo: «El Cazonci, gran señor nuestro, cúyos todos los que aquí estamos (siendo señores) somos vasallos, nos mandó os saliésemos a rescebir y que os dixésemos fuésedes muy bien venido, y que así por particulares mensajeros, desde que llegastes a Taximaroa, hasta llegar donde ahora estáis, os ha inviado a visitar, significándoos el contento que con vuestra venida tiene; díxonos que entrando en su gran ciudad seréis tratados como en la vuestra, donde os ruega reposéis y descanséis y que os hace saber que de lo que deseáis entender y saber os dirá gran parte, a que así rescibirá gran merced de que de Cortés y del muy gran señor suyo el Emperador le deis copiosas nuevas, ca desea mucho ser amigo del uno y vasallo del otro.» Los españoles, que gran deseo llevaban de ver y hablar al Cazonci, holgando por extremo deste mensaje, no reposando, respondieron pocas palabras, aunque muy amorosas, no viendo la hora que verse con aquel gran señor. Lleváronlos a unos aposentos muy grandes y extrañamente labrados, que bien parescían ser de tan gran Príncipe; aposentáronlos allí, trayéndoles con grandes cerimonias de crianza y reverencia gran variedad de manjares que para aquel tiempo tenían adereszados; tocaron sus instrumentos músicos, que son muchos y muy sonoros, y luego que hubieron comido, el gran señor los fue a ver, aunque dice Montaño en su Relación, que antes que les traxesen de comer salió con gran majestad a verlos el Cazonci, y haciéndoles señal de paz, no consintiéndolos llegar a él, les dixo que reposasen, y que volvería luego a hablarles despacio; y de lo que pasó dirá el capítulo siguiente.



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Capítulo XVII

Cómo el Cazonci salió otra vez a ver a los nuestros y ellos lo salieran a rescebir, y de lo que les dixo y ellos respondieron.

     De ahí a dos horas que los nuestros hubieron comido, el Cazonci, que por instigación del demonio, que tanto perdía en la conversión de aquellos indios, no tiniendo el pecho sano, tornó a salir a ver los españoles; esto sería a las diez de la mañana, y como antes (aunque ellos le salieron a rescebir), no consintiéndolos llegar a él, les dixo por la lengua con gran severidad: «¿Quién sois? ¿De dónde venís? ¿Qué buscáis? ; que tales hombres como vosotros ni los hemos oído ni visto hasta ahora. ¿Para qué venís de tan lexos? ¿Por ventura en la tierra donde nacistes no tenéis de comer y beber, sin que vengáis a ver y conoscer gentes extrañas? ¿Qué os hicieron los mexicanos, que estando en su ciudad los destruistes? ¿Pensáis hacer lo mismo comigo?; pues yo tan valiente y poderoso soy, que no lo consentiré, aunque he tenido siempre guerra con los mexicanos y han sido grandes enemigos míos.»

     Los españoles no se holgaron nada con estas palabras, y aunque se alteraron y no poco, uno dellos por la lengua le respondió: «Gran señor, a quien tus dioses prosperen y en mayores reinos adelanten: No hay por qué te receles, que tus servidores somos, inviados por el Capitán Cortés no a otra cosa que a servirte y que le conozcas y tengas por amigo, que le hallarás tan en todo lo que se ofresciere a ti y a los tuyos; y pues en pocas palabras nos has preguntado muchas cosas a que no te podemos responder sino despacio, suplicámoste que con benegnidad nos oyas, que después que lo hayas hecho no te pesará.

     »Nosotros somos cristianos, nascidos en una tierra que se llama España. Venimos por mandado de un muy gran señor, que se dice el Emperador de los cristianos, a quien nuestro Dios puso en corazón que viniésemos a ver estas tierras nuevas, no porque en la nuestra nos falta lo que hemos menester, que antes nos sobra para pasar la vida humana; venimos, después que tuvimos noticia de las tierras que hemos descubierto, a dos cosas principalmente; la una a comunicaros y teneros por amigos, dándoos de lo que nosotros tenemos que vosotros no tenéis acá, rescibiendo nosotros, por vía de contratación y amistad, de vosotros lo que nosotros en nuestra tierra no tenemos, como se hace e usa en todas las tierras del mundo y vosotros, según hemos entendido, usáis los de un reino con los de otro, lo cual es causa que los reinos se ennoblescan; pero la segunda cosa es la que más importa, que resulta del trato y comunicación que con vosotros deseamos tener, que es el desengañaros de una gran ceguedad y error en que el diablo os tiene metidos, haciéndoos adorar dioses falsos y quebrantar en muchas cosas la ley natural, que acerca de todos los hombres tanta fuerza tiene; y aunque al principio os parezca esto áspero, por la costumbre que en vuestro error tenéis, cuando nos hayáis comunicado se os hará fácil y sabroso; y si hecimos guerra y destruímos a los mexicanos, fue porque nos quebrantaron muchas veces el amistad, y por traición y maldad nos quisieran matar, y por castigar las injurias y tiranías que contra muchas nasciones que nos pidieron socorro e ayuda habían usado, y así, aunque eran muchos y muy poderosos y puestos en ciudad tan fuerte, no fueran parte para defenderse ni para ofendernos, porque nuestro Dios, que es uno y solo poderoso, peleaba contra ellos y contra sus dioses o, por mejor decir, diablos perseguidores crueles de los hombres; y si quieres, gran señor, más claro saber cómo no deseamos ni procuramos hacer mal a nadie, infórmate de cuán buenos amigos y favorescedores hemos sido de los que se nos han encomendado y dado por amigos, y así entenderán, que queriéndolo tú ser nuestro, como lo has inviado a decir, te holgarás mucho con nuestra amistad, y no hay para que des oídos a los demonios ni a otros malos consejeros, para que hagas otra cosa de lo que debes a tu real persona, que nosotros en lo dicho te hemos tratado toda verdad, y si no, pues tienes intérpretes mexicanos, pregúntalo aparte a estos señores que con nosotros vienen, que ellos te lo dirán, aunque no son de nuestro linaje ni nuestros amigos.»

     Muy atento estuvo el Cazonci, revolviendo en su pecho grandes cosas, porque de las que había oído en la repuesta de aquellos españoles, unas le daban contento y otras le ponían en temor y alteración, y así, reparando un poco, como pensando en alguna cosa, les respondió que se holgaba de haberlos oído y que reposasen y se holgasen, que él daría la repuesta cuando le paresciese y fuese su voluntad, y diría lo que debían hacer; y con esto, sin haberse sentado, se despidió dellos, los cuales, aunque no quedaron nada contentos ni seguros de tal repuesta y amistad, no mostraron punto de flaqueza, por no caer de una gran opinión en que estaban puestos, que era tenerlos por inmortales e hijos del sol; que muchas veces por descuidos y atrevimientos demasiados de los nuestros, se desengañaron. Comenzaron a tratar entre sí qué harían, y, finalmente, como los que no podían salir a parte ninguna de noche ni de día que no fuesen sentidos, vistos y presos, determinaron (encomendándose a Dios) de estar a lo que les subcediese, lo cual fue bien notable, como luego diré.



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Capítulo XVIII

Cómo el Cazonci mandó guardar a los nuestros de noche y de día y con dos señores les invió a decir no saliesen sin su mandado, y del temor que tuvieron de ser muertos.

     Poco después que el Cazonci se fue su aposento, proveyendo desde el principio, que lo tenía pensado, que ochocientos hombres principales, no sin armas secretas, de noche y de día, estuviesen en guarda de los españoles en el patio, desimulando la guarda asentados en asientos de madera labrados y pintados, como hoy los tienen, mandó a dos caballeros de los más señalados de su casa que, haciendo una raya a la puerta de la entrada por donde habían entrado, dixesen a los españoles que el gran señor Cazonci les mandaba que en ninguna manera, de noche ni de día, por ninguna causa ni razón, pasasen ni atravesasen aquella raya sin su licencia.

     Mucho se alteraron desto aquellos españoles, porque les paresció que eran palabras pesadas y sangrientas y que amenazaban muerte, pero desimulando lo mejor que pudieron el temor, el uno dellos con rostro muy alegre y palabras muy comedidas dixo: «Decid a Su Alteza que en su casa y en su reino estamos y que mensajeros somos y que con voluntad de servirle venimos, y que así no discreparemos punto de lo que Su Alteza manda y que si quiere que no salgamos deste aposento lo haremos con tanta voluntad como lo que ahora nos manda.»

     Con esta repuesta, bien contentos los mensajeros volvieron a su señor, el cual a hora de vísperas comenzó a hacer grandes fiestas por toda la ciudad y en los cúes encender muchos fuegos y quemar muchas cosas olorosas, sacrificando en ellos a sus ídolos gran cantidad de hombres, mujeres, muchachos, muchachas, niños y niñas, con gran estruendo y ruido de cornetas y caracoles, con continuos bailes y danzas de noche y de día, con canciones tan tristes y pavorosas que parescían del infierno. Duraron estas fiestas y sacrificios diez e ocho días. Hízolas el Cazonci con pensamiento y voluntad que a cabo de los veinte sacrificaría a los españoles y vería si eran mortales o no; pero como Dios quería que ya comenzase a cesar el cruel y sangriento señorío que el demonio en aquellas partes tenía, queriendo guardar aquellos españoles y a otros que habían de ser instrumento del remedio de aquellos infieles, puso en el corazón de un gran señor, viejo de sesenta años, que por el Cazonci gobernaba todos sus estados y le era muy acepto y por cuyo consejo se regía, que una noche, al cabo de los diez e ocho días, le dixese:

     «Gran señor, a quien los dioses inmortales han puesto en tan alto estado, que muerto Motezuma y deshecho su imperio, tú solo eres el mayor señor deste Nuevo Mundo: Bien será que con mucho acuerdo pienses primero lo que intentas hacer, que es cosa cruel y no digna de tan gran Rey como tú, que quieras matar a los que te vienen a visitar y conoscer, sin que primero estés muy cierto si vienen con buen ánimo o malo. Mira que estos hombres y los que quedan con su Capitán Cortés son muy valientes, pues siendo tan pocos han vencido infinitos indios; cierto, su Dios (que dicen que no tienen más que uno) debe ser muy poderoso, pues ha quemado y destruido los dioses de México y aquel gran dios (llamado Uchilobos) que con tanta reverencia los mexicanos adoraban. Cierto, yo creo que estos cristianos deben ser hijos del sol, y por tanto, contra sus enemigos han sido tan poderosos; mi parescer es (que pues siempre, por me hacer merced, has seguido mi consejo, que te detengas y antes hables bien a esto, cristianos que les hagas mal, porque desto no se te puede seguir daño alguno, antes asegurarás tus negocios para ver lo que te convenga, y no habiendo razón por qué, no hagas enemigos a los que te podrían ayudar y favorescer.»

     Mucho contentaron estas palabras al Cazonci, porque eran muy verdaderas y de mucho peso y dichas por un hombre de tanta autoridad y de quien él tanto se fiaba y así, agradesciéndole con muy buen semblante el consejo, mandó luego que cesasen las fiestas y que los sacrificios no pasasen adelante, inviando a cuatro principales al aposento donde los españoles estaban, diciéndoles que luego le inviasen cuatro de aquellos principales indios que entre los veinte consigo habían traído, porque los quería hablar e informarse dellos de ciertas cosas que mucho convenían. Los españoles, no menos congoxados desto que de lo pasado, como vieron que no podían hacer otra cosa, dixeron a los mensajeros que de ahí a poco se los inviarían, porque quería escoger los que más sabios fuesen, para dar relación a Su Alteza de lo que quería saber dellos; y aunque días había que estaban industriados de lo que debían decir, apartando a los cuatro que les parescieron ser más avisados y desenvueltos y tener más afición a los cristianos, les dixeron lo siguiente:



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Capítulo XIX

Cómo aquellas españoles industriaron a los indios, y del recelo con que en el entretanto quedaron.

     «Hermanos nuestros que tan verdaderos amigos nos habéis sido, así en nuestros trabajos, como en nuestras prosperidades: Muchas veces por el camino y después acá en este aposento donde estamos os hemos advertido de lo que debéis de hacer y decir cuando os veáis con el Cazonci. Ahora, según vemos, lo que habíades de hacer por nosotros, es forzoso lo hagáis por vosotros, si queréis vivir, porque, a lo que entendemos, el Cazonci ha querido o quiere sacrificarnos, y así será bien que cuando os pregunte por nosotros le representéis la manera de pelear nuestra, las armas, los caballos, los tiros, las escopetas y ballestas, y cómo un cristiano con cualquier arma déstas puede más y es más valiente que diez mill indios. Decirle heis (porque os preguntará cómo destruímos a México) que por mucho que porfió y resistió, que con un tiro muchas veces morían cient indios, y cómo los caballos no pelean menos que los caballeros, y el gran destrozo que los perros hacen en los indios enemigos de los cristianos, y decirle heis cómo somos de tal propiedad y calidad los cristianos, que no nos sabemos cansar en la guerra, pasándonos sin comer y beber dos y tres días, y que no sabemos dormir cuando es menester, y cómo en las cosas de la guerra somos tan industriosos y venturosos que jamás (como habéis visto) hemos sido vencidos, sino siempre vencedores. Diréis con esto, que hasta vencer a nuestros enemigos, a fuego y a sangre los asolamos, pero después que piden misericordia y paz, se la damos y guardamos, no menos que si fuesen nuestros hermanos, defendiéndolos y amparándolos de sus enemigos como a nosotros proprios. Diréisle también cómo el Emperador de los cristianos, que invió a nuestro Capitán con la gente que hoy tiene, cada día le envía armas de las de aquella tierra y muchos y muy esforzados caballeros, para que ningún Rey ni señor, por poderoso que sea, ni muchos juntos, se atrevan a ofenderlos, y cómo ninguno ha intentado esto, que no haya sido muerto o haya perdido su estado, y, finalmente, pues sois testigos de vista, le persuadiréis procure el amistad de Cortés, si quiere conservarse en su estado y señorío y que no haga cosa de que después se arrepienta. Estas y otras cosas que se ofrescerán le diréis para ponerle miedo y espanto, y si todavía vierdes que está de mal propósito, diréisle que nosotros cuatro somos bastantes para matar a todos los que nos tiene puestos por guarda y a otros más que vengan, aliende de que nuestros Capitán vendrá luego y le matará y destruirá su reino. Con esto id con Dios y hablad con grande ánimo y no tengáis pena, que aquí estamos nosotros.»

     Con esto se fueron los cuatro indios con los que habían venido por ellos. Entraron do el Cazonci estaba, al cual, a su modo, no menos que a los dioses, hicieron reverencia y acatamiento, y luego, llamados los intérpretes, delante de algunos de su consejo y de aquel prudente y buen Gobernador, les preguntó muchas cosas, a las cuales ellos respondieron tan bien y con tanto esfuerzo y libertad como si Cortés estuviera con su exército a la puerta.

     Mucho se espantó el Cazonci y aquellos señores de lo que los indios dixeron, y creyéronlo todo, porque de mucho dello tenían larga relación, y en especial aquel Gobernador se holgó más, por haber sido causa de que el Cazonci no hiciese tan gran desatino como pensaba, y volviéndose a su señor, le dixo: «¿Qué te paresce, gran señor, si te aconsejé bien y cuánto lo hubieras errado si de otra manera lo hicieras?» El Cazonci le alabó el consejo y tuvo en más su persona e mandó luego tratar bien aquellos indios, porque le dixeron que eran señores, diciéndoles por dos o tres lenguas lo mucho que se había holgado de hablar con ellos y de estar cierto de lo que estaba dubdoso, y que se estuviesen en su palacio hasta que él mandase se fuesen con los cristianos. En el entretanto, los españoles, como había pasado día y medio que sus indios no volvían, estaban muy temerosos de morir, aunque, como españoles, conjurados y determinados de vengar de tal suerte primero sus muertes, que el Cazonci y los suyos, cuando se desengañasen de ser inmortales, entendiesen cuán caro les costaba la muerte de cada uno dellos, sin lo que después al Cazonci costaría, viniendo Cortés a vengarlos; pero al tiempo que más ocupados estaban en hacer estas consideraciones, cuando no se cataron, vieron entrar sus indios por la puerta del aposento muy alegres y contentos, que les parescieron, como debía de ser así en aquella sazón, ángeles y no hombres. Abrazáronlos, no vieron la hora que preguntarles qué nuevas había, a lo cual dixeron: «Muy buenas, que espantado dexamos al Cazonci y [a] aquellos señores con lo que a sus preguntas respondimos, y tenemos por cierto que presto, y aun con ricos presentes, nos inviará a nuestro General, queriendo procurando su amistad más que él la dellos.



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Capítulo XX

Cómo de allí a tres horas, viniendo de montería el Cazonci, fue a visitar aquellos españoles y cómo les dio la caza, y de lo que por la lengua les dixo.

     De ahí a tres horas que esto pasó, vino el Cazonci con cuarenta o cincuenta señores, e por pajes diez o doce mancebos muy bien dispuestos, y en seguimiento suyo más de veinte mill hombres, todos con arcos y flechas y enramados, llenos de guirnaldas, con una grita como gente vencedora. Los españoles no las tuvieron todas consigo, creyendo que por cerimonia venían de aquella manera, para matarlos y sacrificarlos a sus ídolos. Apercibiéronse desimuladamente, y el uno dellos tuvo de trailla un lebrel muy bravo, cebado en indios, con determinación, si acometían, de soltarle, pero avínoles muy de otra manera de lo que temieron, porque entró el Cazonci por el patio hacia donde ellos estaban con muy buen semblante y con otro rostro del que hasta entonces les había mostrado. Llevaba su arco en la mano, todo lleno de engastes de esmeraldas, y a las espaldas una aljaba de oro, cuajada de pedrería, que con el sol el arco y aljaba relumbraban mucho, y solo, yendo algo apartado dél por los lados y espaldas aquellos señores sus más privados, entró por los aposentos donde los españoles estaban, los cuales no osaron salir a rescebirle más adelante de adonde la raya estaba hecha. Hiciéronle grande acatamiento con rostros muy alegres, y él, rescibiéndolos así, se apartó a un cabo, mandando poner por orden gran cantidad de venados muertos y vivos y gran cantidad de conejos, codornices y aves de otras muchas suertes, muertas y vivas, que pusieron a los nuestros gran admiración porque era la montería y caza mejor que en toda su vida habían visto ni oído.

     Estando todavía en pie, llamando a las lenguas y mirando a nuestros españoles, les hizo un razonamiento; otros dicen que por la majestad suya, le hizo a su Capitán general, y el Capitán lo declaró al intérprete de los españoles, y esto es lo más cierto. Lo que contenía el razonamiento en suma era pedir perdón a los nuestros por haberlos detenido tantos días y que la causa había sido haber estado aquel tiempo ocupado en las fiestas y sacrificios de sus dioses, que cada año acostumbraba hacer en aquel mismo mes, y que en lo que tocaba a pasar ellos adelante, a ver la tierra de las Amazonas, que no lo consintiría ni permitiría por vía alguna, porque si algo les subcediese en que fuesen heridos o muertos, no quería él ser la causa, sino inviarlos tan sanos y tan buenos a su Capitán como habían venido, al cual les rogaba dixesen que él le era muy aficionado y deseaba servir en todo y ser vasallo y criado del Emperador de los cristianos, que tan poderoso señor era, pues inviaba tal Capitán y tales hombres que más parescían dioses que hombres, pues siendo tan pocos, según había oído, en tan breve tiempo se habían hecho señores de todo el imperio mexicano, que tantos reinos y provincias tenía subjectas, y que porque era costumbre de los Reyes de Mechuacán no inviar vacíos a los mensajeros que los venían a visitar, que otro día por la mañana los despacharía con dones para ellos y presente para su Capitán, al cual besaba las manos y suplicaba rescibiese lo que inviaría, más por prenda y señal de amistad, que por el valor, porque todo su reino era poco para quien tanto merescía, y que lo más presto que pudiese iría a besarle las manos y darle la obidiencia en nombre del Emperador; y en el entretanto quería inviar con ellos ciertos señores. Hecha esta plática, les dio toda la caza e les dixo que a su voluntad la repartiesen.

     No se puede decir el contento que desto los españoles rescibieron, porque, esperando morir, verse libres y tan regalados, les parescía sueño más que verdad; y así le respondieron, aunque no con muchas palabras, con muestras de grande agradescimiento, diciéndole que besaban los pies a Su Alteza y que en todo había mostrado quién era, lo cual más largamente contarían a su Capitán, y que desto serían buenos testigos los señores que con ellos inviase, cuando volviesen con la respuesta de la embaxada. Desta manera se despidieron, y el Cazonci mandó que les traxesen gran cantidad de comida guisada que había para cuatrocientos hombres, inviándoles a decir que se holgasen, porque sin dubda otro día los despecharía sin haber más dilación, y que él quedaba escogiendo los señores de su reino que con ellos habían de ir, los cuales irían con el adereszo de comida que para todos convenía hasta llegar a México, y que para su contento irían cazadores.

     Los españoles, aunque no se les cocía el pan hasta verse fuera de aquel reino, porque siempre estuvieron con recelo, respondieron que besaban las manos a Su Alteza por la merced que de nuevo les hacía, y que estando en su real casa no podían dexar de holgarse. Con este entretenimiento pasaron el resto de aquel día y la noche, esperando el tan deseado subceso de que estaban dubdosos.



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Capítulo XXI

Cómo otro día muy de mañana vinieron muchos señores, y del gran presente que traxeron, y de lo que a los nuestros dixeron cerca del tratamiento de los señores que con ellos iban.

     Luego venido el día, vinieron muchos señores principales; traían consigo muchos indios cargados, y como el patio era grande y cuadrado, mandaron descargar por partes iguales en los cuatro ángulos del patio toda la ropa que traían. Había en cada parte veinte cargas de ropa de la muy estimada y veinte asientos de madera, por maravilla bien labrados, y cinco cargas de calzado que ellos usan de muy lindo cuero de venado, de blanco y amarillo y colorado, y cincuenta marcos de joyas de platea y oro baxo. En el medio de los cuatro montones pusieron muchas esteras, que los indios llaman petates, muy ricas y delgadas, arrolladas, y muchas mantas blancas, muy ricas, sobre las cuales pusieron tanta cantidad de piezas de plata y oro baxo y fino, que valdrían cient mill castellanos.

     A este tiempo ya había venido el Cazonci, el cual, por su Capitán general y el Capitán general por otro privado suyo y el privado por el intérprete, dixo a los españoles que la ropa y joyas que estaban en las cuatro partes del patio el gran señor Cazonci les hacía merced della, y que la que estaba en medio del patio la diesen a Cortés su Capitán, y le dixesen que le suplicaba que tuviese más cuenta con la voluntad y amor que le inviaba aquel presente, que no con lo poco que valía, y que como tenía prometido, él en persona, cuando más lugar tuviese, iría a besarle las manos. Dichas estas palabras, tomó a ocho señores de los que allí estaban, e apartándolos de los otros, mandóles que fuesen a ver y visitar aquel gran Capitán de los cristianos, y los entregó a los cuatro españoles, diciéndoles por el intérprete, que aunque tenía entendido que ellos tenían tan buen corazón que no era menester encomendarles aquellos ocho señores, que eran de los más queridos y favorescidos de su casa, que todavía, por lo que él debía a su persona y a lo que [a] aquellos señores quera, les encargaba y encargaba muchos los tratasen muy bien por el camino, y que después que hobiesen llegado donde su Capitán estaba, le suplicaba mucho de su parte se los tornase a inviar sin hacerles mal alguno ni desabrimiento, sino que cuando ellos se quisiesen volver, pudiesen libremente, y que desde aquella hora quedaba por su amigo y vasallo del Emperador, y que vueltos que fuesen aquellos señores, él mismo, como tantas veces había dicho, iría a besarle las manos.

     A esto, con mucho comedimiento y reverencia, porque aún no creían lo que veían, todos cuatro con muestras de grande alegría, respondieron que no eran ellos tan malos que, habiendo rescebido tantas mercedes en su casa, y a la postre haberlos dado tantas y tan buenas joyas, no mirasen por aquellos señores, como estaban obligados, como si fueran sus hermanos, y que llegados que fuesen donde su Capitán estaba, verían el buen tratamiento y las cosas que les daba, porque no sabía rescebir sin luego gratificar, y que vueltos que fuesen a su casa real, le dirían con verdad haber ellos en este prometimiento quedado cortos, y Su Alteza se holgaría de haberlos inviado y se arrepentiría de no haber ido luego. El Cazonci delante de los españoles dixo pocas y muy graves palabras al despedirse de aquellos señores; en suma, fueron: «Mi autoridad y crédicto lleváis para visitar a ese hijo del sol; hacerlo heis con mucha cordura, dándole a entender lo que otras veces os he dicho, que le soy servidor y amigo y que así me hallará cuando menester sea, y miraréis bien en su persona y tratamiento, para que a la vuelta me deis cuenta.»

     A los señores se les arrasaron los ojos de agua, y el Cazonci, sin decir palabra, con buen semblante, a los españoles, haciéndoles con la cabeza cierta manera de inclinación, se despidió dellos y se fue a su aposento, reprimiendo el alteración que en enviar aquellos señores rescibió. Mandó luego ir ochocientos hombres para que llevasen las cargas y la comida, los cuales, como hoy también usan, en cargándose, salieron luego de la casa real, uno en pos de otro, como cigüeñas, sin ir dos juntos, por aquellos llanos, que hacían un hilo tan largo que no se acababa de divisar.



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Capítulo XXII

Cómo ya que los españoles querían salir, el Cazonci les invió a pedir el lebrel, y lo que pasó en dárselo, y cómo lo sacrificó.

     Estando en esto, ya que los españoles queran salir al patio, el Cazonci invió ciertos señores a mucha priesa, rogando con muy gran instancia a los españoles que, por cuanto aquel lebrel que tenían le había parescido el más hermoso animal que jamás había visto, le hiciesen tan gran placer de se le dar, que por él inviaría todo el oro y plata que le pidiesen, porque animal tan valiente y que había venido en compañía de tan fuertes y valerosos hombres, no podía dexar de ser muy bueno para la defensa y guarda de su persona y casa y que a ellos no les faltara otro como aquél que él sabía que en el exército de Cortés había muchos que peleaban, y que en ninguna manera le dixesen de no, porque le pesaría mucho dello.

     Mucho pesó a los españoles deste mensaje, porque era tan bueno el lebrel, que en aquel tiempo no tenía prescio, por ser muy grande, muy animoso y muy diestro en la guerra, y tan temido de los indios, que en soltándole, aunque hubiese diez mill indios delante, no osaban para, y era con esto tan presto y tan ligero y tan cebado en los indios, que lo primero que hacía era derrocar todos los que topaba y después que vía que se le alexaban mucho los que iban delante, revolvían sobre los que se levantaban, haciendo siempre presa en la garganta. Y como el ruego del señor sea mando y fuerza, estuvieron dubdando qué harían, y Peñalosa, que así se llamaba el dueño del lebrel, estuvo gran rato más firme y duro que su nombre en darle, aunque mucho se lo porfiaban sus compañeros, temiendo (como ello fuera) que si no le dieran, fueran todos presos y sacrificados. Con todo esto, estuvo muy porfiado Peñalosa, diciendo que más quería morir que darle; pero como era hombre de razón, al cabo le vinieron a convencer aquellos señores indios que sacaron de México, diciéndole que, sin dubda, el Cazonci tenía enojados a sus dioses, por no haber sacrificado en aquellas fiestas aquellos hombres estraños, tan grandes enemigos suyos, y que por aplacarlos quería sacrificar aquel lebrel, por matar cosa que fuese de los cristianos, y que tenían entendido que si no daba el lebrel, que todos morirían y también el lebrel, y que para esto mejor era que a costa del lebrel, pues era un animal, se salvasen todos ellos. Peñalosa dio el perro muy contra su voluntad, pudiendo más (como era razón) el temor de la muerte, que su excusada porfía; y porque no estaba para responder, uno de aquellos otros sus compañeros dixo a los señores que venían por el lebrel: «Decid a Su Alteza que aunque este animal es el más presciado que teníamos, que de muy buena gana le servimos con él, para que tenga alguna prenda nuestra y se acuerde de nosotros, y que si de lo que tenemos le paresce otra cosa bien, se sirva della, pues le debernos mucho más», y que en lo que decía que inviaría oro o plata, que harto les había dado y que no eran hombres que a quien tanto debían de vender aquel lebrel; el cual aquellos señores llevaron con muy gran contento; y en el entretanto que el lebrel no los vio, salieron los nuestros de aquel patio como hombres encarcelados, no viendo la hora que verse fuera; y fue causa haber dexado el lebrel, que por todo el camino fuesen temerosos, creyendo que ya que el Cazonci le tenía en su poder, inviaría por ellos para sacrificarlos; acrecentóles este miedo saber por cosa cierta, al cabo de dos días que habían salido, que el Cazonci había hechos unas solemnes fiestas, en las cuales, con grandes cerimonias, pidiendo perdón a sus dioses, había sacrificado al lebrel, al cual sacrificio concurrieron de otros pueblos comarcanos infinitos hombres y mujeres, diciendo que iban a ver cómo moría aquel animal tan bravo que tantos indios había muerto.

     Hicieron este sacrificio particularmente los sacerdotes, con nuevas cerimonias, diciendo al perro, como si los entendiera: «Ahora con tu muerte pagarás las muertes de muchos; cesarán las de los que más mataras, y nuestros dioses perderán la saña que contra los nuestros tenían por no haber sacrificado a los cristianos que en nuestro poder teníamos.» Dicho esto, tendiéndole (como hacían a los hombres) de espaldas sobre las gradas del templo, tentándole el lado del corazón, con gran destreza, con una navaja de piedra, se lo abrieron, y sacándole el corazón, untaron los rostros de sus ídolos, haciendo luego un baile y cantando, como solían, tan tristemente como en las tristes muertes de los que no eran en culpa dellas solían hacer, cosa, cierto, espantosa y que la razón natural rehuye contarla, cuanto más verla y hacerla.



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Capítulo XXIII

Cómo hasta llegar do Cortés estaba, los españoles se velaban cada noche, y de cómo le escribieron y de cómo los salió a rescebir, y de lo que pasó con ellos.

     Los españoles prosiguieron su camino, y aunque se vían fuera de la cárcel, que tal lo era aquella casa real de Cazonci, estaban tan cuidadosos y la barba tan sobre el hombre, que no pudieron gozar del pasatiempo del camino y de los servicios que los indios del Cazonci les hacían, pensando que todo aquello era falso, y para llamarlos cuando menos pensasen, o para que descuidándose aquellos ocho señores mechuacasenses los matasen, pues llevaban consigo, sin los de carga, más de ochocientos hombres, y a esta causa, de día iban con cuidado, sin apartarse uno de otro, y de noche se velaban.

     Desta manera acabaron su jornada hasta llegar a cuatro leguas de Cuyoacán, donde Cortés estaba, al cual escribieron, en suma, lo que les había pasado y cómo traían consigo ocho señores, criados del Cazonci, a los cuales convenía hiciese todo regalo y buen tratamiento, porque conformase con lo que ellos al Cazonci habían dicho, y que la gente que habían visto era mucha y muy buena y la tierra muy fértil y espaciosa, y que de lo demás cuando llegasen le darían muy particular cuenta.

     Grandísimo contento dio esta carta a Cortés y a todos los de su real, porque tenían ya por muertos aquellos españoles, y saber que fuesen vivos, siendo tan necesarios, y que viniesen sin pensarlo, aumentaba su alegría (aliende de la mucha que recibieron con las buenas nuevas que inviaban y por la buena maña que se habían dado). Cortés les invió al camino cuatro hombres de a caballo, con algún refresco de lo que él tenía (que era bien poco). Topáronlos en la mitad del camino, apeáronse los de a caballo y abrazáronse los unos a los otros con tan grande amor (porque, a la verdad, Cortés les invió los más amigos) que por un gran rato, de alegría y contento, estuvieron llorando, cosa que los españoles, por ser más duros de corazón que las otras nasciones, en los casos y negocios muy tristes pocas veces suelen hacer, y aunque las más veces el dolor y pesar suele ser causa de lágrimas, la terneza del amor, con el contento de verse los que bien se quieren, también las causan, y más, como digo, en los españoles, por la firmeza y constancia grande que con sus amigos tienen. Hablaron los de a caballo a los señores mechuacanenses, abrazáronlos, diéronles la bienvenida, preguntáronles por su señor, con la repuesta de los cuales y con otras pláticas, entre los españoles bien suaves y sabrosas, llegaron cerca de Cuyoacán, de donde a tiro de arcabuz salió Cortés con algunos caballeros a rescebirlos; abrazólos tan entrañablemente como si los hubiera engendrado, y entre él y ellos fueron muchas las lágrimas, aunque él, como tan valeroso, las procuraba reprimir. Díxoles, abrazándolos: «Seáis muy bien venidos, amigos del corazón, que cierto os tenía por tan muertos como a los que están enterrados; huélgome tanto de veros y deseaba tanto saber de vosotros, que me paresce que sueño lo que veo, porque ha más de treinta días que no sabía de vosotros, y como cosa no esperada ni pensada me distes una tan grande y repentina alegría que me alteró tanto que no me maravillo de los que con súbito placer han muerto o enfermado; tenía determinado y jurado, sabiendo que érades muertos, vengar tan cruelmente vuestras muertes cuales jamás otras fueron vengadas, y pues Dios os ha hecho tanta merced de traeros vivos y sanos y con tan buenas nuevas a nuestro real, y a mí ha dado tanto contento que vivos os vea, en nombre del Emperador, nuestro señor a quien tan notable servicio habéis hecho, yo os haré muy grandes y crescidas mercedes.» Con estas tan buenas, tan amorosas y tan favorables palabras, dieron aquellos españoles por muy bien empleados los trabajos, peligros y temores que habían padescido, tomando con ellas nuevo esfuerzo y ánimo para ponerse en otros mayores, que, cierto, el buen Capitán no menos anima y esfuerza con tales palabras, que con grandes y crescidas dádivas, y así, le respondieron que aunque de sus trabajos no tuviesen otra paga más de haberlos rescebido con tanto amor y dicho tan favorables palabras, quedaban obligados a servirle en mayores peligros que los pasados. Pasado esto, Cortés rescibió muy bien a los embaxadores y dixoles que en su casa, porque venían cansados, más despacio le darían la embaxada del Cazonci, su señor.



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Capítulo XXIV

De lo que más pasé con aquellos españoles y de la alegría que con su venida hubo en el real, y de la embaxada de aquellos señores, y cómo Cortés les respondió.

     Y así, después que hubo rescebido el gran presente y tratado muy particularmente con Montaño y sus compañeros lo que les había parescido de la tierra y de la gente y cómo el Cazonci los había querido sacrificar y cómo había pedido el lebrel y por qué, y todo lo demás que arriba queda dicho y lo que sobre esto se había de hacer y cuánto convenía rescebir bien aquellos señores y tratarlos con afabilidad, y hechos grandes regocijos en el real, como tan buena nueva y subcesos demandaban, ya que entendió que habrían descansado, los invió a llamar, y para representar el autoridad que entre los suyos tenía (porque esto hacía mucho al caso, para con aquella gente) púsose una ropa larga de terciopelo, sentóse en una silla de espaldas y mandó que por toda la sala donde él estaba todos los españoles estuviesen en pie y destocados, con las gorras en las manos, y estando desta suerte con esta representación de autoridad, entraron los embaxadores de dos en dos, uno en pos de otro; hicieron a la entrada de la sala un muy gran comedimiento e a la mitad della asimismo, y cuando llegaron donde Cortés estaba, él se levantó a ellos, y uno a uno, con muy buena gracia, los les dixo dixesen a lo que venían. Estonces uno dellos, que de más edad y autoridad parescía, haciendo a su modo y costumbre cierta manera de representación de cerimonia, que a una también hicieron los demás, habló desta manera:

     «Inmortal e invencible Capitán, hijo, a lo que pensamos, del sol: El Cazonci, gran Rey de Mechuacán y sus subjectos, muy amado y querido señor nuestro, por nosotros te besa las manos y dice que por la gran fama de tus maravillosos hechos, que por todo este mundo vuela, te es tan aficionado que no hay cosa que tanto desee como verte y serte amigo y servidor y criado y vasallo del Emperador de los cristianos, cúyo vasallo y criado tú eres, y dice que no es mucho que sea tan poderoso Emperador tiniendo tales vasallos y criados como tú, y que así le ha espantado mucho que con tan poca gente de cristianos hayáis vencido y asolado la más fuerte y poderosa ciudad del mundo, donde sus moradores estaban tan soberbios que les parescía, que el poder de sus dioses no bastaba a humillarlos, de adonde vinieron, casi no hallando contradición, sino fue en el Cazonci, nuestro Rey y señor, por tiranías, a dilatar tanto su imperio, que algunas partes se extendía más de docientas leguas. Dice también que lo más presto que pueda te vendrá a besar las manos y a ofrescerte su persona, reino y amigos, que tiene muchos y muy buenos, y que de la comunicación y amistad que contigo tendrá resultará el entender lo que acerca de su religión le conviene hacer, y porque de los cristianos que le enviaste y en su casa tuvo te informarán más largo de la voluntad y amor que te tiene, cerca desto no decimos más, suplicándote nos respondas y despaches cuando te parezca».

     Cortés a esta embaxada, con la gracia a él posible, agradesció a ellos la venida, diciéndoles que se holgaba mucho que tales caballeros como ellos criados y vasallos de tan gran señor, hubiesen venido a su real, para pagar en parte lo mucho que al Cazonci debía por el buen tratamiento que a sus españoles hizo y por el presente que le invia, y que así le rogaba que aunque podían irse cuando quisiesen, descansasen algunos días y viesen despacio el asiento de su real, las armas, los caballos y los exercicios de guerra, y que en lo demás deseaba por extremo ver personalmente a tan gran señor, que tan poderoso fue contra el imperio mexicano, y que de haber venido no le pesaría, porque sabría y entendería cosas que a él y a su reino mucho conviniesen, y que en el ofrescerse por amigo suyo y vasallo y criado del Emperador de los cristianos hacía más de lo que pensaba, porque por este vía sería más poderoso señor que nunca, y que en prendas de amistad, como él decía, le inviaría algunas cosas de la tierra de España, que aunque no fuesen muy ricas, por su novedad y extrañeza le darían gran contento. Respondiéndoles desta manera, mandó luego hacer una escaramuza de a caballo y otra de a pie y disparar algunos tiros y escopetas, que fueron cosas espantosas y extrañas para aquellos señores, que con muy gran cuidado y atención las miraban. Esto hizo Cortés, como otras veces, para poner espanto a los que venían de fuera, y para que contándolo a sus señores les pusiesen tan gran temor que no osasen emprender cosa que contra el poder de los cristianos fuese. De ahí a poco, rescebidas las joyas que Cortés inviaba y saliendo con ellos algunos españoles, despidió Cortés muy contentos a aquellos señores, los cuales fueron causa de que el Cazonci inviase a un su hermano a ver a Cortés, como luego diré.



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Capítulo XXV

Cómo Cortés hizo señor del pueblo de Xocotitlán al indio intérprete para tenerle grato en las cosas de Mechuacán, y de cómo un hermano del Cazonci vino a ver a Cortés y de lo que pasó con él.

     Despachados los embaxadores del Cazonci, con quien dice Motolínea que invió Cortés dos españoles, al que tomasen lengua de la mar del Sur, que es al poniente de México, determinó de cumplir la palabra que al intérprete había dado, y así, en nombre del Emperador, le hizo Gobernador y cacique del pueblo de Xocotitlán, así porque lo había muy bien merescido por la verdad y fidelidad que en negocio tan importante había tenido, como por animarle para en lo que en el reino de Mechuacán pudiese subceder. Juntóse a esto el contento grande que dello rescibieron todos los que de los indios eran amigos de Cortés, entendiendo de aquella liberalidad que a cualquiera que de los señores en su amistad perseverase le haría mayores mercedes, y así esta merced tan bien debida fue causa que muchos, contra su natural condisción, perseverasen en la palabra que tenían dada.

     Los embaxadores del Cazonci, que en el entretanto llegaron donde su señor estaba, le dixeron tantas y tan grandes cosas en honra y alabanza de Cortés, que le pusieron en grande admiración; preguntóles muy particularmente por todo lo que habían visto, y como ellos no habían ido a otra cosa, diéronle tan particular cuenta, como si hubieran estado muchos meses, y así quiso venir luego a ver a Cortés si no se lo estorbaran los de su consejo, porque haciendo llamamiento dellos, hecho primero cierto sacrificio para que con voluntad de los dioses fuese su partida, los más dellos y de los que él más crédicto tenía, fueron de parescer que un tan gran señor como él, se hubiese de ir, no fuese tan presto, sin que primero, por los que él inviase, entendiese Cortés el señorío y majestad suya, y aunque hubo otros que porfiaron en que fuese luego, por haberlo inviado a decir tantas veces, pudo más, como acaesce en todas las consultas, el parescer de los más, aunque todos vinieron en que el Cazonci inviase a un hermano suyo, que se llamaba Uchichilci, Capitán general del exército, el cual después fue con Cortés a Honduras.

     Invió el Cazonci con su hermano más de mill personas de servicio y muchos caballeros, que para su servicio también llevaron más de otras mill personas. Dióle para que presentase a Cortés mucha ropa de pluma y algodón, cinco mill pesos de oro baxo, e mill marcos de plata revuelta con cobre, todo esto en piezas de aparador, e joyas de cuerpo. Díxole muchas cosas en público y otras en secreto; créese las de secreto debían de ser mirase con cuidado si era tanto, lo que de Cortés se decía, como sus embaxadores le habían contado, para ver si podía él ser parte, ya que el imperio mexicano estaba deshecho, a estarse en su reino sin reconoscer a nadie y apoderarse de otras ciudades, haciéndose mayor señor.

     Con esto salió Uchichilci de la ciudad de Mechuacán, no sin cerimonias y sacrificios que primero se hiciesen a los ídolos. Acompañóle el Cazonci, su hermano, con grandísima cantidad de caballeros; despidióle con muchos abrazos un razonable trecho de la ciudad. Era este Capitán muy valiente y muy discreto, y como llevaba gran voluntad de ver a un hombre tan valiente y sabio como Cortés, dióse la mayor priesa que pudo hasta llegar do estaba; el cual, como tuvo nueva de su venida, invió caballeros españoles con el intérprete a rescibirle y darle la bienvenida, y él, por guardar su autoridad, se estuvo en su palacio hasta que supo que entraba por él. Salióle a rescebir a la primera sala; abrazólo e hízole grandes caricias, e tomándole por la mano, le asentó cerca de sí y le mandó traer de comer y beber. Mostró al vino buen rostro, porque no hay nación en el mundo, que aunque no lo haya bebido no le sepa bien, y después que hubo algún tanto descansado, Cortés por la lengua le dixo que aunque deseaba mucho ver a su hermano el Cazonci, como él se lo había prometido, que se holgaba mucho, con su venida, pues era su hermano y tenía gran noticia del valor y esfuerzo de su persona y de cuán bien se había habido en las cosas de la guerra, especialmente contra los mexicanos. El se holgó mucho con esto; besó las manos a Cortés por ello, diciéndole que delante dél no había ningún valiente, pero que con su persona y con todo cuanto tenía le serviría todas las veces que se lo mandase, y que le suplicaba le oyese lo que de parte de Cazonci su hermano y señor le venía a decir, suplicándole primero rescibiese aquel presente que allí lo traía. Rescebido y dádole las gracias Cortés, él le habló desta manera, tiniendo en el modo de su decir la autoridad y reposo que su hermano y otro mayor señor pudiera tener:

     «Muy poderoso e invencible Capitán Cortés: Muchos días ha, después que tus españoles fueron a aquella nuestra tierra, que el Cazonci mi señor e yo te hemos deseado ver y hablar, por los maravillosos y espantosos hechos que de tu persona y de los tuyos se cuentan. El viniera luego si no le estorbaran ciertos negocios muy importantes de su reino, pero vendrá, a lo que entiendo, muy presto, y te hago cierto que te es tan servidor y te será tan buen amigo, que en lo que se te ofresciere, los tlaxcaltecas, de quien has conoscido tanta voluntad, no le harán ventaja. De mí, lo que te puedo decir es que me has parescido tan bien, que juntamente con lo que de ti he oído, no habrá cosa en que tanta merced resciba como en que me mandes y te sirvas de mí, porque para acá entre los de mi nasción yo te podré hacer algún servicio como los Capitanes tlaxcaltecas; y porque los embaxadores que mi hermano te invió contaron extrañas cosas de las armas y manera de pelear de vosotros los cristianos, rescibiré gran merced me lo mandes mostrar todo y aquellas grandes canoas con que combatiste la gran ciudad de México.» Cortés, que no deseaba otra cosa, después de haberle con muy buenas palabras dado a entender lo mucho en que tenía su ofrescimiento, le dixo que el día siguiente, después que hubiese descansado, le mostraría todo lo que deseaba, y así mandó luego apercebir sus Capitanes para que otro día hiciesen una trabada escaramuza de pie y de caballo y una salva de artillería, que aunque parte desto solía hacer con otros embaxadores, más de propósito lo quiso hacer con este Capitán general, por el motivo y razón que ya tengo dicho.



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Capítulo XXVI

De lo que otro día se hizo y de cómo Cortés mostró a este Capitán los bergantines y la destruición de México, y lo mucho que dello se espantó.

     El día siguiente, luego por la mañana, como la gente toda estaba apercebida, Cortés invió a llamar [a] aquel Capitán general, e llevándole consigo a una plaza muy grande, desde un pretil mandó que se comenzase la escaramuza de caballo, la cual se hizo tan reñida como si de veras fuera. Mucho se maravilló y aun espantó el hermano del Cazonci, porque los de caballo con la furia y grita que traían le ponían pavor, paresciéndole que aun allí donde estaba no estaba seguro. Luego la infantería, hecha una muy linda roseña, se partió en dos partes, ambas con sus atambores y pífaros; rompieron una batalla con tanto ardid y destreza, con tanto ruido de los atambores y pífaros, que muy bobo y como atónito estaba aquel Capitán, tras de lo cual se siguió luego una fingida batería, donde con gran ruido de los atambores arremetieron a un alto, como si fuera castillo, donde estaban otros españoles en defensa, y dieron el asalto, que fue cosa muy de ver para aquel que jamás lo había visto. Dispararon desde lo llano el artillería gruesa, cuyo ruido hacía estremecer el lugar donde Cortés estaba con el hermano del Cazonci, el cual, como discreto, desimuló el pavor, aunque no dexó de alterarse, como en cosa que de suyo era tan espantosa, especialmente para el que jamás se había visto en ello.

     Acabado todo esto, de lo cual concibió en su pecho mayor opinión de los cristianos de la que había oído (aunque era muy grande), Cortés se metió con aquel Capitán en una canoa entoldada e muchos de sus caballeros en otras, con gran música de trompetas, e por una acequia muy grande vino a México, donde Cortés, mostrándole el grandísimo sitio de la ciudad y las casi infinitas casas y cúes quemados y deshechos y las muchas puentes que había cegado y cómo habían quedado tan pocos vecinos que apenas había quien paresciese por la ciudad, paresció que no fuerzas de hombres, sino furia del cielo, había hecho tan grande estrago. Dicen que con tan miserable espectáculo el hermano del Cazonci no pudo contener las lágrimas, considerando la vuelta de la fortuna, e viendo que aquella ciudad, cabeza y conquistadora deste Nuevo Mundo, tan poderosa tantos años atrás, estuviese tan caída, y siendo tan poblada que parescía que el agua y tierra producía hombres, estuviese tan asolada, tan destruida y desamparada de favor; ofresciósele, según se puede creer, aquella antigua soberbia, grandeza y pujanza de aquella ciudad, que tan grandes Emperadores había tenido, la grande e increíble riqueza, los triunfos y victorias habidos de tantos reinos y señoríos y la gran prosperidad en que tantos años se había sustentado; que todo esto viniese a acabarse en poco más de ochenta días, cosa, cierto, miserable y que, cierto, al que lo oyere, cuanto más al que lo viera, pusiera gran lástima y dolor, de donde vino a entender lo que los muy poderosos Príncipes debían considerar que los imperios señoríos que con injurias, agravios y tiranías se amplían, extienden y engrandescen, cuando no se catan, por justicia divina, como los edificios muy grandes mal fundados, que su gran pesadumbre los ayuda a caer, vienen de tal manera a ser destruídos, que aun las reliquias, para la memoria de su destruición, no quedan; y así debía de considerar aquel Capitán que, pues contra tan gran poder había sido poderoso Cortés, que sería bien que su hermano no ignorase esto, para que no se pusiese en defensa.

     Cortés, como le vio en alguna manera afligido y tan espantado, le dixo por la lengua: «No te maravilles, esforzado Capitán, de la ruina y caída desta tan gran ciudad, que sus maldades y pecados lo han merescido, que ya el Dios verdadero, a quien los cristianos adoramos, aunque por tantos años los desimuló, no lo pudo más sufrir, y como has visto, a nuestras personas, armas y manera de pelear pocos son los que en el mundo pueden resistir, especialmente cuando tenemos razón y tratamos negocio que toca a nuestro Dios. Muy muchas veces convidé con la paz a los mexicanos y estuvieron siempre tan porfiados, que hasta que los destruí no quisieron volver sobre sí, y tengo entendido que era porque no quedasen sin el castigo que sus grandes maldades y tiranías merescían. Ahora vamos a ver las grandes canoas, o acales, que vosotros decís que yo mandé hacer para pelear por el agua, en que tanto los mexicanos con la infinidad de sus canoas confiaban.» Mostróle los trece bergantines, las velas y remos; hizo entrar en uno dellos cuarenta o cincuenta soldados, y en poco espacio aquel Capitán vio y entendió la poca parte que podrían ser muchas canoas contra un bergantín, así en fuerza como en ligereza, y con cuánta facilidad con todos los que topase por delante podía echar a fondo. Paseóse por uno de aquellos bergantines, mirólos todos con mucho cuidado y no hizo más de maravillarse y espantarse. Con esto se volvieron todos.

     Ahora diremos cómo este Capitán general, más espantado que los embaxadores de su hermano, se despidió de Cortés, y lo que pasó con el Cazonci, siendo causa que luego viniese a ver a Cortés.



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Capítulo XXVII

Cómo el hermano del Cazonci se despidió de Cortés y llegado do su hermano estaba, contándole lo que había visto, le hizo venir.

     De ahí a pocos días el hermano del Cazonci determinó volverse, sólo por hacer que su hermano viniese y se hiciese amigo y servidor de un tan valeroso hombre como Cortés, a quien él cada día se iba más aficionando, lo cual le forzó que al despedirse de Cortés, con juramento hecho a sus dioses, le prometiese de volver con su hermano y quedarse en su servicio (como Motolinea dice que lo hizo). Cortés le dio algunas cosas para inviarle más grato; salió con él hasta sacarle de la ciudad; caminó hasta llegar a Mechuacán lo más que pudo, despachando cada día desde que salió mensajeros a su hermano el Cazonci, el cual le salió a rescebir con toda su corte cerca de la ciudad de Mechuacán, donde, a su costumbre y uso, hubo muchos bailes y danzas. El hermano, hecha cierta reverencia, que en tales rescibimientos a su Rey y señor (aunque hermano) debía hacer, le abrazó luego; en suma, yendo hablando el Capitán general hasta entrar en la ciudad, fue diciendo al Cazonci grandes maravillas e increíbles cosas para lo de acá de Cortés y su gente, a las cuales el Cazonci estaba muy atento y no con poco placer de haber dexado de sacrificar a aquellos españoles, cuyas muertes fueran causa de su total destruición.

     Otro día, después de llegado este Capitán general, el Cazonci hizo llamar a todos sus consejeros, los cuales sentados por su orden y antigüedad sentado cerca dél el Capitán general su hermano, les dixo:

     «Ya señores, sabéis cómo queriendo yo ir a ver a Cortés, Capitán de los cristianos, los más de vosotros me lo estorbastes, diciendo que no convenía que un tan gran señor como yo fuese a ver un hombre extraño, sin estar primero muy cierto del valor y ser de su persona, aunque bastante prueba era de lo mucho que vale, tener nuevas tan ciertas de la destruición de México, hecha por sus manos; y fuistes de parescer que, para que en todo me sanease, mi hermano, que presente está, fuese a visitarle y ver con mucho cuidado la manera de su persona y la de los suyos, la suerte de armas y la manera de pelear; y viene tan espantado que por todo mi reino no quisiera (como tenía pensado) haber sacrificado a aquellos cuatro cristianos, porque soy cierto (según son poderosos y valientes los cristianos), que Cortés no dexara hombre vivo de nosotros; por tanto, yo estoy determinado, si a vosotros os paresce, de irle a ver y ofrescer mi persona y reino, y por que veáis cuánto nos conviene, ruego que oigáis a mi hermano algo de lo mucho que a mí me ha dicho.»

     Ellos, que no deseaban cosa tanto, estándole muy atentos, dixo el Capitán general: «Yo, como sabéis, señores, fui a ver a Cortés sólo por entender lo que al Rey nuestro señor ya todos nos convenía, y cierto, aunque había oído cosas espantosas, las que vi me espantaron tanto que no se cómo os lo decir, porque en todo son los cristianos tan diferentes de nosotros, que el menos valiente dellos, según son animosos y diestros en el pelear (y con armas que en mucho hacen ventaja a las nuestras) puede pelear con cient valientes Capitanes de los nuestros y salir vencedor. Las armas son de muchas maneras, pero hay unas muy espantosas que cuando dan un gran tronido matan muchos indios. Esto decía porque no sabía cómo se llamaban las escopetas y los tiros. Fuera desto suben sobre unos animales muy mayores que ciervos y tan ligeros como ellos, que hacen todo cuanto mandan los que van encima. Tienen también muchos animales de la suerte de aquel que traxeron los cuatro cristianos, que nosotros, por aplacar a los dioses, sacrificamos. Vi la manera de pelear suya, que pone gran miedo mirarla, y después vi trece grandes acales, que en el menor dellos cupieran docientos de nosotros. Con éstos Cortés venció y conquistó los mexicanos, que tan fuertes estaban con su laguna. Por otra parte miré mucho en ello que siendo tan valientes los cristianos, son muy nobles, muy humanos, muy liberales y dadivosos, de donde entiendo que son buenos para amigos y malos para enemigos; y así, soy de parescer que el Cazonci mi hermano vaya lo más presto que pudiere a visitar a tal hombre y tenerle por amigo.»

     Todos, oídas estas palabras, que tuvieron gran crédito, fueron de parescer que el Cazonci se adereszase luego con toda la majestad posible para la jornada y llevase grandes presentes, de que nada pesó a los nuestros. Salidos con esta determinación de aquella junta, el Cazonci mandó adereszar para el camino todo lo nescesario, dexando en el entretanto quien gobernase su reino.



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Capítulo XXVIII

Cómo el Cazonci fue a ver a Cortés y cómo dél fue rescebido, y de su muerte algunos años después.

     No se pudo el Cazonci dar tanta priesa para adereszarse, que no se detuviese algunos días, aunque fueron pocos, en comparación del adereszo y aparato con que partió. Vino por su jornadas con toda la majestad a él posible, inviando cada día, de donde llegaba a hacer noche, sus mensajeros a Cortés, diciéndole cómo ya iba y adónde quedaba, y otras palabras de mucho comedimiento, y así, llegando cerca del real de los nuestros, Cortés con los principales de su exército, determinó salirlo a rescebir; llevó consigo la música que tenía, porque sabía que el Cazonci traía la suya. Salió Cortés poco más de media legua, e cuando los unos reconoscieron a los otros, fue cosa muy de ver la salva que con la música se hicieron, no cesando hasta que Cortés y el Cazonci se vinieron a juntar, y estonces, habiendo gran silencio, como si hombre no estuviera en el campo, el Cazonci se humilló mucho a Cortés, e Cortés le abrazó e mostró gran amor, e luego por los intérpretes el Cazonci le dixo:

     «Muy valiente y muy esforzado caballero, capitán y caudillo de muy valientes y esforzados caballeros, inviado por el mayor señor que jamás he oído: Suplícote cuanto puedo perdones mi tardanza en no haberte venido a ver cuando prometí, por que, cierto, muchas veces (como te habrá acontescido) los hombres (especialmente que gobiernan) piensan uno y hacen otro. Yo vengo a servirte y a ser vasallo, como tú lo eres, del Emperador de los cristianos, tu Rey e señor, y así, puedes mandarme de hoy en adelante en todo lo que se ofresciere, que toque al servicio del gran Emperador de los cristianos, y porque de lo que te ofrezco han de dar testimonio las obras, en prueba de que corresponderán a mis palabras, rescibirás hoy ciertos presentes de oro, plata, joyas e otras cosas que en mi reino hay, para que entiendas que ofresciéndote mi persona, es lo menos servirte con mi hacienda.»

     Cortés, tan alegre de las palabras y obras del Cazonci como era razón, le tornó a abrazar, e por los intérpretes respondió que no se maravillaba de que no pudiese haber venido antes a verle, aunque lo hubiese prometido, por la razón que él decía que era muy justa y muy cierta, y que cada día solía subceder, y que desto no tuviese pena, porque él con su venida estaba tan alegre y regocijado, que no querría que le hablase en aquello y que le besaba las manos y tenía en mucho así el ofrescimiento como las obras, y que el Emperador y Rey, su señor, le haría muy grandes mercedes, y que por la comunicación que adelante tendrían con los cristianos vería y conoscería el gran bien que a él y a los suyos dello redundaría, porque se desengañaría de grandes y perversos errores en que el demonio por tantos años los tenía engañados.

     En estas y otras pláticas volvieron hacia los aposentos de Cuyoacán con mucha música y regocijo; aposentóle Cortés todo lo mejor que pudo e hízole toda la fiesta que su posibilidad y aquella tierra sufrían; mandó a todos los españoles principales que en lo que pudiesen diesen gusto y contento a los señores y deudos que con el Cazonci venían, para que todos con el buen tratamiento se aficionasen a la conversación y amistad de los cristianos, con los cuales ellos en todo o en lo más tenían gran semejanza.

     Comía el Cazonci y algunos de los más principales deudos y señores con Cortés; sabíanles bien las comidas de Castilla y más el vino, a que hasta hoy son todos tan aficionados que es menester gran rigor para que no se emborrachen. Mandó Cortés (como lo había hecho con su hermano) en aquellos días que allí estuvo el Cazonci [que] hubiese escaramuzas de los nuestros de a pie y a caballo y algunas salvas de artillería y escopetería, que no menos que a su hermano le pusieron pavor, aunque (como luego diré) vuelto a su tierra, instigándole los suyos y el demonio, que hacía la mayor guerra, no estuvo con aquella firmeza y fidelidad que había prometido. Dice Motolínea que se batizó y que él lo vio.

     Pasados después algunos años, viniendo a gobernar Nuño de Guzmán, presidente del Audiencia real de México, en la revolución y rebelión del reino de Jalisco, que por otro nombre dicen la Nueva Galicia, prendió al Cazonci con intento, según muchos dicen, de sacarle oro y plata, fingiendo que había muerto veintidós españoles y que con los cueros dellos hacía areitos y que con su sangre, revuelta con muchas semillas, a su costumbre, había hecho un ídolo, que con gran reverencia, alegría y contento él y los suyos adoraban; y como vio que no le podía sacar el dinero que quería, le mandó quemar, debaxo de lo que dicho tengo, el cual, dicen, que cuando vio que le querían quemar y que ya no tenía remedio su vida, dixo a sus criados «Después que yo esté hecho polvos, os encargo muy y mando como señor vuestro, los llevéis a mi casa y los ofrescáis a mis ídolos.» Los cristianos que a su muerte se hallaron, sabido esto, por no dar lugar a aquella idolatría, barriendo muy bien el suelo, echaron los polvos en un río. Fue después por esta muerte preso Nuño de Guzmán y en España muy fatigado, porque paresció haber hecho gran crueldad, aunque dio los descargos que pudo.

     Dexó el Cazonci dos hijos, los cuales aprendieron Gramática y nuestra lengua castellana, y el mayor, habiendo tenido el señorío de su padre algún tiempo, murió sin dexar hijos y subcedióle el segundo, que se decía Don Antonio, a quien yo muy familiarmente traté. Era grande amigo de españoles, muy querido y obedescido de los suyos, muy bien enseñado en la fee católica; presciábase de tener muchos libros latinos, los cuales entendía muy bien. Era muy gentil Escribano y especialmente en castellano escrebía con mucho aviso una carta, y no menos en latín. Y porque de las cosas de Mechuacán hablaré más largo cuando tenga recogidas las Memorias y papeles de aquella provincia, cerca del Cazonci por ahora no diré más, viniendo a las provincias que Gonzalo de Sandoval conquistó y pobló.



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Capítulo XXIX

De las provincias que Gonzalo de Sandoval conquistó y pobló.

     Al tiempo que los mexicanos echaron a los españoles de su ciudad con el estrago y matanza que en su lugar dixe, los pueblos y provincias subjectas a México y las con él confederadas hicieron gran daño en los españoles que por la tierra toda estaban derramados buscando minas de oro y plata. Y porque no es razón dexar de contar algunas grandes crueldades que a su costumbre (como hombres muy vengativos) hicieron en los nuestros, diré algunas, para que se entienda la razón que de castigarlos tuvo Cortés.

     En Tututepec, que es a la costa de la mar del Sur, juntándose gran cantidad de indios, de súbito dieron sobre ciertos españoles, e presos, los desnudaron en carnes y metieron en un patio cercado de un pretil almenado, de un estado en alto, e poniéndose alderredor más de dos mill indios, como a toros, con varas tostadas los comenzaron a agarrochear, y como es tan terrible la muerte, que no hay animal que no la huya, procurando los miserables escaparse, se abrazaban con las almenas, procurando salir fuera, no haciendo otro fructo que dexarlas ensangrentadas, para memoria de su miserable muerte y ferina, crueldad de sus enemigos. Finalmente, viendo que no podían dexar de morir y que no tiniendo otras armas que las manos heridas y ensangrentadas, guardándolas para mejor menester, hincándose todos de rodillas, levantándolas al cielo y animándose unos a otros, acabaron la vida muy como cristianos.

     En otros pueblos, como no andaban los españoles tan juntos, a los que asían pensaban (como sedientos de nuestra sangre) con qué novedad de tormentos los podrían acabar, y así, a unos tenían muchos días en lo más secreto de una casa fuerte encerrados, sin darles de comer dos o tres días, y después, cortándoles un miembro de su cuerpo, cocido o asado se lo daban a comer: tanta era la sed de su más que mujeril venganza. A otros asaban vivos a poco fuego, por que más durase el tormento. A otros desollaban vivos (como en nuestro tiempo hacen los chichimecas) que han hecho gran daño en el camino de México a los Zacatecas. Finalmente, como toda crueldad sea más de fieras que de hombres, y el ánimo generoso las aborrezca, por no indignar al lector e yo por no enternecerme, dexando las demás bestiales crueldades, prosiguiré lo que cerca desto Cortés ordenó, el cual en el año de mill y quinientos y veinte e uno, en fin de Octubre, desde Cuyoacán invió a Gonzalo de Sandoval con docientos españoles de a pie y treinta y cinco de a caballo, con muchos indios amigos, a Tututepec y a Guatuxco (que eran los pueblos más culpados), los cuales, como en la destruición y huída de México se habían (como dicho tengo) ensoberbecido y encruelecido, así, vista la mudanza de fortuna y el poder que los nuestros tenían, asolado México, le salieron a rescebir, puestas las manos, rindiéndosele, pidiéndole perdón de las cosas pasadas, jurando de ser de ahí adelante muy obedientes, diciendo que en lo pasado los había engañado el demonio. Sandoval los rescibió con buen rostro, castigando a los que notoriamente halló culpados, representando a los demás (como dicen) el pan y el palo, diciéndoles el bien que se les siguiría de ser buenos de ahí adelante y el mal que les vendría de hacer lo contrario.

     Fue Tututepec una muy gran población, a do Motezuma tenía una gran guarnición de gente para la seguridad de muchos pueblos e provincias ricas que hay en aquella comarca, aunque en Tututepec no hay hoy con mucho tanta gente como estonces, a causa de la guarnición que estonces a la continua allí residía. Está de México cerca de ochenta leguas, y no ciento y veinte, como otros dicen; y donde se pobló Medellín es más abaxo y no muy lexos de la Veracruz, porque el año de mill y quinientos y veinte y cinco se pasó Medellín a la Veracruz. De Tututepec pasó a poblar a Guazaqualco, creyendo que los de aquel río estaban en el amistad de Cortés, como con toda solemnidad de juramento tenían prometido a Diego de Ordás cuando fue allá en vida de Motezuma. No halló Sandoval el acogimiento que pensó; díxoles que los iba a visitar de parte de Cortés e a saber si habían menester algo. Ellos, no aplaciéndoles estos comedimientos (como al enfermo de cólera le amarga la miel) con gran desabrimiento le respondieron que no tenían nescesidad de su gente ni de su amistad y que volviesen con Dios y no estuviesen más allí. Sandoval con toda blandura les replicó se acordasen de la palabra que habían dado a Diego de Ordás, trayéndoles a la memoria cuánto les convenía tener amistad con los cristianos y salir de la falsa religión en que vivían, ofresciéndoles paz, la cual ellos no quisieron, armándose e amenazando a Sandoval y a los suyos que si luego no salían los matarían cruelmente.



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Capítulo XXX

Cómo Gonzalo de Sandoval salteó de noche un pueblo y prendió una señora, y de cómo ganó y conquistó otras provincias.

     Sandoval, como vio que buenas razones ni comedimientos no bastaban, salteó de noche un pueblo, poniendo más pavor que haciendo daño, que este era su intento, donde prendió una señora, que fue gran parte para que los nuestros llegasen al río sin contraste y se apoderasen de Guazaqualco e sus riberas. Pobló Sandoval cuatro leguas de la mar una villa que llamó del Espíritu Sancto, que hoy está poblada, aunque de muy pocos vecinos, porque los indios se han ido apocando. Aportan allí algunos navíos y hallan refrigerio.

     Atraxo Sandoval a su amistad a Quechullán, Ciuatlán, Quezaltepec y Tabasco, que duraron poco en el amistad, porque vueltas las espaldas los nuestros, se rebelaron con otros muchos pueblos que se habían encomendado en los pobladores del Espíritu Sancto por cédulas de Cortés.

     Casi en este mismo tiempo invió Cortés a Francisco de Orozco, hermano de Villaseñor, con treinta de caballo y ochenta peones de a pie, acompañado de muchos indios amigos, a conquistar la provincia de Guaxaca con su hermoso valle, del cual después tomó el título de Marqués el Capitán general, con la cual confina la muy rica provincia de la Misteca, con otras provincias, que todas, por la excelencia de la Misteca, se llaman así, aunque cada una tenía su nombre, Mixtecapan, porque daban guerra, no como algunos dicen a Tepeaca, que está muy lexos, sino a otros indios amigos.

     Halló el Capitán Orozco en Guaxaca una muy gran guarnición de indios mexicanos con sus casas, mujeres y hijos, que sojuzgaba y oprimía todas aquellas provincias. Fortificáronse cuando los españoles llegaron, en un peñol que tenía una cerca de cal y canto, de una legua en torno; tenían dentro, como forzados de galera, más de mill mistecas, no para otro oficio sino para dar grita de noche en la vela y en las batallas, ca, cierto, perturbaba mucho al que no estaba acostumbrado a ella. Túvolos cercados Orozco ocho días arreo, dándoles de noche y de día combate, quitándoles el agua, e con todo esto no se querían dar, hasta que Orozco, según unos dicen, invió mensajeros a Cortés, los cuales volvieron al fin de los ocho días, y de parte de Cortés, hablando a los cercados que se diesen, porque así se lo rogaba el Capitán general, y así ellos, quiriendo ganar aquella honra (aunque ya no podían al hacer) se dieron en ausencia a Cortés, viéronse en tan gran aprieto, especialmente de sed, que bebían lo que orinaban, y así cuando baxaron al río a darse, bebiendo murieron muchos.

     Pocos días antes que esta victoria consiguiese Orozco, Miguel Díaz de Aux, muy valiente soldado y hombre de mucho punto, paresciéndole que estaba afrentado debaxo de la bandera de Orozco, habiendo él sido antes Capitán de Francisco de Garay, intentó de levantarse contra Francisco de Orozco y alzarse con la capitanía, paresciéndole que en ella se diera mejor maña que Orozco, el cual luego, como lo entendió, le echó grillos y envió con una hamaca con guarda de españoles a Cortés, el cual desimuló el delicto, porque la persona de Miguel Díaz era bastante para cualquier negocio de guerra. Era bien determinado, murió en esta ciudad muy viejo, y de allí adelante Cortés jamás le apartó de consigo y hallóse muy bien con él.

     Motolinea dice que Sandoval tuvo tres encuentros con estos indios, en los cuales murieron dellos muchos primero que se diesen ni consintiesen a los españoles poblar en su tierra; todo pudo ser, pero Orozco los halló, como dicho tengo, empeñolados. Asentó por estonces aquella tierra e volvió con mucha honra donde su General estaba, inviándole él a llamar.



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Capítulo XXXI

Cómo Cortés invió a descubrir la mar del Sur por otro camino, e tenida relación invió a Pedro de Alvarado, e de cómo se dio de paz el señor de Teguantepec.

     Gran deseo tenía Cortés de descubrir la mar del Sur por el grande interese (como diré) que pretendía, y así, aunque había inviado por otra parte cuatro españoles a descubrirla, teniendo de nuevo noticia que no estaba muy lexos de allí, invió otros cuatro españoles con indios mexicanos; los dos fueron a Zacatula, cient leguas de México; los otros dos a Teguantepec, que dista ciento y veinte leguas, aunque por otras partes, estonces ocultas, estaba más cerca la mar del Sur, por la cual Cortés pensaba descubrir islas muy ricas de oro y piedras presciosas, especias e otras grandes riquezas e traer por aquel viaje a la Nueva España la especería de los Malucos, como después lo intentó en el año de mill y quinientos y veinte y siete, inviando tres navíos bien adereszados, de los cuales el uno volvía muy rico, cargado de especería, e por no saber la navegación para volver, no pudo navegar y tornó a arribar a los Malucos, de do había salido.

     Llegados, pues, los españoles, aunque tomaron posesión, pusieron cruces, pidieron oro e otras cosas que traer a Cortés; traxeron indios de aquella costa, que Cortés rescibió y trató muy bien, e después de algunos días, dándoles cosillas de rescate, se volvieron muy alegres a sus tierras, llevando como todos los demás, por doquiera que iban, buenas nuevas de Cortés. El uno de los españoles que volvió más rico, que vive hoy en Guaxaca, se dice Román López, el cual perdió un ojo por llevar (como subceden las cosas humanas) su prosperidad bien aguada.

     El señor de Teguantepec, que ya de las buenas nuevas de Cortés estaba bien informado, viendo los dos españoles, se holgó mucho con ellos. Preguntóles muchas particularidades de Cortés, dióles un gran presente de oro, pluma, algodón y armas, que en su nombre ofresciesen a Cortés y le dixesen que él con su persona, casa y señorío quedaba muy a su servicio y que desde luego se daba por vasallo del Emperador de los cristianos, su Rey e señor, y que como tal le suplicaba le inviase socorro de españoles y caballos contra los de Tututepec que le hacían guerra, y la causa era porque habían sentido dél que tenía afición y amor a los cristianos. Cortés, que no poco holgó con el presente y la embaxada, despachó luego a Pedro de Alvarado con docientos españoles, cuarenta de a caballo y dos tiros de campo, e por la instruición que llevaba se fue por Guaxaca, que ya tenía Orozco pacificada, aunque halló algunos pueblos que le resistieron, pero no mucho, e pasando adelante llegó a Tutepeque, el señor del cual le rescibió muy bien, con muestras de grande amor. Quísole aposentar dentro de la ciudad en unas casas suyas grandes y buenas, pero cubiertas de paja, con intento de quemar [a] los españoles aquella noche al primer sueño; pero Alvarado, o porque lo sospechó o porque le avisaron, no quiso quedar allí, diciendo que no era bueno para sus caballos, y así, se aposentó en lo baxo de la ciudad e detuvo al señor e a un su hijo presos, los cuales se resgataron después en veinte e cinco mill pesos de oro, porque es tierra rica de minas.

     Pobló Alvarado hacia la costa de la mar en Tututepec una villa que llamó Segura de la Frontera, con el mismo regimiento que había en la otra Segura de la Frontera, que estaba en Guaxaca, y así la villa de Segura se mudó tres veces: la primera se puso en Tepeaca: la segunda, en Guaxaca, y la tercera en Tututepec, y después de Tututepec volvió a Guaxaca, donde ahora está. No tuvo Alvarado dicha de asegurar a Segura en Tututepec, porque los vecinos se mudaron, como luego diré.



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Capítulo XXXII

Cómo Alvarado se volvió y los vecinos se mudaron, y Cortés invió a Diego de Ocampo, e de lo que acontesció a la vuelta a Pedro de Alvarado con un señor de indios chontales.

     Vuelto Pedro de Alvarado, estuvo la villa poblada con el mismo regimiento que antes casi seis meses. La ocasión que los vecinos tuvieron de despoblarla fue que habiéndoles Alvarado repartido la tierra, Cortés hizo novedad, tomando para sí (según algunos se quexaban) lo mejor. Fue el que principalmente a esto los induxo un Regidor que se decía Hernán Ruiz. Y por que se entienda lo poco que estonces los naturales entendían, no quiero pasar por una cosa donosa, y es que estando en aquel pueblo Pedro de Alvarado mal dispuesto de un ojo (o por mejor decir de cobdicia) le preguntó el señor qué medicina sería menester para aquella su enfermedad e respondiéndole Alvarado que tejuelos de oro, el señor, por más de quince días, le traxo cada día cinco o seis tejuelos, que pesaban a ciento y treinta castellanos, unos más y otros menos, y él poniéndoselos sobre el ojo, decía al señor que ya iba mejorando. Dióle asimismo una cadena que pesó siete mill y quinientos castellanos, la cual Alvarado echó al cuello de su caballo, porque él no la podía sufrir en el suyo, ni aun el caballo mucho tiempo, y así la guardó do no se la hurtaron.

     Invió luego Cortés a Diego de Ocampo, su Alcalde mayor, por pesquesidor contra los que habían despoblado la villa; condenó a uno a muerte; créese fue el Regidor que dixe, porque fue la principal parte. Apelló, en grado de apellación se presentó ante Cortés, el cual le mudó la muerte en destierro.

     En este comedio murió el señor de Tututepec, por cuya muerte se rebelaron algunos pueblos de la comarca. Dice Motolínea que tornó a ella Pedro de Alvarado, e después de algunas muertes de españoles, los reduxo como antes estaban, pero Segura (como dixe) no se pobló más hasta que Nuño de Guzmán le mandó poblar y llamar Antequera. Alvarado a esta vuelta invió a Francisco Flórez y a Diego de Coria a visitar aquella tierra, e yendo por Guaxaca, visitando hasta Teguantepeque, volvieron por la costa, y en un pueblo antes de llegar a Teguantepeque, que se dice Tecquecistlán, que es de chontales, queriéndolo visitar, procuraron matarlos, y reprehendiéndolos y amenazándolos por esto con el Tonatio, que es «hijo del sol», que así llamaron los indios a Pedro de Alvarado, como a Cortés llamaban Malinche, respondió el señor dellos muy enojado: «¿Qué diablos, Tonatio, Tonatio, teutes, teutes, sois los españoles, que nuestros dioses no fornican, ni quieren oro, ni ropa, ni comen ni beben, aunque solamente beben sangre de corazones? Venga el Tonatio, que en el campo me hallará con cuarenta mill hombres»; y así lo cumplió, porque dende a dos meses vino sobre él Pedro de Alvarado con ciento y cincuenta españoles y cuarenta de caballo, donde le halló en la delantera. Resistió al principio con gran furia; derramóse mucha sangre, aunque más de los enemigos, e finalmente, después de muy bien reñida aquella batalla, quedando vencido aquel señor, los suyos con él, perdiendo el brío que tenían, conosciendo por la obra lo que de palabra habían oído, quedaron pacíficos.



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Capítulo XXXIII

Cómo Cortés invió a la mar del Sur a hacer dos bergantines y cómo invió a Joan Rodríguez de Villafuerte, e Sandoval fue a Upilcingo e a Zacatula y de lo que más pasó.



FIN DE LA OBRA

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