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Cuando llegue el día

Joaquín Calvo-Sotelo



PERSONAJES
 

 
ENCARNA.
PAULA.
MARTA.
LANUZA.


 

La escena representa una elegante sala de estar en la casa de una familia acomodada. Manos femeninas parecen cuidarla con especial ternura. Hay profusión de flores, algunos retratos... La sala es alegre y adornada en colores claros. Una puerta al foro lleva a la calle. Dos más, una a cada lado, en primer término, a las habitaciones interiores.

 




ArribaActo único

 

Al levantarse el telón, doña PAULA CÓRDOBA aparece por el foro. Es una señora de edad, pero de muy buen porte. Llega, en este justo instante, de hacer sus compras. Una doncella, ENCARNA, le sigue. Doña PAULA trae varios paquetes en las manos.

 

ENCARNA.-   ¿Y viene usted con esta carga por la calle, señora?

PAULA.-   Al placer de ir de compras ha de sumarse el de traerlas a casa.

ENCARNA.-   Pero tantos paquetes... Démelos ahora, si eso no le quita ilusión...

PAULA.-   No, ya no. Pero imagínate que hubiera tenido que esperar a que me los mandaran... Un paquete llegaría a las cuatro, otro a las cinco, otro a las siete y otro mañana... Así, ya reuniditos, voy a pasarles revista como un general. También a los generales, dicho sea de paso -y yo de eso sé mucho porque mi marido lo era- les gusta formar a sus regimientos y revisarlos completos y no soldado a soldado. ¿Entiendes, Encarna?

ENCARNA.-   Sí, señora.

PAULA.-   Comienza la revista: fuerzas de Infantería. Mira, unas chinelas para la señorita Marta. Las vi en el escaparate y me sedujeron. No sé si le sentarán bien. Las he traído con la condición de devolverlas si le aprietan. Segundo paquete: fuerzas de la Armada; bueno, estas desfilan siempre primero, pero hoy, en segundo lugar. Un traje de baño para la pequeña de los porteros que se va a Santander con las colonias infantiles. Tercero, Ingenieros: unos tirantes para mi yerno. Tengo la impresión de que le hacen mucha falta. Y colorín colorado.

ENCARNA.-   Aún le quedan muchos paquetes más, señora.

PAULA.-   Ah, sí, bueno... Pastelillos de crema, un poco de queso, unos bombones... La Intendencia, Encarna, que siempre desfila la última, aun cuando yo creo que debía desfilar la primera. Has de distribuirlos con arreglo a su condición o en la cocina, o en mi cuarto.

ENCARNA.-   Muy bien.

PAULA.-   ¿Pasó algo mientras estaba fuera...?

ENCARNA.-   No...

PAULA.-   ¿Hubo alguna llamada?

ENCARNA.-    (Dudosa de si decir la verdad o no.)  Pues...

PAULA.-   ¿Qué sucede, Encarna? ¿Quién llamó?

ENCARNA.-   El señor Lanuza.

PAULA.-   ¿Por quién preguntó?

ENCARNA.-   ¿Por quién va a ser? Por la señorita Marta.

PAULA.-   ¿Y qué respondió usted?

ENCARNA.-   Lo que ella me tiene mandado: que no podía ponerse al aparato.

PAULA.-   Muy bien. ¿Y él...?

ENCARNA.-   Que volvería a llamar más tarde.

PAULA.-   Qué insistencia... Y el señor, ¿se ha enterado?

ENCARNA.-   No... Estaba en su cuarto... Ni oyó siquiera la llamada.

PAULA.-   Ya...

ENCARNA.-   ¿Deseaba algo más la señora?

PAULA.-   Nada, nada...

 

(ENCARNA se marcha por la izquierda. Entonces llega MARTA, por la derecha. MARTA tiene alrededor de los veintiséis años. Es bellísima. Viste un traje de casa. Trae puestas unas gafas de sol. Se detiene en el umbral de la puerta.)

 

MARTA.-   ¿Cómo estás, mamá?

PAULA.-     (Avanza hacia ella.)  Hola, hijita.

 

(La abraza. Después le acompaña hacia el sofá en el que MARTA, risueñamente, se sienta.)

 

MARTA.-   ¿Por dónde has andado, madre descastada?

PAULA.-   ¿Descastada? Qué cosas hay que soportar...

MARTA.-   Media tarde danzando de un lado para otro. He oído las siete hace un rato. Y tú, fuera.

PAULA.-   Sí, pero preocupándome de ti y de tus asuntos, hija ingrata. Y de los de tu marido.

MARTA.-   ¿Compras?

PAULA.-   Claro que sí.

MARTA.-    (Con una bondadosa ironía.)  ¿Es un sacrificio muy grande para ti ir de compras, madre?

PAULA.-   Mujer... sacrificio...

MARTA.-   ¿No es lo que más te gusta en el mundo?

PAULA.-   Tanto como eso...

MARTA.-   Conste que sé muy bien que, aunque te aburriera, lo harías encantada por ahorrarme trabajo. Pero no me hables con ese aire de mártir porque no lo encuentro adecuado.

PAULA.-   Muy malicioso está el día, Marta.

MARTA.-   Sí, sí... Lo que sucede es que a nadie le agrada que le descubran las trampas...

PAULA.-   Bueno, bueno... ¿Acabaste de reñirme?

MARTA.-     (Tiernamente.)  Sí, madre...

PAULA.-    (Tras una pausa.)  ¿Y Patricio...?

MARTA.-   En su cuarto... Hoy cantaban «El Caballero de la rosa» en Viena y no quería perdérselo...

PAULA.-   Pues la radio no andaba muy católica ayer. Quise oír una comedia y no pude.

MARTA.-   Tal vez la culpa fue de la emisora y no del aparato receptor.

PAULA.-   Tal vez. Te advierto que en la vida es muy frecuente eso que se le achaquen a uno culpas de otro. Por ejemplo. Fulanito se ha fugado con Fulanita. Y siempre la culpa se carga en cuenta a Fulanito. Y ya he conocido yo más de un caso en el que la culpa era de Fulanita...

MARTA.-   Esto es: de la emisora.

PAULA.-   Y dicho sea, de paso, Marta... ¿Sabes quién llamó al teléfono?

MARTA.-     (Visiblemente turbada.)  No...

PAULA.-   El señor Lanuza. ¿No te lo dijo Encarna?

MARTA.-   Ah, sí... me había olvidado.  (Transición.)  ¿Tú conoces «El Caballero de la rosa», madre?

PAULA.-   Lo oí hace tiempo...

MARTA.-   ¿Te acuerdas de los valses...?

PAULA.-   No sé.

MARTA.-   Estoy todo el día pretendiendo recordarlos y sin conseguirlo... Y cómo me enervan esos fallos de la memoria... ¿En qué rincón del cerebro se ocultan los temas olvidados y qué policías son los que los descubren...?

PAULA.-   No lo sé, ni me preocupa, Marta.

MARTA.-   Has andado horas y horas tras ellos, inútilmente... Y de pronto, cuando menos lo esperas, te sorprendes tarareándolos...  (Se esfuerza por atrapar el tema perdido.) 

PAULA.-   ¿Y se puede saber para qué llamó el señor Lanuza...?

MARTA.-   Cualquiera lo averigua. ¿Dónde oíste tú ««El Caballero de la rosa»?

PAULA.-   Un año, en Barcelona, en vida de tu padre.

MARTA.-   Tú le arrastrarías, porque él era muy poco aficionado a la música.

PAULA.-   Sí, muy poco... ¿Y es que el señor Lanuza va a estar telefoneando a cada toque de oración?

MARTA.-   Huy, mamá, por Dios... Mayor de edad es...  (Tararea un tema cualquiera, aunque sin éxito.)  Nada, los valses se han volatilizado definitivamente. Es imposible dar con ellos.

PAULA.-     (Con seriedad.)  Escucha, Marta. Llevamos conversando un rato por el método Ollendorf. Basta de evasivas, Marta. El señor Lanuza viene desde hace varios días preguntando por ti al teléfono. Yo misma he recogido alguna de sus llamadas. Me agradaría que me explicaras quién es el señor Lanuza y qué es lo que desea de ti.

MARTA.-   No tengo ni la menor idea, madre.

PAULA.-   Me perdonarás si no te creo.

MARTA.-   Eres muy dueña...

PAULA.-   ¿Quieres darme a entender que ni siquiera le conoces?

MARTA.-   Bueno, eso sí...

PAULA.-   ¿Y quién es?

MARTA.-   Es un médico... En el teléfono le quitan el doctor, pero es el doctor Lanuza.

PAULA.-   ¿Y cuándo le conociste?

MARTA.-   Cuando estuvo aquí miss Margaret, de paso para Londres, fue a visitarle y yo la acompañé porque apenas si hablaba español.

PAULA.-   Ya. ¿Cuándo, entonces?

MARTA.-   Hace un mes, aproximadamente.

PAULA.-   Y él, ¿cómo sabe quién eres tú?

MARTA.-   Margaret me presentó.

PAULA.-   ¿Y el número del teléfono...?

MARTA.-   Ay, eso ya no es de mi incumbencia, madre... Pero lo habrá buscado, digo yo... Y no creo que haya muchos que se llamen como nosotros...

PAULA.-   ¿Y tú le dijiste que eras casada?

MARTA.-     (Risueña.)  De eso no se habló, madre... Claro que, según tengo entendido, las casadas son señoras; las solteras, señoritas, ¿no es así? Si el doctor Lanuza oyó decir «Señora de Navas», tal vez haya supuesto que yo no era una muchacha soltera...

PAULA.-   Entonces, ese doctor es un osado...

MARTA.-   ¿Por qué, mamá?

PAULA.-   ¿Necesitaré explicártelo? ¿Qué te sucede hoy, Marta, que todo lo echas a broma y que pareces no concederle importancia ni a Sevilla ni al Guadalquivir...?

MARTA.-     (Súbitamente seria.)  Nada, mamá. Te juro que no tengo motivo ninguno de risa...

PAULA.-   Siendo así, convendrá que te preocupes un poco de esas llamadas impertinentes y que hagas lo preciso para que cesen.

MARTA.-   ¿Cuál crees que es mi deber?

PAULA.-   ¿Necesitas que te lo explique?

MARTA.-   Por de pronto, madre, yo no he contestado a ninguna. ¿Te parece bien?

PAULA.-   ¿A ninguna...?

MARTA.-   Miento. A la primera, sí.

PAULA.-   ¡Ah!

.-   Era elemental, me parece, ¿no?

PAULA.-   Mujer... sí. ¿Y qué dijiste?

MARTA.-     (Con una leve ironía.)  Me informé de lo que el doctor Lanuza pretendía y, muy finamente, me negué.

PAULA.-   ¿Y qué pretendía?

MARTA.-   Misterio.

PAULA.-   Escucha, hija... Tú no te das cuenta muy exactamente del mundo que te rodea. Hay muchachas a las que conviene quitarles vanidad y otras a las que hay que añadírsela. Tú, por fortuna, perteneces a este segundo grupo. Digo por fortuna, primero, porque la modestia siempre es menos ridícula que la presunción, y segundo, porque quitar es mucho más difícil que añadir. En consecuencia, yo debo llamar tu atención sobre una realidad, y es que eres una muchacha, Marta, bonita como un sol e interesante como una novela... ¿Comprendes, hija? Así, pues, cuidado con los donjuanes, si es que hay alguno tan vil que se atreve a serlo contigo, y ahuyéntalos, Marta.

MARTA.-     (Se ríe, como a pesar suyo.)  Está bien, madre...

PAULA.-   ¿De qué te ríes...?

MARTA.-   De que atribuyes al doctor Lanuza unas intenciones que no ha tenido nunca.

PAULA.-   ¿Le has leído el pensamiento?

MARTA.-   No, madre; eso, no...

PAULA.-   ¿Qué edad tiene el tal doctorcito?

MARTA.-   Margaret me dijo que algo menos de los cuarenta... Sí, es la edad de su voz...

PAULA.-   No es una edad de retiro, ciertamente...

MARTA.-   Pero madre, aunque tuviera veinticinco... ¿Crees que no inspiro respeto ninguno?

PAULA.-   Si no se trata de eso, Marta... Es que tienes... no sé cómo explicártelo, tanto misterio... Te rodea una atmósfera... tan singular...

MARTA.-   Ay, madre... El doctor Lanuza muerto por mis pedazos y enloquecido haciéndome el amor... ¿Es así lo que supones...?

PAULA.-   Calla, calla, hija...

 

(ENCARNA reaparece por la lateral de su mutis.)

 

ENCARNA.-   Señora...  (A MARTA, un poco vacilante.)  Preguntan por usted al teléfono...

MARTA.-     (Sencillamente.)  ¿Quién?

ENCARNA.-   El señor Lanuza.

MARTA.-   Entonces, ¿es que has olvidado lo que te ordené para cuando llamase?

ENCARNA.-   No, señorita. Yo contesté lo que me tiene encargado: que no estaba usted en casa. Las otras veces colgaba, como si se lo creyera.

MARTA.-   ¿Hoy no?

ENCARNA.-   Hoy me preguntó si no habían entregado al señor una carta suya.

PAULA.-   ¿Al señor?

ENCARNA.-   Sí... Usted ya sabe, señorita, que él ha preguntado por el señor bastantes tardes.

PAULA.-   Pero, Marta, ¿qué significa todo esto?

MARTA.-   Calla, mamá.

PAULA.-   ¿Y por qué no le avisó usted cuando le llamaban?

ENCARNA.-   La verdad, señora...

MARTA.-   Yo le prohibí que le transmitiera su recado.

PAULA.-   ¿Y por qué razón?

MARTA.-   Alguna habré tenido que me lo aconsejara, ¿no, mamá...?

PAULA.-   Y esa carta, ¿dónde está? ¿Por qué no nos la entregó antes?

ENCARNA.-   Yo no la recibí, señora, sino Matilde, la cocinera. Salió a abrir cuando yo no estaba, y después... se le olvidó... Y aquí está la carta, sin entregar... Llegó ayer...

PAULA.-   Démela.

 

(ENCARNA va a dársela.)

 

MARTA.-   No, mamá. ¿A quién viene dirigida la carta?

PAULA.-   Al señor Navas...

MARTA.-   Dámela, mamá.

PAULA.-   Marta, aquí sucede algo extraño... ¿Qué es lo que me ocultas?

MARTA.-   Perdóname, mamá. Nada que te concierna.

PAULA.-   Quiero leer esta carta.  (Se dispone a abrirla.) 

MARTA.-   Te lo prohíbo, mamá.

 

(Se pone en pie. Hace ademán de avanzar hacia ella, pero titubea; sin una orientación muy precisa. Su mano quiere establecer contacto con PAULA, pero PAULA no se encuentra en su camino. Ahora, por vez primera, puede sospecharse si MARTA no será ciega.)

 

PAULA.-    (Tras una pausa embarazosa.)  Estás en tu derecho, hija.

MARTA.-   ¡Dame la carta!

PAULA.-   Aquí la tienes.

 

(MARTA coge la carta y la rompe en cuatro pedazos.)

 

MARTA.-   Encarna.

ENCARNA.-   Mándeme, señorita.

MARTA.-   Tome, tire estos papeles.

 

(ENCARNA los recoge de su mano.)

 

ENCARNA.-   Sí, señorita.

MARTA.-   En el caso de que volviera a telefonear el señor Lanuza, usted le dice que entregó la carta a su destinatario y que ruega encarecidamente, de su parte, que no telefonee más.

ENCARNA.-   Muy bien, señorita.  (Hace mutis por la izquierda.) 

PAULA.-   ¿Es que sabes lo que decía la carta?

MARTA.-   Tal vez.

PAULA.-   Pero tu marido, no.

MARTA.-   Naturalmente que no.

PAULA.-   ¿Y tú crees que es correcto interceptar una carta dirigida a tu marido...?

MARTA.-   Sí. He obrado como debía.

PAULA.-   Allá tú, Marta. Siento mucho no compartir tus puntos de vista. A mi entender, te has conducido... mal.

MARTA.-   Mamá, sé de sobra lo que me hago... Ya no soy una niña pequeña.

PAULA.-   Te equivocas, Marta. Tú... nunca podrás dejar de ser una niña pequeña.  (A ENCARNA, que regresa por la lateral de su mutis.)  Encarna, ayúdeme, haga el favor.

ENCARNA.-   Sí, señora.

PAULA.-   Llévese estas cosas.

ENCARNA.-   Sí, señora.

 

(ENCARNA hace mutis, de nuevo, por la izquierda. PAULA, a su vez inicia el mutis tras ella.)

 

MARTA.-     (Acongojada.)  ¿Te vas?...  (Se pone en pie.) 

PAULA.-   Sí... ¿Deseas algo?

 

(MARTA avanza hacia ella con las manos extendidas, un poco desorientada, aunque evitando todo patetismo superfluo a sus movimientos.)

 

MARTA.-   Sí, que no te marches enfadada.

PAULA.-   Ajá... Comprendes que me has dado motivos para que lo esté.

MARTA.-   No, madre; tengo la conciencia tranquila, pero presiento que te has disgustado y eso me duele.

PAULA.-   No te preocupes, Marta...   (Y parece afirmarse en la decisión de su mutis.) 

MARTA.-    (Con una mezcla de ternura y de resolución como si suplicara muy tenuemente y a la vez mandara con firmeza.)  Mamá: antes de que pasen diez segundos necesito que me hagas un mimo...

PAULA.-    (Sin ceder por completo.)  Anda, anda...

MARTA.-     (Con la máxima sencillez.)  Mamá, que te lo digo de verdad.

 

(Y adelanta unos pasos, en su busca. PAULA le coge la barbilla y se la sacude, graciosamente.)

 

PAULA.-   ¿Como éste?

MARTA.-   Sí.  (PAULA bate mutis.) 

 

(MARTA se sienta en el extremo opuesto de la escena. ENCARNA vuelve a salir por la izquierda, camino del foro. Cuando ya está apunto de marcharse, la voz de MARTA le detiene.)

 

¿Quién es...? ¿Es Encarna...?

ENCARNA.-   Sí, señorita. ¿Desea algo de mí?

MARTA.-   ¿Qué hace la señora?

ENCARNA.-   Ha quedado en su cuarto, arreglándose un poco.

MARTA.-   ¿Por qué me habló de esa carta delante de ella, Encarna?

ENCARNA.-   Señorita, yo...

MARTA.-   Hay que tener tacto...

ENCARNA.-   Calle, no me riña, señorita, que nadie siente más que yo lo sucedido. Cuando reparé ya era tarde...

MARTA.-   No te apures, mujer. Tal vez la culpa no es tuya... ¿A quién iba a ocurrírsele que pasara esto?

ENCARNA.-   Le pido que me dispense.

MARTA.-   Escucha, Encarna, ¿dónde echaste la carta?

ENCARNA.-   Ahí mismo, en el cesto. ¿Quiere que la recoja?

MARTA.-   Sí... haz el favor...

 

(ENCARNA le obedece.)

 

¿Está muy rota?

ENCARNA.-   No, en cuatro pedazos... ¿Desea que...?

MARTA.-   ¿Guardarías el secreto, Encarna?

ENCARNA.-   Por Dios, con alma y vida.

MARTA.-   Mira que se trata de algo muy importante.

ENCARNA.-   Cuente conmigo.

MARTA.-   Pues entonces, Encarna... Intenta... ¿quieres...?

ENCARNA.-   Sí.

 

(ENCARNA coloca los pedazos de la carta sobre la mesa, como sí fueran las piezas de un puzle.)

 

MARTA.-     (Se levanta y se le acerca.)  ¿Cómo está escrita, a mano o a máquina?

ENCARNA.-   A mano...

MARTA.-     (Burlona.)  Mala suerte, ¿eh, Encarna?

ENCARNA.-   No, tiene buena letra.

MARTA.-   Lee, entonces.

ENCARNA.-   Este trozo es muy grande. Pero no el primero. Un renglón dice: «... versas oportunidades la ocasión de cam...».

MARTA.-   Diversas debe de querer decir. Diversas oportunidades la ocasión de cam... De cam... ¿De «cambiar», acaso? A ver el otro renglón.

ENCARNA.-   «... tuna de ver realizados mis pro...».

MARTA.-   Fortuna, tuna, quiere decir, fortuna de ver realizados mis proyectos o mis propósitos... Sigue, sigue...

ENCARNA.-   «... cindible que le hable sin pérdida de mo...». Ay qué lío, señorita. Aguarde, aquí está el otro trozo. «Es imprescindible que le hable sin pérdida de mo...». Y aquí el que nos faltaba: «... de momento. Comprenderá que cuando me he resuelto a dirigirme a usted es por un motivo serio y fundamental que le expondré verbalmente, en la confianza de que usted me escuchará sin perjuicios...». Dice prejuicios, pero se nota que es que ha puesto mal la erre. «Así, pues, de no recibir orden en contrario, mañana, a las siete en punto, tendré el honor de visitarle en su domicilio, y confío que, de serle posible, sin que su mujer asista a nuestra conversación, para no hacerla violenta...».

MARTA.-   Jesús...

ENCARNA.-   Suyo..., ay, que no entiendo, afmo.... ¿Qué es afmo., señorita...?

MARTA.-   Calla, Encarna...

ENCARNA.-   ... quesm...  (Pronuncia como si constituyera una sola palabra las iniciales de la formularia despedida: que estrecha su mano.)  Ay, ha de ser francés o inglés, señorita...

MARTA.-   ¿Qué letras son?

ENCARNA.-   Una q, una e, una s y una m... Quesm...

MARTA.-     (Alarmadísima.)  Escucha: ¿trae fecha la carta?

ENCARNA.-   Hay unos números, pero yo no sé si...

MARTA.-   ¿Qué números son?

ENCARNA.-   Primero, un 5; después, un 4, y después, un 4 y un 9, pero separados unos de otros con unos rengloncitos...

MARTA.-   Claro, mujer..., 5 de abril de 1949. Encarna...  (Con alarma creciente.)  Y hoy es...

ENCARNA.-   Seis, todo el día.

MARTA.-   ¿Y qué hora, Encarna?

ENCARNA.-     (Abrumada por la desazón de MARTA.)  Acaban de dar las siete...

MARTA.-   Ay, Dios mío... ¿Qué puedo hacer yo? Va a venir, no hay duda... Qué mala suerte la de la carta... ¿Por qué no habré sabido a tiempo...?

ENCARNA.-   Si puedo ayudarle en algo, señorita, con alma y vida...

MARTA.-   Calla, calla, Encarna.

 

(Suena, a cierta distancia, el timbre de la puerta.)

 

¿No llaman...?

 

(PAULA aparece por la lateral izquierda sin que MARTA lo advierta. ENCARNA está a espaldas de esa lateral.)

 

ENCARNA.-   Sí...

MARTA.-   Es él; no hay duda, es él... Mira, Encarna, vas a abrirle y a decirle que el señor ha leído su carta y que lamenta mucho no poderle recibir. ¿Comprendes? Y que no hay nadie en casa, que hemos salido todos...

ENCARNA.-   No se preocupe, señorita. Cuente conmigo.

MARTA.-   La carta, Encarna... Dame los trozos.

ENCARNA.-   Tómelos...

 

(Deshace el puzle y entrega sus piezas a MARTA, que se las guarda en el bolsillo. Inicia el mutis por el foro, pero la voz de PAULA le detiene.)

 

PAULA.-   Encarna, quédese aquí. A quien llame, le abriré yo misma.

MARTA.-   ¡Mamá! Yo te suplico, por lo que más quieras...

PAULA.-   Es inútil, Marta. Hay que resolver las cosas de una vez, y yo deseo ya saber a qué atenerme.

MARTA.-   Imagínate que ese señor fuera, en efecto, un osado, como tú dices, que me estuviera persiguiendo indignamente, y que hubiera llevado su audacia hasta venir a mi propia casa a visitarme.

PAULA.-   El corazón me dice que no se trata de nada de eso. Pero, aunque así fuere, mayor razón todavía para echarle en cara su conducta y poner punto final a esta situación lamentable.

MARTA.-   Mamá, hazme caso...

PAULA.-   No, resueltamente, no. Vaya usted, Encarna. Si es el señor Lanuza, que pase; yo le recibiré.

 

(ENCARNA titubea.)

 

 (Autoritaria.)  Le he dicho que le abra...

 

(Ya no es posible desobedecer más tiempo. ENCARNA hace mutis por el foro.)

 

MARTA.-   Es terrible, mamá: yo te lo aseguro...

PAULA.-   Bueno, bueno, no lo será tanto, se me ocurre...

MARTA.-   No quiero estar aquí, me marcho.

PAULA.-   Eso es ya diferente, Marta. Sal conmigo.

MARTA.-   Prométeme ocultarle a Patricio...

PAULA.-   Tranquilízate, Marta, nada tienes que temer de mí...

 

(Y hacen mutis las dos por la derecha. Hay una pausa de dos o tres segundos. ENCARNA regresa por el foro. Precede al doctor LANUZA. El doctor LANUZA es un hombre joven, de unos treinta y cinco años y de atractivo aspecto. Viste con sencillez, sin afectación ninguna.)

 

ENCARNA.-   Tenga la bondad de aguardar.  (Y se marcha por la izquierda. Deshace su mutis y camino de la derecha le dice.)  Un momento, señor.

 

(Mutis por la derecha. Casi instantáneamente, PAULA aparece en el umbral de la derecha.)

 

PAULA.-   Buenas tardes.

LANUZA.-   Buenas tardes, señora. Soy el doctor Lanuza.

PAULA.-   Celebro conocerle... Siéntese, le suplico.

LANUZA.-   Encantado.  (Se sienta, en efecto.) 

PAULA.-   Usted me dirá a qué debo el honor de esta visita.

LANUZA.-   Verá usted, señora. Yo deseaba hablar con el señor Navas.

PAULA.-   No se encuentra en casa. Salió hace ya un rato...

LANUZA.-   Y... ¿tardará mucho en regresar?

PAULA.-   Posiblemente...

LANUZA.-   Yo le había escrito una carta...

PAULA.-   Sí...

LANUZA.-   Anunciándole mi visita para el caso de que no me diera orden en contrario. Por si hubiera surgido algún obstáculo, llamé al teléfono hace unos momentos. Nada me dijeron y yo contaba con que... me recibiría...

PAULA.-   Lamento mucho lo sucedido y que se haya tomado una molestia inútil. ¿Era estrictamente personal lo que tenía que decirle usted al señor Navas?

LANUZA.-   Casi, sí...

PAULA.-   ¿Era al señor, o a su esposa, a la que usted deseaba visitar...?

LANUZA.-   No, no; ahora, al señor.

PAULA.-   Ah, ahora... Antes, no.

LANUZA.-   En efecto... He procurado en varias ocasiones hablarle a ella. Sólo, ante su negativa, he decidido hacerlo a su marido.

PAULA.-   ¿Y no cree usted que las mismas razones que haya tenido ella para negarse a hablar con usted pueda tenerlas él?

LANUZA.-   Mire usted, señora: yo soy un hombre de conciencia y, si deseo hablar unos momentos con el señor Navas, es porque lo considero mi deber. Yo he de procurar cumplirlo por encima de todo. Si su negativa a recibirme se sigue manteniendo con la misma extraña tenacidad que hasta hoy, yo me retiraré a mis trabajos de siempre, sin comprender nada, desde luego, si bien absuelto de toda responsabilidad moral.

PAULA.-   Pero, ¿a quién le concierne lo que tiene usted que decir? ¿Al señor Navas, o a su mujer?

LANUZA.-   A su mujer.

PAULA.-   ¿Y a la madre de su mujer no podría decírselo usted?

LANUZA.-   Con la condición de que no me quitara la libertad de repetírselo a él.

PAULA.-   Yo soy la madre de Marta Navas. Sépase de una vez qué le trae a esta casa, y cuente con que, si el motivo de su visita lo vale, yo seré quien le haga llegar hasta mi yerno.

LANUZA.-   Pues, escúcheme y juzgue usted por sí misma. Hace un mes y pico conocí a su hija. Vino a mi clínica, por casualidad, y acompañando a miss Margaret Gain. Esta señorita no sabía español y su hija se prestó a servirla de intérprete.

PAULA.-   Sí, eran amigas desde hace muchos años.

LANUZA.-   Miss Margaret había perdido sus gafas y no llevaba la fórmula de los cristales que necesitaba para las nuevas. Se iba a la mañana siguiente y pretendía resolver el problema que aquella pérdida le planteaba con la mayor premura posible. Uno de mis ayudantes se ocupó de atenderla. Mientras le graduaba la vista, yo conversé unos momentos con su hija. A un profesional -y de mi especialización por añadidura- su hija debía interesarle. ¿No es así...?

PAULA.-   Sí, así es.

LANUZA.-   Una muchacha de su juventud, de su belleza, de su finura, bajo la pesadumbre de esa espantosa tara... Me sentí conmovido. ¿Le sorprende, señora?

PAULA.-   En absoluto.

LANUZA.-   Bien. La invité a que se dejara reconocer, por curiosidad del oficio. Y ella accedió, bromeando. Advertí, entonces, que su hija tenía un envidiable carácter y un sentido de humor maravilloso. Como me dijo que su desgracia era congénita, yo la examiné en la creencia de que me hallaría ante un caso, como tantos otros, de atrofia óptica. Mi reconocimiento no fue muy prolijo, porque no necesitaba serlo. Me bastaron muy pocos segundos para diagnosticar su dolencia. Cuando me hube cerciorado de que no había error ninguno en mi diagnóstico, se lo dije a su hija en muy pocas palabras. Esas palabras ya las he pronunciado yo ante algunas pacientes. Tengo formada una pequeña experiencia sobre los efectos que producen. Al oírlas he visto llenarse la luz, anticipadamente, algunos rostros, palidecer otros, estremecerse todos...

PAULA.-    (Casi sin modular.)  ¿Qué palabras son...?

LANUZA.-   Estas, muy sencillas: Usted puede recuperar la vista...

PAULA.-   ¿Le dijo eso a mi hija?

LANUZA.-   Sí... No se inmutó siquiera. Se limitó a preguntarme: «¿Está usted, seguro...?». Yo le respondí que sí, con la mayor firmeza. Y no sucedió más.

PAULA.-   ¿Cómo es eso?

LANUZA.-   Sí, en ese justo momento, mi ayudante regresaba con miss Margaret. Su hija me apretó el brazo un momento y me dijo: «Cállese ahora, por lo que más quiera. Yo vendré mañana...». Callé. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y esperé al día siguiente. Y el otro. Y muchos más.

PAULA.-   Mi hija no volvió.

LANUZA.-   Justo. Pero yo no podía apartar de mi memoria la imagen de aquella muchacha, a la que había ofrecido un paraíso y a la que le parecía indiferente conseguirlo. Entonces, empecé a buscarla.

PAULA.-   ¿Por dónde?

LANUZA.-   La describí, tal y como la había conocido, a varios compañeros, a varios amigos... Ninguno me daba razón de ella.

PAULA.-   ¿Nunca pensó que se hubiera puesto enferma y que, por esta causa, no le visitara?

LANUZA.-   Comprendo que era una hipótesis que debía tomar en cuenta. Sin embargo, yo tenía la seguridad de que ahí no estaba la clave de su silencio. Al fin, se me ocurrió una idea. Como supuse que miss Margaret Gain debía ser conocida en su Consulado, fui a él para ver si me daban sus señas de Inglaterra. Me las proporcionaron, al cabo de unos días. Entonces yo escribí a miss Margaret, pidiéndole las de su hija, con un pretexto banal. La contestación me llegó hace dos semanas. Tres minutos más tarde, yo llamaba a su hija por teléfono. El resto, ya lo sabe usted.

 

(PAULA se ha impresionado visiblemente.)

 

Sé que la estoy causando una emoción enorme, como es lógico, y solo me consuela el pensar que, en definitiva, es una emoción alegre.

PAULA.-   Gracias, doctor. No se preocupe... Pero, dígame, ¿a usted, no le cabe duda ninguna sobre la curación de mi hija?

LANUZA.-   Ninguna. Se lo explicaré. Su hija padece la enfermedad de Marfan. Es muy rara. En toda nuestra literatura médica solo hay pocos casos. Es una enfermedad de tipo degenerativo, que provoca una luxación del cristalino, una especie de catarata infantil. Su hija, ¿nació ciega?

PAULA.-   No lo sé, doctor. Advertimos que no veía algún tiempo después.

LANUZA.-   Tal vez vio hasta entonces.

PAULA.-   ¡Dios mío...! Y, ¿cómo es posible que nadie se diera cuenta de esto antes?

LANUZA.-   No se extrañe, señora. Suelen acompañar, si acaso, a esa dolencia algunas levísimas deformidades de los huesos de la mano, que su hija ni siquiera acusa. En esas circunstancias, nada tiene de extraño que la enfermedad de su hija haya escapado a todo diagnóstico anterior.

PAULA.-   ¿Y puede curarse?

LANUZA.-   Sin duda alguna. Y, créame, que el que un médico hable tan rotundamente, tiene cierto valor. Le he dicho que era como una catarata infantil... No hay riesgo ninguno en operar de una catarata. ¿Comprende, usted, por qué deseo hablar con su hija?

PAULA.-   Sí, sí, doctor...

LANUZA.-   Cuando advertí cómo su hija se negaba sistemáticamente a que yo la visitara, me quedé perplejo, se lo juro. No adiviné, entonces, ni sospecho, ahora, tampoco, las causas de su actitud. Tras de meditarlo mucho, me decidí a hablar con su marido, al que no tengo el gusto de conocer personalmente. Comprendí, bien pronto, que su hija hasta a eso se oponía. Ni una sola de mis llamadas telefónicas le cursaron. Una conjetura misteriosa le mantenía fuera de mi alcance. Ayer le mandé una carta, anunciándole mi visita. Hoy, telefoneé para enterarme de si se le había dado mi carta, y me respondieron de un modo confuso. Por último, me resolví a afrontar de cara la situación, y aquí me tiene. Le recordaré que, cuando comenzamos nuestra entrevista, me prometió, si el motivo lo justificaba, ser usted misma quien me hiciera llegar hasta su yerno. ¿Cree usted que hay razones suficientes para que le hable, señora?

PAULA.-   Sí, doctor. ¿Quién lo duda...? Pero yo no podía sospechar, ni por lo más remoto, el motivo de su visita.

LANUZA.-   Y ahora que ya lo sabe...

PAULA.-   Pues, ahora..., lamento sinceramente tener que decirle, doctor, que, sin hablar antes con mi hija, yo no seré quien mueva una mano para que usted vea a su marido.

LANUZA.-     (Con un punto de irritación.)  Entonces, ¿estoy entre locos?

PAULA.-   Admito que no le faltan razones para suponerlo así.

LANUZA.-   Yo aseguro que la operación no es peligrosa, le añado que hay noventa y nueve probabilidades de que salga bien. Sin embargo, resulta que hay que pedir la venia a su yerno para que este consienta a su mujer que recobre la vista. Ya solo me queda por oír que, si se opone, deberá continuar ciega.

PAULA.-   Se equivoca usted de medio a medio, doctor. Pero, escúcheme: ¿no intentó en varias ocasiones hablar con mi hija?

LANUZA.-   Sí.

PAULA.-   Pues eso le aseguro que va a hacerlo ahora mismo.  (Simultáneamente, ha llamado al timbre.) 

LANUZA.-   Muy bien. Me daré por contento.

ENCARNA.-     (Por la izquierda.)  Mándeme, señora.

PAULA.-   Diga a la señorita Marta que haga el favor de venir inmediatamente.

ENCARNA.-   Sí, señora.  (Y se va por la derecha.) 

PAULA.-   Es probable que, después de hablar con ella, piense que no estamos tan locos como le parecemos.

LANUZA.-   Excúseme, señora, si la he contestado bruscamente.

PAULA.-   Ya le di a entender que no se lo tomaba en cuenta.  (Pausa breve.)  Aquí llega mi hija.

 

(MARTA, en efecto, aparece en la lateral derecha. ENCARNA, que la acompaña, se vuelve a marchar por la izquierda. Mientras no se va, nadie habla. PAULA cierra la puerta detrás de ENCARNA. LANUZA se ha puesto en pie. MARTA se halla junto al sofá.)

 

LANUZA.-   Señora...

MARTA.-   Sí...

PAULA.-   El doctor me ha contado algo que yo ignoraba, y es de tal gravedad, que he querido que, delante de ti, lo repitiera.

LANUZA.-   Señora: Usted lo sabe ya. En muy pocas palabras se lo expliqué cuando vino a mi consulta con miss Margaret.

MARTA.-   Sí...

LANUZA.-   Hoy, se lo repito. Después de haber estudiado a fondo su caso, con la conciencia de no estar equivocado, yo me atrevo a decirle...

MARTA.-   Que puedo recobrar la vista.

LANUZA.-   Así es.

PAULA.-     (Sin sorpresa. Hondamente.)  Luego, ¿es verdad que lo sabías?

MARTA.-   Sí.

PAULA.-   ¿Y por qué me lo ocultaste a mí?

MARTA.-   Porque lo que me hace falta es que me den fuerzas, y no que me las quiten.

LANUZA.-   ¿Teme usted a la operación?

MARTA.-     (Con una leve sonrisa.)  No, ciertamente... La vida no iba a costarme. Perder más de lo que tengo perdido, no podía ser... Y el dolor físico, créame, doctor, me importa muy poco. Para lo que no deseaba que me quitaran fuerzas es para decirle a usted que no quiero recuperar la vista.

LANUZA.-   ¿Es posible...?

MARTA.-   Yo le agradezco su bondad, el celo que ha desplegado usted para encontrarme y el entusiasmo humano, más que profesional, yo lo siento así, con que usted me ofrece su ayuda. Pues, a pesar de todo, doctor, mi respuesta es: no.

LANUZA.-     (A PAULA.)  ¿Y usted la aprueba, señora?

PAULA.-   Yo, doctor...

LANUZA.-   Porque hay algo en la decisión de su hija que se parece a un suicidio. Y usted, que es su madre, ¿se conforma? Pues usted echa sobre su conciencia una responsabilidad muy grave, que a mí me espantaría asumir.

PAULA.-   Que nadie hable de la conciencia ajena. La mía, está tranquila.

LANUZA.-    (Exaltado.)  ¡La mía no, mientras no hable con su marido y le haga saber que hay una confabulación tramada para que él ignore, lo que es preciso que sepa, a toda costa!

MARTA.-   ¡Cállese...!

LANUZA.-   Muy al contrario: por encima de ustedes yo llegaré hasta él y le contaré la verdad de lo que pasa.

MARTA.-   Usted, doctor, sería un malvado si se condujera así. Y yo le considero un hombre de bien.

LANUZA.-   Pues entonces necesito una justificación de su negativa, señora. No basta decir no. Es preciso explicar el porqué de esa decisión monstruosa.

MARTA.-   No sé si tiene usted derecho a exigirla, y sospecho que sus nervios le traicionan un poco. Sin embargo, voy a darle la explicación que me pide.

PAULA.-   Sí, Marta, es natural...

MARTA.-   Pero ha de prometerme, después que me oiga, olvidarse de que me ha visto y de que conoce mi caso. ¿Me lo promete?

LANUZA.-   No sé si podré...

MARTA.-   Sí podrá, sí.  (Pausa.)  Escuche, doctor: yo no quiero recobrar la vista, porque mi marido es ciego.

LANUZA.-     (Absorto.)  Señora...

MARTA.-   Y de una ceguera para la que no hay remedio.

LANUZA.-   ¿Algún accidente...?

MARTA.-   La guerra.  (Pausa.)  Calla usted, ¿verdad?

LANUZA.-   Sí.

MARTA.-   ¿Qué piensa usted?

LANUZA.-   Que la vida tiene una imaginación terrible.  (Transición.)  Sin embargo, ¿usted ha meditado su decisión, Marta?

MARTA.-   Largamente, doctor. Para meditar, nosotros los ciegos, estamos muy bien dotados. Ustedes los que ven, esperan a igualarse con nosotros para meditar. La noche es su ceguera y, a oscuras, deciden el sí o el no de sus problemas. Yo llevo dos semanas, sin que la luz del día me haya turbado un solo instante, reflexionando sobre mi respuesta. Aunque, en realidad, desde el primer minuto estaba a punto.

LANUZA.-   ¿Me permitiría usted, respetuosamente, señora, que le hiciera alguna consideración...?

MARTA.-   Hágala...

PAULA.-   Siéntese, doctor.

 

(MARTA se sienta, a su igual.)

 

LANUZA.-   En primer término, ¿por qué se ha opuesto usted a que yo hablara con su marido? Porque su marido le habría ordenado que se operara. ¿Es así?

MARTA.-   Sí.

LANUZA.-   Como es lógico, su marido no puede admitir que usted se imponga un sacrificio tan grave... y tan estéril...

MARTA.-   Grave, acaso; estéril, no.

LANUZA.-   Luego, de hecho, usted al renunciar a mi intervención, le desobedece a él.

MARTA.-   Doctor, ese no es pleito suyo.

LANUZA.-   Pero ya es significativo que usted haga justo lo contrario de lo que le ordenaría su marido. ¿No le induce a temer que esté usted equivocada?

MARTA.-   Yo defiendo mi felicidad, doctor.

LANUZA.-   ¿La cree posible solo en la ceguera?

MARTA.-   Así, existe. Sin ella, tendría que labrármela de nuevo.

LANUZA.-   Ver, por sí solo, sería ya una gran parte de ella.

MARTA.-   A ustedes los teatros, los cines, los libros..., de que mi madre me habla, ¿les dan la felicidad? Si yo viera, el mundo sería mi gran teatro... Y yo, no soy feliz por eso.

LANUZA.-   La vista para ustedes está llena de limitaciones, que si usted recobrara la vista reduciría. Negándose, se niega también a ser útil a su marido.

MARTA.-   Mi marido no tiene sino una necesidad: la de ser dichoso. Yo le hago que lo sea. Y en él, es más difícil porque está cercana la época en que veía y la desesperación aún le ronda de vez en cuando.

LANUZA.-   Si usted viera, sería más dichoso todavía.

MARTA.-   Acaso no. Usted no tiene idea de lo que es nuestra intimidad, doctor. Solo nos importa aquella parte del mundo en que oímos nuestras voces. Hemos renunciado serenamente a todo lo demás. Y, con razón o sin ella, nos parece que no vale nada en comparación de lo que poseemos. Usted cree que ese mundo es muy reducido y me incita a ensancharlo. Me da miedo. La felicidad suele encontrarse cómoda en los pequeños rincones. Me niego a abandonar el nuestro.

LANUZA.-   No dé por acabada esta conversación. Repásela en su memoria. Siempre estará a tiempo para cambiar de criterio. Le esperaré.

MARTA.-   Muchas gracias, doctor. No iré nunca.

LANUZA.-   En el caso inverso, ¿cuál cree usted que habría sido la conducta de su marido?

MARTA.-   La contraria a la que yo sigo.

LANUZA.-   ¿Y cuál su consejo, si se lo hubiera pedido?

MARTA.-   Igual que el suyo a mí.

LANUZA.-   ¿Y si él le hubiera ocultado todo como usted?

MARTA.-   Me habría parecido heroico.

LANUZA.-   Heroica es también su actitud, señora.

MARTA.-   No, es cobarde.

LANUZA.-   ¿Cobarde?

MARTA.-   Sí. Porque no me atrevo a poner mi dicha en peligro. Mi marido y yo nos entendemos en un lenguaje de sombras. Yo no quiero aprender un idioma en que él no me entienda.

LANUZA.-   Bien, señora. Doy por perdida mi batalla. ¿Me permite besarle la mano?

MARTA.-   ¿Por qué no?

LANUZA.-     (Se la besa.)  Y déjeme que le exprese mi admiración.

MARTA.-   Oh, no la valgo...

LANUZA.-     (La contempla emocionadamente.)  Ignoro si usted nos verá algún día. Mi palabra de hombre de que yo no podré dejar de verla nunca.  (Hace una reverencia a PAULA, otra a MARTA y se va rápidamente por el foro.) 

MARTA.-    (Tras una pausa leve.)  Mamá: necesito que me hagas un mimo urgentemente.

PAULA.-    (Le sacude la barbilla igual que antes.)  ¿Este...?

MARTA.-   No...

PAULA.-    (Le abraza entre lágrimas.)  ¿Este, verdad, hija?

MARTA.-   Sí, madre, ese...

 

(Y, rápidamente, cae el...)

 

 
 
TELÓN
 
 



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