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De la vida y del folclore de la frontera

Miguel Méndez M.

Bien cabe afirmar que «La vida y el folclore de la frontera» constituyen un precioso material para forjar libros.

El propósito de los relatos que integran esta colección es el de divertir al lector con narraciones en que lo ficticio sirva de trasluz para dar relieve a una realidad que se quiebra en múltiples y complejos significados. El intento en este caso consiste en dejar de lado lo obvio, lo expuesto, y por demás conocido a través de la labor de pacientes investigadores cuya erudición se ha manifestado en bibliografías y recuentos de relatos e historias, recreados desde una documentación de sumo valor que da razón de una trayectoria histórico-literaria de vital importancia, y que, no obstante, de alguna manera, soslaya lo estrictamente contemporáneo, y aún más, lo que va siendo y se sucede con marcada proyección hacia el futuro.

Todavía en los treinta o cuarenta años pasados, estaban los pueblos fronterizos prácticamente deshabitados en relación al crecimiento actual que los ha convertido en densas aglomeraciones.

Agréguese a esto el que los medios de comunicación por esas calendas eran rudimentarios, en relación al increíble avance y auge que han cobrado hoy por hoy, pues ponen al alcance informativo en cosa de minutos, todo acontecimiento importante que se dé en cualquier parte del mundo. Sucede entonces que los cambios y acontecimientos que se daban en ciclos de 50 años o más, se manifiestan hoy en día en un solo lustro. Así que muchas consideraciones y estudios de todo carácter que tuvieron como fondo la humanidad fronteriza en el pasado inmediato, resultan ahora en gran medida obsoletos. Claro que tales apreciaciones dan luz sobre el carácter de los pueblos en un momento determinado y son clave para descifrar sus pasos.

Por demás está decir que no sólo el rostro de estos pueblos ha cambiado con nuevas y múltiples estructuras erigidas donde antes tenían asiento las antiguas y que el paso relativamente libre de las calles es ahora potestad única y arbitraria de las máquinas que transitan agresivas y ruidosas sin mesura ni descanso. También el espíritu de estas ciudades, antaño poblaciones mínimas, mero tránsito internacional, se ha metamorfoseado en otro nervioso agresivo, mecanizado, como condición ineludible de sobrevivencia. Es pues, el latir de un organismo social que se transforma determinado por una circunstancia que se diluye y escapa de toda consideración precisa.

Como cosa corriente se da en el ámbito de las ciudades fronterizas una efervescencia coloreada de motivos dramáticos, cuando no picarescos, pero que reflejan de continuo la intensidad de un ambiente cargado de emociones que explotan en tantos y variados acontecimientos de índole extraordinaria. Allí en las calles y recintos confluyen el espalda mojada, los polleros, el chicano, el educador, el cholo, madrotas y lenones, el humanista, los narcotraficantes, el turista, la opulencia y la miseria, los empresarios, los políticos, la policía, el filósofo, el ciudadano común, el feligrés, el obrero... Todo mundo en un trabajo de ritmo acelerado. Cada quien en su circunstancia, ya feliz, ya dolorosa, pero siempre tensa. De allí brota la chispa, de allí el fuego. Toca entonces al forjador accionar el yunque y el marro para dar forma y consistencia a la narración y brindarle al lector, ya sonriente o con lágrimas, de los relatos o sucesos que suelen ocurrirle a la humanidad que pulula por esas calles de Dios, arterias y trazos citadinos, proscenios y teatros del vivir.

La frontera es un torbellino humano. Véase como frontera, genéricamente a Ciudad Juárez, Nogales, Mexicali, Tijuana y demás, con sus correspondientes contrapartes en el lado estadounidense. Tanto la población fija como la efímera que llega de paso, es compleja en grado sumo y manera inusitada. Sin embargo, el concepto frontera se extiende hasta más allá de la mera línea internacional. Tanto de este lado estadounidense como de aquel mexicano, se aprecian características comunes en muy diversos órdenes, a través de los estados aledaños que bordean los límites estrictos de cada país. Así pues, por razones de carácter geográfico, socio-histórico, étnico, antropológico, y lingüístico, bien puede decirse con la libertad que concede el sentido de observación, que existe una cultura fronteriza con asiento en una vasta región en que la cerca divisoria no mengua ni entorpece la espontaneidad con que se manifiestan de continuo los fenómenos idóneos a la naturaleza del área, y que son consecuencia también de las condiciones vigentes y del devenir histórico.

En lo que fue, en lo que ha sido y lo que está siendo, hay convergencias con respecto al concepto frontera. No obstante, son también notorias las divergencias que se han suscitado con el transcurso del tiempo y por efecto de la serie de fenómenos que se van dando como resultado de una dinámica socio-histórica espontánea y sucesiva.

En contraste con los profundos problemas económicos del pueblo mexicano, se da en los estados fronterizos una agricultura pujante, y asoma ya el advenimiento de una industria que absorbe a la población rural. Las comentadas fábricas maquiladoras van monopolizando a los antiguos peones y criadas mal remunerados de los pueblos antaño incomunicados, en otra forma de dependencia, no precisamente reivindicadora: salario escaso y control absoluto de sus vidas. La mentalidad del fronterizo cambia radicalmente en forma vertiginosa de un estadio del tiempo en que perduró en un feudalismo a medias, a otro mecanizado y ultramoderno, en que pudiera caer en otra alienación, o bien constituirse en factor predominante para bien de un verdadero progreso y bienestar social.

El que la frontera carece de cultura viene a ser un estereotipo ya acuñado. Según un clásico criterio, «fuera de la ciudad de México todo es Cautitlán». El norteño es bronco y el méxico-americano es pocho sin entendederas. Ambas ideas dan por anulada toda posible manifestación elevada, cultural, intelectual y artística, dable en estos lares.

Sin embargo, las cosas no permanecen estáticas. Son dinámicas ciertamente, y cambian de constante para sorpresa de propios y extraños.

Viene a cuento esto, porque lo mismo que se fundaron pueblos en estas regiones y han convivido sus fundadores en ellos, tanto criollos audaces o trabajadores, como indígenas bravos y fieros, amén del mestizaje mayoritario, que conjunta las dos razas y caracteres; igualmente empiezan a surgir las artes porque el momento y la circunstancia así lo predisponen. Puesto que el don artístico e intelectual no es privilegio exclusivo de ningún grupo en particular, cómo pudiera dudarse de la capacidad de un pueblo que se ha impuesto a una naturaleza durísima como la que más, y la ha convertido, doblegándola, en fuente de riqueza y patrimonio vital.

Sumamos varios los que nos hemos improvisado en escritores, tanto del lado mexicano, como de estos rumbos estadounidenses, con ánimo de dar curso a una continuidad que lleve a estadios elevados a las generaciones futuras. En esta labor de establecer una tradición sólida de literatos y demás artistas e intelectuales, tienen un papel de suma importancia los maestros que dentro de las aulas van predisponiendo a estos jóvenes a la búsqueda y experimentación en todos los órdenes del saber.

Me atrevo a decir que el mundo de la frontera asoma ya al campo de las letras. Ya no se conocerá la frontera tan sólo por el testimonio de estudiosos que la han contemplado desde fuera. Nos toca a nosotros dar razón de su interioridad y de exponer más cabalmente su esencia.

La tradición literaria chicana que nació al abrigo de periódicos en carácter localista, se incorpora hoy en día al conocimiento general, gracias al empeño y a la erudición de aquellos académicos que han sumado valiosísimas contribuciones a la pasión de situar la literatura fronteriza en el lugar preponderante que le corresponde.

Tal investigación provee estructuras que dan una visión uniforme y amplia del fenómeno literario fronterizo.

No es fortuita de ninguna manera la aparición de novelas de autores excepcionalmente dotados de talento creativo: los chihuahuenses Jesús Gardea y Carlos Montemayor; de Sonora, doña Enriqueta Parodi, Horacio Sobarzo, Juan Antonio Rubial Corella, Alfonso Iberri, los «Cuervos», el papá don Agustín, que heredó su gran talento a su hijo «El cuervito», que por cierto nos debe un libro más sobre la tradición oral y la lingüística sonorense, independiente de su excelente labor periodística, Gilberto Escobar, el poeta Alonso Vidal, el joven José Terán, Marco Antonio Jerez, Óscar Monroy Rivera, y entre otros, Gerardo Cornejo, autor de la novela La sierra y el viento. ¡Qué novela! De mucha calidad. ¡Válgame Dios!, Son tantos; perdón por las omisiones, me las impone el afán de ser breve, ¿Quién no recuerda a Rafael Muñoz y a Nelly Campobello? De los Estados Unidos, dentro del contexto de la literatura chicana, se van conociendo más y más y más a cada día, las obras de Rolando Hinojosa, Sergio Elizondo, Tomás Rivera, Rudy Anaya, Lucha Corpi, Margarita Cota Cárdenas, etc.

Para terminar estas breves notas que tocan temas que pudieran extenderse en gran amplitud, señalaré el factor por demás discutido que reside en el fenómeno demográfico, como condición determinante para dar impulso a un movimiento literario aparentemente fortuito. La población chicana, sumada a la fronteriza de México, llega o sobrepasa los 20 millones de individuos. Es lógico suponer entonces, el que un número tan crecido de habitantes requiera interpretaciones distintas de la complejidad de una gran variedad de fenómenos idóneos a su crecimiento y naturaleza específica. La novela, el cuento, el poema, se convierten así, además de obra de ficción artística, en documento original que da el instrumento y la clave a los profesionistas que dilucidan e incorporan al saber la evolución de fenómenos tales como el sociológico, sicológico, etc.

Si los fenómenos susodichos son evolutivos, no carece de lógica el pensar que también los juicios que pretenden definir el concepto literario son susceptibles de variar y de mirarse desde múltiples perspectivas. Así que la obra cristalizada en letras, bien puede ser además de arte, un documento que suma a su condición literaria la visión humanísima de las muchas vicisitudes que va afrontando el hombre en cualquier lugar y tiempo.

Esta obra modesta surgida de un esfuerzo enorme, nace bajo el apoyo del Centro de Estudios e Investigaciones México-Americanos dependiente de la Universidad de Arizona.

Es la pretensión de este autor la de ofrecer por medio de estos cuentos una visión aunque mínima de lo que es el acontecer y la tradición oral en estos contornos.

El tema da para muchos libros. Que sea éste, pues, una contribución modesta a la literatura chicana y al acervo literario fronterizo, y un documento más que diga del amor a nuestro origen ancestral y a la tierra en que vivimos; testimonio también del orgullo que profesamos de ser estadounidenses de raíces profundamente mexicanas.

Lalo, el de doña Cuca Martínez, volvió a su pueblo, Las Coyoteras, un sábado por la tarde, al inicio de la primavera. Al verlo, de pronto no lo reconocieron ni amigos, ni familiares. Volvía después de una ausencia de cinco años en los Estados Unidos. Precisamente de un lugar llamado Peoria, en los aledaños de Phoenix, del estado de Arizona.

Lalo calzaba unos zapatos enormes, su camisa parecía bandera y los pantalones rojos, de tan ajustados, se le ceñían en las posaderas. Cruzó a través del pequeño pueblo balanceando una cámara fotográfica que pendía de unas cuerdas sujetas a la diestra. En la mano izquierda llevaba una maleta. A cada vez que topaba a alguna persona le decía «Hi», «Hello» o «How are you?» a la par que enseñaba la dentadura, más blanca de lo que de lo que era, en contraste con el tono subido de su cara prieta. Lalo contaba veintidós años. Los últimos años se había desarrollado por todos lados: alto de estatura y de complexión fornida. Llegó derecho a su casa, humildísima casa, como la de todo el vecindario de labriegos. Hecha con paredes de adobe y techo de ocotillo. Los asientos eran rústicos, improvisados de troncos de árboles y cajas de madera, jaboneras. Llegó Lalo Martínez, a la hora en que doña Cuca y la Trini hacían tortillas en un fogón que estaba en el patio.

-Ay, mijita, quién será ese gringo gordo que viene llegando.

-Qué gringo va a ser, 'amá, 'tá más negro que mis pecados.

-Oye, tú, se me hace cara conocida. ¡Mijita, es tu hermano!

-¡Ouh!, mamy, ¡ouh! ¡Dear Mamy! ¡How much I love You!

-¡Dios mío, es Lalo! ¡Mijito del alma! Han pasado tantos años sin verte. No sabes cuánto he llorado, esperándote.

Al ruido salieron los hermanos menores de Lalo: cuatro chamatos y dos chiquillas. A lo último salió don Eduardo, flaco, de ojos tristes y aspecto cansado. Todos esperaban impacientes a que doña Cuca se desprendiera del recién llegado, para abrazarlo, jubilosos. Sin embargo, Lalo no hizo lo mismo. Se paró frente a ellos con los brazos en jarras, viéndolos detenidamente, preguntó:

-Modher ¿ser éstos tus sonys? ¿Este cabalero ser mi papy? ¡Ouh, ouh, qué grouandes. ¡Hello guys! ¡Hi, papy!

Todos miraban a Lalo, consternados. Don Eduardo, un tanto resentido, dijo entre dientes: «A poco en cinco años se le iba a olvidar el español a este desvergonzado».

-¡Ouh! dear family, mi tener hambrui, moucha hambrui.

Doña Cuca fue volando a la cocina, partió un gran trozo de queso blanco recién hecho y se lo dio a Lalo enrollado en una tortilla de harina.

-Ten, mijito querido, para que te acuerdes de tu Sonora.

Lalo pulsó la tortilla tibia y seguido observó con suma curiosidad el queso que envolvía.

-¡Modher!, tú decirme, pleass, ¿qué ser estas round things con este white stuff en medio?

-No te entiendo, mijito, si nosotros no sabemos inglés, como tú.

-Ouh, ouh, ouh, moucho sabrouso, no importar qué ser, umm tortilla, queuso, umm.

Don Eduardo, peleando las lágrimas, murmuraba: payaso bribón quiere saber quién es, ya no se acuerda de su querencia. Doña Cuca, con tierna sensibilidad, luchaba por intuir la extraña situación en que había caído su hijo mayor.

Los viejos no durmieron aquella noche, atribulados y llorosos. En cambio, los muchachos cuchicheaban sus comentarios, remedaban a su vez a Lalo y reventaban en risas escandalosas.

Sucedió lo inevitable. Otro día domingo, salió Lalo a la calle, rumbo a la plazuela. Había expectación por verlo, pues ya se tenían sospechas de lo que pasaba. Esta vez vestía calzón corto y calcetines a las rodillas. Doña Cuca le había dicho: «No salgas a la calle en calzoncillos, mijo», pero Lalo le explicó en su media lengua que eran shorts y que el estilo de su traje se llamaba «Bermuda».

A media plaza fue la delicia de la concurrencia. Muchachos y viejos gozaban las extravagancias de Lalo. No se supo ni quién fue el primero que dijo Míster Laly. El caso es que cundió su nuevo nombre y por todos lados oía que le llamaban Míster Laly. Claro que esto agradó visiblemente a Míster Laly. Se le hacía más ancha la cara y le brillaban los ojos de contento. Cuando lo inquirían de Míster Laly, él contestaba: «Yes», «No sabi», «What» o «What did you say

-¡Que nos cante en inglés Míster Laly! ¡Que nos cante en inglés!

La Chepina de don Teófilo, pizpireta y traviesa, cercaba a Míster Laly con su demanda. Cuando Míster Laly cantó «Te quierou siuñoruita, oh, la la», la concurrencia se meó de la risa.

Curiosamente los hermanos del Míster, los que un día antes se habían carcajeado de él, ahora contemplaban serios, sin una sonrisa.

-¡Que baile Míster Laly, que baile!

-Okey, mi bailar amigous, si querer Chipina baila conmigo.

Aquello fue el acabose. Míster Laly se contorsionaba como demonio en llamas. La Chepina le seguía el juego y bailaba también como loca. Míster Laly se desgañitaba cantando «Don't be cruel, don't be cruel...»

Algunos jóvenes guasones llevaron a Míster Laly a la cantina. El Míster portaba unos cuantos dólares que cambió por licor para brindar a sus amigos. Éstos le aseguraban que Chepina se había prendado de él. Entre copa y copa, recordó Míster Laly que la Chepina le había dicho: «Qué chulo estás, muñecón».

La Chepina era bonita y graciosa además. Con el efecto del tequila, Míster Laly reconstruía su cara, sus gestos, su voz. Era linda, sin duda. Su piel era morena, casi blanca. Se notaba a leguas que se había enamorado de él. No era demasiado alta, tenía cintura breve y las piernas bien torneadas. Aquella risa que lo embargaba con su gracia. Sus manos tibias, su mirada...

Míster Laly se sintió enamorado. Pidió silencio para anunciar algo importante.

-Ladies and gentlemans, moucho soon mi se casa Chipina.

Para celebrar el compromiso rompieron a cantar en coro «Allá en el rancho grande». El Chito López recitó a grito pelado:

-¡Un chivo tiró un reparo y en el viento se detuvo! Hay chivos que tienen madre ¡pero éste, ni madre tuvo!

-Grítelo usted en inglés, Míster Laly.

-Un chivito, tirar un brinco, en el viento stop. Mi piensa este chivo no tener mamá.

El pueblo, Las Coyoteras, constaba de dos callecillas paralelas. De día aparecía solitario, con la muchachada en la escuela, los labriegos en el campo y las señoras en el hogar con sus quehaceres. Pero se animaba por las tardes. Los niños jugaban a La Roña y a Los Encantados, envueltos en una gritería feroz. Los viejos platicaban en rueda, y los jóvenes daban vueltas en torno a la placita, en plan de concertarse noviazgos. En Las Coyoteras no había cine, ni circo, ni teatro con que resquebrajar la rutina a diario. Por eso cualquier hecho insólito, ya gracioso o dramático, se convertía en obsesión general. Ahora los vecinos de Las Coyoteras devoraban a Míster Laly cuando se cruzaban en las calles polvorientas o se terciaban en las esquinas. Hasta las ancianas rezanderas que hacían hilo para confesarse por la tarde se festejaron de Míster Laly, frente a la capilla del Carmen.

-Ya supieron, comadritas, pero miren al muchacho de los Martínez, cómo volvió de atontado.

-Válgame el cielo, dicen que en la fonda de doña Pelancha pidió tacos con frifoles. Habrase visto el muchacho comiendo tacos con cuchillo y tenedor.

-Fíjese, a todo trance pidió servilleta para ponerse en el pescuezo. ¿Qué servilletas tiene doña Pelancha?, dígame nomás. No pos le llevó un pañal de su niñito cagón y ahí está el señor americano, muy tieso con su babero puesto.

-Dicen que llora por comer hot cakes.

-¿Pos qué le habrán hecho los americanos, tú?

-Cállese, comadre, los vuelven locos en la guerra, con seguridad lo traían en el Vienam, diga usted.

Sólo don Eduardo y doña Cuca se sentían agobiados. El viejo se había encerrado por no dar la cara, a los jovencitos los asediaban en la escuela con burletas y los más grandes sufrían, sintiéndose deshonrados.

A escasos días de su llegada, se llegó Míster Laly hasta la casa don Teófilo, y a boca de jarro le pidió la mano de la Chepina. Éste y su mujer, la Petra, se miraron extrañados. Seguido hicieron aparecer a la supuesta novia. Frente al galán le preguntaron:

-¿Es cierto que eres novia de este muchacho?

La Chepina se puso ambas manos en la boca, se infló hasta saltar los ojos y soltó a reír, ruidosamente.

-No es cierto, son tonteras de este destrampado que se cree americano. ¡Ah, sí, ya me viera casándome con un loco agringado!

-Mira Lalo- dijo don Teófilo, tu familia es pobre pero honesta como la mía. Nada tengo contra los tuyos, lo que es más aprecio mucho a don Eduardo, tu padre, pero para serte franco tampoco a mí me gustaría que mi hija se casara con un simplón como tú, que anda haciéndose el tonto, con querer imitar a los americanos. De modo que recapacita, muchacho, y déjate de tonterías. No faltará quién te quiera, si eres hombre cabal, pero de farsante nadie te va a prestar oídos, ni lo creas.

-Soy buen muchacho- dijo Míster Laly humillado, y quiero mucho a Chepina.

-Ni modo, pero con mucha pena te voy a suplicar, Lalo, que mientras la andes haciendo de gringo postizo, no te acerques a mi hija más. Nosotros queremos para ella un hombre formal.

Míster Laly salió lastimado de la casa de don Teófilo. Le calaba la burla de la Chepina. Algo se le había roto dentro y le dolía. Al pasar por la plazuela lo envolvieron las risotadas de la palomilla.

-Cántanos en inglés, Míster Laly.

-Que les cante su madre, desgraciados.

Se les enfrentó el mocetón con la mirada dura y los puños cerrados. Nadie le quiso entrar a aquel ropero, robustecido con «hot dogs» y «hamburgers» de los Estados Unidos.

-De aquí en adelante, al que me diga Míster Laly, le voy a dar en toda la madre. Me llamo Eduardo Martínez y ya lo saben.

Esto lo presenció el Toto, hermano de Míster Laly. De modo que para cuando el Míster llegó a su casa, ya todos sabían que había vuelto en razón. Don Eduardo le puso una mano en el hombro y doña Cuca lo acercó a su regazo, como cuando era niño.

-¿Qué te ha pasado, mijito? ¿Por qué vienes tan decaído?

-No sé, mamá, no sé. Creo que me deslumbraron los Estados Unidos, con tantas cosas bonitas, tantas máquinas y comida abundante. Pensé en quedarme allá para siempre, pero me acordaba de ustedes y me moría por verlos. Nunca me sentí completo en ese mundo extraño. Trabajaba y ganaba dinero, pero algo, algo me faltaba. Luego, cuando llegué aquí y vi los campos resecos, me acordé de la pobreza de estos pueblos, de cómo nos explotan y desprecian. Quise en ese momento ser alguien importante, muy importante, para que ustedes sintieran orgullo mí y otros me admiraran y quisieran. Tú tenías razón, papá, no quería saber quién era, o no podía quizá. Yo creo que anhelé ser extranjero, porque al fin ellos merecen más que nosotros, que somos indios de estos pueblos. En mi maleta traigo algún dinero. Equiparemos un pozo para regar la tierra, compraremos semilla y sembraremos. No volveré a hacer el ridículo jamás.

Todo era alegría en aquel hogar. Don Eduardo les pidió a sus hijos que no volvieran a reírse de Lalo, menos a llamarle Míster Laly, nunca más. Doña Cuca, a su vez, rezaba agradeciéndole a Dios su infinita bondad.

La conversación de Lalo se tornó interesante, contaba de las maravillas del gran país del norte. Hasta aprovechó experiencias que había adquirido allá, para mejor cultivar la tierra. Se ganó peto de los vecinos de Las Coyoteras. Además, en poco tiempo se olvidó de su mote de Míster Laly y fue en lo sucesivo Eduardo Martínez. Con los días contrajo matrimonio, ¡quién lo iba decir! Eterno enigma femenino: Chepina fue su amante, esposa y madre de sus cinco hermosos hijos. Fue ella, también, la única que se daba el lujo de decirle Míster Laly, alguna vez, aunque sólo en estricta intimidad.

De cuando Pedro Maulas ayudó a Dios a rejuvenecer viejos

Pedro Maulas era un andariego incansable. Aparte de la vagancia no había cosa que más le contentara. Principalmente por dos razones era un vago de cuerpo entero el Pedro Maulas. Una porque era curioso y mitotero, y la otra porque abominaba de toda faena a cambio de la tortilla cotidiana. Que trabajen los burros, las mulas y los tontos. Yo criaré mejor sangre que ellos. Sin embargo, sí tenía un quehacer preferido: hacer travesuras y burlarse de sus congéneres le provocaba un gozo infinito.

Sólo Dios conoce sus designios. Por eso y no por otra cosa escogió a Pedro Maulas para que fuera su asistente. Sucedió esto en aquellos días en que Nuestro Señor bajó a la tierra a rejuvenecer ancianos.

Pedro nació y murió en uno de tantos pueblos de Sonora o Arizona. Hay quienes juran que era descendiente de un tal Pedro de Urdimalas de por ahí de contra las Españas. Si esa aseveración es real o imaginada, allá los tales con sus infundios. Tampoco falta ocioso que asegure que el Maulas era un gaucho maloso de la Argentina, y que huyó de las pampas porque sus enemigos lo querían convertir en piñata. Así que en andar y andar a golpe de calcetín, ayudado por el pavor llegó a Sonora. Esto también pudiera ser cierto, aunque más bien suena a fantasía. Lo único indiscutible es que vivió recorriendo estos pueblos. Oyes, pues, a lo mejor es tu antepasado, y no te quepa la menor duda que fue mi tatarabuelo.

Un día llegó Pedro Maulas al Sásabe, garriento, calzaba unos zapatos que se esforzaban al máximo por hablar. De lejos se conocía que era aliado del polvo y de la mugre, y acérrimo enemigo del agua. Como siempre, lo acompañaba el hambre, su inseparable y fiel compañera.

Entró a una panadería, y vio panes tan deliciosos que enmudeció de melancolía, pero sus tripas gritaron excitadas con vocecitas agudas, «¡paaapa... papiiita paaapa paaapaaa!» Se topó con los ojos rabiosos del dueño que le ordenaban, «¡Lárgate!» Señor, yo he recorrido todo el mundo y no he visto panadería más hermosa. Se ve que eres hombre de bien y, además, talentoso. Dios Nuestro Señor te ha de dar mucho, porque lo mereces; eres un gran artista del pan. Gracias por dejarme mirar tu panadería; es tan preciosa. El panadero sonrió y le dio a Pedro Maulas una bolsa con seis panes birotes.

Siguió su camino Pedro Maulas sorteando palofierros, esos árboles durísimos que revientan estufas de leña si se atiza con ellos. Aromáticas vinoramas tupidas de minúsculas flores amarillas le sonreían. Cruzó por amplios espacios alfombrados por hediondías, esa mata también llamada gobernadora porque se impone a otras plantas y no hay animal que se la coma. Contempló a su paso enormes sahuaros, cuyos brazos expresan múltiples imágenes, sin parar en lo obsceno. Evadía nopaleras sospechosas de dar asilo a víboras gangreneras, monstruos del gila y otras alimañas que en acción defensiva suelen ser perversas. Allá iba salvando prominencias de piedras, sambreando debajo de paloverdes entre voces de tecolotes, coyotes, y del viento que torna parloteros a los ramajes, cañadas, arroyos y las mismas arenas muertas. De pronto se encontró con un viejo raro al que le brillaba el alma en la cara y la alegría en los dientes. Tengo hambre, hijo, dame de tu pan. «¿Quién me puso enfrente a este viejo hambriento?» Pedro le dio un trozo de pan al viejo. Trascendía algo hermoso de la mirada del venerable. Pese a su egoísmo, Pedro Maulas se sentía dominado por impulsos de generosidad. Dame más, hijo, qué bueno está. «Viejo tragarreses, se va a comer hasta la bolsa». Dame más, hijo, más, más. Pedro Maulas se quedó con las manos vacías y un sentimiento de mucho desconsuelo. «Este viejo mañoso se tragó mi comida de dos semanas». De pronto, Pedro se fijó en la bolsa. ¡Rebosaba de pan! Pedro Maulas lo comprendió todo y se hincó delante de Dios. Pero si eres tú, Señor, bendito seas. ¿Por qué has sido bueno conmigo? Hijo, serás mi ayudante mientras ande en este planeta. ¿Qué haré yo, Señor? Cuando lleguemos a un pueblo, tú me anunciarás; gritarás por las calles con toda tu alma para que se junten todos los viejecitos. ¿Los viejecitos, Señor? Sí, vengo a rejuvenecerlos. Me han conmovido los ancianos. Son ellos los únicos que me rezan. Los demás no quieren acordarase de Mí. Vengo, pues, a premiarlos.

Dios y Pedro Maulas llegaron a Magdalena. Más pronto que inmediatamente se pusieron a construir un horno muy grande. Por cada piedra que acarreaba El Maulas, se sumaban cien en las paredes. Como combustible entreveraron leña y boñiga seca entre piedras redondas del río. Ya, ya está listo, anda, ve, hijo. Salió Pedro Maulas gritando a todo pulmón. ¡Vengan! ¡Vengan todos los viejecitos! Aquí está el Rejuvenecedor! ¡Que no quede chicharra encerrada! ¡Vengan, ora es cuando!

Para qué decir que de dondequiera llegaban docenas de rucos, quienes de 90 años, quienes de más de cien. Unos llegaban en brazos de familiares: un puño de huesos huecos y un chiflido de resuello, otros traqueteando los bastones entre las piernas zambas. Ya las piedras del horno estaban bien rojas y destellaban llamaradas blanquizcas. Ante la bocaza del horno estaban los 72 viejos. Se oían los llantos atoleros de los viejos aterrorizados. Los familiares se arrancaban las uñas a fuerza de mordiscones. Se desmayaban, se untaban alcohol, gritaban histéricos. El mero instinto de conservación les impedía a los añosos echarse a las brasas. Para esto Pedro Maulas tenía aparte un horno muy pequeño y en sus brazos un gato cegatón y tullido, lleno de sarna y boludo de tan viejo que estaba. Lo echó al pequeño horno Pedro Maulas. Al gato no le valieron brincos ni maullidos. Su carne se hacía bolas, luego se estiraba, un ligero crispar de llamas y por último el polvo de las cenizas. Se acercó Nuestro Señor, sopló suavemente las cenizas, y de entre el cenicero salió un gatito, lo más hermoso y gracioso. Entonces se echaron al horno los veteranos, en oleadas. Pasada la chamusquina y la danza de los esqueletos, apagado el fuego, sopló diligente Dios sobre el resto de polvos, y al instante se convirtió el cenicero en un grupo animadísimo de muchachos y muchachas y más de un escuincle saltarín. De viejas que pasaban del siglo, que una hora antes eran un solo cuero lleno de arrugas, legañosas y enclenques, salían quinceañeras, al caminar quebraban las caderas, resplandecían de belleza y sensualidad, le coqueteaban a los recién rejuvenecidos. Don Chon Pérez Salcido, que había entrado en los 90 años, apareció como un mocetón de 13, con la voz aflautada y ronca, llena la cara de granos amoratados y rojizos. Doña Pepi Fuentes François había rejuvenecido a tal grado que chillaba pidiendo a gritos un cono de nieve. Don Honorato de la Garza, un anciano chicharrita de 98 años, al que le daban de comer en la boca y se hacía pipi en la cama, se tornó en un joven fuerte y belicoso, que ahora mismo se daba de trompadas con otro chamacón no menos garrudo: Jilemón del Cid, el mismo que antes de lanzarse a la hoguera era un vejete cascarrabias, cegatón y tartamudo, pasado ya de los 100 años. Peleaban por una quinceañera, coqueta, salerosa y guapa como para quitarle el hipo a cualquiera. Nadie hubiera reconocido en ella a doña Ruperta Pillín, la viejecita que poco antes era poseedora de la más amplia colección de arrugas, y que chillaba por beber leche en mamadera y jugaba con muñecas.

A cada población que llegaban Dios y Pedro Maulas, se hacían procesiones larguísimas de viejecitos. Algunos morían en el camino, otros llegaban en sus postreros alientos entre silbidos y estertores. Pero luego que Pedro Maulas los quemaba en los enormes braceros y Dios los rejuvenecía al soplar sus cenizas, se hacían fiestas de lo más alegre. Ahora que también pasiones y rivalidades revivían con las células revitalizadas. Hubo pueblos en que los ancianos se persignaban y rezaban contritos antes de caer en el fuego, pero cuando surgían rejuvenecidos de sus propias cenizas, no tardaban en trabarse en orgías, ávidos del vino y de los placeres del sexo. Una vez dueños de su juventud, muchos ex ancianos vieron el milagro con indiferencia y ni siquiera lo agradecieron. Esto preocupó a Dios y le dio tristeza.

En estos rejuvenecimientos, no obstante, se apreciaron varias imperfecciones, no tanto por fallas del Rejuvenecedor, no, claro que no, puesto que Él es perfecto, sino que más bien fueron motivados por la vida pecaminosa de algunos rejuvenecidos, o quizás por las actitudes soberbias y vanas con que se habían comportado ante sus congéneres. Para citar, tenemos el caso de doña Chonis Chupamirtos, una vieja que le peinaba a los 95 y que aun persistía en su tesón de siempre: embadurnarse de polvos y ungüentos y todo tipo de emplastos para evitar o para ocultar tantísima arruga. Se envainaba las encías en una dentadura que le había confeccionado un dentista más bruto que Pinochet, con dientes de perros muertos. Pues bien, en una de tantas tatemas, al soplar el Rejuvenecedor las cenizas del viejerío, salió entre la chamusquina una mozuela de rostro muy bello y radiante. Claro que era la bella Chonis. Ésta se pasó varios días haciendo caritas en un espejo. Luego notó, para su consternación y pena, que las manos le habían quedado como escofinas de tan arrugadas. También el cuello a grado de que su pescuezo parecía acordeón de ciego. De allí, como suele suceder, usaba guantes y cuello largo. Y qué decir de don Espiridión Becerra, enfermo y con un siglo a cuestas, ya para quedar como semilla bajo tierra, se convirtió en El Piri, un muchachito de 12 años, risueño y vivaracho. Resulta que el deporte favorito de don Espiridión había sido el de las patadas, y no precisamente a la pelota, sino a su pobre mujer, que en vida no supo jamás lo que significaba caminar derecho y sentarse sin decir, ¡ay! Don Espiridión surgió de sus cenizas como un chamaco, ciertamente, pero le quedó la voz aguardentosa de la vejez. Cuando tosía le sonaba el interior como un órgano descompuesto, y no paraba ahí la cosa, sino que también escupía grueso y tricolor como los ancianos. También fueron legión los ex viejecillos que se convirtieron en problema para sus descendientes y las comunidades en que vivían, pues, con la juventud explosiva que les volvía y la gran experiencia de los años, no quedaban seguras ni sus mismas nietas, mucho menos otras muchachitas que no eran sus consanguíneas. Aquí cobraba verdad aquel proverbio que dice: «Más sabe el diablo por viejo que por diablo». Naturalmente que se dio el caso de dignísimas viejecitas que, habiendo sido modelos de virtud, ya vueltas a la juventud se volvieron más promiscuas que las liebres.

Las cosas se complicaron con tanto viejo rescatado de la polilla. A sus cuerpos de plomo y órganos exhaustos los suplieron armazones ágiles y vigorosas. Sus corazones trabajaban como relojes de mucha calidad recién salidos de la fábrica.

Después del regocijo de los primeros días: fiestas alternadas con misas y rosarios, volvió todo al cauce natural que es corriente en las relaciones humanas. Claro que la situación inusitada produjo ciertas alteraciones que al cabo se tornaron un tanto dramáticas.

En las faenas del campo y en jaripeos se improvisaban certámenes con aires de justas a lo medieval. El que los viejecillos rejuvenecidos triunfaran en aquellas reñidas y riesgosas competencias era una fiesta que todo mundo aplaudía. No obstante, con los días la superioridad manifiesta de los de antaño carcamanes empezó a despertar recelos. Tenían la agilidad del gato, un ansia desbocada de gustar la vida y unos colmillos nuevos que daban cuenta de muchas mañas. La experiencia matusalénica les había quedado intacta y ahora contaban además con la sangre nueva.

No tardaron en surgir pasiones. En bailes y saraos se declaró abierta la lucha. Ya para entonces andaban en enredos por cuestiones de dinero. Unos y otros se disputaban la autoridad sobre propiedades y toda clase de chácharas y pertenencias. Lo que vino a colmar la situación ya de por sí complicada, fue la disputa por la hembra entre jóvenes tímidos e inexpertos y resucitados audaces y vivos como coyotes hambreados.

Por el lado femenino se dio curso libre a las hostilidades entre flores recién nacidas a la primavera de la vida y las marchitas vueltas al esplendor de la gracia y la hermosura.

Ya para la fiesta del 5 de mayo había un pique no declarado entre ambos bandos. La atmósfera estaba cargada de un combustible tan incendiable que la sola palabra «chispa» lo haría explotar en mentadas de madres, pedradas, cuchillazos, mordidas y quién sabe cuantas cosas más. Así que en el pueblo del Palofierro empezó la función. Para esto que llega Jilemón del Cid, atragantado del mezcal mal llamado Mierda. Montaba un penco viejo de color hosco cuatralbo de gran barriga y patas chuecas, de nombre Patuleco. A fuerza de espolazos le traía sangrados los ijares. Le tensaba las riendas para hacerlo retroceder. Paraba, luego le sumía los acicates. De pura intención lo rayaba sobre la gente. Cuando se bajó del penco, fue y se le acomodó de lado a la mera reina del 5 de mayo. Quinceañera ésta, tan bonita que era de fama en todos los pueblos de la frontera. Clavelito Pérez se llamaba y le hacía favor a las flores del mismo nombre. Desde luego se supo que ya se la había conchavado de antemano, por aquello de los besitos, abrazos y repasones simulados en sus nobles santuarios maternales. ¡Déjala, huevón, está muy chiquita para ti!, le salpicó Chucho Palancares, galán desdeñado, al antaño vejete cagón recién tornado a la alborada. Se le aprestó El Jilemón diciéndole, ¡Te voy a dar a beber un coctel de dientes, cabrón! Perdóname tatita, se me fue la lengua! Fui tu tata, ya no, ahora soy el atacador de esa chulada con que me quieres madrugar. No le busque, tatita, porque lo devuelvo a la chochez a puras patadas en la trastienda. ¡Cállate, baboso, pendejo! ¡La cola le despellejo, tata! Ora verás, mocoso desatento, vas a enseñar lo de adentro. Te voy a meter el brazo por la boca hasta que te saque la mano por el fundamento y con un solo tirón te volteo al revés. Alguien la hizo de árbitro. Déjenlos solos, que se den en la tátara estos títeres. Después de sacarse los mocos mezclados con babas y sangre, a puros guamazos, se impuso el Chucho a su abuelo. Ya, como despedida, le atrincó patadas contra los gemelos y lo dejó enroscado entre una serenata de clamores.

Por su parte, la bella Chonis hacía su deber, según ella. Había hecho mancuerna con una rejuvenecida vuelta un forrazo de marca mejor, antigua monja a quien sacaron del claustro más vieja que pedir prestado, ciega, semimomificada, de nombre Bonifacia de la Cruz. Andaban medias cuetas entre el batarete del 5 de mayo, dando puerta y sonsacando a cuanto chavalón se les antojaba, sin parar en el furor de las noviecitas enfurecidas. Éstas hicieron acuerdos vengativos sin importarles que fueran sus bisabuelas. Las siguieron mañosamente hasta los matorrales a donde iban a hacer aguas en cuclillas. Ahí les desmelonaron los níveos senos a rasguñones y a fuerza de puntapiés les dejaron el dulce sólido que se hace de la caña, como berenjenas.

El pueblo del Palofierro se convertía fugazmente en asiento de seres extraños, diversos entre sí en actitud y aspectos, pero todos renegridos con la tatema del fuego de la región del Altar, que no le va a la zaga a la superficie del mero sol. Los criollones de gran alzada de San Miguel, Imuris, Bacanuchi, más broncos que los indios, de hablar ladino y tupido como chachalacas, se bajaban de caballos hostigados por las jornadas bárbaras. Sonaban las rodajas de las espuelas al paso echando madres a manga tendida, choteándose en broma, amenazándose el uno al otro, de pura chacota, con arrimarse el talegario. Antes de quitarse las chaparreras, ya andaban concertando apuestas y carreras. Altos, de piernas abiertas, las nalgas esmirriadas y barriga según la edad, entreverado algún flaco correoso de porte famélico. De mano en mano circulaba el botellón de bacanora, hacían górgoros, se limpiaban el licor que les chorreaba con el antebrazo y se reiteraban su ánimo amistoso con palabrotas y manotadas en las espaldas. Los indios pétreos que arribaban, mustios de natural, soltaban la lengua con el aguardiente, se sumaban al mismo gozo colectivo de verse los rostros, tantos rostros reunidos en un solo lugar, después de meses y meses de aislamiento en las reconditeces del desierto, cuando no de las sierras. Entre aquellos hombres de pueblos desolados, verse en multitud era un verdadero espectáculo. Entre el chirriar de las brasas, parrilladas de carne asada, carne seca de venado, albóndigas, caldo de queso, chorizos enhuevados, tortillas de harina a la medida de enormes comelones y tantas variedades de fritangas, se olían entre sí los celebrantes. Se combinaban aromas de perfumes y polvos embadurnados en las humanidades de las damas, con olores a patas, sobacos, alientos encebollados, amén de los humores cargados del tabaco, del alcohol, de los meaderos y entre otras esencias, llegaba a los olfatos la mierda de los perros, del ganado, de los humanos. Con el día avanzaba la excitación entre gritos, risotadas y música mecanizada en desborde desde diversos altoparlantes. Guitarreros, mariachis y perradas estilo Sinaloa sumaban sus acentos nostálgicos y de loca alegría. Los convergentes a la celebración concertaban o afirmaban amistades en términos amabilísimos cuando no diferían retándose con palabrotas groseras y agresivas como peñascazos. La rutina pesada de todo un año de confinamiento no se quebraba solamente, sino que explotaba en añicos, como la metralla que engorda las granadas. En medio de aquel relajo en que se mandaban al diablo las inhibiciones fugazmente y se le soltaban las cadenas al desmadre en alto grado, llegaban las familias fuereñas cargadas de sus viejecillos, pues, sabían de las hazañas rejuvenecedoras que se habían dado en el Palofierro. No tardaban en saber que Nuestro Señor y Pedro Maulas andaban ya por rumbo de Santa María de las Piedras. Se les caía la cara de dolor, pues, no ignoraban que llegar a Santa María de las Piedras no es juego de canicas. Además, por esas fechas que son ya polvo del desierto, muchos juraron que el tal pueblo de Santa María de las Piedras, ubicado en el mero desierto, era pura alucinación de trastornados. No falta quién asegure que era sólo novela mal platicada que se llevó el viento sin que cuajara en letras. Por favor, señores, llévennos a donde está el Sagrado Rejuvenecedor. Aquí traemos a nuestros pobres viejos. No faltaba quién los alertara. Quítense de la mollera eso de rejuvenecer ancianos. Aquí, no ha dado chispa. Déjenlos descansar en paz el sueño eterno; de otro modo se van a echar un saco de alacranes en el lomo. Aquí, jóvenes y viejos rejuvenecidos andan a la greña dándose contra un carajo por un quítame estas pajas. De oír tal se quedaban consternados hijos, nietos y dolorosas mujeres enrebozadas. A los viejitos se les inundaban las cuencas de lágrimas. Al anhelo de trocarse en brotos frondosos se imponía la realidad de ser leños secos.

El resucitamiento de los ancianos, porque en eso consistió el milagro más que en otra cosa, pues, ya estaban prácticamente en el hoyo, dio lugar a consecuencias tan chuscas como dolorosas. Entre muchos casos se dio el de doña Chita Rosacruz. Cuando la arrojaron al brasero ya tenía los ojos perdidos en la cara. Hasta Nuestro Señor se asombró de verla surgir del cenicero tan iluminada de belleza. Al igual que los demás viejos rezó por unos días, agradecida y contrita por el don prodigioso que la tornaba al esplendor de la alborada. Sin embargo, al fin humana, triunfó la vanidad, se hizo íntima del espejo, de los ungüentos, coloretes y de la ropa que resaltara sus pechos y el pubis principalmente, y se dio prisa en buscar compañero. Con disimulo coqueto dejaba un seno expuesto hasta el nacimiento purpurino del pezón. Con alegría y elegancia mostraba las piernas regalonamente para insinuar así lo que es la tueca de los libidinosos. Se tupió de galanes, ella reparaba en ellos con prolija minuciosidad, con ánimo de no volver a equivocarse.

Resulta que cuando el susodicho suceso venturoso tuvo efecto, don Pascualito, marido de doña Chita Rosacruz, andaba por rumbos de Belén y Guaymas. Allá lo había llevado Chencho, su nieto, en busca del curandero yaqui, Jesús de Belén, para que le mitigara el clamor de reumas, el ayayay riñonero, la taquicardia galopante y entre un sinfín de achaques, las almorranas floreadas. Mala fortuna la de don Pascualito, recién había cruzado el milagroso por los pueblos del desierto y ya lo tenían preso en Sarispe los caciques. La acordada le había sangrado costillas y espinazo a chicotazo tronado. Lo acusaban de sedicioso sonsacador de peones. Tras dura jornada en carreta tirada por burros pusilánimes, con los huesos remolidos y el ánimo resquebrajado, tornó don Pascualito a su santo hogar. Para pronto le pusieron un cartucho en la oreja a modo de corneta y a grito campanero le platicaron lo del rejuvenecimiento masivo: Ahora tienes mujer de quince, tata. Seguido le llevaron a doña Chita a su presencia. Nada menos que la bellísima monada que ahora decía llamarse Estrella. Al viejecito se le cayó la baba al contemplarla. Sueltas las quijadas y los ojos blanqueados quiso gritar, y las palabras le reventaban en burbujas en los labios temblorinos. Estiró la diestra para tocarla. Ella se zafó indignada. Si alguna vez vi a este saco de achaques con patas, sépanse que ya no lo conozco ¡Y punto! Así es que la felicidad que inspiró el prodigio recién manifiesto se mostró más tarde contradictorio.

Don Roque Piñeiro del Flamingo murió de herida punzocortante a la altura y profundidad del ombligo, amén de un tajo horizontal que le volvió maromera la tetilla izquierda. Lo mató su biznieto Ángel Armando. Aparentemente riñeron por una silla de montar. Que sí me la dejó mi 'apá. Qué sí era mía y yo se la dejé al papá de tu papá, baboso pendejo. Te voy a enseñar a amar a Dios en tierra de gringos. A las pruebas me remito como dijo el Tito, pinche viejo, culo de chicharrón de oreja.

La verdad es que a don Roque, ya convertido en joven, le dio por hacer lo que era lícito en otros tiempos. Por lo pronto revivió la ley de la pernada y se tiraba a las mozuelas hijas de los peones, y a éstos los sumía en la labor de sol a sol. A la hora de comer se sentaba a la cabecera de la mesa y hacía trinar a medio mundo. Está helado el café ¡qué pasa, pues! Ven y pónmelo pal lado derecho, edúcate vieja bruta. ¡Estas tortillas están chuecas! ¡Viejas inútiles, arrastradas; pal mitote son buenas, cabronas! ¿'Ontán mis chicharrones, pues? ¡Aquí la sal, la sal, la sal, la sal, mulas hijas del maíz!

Cuando lo mató Angelito, nadie derramó una lágrima. Sí hubo los que recordaron con un resto de simpatía y conmiseración de cuando don Roque, nonagenario, viejo enorme de huesos gruesos, se aventuraba por las calles haciendo equilibrios para no caer. Se ayudaba con un bastón que parecía lanza y al que le habían atado un cencerro para en caso de precisar auxilio. Este viejo en sus días decrépitos siempre llegaba tarde a misa, con la iglesia atestada de feligreses. Con el piso de madera y la resonancia estruendosa, hacía un ruido endemoniado con los pies trabados, el bastón metálico, la campanilla y sus garrasperas intencionales. Mientras se sentaba, suspendía el fraile la misa, los chamacos reventaban de risa, las mamás les daban coscorrones y los grandes movían la cabeza acusativos. El rejuvenecimiento le valió a don Roque Piñeiro y del Flamingo lo que al calvo que se halla un peine. Murió a manos de su biznieto.

Lástima grande el que el Maulas no llevara un diario que registrara tantos sucesos curiosos, ocurridos en tan singular aventura. Para colmo, los viejos rastreadores de acaecimientos localistas que se engullen los siglos, si no hay quien se los arrebate aunque sea a jirones, para preservarlos malforjados, pues, se han ido llevando sus historias con ellos. Y ahí están, huesos y relatos volviéndose polvo que mañana el viento difundirá en átomos. A pesar de todo, en la lucha abierta contra el imán del aparato televisor, subsisten el Maulas y sus correrías reinventados, prolongando su vida, por obra y gracia de la casualidad y de aquellos nacidos para jinetear la fantasía.

Quizá valga la pena mencionar el caso de Matías Godoy, también rescatado de la ancianidad, infame ancianidad de viejo protervo, vicioso y maligno. Matías fue un árbol que creció torcido, no le valieron consejos sabios, ni los más nobles ejemplos. A la edad en que otros niños aprendían a rezar y a ser atentos, él se robaba los huevos que ponían las gallinas y los cambiaba por empanadas, sin importarle un soberano bledo el hambre de sus hermanos. Se hizo de un habla bastarda plagada de los más inmundos vocablos. Luego a los ocho años de edad participaba de los juegos infantiles solo para meterle mano a las inocentes niñas con quienes jugaba a «La cebollita», «Las escondidas», «Los encantados». Las azotainas le hacían lo que el viento a don Benito: arrisocones de sombrerito. Ya encaminado a la pubertad se convirtió en escándalo e ignominia: correteaba a las chivas, gallinas y burras y les llegaba a viejas y jovencitas con obscenos y perdularios intentos. De joven en adelante se volvió matón y borrachales. Sobre él y sus 95 años se repetía el mismo concepto: mala yerba nunca muere.

Cuando Nuestro Señor y su asistente Pedro Maulas ponían el horno en punto para arrojarle otra redada de viejos agónicos, con todo y sus camposantos de células a espaldas, hasta ellos avanzó arrastrándose Matías Godoy, alias «el Perverso». Hedía a carroña de perro muerto, a sumo de bacanora y mariguana. Por favor, me está llevando la retostada. Retáchame a mis días de chamaco. No lo escuches, Señor, es una aberración del género humano. No lo merece. Deja la justicia en manos de los años. No obstante, el Magnánimo sonrió. Matías Godoy se echó a las brasas con el placer del que se arroja al deleite de las albercas. A los cúmulos llameantes los miró como agua fresca.

Mientras los cuerpos chochos se retorcían con el achicharramiento en proceso de volverse cenizas, los familiares rezaban embargados de una angustia que accionaba sus caras como máscaras visajeras. Pedro Maulas se paseaba en derredor con aires de capataz, atisbón e indagante. Dios, de pie, en actitud serena contemplaba los cielos.

Otra vez el milagro, el reencuentro venturoso, gritos y exclamaciones, la alegría desbordada. ¡Pero si es usted tata, un niño! ¡Ay, qué chula saliste, hecha una reina, abuelita! Ahora soy yo el que parece su agüelo, 'apá. Sólo un joven, serio y melancólico, quedó rezagado. Nadie lo esperaba. Se encaminó lentamente hasta Dios y se echó a sus pies, bañado en lágrimas. Éste colocó la diestra sobre su frente. Ve, Matías, a cumplir tu nuevo destino. Yo te esperaré. De allí en adelante, regresado a la juventud, vagó Matías por los pueblos fronterizos del desierto de Sonora a través de duneríos, cerros monolíticos, arbustos enanos de espinas duras, arroyos sedientos, algún mezquitón o palofierro desgarbados. Hendiendo una atmósfera densa de fuego peregrinaba el joven místico, vestido de un hábito descolorido, con rasgones y hebras sueltas, calzado de huaraches, cubierto con un sombrero de palma ya dado al traste. Sin embargo, daba la impresión de pulcritud. Su frente y sus ojos no eran ya vitrina de víboras y espineros, sino de un cielo todo paz y serenidad.

De las botas de puntas arriscadas, hediondas como retretes, el sombrero achicharronado, y demás vestimenta engrosada con sudores, sangre y demás fluidos zorrillescos, no quedaban ni huellas, ni esencias. Sin referencia a secta religiosa en particular, pregonaba el arrepentimiento y la vida cristiana como condición única para merecer la gloria eterna en los reinos de Dios. El viento, chismoso de oficio, saturó las orejas de las gentes. Ponía en conocimiento de los pueblos más recónditos la presencia nómada del antaño delincuente convertido en predicador por obra y gracia del rejuvenecimiento. Fueron muchos los que se conmovieron oyéndolo, pero otros, ávidos de venganza por sus fechorías de otros tiempos, seguían aborreciéndolo. Los agachones y miedosos que lo miraban antes con fruncimiento, y le eran serviles y cómplices, ahora lo escarnecían y le echaban los perros. Sin embargo, las razones emitidas por conducto de Matías Godoy ganaban adeptos. Las semillas que plantaba en corazones duros y secos como los mismos eriales en que traficaba, reverdecían con la humedad de las lágrimas. A la par que ganaba seguidores que lo identificaban como mensajero del justo, revivía la saña de los que no aceptan intromisión que los doblegue, la de la humildad y el amor menos que cualquiera otra. Así, pues, el azar y la intención, conjuntamente, lo llevaron a uno de los puebluchos cercanos al centro agrícola llamado de la Jequia Jonda. Herido de sol y pasos llagados, con las tripas reducidas a objetos de tocador, abominaba a grito pelón contra el pecado y reiteraba el que el amor es la única sabiduría ennoblecedora. Apedreado, escupido hasta el colmo del sarcasmo, sonaba ahora su voz con un timbre que enternecía a las mismas rocas.

A ese día al amanecer, Matías lo supo infranqueable, la atmósfera tenía consistencia de mármol y el aire estaba oculto. Solamente el sol, fiel a su tarea deshidratadora flameaba sobre la ranchería, El Chollal. La ondulación de la arena brillaba continuada en domos bordeados hasta la curvatura confinatoria que demarca los horizontes; opuesto, el Mar de Cortés con sus dunas líquidas, dinámicas, se movía convulsivo. Los ecos del galopar de tres caballos hundían su resonancia en la superficie enarenada, sobre sus lomos los tres hermanos, Cachas de Plomo, aparecieron de pronto. Librada una breve prominencia, como cosa de magia, llegaron de sopetón hasta el Matías. Éste, cuando remontaba su primer ciclo cronológico, les había violado a la única hermanita, no sin antes quemarles la casa con la vieja adentro, mientras cosía una blusa de mangas largas y cuello cerrado. Al viejo don Melitón lo hallaron colgado de un palo verde haciéndola de segundero con la ayuda del aire. No conforme con la infamia, todavía así les robó unos quesos y un liacho de tortillas de harina. Lo desmembraron a patadas y a culatazos al Matías entre vociferaciones engangrenadas, hasta dejarlo como puré de papas con salsa entomatada. Pobre del infeliz que levante esta mierda de animal de aquí porque a falta de tizne, se lo lleva la encenizada. En casa de los ricos lugareños, rodeado de beatas, devoraba su merienda el cura del Chollal, don Querendón Acuasacra. Récele al difunto Matías, padre. Se enmendó. Ahí están tirados sus restos a campo raso. Entre sorbos de chocolate, con la boca repleta de galletas, movió su panza con la risa el sacerdote. No faltaba más, ése era lobo disfrazado de cordero. El diablo toma tantas formas. Ya está en el infierno. ¡Demonio! quién, pues, le dio credenciales para redimir almas.

En el desierto suelen ocurrir cosas raras. Quién, pues, le avisó al padre Hilario. A ver, ¿quién le notificó que recién habían muerto a Matías Godoy? Aparte de cualquier consideración argüendera, es el caso que desde Santa María de las Piedras se desprendió el padre Hilario montado sobre un remedo de cabalgadura, más arpa que caballo. No le aguantó. A medio camino quedó tendida la osamenta enfundada en pellejos. El cura prosiguió a golpe de huaraches. Llegó al Cholla atragantado con el fuego de la atmósfera, sangrados los pies con espinas de guachaporis, espoleado por chollas, sibiris, puñales de mesquites tiernos y toda suerte de matas peleoneras. Se hincó ante el muerto rosario en mano. Las verijas le supuraban de rosadas. Le ardía el cono sur como brasa cilíndrica. Eran sus pelotas plomos que se estaban derritiendo. Le rezó al muchacho por horas. Seguido le dieron cristiana sepultura. A los seres humildes que lo acompañaban no se les rodaban las lágrimas porque el sol se las chupaba de inmediato de los cachetes tatemados. ¡Cuándo no! A modo de oración póstuma, abrió la boca Chon García, alias el Lengüe látigo. No cualquier canijo sabe lo que es el amar a su prójimo. Este cura sí cura, no como esos pinches frailes pasteleros, bitoques de hospital.

Lo reprendió el padre Hilario con una mirada dura y conmiserativa a la vez. El bocón se ocultó tras el sombrero. A modo de telón al día aciago, alumbró a los cielos un crepúsculo de púrpura tan viva como la sangre de los asesinados.

Dios Nuestro Señor contempló todo esto y pensó. No quieren regenerarse éstos. Una vez que obtienen lo anhelado se olvidan de Mí y le dan cauce a sus ambiciones e instintos. Hasta los que se autoclasifican como justicieros son meros negociantes. No, ya no seguiré este proyecto de rejuvenecer viejos, no da buen resultado. Pedro, doy por terminada mi tarea. Ahora vuelvo a mi reino. Pórtate bien, hijo, y allá nos veremos.

Pedro Maulas se dio cuenta cabal de todo lo que pasaba. Salió disfrazado del Palofierro rumbo a otras poblaciones, pues sabía a ciencia cierta que le iba en prenda el pellejo si se quedaba. No en balde había sido el brazo derecho de Nuestro Señor en aquella acción de tan alta nobleza que la condición humana volvía estéril y más aún perniciosa.

No faltan nunca los «peros» y los «sin embargo». Pedro Maulas se había mal impuesto a las fiestas y banquetes que había disfrutado tanto cuando el viejerío celebraba, enloquecido de gozo, el rejuvenecimiento. De allí que se le ocurrió quemar viejecillos por su cuenta. Así llegó un día a Trincheras, anunciándose como el Rejuvenecedor. Se juntaron más carcamanes que nunca. Mandó Pedro Maulas que hicieran una gran fogata al pie de un peñasco. Cuando las brasas estaban al rojo vivo, se lanzaban los viejecitos desde el peñasco entre risas y grititos jubilosos con la misma alegría de los niños que se bañan en el río. Cuando los venerables se redujeron a cenizas, se acercó Pedro Maulas a soplar. Vestía túnica y sandalias, y en todo imitaba a Jesús. Pedro Maulas soplaba y soplaba desesperado, y no salía nadie de las cenizas. Sopló hasta quedar rendido. Todo se volvió alaridos. Chillaban a más no poder los familiares lastimados. Entre aullidos y reniegos acordaron castigar a Pedro Maulas echándolo a un brasero. En efecto, cuando las brasas hablaban casi, de tan calientes, sentaron al impostor en ellas. Éste dio un salto y un alarido tan agudo que se zafó de sus verdugos instantáneamente. En ese momento apareció Dios Nuestro Señor, sopló las cenizas, y el milagro se realizó. No vuelvas a intentarlo, Pedro, nunca. Quédate en paz y sé hombre bueno. A Pedro Maulas le chorreaban las lágrimas de arrepentimiento. Todavía le salía humo de la cola de aquella quemada tan tremenda.

Poco a poco fueron mermando los rejuvenecidos a consecuencia de aquella rivalidad con sus descendientes, tan enconada que los trabó en una guerra perdida. A los últimos que quedaban los fusiló el general Bartolo Buitimea durante la gran Guerra de las Calabazas. Con el pretexto de que eran rebeldes con ideas y costumbres exóticas, los rellenó de plomo. No valieron imploraciones. ¡Que soy tu abuelo, mijito! ¡No tires contra tu sangre, descastado! ¡Tú que me matas a mí, y a ti que se te seca la mano! ¡Cuando tú naciste, lloré de alegría, Bartolito! ¡Bartolo, por tu madre, que fue mi nieta! Ni ruegos, ni lloros, ni rostros dolorosos cambiaron la expresión de Bartolo Buitimea. Parecía hombre de piedra. ¡Les gua dar en la madre pal bien de toos!

A la semana los enterraron los vecinos para evitar una hediondez tan terrible que les amargaba la sopa, los frijoles y les manchaba las tortillas. De aquel prodigio sólo ha quedado el cuento al que los años le sirven de ruedas.

Por estos vericuetos vanos del desierto, trastocados los rumbos y los años, se siguen platicando aún las aventuras del Pedro Maulas, dichas al modo de narradores apegados a estas regiones broncas. Los pobres ignoran el arte precioso que destellan los vocablos. Si acaso llegan a tener la desfachatez de escribir, seamos magnánimos, hay que perdonarlos, al fin y al cabo, ¿quién los va a leer?

Los viejos mexicanos de los Estados Unidos

Se juntan en las esquinas de las calles y en los parques. Unos andan por los ochenta años, otros pasan. Unos se ayudan a caminar con bastones que tamborilean el suelo, al ritmo de sus corazones cansados, otros andan un tanto doblados, inseguras las piernas, temblorosas las manos. Cuando los viejecitos mexicanos se reúnen, hablan y hablan y hablan en su español del alma. Dicen de sus antiguos pueblos, esparcidos a lo largo de la geografía mexicana. Les brillan los ojos y les timbra la voz cuando recuerdan la Revolución y todo un mundo heroico de combates y campañas. Se sueñan a caballo.

Recuerdan a sus pueblos, sus ríos, sus templos, sus montes, sus fiestas religiosas y sus fiestas patrias. Cuentan de los amigos, los hermanos, ¡los padres!, y de aquella novia que se quedó esperando... De pronto, todos callan, quebradas las voces por la intensa emoción de la nostalgia. Pero siguen cabalgando en silencio, queriendo dibujar en la bruma que diluye los años idos, los colores y las formas de sus antiguos panoramas.

Los viejecitos mexicanos son tercos. Hágase ciudadano americano, papá, aquí vive y le conviene. ¡No! Orgullosos de su casta, les ofende morir como renegados. Se aferran a su anhelo, orgullosos y dignos, sin vivir en México, morirán siendo mexicanos.

Saben desde el fondo las penurias de sus antiguos pueblos. Conocen el drama doloroso de sus hermanos. No ignoran la realidad de funcionarios del gobierno que traicionan y roban el pan de los humildes, entre promesas y discursos falsos. ¡Ah! Pero no lo comenten propios o extraños. Entonces se les hinchan las venas del cuello y gritan iracundos con el puño cerrado: ¡No hablen de México, traidores descastados! Pobre del que no los oiga, a riesgo de un bastonazo o de verlos morir de rabia, reventados. ¡Qué viejos! ¡Qué viejos tan orgullosos, tan nobles y tan mexicanos!

Cuántas veces en la oscuridad que encubre la expansión de los sentimientos ocultos, se habrán humedecido las arrugas de sus caras, pensando en los días aciagos en que dejaron sus pueblos y a sus seres queridos. Unos, los revolucionarios derrotados y políticos perseguidos, que huyeron de la pasión de la venganza, de aquellos que se entronizaron como señores y amos de los destinos de México. Cuántos otros, los que han huido en éxodo de hambrientos, burlando las fronteras en busca de esperanza y proteínas, pensaban en volver un día con dinero, a trabajar la tierra y a criar su familia en los campos de México. Ilusos, no se daban cuenta que los años fluían, convirtiéndolos en ancianos, confinados a vivir idealizando sus querencias, en un mundo tejido de gasolina, cemento y hierro; gastadas sus energías en tareas rudas, víctimas de prejuicios raciales, robados miserablemente en sus sueldos, fieles siempre a las reminiscencias de su México, para ser, al final, extranjeros en los mismos cementerios.

De tarde en tarde se juntan los hijos, nietos y biznietos en torno a estos viejos hermosos. Ellos sonríen con ternura cuando los niños los llaman ¡tata! y en el fondo almacenan la amargura de no entenderles nada. Las últimas generaciones de sus descendientes no hablan el lenguaje que ellos hablan. Entre los viejos y los niños se levantan murallas de palabras, que se van olvidando, que se pierden...

Cuando cruces por Los Ángeles, raza, por San Francisco o San Diego, por Texas, Colorado, Arizona, Nuevo México, y por tantos estados y pueblos: fíjate en las contraesquinas de las calles y en los grupos que se juntan en los parques. Por allí andan los viejecitos platicando. Por ahí andan don Ricardo, don Manuel, don Tomás, don Juan, don Pancho, don Ramón, don Jesús, don Abelardo, don Ruperto, don José, don Matías, don Pablo y tantos y tantos... Grábate en tu memoria los gestos de sus caras. ¡Qué orgullo! ¡Qué dignidad! ¡Qué casta de mexicanos!

Sí, se nos van acabando... pero a lo largo y a lo ancho de estos campos de Aztlán ¡la semilla que dejaron plantada seguirá brotando!

El tío Mariano

El Cheto López y Lolo Pérez tenían una pequeña cría de cochis. Ahora bien, no está de más explicar que en Sonora, Arizona y otros sitios, se les da el nombre de «cochis» a los marranos, que a su vez suelen llamarse puercos, cochinos, chanchos, cerdos y de otros modos nada simpáticos. Si bien es cierto que los tales cochis no son muy guapos, de acuerdo a los conceptos que de la belleza tenemos los humanos, sí es cierto en cambio que son muy sabrosos, ya sean cocinados en filetes o en chicharrones.

No muy lejos de Nogales, en Sonora, está el pueblo de la Bicoca, al margen de un río de arena que llega a rebozar su cauce sólo cuando llueve fuerte. Aledaño este pueblo a la carretera internacional, completa su marco con un lomerío casi pelón, manchoneado de mísera vegetación espinosa y chaparra. Pues de allí mero son el Lolo Pérez y Cheto López. Total que los tales cochis que criaban eran de raza enana y canija, eso sí, muy tragones.

-Compadre -le dijo el Cheto López a Lolo Pérez-, con esta cría de cochis no vamos a salir de pericos perros, no engordan por más que tragan. Es cierto, respondió Lolo, parece que los estamos criando para bailarines o para modelar bikinis.

-Así no nos sale, no hay ganancias de plano.

-Bueno pues, o dejamos el negocio o buscamos un cochi fino para un buen cruce.

-Ahí está la clave, para que vea, los marranos de los gringos crecen como hipopótamos.

-Achíquele compadre, con tal de que no se queden como guitarras, como éstos, que tienen más trompa que cuerpo.

Al poco rato, los criacochis se pusieron de acuerdo, reunieron la cantidad de 100 dólares, se montaron en un Foringo del año de mil novecientos, cachecuchillo y enfilaron rumbo a Gringuía. Al cabo de unas horas llegaron a Nogales, Sonora, esquivaron el tráfico escandaloso entre claxoneos y maldiciones y pasaron a Nogales, Arizona. De allí con rumbo a Tucsón dieron con una granja donde toparon con su anhelo más ferviente: un marrano de noble alzada y porte gallardo.

El marrano los saludó con un gruñido y una mirada un tanto despótica.

-¡Qué chulo cochi, compa! ¡bonito!, mire nomás.

-Es el cochi de mis sueños, compadre, si hasta tiene bonitos ojos.

-Con éste nos hacemos ricos.

-Nuestras cochitas se van a enamorar de él a primera vista.

-Y van a parir muchos cochitos grandes y gordos como el marido, y nosotros a sellar billetes. ¡No vengas, noche!

-¿A quién se lo mercamos, pues? ¡Ah!, ahí viene un gabardino, debe ser el dueño.

-¿Ustedes ser mojados? ¿Ustedes querer trabajar?

-No, míster, nosotros querer comprar cochi.

-¡Oh! mí piensa yo poder vender, si ustedes traer dinero.

-Nosotros querer éste (se fija, compa, qué bien hablo la totacha); éste mucho gorda.

-¡Oh!, ése ser muy fino, valer 500 dólares.

-¡Oh, no, plis! Nosotros sólo tener cien.

-Lo siente, no puede, este pig, valer 500, no menos.

El americano los vio marchar y movió la cabeza con una sonrisa de compasión y de simpatía. El Foringo avanzaba de regreso, mientras los soñadores unían su silencio con expresiones de profunda desilusión.

-Sabe compa, que eso de nacer pobre es muy mal negocio.

-Pos sí, pero pa la otra ya sabemos.

-¿Sabe qué, compadre?

-¿Se le ocurre algo?

-¡Vamos robándonos ese cochi! Ya sabe lo que es él que se raje.

-¡Cállese!, nos echan al tambo, ¿y luego?

-No, mire, óigame bien, acuérdese que la granja queda cerca del camino. Volvemos, dejamos la charchina un poco lejos y le llegamos al chancho, no faltaba más. Pa luego le damos panes empapados en tequila al marrano y quién te pegó mijita. Ya dormidito lo cargamos hasta el Foringo. ¿Quiubo?

-¿Y cómo lo pasamos?, ¿eh? sin permiso ni nada, ¿arriba de la plataforma? ¿A la vista de los celadores?

-No compa, en medio de nosotros.

-¿Está loco, compadre, o se me está volviendo?

Los compadres y socios, Cheto y Lolo, se volvieron a Nogales, Arizona, y mientras caía el sol se dedicaron a recorrer tiendas. Parecían chamacos traviesos en vísperas de Halloween. Lolo se compró una peluca con peinado a la Clark Gable con raya en un lado y unos bigotes enormes. Se los puso y luego le tocó la espalda a Cheto, volteó éste, vio a su compa y tanto se carcajeó que hasta le salieron lágrimas. De allí fueron a una tienda que vendía ropa usada. Cheto se compró un traje negro de una talla grandísima y una corbata de moño. Tuvo la humorada de probárselos y esta vez fue Lolo el que se sacudió de risa hasta doblarse.

-¿Cuánta lana nos queda todavía, compa?

-¡Uh! pos apenas unos 40 dolaritos.

-Bueno, pos ya tenemos el pan, el tequila, la navaja rasuradora. Ya está todo listo. ¿No se me ha rajado, compa?

-Por mí, ya le estamos dimos dando.

Oscurecía cuando Cheto y Lolo estacionaron su carcacha a un lado del highway. Se bajaron y fueron con mucho sigilo a donde el marrano. Todo los favorecía, los granjeros y sus familias ya se habían refugiado en sus hogares a salvo del frío que empezaba a calar. Cenaban unos, otros veían televisión, chillaban los niños, gritaban las mamás, en fin, todo estuvo de parte de ellos.

-Qué buena casa tiene este marrano, compa.

-Pos sí es fino, compadre, cochi rico, qué quiere.

-Toma otro panecito, lindo, cuchi, cuchi, cuchi.

-Híjole le gustó la sopa.

-Ya éste dobló las patas, volteó los ojos y torció el rabo.

-Ni siquiera es domingo y ya se puso cuete.

Sudaban la gota gorda los compadres para transportar al cochino, uno asiéndolo de las patas de atrás y el otro de las delanteras. Así y todo se allegaron hasta el foringo y con mucha perseverancia lo subieron a la caja, seguido montaron ellos y de allí fueron hasta un bosquecillo de mezquites. Ni cortos ni perezosos, se dieron a la tarea de arreglar el chancho. Por lo pronto le rasuraron muy bien la cara, hasta dejársela lisita, lisita.

-Se mira hasta más chulo que usté, compadre.

-Ora sí fregó, compáreme con el cochi, pues.

-No la vamos a pegar, compa, con los celadores.

-¿Por qué, oiga?

-Pos este amigo se ve muy blanco, van a creer que es gringo.

-Pos entonces hay que quemar papeles y tiznarle un poco la cara. Acuérdese que al pasar la aduana mexicana, el pelado éste va a ser su tío.

-¿Que no habíamos quedado en que va a ser su 'apá?

-No la amuele, compa, no sea gacho, su tío, al cabo que de mentiritas ¿no?; ultimadamente que también sea mi 'apá.

A medianoche, los compadres Cheto y Lolo cruzaron la ciudad de Nogales, Arizona. Las calles de por sí rebozantes de autos tenían ahora escaso tráfico. Lo mismo las banquetas, de día tupidas de compradores inquietos, atisbones, regateadores, lucían abandonadas al paso de los criacochis. Cruzaron la línea ya de regreso a su pueblo e hicieron alto frente a la aduana, en territorio mexicano. Como es de rutina, se les acercaron dos oficiales, de los que se encargan de revisar las compras hechas en EE. UU. Un celador se puso a examinar la caja del camión y el otro se llegó hasta Cheto, que era el conductor.

-¿Qué traen?

-Nada, señor, nada más dimos la vuelta.

-Anduvimos curioseando, agregó Lolo, y pa' qué más que la verdad, nos echamos unas heladas.

-Y el viejo ése que va en medio, ¿qué tiene que ronca tanto?

-¡Ah! ¿Mi tío Mariano? se nos puso bien loco, tragó licor hasta que se botó.

-Está gordo el amigo, ¡uh! Qué elegante, de traje negro y corbata de moño.

-Así es mi tío Mariano, siempre le ha gustado la buena ropa.

-¿De dónde son ustedes?

-De pa rumbo de la Bicoca, señor.

-El viejo se me hace medio raro, despiértalo.

-¡Tío Mariano!, ¡Tío Mariano!, ¡despierte Tío Mariano! Está bien dormido, señor celador. -¡Apá! ¡Apá! ¡Papacito! ¡El señor quiere hablar contigo 'apá!

-Ronca muy feo, váyanse pues, porque si no voy a soñar a su tío Mariano, y Dios me libre.

Ni tardos ni perezosos salieron los compadres en zumba. Hasta el Foringo rodaba alegre y sonaba como nuevo.

El celador quedó rascándose la cabeza con una mueca de extrañeza.

-Oyes, Cirilo... ¿Qué pasó, qué te pica?

-Qué cuete se puso el viejo bigotón ése, y qué refeo es por vida de Dios. De tan borracho que estaba hasta se puso más trompudo.

-¿A cuál de ellos, oyes?

-El car'ecochi que iba en medio. No sólo parecía cochi el desgraciado, también roncaba como cochi.

-¿Sabes qué? aunque yo estaba un poco apartado, como que me dio peste a marrano, no me vas a creer que...

Muerte y nacimiento de Manuel Amarillas

A Manuelillo lo mataron en la frontera cuando apenas tenía 17 años de edad. En el caso de Manuel Amarillas, decir «lo mataron» significa que lo cosieron, o descosieron más bien, con disparos de metralleta. Le hicieron perforaciones desde los dedos de los pies hasta los cabellos. Tuvo una sola vida y se le fugó por mil boquetes. Había llegado a Nogales con la idea de cruzar a los Estados Unidos a como diera lugar. Manuelillo irradiaba miseria y desolación. Por eso cuando se le acercó un tipo muy bien vestido que descendió de carrazo nuevo, y le preguntó que si quería ganar mucho dinero, Manuelillo sonrió, y siguió al hombre hasta el interior del auto. Este sacó un desodorante que tenía a mano y fumigó a Manuel de extremo a extremo. Luego partieron.

Cuando muy niño cuidaba a sus hermanitos, hacía mandados a los vecinos, y con mucha frecuencia salía con una taza en la mano a tocar puertas: Que dice mi 'amá que le dé tantita azúcar. Que si tiene unos frijolitos por favor, que aluego se los va a volver. ¿Dónde andas, condenado renegrido? Tu hermano a chille y chille y tú paradote como si nada. Yo no sé dónde carga el alma ese chamaco en esa miseria de cuerpo. Para qué quieres que te dé trabajo, mocoso, si te andas cayendo solo. Eres una lumbre para la ropa, Manuel. Mírate los pantalones todos llenos de agujeros. Pues friégate de frío. ¡Ay, sí, pues, no vaya a ser! Quiere zapatos el señorito. Manuel, trae la leña. Manuel, pídele harina a doña Chole; trae agua del pozo, muchacho. ¡Limpia a tu hermana! ¡Manuel! pues, ¿qué no te fijas como anda de embarrada? ¡Te voy a matar a palos Manuel! ¿Cuándo come Manuel? ¿Cuándo descansa Manuel? ¡Puro trabajar y trabajar! En cuanto me crezcan las alas me iré de aquí y nunca, nunca volveré. Su miserable humanidad, chaparra y desgarbada, daba idea de un perro callejero, hediondo y hambriento. La naturaleza, irónicamente, lo había proveído de grandes dientes. Nunca podía cerrar la boca; o le faltaba piel o le sobraban dientes. Manuelito tenía la particularidad de traer siempre abierta la boca. En Nogales se le abrió más. De chamaco lo motejaban sus amigos de «dientes de burro calabacero».

Casi todo era nuevo para él. Vagó por el centro de aquella ciudad fronteriza por días enteros. Ya noche, se embobaba mirando el sin fin de carros en marcha. Viniendo de frente simulaban un río de fuego y de paso, otro de masa ígnea escarlata. Largos ratos se prendía con obsesión a contemplar la carátula de un enorme reloj crucificado en una pared muy alta. Donde lo tumbaba el sueño se hacía liacho para que no se lo comiera el frío. No se hartaba de mirar. Le entretenía ver pasar los coches y apresar algún gesto de los que iban dentro. Si alguien iba sonriendo, también sonreía él. Si platicaban, también él murmuraba cosas. Se cansó de contar tiendas y comederos, orgulloso de atestiguar tanto aparato. Festejaba la fortuna ajena. Así gozó la gula de otros desde sus miraderos. Arrastraba su humanidad metido en un ensueño que se deshebraba en monólogos incoherentes. Tropezó a muchos que andaban amolados como él, pensando con las tripas, buscando trabajo en las fábricas que recién abrían los gringos, o queriendo burlar la cerca divisoria. Todo era nuevo para Manuel, menos su panza vacía, su desnudez y sus pies descalzos. Después se comentó que a Manuel lo mataron con metralletas nuevas y que con el entusiasmo de estrenar aquellas armas de lujo, los drogueros lo dejaron transparente de tanto agujero. Varios periodistas se ocuparon del caso en los periódicos de ese día, con notas breves. Uno dijo que había sido muerte «ignominiosa y cruel», otro opinó que «horrible masacre», y un tercero se alargó condenando «el extremo a que puede llegar la crueldad humana».

Manuelillo pasó a formar parte de una de tantas bandas de mafiosos, contrabandistas de drogas. Le asignaron la ocupación de «burrero». Dicha consigna consistía en violar la cerca fronteriza y poner en manos de otro contrabandista la droga que llevaría dispuesta. En la primera ocasión, desde un sitio desértico cargó en hombros costales repletos de marihuana al lado de otros jovencitos. A cada vez que se picaba con espinas de cactos y de ramajes echaba madres y seguía, tragándose el miedo y excitado a la vez por el dinero prometido. ¡Ora sí, chingao, a tirar el piojo a la madre, y que venga la lana! Le pagaron cien dólares. De allí en adelante, Manuel Amarillas se convirtió en un muñeco, feo, pero bien vestido, a lo galán cinematográfico. Comía de lo más caro, y en cantidades enormes. Más bien hartaba. Como postre, a Manuel le encantaban los pasteles, de preferencia los de fresa, aunque ciertamente tenía vicio en los cheesecake. Por supuesto que la nieve de todos sabores era obligada para él. De que empezaba a tragar, no tenía llene. Por esos días comió carne a lo tigre y bebió leche a lo becerro. Por su apetito y porque andaba siempre con la boca abierta, sus nuevos compañeros le encasquetaron el mote de «Hocico pelado». También hizo de sus tripas un tránsito constante de mariscos. ¿De dónde quieres que te dé más, Manuel?, si no hay. ¡Malagradecidos! ¡Hasta lo que a mí me toca les doy! Me van a comer viva como alacranes. ¡Cállate! no chilles porque me vas a volver loca. ¡Mira! Mira la olla; ve bien que ya no tiene nada. Cómo crees que voy a andar escondiéndoles la comida. ¡Cómanme viva, alacranes, cómanme viva!

Para Manuel se volvió rutina el cruzar droga al otro lado. La noche era su cómplice y las espinadas las daba de albricias. Ya no tenía miedo. Ahora sentía un agudo placer de pensar que estaba haciendo pendejos a los gringos. Un algo así, comentó después, como si le agarrara allí o allá a una de aquellas gabachitas tan chulas que solían caminar por las calles de Nogales. Aquellos días tan fugaces los gozó Manuel plenamente. Se dio también el lujo de pagar la voluntad y el cariño de una joven interna en uno de tantos prostíbulos de la calle Canal. Lo mismo que Manuelillo, ella había saltado de los harapos a la ropa fina y además se había puesto otro nombre: Rosa. Con su dinero, él pretendía sacar de puta a la Rosa y ponerle casa. Al pasar el tiempo, Manuelillo se pasó de vivo: empezó a robar de la droga que le encomendaban. De puñado en puñado, al cabo de los días, reunió una cantidad que según él lo haría rico. Manuel Amarillas quiso negociar con los mismos clientes de sus jefes. No bien lo intentó, cuando ya lo sabían los tales. Fue cosa de una llamada telefónica. Esa madrugada, él y sus compañeros habían descargado un camión atestado de mariguana en el lado mexicano, para cargar otro en territorio americano. Todo esto sucedió a escasas millas de Nogales, sin que se las olieran los patrulleros. Los jóvenes «burreros» parecían hormiguitas, moviéndose laboriosos con los grandes bultos a cuestas. Manuelillo concertó su propia mercancía en dos mil dólares. Con ese dinero pretendía sacar de puta a la Rosa y ponerle casa. Soñaba en un sin fin de proyectos que lo harían rico, respetable, y con los días, político y funcionario público como suele suceder. Por la mañana lo quisieron ver sus jefes. Lo recibieron extraordinariamente bien y le pasaron 200 dólares. Ya tarde, lo visitaron en su apartamento dos mafiosos de alta jerarquía: Rito Fierro, alias «El Mula», y Roque Mena, «El Rana». Manuel Amarillas se sintió muy honrado por la visita. Seguramente lo querían ascender. Además, lo llamaban por su nombre de pila: que Manuel para acá, que Manuelito para allá, todo en tono muy cordial. Nada de decirle «Hocico Pelado», como en otras ocasiones. Hubo un momento en que «El Rana» lo llamó hermano. Para qué decir que Manuelillo se retorció, enternecido hasta los huesos. Manuel y sus amigos salieron a cenar. ¡Chihuahua! ¡Qué bonito es pasear en carro grandotote y nuevecito, y no andar ahí dando lástima, a pie como los pinches perros! Alternaron la cena con vinitos, no faltaba más. En franca camaradería remataron con las putas. En el trayecto cantaron abrazados «Yo soy el muchacho alegre». Bebieron hasta ponerse pandos. El mundo es de los vivos, ¡qué se jodan los pendejos, por pendejos!

Manuel tuvo a su lado a Rosa. La verdad es que se había apasionado como burro de la joven piruja. Entre copas y risas se dio tiempo para alquilar a su gran amor. Fueron al cuarto de Rosa y gozaron de sus amores. No por mucho tiempo, pues, uno de los empleados del lenocinio les tocó la puerta; a tamborazos y a gritos, le ordenó a la novia de Manuel que saliera o la sacaba. ¡Salte a la chingada! Ya tienes mucho tiempo. ¿Qué te atornillaste, o qué? Necesitaban parejas para unos señores americanos, muy decentes y bien vestidos, que recién habían entrado. En la breve sesión, Manuel le había dado pormenores a Rosa de su negocio y le propuso matrimonio. Ella dijo que sí, formarían un hogar humilde pero respetado. Tendrían hijos y les darían lo que ellos nunca tuvieron. En aquel momento se encendieron de románticos anhelos. Brillosos los ojos, se miraron plenos de cariño y de esperanzas sublimes. Rosa y Manuel eran ya novios comprometidos en matrimonio.

Manuel volvió a la mesa con sus amigos y la pequeña Rosa a cumplimentar a un caballero americano de enorme estatura. El atlético manoseaba a Rosa y ésta cruzaba su mirada con Manuel a modo de disculpa. ¿Qué podía hacer ella? Ni modo; era su negocio y tenía qué. Pudo ver Manuel que aquel señor tan ricamente vestido se llevaba a su adorada novia al cuarto a tiempo que le agarraba las nalgas cuando no las tetas. Viéndolo apenado, «El Mula» le dijo a modo de consuelo, No te hagas al pendejo, mano, no te aquerencies nunca de una pinche puta.

Amá, voy a jalar pa la frontera. De allí me paso de alambre y a buscar el dólar. Aquí no hay modo. Es por demás. Vete, y Dios que te bendiga. Si algún día te va bien, acuérdate de mí. No hagas lo que tus hermanos, que ni señas de ellos. Yo medio les maté el hambre y ya no di pa' más. Ya ves tus hermanas como andan, echándose de lomo y abriendo las canillas a cada vez que un desgraciado perro en brama se los pide. Muchas veces creí que tu también ibas a morirte como aquellos otros, pero saliste correoso a pesar de ser tan ñengo y canijo. Cuídate de todos modos, pues, aunque es cierto que la muerte no respeta a nadie, de todos modos es más cabrona con los pelados.

Era de madrugada con los primeros reflejos del alba cuando llevaban al «Hocico Pelado» a su casa. En las afueras, aunque no lejos de la ciudad, se bajaron los tres camaradas a orinar. Apenas si tuvo tiempo de aterrorizarse Manuel Amarillas. De frente, midiéndolo con las metralletas, vio a sus colegas. Con que querías poner changarro aparte, ¿eh? «Hocico Pelado», jijuelachingada. De modo que le querías madrugar al jefe, baboso. Ahí te va pa que sepas a Potra. Luego, a modo de oración póstuma, le dijeron una serie de palabrotas y empezó la pedorrera de las metralletas. El médico legista que examinó el cadáver de Manuel Amarillas, en cuanto corrió la sábana y vio el cuerpo del muchachito imberbe, movió la cabeza y se apartó a fumar un cigarrillo hasta una ventana. El cuerpecillo de Manuel tenía múltiples perforaciones en todos los órganos vitales. El hígado, los riñones, los pulmones y el corazón parecían panales de abejas con las celdas vacías. En la cabeza resultaba difícil hallar los ojos entre tanto agujero. El sin fin de agujeros de pies a cabeza daban también idea de ojos semicerrados, hinchados y enrojecidos por muchas horas de llanto.

Allá va Manuel llorando como vieja a media calle. Se lo va llevando la chingada de frío. ¡Ándale! ándale, ándale, mueve las patas, huevón. ¡Ora, nalgas chorreadas! Manuel con media camisa y desbotonada pa' acabarla de joder. ¡Límpiate los mocos, asqueroso! Manuel con las patas todas encholladas. ¡Chíngale! Manuel, acarrea leña, si no ya verás. Manuel con el cráneo y los cabellos tupiditos de piojos. Y no te quedes jugando, cabrón. Cuidadito con perder la feria. Comadre, présteme a Manuel para que me parta leña. Ándale, Manuelito, hazme un mandado. Levántate atizar, Manuel, ¿qué no oyes cantar los gallos? ¡Coman bichola, viejas necias! Nomás en cuanto se me tupan de pelos las verijas, y les dejo este pinche pueblo pa que se lo retaquen en el sieso. Las mañanas sí son bonitas con sus nubes recién pintadas. No llores mamá, aluego se me va a pasar la calentura. Cuando sea grande, amá, te voy a comprar una... ¡Órale, «Hocico Pelado»! capéatela, porque ahí te va otro chingadazo de plomo. ¿Qué no sabes saludar, animal? No andes encima de tus mayores como burro sin mecate. Lo más que uno los quiere hacer gentes, pura madre se educan, desatentos hijos de la chingada. Parece que los bajaron del monte a sombrerazos. Salude al señor, cabrón, y dele gracias por los cinco centavos. Ora sí jodimos. Te saqué mil piojos, pero te quedaron mil liendres. Vete de aquí. Ya me duelen los dedos gordos. Por favor, no me maten, por favor ¡Mamá! Mamaciii... ¡Me compraron pantalones! Me compraron pantalones, me compraron panta...

Se abría la primavera, bella y esplendorosa. Manuel vagaba por el monte como abeja que se embriaga con el polen y el aroma verde de las ramas frescas. Viendo las flores de los cactos, se iluminaba el rostro de aquel jovencito, tan torturado en sus carnes y tan lleno de llagas sicológicas. Sentía una alegría rara que lo embargaba de energías nuevas. Esa misma semana le dio una paliza La Remigia: En los pantalones de Manuel había plumas pegostiadas y gallinas muertas en los gallineros de las vecinas. Nunca se supo si fue cierto o calumnia, porque es el caso que cuando a las viejas se les ponía hacer caldo de gallina, allá iba Manuel a agarrarlas y matarlas. Eso lo pringaba de sangre y de plumas. El caso es que la gente, que sabe ser cabrona cuando se ensaña con alguien, siguió con el infundio de que Manuel se cogía a las gallinas. Los últimos meses que vivió en su pueblo fueron sólo tortura y escarnio. ¡Ahí va el cogegallinas! Se fue Manuel, a buscar otros mundos, a la par que se iba el otoño, teñido de nostalgia y temores. La Remigia le dio la bendición y un pequeño atado con burros de frijoles. Caía el sol, la tarde en que el joven andrajoso y medio descalzo subía la cuesta grande que le pondría telón a su pueblo, al fin y al cabo, su única querencia. Quiso irse de largo pero no pudo. Volteó para contemplar el jacalerio y sólo pudo ver manchas que temblaban y se partían. Todo su mundo se le borraba en una enorme laguna. Así siguió su camino, Manuel Amarillas, ciego de lágrimas. Fue en noviembre ya tarde para meterse el sol, cuando enterraron a Manuelito. Hacía un frío endemoniado. Lo enterraron dos trabajadores municipales: el Tano Valverde y el Chepi Ramírez.

A Manuel Amarillas lo vieron nacer las estrellas. Nació de la tierra. Sus ojos eran de tierra. Su boca era de tierra. Todo él era de tierra. Aquel suceso resulta muy difícil de olvidar. Manuel Amarillas, nació un veinte de noviembre a eso de las diez de la noche. Todo ese día había sido una fiesta continua. Se festejaba el aniversario de la Revolución, con el entusiasmo con que debe de celebrarse un hecho tan grandioso. Bajaron rancheros de todos rumbos al pueblo de El Palofierro. Hubo un desfile con hombres a caballo, escuelantes, y gentes del lugar. Llevaban banderas y gritaban «¡vivas!» a la Revolución. Entre la polvareda se distinguían los rostros entusiasmados y sudorosos de los marchadores. También hubo carreras de caballos sin faltar el jaripeo. Por la tarde, durante la fiesta escolar se dijeron discursos y recitaciones, y como es costumbre, culminó el día con un gran baile. Otro día en ronda de platicadores en cuclillas se platicó con gran entusiasmo de rivales que se habían dado de moquetes a mano pelona, de los que se habían navajeado las tripas, amén de un balaceado que tenía atorado el plomo en una pierna. La fiesta era estruendosa, no obstante un frío tan fuerte que congelaba la baba en boca de borrachos, y a flor de narices de chicos y grandes formaba témpanos de hielo con los mocos. Entre el tumulto resaltaba la alegría bronca de la chamacada que correteaba hendiendo sus gritos en la estridencia de mariachis guitarreros, sinfonolas, pláticas reticentes de borrachines. Aquí y allá, los novios encendidos, amigos de rincones oscuros y de la intimidad de los ramajes, se hurgaban sus mucosas, húmedos de pasión. Entre los juegos de azar, la bolita y la ruleta eran los más llamativos. Al ruido de las monedas, la gente se tupía en rededor como mosquero hambriento. El frío aumentaba, más y más intenso: norteaba un aire como cuchilla de rasurar en manos de un asesino. A pesar de todo, La Remigia había colocado su puesto al atardecer. Consistía dicho negocio en una ruleta por demás singular; una mesa redonda, al centro de ésta la flecha que giraría hasta parar y apuntar el premio ganado. En rueda estaban dispuestos los premios con sus colores vivísimos. Eran figurillas de animales, hechas de azúcar. La Remigia cargaba un embarazo de ocho meses. No vestía un traje para tal ocasión ciertamente, sino un vestido de percal y un rebozo hebrudo sobre los hombros a modo de abrigo. El vientre simulaba una enorme sandía. De seguro que el frío se colaba hasta el nonato. A un lado de la mesa se apretujaban entre sí sus ocho niños: el mayor de siete, y el más pequeño, de 11 meses. Cualquiera pudo haber jurado sin temor a jurar en vano que a aquellos niños los estaba matando el frío y el hambre. Las telas de sus vestiditos eran delgadas. Además estaban desgarradas y a las camisas les faltaban botones. Eran niños de ojos muy grandes y bocas pequeñas.

¡Pasen, pasen, pasen, jóvenes, señores y niños! Prueben su suerte. ¡Por 50 centavos háganse dueños de este hermoso gallo, de este enorme gato, o de este precioso caballo! ¡Están hechos de dulce, muy delicioso dulce, para que disfrute toda la familia. Miren, qué lindos, son obras de arte! ¡Pasen señores, pasen jóvenes y niños, prueben su suerte! ¡Hagan girar la ruleta por 50 centavos, solamente 50 centavos!

Aumentaban los espectadores a la par que el frío. Los chamacos de La Remigia se unían en abrazo común. No lloraban. Estaban entrenados para soportar el frío y el hambre, con sólo muecas de mucha angustia. La Remigia actuaba, escogía las mejores palabras y el gesto más amable. Por dentro se la comía la desesperación. Con una sonrisa muy amplia y pasitos estudiados, pretendía huir de la histeria. Daba unos pasos hacia atrás anunciando su negocio, cuando tropezó con El Nervio, su niño de 3 años. Instintivamente arrojó rabia comprimida.

¡Muévete, hijo de puta, qué no ves que me tumbas, grandísimo pendejo! Reaccionó al instante la ruletera, y volteo hacía el público con su mejor expresión. ¡Gente de este pueblo hermoso, gente bonita, gente noble y digna, qué gusto me da estar aquí en esta población de gente tan honrada, tan distinguida y tan educada! ¡Pasen, pasen, a llevarse estas delicias, por 50 centavos nomás! ¡Niños, pídanle dinero a sus papás! ¡Señores, gánense estas preciosidades para regalo de su familia! Se le acercaron varios chamacos de espíritu ruidoso quizá para probar su suerte, pero La Remigia los contuvo con gritos potentes. ¡Ándenle cabrones, quiébrenme la mercancía nomás pa tortearles el hocico! ¡Ah, sí, pues, no faltaba más! Alguien murmuró entre la concurrencia, Quiere clientes, y en cuanto se le acercan los corre a la chingada.

Entre aquel público, los más eran chamacos desarrapados y traviesos, sin faltar los mayores ya borrachos o a medios chiles y unas cuantas mujeres. Empezaba a juntarse entre los mirones, esa animalidad que se revela en las multitudes, estimulada por hedores de alcohol, mierda y sudores, y el hacinamiento que predispone al manoseo. ¡Anden, señores, jueguen a la ruleta, por favor, por lo que más quieran! ¡Por vida de sus mamacitas, gasten 50 centavos y denle vuelta a la ruleta! ¡Anden, niñitos, anden, están muy buenos los dulces, si yo ya los probé! ¡Denle vuelta a la ruleta, muchachos, los va a premiar Dios!

Ya habían pasado dos horas y nadie probaba la ruleta de La Remigia. La Remigia gritaba con voz temblorosa y ronca. Con ambas manos, con gestos rápidos, se limpiaba los lagrimones antes de que rodaran por los cachetes. Por fin, se le acercó el primer cliente: un borrachín torpe que al darle vuelta a la flecha derrumbó al hermoso caballo de azúcar de color rojo subido, dejándolo decapitado y sin una pata. ¡Me desgraciaste el caballo, borracho desgraciado! Tienes que pagarme 20 pesos; con esto tengo que matarles el hambre a mis mocosos. El hombre culebreó entre los asistentes seguido de los gritos de la Remigia. ¡Me chingué el alma lavando ropa ajena pa poner este puto negocio y todo para que tú lo desgracies, borrachento hijo de tu chingada madre! ¡Abusón, sinvergüenza, así te caiga un rayo por malalma!

La mujer se agarraba el vientre con las dos manos. Ahora hasta tú me estás dando de patadas, hijo de tu chingada, puta madre que te carga. De los concurrentes le llegaron comentarios en voz alta. Está loca esa pinche vieja. Con ese genio ni las moscas le van a hacer caso. Ya revienta; pa' mí que son cuates. O pare o se la lleva el viento. Alguien gritó, ¡Qué encierren a esa, pinche loca, pa' que no ande suelta!

De pronto, La Remigia cambió de actitud y personalidad. Ahora era otra Remigia. Se puso las manos en jarras y sacando aun más la panza, dio unos pasos agresiva y desafiante. ¡Ciudadanos de este pinche pueblo méndigo, son ustedes una bola de muertos de hambre jijos de la chingada! ¡Cabrones! ¡No sueltan ni un pinche tostón pa ayudarle a esta vieja panzona, pero sí pa hincharse de mezcal! ¡Marranos! ¡Mariguanos putos! ¡Y ustedes chamacos, lárguense de encima de mi pinche negocio, y vayan a preguntarle a sus chingadas madres por el cabrón que los hizo! ¡Lárguense, bastardos!

La respiración de La Remigia se había vuelto un fuelle. Gritaba iracunda sosteniéndose el vientre. Sus niños lloraban en coro, aterrorizados. No se supo quién fue el primero. Lo cierto es que sobre el orgulloso gallo de dulce cayó una piedra que le arrancó un ala de cuajo, lo dejó sin pico, le cercenó las patas, y lo dejó rajado de en medio. Entonces La Remigia molió a puñetazos las figurillas que quedaban y volteó la mesa. Al público le arrojó el gato blanco envuelto en mentadas. La Remigia cayó en un ataque de histeria que la hacía brincar y retorcerse como endemoniada, al mismo tiempo que se deshacía en alaridos. Sus ocho chamacos la imitaban, gritando y llorando, llenos de pavor. Los mocosos se querían prender de las faldas de La Remigia y ésta los arrojaba contra el suelo, violenta. Parecía aquello una actuación cumbre de teatro dantesco. Ahora rodaba por los suelos La Remigia, echando maldiciones envueltas en espuma lodosa. Alguien sugirió a gritos, ¡Traigan a doña Cuquita, esta vieja está pariendo!

Como vivía cerca, no tardó en llegar la octogenaria, moviendo con prisa sus piernas arqueadas, haciendo crujir su cuerpo viejo. Seguían dos niñas, una cargaba un recipiente con agua tibia y la otra varias tiras de manta limpiecitas y una cobija moteada de flores rojas. La Remigia bramaba de dolor. El círculo de curiosos se abría para darle paso a la comadrona. Diez pasos antes de que llegara doña Cuquita parió la Remigia. Parió a Manuel Amarillas sobre la tierra pisoteada, tierra regada de vómitos y escupitajos, tierra mezclada con excremento de animales y mierda de cristianos, tierra estigmatizada con desprecio humano. La anciana levantó aquel bulto viscoso de los pies, todo cubierto de lodo, le dio una nalgada y éste soltó un llanto que no pararía nunca. Doña Cuquita lo bañó en cosa de segundos, lo envolvió con destreza y se lo pasó a su biznieta para que lo llevara pronto a lugar tibio. Esa noche, doña Cuquita les dio frijoles y tortillas a los niños de La Remigia, hasta que dijeron, «Ya no quiero más». Manuelito Amarillas seguía llorando. A un lado, acostada, La Remigia lo acompañaba con sollozos y moqueos.

De cuando Dios visitó a unos labriegos

Dicen que de vez en cuando a Dios nuestro Señor le da por visitar a la gente. Así fue cómo un día de tantos a Dios se le ocurrió ir a platicar con unos campesinos que se disponían a sembrar sus terrenos.

Era un día de lo más bonito. Las nubes navegaban por el cielo en figuras de santas muy chulas, de apóstoles ceñudos y de angelitos juguetones. Como apenas salía el sol, el firmamento se iluminaba con destellos gloriosos de un rojo que se tornaba en rosa, oro, guinda y en muchos otros tonos.

Jesús vestía túnica y sandalias e irradiaba calma y bondad. Se allegó primero hasta Matías Ornelas, alias el Malgenioso, y le habló. Buenos días, hijo. Buenos serán para usted, porque a mí me anda llevando el diablo con esta yunta de bueyes desgraciados que se caen de flojos. ¿Qué siembras, hijo, que andas tan enojado? Piedras, respondió el Malgenioso, y siguió labrando. Piedras cosecharás, sentenció Dios, y siguió adelante.

Seguido se enfrentó a Leonel Lovio, mal llamado el Cascarrabias, y le habló de este modo. Buenos días, hijo. Yo no soy su hijo, ¡viejo metiche! Lárguese de aquí y no me siga estorbando. ¿Qué siembras, hijo, que andas tan endemoniado? ¡Mierda! Mierda cosecharás, hijo, dijo Dios, y siguió su camino. No tardó mucho tiempo Dios Nuestro Señor en estar frente a Benito Flores, conocido como el Bueno, y así le habló. Buenos días, hijo. Buenos días, señor caminante, bienvenido seas a esta humilde propiedad. ¿Tienes hambre o sed, señor? Yo te asistiré en mi pobre casa. Gracias, pero voy de paso ¿Qué siembras, hijo? Siembro trigo, señor, el pan nuestro de cada día. Trigo cosecharás, hijo, así dijo Dios, y se perdió en la distancia. Pasaron varios meses, y para asombro de mucha gente y sorpresa de aquellos campesinos, sucedió lo increíble. De la siembra del Malgenioso empezaron a brotar piedras. Este se dio a la tarea de echar carretadas de piedras fuera de su terreno, pero entre más piedras sacaba, más piedras salían, hasta que toda su tierra se volvió un pedregal tan grande, que ciertamente se formó una loma de piedras. Para qué decir que el Malgenioso se tironeó de los pelos, de plano se arrancó las barbas hasta dejar su cara tan lisa como una nalga. Tanto se enojó que se sangró pies y manos de tanto pegarle a las piedras.

Pero, ¿qué sucedió con la siembra del Cascarrabias?

Pues, qué otra cosa iba a suceder: empezó a nacer mierda y más mierda de su suelo, tan hedionda que hasta las moscas le hacían el feo. Quiso limpiar su tierra sacando carretadas de caca, pero entre mas caca echaba en la carreta con su pala, más caca salía de aquellos veneros. El mismo Cascarrabias andaba convertido en un mono de mierda. Tantas maldiciones decía y tan horribles, que en su tierra se formó un cerro de caca, de tantas especies como colores. Lo peor es que ni el sol la secaba.

Ahora veamos la siembra de Benito el Bueno. Tanto trigo prodigaba aquella tierra que no bastaban cien carretas para llevar el trigo al molinero. Todos los vecinos de Benito el Bueno tuvieron comida abundante. Benito llenaba trojes y almacenes y el río aquel de trigo seguía creciendo hasta convertirse en una montaña.

El Güero Paparruchas

Las piedras refractaban con fulgor intenso la fuerza de un sol que en su trayectoria desmembraba al cielo en dos, como hacha de fuego. Una docena de labriegos araba la tierra al paso de caballos bañados de sudor que tiraban de arados egipcios con puntas de hierro y manceras de madera. Sonaban las cadenas de las guarniciones y el rumor de terrones que se quiebran. Zanates y cuervos que revoloteaban a ras del suelo y bajaban a comer lombrices de la tierra recién abierta; llenaban los ámbitos de graznidos estridentes.

El Güero Paparruchas se acercaba al grupo montado en su caballo alazán. Ambos, jinete y animal, eran huesudos y largos. Miren, ahí viene el mentiroso. ¿Qué no irá a sembrar maíz, este Güero? Prefiere andar contando sus mentirillas. Pues sí, haciendo perder tiempo. Vamos a parar por un rato, cosa que le damos resuello a los caballos. A ver qué cuenta de nuevo este Paparruchas. ¡Quiubo, gente! Ya mero comemos elotes asados ¿eh? Vamos a ver, Güero, mientras bebemos agua, dinos qué historia inventaste ahora. No señor, oiga, yo soy muy verdadero. Para qué les digo lo que me acaba de suceder, si al cabo nadie me va a creer. Anda hombre, cuenta, yo sí te creo. Si no se ríen, les cuento la cosa tan increíble que me acaba de pasar. Acuérdense que lo que les voy a platicar es serio y muy cierto, por vida de Diosito santo. Demonio de Güero ya está jurando en vano.

Ahorita vengo del monte, ya hace tres días que se me perdió la vaca pinta y la he buscado día y noche por el campo. Todavía vengo asustado; yo la buscaba en la tierra; resulta que la encontré en una manera tan rara, que es para dudar que pasen cosas tan extrañas. ¡Ah! Güero hablador, ahora vas a decirnos que la encontraste bailando mambo. Se los dije, incrédulos, ya se están riendo. Ya estaba por parir la pinta cuando se fue al monte. Bueno, dije yo, ya volverás con becerro. No, qué iba a andar volviendo. Pos en la mañana le dije a mi alazán: anda tú, te voy a ensillar y nos vamos para el monte y a ver qué pasa con esa vaca. Con este calor del demonio debe estar amatorrada, porque lo que es en los llanitos, con este sol, amigo, no se encuentran ni liebres, ni cachoras, nada, nada. Por horas y horas, la busqué toda la mañana y anda vete vaca; ya no está viva; ni señas de la cría, ni de la madre. Pero qué extraño, no se ven zopilotes, perros ni coyotes, que se la estén comiendo. Aquí, amigos, viene lo bueno.

Vas a salir con que te espantó la vaca, condenado Güero. Ahora sal con que te correteó el animal. Va a decir que encontró a la vaca cantándole el «hilo que lulo» al becerrito.

No, miren, pongan atención, ya había perdido la esperanza de encontrarla, saqué el pañuelo para limpiarme el sudor de la cara, y cuando me secaba la frente, vi algo muy lejos y muy alto que venía volando. Pos qué diablos es eso, no parece pájaro. No, pájaro no es, no tiene alas. ¡Ay, jijo! ¡Es mi vaca! Se me vino derechito, derechito. ¡Cuidado, va a apachurrarnos! ¡Sssss! La vi de reojo. Venía riéndose la condenada vaca, riéndose a carcajadas. Hasta me tumbó el sombrero. Ahí va para arriba otra vez bien alto, luego ahí viene planeando, suavecito. ¡Diablo, viene para acá! Esta vez sí nos aplasta, alazán; jálale para la casa. Luego vi que aterrizó el animal, y pensé, «Con esta vaca me hago rico, de perdidas se la vendo a un circo».

¿Qué pasó, Güero, tenía alas la vaca? ¿Todavía se estaba riendo? Cada día estás más refinado, nadie me había dicho que una vaca volara. ¿También el becerro volaba tras ella? No, fíjense bien, la cosa tiene explicación, la verdad es que la vaca ya estaba muerta. Para acabalarla, de modo que era el espíritu el que volaba.

Bueno, ora verán, me acerqué con mucho cuidado, no vaya a ser... ¡Adió! Esta vaca está muerta. Parece tambora de tan hinchada, se le oyen ruidos adentro. Voy a asomarme ¡Ah! Con razón. Le di una patada en la panza y luego vi que se le salía un zopilote por la cola. Seguí dándole patadas, hasta que salió toda la zopilotada. Hubo un momento en que creí que la vaca paría zopilotes, eran siete. Luego di con lo que era: resulta que los pájaros éstos ya le habían comido las entrañas a la vaca y seguían picoteándole los huesos, cuando en esto llegó un coyote. Éste metió la cabeza por la cola y les pegó un aullido muy fuerte. ¡Amigo, con ese susto y sin poder salirse del cuero, volaron los zopilotes estando adentro y ahí van para el cielo con todo y carcaje a vuela que vuela! Pues nomás dígame, a ver, cualquiera en su sano juicio hubiera creído que era una vaca que volaba.

Te va a cargar el diablo con todo y guaraches, por embustero. Basta de paparruchas, ¡a trabajar! Ya me voy, raza, adiós. Adiós, mentiroso, a ver qué más inventas. Si en aquellos días hubiera sabido la importancia de lo que decían los viejos me la habría pasado oyéndolos.

En ese entonces, también yo creía que el Güero Paparruchas era el hombre más mentiroso del mundo. Todos los días regaba sus historias fabulosas por todos lados. No bien las platicaba cuando ya andaban de boca en boca, haciendo las delicias de chicos y grandes. Todo el mundo se regocijaba con sus relatos. Ahora, después de tantos años, el Güero Paparruchas se me ha vuelto un misterio. El Güero carecía en absoluto de instrucción formal; no sabía ni leer ni escribir, pero era un maestro consumado, como el que más, en el arte de platicar. Su prodigiosa memoria le había permitido almacenar toda anécdota o acontecimiento notable a través de sus cincuenta años. Todavía más, era tal su imaginación y el vuelo de su fantasía, que no importa qué platicara, todo lo adornaba con sumo interés y gracia. Este hombre era sencillamente un creador nato, un folklorista, que en otra circunstancia quizá hubiera podido convertirse en un extraordinario escritor. Sin embargo, como conductor y exponente de la tradición oral fue un gran contribuyente. En el pequeño pueblo de mi infancia, Santa María de las Piedras, se va diluyendo el recuerdo del Güero, yéndose en la memoria de los viejos que mueren. Pero sus relatos siguen en boca de jóvenes, cambiando de forma, pero no de esencia, alimentando así el río de las tradiciones que dan carácter a la cultura de un pueblo. El Güero murió hace muchos años. Ahora se me ocurre evocarlo, porque en todos los pueblos, a través de los tiempos, siempre se darán estos extraordinarios narradores que nunca se apasionan de la fama, ni sufren desvelos por anhelar vanos homenajes o inútiles reconocimientos.

Pero Cresencio, tú estás hablando del Güero Paparruchas. ¿Y qué de tu tata don Nacho? También tenía lo suyo, lo mismo los demás viejos. Eran como libros a los que jamás se les agotaban las páginas. Bueno, pues ni modo, se fueron. Ahora cuando alguien cuenta algo dice: como decía don Teófilo, don Lalo... Sí, qué viejos, lástima que no sean eternos.

Ambrosio Ceniza

Ambrosio Ceniza no parecía tener sangre. Los ojos se le miraban secos y encuevados como perros del mal. Chaparro y dientón, parecía mono de hueso, forrado de cuero de un prieto aterronado. Aparentaba ser alto a fuerza de esquelético. Cualquiera en su sano juicio hubiera jurado que Ambrosio Ceniza no tenía panza, mucho menos tripas. Sin embargo, de la figura de Ambrosio Ceniza emanaba una energía siniestra. Por eso en cuanto llegó a Fireland fue respetado por la plebe sin siquiera hablar una sola palabra; bastaba con su mirada misteriosa de hombre muerto. Ambrosio Ceniza había llegado por el Desierto de Sonora, sin agua. Todos lo supieron sólo con verlo porque en ese campo, cual más, cual menos, se habían topado con el desierto para llegar a Gringuía.

Durante el verano, Fireland se convierte en estufa del demonio, y los trabajadores en leña. Ambrosio Ceniza llegó en una tarde que se iba achicharrada. Se dejó caer de espaldas en la tierra con los brazos en cruz y no despertó hasta otro día. Los demás mojados se miraron entre sí sin hacer el menor comentario.

Los extensos campos agrícolas que rodean Fireland y se extienden al Valle Imperial están prácticamente pegados a la frontera, muy vigilados por los border patrols, no obstante están saturados de espaldas mojadas. De otro modo se perderían cosechas y los agricultores tendrían que pagar sueldos altos, subirían las legumbres y demás productos del campo a precios muy elevados y tendrían más éxito los huelguistas.

Ambrosio Ceniza se instaló al aire libre, al pie de la labor, como sus compañeros. Vivían a la sombra de tres fresnos alineados. Preferían los árboles a entrar a aquellas casuchas tan reducidas y calientes, ya viejas y construidas de una madera tan corriente que no ofrecían mayor protección. Al fin que a un lado corría un canal con agua del Colorado y a cuyo amparo se habían criado aquellos fresnos que les daban consuelo, aunque a decir verdad eran sombras perforadas, porque las hojas se quemaban con los lengüetazos de lumbre a que estaban expuestas. La brigada a donde se allegó Ambrosio Ceniza constaba de más de 30 mojados. Empezaban a trabajar a las tres de la mañana y paraban a la una de la tarde porque para entonces ya la temperatura fluctuaba entre 120 grados hasta llegar a 125 o más. A esas horas empezaban a caer los insolados con las entrañas chamuscadas, los que seguían vivos quedaban «picados» pero a otros no les quedaba aliento para contar el percance a nadie más.

Otro día cuando los espaldas mojadas volvieron de la labor vieron que el hombre seguía de espaldas, algunos se inclinaron a percibir su aliento, pues, su aspecto era cabalmente el de un muerto. Siguió así por unas horas. Lo despertaron las voces y se puso de pie dispuesto a bañarse en el canal. Cuando se desfajó su camisa de manta, quedó al descubierto un enorme cuchillo, metido en una funda muy vieja del mismo color de su piel. Todos se miraron entre sí con vagos presentimientos. Pasaban las horas y Ambrosio Ceniza no pronunciaba palabra, pero miraba con la misma dureza de aquel sol de Fireland que no conocía la piedad. A la hora de cenar, aquellos hombres torturados por tantos rigores cocinaron de sus modestos alimentos, y cada uno ofreció algo a Ambrosio Ceniza; éste lo aceptó todo, y todo lo comió con voracidad. A aquella gente le costaba trabajo creer que Ambrosio Ceniza había comido tanto. Se va a morir de indigestión; ¡ah! cómo tragó este vale. Ni se le levantó panza al amigo. ¿Pa' dónde se le iría la comida? Hasta quedó más flaco. Ese amigo está raro. Ambrosio Ceniza no dijo palabra ni para dar las gracias. Quedó dormido como una tumba.

La primera semana trabajó Ambrosio Ceniza sin desdoblar la espalda, hincadas las manos en el vientre de aquella tierra fogosa que daba nacimiento a sandías deliciosas y frescas. Mister Jimmy, el rubio supervisor, lo miraba con su característica sonrisa, plena de ingenuidad, y unos ojos azules que siempre miraban con ternura. Mister Jimmy era un joven de soberbia estatura, próximo a doctorarse en sociología en la Universidad de Arizona. Dedicaba los veranos a trabajar con su padre, Mister Jimmy Johnson, en los extensos sembradíos que poseían. Desde pequeño, el junior había visto morir a muchos mexicanos de insolación y de miseria, pero a ellos siempre les sobraba la mano de obra que precisaban.

Ambrosio Ceniza ganó la increíble cantidad de 50 dólares la primera semana. Fue conducido en unión de sus compañeros a proveerse de cosas que necesitaba. Volvió al campo con paquetes de tortillas, una olla y un pequeño costal con frijol. Así, con tacañería vivió otras cuatros semanas. Permanecía mudo, si acaso llegaba a mover los labios, sin embargo, imponía su figura prieta, seca y casi esquelética. De sus pequeños ojos hundidos y el cuchillo que portaba, pugnaba por surgir a borbotones la tragedia.

Cuando Ambrosio Ceniza reunió 200 dólares sucedió algo extraordinario, algo que llenó de asombro a sus compañeros. Como todos los sábados al anochecer, Eddy Pérez los había llevado en el camión de su patrón al supermarket. Ambrosio Ceniza compró una caja refrigeradora que conservaba cubos de hielo por muchas horas. Seguido se había proveído de alimentos caros en abundancia; para terminar obtuvo un saco repleto de trozos de hielo que vació en el icebox sobre el jamón y demás viandas. El siguiente día, domingo por más señas, los ilegales trabajaron 5 horas solamente, como solían. En otras palabras pararon a las 8 de la mañana. De ese modo tenían tiempo de descansar un día a la semana y de paso lavar sus prendas de vestir. Los trabajadores dispusieron de sus alimentos mañaneros: huevos fritos algunos, otros más ahorrativos nada más frijoles y quienes café con pan. Ambrosio Ceniza, por su parte sacó a rastras la caja de comida y hielo que había dejado en la casucha que compartía con otros camaradas. Una vez puesta bajo sombra procedió a abrirla. No hubo quien no pusiera toda su atención en aquel ceremoniaje, aunque todos fingieran ver sin interés. Ambrosio Ceniza, el hombre que apenas si había movido los labios por tantas semanas empezó a hablar hasta por los codos y no paró en horas, hasta que cayó dormido.

Lo primero que hizo al abrir la caja fue sacar un jamón de cinco libras que colocó a un lado sobre el césped. Extrajo también una bolsa grande llena de pan, luego cuatro recipientes de cartón encerado, de los cuales dos contenían leche y los otros jugo de naranja, en cantidades de medio galón, cada uno. Empezó su hablantinería:

-Aitá la chingadera, pues, fíjense cabrones ontán ora, aquí hay hasta pa' tirar pa'rriba.

Seguido, a modo de ritual arrojó al aire medio galón de leche y medio de jugo. Sus compañeros miraban azorados. Ambrosio Ceniza se había quitado la camisa y entre tanto hueso resaltaba su enorme cuchillo.

-Toa la pinchi vía me le pasao con unambre del carajo. No miacuerdo diún solo día en que no haiga tenío hambre, por ejo, cuando supe quiaquí come la gente, pos, yo dije voy pallá a como dé lugar, y me vine en chinga, chingao. Los zopilotes como que me querían comer, pero, pos, cuál ganas, de verme asina. ¡Aquí toy ya!, ¡chingao!

Ambrosio Ceniza desenvainó su cuchillo y lo hundió con furia en el trozo de jamón, le arrancó una cuarta parte que empezó a morder mirando con recelo en su derredor. Al principio comió como un perro, apurado y ahogándose. Después con más calma alternaba los mordiscones con tragos de leche y bocados de pan. Comío durante el día entero, cuando no tragaba soltaba la lengua. Su voz sonaba iracunda, a tiempo que hablaba daba pasos entre sus compañeros con el cuchillo en la mano derecha y el trozo de carne en la izquierda.

-Vi morir a mis padres y a mis hermanos. Quesque 'taban malos. Qué malos iban astar; de pura hambre se murieron, pal caso, con cualquier catarro caiban y hasta nunca. En mi pueblo ya naiden siacuerda qué quiere decir comer. ¡Ah!, pero aitán los caciques y los políticos; esos cabrones comen por todos. No se les cai la Revolución del hocico. Quesque semos libres y ricos con mucho petrolio y plata y quién sabe qué más, ¡chingao! Los del banco ejidal y los comisarios acabándonos diamolar, ¡chingao!

Ambrosio Ceniza sacó una gallina frita del icebox, la puso contra la horqueta del árbol, impulsó el brazo con vuelo y le sumió el cuchillo en el pecho, la rasgó hacia el pescuezo, luego hacia abajo partiéndola de en medio contra el trasero. Todavía le asestó dos cuchilladas para arrancarle los perniles. Juntó las piezas, las puso sobre su aparato hielero y siguió comiendo.

-Mi anduve unos años como perro sin dueño, trabajando por una baba, de sol a sol, ¡chingao! Cuando me daban trabajo, me lo daban como limosna, porque hasteso tienen; se los tiene uno quiagradecer como si jueran santos a los papases de uno. Te tienes que agachar y bailarles l'agua. Luego, pos, me dieron ganas de casarme, una porque me gustó mucho una prieta, otra porque yo quería tener mi jacal y, pos, porque el hombre debe de casarse pa' no andar detrás de las gallinas y otros animales. Luego, luego cuajé un chamaco. Estábamos recontentos yo y la vieja, a risa y risa por cualquier babosada. Pero ¡chingao! con lo qui ganaba nunca engañamos las tripas. Total que nos nació un chamaco que no cabía en la mano, flaco y muy feo, que ni parecía gente, y ahí ando a busque y busque la papa, hasta me carranciaba cosas pa' mantenerlo. ¡Chingao!, cómo quería a ese chilpayate. No, pos, se nos peló de cinco meses. Ahí taba la vieja a chille y chille y yo amarrándome un huevo pa' no reventar de tanta tristeza. No, pos, que ya venía el otro. Me maté llevándole comida a la vieja, que si esto y que si l'otro, quelites, nopales y todo lo que podía a como juera. ¿Pa' qué? A lore parir se me murieron los dos; quesque ella se había deshidratado, ¡chingao! Todavía así duré unos meses en el pueblo sin más familia quel cementerio. ¡Jodido! ¡Que rebuén queso hacen los gringos! Salí pa'cá porque ya no aguanté la burla. Iba a llegar un político chingón, de esos qui hablan muy bonito y en media hora arreglan los problemas de todos con la pura lengua. No, posque los lambiones empezaron a pintar todas las piedras con el nombre de ese amigo. ¡Todas! todas las piedras, pa' onde quiera que miraba uno, al taba el nombre del político. A luego, no conformes, se pusieron a rasurar los cerros pa' pintar el nombre del fregón donde quiera, ¡desgraciado! Hasta eso que era lo único que no nos quitaban, el paisaje de mi pueblo, nos lo dejaron hecho un solo desmadre. A luego subió el fregón al poder, se sentó en todo lo que pudo, mandó al diablo todo lo que prometió, le dio en la madre al que se puso perro, y nosotros... lo de siempre, en las mesmas. Bueno ¿y estas malditas pelotitas verdes, que serán? Son aceitunas. Yo creiba que eran duraznitos.

Pa esto que llegó un compadre al pueblo de güelta de los Estados Unidos. Cuando se emborrachaba hablaba inglés y arremedaba a los gringos, pero iba gordo y todos empezaron a decir qui allá el más pelao come mejor que cualquier pinchi rico de México, y hay vengo en chinga, y aquí 'toy, pues, tragando suelto. Pal otro domingo gua comprar pasteles y nieve de todos sabores porque tengo muchas ganas de comer nieve y pasteles.

La digestión pesada y la tarde con su cielo de fuego se combinaron para poner a dormir a Ambrosio Ceniza. Se durmió con una pechuga a medias entre los dedos de una mano y en la otra sujetando el cuchillo. Tan esquelético, parecía un muerto roncando a todo vapor. Los hombres se retiraron del dormido para comentar aquel suceso tan absurdo y para huir del revuelo de tanta mosca ansiosa de atragantarse, amén de la procesión interminable de hormigas pequeñas que se aprestaban a proveerse de la comida diseminada por el hambriento.

Todos, cual más, cual menos, se dieron cuenta cabal del proceder tan inusitado de Ambrosio. No se comentó a voz en cuello, pero en murmullos sí. Si acaso, el único comentario un tanto agudo lo hizo un hombre pequeño de color terroso que había nacido con anteojos oscuros. Pos sí, dice la verdá, el pobre loco ése. A nosotros nos lleva la retostada dihambre, pero qué tal los ricos: pa ellos nu hay ley. Pueden robar y matar si quieren, y de paso limpiarse con la constitución. Qué nuevas, contestó Tacho Rodríguez a tiempo que borroneaba mochomos con los dedos gordos de los pies. Naces pobre y te amolastes, pior si naces prieto, ora que si naces campesino, pos, ni qué averiguar, te jodistes. El prieto Salomón movió la cabeza. Déjalos, si no la pagan ellos, la pagarán sus hijos, o sus nietos, de perdida.

Eran las diez de la mañana, Mister Jimmy apoyaba la mano sobre la espalda del capataz Eddy Pérez, y sus ojos sobre las espaldas de aquellos que avanzaban decapitando sandías, convertidos en cuadrúpedos. Cómo quería a los mexicanos, Mister Jimmy junior, y cómo los admiraba además, por trabajadores y humildes. Cuando lo miraban cerca, le sonreían con timidez desde sus máscaras de polvo y sudor, y en alarde de energías se apresuraban todavía más, para dar un rendimiento sobrehumano. Eddy Pérez, por su parte, les había hecho aclaraciones:

-Órale batos, qui tamos pa danos en la madre, pónganle al jale y ebribori jepi, sino achar piojos potro lao. Ta güeno, pistellen agua, pero nuagan vedera más que pura madre, ¿okey?, ¡okey!

Jimmy junior notó que Ambrosio Ceniza, el hombre que se clavaba en la labor sin beber agua ni levantar la cabeza, había ido a beber dos veces en menos de media hora. En tono condescendiente, casi cariñoso, comentó:

-Yo pienso que Ambrosio toma cerveza durante la noche. Don't you think so?

Eddy le respondió con una mirada oblicua que pudo leerse, «Ya arreglaré yo a ese vato».

Por espacio de varios días, Ambrosio Ceniza dedicó las tardes a comer con feroz desesperación. Por más que tragaba y tragaba, tratando de contentar el hambre de sus ancestros, lo que engullía no le hacía mayor bulto, sin embargo, se le aflojó la piel de los cachetes y se le corrió en bolsas a modo de ronchas. Durante las horas de trabajo, se arrastraba Ambrosio Ceniza, poseído de dolores en todos los huesos e intensa fatiga. Además, a cada momento iba tras el agua con la lengua seca y se prendía con ganas de sorberse los mares todos. Su resistencia se desmoronaba a los ojos de todos, también a los de Mister Jimmy. Éste se acercaba a Eddy Pérez y le decía con voz suave, sonriente el azul límpido de su mirada: Aquel hombre skinny no puede trabajar. Eddy a su vez aprobaba con ladino gesto y una mirada dulce con que mimbaba a su patrón.

Eddy Pérez dio en afilar su cuchillo de palo en las espaldas de Ambrosio Ceniza, y de allí a picotearle los ojos, las costillas, la nuca. Hasta que aquella situación hizo crisis para consternación de todos aquellos quienes fueron testigos de tan extraordinario suceso.

Como de costumbre, aquel sábado atardecido regresaban los mojados del supermarket. Al llegar al campo, como era rutina, rodearon a Ambrosio Ceniza, para ver un tanto de soslayo aquel ritual con que desenvolvía quesos y jamones. En esta ocasión estaban intrigadísimos por un bulto largo que no sabían que pudiera ser. Eddy Pérez, como era el que los transportaba, solía quedarse entre los espaldas mojadas por algunos minutos. Ahora estaba a un lado del icebox, junto a Ambrosio Ceniza, con un bote de cerveza en la mano, la vista atenta a los movimientos del hombre esquelético. Ambrosio Ceniza se quitó la camisa, de entre las costillas desenfundó el cuchillo a tiempo que escupía un horrendo, ¡chingada madre! Quien más, quien menos, se quedaron congelados con el grito de Eddy Pérez, cuando Ambrosio Ceniza hundió el cuchillo en el bulto y desgarró el forro. La cuchillada descubrió un hacha de un hierro disfrazado de plata. Empuñando el mango con suma agilidad mandó Ambrosio un tremendo hachazo. Sintió que se le hundiría en el cuello, cada uno de los mirones. El hachazo descargó sobre la caja de hielo. Ambrosio Ceniza siguió golpeando su icebox con tanta rabia que no tardó en hacerla trizas. Seguido empezó a tirar comida a dos manos. Ya volaba un embutido, ya una gallina frita, todo lo desparramaba. Por unos segundos permaneció estático con los brazos caídos, seguido habló con los dientes apretados y la voz ronca:

-Con questa es la tierra de la justicia, ¿eh? El mismo pinchi cuento eterno, darse en la madre pa otros cabrones, como el Mister Jimmy ése. Comida pal que trabaja... sí, pero pa' que se joda como animal. Ya me largo, pues, pa mi pueblo, a comer aire o tierra... cerca de mis muertos.

Ambrosio Ceniza se fue caminando por donde había llegado, al filo del crepúsculo se lo hartaba la noche. No tardaría en medir su arrojo con el desierto inmisericorde. No volvía solo, lo acompañaban los ojos pelones de sus compañeros caídos en el sopor de la tristeza. Lo acompañaba también, el pensamiento y la nostalgia de muchos hombres expatriados por la desesperación del hambre.

Timoteo no era tan pobre, después de todo, era dueño de un burro. El esqueleto del burro de Timoteo no era secreto para nadie. Aquel animal analfabeto parecía radiografía. Quién iba a pensar que Timoteo saldría de su pueblo mexicano, Las Ánimas, y que en ese burro flaco se pasearía por todos los Estados Unidos. Así fue. Un día amaneció con la ventolera y sin más ni más agarró camino y se fue. Antes le dijo a su burro: «Anda, vamos, tú y yo tenemos mucho que conocer».

Primero llegó a un pueblo de nombre Tucsón. Quiso saber de quién era un hotel muy alto y muy bonito. Para luego le preguntó a un güero:

-¿De quién es este changarro, oiga?

-What'd you say?

-¡Ah! de modo que este hotel es de Huachusey. Qué hombre tan rico debe de ser ¡caramba!

En Los Ángeles entró con todo y burro a Disneyland. Tanto gozó de ver las maravillas que vio, que abrazó a su burro y de paso a una joven platinada que estaba a su lado.

-¿A poco también esto es de Huachusey?

-What'd you say?- respondió la mujer.

-Luego, dije, con seguridad que esto es de Huachusey. ¡Qué rico es!

Timoteo entró a San Francisco montado en su burro flaco. Cuando iba sobre el puente Golden Gate, como había mucha neblina, creyó que era puente entre la tierra y el cielo. Asombrado preguntó por el dueño. Una muchacha más rubia que el trigo maduro, de ojos grandes y muy azules, lo miró extrañada con una sonrisa amable y a su vez le preguntó:

-What'd you say?

-Qué hombre tan poderoso es Huachusey, todo es de él.

Así dijo Timoteo, y siguió en su burro rumbo a Nueva York. Cuando llegó a Nueva York preguntó que si de quién era un edificio muy, muy alto, que se llama Empire State. Un viejo sordo, con perfil de gavilán, poniéndose una corneta en la oreja le gritó:

-What'd you say?

-Diablo de gringo tan reterrico, pos también esto es de él. ¡Qué va! no cabe duda que es muy rico, Huachusey.

En un pueblo que se llama Boston, le dieron ropa y comida a media plaza. Timoteo le preguntó a uno de los que repartían cosas a mucha gente pobre, que si quién era el que daba.

-What'd you say?

-¡Ah! con que es él; ya era hora que diera algo, tiene tanto, tanto, tanto. Qué bueno que es generoso Huachusey. Dios le dé más.

De cada cosa que le llamaba la atención, preguntaba Timoteo por el dueño, y todos le contestaban igual: Huachusey.

Las largas caminatas iban haciendo más y más flaco al burro de Timoteo. Si se le hubiera caído el cuero, habría quedado en los puros huesos. Un día, Timoteo le dijo a su burro: «Vámonos, mi flacucho, a nuestro pueblo Las Ánimas, ya tenemos mucho que platicar».

Al cruzar por un pueblo muy grande que se llama Chicago, Timoteo notó un revuelo de mucha gente. Se acercó y vio a mujeres y a hombres llorando muy afligidos. En la calle yacían muertos a balazos muchachos y muchachas que sangraban. Timoteo le preguntó a un policía que parecía estatua de concreto, que si quién los había matado.

-What'd you say? -dijo el guardián.

-Qué raro -pensó Timoteo- tan rico este hombre y anda de matón. Si no lo viera no lo creería. A unos les da y a otros los mata. Huachusey...

Por tanto trajín y desvelos, Timoteo se tornó preocupado y sombrío. Huachusey se le había convertido en un dilema, que por más y más que meditaba no podía comprender. «Qué raro hombre es este Huachusey: rico, generoso y a veces cruel...».

Después de muchos días de caminar, pasaba Timoteo por un pueblo llamado San Antonio, rumbo a Las Ánimas. A su burro ya no le quedaba cuero y se le había acabado la carne. Timoteo volvía montado en un esqueleto. Fue allí en San Antonio, donde Timoteo se topó con un funeral donde marchaban en procesión gentes de todos lugares y de todos los tiempos. Oía cánticos y rezos y el llanto apagado que las pisadas le arrancan a la tierra, camino del cementerio.

Timoteo vio que iba hacia él una mujer alta y descarnada que pisaba más arriba de la tierra y se cubría con velo de telaraña.

-¿Sabes quién murió?- le preguntó a la mujer, y antes de que ella hablara, Timoteo agregó- es él, Huachusey. Despertó sonriendo y haciendo planes. Le habían llevado un gran desayuno a la cama. Quiso decir algo y se le quedó entre los dientes una palabra congelada. Ya Huachusey, duerme, duerme, tu mañana será ayer.

Timoteo abrió los brazos en cruz y rezó, los ojos llenos de lágrimas. Luego enfiló rumbo a su pueblo, sin darse cuenta que recién se lo habían borrado del mapa.

Han pasado muchos años y todavía se recuerda esta historia a través de los pueblos de Aztlán. Hay quienes la cuentan en versos que oyeron de sus abuelos:

Cruzando bosques y pueblos

por allá va un mexicano

trota que trota en su burro flaco

se ríe de los desiertos

y no le importa el invierno.

¿Y de quién es ese hotel?

Amigo, es de Huachusey

¿De quién los caminos pavimentados?

Pos son del mismo pelao el mentado Huachusey

¡Ah, qué rico debe ser!

Es dueño de Disneyland.

Oiga, el puente ese de quién es,

Pos diga a cuál puente pues.

El que cruza aquel chamaco

¿Ud. dice el Golden Gate?

Pos de quién debía de ser

sino del mismo gabacho

al que nombran Huachusey.

¿Y de quién son estos campos

que cruzan estos caminos?

Son del mismo dueño, amigo

¡Ay, qué rico es ese gringo!

Por allá va el mexicano

cruzando por Nueva York.

Que no se me raje el burro

quiero ver a ese señor.

Todos los barcos son de él

y también los aeroplanos

tiene tiendas y cantinas

y muchos miles de carros.

¡Ah, qué hombre ese Huachusey

tan rico y tan afamado!

Ya me voy para mi tierra

tengo hambre y estoy cansado

ya me duelen mis tripitas.

¡Ay qué rico americano!

Paloma de las alas negras

pos qué es aquello que veo.

Están enterrando a un hombre

allá en aquel cementerio.

¡Ay cómo lloran por él!

Si quieres saber su nombre se llamaba Huachusey.


Río Santacruz

La Prensa, el cuarto poder, lo apoda con un dejo humorístico, más burla que otra cosa, «El río Renegado», sí, el río espalda mojada, el río ilegal, porque al adentrarse a los EE. UU. desde Nogales, Sonora, no muestra documentos que lo ameriten legalmente a cruzar la frontera. Es un río mexicano que se les mete sin licencia a territorio de Estados Unidos.

En apariencia, río Santacruz es sólo un tajo que afea el territorio por donde cruza como la infame cicatriz que marca el rostro de algún violento. No hay fuentes que lo doten del agua espejeante en que se contemplan los narcisos, ni a su lecho se allegan lindas doncellas a humedecer sus bikinis urgidos del líquido que refresca. Río Santacruz es un cauce arenoso que yace sobre un mundo desértico, si acaso coloreado a intervalos por breves manchones verdes. Los ignorantes lo creen muerto o dormido para siempre. Sin embargo, late; está vivo; desde lo hondo se desplazan sus corrientes. A la vera de sus márgenes se asientan extensos campos agrícolas. Los agricultores perforan pozos y acondicionan en ellos los aparatos de bombeo con que substraen el agua vivificadora que transforma sus dominios en emporios. Río Santacruz provee, da vida y solidez a la producción agrícola regional.

Otros rezagados, espaldas mojadas, ilegales, también contribuyen a irrigar tales campos con el río de sudor que producen sus cuerpos extenuados por la ardua labor cotidiana y la deshidratación constante. Son ríos ambos, renegados, en apariencia secos y que no obstante rebozan sandías, melones, lechugas, algodonales, maíz, etc., hasta quedar ellos chupados como bagazos. Riegan con sus corrientes profundas, que no muestran a la superficie porque salen de lo más profundo de sus veneros.

Llegan a pasar años sin que río Santacruz dé razón de su presencia. Cuando aparece de mera casualidad, desbordante, avasallador, y es maldecido por tantos, los viejos peones chicanos, rubios los bigotes por la nicotina, comentan con voz pausada, «Río Santacruz está reclamando lo que le pertenece».

Sobre estos parajes que ambientan a río Santacruz confluyen tantas dimensiones. Sin aunarse, se entrecruzan. En un mismo lugar a un mismo tiempo se suceden estadios que convergen y no obstante distan como de uno a otro universo. Paralelo a Santacruz, tiende su pista una supercarretera, amplia y recta. Sobre la pista se tiende un tráfico interminable de autos que anulan, con su velocidad y confort, el rigor del desierto y la amenaza mortal de un sol que requema con su fuego. Terrible fuego que descarna a las liebres y las vuelve chistosas, con sus brinquitos de niños espinados, orejas que se antojan alas, y ojos que resaltan como pelotas de golf. Del golf que practican en cotos alfombrados de césped los habitantes pudientes de las colonias que de trecho en trecho bordean el tajo seco de río Santacruz. Río Santacruz, reducido a sendero de perros y coyotes que se andan con la cabeza gacha, medio encandilados por la reverberación, confusos y sedientos como políticos en desgracia. Desgracia de peones mexicanos que pululan con azadas, palas y sobre tractores a lo ancho de los campos que aumentan las vegas del Santacruz. Centenares de peones que pagan tributo al sol con extenuación y sacrificios, doliéndose entre la meditación y el dolor, de cara a los crepúsculos dorados, de lo que pudo haber sido y quedó sólo en infame vasallaje, merced al capricho y la crueldad de aquellos que se gozan de la traición. Son renegados y espaldas mojadas que se allegan en éxodo a los EE. UU. en busca de la proteína que salvará a los suyos de una muerte lenta por el cáncer del hambre. Son los huérfanos de justicia que se abrazan a una tierra afiebrada con ruegos de protección. Por la misma morada de río Santacruz discurren los border patrols, La Migra. Los reptiles ya curtidos aguantan, pero los tiernos que salen cuando no hay más sombra que la del mismo sol, dan carreritas y se voltean de lomo, pernean y se quedan ahí con el hociquito abierto. Por aquí los seres viven las sequías intensas, muriéndose. En lugar de beber agua, beben aire seco y caliente.

A su paso por Tucson, río Santacruz se ha reducido a zanjón, ahondado a base de maquinaria. Son los especuladores que andan a la greña por robarle terreno para lucrar a sus expensas. En sus antiguos espacios se yerguen hoteles de lujo y soberbios rascacielos. Ahí se encuentran y se acomodan ricos huéspedes que así de paso gozan de lujos y de placeres. Bailan, conversan, conciertan negocios, comen, cogen y cogen las copas rebosantes de champaña y beben a placer. El río Santacruz, natural de estos lares, sobrevive humillado tildado de intruso por amos efímeros que al cabo serán ceniza histórica que el tiempo ha de barrer sin dejar huella.

Sobre la cauda de años que arrastra río Santacruz por los caminos circulares que el tiempo marca, hay décadas y siglos que van en retroceso hacia el misterio del olvido que ha ido quedando en los milenios que se vuelven una espiral en reversa. Espiral que succiona toda memoria, allí donde lindan los años con añales cuyas cifras para ennumerarlos no caben en ninguna testa.

Todavía un tanto ceñido a Nogales, recrean al Santacruz breves colonias de álamos y ramajes nutridos. Seguido se adentra rumbo a Tucson entre sembradíos, plantaciones de nueces y extensos páramos baldíos.

Tan nítido y brillante es el lecho de río Santacruz, que más que de arena parece estar alfombrado de microsoles. Pero si pones los oídos sobre su corazón, podrías oír voces y ruidos, como si fuera un caracol que enclaustra murmullos y secretos arcaicos de cuando el mundo era un bebé.

Se da el caso que, entre Nogales y Tucson, recién se ha formado un pueblo de puros viejos, miles de viejos retirados con más dinero que un exfuncionario. Aparte del viejerío acaudalado, es rarísimo tropezar con un niño en Green Valley. Ahora que en Tubac y Tumacacori sí hay demasiados buquis, pueblos éstos que están a un pelo de rana de las colonias de carcamanes. Llegan estos ancianos de quién sabe de dónde y mandan fincar unos palacetes de cuentos de árabes. Se encantan de río Santacruz y de sus márgenes. Lo ven quieto como si fuera pasivo de por vida, y adquieren sus riberas en propiedades. En esto, que llegan a llegar las nubes presurosas, haciendo un escándalo de los mil rocanroleros y en un momento echan agua, como para reponer las cuotas atrasadas, y todavía más por adelantado. Entonces vuelven a gritarle a río Santacruz, tanto los diarios, la tele, la radio y las personas callejeras, que es un espalda mojada, un río renegado. Los vejetes ricachones se dicen inundados, sin parar en la cuenta los incautos, que son ellos los que se han posesionado de lo que no les pertenece y que es de río Santacruz, signado por natura, nada menos.

Lo mismo pasa en Tucson, ciudad bonita que crece y crece. Escarban el cauce de río Santacruz hasta sangrarles las mismas tripas. En puntos claves revisten sus bordes con piedras y cemento. Luego cacaraquean que ya lo tienen maniatado. ¡Sí, Chuy, no te vayas a rayar! Le construyen y le construyen alrededor; ya nomás falta que le finquen en el mismo contenimiento. No, pues pasa lo que tiene que pasar; les da un llegón el río y les pega donde más les duele. Almacenes, condominios, residencias, fábricas, y párale de contar, se vienen abajo. Otra vez los insultos, acusaciones, reclamos. Que río renegado, río espalda mojada, dañino, arbitrario, licencioso, intruso extranjero, delincuente, asesino, bla, bla, bla.

Como las olas del mar, se suceden las tolvaneras, cuyo polvo va saturándolo todo. Así va extendiéndose en una sola voz la noticia escandalosa. ¡Río Santacruz ha vuelto y anda haciendo desgarriate y medio! No sólo está vivo, sino que se ha levantado en rebelión abierta. Como loco rabioso arrastra con todo lo que obstruye su paso. Ricos y pobres tiemblan angustiados. Se le persigue enérgicamente, con saña. Por cielo y tierra lo acosan las autoridades. La ciudadanía exige su arresto. Hay que doblegar a río Santacruz y aplicarle el castigo que merece. Es necesario reducir sus ímpetus criminales a un eterno confinamiento. Río renegado, río espalda mojada, burlador de las leyes de países ajenos a su condición de extranjero, pernicioso y delincuente.

Ya lo persiguen con denuedo. Es inútil, no le ajustan cadenas, esposas ni grilletes. No le daña bala ni puñal. Se escurre, se cuela, se diluye, se evapora, se filtra, discurre sarcástico, impune. ¡Cómo se carcajea burlesco! Disminuye ya su caudal. Esperan a que reduzca su volumen, que desaparezca su corriente. De inmediato le caerán sin darle tiempo a que huya a guarecerse a su sede subterránea. Escudriñarán los rebalses, ramajes, bancos de arena suelta, sin parar en que esté el cínico a medio cauce, ya de cara al sol a lapsos, o de la infinita procesión de estrellas, cuando la noche es reina.

Acaban de arrestar a río Santacruz. Atado de todas sus extremidades con esposas y cadenas, lo llevan bien preso. Lo aprehendió La Migra, los border patrols mentados. Se dice que también la Guardia Nacional tomó acción en la cacería. Son más de cien guardias los que lo conducen. Lucen hermosos con sus rifles nuevecitos, sanos, bien alimentados, pulcros como el Mister Clean. Tienen la sonrisa a flor de labio; se tratan entre sí con mucha deferencia. Cuando se dirigen al prisionero lo llaman Mister Sanacrows, con acento muy gracioso.

Ya se amoló río Santacruz, de medio a medio. Lo han metido a una celda que no cedería ni a bombazos atómicos. Mientras que comparece ante los tribunales, las computadoras hacen de las suyas: a base de números, de letras y quién sabe cuántas rayas más, lo han fichado con murallas de signos.

Eres un delincuente, río Santacruz: te declaramos prisionero de los EE. UU. por infringir las leyes de migración que rigen bajo su gobierno. Serás sentenciado al castigo que amerita tu osadía.

A río Santacruz se le acusaba de muertes y atropellos. Había arrasado con viviendas y moradores. Erosionaba terrenos cuyos propietarios confiaban en ellos como valores susceptibles de trocarse en cifras de muchos dólares. Se burlaba de algún curioso que se asomara a contemplar su paso, engulléndoselo. En zonas agrícolas había hecho desmadre y medio, mandando sembradíos al demonio sin ningún respeto a la privacidad de honorables ciudadanos. Cuando su furia llegaba al colmo, echaba a rodar los puentes monumentales que, a base de técnicas avanzadas y materiales superresistentes, habían construido sapientísimos ingenieros. Todos los comentarios confluían en los desmanes perpetrados por río Santacruz. Los diarios lo denunciaban con gruesos titulares. La chismografía en boca de comadres y de mitoteros reconstruía con acentuada exageración las hazañas de río Santacruz. Flotaba un placer morboso que llegaba al clímax de la excitación cuando en grupos se regodeaba la chusma en detalles trágicos y chuscos sobre el ímpetu inmisericorde de río Santacruz.

Lo más imperdonable es que es un delincuente intruso, es un ilegal, un espalda mojada, un mexicano sin la debida documentación para entrar a los EE. UU. ¡Río Santacruz es un renegado! Por su pura voluntad arbitraria cruza por los Nogales desde Sonora y se planta en Gringolandia, como Juan en su casa. Hay que echarlo, que se le arreste, merece un castigo escarmentador y, a la postre, la deportación bajo la consigna estricta de que no vuelva ¡nunca jamás!

Lo que hizo reventar la paciencia de las autoridades de migración y demás fue la manera en que actuó río Santacruz el día primero de octubre de 1983. Se pitorreó de todo mundo y así nomás, por sus meros calzones, se llevó entre las patas todo lo que topó mal puesto. El saldo: 13 muertos, edificios por valor de millones y millones quedaron en la ruina. Lo que no derrumbó hasta el desmadre, lo dejó desmejodido. Familias enteras quedaron en la vil chilla, quienes con una mano de bikini y la otra de sostén, espantados; cuales echando madres a manga tendida, amén de los que clamaron por justicia con el puño demandante en gesto sacrílego ante Dios, como si fuera Él, Nuestro Señor, cualquier chavalillo pendejo.

Desde Nogales, pasando por Tumacácori, Tubac, Amado, Green Valley, por el meritito corazón de Tucsón, y de ramalazo por Marrana, quedó el zumbido de río Santacruz martirizando los oídos de los damnificados. Alfombras y muebles de viejos jubilados de Valle Verde, enlodados hasta la madre; éstos, encabronados hasta el dolor de hígado e hinchazón del páncreas. Gozaban hasta mearse en los calzones los mirones hidromaniáticos de Tucson. Pingos mariguanos cantaban y aplaudían a cada vez que río Santacruz arrastraba con almacenes, condominios, simples residencias o algún cristiano sonámbulo. Lloran tristes hasta la muerte los que velan al hermano ahogado; o se duelen de pérdidas cuantiosas los que supieron que el azar lo mismo quita que da. Los de Marrana un solo llanto, nomás ven flotar sus chácharas. El pan de cada día se ha perdido de vista.

¡Yo, el mero mero, ordeno que me traigan prisionero a río Santacruz para juzgarlo! ¡Yo, el juez supremo, lo quiero muerto, retratado, de preferencia tráiganlo vivito y coleando!

Ya amainó; se fueron las nubes de huida; iban riendo como loquitas. Pareció que había llovido a la inversa; lucía el cielo recién lavado, el azul más nítido, el aire puro y fresco.

De camiones de color verde tenebroso, descendían individuos uniformados de verde miedo. Eran centenares; se tomaban de las manos y así peinaban el cauce, las márgenes y aún más allá. Tropezaban con las piedras picudas que el agua bronca recién descubre cuando corta a la tierra con sus filosas corrientes a modo de brusca cesárea. Se dieron de mano y hasta de trompa contra piedras ahuevadas por el rodar eterno del tiempo y del agua. Nada detenía el avance, ni las espinas carniceras de los arbustos, ni los latigazos sanguinarios de los hierbazales, ni tobosos cornudos, ni víboras colmilludas, ni siquiera los hambrientos lodazales que pretendían engullirse a los bípedos rabiosos de verde apariencia.

No habrá espacio para el descanso, nadie comerá. ¡Que nadie beba hasta no tener a río Santacruz encadenado! Al través de la luz, por entre las sombras, por sobre la atmósfera o por debajo de la tierra, daremos con ese demonio ¡río Santacruz! ¡Que se ponga en movimiento la guardia! ¡Aaatención: Migra, no vuelvas al cuartel hasta que traigas prisionero a río Santacruz! ¿Entendido?

Lo hallaron al momento en que el vejete Cronos cruzaba espinado con chollas; brincaba en una pata sobre las meras diez de la mañana. Estaba en un recodo sito entre Tubac y Tumacácori. Dormía encuerado sobre un banco de arena, rodeado de gran variedad de arbustos: romeríos, cardos, mezquites tiernos, ramas y cosas raras de las que el agua arrastra. De tan mimetizado como estaba con su piel de creciente, sus barbas de raíces, sus dientes de arena, su humanidad fluida, no fue reconocido de inmediato. Ya lo peinaban sin verlo, cuando en esto, un guardia se topó con él y, a tiempo que caía de narices, gritó: ¡Aquí está el cabrón, ándense con tiento!

Reposaba río Santacruz el placer de los sueños en el sueño, de espaldas, con los brazos y piernas extendidos. De almohada le servía una tortuga solícita; a modo de colchón una alfombra de sapos sustentaba su físico. Entre el largo cabello, las barbas, los dedos de los pies, el vello del pubis y de los sobacos, circundaban viborillas del grosor de los mismos pelos. Una decena de pájaros de patas y picos extralargos, de los llamados tildillos, le pizcaban semillas y parásitos de entre la cabellera, las orejas, las arcas, los pies, el ombligo; también le revolvían los testículos a caza de insectos. No obstante, río Santacruz sonreía. Amplios paréntesis delimitaban la sonrisa en su rostro, en una expansión plena de sensualidad y picardía. Al fin lo encadenaron. Despertó sonriendo. Río Santacruz, en nombre del supremo gobierno de los EE. UU., te declaramos preso.

Ya está en el banquillo de los acusados río Santacruz. El juez, Your Honor Mister Constitution, lo observa, mientras el abogado acusador lee un catálogo de crímenes adjudicados al reo de faz de piedra laja con pelos. El relampagueo de las luces de las cámaras desde todos los ángulos, ametralla a río Santacruz. Lo han vestido de calzones playeros, sandalias y camisa multicolor de mangas cortas; lo corona una gorra mínima a guisa de barquichuelo.

Que hable tu abogado defensor, río Santacruz, sugiere:

- Your Honor Mister Constitution. Me defenderé yo solo; no necesito vejigas para flotar. Que se vayan los leguleyos a hacer leña al monte. Desembucha ya, viejo juez, a ver, dime, pues, ¿qué te pica?

Por todas tus tropelías, abusos y desmanes, por ser extranjero violador de nuestras leyes, por soberbio, grosero y reincidir en tu criminal empeño, te condeno a mil años de prisión, con derecho a apelación por libertad condicionada hasta los 999 años de encierro.

Río Santacruz se convulsiona hasta las lágrimas. Coinciden en su gesto la risa y el llanto. Trema la sala entera.

-Yo, río Santacruz, no conozco más leyes que las de mis abuelos, Los Tiempos. Nací bajo la voluntad del Supremo, sin límites que obstruyeran mi paso. Los auténticos derechos humanos y leyes naturales verdaderas no vedan el aire, ni el espacio, ni los alimentos, a las criaturas que viven y deambulan por la faz de la tierra. Las leyes con que ustedes me condenan por espalda mojada, son leyes muy crueles, sin más razón que la sinrazón de la fuerza y los caprichos arbitrarios de los que ignoran a Dios y a la naturaleza. Me dicen que invado propiedades ajenas. Yo sólo reclamo lo que me pertenece, pues, que mis cauces zigzaguean de uno al otro lado. Que nadie vede mis corrientes, ni trace alambradas en lo que son mis rumbos naturales. Por mí florece la agricultura y come mucha gente; no mato, muere en mis aguas el imprudente. En verdad he sido yo el progreso de estas tierras, pero me pagan con prisión y desagradecimiento. Vayan y pídanle documentos a los sahuaros, a las choyas, a los ocotillos, coyotes, venados, víboras, y responderán igual que yo. Soy legítimo morador de estas tierras; pongo de testimonio al Sol. Por estas tierras se han ceñido mis pasos, desde muchos años antes de que ustedes nacieran.

Ya encierran a río Santacruz bajo muros de piedra y puertas de hierro. Lo encadenan y vigilan guardias armados con metralletas. De pronto, pesa sobre la atmósfera una humedad que sofoca. Todo mundo traspira hasta empaparse la ropa. La gente resuella como los perros, y los perros respiran como personas borrachas. Se mojan pisos y documentos. Se deslavan cabelleras teñidas; escurre el maquillaje de los rostros. En ojos intrigados, hay alarma y extrañeza. Salen de sus cubículos los empleados carcelarios; se integran corros inquisitivos a media calle; chillan los cláxones de los autos las histerias de sus dueños. Por sobre la férrea construcción trasciende de techos y paredes sólidas una nubecilla misteriosa. Cobra figura antes de diluirse en el espacio. ¡Río Santacruz se escapa! ¡Se escapaaa!

Pese a los centenares de guardias que vigilan, aunque pretendan impedir su paso, volverá río Santacruz, porque así lo han dispuesto sus antepasados, sus abuelos milenarios: Los Tiempos.

En aquel mar de naranjas se mueven más de cien mexicanos. Debajo de los árboles improvisan viviendas. Acondicionan cajas de madera para guarecerse de la intemperie. Cuando llueve se resguardan como ratas. Trabajan a sus cuerpos como si se tratara de máquinas ajenas, hasta dejarlos como vil bagazo. Lo hacen para contentar al capataz que los vigila, y merecer así los billetes que les otorga un tal patrono, lana que no hallan en su misma patria por causas que hasta los gatos comentan. Es leyenda que allí han muerto mojados, extenuados por la labor, más que ardua, cruel. También los tuerce el asedio ponzoñoso del sol, ese sol que recuece hasta los tuétanos. Se dice entre murmullos y alguna palabra altisonante, sin que se sepa a ciencia cierta, que entre esos surcos, bajo los naranjos, han parido a sus escuincles algunas mujeres que siguen a sus hombres como soldaderas.

Cuando está en fruto el naranjal, saturado de múltiples esferas doradas, se ve desde arriba como un mar de oro burbujeante, o quizá como una noche verde, muy verde, plagada de estrellas anaranjadas.

Desde hace cosa de un mes, Juanrobado pizca naranjas. Sus brazos huesudos se mueven certeros. ¡órale, naranjas zanjas, acá mangas y remangas! Se suceden las cajas llenas de jugosos cítricos. Allá andan la bola de mojarrines encaramados en escaleras. Se retuercen y se estiran como changos. ¡Pícale, Juanrobado! ¡Malditos cestos! dijo el de los canastos. ¡Échale maíz al gallo! ¡Llénale el buche de grano en grano! ¡Pero, pues, mueve el esqueleto, más, más, más! ¡Ocho horas, diez...!

Acá en la finiquera se siente el calorcito, pa' que lo sepas. Si se te duerme la paloma te vuelves empanada, camarada. Ten cuidado, bato garabato; desde que amanece, te pega el sol con el puño cerrado. Lo ves y no tienes otra cosa más que echarle de la madre. Tú que le entras al jale y el sudor que te chorrea, y entonces sí, es una sola exprimidera de la retostada. Tuerce la camisa fuerte, así para que se medio seque, ora el pañuelo. ¡Oye! ¡oye! no, los pantalones no te quites por respeto a las viejas. Míralas como dejan el alma entre los naranjales. Todavía tienen que hacer tortillas y a media noche corretear a la cigüeña, como que están más amoladas la rucas. ¿Tú, qué piensas? ¿La migra? No'mbre. ¡Aquí te hace los mandados y te come los pilones. Dicen que todo esto es del hermano de un coyote grande, con dientes de lobo y cola de perro. Pa' que no se les pierdan algunas cosechas, los batos de la migra se hacen como que no «huachan», ya tú sábanas, carnal carnaval. Si acaso alguien te ha dicho que pizcar naranjas es jugar al trompo, ¡Chale! Te está vacilando ese cuate. No vayas a creer que este jale tan gacho es igual que agarrarles las toronjas a las chavas.

Juanrobado no tiene pelos en la cara. Como buen indio, es de natural prieto, requemado además por la tatema, más flaco que una bicicleta. Por eso tiene aires de chamaco, pero ya le peina a los treinta. Sobre su gran tristeza le hormiguea siempre una sonrisa. Sus compañeros le hacen bromas. A veces se pasan de la raya, pero él sonríe de continuo: «¡Órale!, Juanrobado, ya sé cómo vinites. Como el peso anda flotando y se resbala y no vale una tiznada de tan liviano, pos, ticites una alfombra de billetes y te vinites volando. ¿De dónde eres, Juanrobado? De Santa María Todo el Mundo. Dice que es de Santa María Todo el Mundo». De tarde le dan tortillas y frijolones graneados. Hay algo que lo hace aparecer más desvalido que los otros, no obstante que a todos los ha meado la chucha.

Un domingo de tantos se volvió un desmerequetengue entre los naranjos. Se hizo de parranda. Con la tragadera de cerveza, cantaron los amigos de la tandaraleola y de paso pusieron hasta las manitas a Juanrobado. Cómo lloró el infeliz huacho. Parecía un desgraciado huérfano recién destetado por la calaca.

«¡Cartas, Raza, cartas! ¡Para ti, para ti, al alba! Juanrobado, carta de Santa María Todo el Mundo». Leyó palabra por palabra juntando las sílabas trabajosamente. Cuando terminó se fue a esconder sus lágrimas.

«Al fin sabemos de ti Juan. ¡Cómo te extrañamos! Los niños lloran por ti; también yo. Creíamos que te había pasado algo. Con los 50 dólares que nos mandaste compramos tantas cosas. Juan, a Lucita la volvió a ver el doctor, dice que no pasará de tres meses. Se la lleva el mal ese de la sangre que tú ya sabes, Juan. No hace más que recordarte, insiste en que le traigas una muñeca rubia con ojos azules que diga, "mamá". En estos días cumple seis años; sueña en tu llegada. ¡Vente, Juan, venta ya! Vale más tu presencia que todos los dólares del mundo. Contigo podemos vivir hasta en la más negra de las miserias, sin ti no, Juan. Te queremos mucho y te esperamos».

Esa noche, el viento y las hojas de los naranjos se platicaron cuentos de princesas. Mientras los demás yacían extenuados, Juanrobado cabalgaba a las estrellas. Todo el cielo se impregnó de azahares. Cintilaban el amor y las sonrisas en destellos delentejuelas. Un arroyo cristalino puso a cantar a las piedras. Por cada lágrima que se desprendía de los ojos de Juanrobado, nacía un lucero.

Juanrobado había cruzado el territorio a trote. Ni el tupido ramoso de los montes había mermado su paso. Ni los páramos espinosos testos de serpientes lo habían detenido en su carrera. Tampoco las barreras sobrepuestas de murallas arenosas lo habían doblegado. Por su misma patria cruzó ignorado ante una humanidad henchida de indiferencia. Como a un extranjero que sufriera el mal de la lepra, evadían su presencia y le cerraban las puertas. Su hambre y su desamparo inspiraban pavor, como si se tratara de una enfermedad mortal y contagiosa. Lo habían robado desde antes que naciera, esclavos fueron sus padres, esclavos sus abuelos y esclavos todos aquellos que habían plantado las raíces de su ser en el tiempo. Por más que el concepto libertad y democracia fuera pregonado con tan insistente monotonía, la realidad cruda y sangrienta subsistiría disfrazada.. A los fuertes el poder, la abundancia y la impunidad para sus crímenes y robos; la miseria, el olvido, y el castigo injusto si protestan, para los débiles. Lloró esa noche Juanrobado hasta que se le pusieron los ojos colorados como las naranjas redondas y suaves que baña el sereno. Sabía en lo más hondo que también él era esclavo y que sus descendientes rodarían a su vez por la pendiente del dolor, la ignorancia y el desamparo.

«Tengo que irme. Ya no aguanto. Ora mesmo me pelo pa mi pueblo. ¡Ay, mi probe vieja y los escuincles! Mi niña, Lucita, con sus ojos grandes y tristes y, pos, quiere una muñeca, güera dice, quesque con los ojos azules. Orita mesmo me güelvo pa' mi tierra».Ya trota y trota, a medio trayecto un viejo chicano lo sube a su auto. Así con aire acondicionado sí se vale. No hay como andar en auto. Para andar a pata ahí están los animales. ¡Qué lindo ronroneo! A la ru ru ru, duérmete niño, duérmete ya.

Ahora a la inversa, alla va Juanrobado con rumbo a la frontera. Es dueño de una fortuna: 150 dólares que le arrancó al áureo océano a cambio de jornadas animalescas. ¡Nunca había sido dueño de tanto dinero! Juanrobado sonreía. ¡Qué puntadas las de sus compañeros! Ya se ve él cruzando territorios, montado en una alfombra mágica hecha de pesos flotantes. Desde arriba los verdores apelmazados de Nayarit y Sinaloa, y el brusco contraste de las llanuras de Sonora. Una alfombra mágica hecha de pesos. Esa tierra del valle del Yaqui, todoparidora, generadora de dones alimenticios que ignoran las panzas de los pobres. Seguido ¡el desierto! determinador de rostros tatemados y de miradas que se extravían en los confines de los horizontes encenizados. En su alfombra de pesos flotadores volaría más alto aún que esas tolvaneras que borran siluetas de peregrinos, sepultan todos los rastros. Así no tendría que sufrir los chubascos que bombardean a la tierra con diluvios efímeros y rayos que retumban como cañonazos. De arriba divisaría las ciudades consteladas de luciérnagas, sin oír los aullidos dolorosos de las ambulancias, sin respirar el vaho de la gasolina, y sin que le lastimaran el alma con la frialdad del hierro que emanan.

Además... arriba en el cielo no se sufre hambre... ni punza el egoísmo de los que ignoran la desgracia ajena. ¡Qué ocurrencias las de sus compañeros! Que el peso vale tan poco, que es tan flotante y leve, que los espaldas mojadas pueden tejerse alfombras con ellos y volar por sobre la frontera en busca de dólares, para que sus familiares no perezcan de hambre. Una alfombra mágica... Quien tuviera una alfombra mágica... maj...

Juan y su mujer tejen afanosamente rodeados de sus seis chiquillos. La atmósfera se impregna de volátiles verdes. Son raros. Los mocosos corretean, brincan y los agarran. Alumbran como lámparas. Ríen y gritan los niños: «¡Son billetes! ¡Son pesos!». En su empeño por asirlos, los aprietan: éstos se desmayan sin aliento, sus ayes se ahogan, las bocas semiabiertas. Con las últimas devaluaciones han quedado extenuados; sufren derrames internos, sangran. Los entes luminosos emigran en parvadas como golondrinas, pero aletean como mariposas. Lucita, plena de amor, trae en brazos a su muñeca rubia de ojos azules. Ella permanece quieta. Tejen con extraordinaria rapidez los cónyuges: tan sólo con deslizar las manos van dando forma a su obra, más que pisar el suelo caminan por el aire. Tanta felicidad y gozo los torna fosforescentes. Sus trajes son áureos, de plata los dientes. Todo el ambiente irradia un júbilo anaranjado en contraste con el verde de los mar-pesos. De un enorme promontorio temblante de billetes que pugnan por flotar y deslizarse, tejen una alfombra.

Una alfombra mágica hecha de pesos flotantes. ¡Ya está! ¡Arriba todo mundo!

Alfombrita, alfombrilla

alfombrita devaluada

sube y vuela como un águila


-¡Qué bonito! ¡Qué lindo! Juan. ¡Papá, papá! Dinos donde trabajaste en los EE. UU. Aquellas rayas torcidas son ríos y aquellos hilos, carreteras. ¡Miren! ¡Qué azules esos montes y esas sierras! ¡Se cayeron los astros! Tontuelos, esas son luciérnagas. No, vieja, no, es una ciudad, ja, ja, ja.

-Alfombrita devaluada alfombrita alfombrilla llévanos hasta Gringuía.

-¡El mar! ¡El mar! ¿Que pasó aquí, papá? ¡Cuántos soldados! No, mis muchachitos, son pitahayas y sahuaros. ¡Miren el desierto! Yo lo crucé a pie: es de arena y es de fuego.

-¡Cuánta alfombra! ¡Cuánta, cuánta, cuánta alfombra mágica! Son espaldas mojadas que vuelan hacia los EE. UU. ¿Por qué, papá? Porque los pesos flotan y uno puede volar encima de ellos, pero no sirven para comprar comida. Además, se deslizan de entre las manos.

-¡Miren! Miren, un mar de oro. Ahí trabajé yo en esos naranjales. Ahí, ahí, ahí.

-¡Papá! Papá, a Lucita se le cayó su muñeca rubia. No llores mi niña, no llores.

-Alfombrita devaluada alfombrilla alfombrita ¿dónde quedó la muñeca de Lucita? ¿Dónde quedó la muñeca? La muñeca, la muñeca, la muñeccaaa.

-Señor, señor, despierte, ya llegamos. ¿Qué le pasa? Ya estamos en la frontera.

-Perdón... ¡qué sueño tan extraño!

Ya está, Juanrobado, en la ciudad fronteriza, nimbado de los fogonazos del mediodía. Antes de pasar la cerca divisoria, de regreso a México, estando todavía en territorio norteamericano, le vuelve a la mente con nitidez de relámpago el deseo de su niña: la muñeca rubia de ojos azules. ¡Dios mío!

-¿Cuánto costará una muñeca?

Los clientes de la gran tienda fronteriza contemplan al mexicano con extrañeza. Tiembla de miedo, asustado de las palabras inglesas, aquel lujo, aquella inmensidad de cosas bellas, de gentes tan elegantes, y el juego de espejos que lo repiten todo hasta el infinito. Juanrobado encuentra a la muñeca de su niña enferma: «¡Es la misma que vio en sueños!». La empleada méxicoamericana le sentencia: «Son 75 dólares señor. Es lo que cuesta esta muñeca». Juan se queda petrificado; piensa un instante y en otro contempla a la beldad de porcelana. De pronto la abraza, la acaricia ¡la besa! La gente se detiene y lo observa. Algunos cuchichean y ríen. Otros mueven la cabeza: «¡Vaya espectáculo!». No en vano afirman ciertos señores que el mexicano no va a Gringuía espoleado por la miseria, sino que se aventura en tierra extranjera con la obsesión fija de conquistar a las deidades rubias y gozar a plenitud de sus blondas bellezas. Ahí está la prueba. Ese loco desarrapado está acariciando a una muñeca. Los momentos se eternizan: «¡Son 75 dólares, señor!». Juan no escucha. Sólo viaja en su alfombra mágica tejida con pesos, y habla incoherencias. Se acerca un policía de ésos que vigilan en las tiendas. Juan extrae de la cintura un pañuelo mugroso, le deshace los nudos y cuenta billetes con manos temblorosas y una excitación que le convierte a los ojos en extrañas criaturas. Ahora se la dan envuelta, sale embargado de ternura.

Ya cruza la línea fronteriza, Juanrobado, entre un gentío que multiplica sus pasos, tal un hormiguero alborotado. Le aletea el corazón como paloma recién decapitada. ¿Quién lo detiene? Por el cielo, por debajo de la tierra o sangrando sus pies por las superficies afiladas, derrumbará los horizontes. Ni ríos, ni montañas, ni tempestades detendrán su marcha de regreso hasta Santa María Todo el Mundo. Ya en su casa, desnuda de toda protección, abrazará a los suyos con todo el universo de cariño que encierra su querencia. A su niña moribunda le dirá con aire victorioso: «¡Mijita del alma aquí está tu muñeca!».

Ya da Juanrobado el primer paso en tierra de México. La emoción le perfora las sienes a fuetazos. Llega a su turno hasta un celador. El tal viste uniforme de color verde claro con botones dorados, gorra militar a la alemana y botas resonantes. Sus gestos son enérgicos, autoritaria la voz, y sus determinaciones tan sólidas como marrazos.

-A ver, tú, ¿qué traes?

-Una muñeca para mi niña, señor.

-No pasa, es contrabando. Te digo que no pasa.

-Pero ... señor. Es que ... es que. Por favorcito, señor, mi niña está enfermita.

-Círculate, pues. La ley es la ley. Ya te dije que no pasa. Pícale. ¿Qué esperas? Estos son testarudos con ganas. Qué saben de la constitución, ignorantes.

Por esas calles de Dios repletas de humanidad, se fue yendo Juanrobado, lento el paso, hasta que se diluyó su figura allá en el mismo azul en que se ocultan las esperanzas.

El bolerito bilingüe

Allá por los cuarenta, a la edad de 16 años, ya calaba yo la esencia humana en los rostros ajenos y no se me escapó la honda desdicha que embargaba al bolerito.

Entre la parvada de lustrabotas que invadían la West Congress, aquí en Tucsón, más o menos a la altura del cine Plaza y la serie de cantinas contiguas a cuyas banquetas concurrían los precoces obreritos, podía distinguirse a Carlitos desde lejos, quizá porque era el más pequeño.

En la memoria es fácil relegar al pretérito. Ahora mismo lo veo: es un chamaquito de algunos 7 años. Es de cuerpo esmirriado, prieto, de ojos pequeños y el pelo alborotado a modo de cepillo. No, esos pantalones ya no dan para más, resentidos por el tiempo y el mucho uso. A leguas se ve que necesitas una chamarra, Carlitos. En casa de herrero cuchara de palo: calza zapatos viejos y desteñidos. Carlitos es hablantín, muy comunicativo. La risa, sonora como un piano, se le refleja en los ojos. Ríe como lo haría un pájaro. Ve nomás, ¡caray!, se le achican los ojos hasta dejar dos rayas solamente. Sin embargo, no lo veo feliz:

-Shine, mister? ¿Le boleo sus zapatos señor? ¿Sí? ¡Ándele! Por un nicle se los limpio, por un dime se los dejo pintaditos como nuevos, nomás un ratito, ándele... Shine, mister? I'll leave your shoes shiny like a mirror. Say yes, OK? ¿Le boleo sus zapatos, señor?, ¡ah!, pos, si es usted.

-Quiubo, Carlitos, cómo te trata la vida, pues.

-Apenas he ganado 90 centavos. Me iré hasta que junte tres dólares... aquí está bien, nomás ponga el pie sobre el cajón. Ahora echo pintura en esta tapadera.

-Los bordes de las suelas píntalos con betún negro.

-Si todos me pagaran con peseta como usted, pos, me iba temprano. Ya me duelen las patas de tanto caminar.

-Oyes, oyes, los calcetines no me pintes. Y se dice pies, no patas, que yo sepa no eres gato ni gallo.

-¡Ay!, perdóneme, se me fue la mano.

-Qué haces con lo que ganas, Carlitos, te lo dejas caer por debajo de las narices de puros dulces, o lo vas juntando para cuando vayas a la escuela.

-Tengo cuatro hermanitos. Ponga el pie bien fuerte, porque ahí le voy con el trapo.

-Tu papá, Carlitos, ¿en qué trabaja?, o no tiene empleo.

-A veces me voy del otro lado de la calle Stone y me meto a las tiendas. ¡Listo!, ora suba el otro pie.

-Cuando tu papá tenga un trabajo bien pagado no tendrás que cargar ese cajón en la espalda. Porque si le sigues, te va a salir chica joroba y entonces te va a dar más trabajo conseguir novia.

-De las tiendas casi siempre me corren, pero a veces me va bien. También entro a las cantinas. Un día, un señor que estaba borracho me pagó 50 centavos, nomás por una trapeada.

-¿Y no te corrió el cantinero?

-¡No me vio! Estaba yo hincado, así como ahorita y, pos, él detrás de la barra. También viejas entran a emborracharse en las cantinas. A una le limpié los zapatos por un veinte, ¡hijole!, traía minifalda y, pos, se le miraban las piernas.

- Bueno, Carlos, ¿piensas pasarte la vida midiendo calles y limpiándole las chanclas a cuanto desgraciado se le antoje? O qué no se te ocurre otra cosa menos... como te dijera, menos tristona, pues. A ver, platícame, ¿qué te gustaría ser cuando seas grande?

-Pos, algo muy suave, como trabajar en un banco o en una tienda, con corbata, usté sabe, para ganar mucho dinero y comprar una casa muy bonita, pa mi áma y mis hermanitos.

-Me los dejaste como nuevos, ¡mira nomás! Cómo te arrastra para dar bola, Carlitos. ¿No te lastimas de estar tanto tiempo hincado, a pinte y pinte y trapee y trapee?

-Ya estoy impuesto. ¿Usted en qué trabaja, oiga?

-Trabajo con albañiles, de peón, acarreándoles ladrillos y cemento, todo el santo día.

-¿Es muy duro eso?

-Muy, muy duro Carlitos, y muy triste. Ahí te matan y te tratan peor que a un perro. Allí como quien dice te alquilas del pescuezo para abajo; la cabeza te sirve nomás para traer el sombrero encasquetado. No te respetan. Lo que es para los contratistas y la bola de formans lambiscones ahí no es uno más que un burro de carga: un burro, no vayas más lejos, ya has de saber tú que un burro viene a ser en realidad un caballo analfabeto. Pero sabes qué, yo también quisiera ser algo suave, como dices tú. Como trabajar en un banco. Fíjate que no. Por favor, guárdame el secreto, no se lo platiques a nadie, ¡por vida de tu santa madre que te parió! A mí, Carlitos, me gustaría ser escritor.

-¿De esos que escriben libros?

-Ya ves, hasta tú te ríes de mí. Por soñar no se paga, un sueño bonito es como una mano que te acaricia la frente con mucha ternura.

-¿Usted sí tiene papá?

-Sí, y también mamá, hermanos y hermanas, viven en Sonora en un pueblito que se llama El Claro. Yo aquí vivo solo; pero cuando junte suficiente dinero, volveré a reunirme con ellos...

Carlitos se cruzó por el cuello y debajo del brazo derecho el cinturón del que colgaba el cajón en que guardaba los enseres para lustrar zapatos. Un cajón demasiado grande y pesado para su edad y cuerpo flacucho. Como una hormiga que lleva un grano de trigo a cuestas, zigzagueó entre los peatones. Ofrecía sus servicios con insistencia suplicante:

-Por un dime le boleo los zapatos, señor. ¿Sí? Shoe shine! Shoe shine!

Varios meses después, en pleno verano, fui testigo de un suceso extraordinario. El protagonista principal era Carlitos, nada menos. Era una de esas tardes que flotan en un crepúsculo tejido de reminiscencias y ensueños dorados. Yo me sentía nimbado de ilusiones y de una profunda melancolía. En viernes, el centro de Tucsón, como todos los viernes, se poblaba de un número muy crecido de personas que cruzaban las calles, entraban y salían de las tiendas. A la altura del Kress, la orquesta del Salvation Army ponía la nota alegre en el ambiente con un himno de bienaventuranza. Un par de mujeres, puestas en rumbos opuestos, estiraban un recipiente en una mano y con la otra sonaban una campanilla. Pedían para los pobres, aquellos que andaban de paso, hambrientos y sin techo. Yo observaba en tantos rostros un mosaico de emociones, que iba desde la alegría explosiva y los gritos coléricos hasta la tristeza callada y los matices intermedios de la indiferencia y el cansancio. Hurgaba en otras almas la razón de mi propio ser, o buscaba quizá en las multitudes, los entes que habitarían las novelas en que uniría las corrientes impetuosas de mi fantasía, dado a escribir desde que muriera un día, hasta que los gallos cantaran el nacimiento de otro. En la esquina de Stone y Congress, donde solía sentarse aquel indio ciego que se abrazaba de un acordeón e impregnaba los ánimos con canciones mexicanas muy sentidas, hice alto para oír la música y observar el paso de dos muchachas muy bonitas que hablaban y sonreían. En ese entonces estaba tan encendido de anhelos que buscaba los sueños antes de inventarlos, para saberme el más feliz, en ese mi universo etéreo. Oscurecía; sin embargo, para mi sorpresa, a media cuadra frente a una joyería, creí divisar una figura conocida. ¿Será posible que a estas horas ande Carlitos con su cajón a cuestas, por estas calles de Dios? Voy a ver si es él.

-Carlitos, ¿qué haces por aquí todavía a estas horas? Mira nomás cómo traes la cara de fatiga: larga y con los ojos caídos. No hombre, no la amueles, vete a descansar; ahí mañana será otro día. ¡Oyes! ¿Por qué lloras, hombre? ¿Qué te pasa? A ver, platícame.

-No, pos, que mi hermanita la Mary Helen necesita medicina. Dice mi 'amá que si no tenemos diez dólares, mi hermanita no se aliviará pronto. Tiene mucha calentura. Yo no quiero que se muera mi hermanita.

¡Chihuahua!, me sentí inútil y torpe. No traía ni cinco centavos en mi compañía. Aun así hurgaba entre los bolsillos del pantalón y la camisa, para ver si por milagro se topaban mis dedos con algún dinero. ¡Quién tuviera diez dólares! Desde hacía un mes estaba desempleado con la angustia de no enviarle dinero a mi familia. Cómo socorrer al obrerito, mi amigo, que ahora sufre y enseña la desesperanza a flor de su mirada. Sucedió, entonces, algo tan extraordinario que no olvidaré jamás. Carlitos entró a la joyería y yo lo seguí. Como si lo viera en este mismo instante.

¡Caray! Ese gordo cincuentón, colorado, de ojos acuosos de un verde muy claro, cabeza pelona, boca breve y nariz superlarga, tiene en la diestra un anillo que vale 8000 dólares. Frente a él está un mexicano alto y grueso de unos 40 años, prieto y bigotón. Viste al estilo norteño: botas, sombrero atejanado y chamarra de cuero. Tiene un gran fajo de dólares en la mano. Da la imagen de un potentado, un político o algún gran coyote. A su lado está una muchacha muy joven y muy bonita que sonríe y mira con timidez. El caso es que ni el mexicano sabe hablar inglés, ni el joyero, español. Carlitos se acerca al vendedor y le dice:

-Can I shine your shoes, sir? Get out! This is no place for you. Come on. Get out! Señor, ¿puedo bolear sus zapatos? Se los dejo nuevecitos.

Carlitos da la media vuelta y enfila hacia la salida. Los dos tipos se miran entre sí:

-He speaks English!

-¡Habla español! Ven, chavalo, para que nos sirvas de intérprete. Dile a este amigo que nos enseñe algunos anillos de diamantes para que mi novia escoja uno. ¡Ah!, y, pues, que diga los precios.

-Sir, he wants to see some diamond rings so his girl can pick the one she likes. He says to tell him how much they cost.

-Tell him that these three are the prettiest. This one costs $5 000, this one $7 000. This one is a beauty. I'll let him have it for $8 000.

-Señor, dice que estos tres son los mejores, que el más bonito vale $8 000, el otro 7 y el más barato 5 mil.

-Mi amor, me gusta mucho éste.

-Es para ti, mi vida. Dile al amigo que si no le rebaja algo a éste.

-He wants to know if you'll give him a discount on the ring his girl is trying on.

-Tell him the prices are fixed; that beautiful ring is on sale for $8 000 but it actually costs $10 000. Tell him, kid, that he already is getting a bargain and I cannot lower it any more.

-Señor, dice que el anillo vale más de $10 000 y que ahora tiene un precio especial, que no puede rebajarle más.

-Dile que me lo llevo, que ahorita mismo le pago. ¿Te gusta, mi alma?

-Eres un encanto. Gracias, mi amor, ¡gracias!

-He says he'll take it. He'll pay cash. Great, great! Wonderful! Wonderful!

Lo demás son sonrisas, apretones, de mano y ademanes de suma cortesía. Carlitos permanece unos segundos en espera, pero es evidente que ya no hace falta su presencia, lo ignoran. Se acomoda su cajón en la espalda y sale. Oye la voz subida del galán acaudalado que lo detiene.

-Toma, chamaco, por tu trabajo; te lo mereces.

El vendedor se queda absorto al ver los 10 dólares que recibe Carlitos. El mexicano le hace una seña para que él también recompense al pequeño traductor. El hombre calvo, con sonrisa forzada y mano dura, le da otros 10 dólares. ¡No es posible! ¡No es posible tanta dicha! Carlitos aprieta 20 dólares en su mano, corre iluminado de contento. El cajón de bolero le brincotea contra la espalda. Va riendo, loco de alegría, ahora es dueño del mundo. No sólo tiene para las medicinas de su hermanita, también para comprar comida, una tela bonita para su mamá, dulces y camisas para sus hermanitos, y quizá para un par de zapatos porque los que trae tienen agujeros.

De aquellos días de 1946, han pasado ya 36 años. ¡Caray! Cómo pasa el tiempo. Ahora me pregunto, ¿qué habrá sido de Carlitos? ¿Será un próspero empleado de banco o dependiente de una tienda como él quería? Ojalá y los trabajos rudos no hayan humillado su espíritu ni lacerado su físico. Quiera Dios y no haya caído en el vicio del alcohol o en el de las drogas, como tantos jóvenes inteligentes que van en lucha abierta en busca del triunfo y topan con realidades sordas y rudas como murallas de cemento. No sé qué habrá pasado con Carlitos. Lo único que sí sé es que aquel niño de 7 años, que igual se expresaba en inglés que en español y hacía con mucha gracia las veces de intérprete, pudo haber sido alguien muy digno y muy brillante, porque para eso tenía de sobra tantas facultades...

Que no mueran los sueños

Se sentía un frío que hacía bailar el esqueleto y tronar los dientes. Con el vapor cobraba figura el aliento. Semejaba una humareda escapada por la boca a causa de algún incendio interno. A las cinco de la mañana de aquel lunes de noviembre de 1948, esperaba al camión que me llevaría a pizcar algodón al vecino pueblo de Marana. Tucsón lucía aun coronado de astros. Más de ellos había puesto Dios en el universo que números para contarlos. A los que desaparecían del cosmos mientras el alba se adentraba a la tierra vestida de nácar los apresaba entre mis manos con pasión de jardinero, pues aunque fueran luceros lucían preciosos como flores celestes. Quería poner en sus manos, en prueba de amor, un ramo de estrellas iridiscentes. En la contraesquina del cementerio Holy Hope, mero en la calle Prince, me levantó el vehículo extrañamente cubierto con lonas para resguardo de los viajeros. No bien subí, se puso en marcha el aparato; yo rebotaba buscando asiento.

-Me pisaste un callo, bato.

-Órale pues, fíjate por dónde vas.

-No te sientes en mí, carnal.

-Aquí hay campo, ése, aliviánate.

Por sobre la oscuridad sentí la presencia de viejos mustios de rostros surcados y de jóvenes soñolientos que recién se iniciaban en la dura brega por el pan. No supe en esos instantes que dentro de una hora escasa se derrumbaría sobre mí todo un universo que yo en vano con mis manos torpes y temblorosas trataría desesperadamente de armar de nuevo.

Tucsón, por esas calendas, pasaría apenas de 40 000 habitantes. La mayoría de los jóvenes de ascendencia mexicana vivíamos la juventud en medio de grandes penurias y sinsabores. Los había afortunados, sí, pero como para contarlos con los dedos de las manos. En ese entonces tenía yo como devoción el ir ocasionalmente a recorrer escaparates para contemplar a mis anchas aquellos trajes de gala con sacos cruzados y áureos botones. Era el tipo de traje que vestían los jóvenes cuando se allegaban en parejas a los bailes de «La Selva» y de «El Casino», ellos apuestos y gallardos, hermosísimas ellas como princesas de magia. ¡Ah! si pudiera algún día comprarme un traje azul marino, zapatos brillantes, camisa blanca y una corbata que irradiara elegancia. Me vestiría entonces como un príncipe, iría a un baile, y con sólo ver a la más hermosa de las muchachas y abrirle mi corazón, lograría conquistarla.

Ciertamente, por aquellos días luminosos de nuestra primavera, muchos de nosotros, jóvenes soñadores, éramos poco menos que nada, carecíamos de instrucción y de dinero; sólo teníamos empleos eventuales, rudos y humillantes. Pobres muchachas tucsonenses de aquellos años, tantas y tan bonitas, tan románticas y tan buenas, pero con tan pésimos pretendientes en derredor que los buenos partidos matrimoniales eran mera ilusión. Éramos toda una legión de galanes marginados, sin más salida posible del infame círculo de la miseria que la alternativa de ser carne de cañón en una de tantas guerras. Algunas de las muchachas más guapas de la raza otorgaron su preferencia a jóvenes soldados anglosajones estacionados en los centros militares locales. Las hubo bienaventuradas que dieron con la fuente del amor y la prosperidad al lado de los hombres rubios y barbados. Así, a la par que ganaban en el juego de la vida, de la dicha y la dignidad, conjuraban la sombra maldita de la incertidumbre y de la pobreza. Sin embargo, para otras tantas la misma ruleta se les tornó en la otra cara: la del llanto en la derrota amarga. Más tarde, ya sin trajes marciales, y muy a pesar de sus blondas apariencias, resultaron más de uno de los tales caballeros áureos en ser vulgares, ordinarios, y tan pobres e iletrados como nosotros mismos lo éramos. Lo más tragicómico del caso es que en alguna ocasión en que pretendíamos comprar sueños echando a los pantanos nuestros sueldos menguados, cuando nos allegábamos a los prostíbulos fronterizos, bastaba con que franqueáramos las puertas para que las pirujas nos vieran como a apestados y nos corrieran de sus recintos titulándonos de parásitos:

-Ya llegó el piojillo, ¡al demonio de aquí, pelados! Queremos gente con lana, no muertos de hambre desgraciados.

¡Lárguense! Las frustraciones y la amargura llegaban al hervor y reventaban en desplantes sangrientos de prepotencia vana: patadas y puñetazos a granel en los bailes al aire libre de «El Pascua» por un «quítame estas pajas», o un «órale, ¿qué me miras? pos, ¿qué te debo?» En la pista de baile de la iglesia Santa Margarita rodó hasta el cura una noche de tantas, cuando se dio en la madre con unos pachucos porque le dijeron que querían volarle a su hermana. En el «Blue Moon», y más tarde en «El Casino», la pista de baile se volvía cuadrilátero de gladiadores que pringaban el aire de ayes, madrazos y chisguetes de sangre, todo por rencores pendientes, la disputa por la hembra, o la misma rabia almacenada.

Cuántas veces fuimos desatentos y ásperos con las muchachas por resentidos y amargados. Ellas, espantadas, intuían en nosotros al macho arbitrario que se cobraría en sus humanidades la crueldad de una sociedad racista que nos exprimía dejándonos como a bagazos de caña: secos, sin vitalidad, frustrados. Eran entonces múltiples los estereotipos enajenantes que nos endilgaban y tan persistentes en sus señalamientos falsos que nosotros mismos llegábamos a creernos predestinados a ser holgazanes, borrachos, y pésimos maridos. Quizá por eso tantas jóvenes bellísimas de nuestra comunidad hispana nos veían con entera desconfianza. A nuestra ternura y bonhomía las eclipsaba nuestra conducta de desesperados y sólo se nos entreveían los vicios y la villanía. Agréguese a esto el que nuestra gente encumbrada, aunque mínima, nos miraba despectiva y despóticamente, con ridículas ínfulas de aristócratas.

Mientras tanto, construíamos con nuestras manos y sudor la ciudad de Tucsón, casa por casa. Tal empresa no era fácil. Teníamos como capataces no a los más sabios, sino a los más crueles. Al sudor se mezclaba la sangre. Arrancábamos metales de las duras entrañas de las minas aledañas; limpiábamos la basura de los callejones; forjábamos con nuestro esfuerzo y propia vida el futuro risueño de una ciudad rica. Irónicamente, todo lo hacíamos con música de fondo. Más allá de sábados y domingos oíamos las sinfonolas, orquestas y mariachis repetir las canciones tan sentidas que nos decían entre el reminiscente chocar de copas «Pa' qué me sirve la vida», «Me importa madre», «Se me fue mi amor», «Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza», «Que me sirvan las otras por Pénjamo». De esta manera, pues, rodaba la bola y rodaba sobre tardes y mañanas. Así las cosas, nos adentrábamos con frecuencia por la puerta falsa de los ensueños y bebíamos «pisto» y «birria» hasta enloquecer, para reír con ojos lacrimosos y maldecir a un destino tan injustamente predestinado.

En la «Casa Blanca» pagué en abonos el traje azul de saco cruzado, también los zapatos, la camisa blanca y la corbata. Un sábado del mes de noviembre de 1948, me disfracé de príncipe y me fui al baile de «El Casino». Entré sorteando la concurrencia y me planté mero en un extremo. Ni yo mismo me reconocía. No podía entender, tampoco, quién había prendido aquella sonrisa en mis labios y había dado brillo a mis dientes y a mis ojos. Contemplaba la alegría y el colorido donde quiera que ponía la vista. No cabía de gozo. Se me iba el alma tras de aquellas muñecas, tan llenas de hermosura y gracia.

Ella me vio primero, antes de que yo la viera. Su sonrisa y la mía se unieron en una misma sonrisa. Vestía de rojo, negros sus ojos y sus cabellos; su boca una rosa, más viva aún que el mismo color de las amapolas; su cuello y el nacimiento de sus senos lucían albos; su rostro genuina creación del Hacedor Supremo. Empezó a tocar la orquesta del maestro Durazo. A los acordes del danzón «Juárez» me adelanté a solicitarle la pieza. Mi brazo derecho abarcó su contorno, al tacto su breve cintura, sus caderas sobre columnas paradisíacas anunciábanse en relieves. El imán de su misterio y hermosura me ciñó la piel a su piel, al calor de su cuerpo. Su mano diestra y mi izquierda entrecruzaron los dedos. ¡Dios mío! ¡Qué divina! Ambos corazones latieron en dúo; ambas mejillas se unieron.

Esa noche se combinaron el orfebre y el poeta. Toda suerte de preciosas piedras: perlas, esmeraldas, oro y plata, jade y turquesas, tornáronse en palabras engarzadas en aretes y collares, que yo con mis dientes y mis labios prendía en ella. Me preguntó mi nombre, me dijo el de ella. Sonó su voz como el tañer del agua clara que acaricia los bordes del arroyo y hace cantar las piedras: Yo me llamo Manuel. Yo, Marta. ¡A qué te dedicas?, me preguntó expectante. Soy estudiante universitario y literato, mentí, ¿y tú? Ahora soy turista en este lugar, pero vivo en la ciudad de Chihuahua. Mi padre es dueño de ranchos ganaderos, también tiene propiedades en la ciudad, fábricas, tú sabes; en los EE. UU. es socio de empresas financieras. Mi papá es un hombre de negocios, pero yo soy una romántica empedernida. ¡Ay! me ganan los sentimientos. Mi papá me dice que debo ser menos sensible y más práctica, pero al corazón ¿quién le gana?

Sin ningún rubor le seguí mintiendo a ella tan sincera. Acababa de inventarme un sueño que yo mismo creí en aquel momento, sin la más mínima duda. ¿Acaso no me chamuscaba las pestañas de turbio en turbio y de claro en claro para arrancarles sus secretos a los grandes maestros de las letras? Además, era ella tan extraordinariamente hermosa que bien valía todo un universo de fantasías, y de mentiras un mundo entero. Por horas y horas bailamos y nos platicamos grandezas. Ella me hablaba de su estirpe aristocrática, de sus amistades de alta alcurnia y de sus múltiples pertenencias: autos, ranchos, tiendas, hoteles de lujo, comidas exóticas, paseos a ciudades de leyenda. Yo la contemplaba alelado, presa de un enamoramiento instantáneo que me comprometía ante los más solemnes juramentos. Le hablé de libros imaginarios, de padres solventes, de triunfos académicos y de un futuro todavía más brillante que el mismo lucero de la mañana. Le platiqué con enfático convencimiento que tenía a un familiar cercano en la Casa Blanca, ministro él de asuntos hispánicos en el gobierno estadounidense, que mis hermanos en México eran médicos y abogados notables de mucho prestigio y fama. Ella persistía en sumar riquezas cuantiosas. Resultó ser, para mi consternación, descendiente de Terrazas, aquél que afirmaba que él no era de Chihuahua sino que Chihuahua era de él. El mismo del que sus coterráneos rezaban «después de Dios, Terrazas».

Terminó el baile al filo de la madrugada. Ella marchó con sus amigas, yo a pie rumbo a mi humildísima morada: dos sillas paticojas, una mesa agónica de mírame y no me tientes, una cama zamba hundida de en medio a modo de columpio, amén de cobijas hebrudas como caldo de queso. De la maldita cocina y el desgarriate de trastos engusanados no quiero ni acordarme.

Antes de llegar a mi alojamiento me había topado con la alborada y fui testigo dichoso de un nacimiento de sol más sublime que el más portentoso de los espectáculos. Tucsón, coronado de montañas con la majestad de un antiguo rey del Anáhuac en tierras de Aztlán, surgió risueño y esplendoroso. Doblaron las campanas de la Catedral de San Agustín. Una procesión de feligreses, la nueva raza mestiza, se adentró al santo recinto a dar gracias al Todopoderoso por la luz, el agua, los alimentos, la alegría del alma y el orgullo de vivir en un pueblo cuyas raíces se fincan muy hondo en la edad de antepasados indígenas y de los primeros europeos avecindados en la Pimería Alta. Los miles de sahuaros centenarios que guardan a Tucsón, desde sus linderos saludaron al rey sol con la misma devoción de la orgullosa y antigua realeza incaica.

Al son de mis pasos seguía gozando la mañana. Las cosas, antaño ignoradas por obvias, ahora cobraban singularidad y brillo, me sonreían. A la generosidad de árboles y plantas correspondía a mi paso con otras tantas sonrisas. ¿Quién le enseñó a cantar a éstos? me dije, al oír a los pájaros quebrar la escala de notas en un número tan crecido, cuyas tonalidades parecieran un universo en explosión, atomizándose en una gloriosa diversidad de trinos. Las piedras, marcas de linderos, proyectiles o muros en potencia, me inspiraron ternura, tal si fueran espíritus encantados de una humanidad irredenta en continua espera.

Ya dentro de mi claustro, sonriente, me predispuse a seguir hilvanando sueños sobre la almohada. Aun en la misma sede de la inconsciencia seguí soñando.

Aquel lunes de noviembre de 1948 nos conducía el camión a los algodonales de Marana. El ronroneo del motor, el calor que emanaba de la humanidad que permanecía en la oscuridad y el respirar acompasado de los que cabalgaban un sueño, me ensimismó, y floté a la vera de mis propios sentimientos. «¿Cómo es que ella, tan rica y distinguida, se había enamorado de mí?» La recordaba apretándome las manos, mirándome a los ojos, ansiosa. Sus brazos, su actitud nerviosa, su afán posesivo y aquella ternura infinita que emanaba de su mirar, seguían en mis retinas sucediéndose en imágenes a través de múltiples espejos. Todo lo poseía, no obstante parecía demandar protección de manera desesperada.

«¿Por qué, si tenía, con seguridad absoluta, toda una legión de pretendientes, se prendaba de mí, un rudo obrero sin fortuna ni futuro? ¡Ah! pero es que yo le había mentido cínicamente. Le dije que era poeta, estudiante de familia acomodada, y ella se lo creyó. ¿Me perdonaría cuando se enterara que soy un don nadie, siendo ella una muchacha preciosa, de familia tan inmensamente rica? Con el tiempo le demostraría que poseo sensibilidad e inteligencia y me aceptaría seguramente. ¿Acaso no vale más la nobleza y el talento que la riqueza? ¿No son oro puro, acaso, los buenos sentimientos y las monedas sólo vil materia? La veré el sábado próximo; ahora lunes llegaré a los campos algodoneros y me sangraré las manos con el filo de las cajillas que contienen el oro blanco; me dolerán las vértebras, el espinazo arqueado. Me mataré pizcando de la alborada al crepúsculo aunque me dé fiebre y algún día con los años seré próspero y digno de ella». Había pasado un domingo en éxtasis, excitado hasta la locura. Deseaba amarla en cuerpo y alma. «¡Qué llegue pronto el sábado! ¡Qué llegue pronto para verla!»

Por fin estamos en los plantíos de algodón. Ahora sale el sol como un ojo acucioso. Sus pestañas brillantes y doradas abanican el cielo. Vuela una parvada de pájaros purpurados desgranando trinos de plata. Cantan aves, árboles y plantas: loor a Tonatiuh sobre el Aztlán, primitiva sede del Anáhuac.

Bajamos del armatoste, nos atamos los largos talegos a la cintura para arrastrarlos a modo de cauda por entre las piernas y llenarlos del moterío blanco que cubre las matas en hileras, cuyas franjas paralelas proyéctanse hasta el otro extremo. Contemplo el algodonal como el poeta a su más sentido poema, como a un campo tapizado de azahares y de nupciales velos. Palpo los cúmulos níveos, suaves como senos de novias virginales; siento en la cóncava avidez de mis manos la pasión de mis labios. Muevo mis brazos con suma agilidad, pero sigue mi pensamiento inmerso en los ojos de ella, convertidos por mi fantasía tal como son los inmensos océanos.

Entre centenares de pizcadores veo a mi lado dos bultos misteriosos. Son dos damas que visten pantalón, blusas de mangas largas y cuello alto; portan guantes, unos cucuruchos alados y negros anteojos de corte basto. Ahora me enderezo para descansar los goznes rígidos de mi espina dorsal, y miro a mi lado. Lo mismo hace una de las damas de vestimenta rara: Nos quedamos sin aliento, estupefactos. «¡Es ella! ¡La dama de mis más caros sueños! ¡Mi Dulcinea!» Hay pánico en su cara. ¡Casi se desmaya! Es tan grande la sorpresa que a ella la sostiene su compañera y a mí solamente este corazón que se me fragmenta, me duele y retumba como tambor prisionero en torácico claustro. Ella, desposeída, inflamadas las manos, la espalda torturada, y el sueño nocturno de los esclavos como una loza de mármol. Ella, araña de plata, tejedora con hilos de estrellas, remotos y vanos.

Huyó ella y huí yo. Entre el algodonal quedaron a flote lo restos de un sueño que se había dado de alas contra los muros inmisericordes de la realidad, como un pájaro adueñado del cielo que navegara a ciegas.

¡Qué días los de aquella semana, intensos de angustia y soledad! Ni siquiera la rudeza inhumana con que me entregué a trabajar sin descanso lograba disipar la obsesión con que contemplaba su cara de angustia, toda desencanto. No volvió a aparecer en el mismo campo donde ambos, ella y yo, nos matábamos trabajando diez horas diarias por unos cuantos centavos. Sin embargo, traté de identificarla a ella entre la humanidad que me rodeaba buscándola en los pequeños grupos que se dirigían a la balanza con sus costales a cuestas, trabando comentarios y bromeando con el pesador, recibiendo el pago por cada pesada y yendo a los vendedores de golosinas y refrescos, todo en medio de una algarabía en que se tejían en una sola trenza las voces de ancianos, jóvenes y niños, con la sonrisa y la palabra amable en los rostros cansados. Otras veces creí distinguirla entre los cuerpos inclinados que estrujaban las matas de algodón, arrancándoles los copos de fibras blancas. Alguna vez herí mis ojos con el fulgor del mediodía y tuve la seguridad de avizorar a dos damas arropadas a la usanza de los árabes que deambulan en pleno Sahara; hasta ellas caminé apresurado a ritmo de tamborileo, sólo para topar con dos ancianas que respondieron a mi saludo con sonrisas desdentadas. ¡Qué confusión! No lograba entender nada de nada. La buscaba con la misma premura del que ha puesto la vida al filo de su última esperanza. ¿Dónde, dónde estaba? Doña «Soledad» que por años había sido mi mejor aliada, se tornaba en mi peor enemiga, se portaba cruel, me trataba con saña. Mi primera gran ilusión había prendido como un incendio, para quedar así de improviso convertida en cenizas, reducida a la nada.

Volví el siguiente sábado al baile del Casino. Iba a buscarla y la encontré. Allí estaba, más hermosa que toda la plata que irradia la luna sobre ríos, mares, llanos y montañas. Vestía de verde como algún verso de Lorca y era su boca una rosa perenne. Le supliqué con la mirada, y ella, con un gesto suave, cortó las venas de mi última esperanza. Para qué prolongar la ironía de un engaño tan grande. Juro que había tristeza en su rostro, en sus labios tremaba insinuada una amarga sonrisa. Alcancé a ver que salía a bailar con un joven apuesto; yo me di la media vuelta en pos de la puerta falsa.

Bebí licor con la sed preñada de ansias de un espalda mojada que se extraviara en laberínticos arenales de algún desierto borrado del agua que presta vida y alientos. Todo había sido un sueño. Un sueño que hacía ya tiempo se gestaba en mi alma. El sueño de un poeta rodeado de quimeras, tantas como hay flores luminosas en el cielo, la luna entre ellas con su eterna cauda de miradas nostálgicas. Yo escribía versos a un amor tan intenso y etéreo, que demandaba por fuerza mi conciencia una compañera tangible con la que se diera la síntesis de dos cuerpos y dos almas acrisolados en una entidad única. Yo había atestiguado ya la sublimidad humana trascendida en letras en la obra piramidal de novelistas y poetas de rango universal. Por sobre el testimonio entrañado en la poesía, exigía mi corazón, velado por la gracia de la fantasía, una prueba concreta del amor y su existencia verdadera. No la potencia de mi espíritu solamente ansiaba la revelación de tal misterio, sino que mi juventud tan nueva y susceptible a la sorpresa me reclamaba a gritos la consumación del amor con la pasión y el imperativo con que la carne del varón se entrega a la carne de la hembra. Por eso me enamoré con locura de ella sin guardarme de riesgos o tragedias, porque ya desde siempre vivía enamorado del amor como sólo puede enamorarse un poeta que ha sabido de la soledad y convivido con las penas. Suele ser el amor tan grande como ha sido su ausencia y la ilusión de su espera.

Seguía bebiendo. ¡Otra vez a las andadas! Me puse a forjar más y más sueños. En adelante nutriría a la realidad con esfuerzo aunque en ello me fuera la vida. Estudiaría con tesón; trabajaría sin descanso, lucharía contra todo y contra todos para que mis sueños no cayeran pulverizados al primer tropiezo. Llegaría a tener una esposa amada y los hijos nuestros serían verdaderos universitarios, no impostores de personalidades vanas, ni limosneros de una felicidad interesada. Naufragó mi mente trastornada en los remansos de una laguna de alcohol, me hundía; desvarié en voz alta; ardía como cirio. «¿Acaso es la realidad la madre de los ensueños?» «Sí, y si es ésta raquítica y anémica, los pare y los condena a una muerte instantánea».

Bebí y seguí bebiendo. Entreví en mi delirio a muchos hombres sudorosos extenuados por la fatiga; escarbaban con picos, accionaban palas; entre ellos reconocía rostros de mis compañeros alienados que se desgañitaban gritando en un espacio en que la claridad se saturaba de maldiciones y de polvaredas. ¿Cómo pudieran sobrevivir los sueños? Pues, haciendo de la realidad una hembra fuerte y sana, que les dé vida y los nutra para que cristalicen y no se diluyan como las nubes que el sol se traga. Grité y grité; los que me rodeaban reían convulsos de mi locura. ¿Qué es la realidad? Díganme, infelices, ¿Qué es la realidad? Que venga un desgraciado y me la explique. Se me volvía la cabeza una olla de grillos con rabia. Las preguntas y las respuestas se sucedían en una danza ridícula. Un desfile de palabras rebeldes salían a lomo de ideas borrachas; se pandeaban de reír a carcajadas entre hipos y sarcásticas muecas. Ella estaba viva y cerca, era real y bailaba en la pista mejilla contra mejilla con un joven apuesto de verdadera importancia. Seguramente que lo abrazaba con ansias, viéndolo de cerca con sus ojos hermosos; pensando quizá que era él, al fin, su príncipe de oro. En mí la rabia y la tristeza me arrancaban ya improperios, ya lágrimas. Algo acababa de morir en lo profundo de mi espíritu al mismo tiempo que algo misterioso emergía desde las raíces más potentes de mi alma.

Regresé a pie con el alba. Era el cielo un reguero de cenizas entre las que brillaban como brasas moribundas unas cuantas estrellas. Antes de llegar a mi posada se alzó el sol frente a mí con toda su potestad arbitraria. Embargado de coraje, todavía con los ojos húmedos, lo vi de frente y le grité mostrándole la diestra con el puño cerrado: ¡Lucharé contra ti, desalmado, y contra todos los de tu ralea! No se me morirá otro sueño como mueren los niños indefensos. No sólo eso, ayudaré a forjar sueños a muchos jóvenes, duros como el hierro, para que los caprichos infames no se los maten. Para que sean fuertes sus cuerpos y sus mentes y no los despoje ni los aplaste ningún ambiente malsano, para que aprendan a luchar y no se les mueran sus sueños como niños a los que el hambre mata. Que no mueran, no, que no mueran los sueños...