Acto único
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Al levantarse el telón, doña PAULA CÓRDOBA aparece por el
foro. Es una señora de edad, pero de muy buen porte. Llega,
en este justo instante, de hacer sus compras. Una doncella,
ENCARNA, le sigue.
Doña PAULA trae
varios paquetes en las manos.
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ENCARNA.-
¿Y viene usted con esta carga por la calle,
señora?
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PAULA.-
Al placer de ir de compras ha de sumarse el de
traerlas a casa.
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ENCARNA.-
Pero tantos paquetes... Démelos ahora, si eso
no le quita ilusión...
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PAULA.-
No, ya no. Pero imagínate que hubiera tenido
que esperar a que me los mandaran... Un paquete llegaría a
las cuatro, otro a las cinco, otro a las siete y otro
mañana... Así, ya reuniditos, voy a pasarles revista
como un general. También a los generales, dicho sea de paso
-y yo de eso sé mucho porque mi marido lo era- les gusta
formar a sus regimientos y revisarlos completos y no soldado a
soldado. ¿Entiendes, Encarna?
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ENCARNA.-
Sí, señora.
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PAULA.-
Comienza la revista: fuerzas de Infantería.
Mira, unas chinelas para la señorita Marta. Las vi en el
escaparate y me sedujeron. No sé si le sentarán bien.
Las he traído con la condición de devolverlas si le
aprietan. Segundo paquete: fuerzas de la Armada; bueno, estas
desfilan siempre primero, pero hoy, en segundo lugar. Un traje de
baño para la pequeña de los porteros que se va a
Santander con las colonias infantiles. Tercero, Ingenieros: unos
tirantes para mi yerno. Tengo la impresión de que le hacen
mucha falta. Y colorín colorado.
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ENCARNA.-
Aún le quedan muchos paquetes más,
señora.
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PAULA.-
Ah, sí, bueno... Pastelillos de crema, un poco
de queso, unos bombones... La Intendencia, Encarna, que siempre
desfila la última, aun cuando yo creo que debía
desfilar la primera. Has de distribuirlos con arreglo a su
condición o en la cocina, o en mi cuarto.
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ENCARNA.-
Muy bien.
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PAULA.-
¿Pasó algo mientras estaba
fuera...?
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ENCARNA.-
No...
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PAULA.-
¿Hubo alguna llamada?
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ENCARNA.-
(Dudosa de si decir la verdad o
no.) Pues...
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PAULA.-
¿Qué sucede, Encarna?
¿Quién llamó?
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ENCARNA.-
El señor Lanuza.
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PAULA.-
¿Por quién preguntó?
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ENCARNA.-
¿Por quién va a ser? Por la
señorita Marta.
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PAULA.-
¿Y qué respondió usted?
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ENCARNA.-
Lo que ella me tiene mandado: que no podía
ponerse al aparato.
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PAULA.-
Muy bien. ¿Y él...?
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ENCARNA.-
Que volvería a llamar más tarde.
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PAULA.-
Qué insistencia... Y el señor,
¿se ha enterado?
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ENCARNA.-
No... Estaba en su cuarto... Ni oyó siquiera
la llamada.
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PAULA.-
Ya...
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ENCARNA.-
¿Deseaba algo más la señora?
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PAULA.-
Nada, nada...
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(ENCARNA se marcha
por la izquierda. Entonces llega MARTA, por la derecha. MARTA tiene alrededor de los
veintiséis años. Es bellísima. Viste un traje
de casa. Trae puestas unas gafas de sol. Se detiene en el umbral de
la puerta.)
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MARTA.-
¿Cómo estás, mamá?
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PAULA.-
(Avanza hacia ella.)
Hola, hijita.
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(La abraza. Después le acompaña hacia el
sofá en el que MARTA, risueñamente, se
sienta.)
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MARTA.-
¿Por dónde has andado, madre
descastada?
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PAULA.-
¿Descastada? Qué cosas hay que
soportar...
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MARTA.-
Media tarde danzando de un lado para otro. He
oído las siete hace un rato. Y tú, fuera.
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PAULA.-
Sí, pero preocupándome de ti y de tus
asuntos, hija ingrata. Y de los de tu marido.
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MARTA.-
¿Compras?
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PAULA.-
Claro que sí.
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MARTA.-
(Con una bondadosa
ironía.) ¿Es un sacrificio muy grande
para ti ir de compras, madre?
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PAULA.-
Mujer... sacrificio...
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MARTA.-
¿No es lo que más te gusta en el
mundo?
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PAULA.-
Tanto como eso...
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MARTA.-
Conste que sé muy bien que, aunque te
aburriera, lo harías encantada por ahorrarme trabajo. Pero
no me hables con ese aire de mártir porque no lo encuentro
adecuado.
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PAULA.-
Muy malicioso está el día, Marta.
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MARTA.-
Sí, sí... Lo que sucede es que a nadie
le agrada que le descubran las trampas...
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PAULA.-
Bueno, bueno... ¿Acabaste de
reñirme?
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MARTA.-
(Tiernamente.)
Sí, madre...
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PAULA.-
(Tras una pausa.)
¿Y Patricio...?
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MARTA.-
En su cuarto... Hoy cantaban «El Caballero de
la rosa» en Viena y no quería perdérselo...
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PAULA.-
Pues la radio no andaba muy católica ayer.
Quise oír una comedia y no pude.
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MARTA.-
Tal vez la culpa fue de la emisora y no del aparato
receptor.
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PAULA.-
Tal vez. Te advierto que en la vida es muy frecuente
eso que se le achaquen a uno culpas de otro. Por ejemplo. Fulanito
se ha fugado con Fulanita. Y siempre la culpa se carga en cuenta a
Fulanito. Y ya he conocido yo más de un caso en el que la
culpa era de Fulanita...
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MARTA.-
Esto es: de la emisora.
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PAULA.-
Y dicho sea, de paso, Marta... ¿Sabes
quién llamó al teléfono?
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MARTA.-
(Visiblemente turbada.)
No...
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PAULA.-
El señor Lanuza. ¿No te lo dijo
Encarna?
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MARTA.-
Ah, sí... me había olvidado.
(Transición.) ¿Tú
conoces «El Caballero de la rosa», madre?
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PAULA.-
Lo oí hace tiempo...
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MARTA.-
¿Te acuerdas de los valses...?
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PAULA.-
No sé.
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MARTA.-
Estoy todo el día pretendiendo recordarlos y
sin conseguirlo... Y cómo me enervan esos fallos de la
memoria... ¿En qué rincón del cerebro se
ocultan los temas olvidados y qué policías son los
que los descubren...?
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PAULA.-
No lo sé, ni me preocupa, Marta.
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MARTA.-
Has andado horas y horas tras ellos,
inútilmente... Y de pronto, cuando menos lo esperas, te
sorprendes tarareándolos... (Se esfuerza por
atrapar el tema perdido.)
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PAULA.-
¿Y se puede saber para qué llamó
el señor Lanuza...?
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MARTA.-
Cualquiera lo averigua. ¿Dónde
oíste tú ««El Caballero de la
rosa»?
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PAULA.-
Un año, en Barcelona, en vida de tu padre.
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MARTA.-
Tú le arrastrarías, porque él
era muy poco aficionado a la música.
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PAULA.-
Sí, muy poco... ¿Y es que el
señor Lanuza va a estar telefoneando a cada toque de
oración?
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MARTA.-
Huy, mamá, por Dios... Mayor de edad es...
(Tararea un tema cualquiera, aunque sin
éxito.) Nada, los valses se han volatilizado
definitivamente. Es imposible dar con ellos.
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PAULA.-
(Con seriedad.)
Escucha, Marta. Llevamos conversando un rato por el método
Ollendorf. Basta de evasivas, Marta. El señor Lanuza viene
desde hace varios días preguntando por ti al
teléfono. Yo misma he recogido alguna de sus llamadas. Me
agradaría que me explicaras quién es el señor
Lanuza y qué es lo que desea de ti.
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MARTA.-
No tengo ni la menor idea, madre.
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PAULA.-
Me perdonarás si no te creo.
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MARTA.-
Eres muy dueña...
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PAULA.-
¿Quieres darme a entender que ni siquiera le
conoces?
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MARTA.-
Bueno, eso sí...
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PAULA.-
¿Y quién es?
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MARTA.-
Es un médico... En el teléfono le
quitan el doctor, pero es el doctor Lanuza.
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PAULA.-
¿Y cuándo le conociste?
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MARTA.-
Cuando estuvo aquí miss Margaret, de paso para
Londres, fue a visitarle y yo la acompañé porque
apenas si hablaba español.
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PAULA.-
Ya. ¿Cuándo, entonces?
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MARTA.-
Hace un mes, aproximadamente.
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PAULA.-
Y él, ¿cómo sabe quién
eres tú?
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MARTA.-
Margaret me presentó.
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PAULA.-
¿Y el número del
teléfono...?
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MARTA.-
Ay, eso ya no es de mi incumbencia, madre... Pero lo
habrá buscado, digo yo... Y no creo que haya muchos que se
llamen como nosotros...
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PAULA.-
¿Y tú le dijiste que eras casada?
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MARTA.-
(Risueña.) De
eso no se habló, madre... Claro que, según tengo
entendido, las casadas son señoras; las solteras,
señoritas, ¿no es así? Si el doctor Lanuza
oyó decir «Señora de Navas», tal vez haya
supuesto que yo no era una muchacha soltera...
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PAULA.-
Entonces, ese doctor es un osado...
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MARTA.-
¿Por qué, mamá?
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PAULA.-
¿Necesitaré explicártelo?
¿Qué te sucede hoy, Marta, que todo lo echas a broma
y que pareces no concederle importancia ni a Sevilla ni al
Guadalquivir...?
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MARTA.-
(Súbitamente
seria.) Nada, mamá. Te juro que no tengo
motivo ninguno de risa...
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PAULA.-
Siendo así, convendrá que te preocupes
un poco de esas llamadas impertinentes y que hagas lo preciso para
que cesen.
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MARTA.-
¿Cuál crees que es mi deber?
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PAULA.-
¿Necesitas que te lo explique?
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MARTA.-
Por de pronto, madre, yo no he contestado a ninguna.
¿Te parece bien?
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PAULA.-
¿A ninguna...?
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MARTA.-
Miento. A la primera, sí.
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PAULA.-
¡Ah!
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.-
Era elemental, me parece, ¿no?
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PAULA.-
Mujer... sí. ¿Y qué dijiste?
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MARTA.-
(Con una leve
ironía.) Me informé de lo que el
doctor Lanuza pretendía y, muy finamente, me
negué.
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PAULA.-
¿Y qué pretendía?
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MARTA.-
Misterio.
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PAULA.-
Escucha, hija... Tú no te das cuenta muy
exactamente del mundo que te rodea. Hay muchachas a las que
conviene quitarles vanidad y otras a las que hay que
añadírsela. Tú, por fortuna, perteneces a este
segundo grupo. Digo por fortuna, primero, porque la modestia
siempre es menos ridícula que la presunción, y
segundo, porque quitar es mucho más difícil que
añadir. En consecuencia, yo debo llamar tu atención
sobre una realidad, y es que eres una muchacha, Marta, bonita como
un sol e interesante como una novela... ¿Comprendes, hija?
Así, pues, cuidado con los donjuanes, si es que hay alguno
tan vil que se atreve a serlo contigo, y ahuyéntalos,
Marta.
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MARTA.-
(Se ríe, como a pesar
suyo.) Está bien, madre...
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PAULA.-
¿De qué te ríes...?
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MARTA.-
De que atribuyes al doctor Lanuza unas intenciones
que no ha tenido nunca.
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PAULA.-
¿Le has leído el pensamiento?
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MARTA.-
No, madre; eso, no...
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PAULA.-
¿Qué edad tiene el tal doctorcito?
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MARTA.-
Margaret me dijo que algo menos de los cuarenta...
Sí, es la edad de su voz...
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PAULA.-
No es una edad de retiro, ciertamente...
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MARTA.-
Pero madre, aunque tuviera veinticinco...
¿Crees que no inspiro respeto ninguno?
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PAULA.-
Si no se trata de eso, Marta... Es que tienes... no
sé cómo explicártelo, tanto misterio... Te
rodea una atmósfera... tan singular...
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MARTA.-
Ay, madre... El doctor Lanuza muerto por mis pedazos
y enloquecido haciéndome el amor... ¿Es así lo
que supones...?
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PAULA.-
Calla, calla, hija...
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(ENCARNA reaparece
por la lateral de su mutis.)
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ENCARNA.-
Señora... (A MARTA, un poco
vacilante.) Preguntan por usted al
teléfono...
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MARTA.-
(Sencillamente.)
¿Quién?
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ENCARNA.-
El señor Lanuza.
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MARTA.-
Entonces, ¿es que has olvidado lo que te
ordené para cuando llamase?
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ENCARNA.-
No, señorita. Yo contesté lo que me
tiene encargado: que no estaba usted en casa. Las otras veces
colgaba, como si se lo creyera.
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MARTA.-
¿Hoy no?
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ENCARNA.-
Hoy me preguntó si no habían entregado
al señor una carta suya.
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PAULA.-
¿Al señor?
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ENCARNA.-
Sí... Usted ya sabe, señorita, que
él ha preguntado por el señor bastantes tardes.
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PAULA.-
Pero, Marta, ¿qué significa todo
esto?
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MARTA.-
Calla, mamá.
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PAULA.-
¿Y por qué no le avisó usted
cuando le llamaban?
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ENCARNA.-
La verdad, señora...
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MARTA.-
Yo le prohibí que le transmitiera su
recado.
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PAULA.-
¿Y por qué razón?
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MARTA.-
Alguna habré tenido que me lo aconsejara,
¿no, mamá...?
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PAULA.-
Y esa carta, ¿dónde está?
¿Por qué no nos la entregó antes?
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ENCARNA.-
Yo no la recibí, señora, sino Matilde,
la cocinera. Salió a abrir cuando yo no estaba, y
después... se le olvidó... Y aquí está
la carta, sin entregar... Llegó ayer...
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PAULA.-
Démela.
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(ENCARNA va a
dársela.)
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MARTA.-
No, mamá. ¿A quién viene
dirigida la carta?
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PAULA.-
Al señor Navas...
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MARTA.-
Dámela, mamá.
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PAULA.-
Marta, aquí sucede algo extraño...
¿Qué es lo que me ocultas?
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MARTA.-
Perdóname, mamá. Nada que te
concierna.
|
PAULA.-
Quiero leer esta carta. (Se dispone a
abrirla.)
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MARTA.-
Te lo prohíbo, mamá.
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(Se pone en pie. Hace ademán de avanzar hacia ella,
pero titubea; sin una orientación muy precisa. Su mano
quiere establecer contacto con PAULA, pero PAULA no se encuentra en su camino.
Ahora, por vez primera, puede sospecharse si MARTA no será
ciega.)
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PAULA.-
(Tras una pausa
embarazosa.) Estás en tu derecho, hija.
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MARTA.-
¡Dame la carta!
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PAULA.-
Aquí la tienes.
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(MARTA coge la
carta y la rompe en cuatro pedazos.)
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MARTA.-
Encarna.
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ENCARNA.-
Mándeme, señorita.
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MARTA.-
Tome, tire estos papeles.
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(ENCARNA los
recoge de su mano.)
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ENCARNA.-
Sí, señorita.
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MARTA.-
En el caso de que volviera a telefonear el
señor Lanuza, usted le dice que entregó la carta a su
destinatario y que ruega encarecidamente, de su parte, que no
telefonee más.
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ENCARNA.-
Muy bien, señorita. (Hace mutis
por la izquierda.)
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PAULA.-
¿Es que sabes lo que decía la
carta?
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MARTA.-
Tal vez.
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PAULA.-
Pero tu marido, no.
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MARTA.-
Naturalmente que no.
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PAULA.-
¿Y tú crees que es correcto interceptar
una carta dirigida a tu marido...?
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MARTA.-
Sí. He obrado como debía.
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PAULA.-
Allá tú, Marta. Siento mucho no
compartir tus puntos de vista. A mi entender, te has conducido...
mal.
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MARTA.-
Mamá, sé de sobra lo que me hago... Ya
no soy una niña pequeña.
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PAULA.-
Te equivocas, Marta. Tú... nunca podrás
dejar de ser una niña pequeña. (A
ENCARNA, que regresa por
la lateral de su mutis.) Encarna, ayúdeme,
haga el favor.
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ENCARNA.-
Sí, señora.
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PAULA.-
Llévese estas cosas.
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ENCARNA.-
Sí, señora.
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(ENCARNA hace
mutis, de nuevo, por la izquierda. PAULA, a su vez inicia el mutis tras
ella.)
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MARTA.-
(Acongojada.)
¿Te vas?... (Se pone en
pie.)
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PAULA.-
Sí... ¿Deseas algo?
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(MARTA avanza
hacia ella con las manos extendidas, un poco desorientada, aunque
evitando todo patetismo superfluo a sus movimientos.)
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MARTA.-
Sí, que no te marches enfadada.
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PAULA.-
Ajá... Comprendes que me has dado motivos para
que lo esté.
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MARTA.-
No, madre; tengo la conciencia tranquila, pero
presiento que te has disgustado y eso me duele.
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PAULA.-
No te preocupes, Marta... (Y parece
afirmarse en la decisión de su mutis.)
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MARTA.-
(Con una mezcla de ternura y de
resolución como si suplicara muy tenuemente y a la vez
mandara con firmeza.) Mamá: antes de que
pasen diez segundos necesito que me hagas un mimo...
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PAULA.-
(Sin ceder por
completo.) Anda, anda...
|
MARTA.-
(Con la máxima
sencillez.) Mamá, que te lo digo de
verdad.
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(Y adelanta unos pasos, en su busca. PAULA le coge la barbilla y se la
sacude, graciosamente.)
|
PAULA.-
¿Como éste?
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MARTA.-
Sí. (PAULA bate mutis.)
(MARTA se sienta
en el extremo opuesto de la escena. ENCARNA vuelve a salir por la
izquierda, camino del foro. Cuando ya está apunto de
marcharse, la voz de MARTA
le detiene.)
¿Quién es...?
¿Es Encarna...?
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ENCARNA.-
Sí, señorita. ¿Desea algo de
mí?
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MARTA.-
¿Qué hace la señora?
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ENCARNA.-
Ha quedado en su cuarto, arreglándose un
poco.
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MARTA.-
¿Por qué me habló de esa carta
delante de ella, Encarna?
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ENCARNA.-
Señorita, yo...
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MARTA.-
Hay que tener tacto...
|
ENCARNA.-
Calle, no me riña, señorita, que nadie
siente más que yo lo sucedido. Cuando reparé ya era
tarde...
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MARTA.-
No te apures, mujer. Tal vez la culpa no es tuya...
¿A quién iba a ocurrírsele que pasara
esto?
|
ENCARNA.-
Le pido que me dispense.
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MARTA.-
Escucha, Encarna, ¿dónde echaste la
carta?
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ENCARNA.-
Ahí mismo, en el cesto. ¿Quiere que la
recoja?
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MARTA.-
Sí... haz el favor...
(ENCARNA le
obedece.)
¿Está muy rota?
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ENCARNA.-
No, en cuatro pedazos... ¿Desea que...?
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MARTA.-
¿Guardarías el secreto, Encarna?
|
ENCARNA.-
Por Dios, con alma y vida.
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MARTA.-
Mira que se trata de algo muy importante.
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ENCARNA.-
Cuente conmigo.
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MARTA.-
Pues entonces, Encarna... Intenta...
¿quieres...?
|
ENCARNA.-
Sí.
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(ENCARNA coloca
los pedazos de la carta sobre la mesa, como sí fueran las
piezas de un puzle.)
|
MARTA.-
(Se levanta y se le
acerca.) ¿Cómo está escrita, a
mano o a máquina?
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ENCARNA.-
A mano...
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MARTA.-
(Burlona.) Mala suerte,
¿eh, Encarna?
|
ENCARNA.-
No, tiene buena letra.
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MARTA.-
Lee, entonces.
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ENCARNA.-
Este trozo es muy grande. Pero no el primero. Un
renglón dice: «... versas oportunidades la
ocasión de cam...».
|
MARTA.-
Diversas debe de querer decir. Diversas oportunidades
la ocasión de cam... De cam... ¿De
«cambiar», acaso? A ver el otro renglón.
|
ENCARNA.-
«... tuna de ver realizados mis
pro...».
|
MARTA.-
Fortuna, tuna, quiere decir, fortuna de ver
realizados mis proyectos o mis propósitos... Sigue,
sigue...
|
ENCARNA.-
«... cindible que le hable sin pérdida
de mo...». Ay qué lío, señorita.
Aguarde, aquí está el otro trozo. «Es
imprescindible que le hable sin pérdida de mo...». Y
aquí el que nos faltaba: «... de momento.
Comprenderá que cuando me he resuelto a dirigirme a usted es
por un motivo serio y fundamental que le expondré
verbalmente, en la confianza de que usted me escuchará sin
perjuicios...». Dice prejuicios, pero se nota que es que ha
puesto mal la erre. «Así, pues, de no recibir orden en
contrario, mañana, a las siete en punto, tendré el
honor de visitarle en su domicilio, y confío que, de serle
posible, sin que su mujer asista a nuestra conversación,
para no hacerla violenta...».
|
MARTA.-
Jesús...
|
ENCARNA.-
Suyo..., ay, que no entiendo, afmo....
¿Qué es afmo., señorita...?
|
MARTA.-
Calla, Encarna...
|
ENCARNA.-
... quesm... (Pronuncia como si
constituyera una sola palabra las iniciales de la formularia
despedida: que estrecha su mano.) Ay, ha de ser
francés o inglés, señorita...
|
MARTA.-
¿Qué letras son?
|
ENCARNA.-
Una q, una e, una s y una m... Quesm...
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MARTA.-
(Alarmadísima.)
Escucha: ¿trae fecha la carta?
|
ENCARNA.-
Hay unos números, pero yo no sé
si...
|
MARTA.-
¿Qué números son?
|
ENCARNA.-
Primero, un 5; después, un 4, y
después, un 4 y un 9, pero separados unos de otros con unos
rengloncitos...
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MARTA.-
Claro, mujer..., 5 de abril de 1949. Encarna...
(Con alarma creciente.) Y hoy
es...
|
ENCARNA.-
Seis, todo el día.
|
MARTA.-
¿Y qué hora, Encarna?
|
ENCARNA.-
(Abrumada por la desazón de
MARTA.)
Acaban de dar las siete...
|
MARTA.-
Ay, Dios mío... ¿Qué puedo hacer
yo? Va a venir, no hay duda... Qué mala suerte la de la
carta... ¿Por qué no habré sabido a
tiempo...?
|
ENCARNA.-
Si puedo ayudarle en algo, señorita, con alma
y vida...
|
MARTA.-
Calla, calla, Encarna.
(Suena, a cierta distancia, el timbre de la
puerta.)
¿No llaman...?
|
|
(PAULA aparece por
la lateral izquierda sin que MARTA lo advierta. ENCARNA está a espaldas de esa
lateral.)
|
ENCARNA.-
Sí...
|
MARTA.-
Es él; no hay duda, es él... Mira,
Encarna, vas a abrirle y a decirle que el señor ha
leído su carta y que lamenta mucho no poderle recibir.
¿Comprendes? Y que no hay nadie en casa, que hemos salido
todos...
|
ENCARNA.-
No se preocupe, señorita. Cuente conmigo.
|
MARTA.-
La carta, Encarna... Dame los trozos.
|
ENCARNA.-
Tómelos...
|
|
(Deshace el puzle y entrega sus piezas a MARTA, que se las guarda en el
bolsillo. Inicia el mutis por el foro, pero la voz de PAULA le detiene.)
|
PAULA.-
Encarna, quédese aquí. A quien llame,
le abriré yo misma.
|
MARTA.-
¡Mamá! Yo te suplico, por lo que
más quieras...
|
PAULA.-
Es inútil, Marta. Hay que resolver las cosas
de una vez, y yo deseo ya saber a qué atenerme.
|
MARTA.-
Imagínate que ese señor fuera, en
efecto, un osado, como tú dices, que me estuviera
persiguiendo indignamente, y que hubiera llevado su audacia hasta
venir a mi propia casa a visitarme.
|
PAULA.-
El corazón me dice que no se trata de nada de
eso. Pero, aunque así fuere, mayor razón
todavía para echarle en cara su conducta y poner punto final
a esta situación lamentable.
|
MARTA.-
Mamá, hazme caso...
|
PAULA.-
No, resueltamente, no. Vaya usted, Encarna. Si es el
señor Lanuza, que pase; yo le recibiré.
(ENCARNA
titubea.)
(Autoritaria.) Le he dicho que le
abra...
|
|
(Ya no es posible desobedecer más tiempo.
ENCARNA hace mutis por el
foro.)
|
MARTA.-
Es terrible, mamá: yo te lo aseguro...
|
PAULA.-
Bueno, bueno, no lo será tanto, se me
ocurre...
|
MARTA.-
No quiero estar aquí, me marcho.
|
PAULA.-
Eso es ya diferente, Marta. Sal conmigo.
|
MARTA.-
Prométeme ocultarle a Patricio...
|
PAULA.-
Tranquilízate, Marta, nada tienes que temer de
mí...
|
|
(Y hacen mutis las dos por la derecha. Hay una pausa de dos
o tres segundos. ENCARNA
regresa por el foro. Precede al doctor LANUZA. El doctor LANUZA es un hombre joven, de unos
treinta y cinco años y de atractivo aspecto. Viste con
sencillez, sin afectación ninguna.)
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ENCARNA.-
Tenga la bondad de aguardar. (Y se
marcha por la izquierda. Deshace su mutis y camino de la derecha le
dice.) Un momento, señor.
|
|
(Mutis por la derecha. Casi instantáneamente,
PAULA aparece en el umbral
de la derecha.)
|
PAULA.-
Buenas tardes.
|
LANUZA.-
Buenas tardes, señora. Soy el doctor
Lanuza.
|
PAULA.-
Celebro conocerle... Siéntese, le suplico.
|
LANUZA.-
Encantado. (Se sienta, en
efecto.)
|
PAULA.-
Usted me dirá a qué debo el honor de
esta visita.
|
LANUZA.-
Verá usted, señora. Yo deseaba hablar
con el señor Navas.
|
PAULA.-
No se encuentra en casa. Salió hace ya un
rato...
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LANUZA.-
Y... ¿tardará mucho en regresar?
|
PAULA.-
Posiblemente...
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LANUZA.-
Yo le había escrito una carta...
|
PAULA.-
Sí...
|
LANUZA.-
Anunciándole mi visita para el caso de que no
me diera orden en contrario. Por si hubiera surgido algún
obstáculo, llamé al teléfono hace unos
momentos. Nada me dijeron y yo contaba con que... me
recibiría...
|
PAULA.-
Lamento mucho lo sucedido y que se haya tomado una
molestia inútil. ¿Era estrictamente personal lo que
tenía que decirle usted al señor Navas?
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LANUZA.-
Casi, sí...
|
PAULA.-
¿Era al señor, o a su esposa, a la que
usted deseaba visitar...?
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LANUZA.-
No, no; ahora, al señor.
|
PAULA.-
Ah, ahora... Antes, no.
|
LANUZA.-
En efecto... He procurado en varias ocasiones
hablarle a ella. Sólo, ante su negativa, he decidido hacerlo
a su marido.
|
PAULA.-
¿Y no cree usted que las mismas razones que
haya tenido ella para negarse a hablar con usted pueda tenerlas
él?
|
LANUZA.-
Mire usted, señora: yo soy un hombre de
conciencia y, si deseo hablar unos momentos con el señor
Navas, es porque lo considero mi deber. Yo he de procurar cumplirlo
por encima de todo. Si su negativa a recibirme se sigue manteniendo
con la misma extraña tenacidad que hasta hoy, yo me
retiraré a mis trabajos de siempre, sin comprender nada,
desde luego, si bien absuelto de toda responsabilidad moral.
|
PAULA.-
Pero, ¿a quién le concierne lo que
tiene usted que decir? ¿Al señor Navas, o a su
mujer?
|
LANUZA.-
A su mujer.
|
PAULA.-
¿Y a la madre de su mujer no podría
decírselo usted?
|
LANUZA.-
Con la condición de que no me quitara la
libertad de repetírselo a él.
|
PAULA.-
Yo soy la madre de Marta Navas. Sépase de una
vez qué le trae a esta casa, y cuente con que, si el motivo
de su visita lo vale, yo seré quien le haga llegar hasta mi
yerno.
|
LANUZA.-
Pues, escúcheme y juzgue usted por sí
misma. Hace un mes y pico conocí a su hija. Vino a mi
clínica, por casualidad, y acompañando a miss
Margaret Gain. Esta señorita no sabía español
y su hija se prestó a servirla de intérprete.
|
PAULA.-
Sí, eran amigas desde hace muchos
años.
|
LANUZA.-
Miss Margaret había perdido sus gafas y no
llevaba la fórmula de los cristales que necesitaba para las
nuevas. Se iba a la mañana siguiente y pretendía
resolver el problema que aquella pérdida le planteaba con la
mayor premura posible. Uno de mis ayudantes se ocupó de
atenderla. Mientras le graduaba la vista, yo conversé unos
momentos con su hija. A un profesional -y de mi
especialización por añadidura- su hija debía
interesarle. ¿No es así...?
|
PAULA.-
Sí, así es.
|
LANUZA.-
Una muchacha de su juventud, de su belleza, de su
finura, bajo la pesadumbre de esa espantosa tara... Me sentí
conmovido. ¿Le sorprende, señora?
|
PAULA.-
En absoluto.
|
LANUZA.-
Bien. La invité a que se dejara reconocer, por
curiosidad del oficio. Y ella accedió, bromeando.
Advertí, entonces, que su hija tenía un envidiable
carácter y un sentido de humor maravilloso. Como me dijo que
su desgracia era congénita, yo la examiné en la
creencia de que me hallaría ante un caso, como tantos otros,
de atrofia óptica. Mi reconocimiento no fue muy prolijo,
porque no necesitaba serlo. Me bastaron muy pocos segundos para
diagnosticar su dolencia. Cuando me hube cerciorado de que no
había error ninguno en mi diagnóstico, se lo dije a
su hija en muy pocas palabras. Esas palabras ya las he pronunciado
yo ante algunas pacientes. Tengo formada una pequeña
experiencia sobre los efectos que producen. Al oírlas he
visto llenarse la luz, anticipadamente, algunos rostros, palidecer
otros, estremecerse todos...
|
PAULA.-
(Casi sin modular.)
¿Qué palabras son...?
|
LANUZA.-
Estas, muy sencillas: Usted puede recuperar la
vista...
|
PAULA.-
¿Le dijo eso a mi hija?
|
LANUZA.-
Sí... No se inmutó siquiera. Se
limitó a preguntarme: «¿Está usted,
seguro...?». Yo le respondí que sí, con la
mayor firmeza. Y no sucedió más.
|
PAULA.-
¿Cómo es eso?
|
LANUZA.-
Sí, en ese justo momento, mi ayudante
regresaba con miss Margaret. Su hija me apretó el brazo un
momento y me dijo: «Cállese ahora, por lo que
más quiera. Yo vendré mañana...».
Callé. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y
esperé al día siguiente. Y el otro. Y muchos
más.
|
PAULA.-
Mi hija no volvió.
|
LANUZA.-
Justo. Pero yo no podía apartar de mi memoria
la imagen de aquella muchacha, a la que había ofrecido un
paraíso y a la que le parecía indiferente
conseguirlo. Entonces, empecé a buscarla.
|
PAULA.-
¿Por dónde?
|
LANUZA.-
La describí, tal y como la había
conocido, a varios compañeros, a varios amigos... Ninguno me
daba razón de ella.
|
PAULA.-
¿Nunca pensó que se hubiera puesto
enferma y que, por esta causa, no le visitara?
|
LANUZA.-
Comprendo que era una hipótesis que
debía tomar en cuenta. Sin embargo, yo tenía la
seguridad de que ahí no estaba la clave de su silencio. Al
fin, se me ocurrió una idea. Como supuse que miss Margaret
Gain debía ser conocida en su Consulado, fui a él
para ver si me daban sus señas de Inglaterra. Me las
proporcionaron, al cabo de unos días. Entonces yo
escribí a miss Margaret, pidiéndole las de su hija,
con un pretexto banal. La contestación me llegó hace
dos semanas. Tres minutos más tarde, yo llamaba a su hija
por teléfono. El resto, ya lo sabe usted.
(PAULA se ha
impresionado visiblemente.)
Sé que la estoy causando una
emoción enorme, como es lógico, y solo me consuela el
pensar que, en definitiva, es una emoción alegre.
|
PAULA.-
Gracias, doctor. No se preocupe... Pero,
dígame, ¿a usted, no le cabe duda ninguna sobre la
curación de mi hija?
|
LANUZA.-
Ninguna. Se lo explicaré. Su hija padece la
enfermedad de Marfan. Es muy rara. En toda nuestra literatura
médica solo hay pocos casos. Es una enfermedad de tipo
degenerativo, que provoca una luxación del cristalino, una
especie de catarata infantil. Su hija, ¿nació
ciega?
|
PAULA.-
No lo sé, doctor. Advertimos que no
veía algún tiempo después.
|
LANUZA.-
Tal vez vio hasta entonces.
|
PAULA.-
¡Dios mío...! Y, ¿cómo es
posible que nadie se diera cuenta de esto antes?
|
LANUZA.-
No se extrañe, señora. Suelen
acompañar, si acaso, a esa dolencia algunas levísimas
deformidades de los huesos de la mano, que su hija ni siquiera
acusa. En esas circunstancias, nada tiene de extraño que la
enfermedad de su hija haya escapado a todo diagnóstico
anterior.
|
PAULA.-
¿Y puede curarse?
|
LANUZA.-
Sin duda alguna. Y, créame, que el que un
médico hable tan rotundamente, tiene cierto valor. Le he
dicho que era como una catarata infantil... No hay riesgo ninguno
en operar de una catarata. ¿Comprende, usted, por qué
deseo hablar con su hija?
|
PAULA.-
Sí, sí, doctor...
|
LANUZA.-
Cuando advertí cómo su hija se negaba
sistemáticamente a que yo la visitara, me quedé
perplejo, se lo juro. No adiviné, entonces, ni sospecho,
ahora, tampoco, las causas de su actitud. Tras de meditarlo mucho,
me decidí a hablar con su marido, al que no tengo el gusto
de conocer personalmente. Comprendí, bien pronto, que su
hija hasta a eso se oponía. Ni una sola de mis llamadas
telefónicas le cursaron. Una conjetura misteriosa le
mantenía fuera de mi alcance. Ayer le mandé una
carta, anunciándole mi visita. Hoy, telefoneé para
enterarme de si se le había dado mi carta, y me respondieron
de un modo confuso. Por último, me resolví a afrontar
de cara la situación, y aquí me tiene. Le
recordaré que, cuando comenzamos nuestra entrevista, me
prometió, si el motivo lo justificaba, ser usted misma quien
me hiciera llegar hasta su yerno. ¿Cree usted que hay
razones suficientes para que le hable, señora?
|
PAULA.-
Sí, doctor. ¿Quién lo duda...?
Pero yo no podía sospechar, ni por lo más remoto, el
motivo de su visita.
|
LANUZA.-
Y ahora que ya lo sabe...
|
PAULA.-
Pues, ahora..., lamento sinceramente tener que
decirle, doctor, que, sin hablar antes con mi hija, yo no
seré quien mueva una mano para que usted vea a su
marido.
|
LANUZA.-
(Con un punto de
irritación.) Entonces, ¿estoy entre
locos?
|
PAULA.-
Admito que no le faltan razones para suponerlo
así.
|
LANUZA.-
Yo aseguro que la operación no es peligrosa,
le añado que hay noventa y nueve probabilidades de que salga
bien. Sin embargo, resulta que hay que pedir la venia a su yerno
para que este consienta a su mujer que recobre la vista. Ya solo me
queda por oír que, si se opone, deberá continuar
ciega.
|
PAULA.-
Se equivoca usted de medio a medio, doctor. Pero,
escúcheme: ¿no intentó en varias ocasiones
hablar con mi hija?
|
LANUZA.-
Sí.
|
PAULA.-
Pues eso le aseguro que va a hacerlo ahora mismo.
(Simultáneamente, ha llamado al
timbre.)
|
LANUZA.-
Muy bien. Me daré por contento.
|
ENCARNA.-
(Por la izquierda.)
Mándeme, señora.
|
PAULA.-
Diga a la señorita Marta que haga el favor de
venir inmediatamente.
|
ENCARNA.-
Sí, señora. (Y se va por
la derecha.)
|
PAULA.-
Es probable que, después de hablar con ella,
piense que no estamos tan locos como le parecemos.
|
LANUZA.-
Excúseme, señora, si la he contestado
bruscamente.
|
PAULA.-
Ya le di a entender que no se lo tomaba en cuenta.
(Pausa breve.) Aquí llega mi
hija.
|
|
(MARTA, en efecto,
aparece en la lateral derecha. ENCARNA, que la acompaña, se
vuelve a marchar por la izquierda. Mientras no se va, nadie habla.
PAULA cierra la puerta
detrás de ENCARNA.
LANUZA se ha puesto en
pie. MARTA se halla junto
al sofá.)
|
LANUZA.-
Señora...
|
MARTA.-
Sí...
|
PAULA.-
El doctor me ha contado algo que yo ignoraba, y es de
tal gravedad, que he querido que, delante de ti, lo repitiera.
|
LANUZA.-
Señora: Usted lo sabe ya. En muy pocas
palabras se lo expliqué cuando vino a mi consulta con miss
Margaret.
|
MARTA.-
Sí...
|
LANUZA.-
Hoy, se lo repito. Después de haber estudiado
a fondo su caso, con la conciencia de no estar equivocado, yo me
atrevo a decirle...
|
MARTA.-
Que puedo recobrar la vista.
|
LANUZA.-
Así es.
|
PAULA.-
(Sin sorpresa.
Hondamente.) Luego, ¿es verdad que lo
sabías?
|
MARTA.-
Sí.
|
PAULA.-
¿Y por qué me lo ocultaste a
mí?
|
MARTA.-
Porque lo que me hace falta es que me den fuerzas, y
no que me las quiten.
|
LANUZA.-
¿Teme usted a la operación?
|
MARTA.-
(Con una leve sonrisa.)
No, ciertamente... La vida no iba a costarme. Perder más de
lo que tengo perdido, no podía ser... Y el dolor
físico, créame, doctor, me importa muy poco. Para lo
que no deseaba que me quitaran fuerzas es para decirle a usted que
no quiero recuperar la vista.
|
LANUZA.-
¿Es posible...?
|
MARTA.-
Yo le agradezco su bondad, el celo que ha desplegado
usted para encontrarme y el entusiasmo humano, más que
profesional, yo lo siento así, con que usted me ofrece su
ayuda. Pues, a pesar de todo, doctor, mi respuesta es: no.
|
LANUZA.-
(A PAULA.) ¿Y usted
la aprueba, señora?
|
PAULA.-
Yo, doctor...
|
LANUZA.-
Porque hay algo en la decisión de su hija que
se parece a un suicidio. Y usted, que es su madre, ¿se
conforma? Pues usted echa sobre su conciencia una responsabilidad
muy grave, que a mí me espantaría asumir.
|
PAULA.-
Que nadie hable de la conciencia ajena. La
mía, está tranquila.
|
LANUZA.-
(Exaltado.) ¡La
mía no, mientras no hable con su marido y le haga saber que
hay una confabulación tramada para que él ignore, lo
que es preciso que sepa, a toda costa!
|
MARTA.-
¡Cállese...!
|
LANUZA.-
Muy al contrario: por encima de ustedes yo
llegaré hasta él y le contaré la verdad de lo
que pasa.
|
MARTA.-
Usted, doctor, sería un malvado si se
condujera así. Y yo le considero un hombre de bien.
|
LANUZA.-
Pues entonces necesito una justificación de su
negativa, señora. No basta decir no. Es preciso explicar el
porqué de esa decisión monstruosa.
|
MARTA.-
No sé si tiene usted derecho a exigirla, y
sospecho que sus nervios le traicionan un poco. Sin embargo, voy a
darle la explicación que me pide.
|
PAULA.-
Sí, Marta, es natural...
|
MARTA.-
Pero ha de prometerme, después que me oiga,
olvidarse de que me ha visto y de que conoce mi caso. ¿Me lo
promete?
|
LANUZA.-
No sé si podré...
|
MARTA.-
Sí podrá, sí.
(Pausa.) Escuche, doctor: yo no quiero
recobrar la vista, porque mi marido es ciego.
|
LANUZA.-
(Absorto.)
Señora...
|
MARTA.-
Y de una ceguera para la que no hay remedio.
|
LANUZA.-
¿Algún accidente...?
|
MARTA.-
La guerra. (Pausa.)
Calla usted, ¿verdad?
|
LANUZA.-
Sí.
|
MARTA.-
¿Qué piensa usted?
|
LANUZA.-
Que la vida tiene una imaginación terrible.
(Transición.) Sin embargo,
¿usted ha meditado su decisión, Marta?
|
MARTA.-
Largamente, doctor. Para meditar, nosotros los
ciegos, estamos muy bien dotados. Ustedes los que ven, esperan a
igualarse con nosotros para meditar. La noche es su ceguera y, a
oscuras, deciden el sí o el no de sus problemas. Yo llevo
dos semanas, sin que la luz del día me haya turbado un solo
instante, reflexionando sobre mi respuesta. Aunque, en realidad,
desde el primer minuto estaba a punto.
|
LANUZA.-
¿Me permitiría usted, respetuosamente,
señora, que le hiciera alguna consideración...?
|
MARTA.-
Hágala...
|
PAULA.-
Siéntese, doctor.
|
|
(MARTA se sienta,
a su igual.)
|
LANUZA.-
En primer término, ¿por qué se
ha opuesto usted a que yo hablara con su marido? Porque su marido
le habría ordenado que se operara. ¿Es
así?
|
MARTA.-
Sí.
|
LANUZA.-
Como es lógico, su marido no puede admitir que
usted se imponga un sacrificio tan grave... y tan
estéril...
|
MARTA.-
Grave, acaso; estéril, no.
|
LANUZA.-
Luego, de hecho, usted al renunciar a mi
intervención, le desobedece a él.
|
MARTA.-
Doctor, ese no es pleito suyo.
|
LANUZA.-
Pero ya es significativo que usted haga justo lo
contrario de lo que le ordenaría su marido. ¿No le
induce a temer que esté usted equivocada?
|
MARTA.-
Yo defiendo mi felicidad, doctor.
|
LANUZA.-
¿La cree posible solo en la ceguera?
|
MARTA.-
Así, existe. Sin ella, tendría que
labrármela de nuevo.
|
LANUZA.-
Ver, por sí solo, sería ya una gran
parte de ella.
|
MARTA.-
A ustedes los teatros, los cines, los libros..., de
que mi madre me habla, ¿les dan la felicidad? Si yo viera,
el mundo sería mi gran teatro... Y yo, no soy feliz por
eso.
|
LANUZA.-
La vista para ustedes está llena de
limitaciones, que si usted recobrara la vista reduciría.
Negándose, se niega también a ser útil a su
marido.
|
MARTA.-
Mi marido no tiene sino una necesidad: la de ser
dichoso. Yo le hago que lo sea. Y en él, es más
difícil porque está cercana la época en que
veía y la desesperación aún le ronda de vez en
cuando.
|
LANUZA.-
Si usted viera, sería más dichoso
todavía.
|
MARTA.-
Acaso no. Usted no tiene idea de lo que es nuestra
intimidad, doctor. Solo nos importa aquella parte del mundo en que
oímos nuestras voces. Hemos renunciado serenamente a todo lo
demás. Y, con razón o sin ella, nos parece que no
vale nada en comparación de lo que poseemos. Usted cree que
ese mundo es muy reducido y me incita a ensancharlo. Me da miedo.
La felicidad suele encontrarse cómoda en los pequeños
rincones. Me niego a abandonar el nuestro.
|
LANUZA.-
No dé por acabada esta conversación.
Repásela en su memoria. Siempre estará a tiempo para
cambiar de criterio. Le esperaré.
|
MARTA.-
Muchas gracias, doctor. No iré nunca.
|
LANUZA.-
En el caso inverso, ¿cuál cree usted
que habría sido la conducta de su marido?
|
MARTA.-
La contraria a la que yo sigo.
|
LANUZA.-
¿Y cuál su consejo, si se lo hubiera
pedido?
|
MARTA.-
Igual que el suyo a mí.
|
LANUZA.-
¿Y si él le hubiera ocultado todo como
usted?
|
MARTA.-
Me habría parecido heroico.
|
LANUZA.-
Heroica es también su actitud,
señora.
|
MARTA.-
No, es cobarde.
|
LANUZA.-
¿Cobarde?
|
MARTA.-
Sí. Porque no me atrevo a poner mi dicha en
peligro. Mi marido y yo nos entendemos en un lenguaje de sombras.
Yo no quiero aprender un idioma en que él no me
entienda.
|
LANUZA.-
Bien, señora. Doy por perdida mi batalla.
¿Me permite besarle la mano?
|
MARTA.-
¿Por qué no?
|
LANUZA.-
(Se la besa.) Y
déjeme que le exprese mi admiración.
|
MARTA.-
Oh, no la valgo...
|
LANUZA.-
(La contempla
emocionadamente.) Ignoro si usted nos verá
algún día. Mi palabra de hombre de que yo no
podré dejar de verla nunca. (Hace una
reverencia a PAULA, otra a
MARTA y se va
rápidamente por el foro.)
|
MARTA.-
(Tras una pausa leve.)
Mamá: necesito que me hagas un mimo urgentemente.
|
PAULA.-
(Le sacude la barbilla igual que
antes.) ¿Este...?
|
MARTA.-
No...
|
PAULA.-
(Le abraza entre
lágrimas.) ¿Este, verdad, hija?
|
MARTA.-
Sí, madre, ese...
|
|
(Y, rápidamente, cae el...)
|
|
TELÓN
|