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Defensa del doctor don Francisco Martínez Marina contra las censuras dadas por el tribunal de la Inquisición a sus dos obras Teoría de las Cortes y Ensayo histórico-crítico sobre la antigua legislación de España


Francisco Martínez Marina



Ilustrísimo Señor:

He leído y examinado detenidamente las dos censuras sobre mis obras tituladas, una: Teoría de las Cortes o grandes juntas nacionales de los reinos de León y Castilla, impresa en Madrid en el año de 1813, y otra: Ensayo histórico-crítico sobre la antigua legislación y principales cuerpos legales de los reinos de León y Castilla; en Madrid, año de 1808, que de orden de V.S.I. me pasó el Señor Inquisidor decano, con oficio de 14 de abril próximo, cuyas censuras se contienen en las dos copias que devuelvo: la primera extendida por dos censores, en siete y media hojas útiles, sin numeración de párrafos ni fecha, y ceñida a la Teoría de las Cortes. La segunda por cuatro censores, en cinco hojas, sin numeración de párrafos ni fecha; conviniendo los cuatro en el juicio que formaron de la Teoría: y solos dos en el del Ensayo.

Como siempre he preciado sobre todos los bienes del mundo la religión cristiana, católica, apostólica romana, y en mi estimación es el mayor beneficio de la divina Providencia, me ha servido de gran consuelo que los censores no hayan hallado que reprender sobre este objeto de tanta gravedad e importancia. Dicen los primeros: «En lo mucho que envuelve esta obra, por tantas materias que toca, no hallamos error teológico ni expresión que pueda calificarse de opuesta a la doctrina católica.» Y los segundos por lo que respecta la Teoría: «No nos atrevemos a decir que en dicha Teoría de las Cortes se halla directamente atacado ningún dogma de nuestra sagrada religión; antes bien se hace un grande elogio de ella y de su moral en la pág. 114 y siguientes del tomo I, y nos persuadimos que su corazón no está depravado.»

Séame permitido decir a V.S.I. que no parece que los censores faltarían a los deberes de su oficio, si contentos con este dictamen, muy propio de doctos y eruditos teólogos, se abstuvieran de ulteriores investigaciones sobre las demás materias y asuntos que forman el principal objeto de la Teoría, materias muy ajenas de la facultad teológica, y cuyo examen corresponde a los muy versados en la historia, en la política y en la ciencia de los derechos. Por eso la santidad de Benedicto XIV en su constitución Ad perpetuam que comienza Solicita et provida, de 9 de julio de 1759, mandada observar en estos reinos por real cédula de 16 de junio de 1768, entre las reglas establecidas para los calificadores y censores de las congregaciones de la general Inquisición de Roma, y del Índice; una de ellas previene, y es el párrafo 13 de dicha constitución, que se elijan sabios de todas facultades, teólogos, jurisconsultos, canonistas, literatos sobresalientes en erudición sagrada y profana. Había llegado a comprender este gran Pontífice los gravísimos inconvenientes que se podrían seguir de que los libros de política se cometiesen a un teólogo, o los de historia y erudición profana a un monje o fraile, y los de teología y moral cristiana a un letrado. Así que, determina que haya calificadores y censores de todas clases, ciencias y facultades: «Ut ex eorum coetu, pro varietate librorum, qui ad congregationem deferentur, idonei viri non desint ad ferendum de unoquoque judicium.»

Añade en el núm. 16: Que sólo se nombren para censores y calificadores aquellos sujetos que posean la ciencia de las cosas y materias contenidas respectivamente en los libros delatados, ciencia adquirida por un continuo y dilatado estudio. Decet enim de artibus solos artifices judicare. Pero si por error se cometiese a alguno el examen de materias ajenas de sus peculiares estudios, en tal caso el consultor o censor electo debe confesar su insuficiencia, y está obligado delante de Dios y de los hombres a excusarse. Por estas y otras consideraciones mandó el rey don Carlos III en 14 de junio de 1768, y es la ley 3, tit. XVIII, lib. 8º de la Novísima Recopilación: «Que las prohibiciones del Santo Oficio se dirijan a los objetos de desarraigar los errores y supersticiones contra el dogma, al buen uso de la religión y a las opiniones laxas que pervierten la moral cristiana.» Y por otra real cédula de 5 de febrero de 1770, que es la ley X, tít. XXVIII, lib. 9º de la Novísima Recopilación, manda prevenir al Inquisidor general: «Que advierta a los Inquisidores que se contengan en el uso de sus facultades para entender solamente de los delitos de herejía y apostasía.» Aumenta la fuerza de estas reflexiones el que este mismo asunto también se halla pendiente en el Supremo Consejo de Castilla, a quien el Rey Nuestro Señor cometió el examen de la Teoría de las Cortes por orden de 9 de agosto de 1814; y para dar cumplimiento a la real determinación se ha formado expediente y se pidieron informes a varios sujetos, cuyas censuras y dictámenes se hallan ya unidos al expediente. ¿Es justo, es razonable que se haya de seguir una misma causa bajo de un mismo aspecto, y a un mismo tiempo en dos tribunales supremos, y que en ambos el acusado haya de hacer su defensa?

No es mi intención, señor; estoy muy distante de coartar las facultades del Santo Oficio, o de poner límites a su autoridad: antes firmemente persuadido de que sus procedimientos en el presente asunto irán en todo conformes a sus leyes constitucionales, a los principios de equidad y justicia, y a las intenciones y órdenes de. S.M., y estimando, como es justo, la oportuna ocasión que tan respetable tribunal me ha proporcionado para emprender mi defensa, paso a hacerla con la brevedad y claridad de que es susceptible la materia; y para reunir estas circunstancias tan recomendables en cualquier escrito, dividiré la defensa en tres secciones. En la primera me propongo presentar a V.S.I. algunas observaciones generales sobre los procedimientos de los censores y sobre el estilo, método y crítica con que extendieron su juicio y censura, para que en vista de estas advertencias V.S.I. decida si han llenado el oficio de justos apreciadores de la verdad y del mérito, y procedido con la inteligencia, moderación e imparcialidad que se requiere en tan gravísima causa. En la segunda responderé a las calificaciones de la Teoría de las Cortes; y en la tercera al juicio y censura que hicieron del Ensayo sobre la antigua legislación.






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Sección primera


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Artículo I

El sabio Pontífice Benedicto XIV, en el párrafo 13 de la citada constitución establece: «que para el delicado oficio de calificador y censor se nombren varones de acreditada piedad y doctrina, de cuya integridad se pueda y deba esperar que libres de amor y odio, de toda pasión y afecto humano, solo procurarán la gloria de Dios y la utilidad del pueblo». Añade en el 17: «Tengan entendido y sepan los consultores y censores, que es obligación juzgar de las diferentes, opiniones y sentencias contenidas en cada libro con ánimo desnudo de todas las preocupaciones. Así que deponiendo todo afecto o espíritu de nación, familia, escuela, e instituto, prescindiendo de los intereses de las partes, solo se ocupen y tengan ante los ojos los dogmas de la santa iglesia, y la común doctrina de los católicos.»

Nadie ignora las acaloradas disputas que en materia de gobierno se suscitaron en Cádiz después del establecimiento de las Cortes, y la obstinación con que unos y otros contendedores sostenían sus opiniones políticas. Exaltados los ánimos, llegaron a formarse dos partidos, que propagados por todo el reino y defendidos con furor y encarnizamiento, expusieron la nación a todos los males de la anarquía y a perder el fruto de sus esfuerzos y sacrificios, y preparaban la ruina del Estado.

Los censores de la Teoría, procediendo en todo con loable celo, sencillez y recta intención, pero equivocadamente, me reputaron por exaltado apologista y defensor de uno de aquellos partidos; me consideraron como imbuido y empapado en sus perniciosas máximas. Así es que ponderan «lo poseído que se declara el autor de las ideas de la soberanía del pueblo y demás principios de las Cortes de Cádiz. Nos abstenemos de preguntar ¿quién habrá tomado, de quién tantas cosas y contra tantos? Si el Sr. Marina, de los varios papeles esparcidos y discursos en tiempo de las Cortes de Cádiz, o los autores de ellos se ilustrarían tomando cuadernos de su Teoría.» Y partiendo de este principio y excitado su celo con estas ideas, me tratan como a un Jacobino, demócrata francés, revolucionario, y como opuesto hasta el furor contra los Reyes, contra los Papas y contra todas las clases del Estado.

Si supieran los religiosos censores cuán distantes han estado siempre mis ideas hasta de lo que puede tener imagen y sombra de revolución; si me tuvieran tratado y conocido mi genio y carácter naturalmente pacífico, amante del orden, de la tranquilidad, de la subordinación, del bien público y de la gloria y prosperidad nacional, moderaran seguramente su celo, dulcificaran la censura y cuidaran de no mezclarme ni confundirme con los demócratas franceses, con los exaltados libertinos, y con los vanos y locuaces periodistas. Los que me han tratado y conocido pueden deponer que jamás he sido ciego y exaltado seguidor de ninguna secta, escuela, ni partido: que los he aborrecido todos por considerarlos como un obstáculo para arribar al conocimiento de la verdad. Esta he amado, esta he buscado por todas las vías y caminos posibles, ocupando los treinta y siete años de mi residencia en Madrid, y todo el tiempo que me dejaba el ministerio, en hallar aquel tesoro. Es público que abandonado todo trato, sociedad y comunicación, y hasta los pasatiempos comunes e inocentes, sacrifiqué mis intereses, salud y vida a aquel único objeto, y que en los reinados y gobiernos que he alcanzado, de Carlos III, de Carlos IV, del rey intruso y de las Regencias, contento con mi suerte y destino, nunca he aspirado a hacer fortuna, ni traté de aprovechar las continuadas y excelentes proporciones de llegar al término de una carrera brillante. En tan dilatado período no se hallará en ninguna de las secretarías solicitud ni memorial ordenado a mejorar de suerte y condición.

No trato, señor, de justificarme, confieso y me reconozco delante de Dios por mal cristiano, y peor ministro del santuario: mas todavía no me tengo por culpable delante de los hombres como no sea en haber anunciado y defendido la verdad: ella ha sido el objeto y blanco de mis trabajos y empresas literarias, en las cuales ningún influjo ha tenido ni la parcialidad, ni la adulación, ni la maledicencia, ni la ambición, ni la codicia, ni la vanagloria: raíces venenosas que sólo pueden engendrar ponzoña: pasiones vehementes condenadas por el divino autor del Evangelio como incompatibles con el orden, con la justicia y con la verdad.

Si los censores hubieran tenido lugar de leer detenidamente y con ánimo tranquilo la Teoría de las Cortes, no dudarían un momento de la imparcialidad de su autor. La escribió antes del establecimiento del gobierno de Cádiz, y no es más que una extensión de la que en 1808 remitió a la junta central, impresa sin conocimiento, noticia, ni influjo suyo en Londres en 1810, como se puede ver en el prólogo de la Teoría desde el núm. 107 hasta el 111. En el año de 1810 cuando, aun no se habían instalado las Cortes, se comenzó ya a leer la Teoría en la Real Academia de la Historia, lectura que continuó por espacio de catorce o diez y seis meses como consta de sus actas. Luego su autor no pudo adoptar los principios de aquellas Cortes, ni declararse poseído, de sus máximas, ni haberlas tomado de los periodistas, ni de los propagadores de ideas revolucionarias: lo uno, porque estos papeles y escritos no comenzaron a extenderse hasta el año de 1811 y 1812. Lo otro, porque habiendo permanecido yo en Madrid todo el tiempo de la revolución, no había oportunidad para adquirir aquellos papeles, ni jamás lo he deseado ni intentado. Acaso entre todos los españoles no hubo quien tuviese menos relaciones con los individuos del gobierno: no traté con ellos por escrito ni de palabra, ni en público ni en secreto: y aun después de haberse establecido las Cortes y la Regencia en Madrid, siguiendo el mismo sistema y conducta, viví tan separado de cuantos tenían parte en el gobierno, que ni una sola vez tuve la curiosidad de concurrir a las tribunas de las Cortes.

Bien es verdad, que publicada y jurada la constitución, tuve por conveniente añadir a la Teoría algunas reflexiones y observaciones sobre los principios asentados en aquella, y me pareció justo hablar con elogio de muchos de ellos, porque eran conformes a mis ideas, a las máximas de una sana política, a las leyes fundamentales de la monarquía española, y muy a propósito para dirigir la nación y salvar la patria en aquellas circunstancias: y reputaba por objeto de suma importancia promover el crédito del gobierno, y afianzar más y más la unión de los ciudadanos entre sí y con los jefes que estaban a su cabeza, y llevaban sobre sus hombros el peso de los negocios del estado: lo contrario sería introducir la anarquía, echar los cimientos de la ruina de la nación y conspirar contra la patria.

Sin embargo, la Teoría contiene pruebas evidentes de que yo no he sido un vil adulador de los representantes del pueblo, ni obstinado apologista de sus máximas, ni ciego seguidor de sus errores. Los he rebatido e impugnado en varias ocasiones, ya claramente, ya con disimulo, y siempre con aquella moderación y respeto debido al gobierno legítimo. Manifesté asimismo no estar enteramente satisfecho de la carta constitucional, y de haberse procedido con precipitación en publicarla antes de entender en su reforma, cuya necesidad mostré claramente en el núm. 123 del prólogo, y mucho más en los números 124 y siguientes hasta el 130, de los cuales trasladaré aquí algunos trozos, por haberlos omitido los editores en muchos ejemplares de la Teoría.

«Me parece que haría notable agravio y amancillaría el nombre de los diputados que trazaron el cuadro de la constitución en atribuirles la debilidad y arrogancia de creer su obra consumada y perfecta, y sus leyes infalibles o inmutables, puesto que es bien sabido por todos que sin embargo de lo mucho que se ha trabajado desde el origen mismo de la sociedad humana en dar leyes justas a los hombres, en formar proyectos y sistemas de gobierno, y en apurar cuanto la política ha dictado sobre esta razón de más atinado, sabio y prudente, todavía después de tantos siglos de tentativas, esfuerzos, combinaciones y experiencias, ninguna nación puede lisonjearse de tener la fortuna y la gloria de una perfecta constitución, para lo cual acaso sería necesaria toda la sabiduría del supremo legislador de los hombres.

«La ley y decreto que prohíben toda innovación en los artículos de la ley fundamental, dice así: hasta pasados ocho años después de hallarse puesta en práctica la constitución en todas sus partes, no se podrá proponer alteración, adición, ni reforma en ninguno de sus artículos. Pasados los ocho años después de establecida la constitución, ningún diputado puede proponer en las Cortes modificación, reforma o adición alguna sin que su respectiva provincia le haya conferido poder especial para ello, y la provincia no podrá otorgar este poder sin que preceda declaración y acuerdo de las Cortes que ha lugar a ello, y sin que aquel decreto se circule por las provincias.

«Mis ideas son tan diferentes de las que se expresan en esas cláusulas y tan opuestas a las de los ilustres miembros de la comisión que entendió en extender aquellos artículos, que bien lejos de tener por conveniente esperar que pasen ocho años para poder hablar de reforma de constitución y proponer adiciones o modificaciones de varios artículos de ella, y que en este período nadie pueda desplegar los labios y todos guarden profundo silencio, estoy firmemente persuadido que el bien general, la prosperidad del estado y la seguridad y libertad del ciudadano exige que desde luego, al instante, en el presente momento, se tomen prudentes medidas y serias y activas providencias para mejorarla: primeramente en el orden, en el lenguaje y en el estilo; porque, según advirtió un escritor nuestro, en ningún libro es más recomendable y necesario el orden y enlace de las ideas, la claridad de expresiones, la pureza del lenguaje, la gravedad del estilo y la exactitud en el método, como en uno que se escribe para formar el espíritu y el corazón del ciudadano, y para que sea el catecismo del pueblo. Lo segundo en dar extensión y claridad a varios artículos oscuros, y en añadir algunos otros sumamente importantes para hacer eterna e inmutable la ley fundamental. En cuya razón convendría mucho que las Cortes cuidasen de encargar a las provincias, a los principales ayuntamientos del reino, así como a los literatos y personas ilustradas, que después de haber diligentemente examinado la constitución y hecho profundo estudio sobre todas y cada una de sus partes, propusiesen con sinceridad y libertad a las Cortes actuales y a las sucesivas los defectos de ella, acompañando una razonada exposición acerca de las mejoras de que pudiese ser susceptible; de suerte, que sin perjuicio de la observancia de la constitución, sin lo cual no puede haber gobierno, fuese principal ocupación del reino, de los ciudadanos y de las Cortes en estos tres o cuatro primeros años tratar seriamente de perfeccionarla.

«Esta pretensión es tan razonable y tan justa como la de una nación libre en orden a conservar sus libertades e imprescriptibles derechos. Uno de ellos, y acaso el más sagrado, es el de intervenir por medio de representantes en la formación y coordinación de las leyes, y señaladamente de la ley fundamental del estado. Empero muchas provincias de España y las principales de la corona de Castilla, no influyeron directa ni indirectamente en la constitución, porque no pudieron elegir diputados ni otorgarles suficientes poderes para llevar su voz en las Cortes, y ser en ellas como los intérpretes de la voluntad de sus causantes. De que se sigue, hablando legalmente y conforme a reglas de derecho, que la autoridad del congreso extraordinario no es general, porque su voz no es el órgano ni la expresión de la voluntad de todos los ciudadanos, y de consiguiente antes de comunicar la constitución a los que no tuvieron parte en ella y de exigirles el juramento de guardarla, requería la justicia y el derecho que prestasen su consentimiento y aprobación lisa y llanamente, o proponiendo las modificaciones y reformas que les pareciese por medio de diputados libremente elegidos y autorizados con suficientes poderes para entender en este punto y en todo lo actuado en las Cortes hasta el día que se presentasen en ellas.

«Bien conozco, y es así verdad, que el augusto congreso desde el momento mismo de su existencia, llenó de satisfacción y gozo a todos los españoles: que desde luego mereció la confianza de los oprimidos pueblos de Castilla, y que entonces comenzaron a revivir nuestras amortiguadas esperanzas. ¡Cuán grande fue el júbilo de los patriotas al saber que se trataba seriamente de formar la constitución política de la monarquía! ¡Con qué ansia se buscaban los papeles públicos comprensivos del proyecto de la ley constitucional y de las discusiones relativas a este punto y a todos los de Cortes! ¡A cuántos riesgos no expuso este, celo a los ciudadanos! Pues ya ¡qué efervescencia, qué entusiasmo por leer la constitución luego que se supo haberse llevado, hasta el cabo y concluido felizmente! Todos levantamos los ojos y las manos al cielo loando la providencia de Dios por tan próspero suceso. Rebosando alegría, que se deseaba ver en los semblantes de todos, nos decíamos unos a otros: ya tenemos constitución: todos la recibimos, con aplauso; y sin reparar en derechos ni en formalidades legales obedecimos el decreto de las Cortes y la juramos solemnemente; lo que se verificó en todos los pueblos de León y Castilla, sin que haya ocurrido caso alguno de oposición y resistencia que yo sepa sino el de Orense en Galicia: caso tanto más extraordinario cuanto la persona que opuso dificultades no era parte legalmente autorizada para ello, y el reino de Galicia estaba suficiente y completamente representado en las Cortes.

«La docilidad y buena fe de la nación exige igual correspondencia de parte de aquellos en quienes depositó su confianza. No se pongan límites a sus derechos ni se abuse de su generosidad. Hágasele conocer lo que es y lo que puede, y si en virtud y uso de sus facultades propusiese adiciones y reformas en la constitución, trátese seriamente de efectuarlas al momento, precediendo las convenientes discusiones. Digo al momento y no más adelante, porque entonces debe cerrarsela puerta a toda innovación aun la más mínima, porque entonces la libertad de poder alterar la ley fundamental y de introducir reformas en ella, sería exponerla a su ruina. ¿Puede haber motivo para dilatar estas importantes operaciones hasta pasados ocho años? Yo ciertamente no le encuentro; hallo sí que la justicia, la necesidad, la utilidad pública y todas las razones dictan que se emprenda este trabajo al instante, que la dilación no es prudente, y sí muy peligrosa. Porque, se haría manifiesto agravio a la nación en querer o en tolerar que sufriese por ocho años las funestas consecuencias de las malas leyes y defectuosas instituciones, y en privarla de los felices resultados que pudiera producir una sabia reforma. Porque conviene curar la enfermedad en su principio y no dar lugar a que tomando cuerpo y echando hondas raíces se haga incurable. Los remedios tardíos son siempre infructuosos y vanos. El pueblo, tenaz por carácter en conservar lo que una vez ha adoptado, no sería fácil que familiarizado con los errores y vicios arrostrase a abandonarlos.

«¿Y quién sabe si en estos ocho años podrán ocurrir circunstancias y sobrevenir acaecimientos políticos que impidan absolutamente hacer las reformas intentadas? En este caso, ¡cuán grande sería el pesar y el arrepentimiento de la nación por no haber aprovechado los momentos y hecho el uso conveniente de su autoridad! Entonces, ¿qué podríamos alegar en nuestra defensa contra las justas declamaciones del pueblo? Las futuras generaciones acusarán con sobrada razón nuestro descuido, nuestra desidia, nuestra indolencia, nuestra ignorancia y cobardía, porque dejamos ir de las manos tan feliz coyuntura, porque no sacamos el partido posible de este paréntesis de libertad, y de un tiempo tan oportuno y sazonado cual no se ha visto en los catorce siglos de la existencia política de nuestra monarquía, ni acaso se volverá a ver jamás. No consintamos que nuestro nombre sea execrable a la posteridad. Lejos pues de nosotros la torpe pereza, la sórdida adulación y el vano temor. Respiremos el aire de libertad que nos ha enviado la Providencia para nuestro refrigerio; y elevándonos sobre todos los respetos y consideraciones humanas, demos al pueblo todo lo que le pertenece, todo lo que le otorgan las leyes de la naturaleza y de la sociedad, y al Rey, honor, veneración y la necesaria autoridad soberana para gobernar conforme a las leyes establecidas.»




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Artículo II

Siempre he pensado que el importante y difícil oficio de censor y calificador no es incompatible con las máximas y reglas de la moral pública, y mucho menos con los principios dictados por el divino autor del Evangelio. Pueden muy bien los calificadores desempeñar su obligación, y censurar justa y aun severamente cualquiera obra literaria sin romper los lazos de la unidad y fraternidad cristiana, ni traspasar los límites de la modestia, ni empecer a la fama y reputación de los autores. La vara censoria se debe vibrar contra las malas doctrinas, mas no contra los autores, y menos contra sus ocultos pensamientos e intenciones. No me corresponde juzgar a mis calificadores sobre este punto: lo reservo a la prudencia y sabiduría de V.S.I., a cuya consideración expondré brevemente los honores que me han dispensado. Ellos me tratan primero de impío, porque dicen: «Contra los que profesan las ciencias eclesiásticas de teología y derecho canónico, y contra las leyes de este, habla como pudiera hablar el mayor impío.» Como los censores no tuvieron por conveniente esclarecer el sentido de este fallo y sentencia, ni presentar a V.S.I. las razones y fundamentos en que estriba, según parecía justo hacerlo en materia tan grave, sólo puedo contestar que lo que por incidencia y de paso he dicho sobre este argumento no es más que un brevísimo resumen, o mejor, indicación de lo que al mismo propósito dijeron en diferentes edades y tiempos, no los impíos, sino los varones más piadosos, doctos y eruditos de nuestra nación: no hablé mal de las ciencias canónica y teológica, ni de sus profesores, ni contra la forma silogística ni método escolástico; forma y método excelente, el más enérgico, compendioso y expresivo, bajo el cual se formaron eminentes teólogos dentro y fuera de España. Es pues cierto que en la Teoría sólo se reprenden los abusos introducidos a fines del siglo XVI en la enseñanza de aquellas ciencias, multiplicadas después extraordinariamente casi hasta nuestros días, a consecuencia de haberse abandonado en las universidades el estudio de las verdades fundamentales de la religión, la enseñanza de la sagrada Escritura, de las obras de los santos Padres, de los Concilios generales y particulares, de la historia eclesiástica, de la sagrada liturgia, de la disciplina de la Iglesia y de los dogmas de la religión, y sustituido a tan gravísimos e importantes objetos las cuestiones metafísicas y abstractas, muy buenas para el ejercicio de los ingenios, pero no a propósito para la instrucción y edificación de los fieles.

Me abstendré de copiar aquí en comprobación de estas verdades lo mucho que se ha escrito por nuestros escritores y teólogos españoles sobre este argumento, y de exponer los vehementes discursos y declamaciones suyas contra aquellos excesos; en lo cual seguramente haría no pequeña injuria a mis censores, a quienes supongo completamente instruidos en esta materia. Mas todavía para ilustrarla trasladaré lo que decía al Rey don Felipe II, el erudito Pedro Simón Abril1, en el año de 1589, informándole del estado de la teología: «Porque la malicia de los tiempos ha mezclado en ellas cosas traídas por manos de hombres, los cuales a sus imaginaciones y curiosidades han dado atrevidamente nombre de Teología; en cuanto a esta parte hay algo que enmendar y reformar en ella, hasta volverla y restituirla a la puridad y llaneza con que aquellos santos doctores de la primitiva iglesia la trataron... Es pues error de hombres en la sagrada Teología, el haber dejado de leer en las escuelas aquellos santos y antiguos escritores que nos enseñaron lo que era necesario para el remedio y salvación de nuestras almas, huyendo de cosas que son más de vana curiosidad que de necesidad... y haber introducido en su lugar a escritores modernos que han henchido la escuela de cuestiones metafísicas y curiosas más que fructuosas, pues ni sirven para refutar errores de herejes, ni para enseñar al pueblo cristiano los caminos del Señor... Error es de hombres desvanecerse mucho, y gastar mucho tiempo en disputas dialécticas, y hacer más ostentación en ellas que en las verdades llanas y puestas en fuerza de demostración, como si no hubiese en que gastar mejor los buenos años de la vida en inteligencia de los libros sagrados, decretos de los santos concilios, doctrinas de santos antiguos, historia de las cosas de la Iglesia... No es mi intención, ni tal Dios permita, dar en el disparate en que han dado los herejes en estos tiempos, reprendiendo así en común toda la Teología... Solo es mi intento llorar la pérdida de tiempo, que es la mayor de las pérdidas, que se gasta en disputar aquellas cosas puestas en diversidad de opiniones, que ninguna de ellas sirve ni para destruir, ni para edificar, ni para desarraigar, ni para plantar, que son los oficios del buen teólogo, como lo dijo el Señor por Jeremías.» Si esto dijo tan docto varón en el siglo XVI cuando comenzaba la decadencia de la literatura, si así habló al principio de la enfermedad, ¿cuánto no hubiera declamado contra los vicios de la instrucción pública aumentados y multiplicados extraordinariamente en los siglos XVII y XVIII? Empero es necesario cortar este hilo para tomar el de otros tratamientos que me han dispensado mis censores.

En segundo lugar me reputan de más osado y atrevido que los protestantes. «No podemos menos de manifestar, dicen, que sus doctrinas contra la autoridad de los reyes, en general, contra el Papa, clero secular y regular... son tales, cuales no se hallan en ninguno otro autor español, y quizá los mismos extranjeros, aun protestantes, no han avanzado mas en estos puntos.» Señor, lo que he afirmado por incidencia sobre estas materias puedo asegurar o que es cierto, o por lo menos muy probable y defendido por autores católicos virtuosos y sabios. Estas opiniones no deben confundirse con los errores, ni ser objeto de censura teológica. Los eruditos censores saben bien lo que les previene el señor Benedicto XIV, en el párrafo 17 de la mencionada constitución: «Debiendo también estar entendidos, que no son pocas las opiniones que pareciendo ciertísimas a una escuela, instituto o nación, sin embargo se desechan por otros varones católicos, y se impugnan sin perjuicio de la fe, y aun las contrarias se defienden a ciencia y paciencia de la Sede apostólica, que deja cada cual de estas opiniones en su respectivo grado de probabilidad.» Los protestantes avanzaron a mucho más, se propasaron hasta el extremo de vomitar las más horrosas blasfemias contra los Papas y contra la Iglesia: chocaron con los principios de la fe y rompieron los lazos de la unidad cristiana. Negaron el primado del Romano Pontífice; defendieron que este primado no es de derecho divino; que el Papa no es cabeza de la Iglesia, que sólo por derecho humano es Vicario de Cristo. Le denominaron Anticristo, y a la Iglesia romana, lupanar, babilonia y sinagoga de Satanás. Que la Iglesia y estado eclesiástico no puede sin injusticia poseer bienes temporales, que los que disfruta es sin legítimo título, y contra el espíritu del Evangelio. Trastornaron toda la disciplina eclesiástica, el orden jerárquico de la Iglesia y la jurisdicción espiritual, que le es esencialmente inherente, la depositaron en los principios del siglo; finalmente, atribuyeron las monarquías y los imperios a un influjo diabólico: a la ambición, a la injusticia, a la crueldad y a la tiranía. ¿Qué conveniencia, proporción ni semejanza hay ni puede haber entre estas doctrinas y las de la Teoría?

Tercero, me tratan de seductor, pues dicen que el prólogo contiene «perniciosas máximas dispuestas con tanta apariencia de razones y hechos históricos, que es necesaria mucha prevención y reflexión para no caer alguna vez en la persuasión de una elocuente astucia. Y el mismo espíritu de seducción está después tan embebido en toda la obra...» Señor, la modestia me estrecha para no proceder a la calificación de estas expresiones, hijas sin duda del celo de mis censores. Más todavía diré, que seductor es el que engaña con arte y maña, y persuade blanda y suavemente el mal. La seducción supone ánimo e intención dañada y un fin perverso; el seductor camina por sendas tortuosas, y trata con astucia, simulación y dolo inducir a error. Confieso que pude haber errado, pero me atrevo asegurar que mi deseo, intención y fin ha sido enseñar, defender y propagar la verdad.

Cuarto, de falsario, porque hablando de los varios papeles publicados durante la revolución, dicen: «Lo cierto es que el espíritu de no dejar clase del estado sin infamarla y denigrarla, y el amontonar para este fin, confundir, aumentar y fingir también hechos y casos para ganar así al pueblo, del mismo modo y con las mismas frases y palabras, se hallan en esta obra que en los dichos papeles.» La primera parte de esta censura no me parece que se ajusta a la verdad, porque yo no he tratado de infamar o denigrar a nadie, sino de reprender los vicios y desórdenes que pugnan con el buen orden de la sociedad. Por lo que respecta a la segunda parte, suplico a los censores tengan la bondad de copiar de la obra de la Teoría los pasajes donde se procura aumentar y fingir también hechos y casos para ganar así al público.

Quinto, de revolucionario y predicador de la revolución: «El autor, dicen, se olvida de lo que es, y todo lo pospone a la revolución y libertad del pueblo, que es su fin. En los males que hace tres años comenzaban a amenazarnos, y en que temíamos ser envueltos, hemos visto bastante para que nos sea terrible el nombre solo de revolución. Juzgamos, pues, que esta obra que la persuade es, sobre manera perjudicial.» No me detendré, señor, en esclarecer la ambigüedad de estas expresiones, para mí ciertamente incomprensibles, ni en fijar el verdadero sentido de la palabra revolución. En la Teoría es clarísima la idea que representa, a saber: los sacrificios y heroicos esfuerzos que la nación española, unida a su legítimo gobierno, hizo para arrojar de su suelo al tirano, conservar la integridad de la corona, así como su independencia y libertad. Así que, acordándome de lo que soy, buen español y ministro del santuario, todo lo he pospuesto a la revolución, al éxito feliz de la gloriosa lucha emprendida y continuada gloriosamente por la nación en beneficio del Rey y del Estado.

Este es el sentido y la energía del vocablo revolución en todos los pasajes de la Teoría, esta la idea que representa en los números 61, 62 y siguientes del prólogo hasta el 73, y en la primera parte, capítulo I, cuando digo: «Españoles, os recuerdo esta memorable revolución ocurrida en el siglo V de la era cristiana, por la que nuestros padres recobraron la independencia y amada libertad de que siempre habían gozado en este país sus abuelos y progenitores, como un incentivo de nuestra virtud y estímulo de vuestra esperanza... Pueblos de España que tantas veces derramasteis vuestra sangre por conquistar la libertad, no desprecies esta ocasión tan oportuna, aprovechad esta época tan singular... por tercera vez se ha puesto mano a la reedificación del majestuoso edificio de nuestra libertad.» Se deja ver que mi intento es provocar a los españoles con el ejemplo de las virtudes heroicas de sus antepasados a romper las cadenas y a sacudir el yugo de la tiranía que a toda costa se trataba de imponer sobre nuestros hombros por el opresor de la Europa. En todas aquellas revoluciones, el objeto y el fin no fue otro que la defensa de la religión, del Rey y de la Patria, y la conservación de la independencia y libertad nacional. Digo libertad, no como parece la han entendido mis censores, sino una santa y justa libertad, la libertad civil que entre todas las naciones es el bien a cuya conservación y seguridad se encaminan todas las leyes y las precauciones, celo y vigilancia de los gobiernos.

Pudiera alegar varios lugares de la Teoría en confirmación de que yo jamás he dado a la palabra libertad otro sentido. Es decisivo en esta razón lo que se puede leer en la primera parte, cap. XIII, números 6 y 7: «Porque a la verdad, ¿de qué aprovechará la más excelente forma de gobierno si no se corrigen por medio de leyes sabias y bien sostenidas los vicios de la desenfrenada juventud, la corrupción de las costumbres y los abusos del poder y de la libertad? Después de tantas revoluciones acaecidas en los diferentes estados y sociedades del mundo antiguo y moderno, son pocos los pueblos que han mejorado de condición. La libertad, dice bellamente un filósofo, que tanta sangre ha costado a los mortales, fue así entre los antiguos como entre los modernos una palabra vaga, una divinidad desconocida que todos adoraban sin poderla definir. La de los atenienses era una licencia desenfrenada, y la de los romanos hasta la creación del tribunado una verdadera tiranía del Senado. Las virtudes y los vicios influyen más que la forma de gobierno en la prosperidad o en el abatimiento de las naciones. Los romanos fueron más felices durante el imperio de los reyes que en los primeros años del establecimiento de la República, porque fueron mas virtuosos en aquella época que en ésta.» Los eruditos censores muy bien pudieran haber comprendido que este trozo es una censura disimulada pero cierta de los abusos y opiniones desvariadas dominantes en Cádiz a la sazón en que esto se escribía, y un comentario de mis ideas sobre la verdadera libertad a que legítimamente pueden aspirar las sociedades políticas.

Últimamente, para poner término a este artículo, ya demasiado prolijo, concluiré con los últimos dictados que me han dispensado los censores. Me llaman, mal clérigo, peor político, espurio español, soluble, inconstante, y de carácter despreciable. Y como si esto fuera poco, añaden que he consagrado mis conocimientos, estudio y laboriosidad sólo al perverso fin de sacar lo peor y publicarlo. «Hallamos, dicen, digno de lástima que un hombre del carácter del autor y adornado de la erudición que manifiesta, haya ordenado todo su saber y su laboriosidad en registrar archivos y papeles al ímprobo fin de sacar solo lo peor y darlo al público en su Teoría.» La palabra ímprobo, aplicada al fin, no tiene otra significación que la de malo, inicuo, perverso. Me reputaría por el más criminal y desgraciado de los hombres si tuviera apariencia de verdad el juicio que los censores hicieron de mis propósitos e intenciones.




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Artículo III

Entre las reglas de la citada constitución de Benedicto XIV, es más importante la siguiente del párrafo 15: «Los calificadores, consultores y relatores deben estar entendidos, que no se les comete el cargo de examinar los libros, para que precisamente se proscriban, ni para que se empeñen en procurar y promover la condenación, sino que examinándolas con diligente estudio, y ánimo sereno y tranquilo, instruyan a los jueces, suministrándoles justas y fieles observaciones, y razones verdaderas y sólidas, en virtud de las cuales se pueda pronunciar un recto juicio, y decretar la proscripción, enmendación o dimisión según el mérito del libro examinado.»

Los eruditos censores, para desempeñar su oficio y desahogar su celo, han creído oportuno extender la crítica a objetos y argumentos de poco meollo y sustancia; a palabras sueltas, expresiones aisladas, proposiciones indiferentes, dichas de paso y por incidencia; a doctrinas meramente políticas, ora críticas, ora disputables entre teólogos y filósofos católicos; a parte gramatical y literaria; al orden y enlace de las ideas, estilo y lenguaje, y otros puntos no muy importantes ni comprendidos en el círculo a que está circunscripta la autoridad de la censura teológica, exactitud minuciosa y prolija que pudiera excitar la idea de que los censores se han empeñado en procurar y en promover la condenación de la obra.

Los autores de la segunda censura notan en la Teoría tres o cuatro galicismos, y añaden: «Que lo más digno de notarse en esta obra es un defecto de lógica y de raciocinio tan chocante que parece increíble, y ofende sobremanera a todo hombre de cabeza bien organizada por poco instruido que sea, y acaso a los mismos apasionados del autor; siendo incoherentes casi todas sus pruebas, y muchas de ellas son de las que llamamos contra producemtem. No podemos menos de demostrar en vista de sus falsas doctrinas y raciocinios, contradicciones y falta de carácter, que su razón es inconsistente, y su juicio muy poco recto.»

Como los religiosos censores no creyeron necesario exponer a V.S.I. las verdaderas razones y fundamentos de esta severa crítica, ni mostrar la falsedad de las doctrinas, la falacia de los raciocinios, ni la realidad de las contradicciones, debo abstenerme de este cargo y censura, asunto copioso y que ofrece materia a prolijas y eruditas investigaciones. Empero para que V.S.I. se convenza de cuán variable es el juicio de los hombres en asuntos literarios, le expondré lo que en esta razón y presente argumento dijeron seis monjes de la Orden de San Benito, todos teólogos escogidos por el Supremo Consejo de Castilla para examinar la Teoría. Dicen así: «La obra del doctor Marina, si se atiende solamente al asunto que natural y sencillamente presenta, a su división general y método con que ordena las pruebas de sus aserciones, como igualmente a su erudición y estilo, hace sin duda mucho honor a su autor. El asunto es singular en su clase por lo curioso e interesante: la división y método de probar, de un entendimiento bien formado; su instrucción en la Historia y su erudición en los cuadernos de nuestras Cortes, y en otros instrumentos concernientes a la materia que trata, es si no superior, nada vulgar; y finalmente, su estilo es copioso, fluido y elegante.»

Los censores dieron también grande importancia al título que he tomado de ciudadano, y lo reputan por una de las cosas más notables y dignas de censura. «Desde luego se observa, dicen, en el mismo frontispicio que el autor se titula el ciudadano D. Francisco Martínez Marina; título que según el príncipe de los políticos, lib. 3º, cap. I, de Repub., no se halla sino en el gobierno republicano; título de horror en estos tiempos por haberlo usado últimamente los demócratas franceses en tiempos de furor y de carnicería, y quizá no ha usado ningún otro español sino Marina, dejando los acostumbrados entre nosotros de presbítero o doctor, con los cuales creyó sin duda estaría menos honrado que con aquel.»

Reservando a la alta consideración de V.S.I. el juzgar si este argumento es digno de censura teológica, me ceñiré demostrar que las observaciones de los censores no son justas y fieles, ni sus razones verdaderas y sólidas. Porque Aristóteles, habiendo expuesto en el citado libro, Politc. III, cap. I, la varia significación de la voz ciudadano, y las diferentes opiniones acerca de la fuerza y energía de este nombre, concluye diciendo: «Civis igitur nulla re alia magis, definiri potest, quam quod sit judicii et imperii particeps.» Esto es, el que tiene derecho a los honores, parte e influjo en el gobierno, ora eligiendo magistrados, ora deliberando en los congresos públicos por sí o por otros; lo cual bien lejos de ser peculiar y privativo del gobierno republicano, es común a todas las policías, y extiende a todas las formas legítimas de gobierno, salvo al que Aristóteles llama Heril, absoluto y despótico; porque la voz republicana de que usa el filósofo en todo este libro, no expresa determinadamente el gobierno popular, ni el aristocrático, sino el gobierno civil y político en general, y como comprensivo de todos los gobiernos legítimos. Y así dice en el cap. V: «Cum autem respublica et civilis administratio idem significent, sitque administratio civilis id cujus arbitrio civitates administrantur: civitates autem necessario unius, vel paucorum, vel multorum arbitrio gubernentur: has rectas esse respublicas necesse est, in quibus unius, vel pauci, vel multi rempublicam ad communem utilitatem spectantes gerunt: illas vero aberrationes, in quibus unus, vel pauci, vel multitudo imperio ad propriam utilitatem abutuntur: aut enim qui republica participant cives esse negandi sunt, aut cum his debet utilitas communicari Coeterum respublicaquae ad communem utilitatem spectat, si praest unus, regnum, appellari consuevit.» Luego según Aristóteles, la razón de ciudadano se halla con rigor y propiedad en todos los gobiernos libres y políticos, así en las monarquías como en las repúblicas.

Los eruditos censores se olvidaron de lo que tantas veces habrán leído en el comentario de Santo Tomás sobre los Políticos de Aristóteles, lib. 3º, lect. IV: «Maxime ille dicitur civis in qualibet politia, qui participat honoribus civitatis... Sed ista ratio civis occultatur: decipiuntur enim ex eo quod simul habitant existimantes propterea omnes qui in civitate cohabitant, cives esse. Sed hoc no est conveniens: quia ille qui non participat honoribus civitatis, est sicut advena in civitate.» Prosigue bellamente este argumento el sabio Juan Ginés de Sepúlveda así en el comentario de la mencionada obra de Aristóteles, que tradujo de la lengua griega, como en su eruditísimo tratado De regno et regis officio, dedicado al Rey don Felipe II. Aquí, siguiendo los principios y máximas del filósofo, dice, libro 1º, núm. 8: «Proprie civis in sua quisque civitate seu república intelligitur, qui judicandi aut deliberandi particeps est. Judicare autem dicuntur, non solum qui controversias litesque minuunt sed etiam, quorum suffragio mandantur magistratus.» Y reduciendo toda la doctrina a una idea sencilla, concluye: «Bonus civis apellatur, qui pro sua virili parte civitatis saluti recte consulit.»

Que los demócratas franceses se hayan titulado ciudadanos, no es suficiente motivo para hacer odiosa esta voz. Los nombres de las cosas, y los dictados comúnmente recibidos, nada pierden por haberlos usado hombres impíos, facinerosos, infieles y sanguinarios. De otra manera, los Reyes y Emperadores debieran abandonar estos dictados por haberlos antes usado los Herodes, Nerones, Decios, Dioclecianos y Maximianos; y nosotros, los de doctores, maestros, sacerdotes, presbíteros y obispos al verlos adoptados por los herejes y cismáticos. Execrable y aborrecible es el abuso que los demócratas franceses hicieron del título de ciudadano, mas no por eso dejará este nombre de ser honorable en todas las sociedades.

Que yo haya abandonado los dictados de presbítero y doctor no es cierto, pues titulándome canónigo de San Isidro incluía en esta nomenclatura la de sacerdote y doctor, calidades necesarias para obtener y desempeñar aquel ministerio. Decir que sin duda me he creído menos honrado con este título que con el de ciudadano, es interpretar poco favorablemente mis intenciones; V.S.I. juzgará de la justicia y mérito de este comentario. Puedo asegurar que no precipitadamente y por capricho, sino con gran meditación y consejo he adoptado aquel título, ora para darle valor e importancia en la crítica situación y peligro en que nos hallábamos, ora para mostrar a todos los que se gloriaban de ciudadanos, que a consecuencia de este tan respetable título, debían sacrificar su reposo, conveniencias, intereses y aún la vida por el bien del Estado, por el Rey y por la Patria. Estaba firmemente penetrado de lo que al mismo propósito dijo el señor don Pedro Cevallos en su exposición: «Cuando la nación ha hecho y continúa haciendo los esfuerzos más heroicos para sacudir el yugo con que se pretende esclavizarla, todos los buenos ciudadanos deben contribuir del modo que puedan a ilustrarla sobre las verdaderas causas que la han traído al estado actual, y a mantenerla firmemente en el noble ardor que la ánima.» Me extendería demasiado si se tratase de hacer iguales observaciones sobre otros puntos de esta misma naturaleza; no siendo justo abusar de la paciencia de V.S.I., paso a objetos de mayor importancia.




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Artículo IV

En el párrafo 19 de la citada constitución solicita et provida, se previene a los calificadores: «Que si se advierten palabras, dichos y expresiones ambiguas en los escritos del autor, por otra parte católico y de buena opinión y fama, en tal caso la misma equidad natural dicta que, explicando sus dichos benignamente en cuanto sea posible, se reciban en buena parte.» ¿Qué hubiera dicho el Sumo Pontífice que dictó esta regla, al ver que censores eruditos y religiosos no sólo se ocupan en interpretar con rigor y en echar a la peor parte las palabras y expresiones susceptibles de varios sentidos, y aun las intenciones del autor, sino también en atribuirle doctrinas que no ha enseñado, proposiciones que no ha dicho y que no se encuentran en la obra cometida a su censura? Pondré algunos ejemplos de la conducta que en esta razón observan mis censores.

Dicen que el autor de la Teoría «supone constantemente que la soberanía reside no solo originaria, sino actualmente en la nación y no en el Rey». Y más adelante: «Consiguiente en sus ideas contrarias a la autoridad monárquica, y favorables a la popular, establece a cada página como un dogma político la esencial y actual soberanía de la nación.» Compárense estas proposiciones con las que yo he establecido en la Teoría. En el prólogo, núm 40: «En el pueblo reside originalmente toda la autoridad pública.» Parte 1ª, cap. I, número 4: «La autoridad soberana permanece siempre en toda sociedad como en su fuente y origen primordial.» Y capítulo XXIV, núm. 1: «La soberanía reside esencialmente en la nación, esto es, en el conjunto o cuerpo colectivo de todos los miembros del Estado.» Y capítulo XVIII, núm. 3: «El supremo poderío reside habitualmente en la nación.» Y en el prólogo, núm. 108: «Faltando el Monarca, no por eso falta ni deja de existir la nación, en la cual permanece como en su centro la autoridad soberana.» Parte 2ª, cap. XXXVI, núm. 2: «El cuerpo social en quien reside originaria y esencialmente el supremo poderío y la soberana autoridad, no pudiendo desplegarla ni gobernar por sí mismo, confirió el ejercicio de ella a un cuerpo de personas, escogidas o a una sola.»

Veamos si la segunda parte de la proposición que me atribuyen, a saber, que la soberanía no está en el Rey, es más cierta que la primera. En el prólogo, números 20, 21 y 22, se establece como un axioma que la soberanía, la autoridad política y el supremo poderío está depositado en el Monarca; que esta autoridad le compete esencial y privativamente, y que es única dentro del Estado e incompatible con otro poderío. Digo, pues, en esta razón: «La autoridad suprema de cualquier Estado o nación es única dentro del mismo Estado, excluye toda autoridad pública y no es compatible con otro supremo poderío.» Y más adelante: «Es propiedad esencial de la Monarquía que el supremo poderío esté depositado en una sola persona.» Y en el núm. 36: «La unidad de poder, circunstancia peculiar del gobierno patriarcal y de la sociedad doméstica, sirvió de ejemplar para el establecimiento de la Monarquía, dio la idea y fue como el modelo de esta sencilla forma de gobierno.» Y núm. 22: «El Soberano, el depositario de la autoridad política bajo cualquier forma de gobierno, es legislador, tiene sobre sus súbditos derecho de vida y muerte, y puede castigar con el último suplicio a los delincuentes.»

La Teoría está sembrada por todas partes de estas máximas. Parte segunda, capítulo X, núm. 1: «La soberanía reside natural y esencialmente en las naciones, las cuales por razones de conveniencia y utilidad pública, suprema ley de todo buen gobierno, depositaron el sumo imperio y el ejercicio de la soberanía, en muchos o en una sola persona y en su descendencia y posteridad.» Cap. XII, núm. 1: «Los fundadores de la Monarquía española depositaron en una sola persona el ejercicio de la soberana autoridad, y el suficiente poderío para mover la fuerza pública y confiaron a sus príncipes el poder ejecutivo.» Cap. XXI, núm. 1: «Así como una gran nación no puede ejercer por sí misma la autoridad soberana, ni mover ni dirigir según conviene la fuerza pública, y fue necesario depositar el supremo poderío en una sola persona, por los mismos motivos tampoco puede ejercer provechosamente la autoridad judiciaria, ni tomar a su cargo la administración de justicia... así que la autoridad judiciaria hace naturalmente una parte esencial de la que se confió al depositario del poder ejecutivo.» Cap. XXXVI, núm. 3: «Reuniendo el Príncipe en su persona toda la majestad y derechos del cuerpo entero de la nación a quien representa, revestido de la autoridad pública, y depositario del imperio y del poderío de mandar cuanto convenga al bien general, debe así como padre tierno y sabio, y administrador fiel y prudente, desvivirse por la felicidad de los pueblos.»

También padecieron equivocación los autores de la primera censura en asegurar que «la Teoría contiene cuanto en estos últimos años se ha escrito subversivo del pueblo, como que su asunto es probarle su soberanía». Esta proposición abraza dos partes, y ninguna de ellas es cierta, porque ni el asunto de la Teoría es probar la soberanía del pueblo, ni la doctrina relativa a este objeto según la enseñaron filósofos, políticos y teólogos, es subversiva del orden y tranquilidad de las naciones. Hace más de seiscientos años que los doctores cristianos trataron esta cuestión, a la cual dieron grande importancia, y la consideraron como argumento digno de sus investigaciones, y no cabe género de duda que aprovecha y es muy útil para averiguar el origen y extensión de los derechos de las sociedades y los de la potestad civil y política. Era de mayor consecuencia aquella cuestión al tiempo que se escribía la Teoría, porque Bonaparte, para realizar su injusto y monstruoso proyecto, no tanto se valió de la fuerza como de la seducción, y nos hacía la guerra así con las armas como con las opiniones, tratando de persuadir a todos que, despojados ya de nuestro Monarca y de las personas de la familia reinante, y disuelto el gobierno, y rotos los lazos que unen los miembros de la sociedad entre sí y con el Monarca, no quedaba a la nación otro partido razonable que someterse a su imperio, y a la ley constitucional que su peculiar política había dictado en Bayona. Convenía, pues, en aquellas circunstancias hacer saber al pueblo que en ellas y otras análogas, la nación no se disuelve ni pierde su existencia política, y que en virtud de la autoridad suprema inherente por derecho natural a toda sociedad, y radicada esencialmente en los cuerpos políticos y comunidades perfectas, podía y debía tomar medidas de precaución, desplegar con energía sus facultades, aprovechar todos los recursos, proveer a su propia conservación y procurar por todos los medios su honor, independencia y libertad. Sin embargo, nunca he pensado convertir esta cuestión en objeto principal de mis investigaciones. Si así fuera, desde luego dedicara a este argumento un capítulo o capítulos para su examen, en los cuales hubiera procurado exponer con claridad el estado de la cuestión, reputada por unos como nueva y peligrosa, y discutida por otros con demasiado ardimiento; rectificar las ideas, esclarecer la ambigüedad de los términos, la varia significación de las voces, la diferencia de las opiniones y la doctrina comúnmente recibida por políticos y teólogos. La omisión de todo esto es una prueba que el fin y blanco de la Teoría no ha sido sostener directamente la soberanía del pueblo, sino presentar a los españoles un cuadro del gobierno de Castilla, una historia documentada de las Cortes, Consejos, Tribunales y de todos los ramos de la Constitución política de la Monarquía, en sus diferentes épocas, y fieles observaciones sobre el influjo que la nación, por medio de sus procuradores, tuvo en los asuntos de gobierno. Lo que indirectamente y por incidencia se dice y enseña repetidas veces acerca de la soberanía nacional es un resultado del principal argumento: doctrina que bien lejos de ser antipolítica y subversiva del pueblo, es sólida, cierta y sostenida por los sabios y más insignes teólogos, así naturales como extranjeros, según mostraremos en la segunda sección de esta respuesta.




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Artículo V

Prosiguiendo el argumento del artículo precedente, los censores me acusan de haber privado al Rey de la facultad legislativa. Dicen así: «Consiguientemente a la soberanía que atribuye al pueblo en los términos que se ha dicho, le atribuye también la facultad privativa de hacer leyes con exclusión del Rey.» En la Teoría se enseña todo lo contrario, y se adjudica privativamente al Rey la facultad legislativa y el poderío de sancionar las leyes. En el prólogo, núms. 68 y 69, digo «que los godos, desechadas las formas republicanas, adoptaron y establecieron el gobierno monárquico templado... La Monarquía española, erigida por este modelo, recibió mejoras considerables... El Rey tenía el poder ejecutivo en toda su extensión, y gozaba de las prerrogativas de convocar los congresos del Reino, de sancionar las leyes, de nombrar los magistrados públicos y de juzgar las causas del Estado con acuerdo de su Consejo.»

En la segunda parte, cap. XVII, después de haber asentado que los fundadores de la Monarquía no habían tenido por conveniente otorgar a los Reyes facultades absolutas e ilimitadas para hacer nuevas leyes y derogar las antiguas, añado en el núm. 20: «No pretendo ni quiero decir con esto que los españoles de tal manera se hayan reservado el poder legislativo, que excluyesen a sus Reyes de intervenir en la formación de las leyes..., sino mostrar por los hechos de la Historia que desde el origen de la Monarquía hasta el tiempo de la dominación austríaca, todas las leyes se hacían en las grandes juntas del reino, o por los brazos del Estado o por el Rey, con acuerdo, consentimiento y consejo de la nación. Esta hacía o proponía la ley, o mostraba su necesidad; el Monarca la sancionaba, y salía en su nombre después de publicada en las Cortes.» Cuanto se dice en la Teoría con relación a nuestro antiguo gobierno, rueda sobre este principio.

¿Pues con qué fundamento me hacen cargo los censores de haber privado al Rey de la autoridad legislativa? Sin duda han leído lo que tantas veces he dicho y probado con la evidencia, que el cuerpo representativo nacional hacía y extendía las leyes, y presentándolas en las Cortes, pedía al Rey la sanción; y este es el único apoyo en que puede estribar su acusación. Mas los censores saben muy bien que los Reyes ni forman ni extienden las leyes; ésta es obra de jurisconsultos y letrados; ellos son a quien corresponde el formulario, proyecto o minuta de la ley, la cual no adquiere fuerza ni vigor, ni es ley propiamente hasta que el Rey la sanciona. Luego según la doctrina de la Teoría, el Rey es en quien está depositada privativamente la facultad de sancionar las leyes y, de consiguiente, el poder legislativo.

No satisfecho el celo de los censores con esta acusación, añaden lo siguiente: «En el núm. 44 del prólogo le quita mas terminantemente la potestad legislativa por estas palabras: El poder de hacer leyes y de proponerlas imperiosamente a los miembros de una sociedad política, corresponde tan perfecta y privativamente a la misma sociedad, que si un príncipe o potentado, sea el que se quiera sobre la tierra, ejerce este poder por su arbitrio y sin una comisión expresa, recibida inmediata y personalmente de Dios, o por lo menos derivada del consentimiento de aquellos a quienes impone las leyes, es violento usurpador de los derechos del hombre, y su conducta una mera tiranía.»

Aunque los censores han copiado fidelísimamente mis expresiones y palabras, he tenido la desgracia de que las hayan entendido en sentido inverso, interpretado con violencia, aplicándolas a objetos a que no se encaminaran, y dándoles una extensión de que no son susceptibles. Y sería muy difícil encontrar personas juiciosas e imparciales que al leer aquellas expresiones les ocurriese hacer semejante comentario. Su argumento está perfectamente demarcado: no se trata en el citado núm. 41 de las actuales Monarquías, y menos de la de España, sino de las primitivas de aquellas antiquísimas sociedades; políticas que sucedieron al gobierno patriarcal y doméstico. Cuanto allí se dice desde el principio del prólogo, no es más que una historia compendiosa del origen y progreso de la sociedad civil. Se habla de los varios gobiernos al tiempo de formarse y constituirse, in fieri non in facto esse, como se explican los escolásticos. Antes de su establecimiento se gobernaban los hombres por la ley divina y natural; en cuya razón digo en el núm. 8: «Delante de esta ley así como en el acatamiento de su divino autor, todos los hombres son iguales, todos hermanos y miembros de la gran familia de que Dios es el común padre... Ninguno puede alegar justo título para dar leyes ni para dominar a sus hermanos. Ni Dios ni la naturaleza confiaron este poderío sino a los padres, respecto de aquellos a quienes dieron el ser y la existencia. Esta es la mas antigua y mas sagrada autoridad que se halla entre los hombres.»

En el núm. 30 se trata del principio de las sociedades políticas. «Los gobiernos políticos de cualquier naturaleza o forma que haya sido su constitución original, no se pueden haber establecido sino por consentimiento común, por deliberación por acuerdo, por consejo de todos; ni es comprensible el principio de la existencia de los supremos magistrados de las sociedades nacientes, no acudiendo a la elección y voluntad del pueblo, fuente de todo poder político... Entre todos los hombres no hay uno siquiera autorizado por ley divina o natural, ni que pueda alegar justo título para ejercer sobre otros hombres libres autoridad legítima, justa y razonable, sino en virtud de pactos expresos o tácitos, y de un consentimiento espontáneo y voluntario.»

Es, pues, cierto que las más antiguas monarquías, imperios y gobiernos, exceptuando el del pueblo de Dios, y todas las leyes constitutivas y fundamentales han emanado de la aprobación pública y de la voluntad y libre consentimiento de los hombres. Por eso, dijo Aristóteles, Polit. III, cap. XI. «que los reyes de los tiempos heroicos, imperaban en ciertas cosas, y ejercían esta autoridad sobre personas que libre y espontáneamente se habían sometido a su imperio: Regnum illud heroycorum temporum, quo valentibus quidem, sed certis quibusdam in rebus imperabatur. Rex enim dux erat in bello. Los príncipes y monarcas antes de su elección no pudieron ser legisladores de los pueblos, y después de elegidos, su poderío, no tanto se extendía a hacer leyes, cuanto a proponerlas, y a ejecutar las que de común acuerdo se habían establecido.»

La historia de las sociedades políticas nos hace ver claramente el grande influjo que tuvo el pueblo en la redacción de las leyes; que la autoridad de los monarcas en este punto como más o menos ceñida según la diferencia de costumbres y principios constitutivos de las monarquías; tanto que Santo Tomás 1, 2, quoest. 30, art. III, apoyado en la autoridad de San Isidoro, define la ley de este modo: «Lex est constitutio populi secundum quam mayores natu simul cum plebibus aliquid sanxerunt.»

Y en la quoest. 95, art. IV, o: «Ordinare aliquid in bonum commune est vel totius multitudinis, vel alicujus gerentis vicem totius multitudinis... Ideo condere legem, vel pertinet ad totam multitudinem, vel pertinet ad personam publicam quae totius multitudinis curam habet.» Santo Tomás no por eso privó a los reyes de España y Francia del poder legislativo, porque habló en general, y con relación a la variedad de costumbres, y de gobiernos. Del mismo modo no hay fundamento para decir que yo he despojado en los citados pasajes a nuestros soberanos de la facultad de hacer leyes, ni de la de sancionarlas.




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Artículo VI

Los autores de la primera censura comienzan por una larga y erudita discusión, que ocupa la segunda y tercera llana de su escrito, tan metafísica y abstracta, que mi rudeza no ha podido llegar a comprender ni el intento que se proponen, ni aún los términos con que se expresan. Sin duda han bebido en mejores fuentes que yo, aunque puedo asegurar haber leído y examinado los libros más clásicos de política y Derecho público tanto antiguos como modernos. Partiendo, pues, y dirigiéndose por recónditos y altos principios, dicen «que el autor de la Teoría no hace más que envolver y confundir las ideas de monarca y de tirano, para de este modo decir mal de los reyes». Que tiene por imposible poderse desempeñar los deberes del supremo poderío monárquico por uno que no sea ángel, y que los sabios odiaron este género de gobierno; en fin, unos y otros censores me acusan de hablar mal del gobierno monárquico, y en favor del republicano, y aún, que he tratado de destruir la Monarquía.

Señor, me atrevo a asegurar delante de V.S.I. que en la Teoría de las Cortes no hay, ni se puede hallar, doctrina, sentencia ni expresión que coincida con la que me atribuyen los censores, ni que envuelva ideas antimonárquicas. Antes por el extremo contrario, toda la obra se encamina a establecer y consolidar la Monarquía, su argumento principal es persuadir a los españoles las ventajas de nuestra Constitución monárquica, y la necesidad de adoptar este género de gobierno, autorizado entre nosotros por las leyes, usos y costumbres de catorce siglos.

Si V.S.I. tuviese la paciencia de leer los siguientes trozos, omitiendo otros muchos de que está sembrada la Teoría, fácilmente podría juzgar de la conducta de mis censores y del mérito de su acusación. En el núm. 36 del prólogo se dice: «La unidad de poder, circunstancia peculiar del gobierno patriarcal y de la sociedad doméstica, sirvió de ejemplar para el establecimiento de la Monarquía; dio la idea y fue como el modelo de esta sencilla forma de gobierno. Los escasos monumentos históricos que se conservan de las primitivas sociedades políticas, convencen que es la primera y más antigua, y la razón y la filosofía persuaden que no pudo suceder de otra manera.» Núm. 38: «La historia de las primeras edades confirma la verdad de estos pensamientos. Los escritores de la Antigüedad sólo hablan de reyes para expresar los depositarios de la autoridad pública: babilonios, asirios, egipcios, elamitas y las diferentes sociedades que se establecieron en la Palestina y en las márgenes del Jordán se gobernaron por reyes. Lo mismo se puede asegurar de los chinos y de todos los pueblos de Oriente, así como de otras muchas asociaciones que se formaron en Grecia. Homero habla de sus reyes y pondera las prerrogativas y ventajas de la Monarquía sin dar muestras de tener conocimiento de otro género de gobierno. Aun las famosas repúblicas de Esparta, Tebas, Corinto, Atenas, Roma y Cartago, con otras muchas, fueron en su origen reinos más o, menos extendidos y florecientes gobernados por sus respectivos Monarcas, los cuales se sucedieron unos a otros sin interrupción por espacio de varios siglos.»

Y en el núm. 51: «Los atenienses así como los romanos, adoptaron desde el principio el gobierno monárquico: y la historia de estas dos naciones, las más insignes del Universo, nos ofrece una serie de reyes continuada hasta el establecimiento de sus respectivas repúblicas. y cuya sucesión llegó en Atenas hasta Codro, y en Roma hasta Tarquino el Soberbio, espacio como de trescientos años.» Número 12: «Este género de gobierno celebrado por los primeros poetas, historiadores y filósofos como el más análogo a la naturaleza del hombre social, y a la dignidad de los seres inteligentes y libres, no solamente se hizo general en el mundo antiguo, sino que verosímilmente se hubiera perpetuado sin alteración en todos los estados y naciones, como se verificó en las del norte de Europa, si los príncipes elevados al solio por la opinión y fama de sus talentos y virtudes, fieles a las sagradas obligaciones de tan alto oficio, conservaran la reputación que tan justamente adquirieron en los tiempos heroicos, y la santidad que les ha dado la historia o la fábula.» Y en el núm. 70, después de haber hablado del establecimiento de la Monarquía por los godos, se añade: «Tal fue en suma la constitución política del reino gótico, y de los estados monárquicos que en la Edad Media se fundaron en España: sistema tan excelentemente constituido, que yo no creo, dice Montesquieu, que haya existido sobre la tierra otro tan bellamente templado y combinado en todas sus partes; y es cosa prodigiosa que la corrupción del gobierno de un pueblo conquistador hubiese producido el mejor gobierno imaginable.»

Y en la primera parte, cap. I, núm. 3, se lee: «Los visigodos, cuya memoria será eterna en los fastos de nuestra historia, luego que hubieron establecido acá en el Occidente del mundo antiguo la Monarquía de las Españas, cuidaron dar leyes saludables a los pueblos, publicar su Código civil2, cuya autoridad se respetó religiosamente en Castilla, por continuada serie de generaciones3 y organizar su Constitución política, asentándola sobre cimientos tan sólidos y firmes, que ni la veleidad e inconstancia de los cuerpos morales, ni el estrépito de las armas y furor de la sangrienta guerra sostenida a la continua y con tanta obstinación en estos reinos, ni los tumultos y divisiones intestinas y domésticas cansadas por la ambición de los poderosos que tanto agitaron nuestras provincias, las extraordinarias revoluciones de la Monarquía, en sus diferentes épocas, fueron parte para destruirlas del todo; antes se ha conservado sustancialmente y en el fondo casi la misma, y se ha perpetuado hasta nosotros»4.

Finalmente, después de haberse tratado en el prólogo de la peligrosa situación de la Monarquía, después de la invasión de los árabes, se dice en los números 81 y 82: «Por fortuna, a fines del siglo XI se llegó a divisar en Castilla un rayo de luz que penetrando por medio de tan densas tinieblas indicó a los españoles el camino que convenía seguir, y los recursos de que se debían aprovechar para salvación de la patria. Tres acontecimientos políticos muy notables, verificados en aquella época, contribuyeron eficazmente a este fin... El reino de León se unió felizmente con el condado de Castilla en la cabeza de Fernando el Magno; y más adelante se juntaron ambas coronas en don Alonso VI, gran caudillo de Castilla, y terror de las lunas africanas, que tuvo la gloria de empujar los ejércitos enemigos hasta más allá del Tajo, y de fijar la silla de su imperio en Toledo, plaza reputada por inconquistable; y posteriormente empuñó los dos cetros Fernando III, príncipe afortunado, que siéndole el cielo favorable y bendiciendo sus armas con las gloriosas e importantes conquistas de Jaén, Córdoba, Sevilla, Murcia y el Algarbe, logró abatir el orgullo mahometano, lanzar los moros de Castilla, encerrarlos dentro de los estrechos límites de Granada, y extender los términos de la Monarquía desde el uno al otro mar; circunstancias que influyeron eficazmente en los progresos de la política, reanimaron el espíritu nacional y dieron actividad, fuerza y energía al gobierno.» Y en el núm. 84, hablando de lo mucho que contribuyeron los representantes de la nación y procuradores de Cortes para sostener la Monarquía, digo: «Respetaron a los Monarcas, protegieron sus prerrogativas, ensalzaron la autoridad real, abatida e insultada por el orgullo e insolencia de los poderosos... Sembraron las semillas, y prepararon la cosecha de los abundantes y sazonados frutos, recogidos y allegados por las robustas y laboriosas manos de los insignes príncipes don Fernando y doña Isabel, que tuvieron la gloria de elevar la Monarquía española al punto de su mayor esplendor y engrandecimiento.» (Núm. 89.)

Obra muy difícil sería atinar con las causas y razones que pudieron determinar el ánimo de los censores para atribuirme doctrinas, ideas y pensamientos que visiblemente chocan y están en contradicción con las que acabo de referir, y otras a cada paso sembradas en la Teoría. Sin embargo, después de haber leído y examinado, dos y tres veces muy detenidamente aquella crítica de los censores, he llegado a formar juicio que el suyo procede de varias equivocaciones, que no es fácil evitar a un a los varones más doctos e imparciales. Primera: en haber dado a las voces despótico y despotismo una fuerza y significación que en rigor no tienen, y en haberlas identificado con los vocablos tiránico y tiranía. Estos envuelven esencialmente ideas de injusticia: el gobierno tiránico por su naturaleza es siempre vicioso, injusto y funesto a la sociedad. Pero el despotismo, aunque por extensión y vulgarmente se suele echar a mala parte, realmente y según su idea metafísica, o como dicen los escolásticos, tomando stricte, posible es que sea justo y bueno. Y aun por esto, no han faltado escritores tanto antiguos como modernos que intentaron probar que el gobierno despótico por lo menos in abstracto es el mejor y más perfecto de todos los gobiernos.

Segunda: en persuadirse que despótico y absoluto representan ideas diferentes, siendo así que son sinónimos, de lo cual se pueden convencer los censores sólo con leer los artículos déspota, despótico y despotismo en el Diccionario de la lengua Castellana.

Tercera: en dar por asentado que todo gobierno monárquico es naturalmente absoluto; o que la razón de absoluto es de esencia de la Monarquía, siendo indisputables como luego veremos, que hay y hubo en todos tiempos diferentes constituciones monárquicas, en las cuales conservándose siempre la unidad y el centro del poder en una sola persona, la autoridad soberana tiene ciertos límites y se halla más o menos ceñida por las leyes fundamentales de cada uno de aquellos gobiernos.

Cuarta: en confundir los abusos de la autoridad soberana, que conviene reprender, con la naturaleza de esta autoridad, que es justo respetar.

Quinta: en suponer que no se puede hablar a favor de la república, o que hablar a favor de ella es preferirla a la monarquía. Si hubiéramos de extender según conviene todas estas indicaciones, necesario sería formar un tratado filosófico-político y no de corta extensión. Me ceñiré pues a hacer algunas observaciones.

Muy bien saben los censores que todas las formas de gobiernos conocidas hasta ahora, según Aristóteles, a quien, siguieron constantemente los filósofos así como los teólogos, se reducen a tres: Reino, Aristocracia y Timocracia. Y aunque de los principios esenciales de estas políticas, variados de muchas maneras y diversamente combinados resultan diferentes gobiernos, todos sin embargo conservan el género y naturaleza de una de aquellas tres formas sencillas y primitivas. Cuál de ellas sea la mejor y la más conveniente a las sociedades, es cuestión sumamente complicada, y muy difícil de resolver, dice Aristóteles: Polit. III, cap. VII: «Nec vero controversia vacat, cujus arbitrio civitatem administrari conveniat, multitudinis, an locupletum, an bonorum virorum, an unius qui sit optimus omnium, an tyranni. Sed haec omnia videntur esse difficultatibus impedita.» Pero no cabe género de duda que todas aquellas formas son buenas, rectas y legítimas, siempre que los depositarios de la autoridad correspondiendo al fin y blanco de cada gobierno, y respetando sus principios constitutivos y leyes fundamentales, procuren al bien común, anteponiéndole al suyo propio. Y así dice Aristóteles en el citado libro, cap. IV: «Quibus igitur Rebus publicis commune bonum est propositum, hae, rectae sunt, et simpliciter instae; in quibus autem qui praesunt, suam quisque duntaxat commoditatem sequitur, hac cunctae depravatae sunt, et a rectis rebus publicis aberrationes.» A consecuencia de estos principios establece tres clases de gobiernos, viciosos, injustos y corrompidos, correspondientes a los tres legítimos, de cuyas leyes se apartan y desvían; la tiranía que es abuso y desvío de la Constitución monárquica, la Oligarquía de la Aristocracia, y la Democracia de la Timocracia.

Y ciñéndose al reino, dice, Polit III, cap. V: «Caeterum respublica, quae ad communem utilitatem spectat, si praest unus, regnum appellari consuevit.» El vicio de este gobierno es la tiranía: «Aberrationes sunt tyrannis a regno... Nam tyrannis unius principatus est, qui principis commoditati dirigitur.» En el cap. X vuelve a suscitar la cuestión de la preponderancia y ventajas de aquellas policías, y fijándose en el reino dice: «Ex rectis enim rebuspublicis hanc unam esse constituimus. Considerandum est autem, num ad rectum, honestumque civitatis ac regionis statum conducat ut regio imperio gubernetur, an commodior sit alia civitatis moderandae ratio; an quibusdam commodum sit aliis inutile parere.» Para resolver con acierto este punto, conviene, dice, distinguir si hay una sola manera de reinos, o al contrario muchas diferencias. «Sed cumplura esse genera, nec omnium regnorum unum, esse modum, facile est intelligere.» En dicho cap. X, y en el XI, señala hasta cinco especies de reinos: «Primum illud heroycorum temporum, quo volentibus quidem, sed certis quibusdam iu rebus imperabatur... Est aliud monarchiae genus quaelia sunt apud quasdam naciones regna barbarorum, quae regna cuncta potestatem habent tyrannicae proximam; legitima tamen et haereditaria sunt... Quartum. Laconicum: regnum enim Laconicae reipublicae, maxime legitimum regnum esse videtur. Rex tamen non habet summan rerum omnium potestatem... Quintum regni genus est, cum unus summa rerum omnium potestate fungitur, queemadmodum gens aut civitas quaque rerum communium potestatem habet, quod regnum administrationes domesticae ordinem aemulatur.» Finalmente reduce todas estas clases de reinos a dos: «Caeterum duo fere sunt regni genera, de quibus est nobis disserendum: hoc quod modo diximus, et Laconicum. Nam caetera fere his interjecta sunt.»

Aunque Aristóteles prefiere la república a todas las otras formas de gobierno, y entre los reinos, el Lacónico a los que llama absolutos o plenarios, y sobre todos a aquel en que los hombres están sujetos al imperio de la ley; y como dice el libro 4º, cap. IV: «Republica nulla est ubi leges non tenent imperium, oportet enim ut lex rerum omnium imperium habeat.» Sin embargo, asienta en el lib. 3º, capítulo XIV, que si hubiese una familia o un varón de virtud tan singular y excelente que aventajase en ella a todos, en este caso sería justo que gozase del reino con absoluta y plena autoridad. «Si quod igitur genus totum, aut vir unus singularis virtute tantopere praestet, ut virtus ejus sit omnium aliorum virtute major, tunc justum fuerit, ut genus hoc regium sit, et hic unus regno cum summa rerum omnium potestate, potiatur.» Y en el libro 4º, capítulo II: «El reino, de necesidad, o ha de tener el nombre solo de reino, no siéndolo en realidad, o ha de proceder del gran exceso de virtud del rey.» Sobre cuyas palabras dice Pedro Simón Abril: «Llama mejor género de gobierno aquí Aristóteles al reino regido por rey, que es en virtud sobre todos excesivamente señalado. Porque éste imita más el gobierno del mundo.» Últimamente, dice Aristóteles, VII Polit., cap. XIV: «Si hubiera algunos hombres que hicieran tanta ventaja a los demás, como creemos que los dioses y los héroes la hacen a los hombres, siendo primeramente muy aventajados en las cualidades del cuerpo, y además de esto en las del ánimo, de tal manera, que sin controversia ninguna y palpablemente se viera el exceso que hacían los que mandan a los que son sujetos, no hay que dudar, sino que sería mejor que siempre mandasen unos mismos, y obedeciesen unos mismos solamente. Pero pues esto es cosa no fácil de hallarse, ni puede haber reyes tan diferentes de los súbditos, como Escylace escribe que se hallan en las Indias coligese claramente que por muchas razones y causas, conviene y es necesario, que del mandar y obedecer participen todos de la misma manera, a veces mandando y a veces obedeciendo.»

No hay pues duda alguna concluye, Juan Ginés de Sepúlveda, lib. 2º, de Regno, n.º 4, que el reino y gobierno absoluto se aventaja a todas las demás formas, si el rey estuviese dotado de una virtud heroica. «Nam illud dubium non est, quin regnum caeteris Rebuspublicis longo intervallo, praeferatur, si rex ad formam Aristotelicam contingat; hoc est, si prudentia et virtute ac omni civili facultate ceteros omnes antecellat, quod optari magis potest, quam sperari.» Sin embargo, Aristóteles y con él los filósofos, historiadores y teólogos, consideraron este gobierno el mejor de todos según su naturaleza o in abstracto, como el más perjudicial y funesto a la humanidad, a causa del abuso que de la soberana autoridad hicieron los príncipes: abuso tan frecuente y común, como rara la virtud heroica de los monarcas. Por esto Aristóteles llamó a este gobierno a veces tiránico, y a veces próximo a la tiranía: y Alfonso Tostado, cuyas palabras copiaremos más adelante, peligrosísimo y el más expuesto de todos los gobiernos. Y Santo Tomás, 1, 2, quoest. 105, art. 1º ad. 2ª: «Regnum est optimum regimen populi, si non corrumpatur: sed propter magnam potestatem quae regi conceditur; de facili regimen degenerat in tvrannidem; nisi sit perfecta virtus ejus, qui talis potestas conceditur. Perfecta autem virtus in paucis invenitur.» Palabras que con corta diferencia copió al mismo propósito el famoso teólogo Pedro de Agli, Cardenal de Cambray: Tract. de Eccles. et Concil, gener authorit. «Licet regimen Regale sit optimum in se, si non corrumpatur: tamen propter magnam potestatem, quae regi conceditur, de facili regimen degenerat in tyrannidem, nisi sit in rege perfecta virtus, quae raro et in paucis reperitur.»

Ninguno de estos sabios autores, y otros muchos que pudiéramos citar con el mismo propósito, confundieron los monarcas legítimos con los tiranos, ni el gobierno absoluto con la tiranía, ni degradaron la soberana autoridad de los reyes, ni insultaron a sus augustas personas, ni destruyeron la monarquía. Bien reconocieron lo que en honor del reino y de los príncipes soberanos he dicho en el núm. 55 del prólogo: «Mientras los reyes no se apartaron de las sendas que la ley y voluntad común les habían trazado, en tanto que respondieron a la confianza de los ciudadanos, fueron cordialmente acatados, merecieron la pública veneración y los gloriosos títulos de pastores de los hombres, defensores de los derechos de la sociedad, y padres de la patria.» Empero la experiencia de todos los siglos y la historia universal de la sociedad humana, les hizo ver cuán poco tiempo duró la moderación de los príncipes y el enorme abuso que hicieron de su sagrada autoridad. Casi todos se convirtieron en tiranos, dice el famoso Tostado, IV Reg., cap. XI, quoest. 16: «¿Quare liber legis ponebatur in manu regis, quando ungebatur aut coronabatur?» Responde para que no despreciase a Dios, ni oprimiese al pueblo abusando de su gran poder, como lo habían hecho otros monarcas, lo que comprueba con ejemplos: mas por lo que respecta a la opresión del pueblo dice: «De opressione subditorum non oportet poni exempla, quia vulgatissima sunt, cum fere omnis principatus monarchicus redactus sit in tyrannicum.»

Y Domingo Bañez: Preámbulo de Dominio, ad 2,2, quoestio 62, quoest. 4, exponiendo el pasaje de la Sagrada Escritura: I Reg., cap. VIII, en que se propone el derecho del rey, dice: «In eo loco voluisse Dominum quodammodo avocare populum Israeliticum a proposito creandi regem sibi, et idcirco exposuit illis tyrannidem regiam, quam, solebant utin plurimuni reges exercere erga cives subditos: et hoc apellavit jus regis qui regnaturus erat super eos: jus inquam, quod sibi statuebant tyrannice.» Y Alfonso de Castro: De potest. leg. poenalis, lib. 1º, cap. I: «Quia apud multus Regnum in tyrannidem versum est, regni nomen multi populi delere curarint, et gubernandi potestatem, non uni soli homini, sed multis commiserunt.» Los continuados abusos de la autoridad real llegaron a desacreditar la Monarquía, inspirar aborrecimiento a los Monarcas, y a influir en el establecimiento de los gobiernos libres y populares. Había cundido tanto en el mundo antiguo la odiosidad de los reyes, que ya en tiempo de Aristóteles como él dice, V Polit., cap. X, no se llevaba en paciencia el gobierno monárquico, ni en constituir monarquías, y si algunas había se reputaban por gobiernos tiránicos. «Caeterum jam nostris temporibus regna non constituuntur, ser si quae monarchiae fiunt, tyrannides potius existunt.» Así es que llegaron a confundir los nombres de rey y tirano: en cuya razón dice Juan Ginés de Sepúlveda: De Regno, lib. I, núm. 12: «Ergo malorum, Regum culpa factum est, ut Regis nomen odiosum atque suspectum esset nonnullis nationibus, maxime Romanis, qui post Tarquinium superbum exactos que reges, pro tyranno regem, et regnare dicebant, si quis tyrannidem, exerceret»: y al núm. 13: «Caeterum ut rex per abusum nonnunquam dicitur, qui re vera tyrannus est, sic graccorum veteres scriptores probos etiam reges tyrannos saepe nominabant, quod Isocratem oratorem plerumque factitase cernimus.»




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Artículo VII

Otras varias doctrinas y pensamientos me atribuyen los censores que no sería fácil encontrar ni aun entrever o divisar en parte alguna de la Teoría, tal es la siguiente acusación: «Declarándose en los términos que se ha visto contra el gobierno monárquico, no es de extrañar se declare también contra el hereditario.» Para hacer juicio de la justicia y mérito de este cargo, basta leer lo que digo en el núm. 81 del prólogo: «Por fortuna a fines del siglo XI se llegó a divisar en Castilla un rayo de luz que penetrando por medio de tan densas tinieblas, indicó a los españoles el camino que convenía seguir y los recursos de que se debían aprovechar para salvación de la patria. Tres acontecimientos políticos muy notables verificados en aquella época contribuyeron eficazmente a este fin, así como a mejorar la suerte de los hombres y cambiar el aspecto de la república. Primero la monarquía antes electiva se hizo hereditaria, con lo cual renacieron las ideas de su misión política, se estrecharon los lazos que unen los miembros del estado con la corona, se reanimó la confianza pública, los reyes se hicieron respetables, recuperaron sus prerrogativas, y adquirieron toda la consideración debida a la dignidad monárquica.» ¿Es esto declararse contra el gobierno hereditario?

En la segunda parte, cap. I, núm. 4º, se prueba que en Castilla se siguió por algún tiempo la práctica de la elección de los reyes, y a continuación se dice: «Sin embargo, es necesario confesar que la Constitución política sufrió alteraciones considerables en esta época, las cuales fueron como el origen de la sucesión hereditaria, y la causa de haberse fijado insensiblemente y con el discurso del tiempo en una sola familia el derecho a la corona... La nación por miras políticas y consideraciones de utilidad pública comenzó a echar los cimientos de la sucesión hereditaria.»

En el núm. 6, después de exponer los medios indirectos de que se valieron los príncipes Visigodos para que el cetro y la corona recayese en sus descendientes, dijo: «Que la nación accedió a las insinuaciones de los príncipes, o por vano temor, o por adulación, o en virtud del singular mérito de las personas designadas, o lo que tengo por mas cierto para evitar las parcialidades, turbulencias y guerras intestinas, a que regularmente estaba expuesta la elección de los reyes.» ¿Es esto declararse contra el gobierno hereditario?

En el cap. X, núm. 1, se dice: «Que en las monarquías hereditarias como la de España, los monarcas y su familia no pueden alegar otro derecho a la corona que el que les confiere la ley fundamental del Estado, por la que se establece la sucesión, y se arregla el orden del sucesor en la suprema magistratura del reino. El Príncipe que intentase violarla, faltaría a una de sus más sagradas obligaciones y aun destruiría el fundamento de su existencia política.» Y en el núm. 2: «La ley de sucesión es una ley fundamental de estado, que es necesario respetar como sagrada e inviolable, y aunque no se ha establecido en favor de la familia reinante, ni por las ventajas particulares de ella, ni por el bien general de la sociedad, todavía el Príncipe y sus descendientes adquieren un derecho real y efectivo a la corona, en virtud de aquella ley, y las naciones no podrían sin nota de injusticia y de violencia inquietar al Príncipe en la posesión de este derecho.»

Y en el cap. XIII, núm. 4: «Hemos dicho que el amor de la patria y el deseo de evitar los inconvenientes del gobierno electivo, y precaver las parcialidades, turbaciones y peligros que suelen acompañar las elecciones de los príncipes, hizo que la nación consintiese en que la corona fuese hereditaria. La salud pública, y no la adulación o el miramiento por los intereses particulares de la familia reinante, produjo esta novedad política, así como, la costumbre y la ley que estableció el orden de suceder en estos reinos. Pero la monarquía hereditaria y el espíritu que la ha establecido, ¿no trae también gravísimos inconvenientes? ¿Cuántas veces acaeció que el Príncipe llamado a la corona por el orden de sucesión fuese un estúpido, fatuo o incapaz de gobernar?»

Fundados en este argumento los diputados de las Cortes extraordinarias, con el fin de precaver estos inconvenientes de la sucesión hereditaria, insertaron en la Constitución el siguiente artículo, que es 181: «Las Cortes deberán excluir de la sucesión aquella persona o personas que sean incapaces para gobernar.» A mí no me pareció conveniente este artículo, ni conforme a buena política, antes sí, contrario a la ley de sucesión y a sus ventajas: y por lo mismo lo he impugnado sin evitarlo, continuando el pasaje antecedente de esta manera: «Sin embargo el espíritu de la ley no permite que a la muerte del monarca reinante se trate de examinar la capacidad de su heredero antes de reconocerle; porque habiéndose establecido para evitar las inquietudes y turbulencias de la sociedad, ¿cuántas no se seguirían si se diese lugar a este examen? ¿Qué más quisieran los usurpadores, los ambiciosos y mal contentos? Pareció pues necesario y más ventajoso a la sociedad tolerar estos inconvenientes, que exponerla a los males de la anarquía, o de una guerra civil, mayormente cuando se podían salvar en cierta manera aquellos inconvenientes de la Constitución monárquica, y suplir sus defectos por medio de las regencias y tutorías, y de leyes sabias relativas a este punto.»

Estas doctrinas repetidas a cada paso en la Teoría, son idénticas con las del Ensayo: en una y otra obra se leen las mismas ideas, los mismos pensamientos y casi las mismas expresiones. Es esto tan cierto que el R.P.M.D. José Bassa, acérrimo impugnador de la soberanía del pueblo, acaso el único entre nosotros que en el espacio de cinco años haya tomado las armas para refutar varios puntos de la Teoría, confiesa en la página 65 de su folleto, Carta con honores de discurso, impreso en Lérida en 1816, que el autor «reconoció que por leyes fundamentales del reino la corona que antes fue electiva, se hizo hereditaria, y que esto fue un suceso utilísimo para enfrenar la tiranía de los poderosos y restituir la subordinación.» Si mis censores hubieran tenido lugar y ocio para hacer un detenido y prolijo cotejo entre la doctrina de la Teoría y del Ensayo relativamente a este punto, no hallarían sin duda la manifiesta contradicción de que me acusan, sino por el contrario perfecta uniformidad y armonía.

No se allega más a la verdad, ni está mejor fundado otro cargo que me hacen los censores después de copiar las palabras con que he expresado las razones que pudieron tener los fundadores de la Monarquía española para adoptar la elección de sus reyes. Dicen así: «En estas palabras descubre además el autor falta de buena fe, pues cita en su apoyo a Mariana en el cap. III del lib. 20 de la Historia, omitiendo las muchas razones, que allí mismo trae juntas con la práctica de todas o casi todas las naciones, en defensa de la monarquía hereditaria, con lo que satisface a los inconvenientes que acaba de manifestar.» Los eruditos censores tendrán la bondad de permitirme que les haga estas preguntas. ¿La cita de Mariana es exacta? No hay duda que lo es. ¿Las expresiones donde se halla la remisión corresponden a las de Mariana? Las ideas y palabras son ciertamente las mismas. ¿Un escritor que cita a otro sobre un objeto determinado tiene obligación de copiar todo lo que dice sobre aquel punto u otros particulares? No puede haber semejante obligación. El P. Mariana trata de este argumento en el lib. 19, cap. XV, en el cual omitiendo las razones en que estriba la ley de la sucesión hereditaria, expone las que militan a favor del gobierno electivo, las mismas que yo he extractado en la Teoría. En el libro 20, capítulo III, examina de propósito aquella cuestión, y reúne los argumentos que comúnmente se alegan por una y otra parte; sin decidirse claramente ni tomar partido en la disputa. Como el autor de la Teoría sólo trataba de la elección de los reyes según establecimiento de las antiguas leyes de España, sería inoportuno mezclar en el citado pasaje las que dicen relación al gobierno hereditario; y si citó a Mariana sólo fue con el fin de que los lectores se aprovechasen de las luces de este sabio sobre aquella materia. Luego no es cierto que el autor de la Teoría haya faltado a la buena fe; ni tampoco que Mariana se haya empeñado en defender la monarquía hereditaria, y esta última idea ofrece materia para una observación, con la cual concluiremos el artículo.

Queda demostrado que en la Teoría se respeta y aun se prefiere la ley de sucesión, a las que establecieron el gobierno electivo. Pero supongamos que el autor dirigido por razones abstractas y principios metafísicos sin perjuicio de la práctica y de las leyes vigentes se hubiese declarado a favor del gobierno electivo, ¿por ventura es éste un objeto digno de censura política ni teológica? Saben muy bien los censores que ni los antiguos políticos y filósofos ni los modernos se han convenido sobre este punto; y como escribe el ilustre caballero y jurisconsulto Domingo Antúnez Portugal, Traci. de Donat. lib. 2º,. cap. III: «Magna inter doctores et Politices ad est controversia; utrum conducibilius sit Regem ascendere ad imperium electione scilicet, vel successione? Electionem populo magis salutarem dicunt quidam: alii successionem. Itaque in hac opinionum contrarietate dicendum est, moribus patriae standum esse, et ubi per successionem ad imperium ascendere ab antiguo consuetum fuit, consuetudinem servandum esse. Et idem dicendum ubi consuetudo electionis vigent.» Sobre este mismo argumento dice el erudito Juan Ginés de Sepúlveda: De Regno, lib. 2º, núm. 17: «Dupliciter regna deferuntur, uno modo hereditario jure, cum regi demortuo filius aut proximus quisque cognatione ex eadem familia, quae initio populi concordi voce vel tacito consensu caeteris omnibus praeclata fuerit, succedit: altero ejusdem populi suffragio, ipsius viri, qui regno quaeritur, virtutibus spectactis. Harum utra ratio sit potior et magis a bono publico, non vacat controversia. Quidam posteriorem magis probant, a quibus hac rationes esse videntur.»

Aristóteles seguramente prefirió el gobierno electivo al hereditario, y así dice, Polit. II, cap. VII: «De regno sit necesse civitatibus commodius per reges gubernari, alia questio est, sed certe commodius esset, ut ex sua quisque vita reges aestimarentur, quam ut nunc fit.» Reprende la política del reino Lacónico, en que los reyes de la familia de los Herábidas sucedían por derecho hereditario. Todavía se explica con más claridad en el lib. 3º, a cuyos pasajes se refiere el ilustrísimo Covarrubias, Practic. Quoest. cap. 1, número 3 y 4: «Aristóteles ipse, lib. 3, Polit. cap. X, et XI, palam asserit praestantius esse, quod regna suffragiis populorum, eorumque voluntate deferantur, quam quod haereditaria sint, quasi illa sint vere regia imperia; haec vero tyrannica, et herilia barbaris gentibus propria.»

La gran reputación de Aristóteles, y las poderosas razones en que funda su opinión, la hicieron tan respetable, que llegó a generalizarse entre los antiguos; y aún por eso los fundadores de las diferentes monarquías erigidas en Europa a consecuencia de la ruina del imperio romano, adoptaron comúnmente el gobierno electivo. Y si bien casi todos los políticos y filósofos modernos se han declarado por el hereditario, todavía no faltan varones doctos que vacilando entre una y otra opinión, se ladean e inclinan a la de Aristóteles. La autorizó el cardenal de Luca en el siglo XV; De Concord. Chatol. lib. 3º Praefat. Dice este sabio teólogo y canonista: «Omnem autem principatum monarquicum, vel Aristocraticum, cum volentibus subditis constituantur illi principatus, electione constitui opportet. Inter autem omnia temerati principatus genera monarchicus praeeminet. Inter autem species hujus principatus temperati, monarchicus qui per electionem constituitur absque successoribus praefertur ei, qui per electionem constituitur cum ipsis sucessoribus. In generis enim sucessione, varia solent intervenire quae reipublicae sape obsunt. Quamquam enim heroici, et sapientissimi et nobilissimi viri, sape cum posteris ad monarchicum regimen legantur salubriter aliquandiu electi, tamen quia ad modum fertilis agri, filii talium primi naturam parentum contrahentes, successive degenerant, et demum perit illorum illustritas: Unde et si multae etiam rationes praegraves et fortes pro successorio monarchatu existant, nihilominus ut optimus omnium voluntate ad commune conferens prosit reipublicae semper, non est melior quisquam statuendi modus quam per novam electionem, omnium aut majoris partis, vel saltem eorum procerum, qui minus voces ex consensu habent.»

Y hacia este punto parece haberse acostado Mariana, como lo indican las siguientes expresiones del citado lib. 19, capítulo XV: «La majestad real por entonces no se alcanzaba por negociaciones ni sobornos: la templanza, la virtud y la inocencia prevalecían. Asimismo, no pasaba por herencia de padres a hijos: por voluntad de todos y de entre todos se escogía el que debía suceder al que moría. El demasiado poder de los reyes hizo que heredasen las coronas los hijos a veces de pequeña edad de malas y dañadas costumbres. ¿Qué cosa puede ser más perjudicial que entregar a ciegas y sin prudencia al hijo, sea el que fuere, los tesoros, las armas, las provincias? ¿Y lo que se debía a la virtud y méritos de la vida, darlo al que ninguna muestra ha dado de tener bastantes prendas? No quiero alejarme más en esto, ni valerme de ejemplos antiguos para prueba de lo que digo.»

En el lib. 30, cap. III, dice así: «Dudóse adelante si sería más a propósito y más cumplidero a los pueblos, muerto el príncipe que eligieron dalle por sucesores a sus hijos y deudos, o tornar de nuevo a escoger de toda la muchedumbre el que debía mandar a todos. Guardóse esto postrero por largo tiempo... En España por lo menos se mantuvieron en esta costumbre por todo el tiempo que los godos en ella reinaron, que no permitían que se heredase la corona. Mudadas las cosas con el tiempo, que tiene en todo gran vez, se alteraron con las demás leyes esta, y se comenzó a suceder en el reino por herencia, como se hace en las más provincias de Europa. El poder de los príncipes comenzó a ser grande, y los pueblos a adularlos, y rendirse de todo punto a su voluntad; y aunque la experiencia enseñaba lo contrario, todavía confiaban lo que deseaban y era razón, que los hijos de los príncipes por la nobleza de su sangre, y criarse en la Casa Real, escuela de toda virtud, semejarían a sus mayores. Engañóles su pensamiento y su esperanza a las veces, que por este camino hombres de costumbres, y vida dañada y perjudicial, se apoderaron de la república.» A continuación de este razonamiento, en que manifiesta bien a las claras su opinión, expone los fundamentos en que estriba la sucesión hereditaria, y concluye: «Por todas estas razones se excusa y se abona la herencia en los reinos tan recibida casi en todas las naciones.»

El resultado de estas investigaciones es, que examinada la presente cuestión por principios abstractos y metafísicos, el gobierno electivo se aventaja al hereditario. Aquel considerado según su naturaleza, y como dicen los escolásticos per se et in abstracto es mejor. Pero el hereditario es más bueno, per accidens, más conveniente y preferible en la práctica. ¡Cuán bellamente, y con cuánta majestad y gravedad de palabra expresó este pensamiento uno de los mayores defensores de la sucesión hereditaria, Juan Ginés de Sepúlveda! Después de exponer las razones que militan a favor de la elección de los reyes, concluye, lib. 2º de Regno, núm. 17 y 18: «Atque his quidem potissimum rationibus ducuntur, qui non familiae, sed hominis praestantiam in regno deferendo, spectari censent: quae rationes tantam vim habent, ut eis obsisti non posit, si res ipsa per se consideretur, et legi bona fide parcatur.

«Caeterum tanta est hominum perversitas, tanta imperandi et habendi cupiditas; et saepe viri sapientes in republica constituenda legibusque formanda, non quod optimum esset, spectare soleant, maximeque optandum, sed quo maxime obviam iri posit injustorum et cupidorum hominum previtati. Itaque si viri principes, ex quarum grege suffragio popularium rex deligeretur, essent omnes, ut esse debebant, ea justitia et moderatione, qua fuisse, otim accepimus Curium et Fabricium inter romanos, Aristidem inter Athenienses, cujus factum supra memoravimus, ut communes salutem, publicumque bonum omni loco privatis suisque rationibus anteferrent, ipsique populares semper incorrupti, quod optimum esset et bono publico conveniens, sequerentur; haud erat sane, quod quisquam dubitaret, quim optima ratio regnum diferendi esset, ut regi demortuo optimus et prudentissimus quisque suffragio populi sufficeretur. Nunc multis saeculis vis unus aut alter Aristides, vel Fabritius in quaque civitate aut gente contingit, et vulgo proceres ambitioni serviunt, et nobis imperiis per occasionem student: populares autem facile odio aut gratia et muneribus abstrahuntur. Itaque magna et certissima incommoda, quae hanc rationem consequuntur, vitandi necessitas facit, ut illa altera ratio, quae regnum fecit eidem familiae hereditarium, prudente consilio a plerisque mortalibus praeferatur: ut necessariae plerumque rebus melioribus optimo jure a quibusdam, auctore prilosopho, praeferuntur.»




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Artículo VIII

Concluiremos este punto, del cual hemos tratado para mayor claridad en los cuatro precedentes artículos, con los siguientes cargos: «Con motivo de la ausencia del Príncipe Fernando, no le da otro título que el que le dio Bonaparte.» Se conoce que los censores fijaron sus ojos y cargaron la consideración en ciertas expresiones, que pudieran parecer indecorosas a la persona de nuestro soberano, sino existieran otras que sirven de comentario, y determinan el sentido de aquellas. ¿Cómo no vieron que en el mismo prólogo que citan, se le da a Fernando el nombre de Rey? Dice el autor en el núm. 109: «¿No sería justo oír la voz y voto de la nación en una causa en que va su gloria, su interés y su existencia? ¿No lo deseaba así el Rey Fernando?» y en el núm. 114: «¿No indica el amable carácter de su nuevo rey Fernando?» Y en el núm. 129 concluye: «Demos al Rey honor, veneración y la necesaria autoridad soberana para gobernar conforme a las leyes establecidas.» Luego no es cierto que a Fernando no le da el autor otro título que el que le dio Bonaparte.

Siguen los celosos censores: «Al Rey, no sólo le da el título de supremo magistrado en los núms. 32 y 51 del prólogo, al principio de la pág. 216, tom. I, y en otras partes.» No puedo comprender como han podido asentar mis censores esta proposición, cuando en los mismos lugares que citan se da a los príncipes el nombre de reyes, monarcas y jefes supremos. La variedad de estilo que tanto contribuye a la hermosura del lenguaje, obligó a usar de términos y voces que comúnmente se tienen por sinónimos, como príncipes, reyes, monarcas, soberanos, supremos magistrados, jefes y cabezas del cuerpo social. De todas ellas han usado, promiscuamente nuestros escritores, como expresivas de una sola y única idea.

Añaden: «Omitimos hacer otras reflexiones sobre la falsedad, veneno y atrevimiento que llevan los párrafos citados, debiendo llamar la atención sobre la expresión de Obispos Romanos, que hace mucho tiempo no se usa sino entre protestantes, en lugar de la de Papas, romanos Pontífices» Los censores que con tanta diligencia examinaron la Teoría, muy bien pudieran haber leído lo que dice el autor en el tomo I, página 123, nota 1ª: «Debiera predicarse por todas partes lo que escribía el inmortal Papa Ganganelli: y en la pág. 105 se hallan las expresiones de Bulas pontificias, Código Pontificio, derechos del Papa.» Y lo que es más notable, en el mismo párrafo, cuatro líneas antes de llamar a los papas obispos romanos, les da el autor el nombre de pontífices. El dictado de Obispo de Roma para expresar al Sumo Pontífice, se halla en los concilios y padres de la Iglesia, y sólo es reprensible en aquellos que han intentado con semejante expresión coartar la autoridad universal del Papa, confundirlo con los demás obispos, y privarlo de la dignidad de primado y cabeza de la Iglesia.

Finalmente representan al autor de la Teoría: «Casi opuesto hasta el furor y torpes dicterios contra los reyes, contra los papas... contra los obispos, que en su pluma de siglos acá no ha habido regularmente quien lo haya sido como corresponde a sus obligaciones, ni ha habido grande, ni noble, ni autoridad que haya mirado por el bien público.» Respondo que la ira y el furor es un vicio que pugna diametralmente con mi constitución y carácter, difícil de inflamarse, y siempre propenso a la paz. Y habiendo escrito la Teoría en Madrid a una distancia inmensa del país, foco de los acalorados partidos y de las furiosas tempestades que tanto conturbaron los espíritus: libre de amor y odio extendí mis ideas con tranquilidad y ánimo sereno, sin que me haya dominado otra pasión que el amor de la patria y del bien público. Para promoverlo en tan peligrosas circunstancias convenía subir hasta el origen del mal, describir la enfermedad y aplicarle oportunos remedios. No aborrece ni trata mal a un doliente el médico que saja, corta, sangra y usa de violentos cauterios. Un moralista, imitando a su modo la conducta de los físicos, manifiesta las llagas, pondera los peligros de la enfermedad, describe sus síntomas, resultados y consecuencias; y con santo celo predica insta opportune importune, reprende, amenaza sin intimidarse de los enemigos de la luz, ni de los perseguidores de la verdad, ni de los que aborrecen la salud.

En la Teoría de las Cortes se habla con decoro y con elogio de los buenos reyes, y de los que no han sido tan buenos se manifiestan sus defectos, como lo exige la fidelidad de la historia para erudición y escarmiento de la posteridad. No estoy ni he estado jamás opuesto hasta el furor contra las sagradas personas de los soberanos, que no he conocido, ni me hicieron mal ni bien, sino contra sus vicios que como de personas tan altas influyen imperiosamente en la moral pública, y son los más funestos a la sociedad: argumentos de que trataremos con mayor extensión en la segunda parte.

Es muy poco, o casi nada lo que se escribe de los romanos Pontífices; solamente se hallará en la Teoría una que otra expresión general que indica a los inteligentes como bajo de cierto velo, los abusos de la autoridad sacerdotal; pero no dicterio contra las más respetables personas de la cristiandad. También se hace el justo y debido elogio de nuestros buenos obispos, prelados y ministros del santuario, indicando al mismo tiempo en general las imperfecciones y defectos de una porción del clero. La expresión más fuerte que acerca de los obispos se lee en la Teoría, acaso es la siguiente: «Los príncipes de la iglesia, los sucesores de los apóstoles, cuyo principal oficio es anunciar a los pueblos la verdad, propagar por todas partes los rayos de la brillante antorcha de la doctrina evangélica, conducir a los hombres por las sendas de la virtud, y mostrarles el camino de la felicidad, no se ejercitan en este tan augusto ministerio. Los obispos hablando generalmente no predican, no apacientan por sí mismos el rebaño que se les ha encomendado: las ovejas no oyen su voz, y por ventura ni aun conocen a su propio pastor.» ¿Es esto mostrarme opuesto hasta el furor y torpes dicterios contra los obispos? ¿Es decir que ninguno cumple con sus obligaciones? Lo que sobre este punto se asienta en la Teoría, ¿no es una verdad, un hecho público y notorio?

Acerca de los grandes y nobles se excita y resuelve en la Teoría una cuestión muy interesante, cuestión ventilada hace muchos siglos entre los más célebres políticos y moralistas. Las clases privilegiadas y la nobleza hereditaria ¿son ventajosas o perjudiciales a la sociedad? Muchos hombres insignes se declararon por la utilidad de estas corporaciones; otros no menos doctos fueron de contrario dictamen. Yo he seguido y esforzado esta opinión fundándola en fieles observaciones, hechos y datos exactos que suministra la historia de todos los siglos, y en argumentos que sería muy difícil desatar. He procedido en esta controversia con la mayor sencillez y tranquilidad: no la preocupación, ni el odio, ni el furor animaron mis pasos, sino el amor de la verdad, el deseo de lo mejor y del bien público. Ninguna de las personas que componen tan distinguidas clases se pueden dar por ofendidas, porque de ninguna de ellas hablé en particular, y además previniendo quejas y objeciones, advertí allí: Parte primera, cap. XII Núm. 12, en la nota: «Hablo de las clases y personas en general y no de cada una en particular. En todos tiempos y edades, así en lo antiguo como al presente hay y hubo grandes dignos de serlo por su ilustración, por su patriotismo, por sus servicios y virtudes políticas y morales. Y lo que decimos de los grandes debe extenderse al clero secular y regular. Reprobamos las clases, las corporaciones y la generalidad de los abusos.» ¿Es compatible con esta sencilla exposición, la que hacen de mi doctrina los eruditos censores, cuando me acusan de haber escrito que ninguno de aquellos personajes desempeñó sus obligaciones, y que ni ha habido grande, ni noble, ni autoridad, que haya mirado por el bien público?

Últimamente, por conclusión de este artículo y evitar la prolijidad de otro nuevo, me pareció no sería importuno advertir aquí, que los censores además de haberme atribuido por un exceso de celo y con buena y sana intención proposiciones y doctrinas que no he enseñado, acompañada de interpretaciones y comentarios muy distantes de mis ideas e intenciones, también se han detenido a las veces en reprender y representar como censurable lo que en realidad ni merece impugnación ni censura: quiero decir, períodos y expresiones ciertísimas sobre las cuales no puede tener lugar alguna duda, sospecha ni controversia. Por ejemplo, dicen los autores de la segunda censura: «Tan mal eclesiástico como político, supone en este lugar y en otros que el diezmo y demás impuestos territoriales recae sobre los labradores, cuando es indudable que no afecta a los colonos sino a los propietarios de las tierras.» Pero yo pregunto a los censores: ¿los propietarios de las tierras no son labradores? ¿Se puede dudar que el diezmo es una carga, un peso que gravita solamente sobre esta clase del Estado?

Dicen los mismos: «En el núm. 54 del prólogo sienta que se puede asegurar con harto fundamento que en todas las sociedades políticas, se ha verificado lo que en la república de los hebreos, cuyos reyes tan imprudentemente deseados por el pueblo, al cabo le dieron el justo castigo de su inconsiderada precipitación. No se crea que estas notas tan denigrativas las atribuye a los reyes en general, sino que las concreta a los de España.» Digo que exceptuada esta última proposición, que no es mía, sino un comentario de los censores, ¿qué hay en todo lo demás que no sea muy cierto? Cierto es e indudable el abuso que de su poder hicieron los príncipes de las gentes, como se indica en el Evangelio, principes gentium dominantur eorum: pues según los mejores intérpretes la palabra dominantur expresa el ejercicio de una autoridad opresiva y tiránica. Cierto es que los israelitas pidiendo rey ofendieron a la divinidad. Cierto es que los príncipes del pueblo de Dios no respondieron a los fines e intenciones del supremo legislador. ¿Dónde están, pues, esas notas tan denigrativas que advierten los censores? ¿No ha dicho lo mismo que yo y casi en los propios términos Santo Tomás?

Después de haber asentado el Angélico doctor de Regimine princip., lib. 1º, cap. IV, que los más de los emperadores romanos se habían vuelto tiranos, y destruido la república, añade: «Similis etiam processus fuit in populo hebraeorum... Regibus vero eis divinitus datio ad eorum instantiam, propter regum malitiam a cultu unius Dei recesserunt, et finaliter ducti sunt in captivitatem.» Palabras que copió casi a la letra el cardenal de Cambray, Pedro de Aylli: De necessitate reformat. in Concil., cap. XXIII: «Regibus vero eis divinitus datis ad eorum inconstantiam, tandem propter regum malitiam a cultuveri et unius Dei recesserunt, sic ipsi hebraei finaliter in captioritatem sunt deducti.»

Igualmente presentan como reprensible y digno de censura lo siguiente: «En los caps. XIX, XX, XXI, XXXI y XXXIII del tomo 2º, intenta probar que la nación debía por derecho intervenir en todos los asuntos relativos a guerra y paz, e influir en la administración de justicia: que los reyes no podían echar derramas y contribuciones sin acuerdo y consentimiento de las Cortes, y que estas tuvieron siempre derecho de examinar por sí mismas el estado de las rentas reales, y de exigir que el Rey y sus oficiales le dieren cuenta de la inversión de los caudales del tesoro publico.» Con efecto, así lo he dicho y probado hasta la evidencia con leyes del reino, testimonios y documentos legítimos, que no dejan lugar a dudas ni réplicas. Es esto tan cierto, que los seis reverendos monjes de la orden de San Benito, encargados por el consejo real de la censura de la Teoría, afirman en ella sobre este punto: «Que las Cortes, por lo común, han asistido a la jura y aclamación de los reyes; que también se ha contado con ellas para realizar sus enlaces matrimoniales; que han intervenido en los asuntos de guerra y paz, como también en el ejercicio de los tres poderes, legislativo, judicial y gubernativo; y por decirlo de una vez, en todos los negocios que se reputaban por de importancia al bien común del reino, son hechos tan notorios, que no los omiten los compendios más diminutos de nuestra historia.»

El R. obispo de Ceuta don Fray Rafael de Vélez, en su Apología del Trono, capítulo I, pár. 5º, pág. 45 y siguientes, viene a reconocer en las Cortes, por lo menos indirectamente, y en general todas aquellas atribuciones; porque hablando del escrito titulado La antigua costumbre de convocar Cortes de Castilla, que escribí en el año de 1808, y de que se hizo mención al principio de esta defensa, quedando advertido que todas sus ideas se trasladaron literalmente a la Teoría, dice: «En este escrito se reúnen los hechos históricos de nuestra nación, y los casos críticos en que la España, a beneficio de sus Cortes, se había visto libre de los mayores males...» Al folio 9 dice: «La nación representada en Cortes siempre se creyó con facultades para intervenir en todos los negocios del reino, y para resolver los casos arduos y dificultades que no se pudiesen desatar por las leyes establecidas, facultades dimanadas del derecho del hombre en sociedad, de los principios esenciales de nuestra Constitución, que se extendía en su origen hasta elegir y con gravísimas causas deponer los soberanos.» El R. obispo parece aprobar con su silencio cuanto se contiene en este período, a excepción de la última cláusula que trata de refutar, y lo hace con esfuerzo, celo y gran moderación. Y así confiesa más adelante: «Yo no negaré que nuestros reyes han consultado siempre a la nación en Cortes cuando las pudo haber. También concederé que todos los reyes para expedir sus órdenes deben estar a la utilidad pública de los pueblos, de la que no se podrán cerciorar sino por sabios e instruidos de los pueblos mismos. Concederé más: nuestros soberanos casi siempre contenidos en los límites de las leyes juradas, acostumbraron a hacer en las Cortes las leyes que querían dar a la nación, o las reformas que intentaran hacer en las ya publicadas. ¿Pero es esto reservarse la nación un derecho de elegir y deponer sus reyes? Se deja ver que el reverendo se ciñe a refutar esta última cláusula, suponiendo ciertos o innegables los demás derechos de los representantes de las Cortes.»




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Artículo IX

Dice el Sr. Benedicto XIV en la mencionada constitución, párrafo 18: «Que no se puede hacer recto juicio acerca del verdadero sentido del autor, a no ser que se lea todo el libro; que se confieran entre sí aquellas cosas que se hallen puestas y colocadas en diversos lugares, y se haga juicio comparativo de ellas, viendo y examinando con atención cuál es el fin, el blanco y propósito del autor en toda la obra. Porque no se debe hacer juicio, ni pronunciar sentencia acerca del sentido del autor por una u otra proporción arrancada de su contexto, y considerada separadamente de otras contenidas en el mismo libro; porque sucede muchas veces que lo que dice un autor de paso y con cierta oscuridad en un lugar, lo explica después en otro con toda extensión y claridad.»

Los celosos y eruditos censores instruidos en tan luminosos principios y máximas de equidad y justicia, habrán leído con diligencia toda la obra de la Teoría, y notado que el propósito del autor no fue otro que el formar un cuadro de la antigua Constitución política de la Monarquía española, una historia del gobierno de los reinos de León y Castilla desde el Imperio gótico hasta fines del reinado de los príncipes Católicos don Fernando y doña Isabel, y de todas y cada una de las partes integrantes de este grandioso edificio; entre las cuales se llevan la principal atención las Cortes, por la importancia de esta tan célebre institución, considerada siempre en Castilla como el más bello ornamento del trono, apoyo firmísimo de la dignidad real y de los intereses del pueblo, y manantial copioso de luz, justicia y prosperidad.

El fin de tan ímprobo trabajo fue el bien público, la conservación de la Monarquía y del Trono, del honor y gloria nacional; ilustrar a los españoles que en tan apurada situación dirigían la república; alentar a todos con el ejemplo de nuestros mayores, y mostrarles el camino que éstos siguieron en circunstancias análogas, y facilitar medios de establecer un gobierno acomodado a nuestras leyes y costumbres, activo, prudente y capaz de salvar la patria en medio de tan inminentes peligros. El plan de la obra corresponde a este fin. Las partes principales, así como las secciones o capítulos particulares se encaminan al mismo objeto. Ellos se miran mutuamente, y están enlazados y unidos entre sí y con el todo, de tal manera, que separar estos artículos y miembros del cuerpo a que pertenecen, o considerarlos sin sus mutuas dependencias y relaciones, es darles un carácter y representación muy diferente del que deben tener en el sitio y lugar que les corresponde.

He aquí, si no me engaño, lo que han practicado mis censores: este es el camino que les pareció conveniente seguir. Su escrito es una copiosa colección de párrafos, proposiciones sueltas, dichos aislados y períodos arrancados de su contexto y del todo de que son parte integrante. Cuidaron recoger y copiar aquellos trozos, sentencias y expresiones que aparentan más novedad, y que al parecer chocan con las opiniones comunes, y representándolas bajo un aspecto odioso y desagradable les dan un sentido de que no son susceptibles, y en caso de ambigüedad las interpretan echándolas a la peor parte, sin combinarlas con las antecedentes ni consiguientes ni con el fin y propósito del autor. No han deslindado los términos que separan los errores de las verdades, los hechos le las opiniones, ni distinguido de épocas, tiempos y lugares; resultando de aquí, que lo que en la Teoría, especialmente en el prólogo, se dice de las primeras sociedades políticas, así al tiempo de formarse como después de constituidas, lo que se refiere acerca del origen y progresos de las sociedades políticas y de los antiguos gobiernos, sus diferencias, variaciones y vicisitudes, reyes buenos o malos, monarcas, príncipes o tiranos, y de las causas que influyeron en el establecimiento de las repúblicas, lo entienden e interpretan como si yo lo dijera de nuestros soberano y presente gobierno.

No puedo negar, antes confieso con ingenuidad, y es así cierto, que en la Teoría además del asunto principal y de las materias enlazadas esencialmente con él y que constituyen el todo del edificio, se han insertado varias observaciones políticas, las cuales aunque no ajenas del argumento, pudieran haberse omitido sin detrimento de la integridad de la obra, y estas son precisamente las que más desagradaron, y las que han excitado el celo de mis censores, y merecido ser tratadas con mayor rigor. Sin embargo, debo decir que aquellas investigaciones políticas y opiniones al parecer raras y extraordinarias tuvieron el mismo fin y objeto que el resto de la obra: ilustrar al gobierno y proponer mudanzas oportunas y remedios saludables en tan peligrosa y crítica situación. El gobierno deseaba estas luces: los varones amantes del bien público que sin ofensa de la verdad las extendían y propagaban, hacían un gran servicio en aquellas circunstancias; como estas eran muy raras y extraordinarias, también lo debían ser los arbitrios y los medios. Cuando se trata de salvar la vida de un enfermo de todo se echa mano, aun de los remedios más violentos.

Las gravísimas urgencias y necesidades del Estado estrechaban imperiosamente a multiplicar los recursos para salvar la patria; y la prudencia dictaba que se tomasen medidas de precaución para lo futuro. ¿Quién sabía entonces por cuánto tiempo se había de prolongar la enfermedad política de España? ¿Quién sería capaz de describir puntualmente sus accidentes y síntomas, o pronosticar sus resultados y terminación? ¿Cuál sería el éxito de nuestros conatos y empresas militares? ¿Si vendría nuestro deseado Fernando, o si triunfaría Napoleón, o si nos veríamos en la necesidad de admitir otro príncipe extranjero? Entre tantas dudas y zozobras era de suma importancia echar los cimientos de un gobierno justo, y establecer una Constitución para darla al vencedor, y sacar partido ventajoso en todo evento. La Divina Providencia terminó felizmente todas las dificultades, disipó los temores y las dudas, arrojó del suelo español las huestes de nuestros enemigos, y nos envió a nuestro ángel tutelar, el deseado Fernando, que asentado en el solio de sus mayores tuvo a bien restituir las cosas al estado que habían tenido en los tiempos anteriores a la revolución. Lo que se dijo, escribió y pensó en aquel período desgraciado, pudo ser muy bueno, conveniente y loable en aquella situación, y debe tenerse presente para otros casos análogos que puedan sobrevenir en lo sucesivo. Lo que se dijo en la Teoría fue ceñido a esas raras circunstancias y gravísimas urgencias, y así debe quedar encerrado en el espacio del círculo de nuestras desgracias. Sacarlo de allí y extenderlo al tiempo presente y aplicarlo a nuestra actual situación como hacen los censores, es sacarlo de su quicio, violentar la intención del autor, y encaminar su propósito a un fin muy diferente del que tuvo ante sus ojos.

Últimamente, concluiré este artículo y la primera parte de mi defensa con la siguiente reflexión. Me parece, y tengo por cierto, que al gravísimo oficio de calificador corresponde y es un deber suyo, no embarazarse en asuntos de poca monta, ni en argumentos de ningún meollo y sustancia, ni detenerse en criticar defectos, imperfecciones y descuidos literarios del autor de la obra cometida a su examen, ni ocuparse en contradecir o impugnar verdades bien establecidas, o ideas tolerables, o máximas indiferentes, o sentencias y opiniones defendidas por autores católicos, y que se pueden sostener sin chocar con los principios de la religión y sana moral, sino fijar su atención y aplicar las fuerzas del ánimo y del espíritu, y vibrar la vara censoria imparcial y tranquilamente sobre aquellas materias, proposiciones o asertos, que examinadas a fondo y a la luz de la verdad y bajo los principios de un riguroso criterio teológico, prescindiendo de partidos, opiniones de escuela y pasiones interesadas, y combinados con otras doctrinas del autor, presentan un sentido inconciliable con las máximas de la religión y de la moral cristiana.

En este caso es necesario copiar exactamente las proposiciones o sentencias censurables, y calificarlas en particular según su mérito, o de erróneas, o sediciosas, o heréticas, acompañando, como dice el señor Benedicto XIV, fieles observaciones, y las verdaderas y sólidas razones en que estriba el juicio y censura. Si así lo hubieran practicado los religiosos censores, tendría V.S.I. la necesaria instrucción para fallar con fundamento en materia tan grave, y yo un campo espacioso por donde dilatar mi espíritu, y un blanco y término fijo a que dirigir mis esfuerzos y conatos: entonces me vería en el compromiso de contestar y responder, o de confesar mis errores. Empero en el método observado por los jueces de la Teoría, ni sé ni comprendo los resultados particulares de sus discusiones. Solamente advierto que no se agradan de mis opiniones y doctrinas, que las impugnan por aquel estilo contencioso, de las escuelas, trasformando el serio oficio de censores en el de sutiles disputadores. Oigo, sí, y leo dichos, y aun dicterios, declamaciones, muestras de admiración; pero no fieles observaciones ni razones verdaderas, ni el juicio particular de cada una de las doctrinas que sirven de objeto a sus declamaciones. En fin, nada observo a que poder contestar directa y categóricamente, sino a la calificación vaga y general con que concluyen su escrito. Y este será el argumento de la segunda sección.





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