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Documentos escogidos del archivo de la casa de Alba

José Gómez de Arteche





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Con el epígrafe de Documentos escogidos del archivo de la Casa de Alba, ha publicado recientemente la actual Duquesa de ese título, Condesa de Siruela, una colección de cartas y despachos, tan interesantes, que esta Real Academia ha creído deberlos examinar y juzgarlos según su mérito y el fruto que puedan ofrecer para el estudio de la historia patria.

Nuestro ilustre Director, mirando sin duda más á las aficiones que á la aptitud, aun en trabajos que tanta exigen, me ha encargado del examen de unos instrumentos históricos que, por lo heterogéneo de los asuntos á que se refieren y lo diverso de los tiempos que abarcan, debieran confiarse á otras entidades de esta docta Corporación, mucho más competentes que yo en todo género de investigaciones y particularmente en las que son objeto del presente informe. Aficiones, ¿cómo no cultivarlas quien viste el uniforme del ejército español, á cuyas glorias tanto ha contribuído la antigua y poderosa familia cuyos miembros más esclarecidos fueron caudillos y maestros insignes de aquella Milicia, tan fecunda de ingenios para el consejo como incontrastable en los campos de batalla? Uno, sobre todo, entre ellos, obtuvo por sus talentos y las prendas de su singular caracter tal importancia en los asuntos militares y políticos de su tiempo, y tal reputación por sus servicios verdaderamente extraordinarios, que la fama, esa pregonera locuaz de las virtudes y vicios de los hombres, en uno ú otro concepto, excepcionales, ha transmitido su nombre y lo llevará á la posteridad más remota; como dechado de héroes, de caballeros y leales para los hijos de la España monárquica, cual era la de su siglo, y de déspotas, fanáticos y crueles en este de la triste decadencia á que nos han traído la discordia y la incredulidad. Y esas aficiones, ¿á qué negarlo? me han hecho cometer un grave pecado, el de no resistir, como debía, tarea tan difícil de ejecutar á satisfacción de esta Academia   —232→   y que puede comprometer su buen nombre por habérsela impuesto á quien de seguro no logrará sacarlo airoso en la comisión que tan temerariamente aceptó.

Porque, no hay para qué disimularlo; la tarea es ímproba si ha de ejecutarse concienzudamente, necesitándose un estudio muy detenido de los varios personajes que figuran en el libro y de la historia de los tiempos á que pertenecieron.

Diciendo que la primera de las cartas en él incluídas es del famoso caballero D. Rodrigo Manrique, aquel que


Por su gran habilidad,
por méritos y ancianía
    bien gastada,
alcanzó la dignidad
por su grande valentía
    de la espada;



y la última, escrita en 1775, procede del célebre arquitecto italiano Filippo Fontana, se comprenderá qué de sucesos no deberían recordarse para el examen de tan largo período como el que media entre una y otra, y qué de varones, todos ó la mayor parte distinguidos en las armas, la política, las ciencias y las artes, no desfilarán ante la memoria, ya que no á la vista, de quien haya de juzgar obra tan peregrina. Esta exige, de todos modos, una como revista del que pudiéramos llamar ciclo de los Albas, representando una serie de glorias, cuya exposición honra sobremanera á la tan discreta como gentil y digna dama que las hace brillar á nuestros ojos con el fulgor con que lucieron á los de quienes pudieran admirarlas de cerca en sus más conspicuos antepasados.

En doce grandes secciones ó capítulos con algunos apéndices está dividido tan interesante libro que, con sus índices también de personas y materias, consta de 610 páginas en 4.º perfectamente impresas y en papel puede decirse que inmejorable. Con trasladar á este informe los epígrafes de esos capítulos se observaría todo el interés que ofrece su estudio, y que solo su comento exige el trabajo de un libro diez veces más voluminoso, según son de importantes las noticias que da el de la Duquesa sobre   —233→   acontecimientos que influyeron sobremanera en los destinos de nuestra patria. Ciento y más se han escrito narrando esos sucesos, pero pocos con datos que merezcan la fe que estos documentos para justificar las noticias, conceptos y opiniones que en ellos se emitan; tal autoridad llevan consigo por sus fechas y procedencia. Los orígenes de la casa de Alba; los fundamentos de su crecimiento y grandeza; las causas que la elevaron hasta dar á sus representantes la importancia que los soberanos españoles y extranjeros fueron los primeros en reconocer, solicitando su mediación, sus consejos y servicios; y aun los signos de su decadencia al cambiar la constitución de los Estados con los progresos de cuantos elementos morales y físicos concurren á darles nueva vida y organismos más concentrados y robustos; todo eso, á que parece debiera limitarse la aspiración del autor dedicado á hacer resaltar la nobleza y el esplendor de una familia tan linajuda y encumbrada; todo eso y más entraña la Colección de documentos que ha publicado la Duquesa; esto es, como he dicho antes, la historia de cuatro siglos, la de los XV y XVI, particularmente, tan gloriosos, tan de oro, pudiera decir, para la casa cuyos pergaminos exhibe, como para la nación misma que entonces obtuvo la supremacía militar y política sobre todas las demás de Europa.

Lo que yo debería hacer al dar cuenta de ese libro, y creo que la Academia habría de agradecérmelo, es remitirla al breve y elegante resumen que la Duquesa nos ofrece en la introducción con que lo ilustra; pero no sé si eso, por su mismo laconismo, satisfaría en obra tan importante, y por la repugnancia también que manifiesta la autora á comentar los méritos de su nueva familia, cuando son precisamente los que ofrecen un interés excepcional á la historia militar y política de sus mejores tiempos. Además, en trabajo tan extenso y que abraza época tan dilatada y asuntos diversos, todos de transcendencia suma para los destinos de nuestra patria, ya me cabrá recoger siquier sean granos que se hayan dejado dispersos en un campo donde hay tanto que espigar y hasta hacer nueva y abundante cosecha.

Y voy á intentarlo, aunque con mis temores y escrúpulos de siempre.

De esa introducción ó resumen podrá la Academia formar   —234→   juicio en el curso de este informe al haberla de citar para apreciaciones de su erudita autora, que pongan en claro conceptos oscuros de alguno de los documentos incluídos en el libro ó juicios que puedan merecerlas. Entre tanto, bástame exponer la opinión de que es un apreciable proemio que revela las dotes de escritora elegante y de coleccionista concienzuda que atesora la Duquesa de Alba, dignas del mayor galardón que puede ofrecerse al autor de una obra de tal mérito, que es el del aplauso universal.

El que pudiéramos llamar Capítulo I se refiere á la correspondencia conservada en el archivo de los Duques de Alba sobre asuntos y sucesos del siglo XV, en que tomaran parte los fundadores de tan ilustre casa, poderosa ya desde los albores de aquella centuria, é influyente, lo mismo que en Castilla, su cuna, en los demás reinos que se dividían el imperio de la Península. Pocos años después de que el célebre maestre D. Rodrigo manifestase en la ya citada carta que ni á su mismo padre respetara como á D. Ferrand Alvarez de Toledo; el rey de Aragón llamaba á don García Spectable, muy magnífico, amado y devoto suyo. A su título de Conde, que había obtenido en 1439, añadió la casa después, en 1469, el de Duque, otorgádole por Enrique IV en lo más encendido de las luchas civiles que hicieron tan triste y hasta vergonzoso su reinado. No se necesita apelar á las diferentes crónicas de aquel tiempo ni á historia alguna posteriormente escrita para formarse una idea de la anarquía y del estado de rebajamiento en que se hallaba sumido el trono de los Alfonsos y Fernandos; las cartas de Enrique IV y de Doña Juana, su esposa; los seguros entregados al Conde para sí en su vida, hacienda y privilegios; el dado en favor de la infanta Isabel, que necesitaron confirmar además el Arzobispo de Toledo y el Maestre de Calatrava; pero, más que todo eso, la entrega de la Princesa desdichadisima, arrojada años después á Portugal sin otra herencia que el estigma infamante con que es conocida; documentos, esos, comprendidos en la colección objeto de este examen, revelan con elocuencia insuperable el mísero estado de Castilla en los veinte años que la gobernó el más que impotente, juguete de todo género de veleidades, torpezas, concupiscencias y traiciones. El de Alba debía andar entre los conjurados, ya que se le ve en la   —235→   junta de Alcalá, y lo prueban los seguros á que me he referido; pero los escándalos de Ávila al destituir á D. Enrique y coronar á D. Alfonso, su hermano, le llevaron al campo del Rey legítimo que, como es de suponer, recompensó tan singular servicio. Muy acucioso debió, sin embargo, estar respecto al casamiento de la Infanta y D. Fernando, Rey entonces de Sicilia, cuando, no sólo los deposados le daban en 1474 muestras de su afecto y gratitud, sino que un año después, y muerto D. Enrique, el de Aragón le recomendaba sus hijos, pidiéndole les ayudase en su gobierno y, por su lado, á él también aconsejándoles el presto socorro de que había menester en Perpiñán.

Pero entre esos documentos, que revelan la consideración que el Duque de Alba merecía á los Reyes Católicos y más al astuto Juan II, padre de D. Fernando, los tres, al parecer, muy interesados en atraérselo á su partido, así para asegurar la sucesión al trono de Castilla, disputado por Doña Juana, como para reducir el poder de los Grandes hasta contenerlos en sus insolencias del reinado anterior; entre esos documentos, repito, del siglo XV todos, existen dos sobre cuya importancia histórica, verdaderamente excepcional, ha creído la Duquesa deber llamar la atención, no ya por referentes, como los anteriores, á intereses particulares de la casa de Alba, sino á sucesos que ocupan un lugar privilegiado en las crónicas de los últimos años de la centuria en que tuvo el más feliz término la grande obra de la reconquista cristiana.

La relación de las cosas que pasaron en la entrada que hizo D. Fernando en la vega de Granada por Junio de 1483; la de la gente que el año de 1491 formaba el ejército que después habría de incorporar aquella incomparable ciudad á la monarquía española; y, como complemento á ese cuadro general, el particular de las fuerzas del Duque de Alba en el famoso «Alarde de Fuente Roble», son documentos que ilustrarán para en adelante cuanto pueda escribirse sobre aquella celebérrima jornada. Es la primera de esas relaciones un diario sumamente detallado de las maniobras que ejecutó el Rey para arrebatar á los moros cuantos reparos tenían dispuestos con el fin de impedir el acceso de los castellanos á Granada, y para destruirles también sus cosechas al   —236→   tiempo que abastecía la plaza de Alhama, conquistada el año anterior por el Marqués de Cádiz. Por supuesto que acudió á la empresa el Duque de Alba, cuyos consejos se escuchaban, lo mismo que en la cámara real, en los campos de batalla, á lo que se debe, sin duda, tan detallada y verídica relación.

Todos, señores académicos, sabéis que D. Fernando dió en seguida libertad á Boabdil, hecho prisionero en su fuga del cerco de Lucena, con lo que se preparó la ruina de Granada, conmovida por las discordias aposentadas así entre sus defensores. De ese modo y con el ejército que enumera el segundo de los documentos á que acabo de referirme, y que constaba de 40 á 50.000 peones y sobre 13.000 lanzas, entre las que 139 del Duque de Alba, tiempo adelante, el 2 de Enero de 1492, caía en poder de los Reyes Católicos la Alhambra, el soberbio alcázar de los soberanos granadinos, último baluarte de la morisma en España.

He especificado más quizá de lo que debiera los documentos citados hasta aquí, para que la Academia pueda hacerse cargo del mérito que encierran y tanto los avalora. Proseguir así en los demás, al ofrecerla este informe, daría ocasión á un trabajo prolijo y largo en exceso, y lugar á un cansancio que estoy en el deber de evitarla, que harto hará con escuchar pacientemente lo que aún necesito decirla para dar cuenta de tan importante libro. En el siglo XVI, aparece un astro de primera magnitud en la casa de Alba, astro que, aun siendo uno de los innumerables que constituyen la que, sin hipérbole, cabe llamar luminosa constelación, pléyade inmensa, de los grandes capitanes y hombres de Estado que hicieron del imperio de Carlos V y Felipe II el más poderoso y vasto de Occidente, resplandeció en la esfera española sin más rival que el iniciador de la táctica moderna en la memorable lucha que dió á nuestra patria el reino de las dos Sicilias y abrió á nuestros ejércitos las puertas del resto de la península italiana. Analizar, pues, uno á uno, los documentos que os revelen, señores académicos, el por qué de muchos de los sucesos en que tomó parte el gran Duque de Alba, secreto á veces por su propia índole militar ó política, otras, por el carácter de los poderes altísimos que los provocaran ó resistieran, y, no pocas, por quedar inadvertido en el torbellino perturbador de las guerras políticas, religiosas   —237→   y sociales de aquel siglo, sería desnaturalizar un trabajo de examen y juicio, pero conciso, como debe ser el presente, anunciador, puede decirse, del libro á él sometido.

La Duquesa de Alba ha creído no deber sujetar la serie de documentos que ha dado ahora á la estampa al orden rigurosamente cronológico que exige la historia salvo contadísimos casos, sino que los ha coleccionado en lo posible por asuntos, si así cabe juzgar por el título de la segunda de las secciones (grupos las llama la ilustre coleccionista) en que ha dividido su labor literaria, dedicada al estudio de la Persona y casa del Duque D. Fernando y de su hijo D. Fadrique. Para otro capítulo deja, así, para el de las Cartas de Soberanos, lo que, si hubiera de respetarse la sucesión de los tiempos, serviría como de prólogo á la crónica del siglo XVI, esto es, la de los sucesos de Navarra, en que un Duque de Alba, llamado también Fadrique, representó papel tan principal como el de defensor feliz de Pamplona, atacada por los franceses y partidarios de Juan D'Albret, su soberano poco antes. Pero dejando ese asunto, como he dicho, para más adelante, la Duquesa de Alba nos ofrece como primer documento de la segunda sección el en que se da noticia de la muerte de Felipe el Hermoso, el marido de la Reina Doña Juana. D. Antonio Rodríguez Villa, nuestro laborioso colega, en su estudio histórico sobre aquella desdichada soberana, alude varias veces á la intervención del Duque, acabado de citar, en las diferencias suscitadas en Burgos para el gobierno de la monarquía mientras no se resolviera si el estado de las facultades mentales de Doña Juana la consentiría ó no su ejercicio. En el libro, sin embargo, cuyo examen nos ocupa, existe ese documento á que me venía refiriendo, clave de las noticias y opiniones del Sr. Rodríguez Villa y que nos da la muestra más elocuente de la lealtad de don Fadrique á la causa de la Reina, y de interpretar, fielmente también, los verdaderos intereses de la patria al declararse partidario decidido de la regencia de D. Fernando. Y como dato que así explica la razón y el desenlace de las discordias suscitadas en Burgos a raíz de la muerte de D. Felipe y al pie, cabe decir, de su féretro, permitidme os transmita íntegro tan interesante aviso, que así lo llama su ilustre editora.

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Héle aquí:

«Lo que Nieto ha de decir al Comendador mayor de mi parte, es lo siguiente:

»Que por el traslado de la carta de Don García, mi hijo, que le embío, verá como el rey D. Felipe, nuestro Señor, es muerto, y que según de la manera que al presente queda la Reyna, nuestra Señora, y el reino paresce que tiene necesydad que algunos tengan cuydado de procurar como en ninguna manera se haga ni ordene cosa en perjuicio de su servicio ni en daño y destruccion de su corona real; y porque yo soy uno de los que principalmente me he de poner á no dar lugar que otra cosa se haga, gelo quise hacer saber, como á persona de quien tengo entera confianza que se juntará conmigo para que se ponga en obra lo que he dicho, así por ser lo que se debe hazer, como por el amor y amistad que entre nosotros hay; por ende, que le pido por merced que luego mande apercebir y tener puesta y apercibida toda la gente de los dos Maestrazgos que son á su cargo, porque sy sucediere algo para que sean menester, yo le requeriré con la confianza que he dicho; y como quiera que para con él no havya necesydad de cedula ni mandamiento del Rey, mi Señor, que yo quise sacar la que le enbyó, porque él con más causa y descargo hiziese lo que de voluntad avía de hazer, y que si él ha menester algo, que me lo haga saber, que mi persona y estado tengo aparejado para proveher cualquiera necesydad que se le ofreciere, y que le pido por merced que sobre todo me embíe su parescer, porque lo terné en lo que es razón de lo tener.»



Y basta de esto, porque la Academia conoce perfectamente todo el alcance que tendría tal acto en las azarosas circunstancias que atravesaba entonces la monarquía entre los magnates castellanos, partidarios, unos, de D. Fernando, otros, de sí mismos ó de que se convocaran las Cortes, y varios, por fin, del llamamiento del Rey de Romanos para la gobernación del reino, tan reciamente disputada por todos.

En las cuestiones suscitadas entre el Papa y los soberanos de España, puede discurrirse con criterios diferentes. El famoso y lamentable saco de Roma no había, sin duda, impuesto á los Pontífices lo suficiente para estimularlos á aliarse de buena fe   —239→   con España, buscando nuevas amistades con Francia á pesar de haberla visto prestar su ayuda á la Media-Luna en las circunstancias más críticas para la cristiandad. Era Felipe II el más enérgico é intolerante paladín del catolicismo y quien más escrúpulos manifestaba al mantener sus derechos de rey español; y no habían pasado treinta años de aquel grandísimo escándalo de una Iglesia escarnecida, del representante de Cristo preso y de la capital del orbe cristiano entregada al pillaje de una soldadesca furiosa, cuando se provocaba á otra tan levantisca, si no tan feroz, como la del célebre Condestable Borbón. Afortunadamente, quien la regía era un Alba, más severo en eso de sujetar á disciplina las gentes de su mando; y, aun aguijoneado por los más agudos estímulos de la altanería romana, habría, ferviente católico y mirando más á mantener el prestigio de sus creencias, tan combatidas por aquellos días, que á la satisfacción de su orgullo militar, habría, repito, de contemporizar con tales enemigos como los encerrados en Roma hasta vencerlos sin sangre ni humillaciones, que nadie sabría medir más exactamente, del honor de causa é instituciones tan altas.

Toda la correspondencia del Duque D. Hernando de Toledo rebosa de esos sentimientos, tan religiosos como caballerescos; y entre las varias cartas que existen de nuestro heroico caudillo, del embajador cerca de la Santa Sede y de otros personajes, sin contar á Carlos V y su hijo D. Felipe, de que daré cuenta en la sección correspondiente, hay en la segunda una dirigida al Marqués de Sarriá, elocuentísima prueba de la prudencia y comedimiento en que se inspiró el Duque antes de romper su marcha sobre Roma y después en sus capitulaciones con Paulo IV, aliado con los franceses para arrojar á los españoles de Italia.

Un ejemplo de esa templanza en hombre que pasa por tan violento. Le dice á nuestro embajador en uno de los párrafos de su carta de 18 de Septiembre de 1555: «... Y casi, como tengo escrito, conviene que se disimule (esto en cifra) y passe adelante con estas invenciones hasta tanto que sean de manera las desvergüenzas que ay pasasen, que por la autoridad de sus magestades y reputación de V. S. fuese necesario salirse de Roma, y según el   —240→   Papa diese esta ocasión, así me parece se habría de tomar la jornada para Nápoles ó más cerca de Roma

Paso por alto algunos otros particulares de esa correspondencia, lo de la ceremonia, asaz estrambótica, del casamiento de Felipe II con Isabel de Valois por poderes dados al Duque en 1560, y aun la famosa invención de aquel vecino de Módena, «pelotas de bronzo, como escribe el abad Brezeño, dentro de las cuales echó muchos perdigones con pólvora, y por tal artificio que, cortándose una cordezilla con que parecía venir atada, se pegaba fuego á la pólvora», artificio con que quitó de en medio hasta 24 de sus enemigos de Mantua y Ferrara, librándose los de Venecia y Florencia por no haberlas recibido. Hay también cartas muy interesantes de Legazpi desde Cebú, de Arias Montano desde Anveres, de Tiziano desde Venecia, y de Tomás de Zornoça del Cairo, éste dando al Duque noticia «de un christiano erético de nación francés», mandado «del Rey, para ver si el mar roxo podrán hacer que entre en el mediterráneo, cosa ya de los antiguos tentada.» Pero el documento más notable de esa sección es el titulado «Anónimo contra el Duque de Alba.» Papel escrito, se dice por debajo, contra los procedimientos del Duque de Alba y los de su hijo Don Fadrique de Toledo y su secretario Albornoz (1570).

Y, con efecto, esos procedimientos resultarían vergonzosos, si fueran verdaderos y no inventados en su mayor parte para desacreditar al Duque ante su Rey, á quien se dirige la denuncia, aunque por segunda mano y ocultando el autor la suya. Porque en el mismo grupo existe una carta de Albornoz, pero no al Rey ni á persona que pudiera comunicársela á S. M., sino á la Duquesa, en que, escribiéndole sobre los disgustos del Duque en cuanto á sus gestiones para procurarse fondos con que hacer frente á las necesidades más perentorias de su gobierno en Flandes: «Pluguiese á Dios, la dice, que un solo día estuviese S. M. tras una puerta escuchando lo que pasa el Duque mi Señor con ellos (los prestamistas) por sus negocios, porque no pienso V. E. que son consejeros para ayudar, sino partes para defender lo que se ha de hacer por el servicio del Rey, y desta manera se ha navegado desde que puso aquí el Duque, mi Señor, los pies, porque no miran si conviene el negocio ó no, sino, como sea para el Rey,   —241→   no es menester tratar de ello, y lo mismo se hace en todos los tribunales.»

Un documento hay, sin embargo, en este grupo, que merece particular atención. La carta del Duque de Alba al César, en 4 de Febrero de 1544 y desde Valladolid, sirve de contestación á una de D. Carlos que ha debido perderse y que ofrece un interés histórico especial. Es el tiempo en que la conquista de Duren, que a sus presidiarios se hacía inconcebible, y la marcha victoriosa del emperador sobre Venloo habían aconsejado al Duque de Gueldres la resolución de someterse; operaciones que llevaron á los españoles á recuperar Landrecies, perdida poco antes. Pero defraudadas sus esperanzas, así como las de la eficacia que inútilmente aguardaban de la acción militar de Enrique VIII, su aliado, el Emperador comenzó á escuchar las proposiciones de paz que se acabó por celebrar con el tratado de Crespy. Así se comprenden en esa carta los deseos, en ella supuestos, del Emperador por que se hallara el Duque de Alba en Flandes, y la pena que este y otros grandes españoles, según su frase, manifiestan de no tomar parte en tal campaña, ya que tan felizmente habían concluído la del Rosellón.

Esa carta, hace presumir también que Carlos V no conocía, aún á su nuera, la mujer de D. Felipe, cuyo casamiento anuncia el Duque con las agudezas que su seriedad habitual le consentía de cuando en cuando.

Y vuelta á fechas de muy atrás, á las de los primeros años de aquel siglo, en que Fernando el Católico andaba ocupado por Cataluña en el socorro de Salces, estimulando al Duque D. Fadrique á soltar la voz entre los sitiados de que pronto acudiría el Rey á librarlos de los franceses. Ni tardaría el aragonés, una vez acabada felizmente aquella empresa y con las noticias que le llegaban de Italia, donde el Gran Capitán se hacía dueño de todo el reino de Nápoles con la victoria del Garellano y la conquista de Gaeta, en dirigirse á Navarra, en cuya frontera presentaban los franceses un nuevo ejército en apoyo, según antes dije, del desposeído Juan D'Albret.

Las correspondencias entabladas con este motivo entre el Rey Católico y el Duque de Alba pertenecen á la tercera sección titulada   —242→   «Cartas de Soberanos», entre las que las hay de un interés histórico de primer orden. Las referentes á la invasión de los franceses en Navarra fueron escritas desde Logroño en Agosto de 1512, manifestando al Duque cuál debía ser su conducta militar en San Juan de Pie de Puerto y cuál la política con los ingleses que trataban de ocupar de nuevo la Guiena; conducta solapada y doble como de un soberano tan celebrado por Maquiavelo. No existe ninguna carta, después, que dé noticia del sitio de Pamplona, que, aun cuando innecesaria para apreciar el mérito en él contraído por el de Alba, puesto de relieve en la obra de Luís Correa, sería curiosa al sernos transmitida por el Rey ó por su general.

El orden adoptado por la Duquesa de Alba para la confección de su obra, no exento de dificultades desde que la dispuso por grupos en que habrían de mezclarse toda clase de asuntos, nos obligaría á tratarlos también separadamente en el examen de cada capítulo si no creyéramos que, al hacerlo, ibamos á introducir alguna confusión que, sobre todo, resultaría en perjuicio de un libro en cuyas páginas cuadra generalmente mejor el sistema seguido por su autora. Porque una cosa es la clasificación de datos tan inconexos y su encasillamiento en las respectivas series á que según su forma han de aplicarse, y otra cosa es el orden que más convenga para su estudio y particularmente para el juicio crítico á que haya el libro de someterse.

Henos, pues, cabe decir, entrándonos de hoz y de coz en la sección 7.ª, esto es, en la magna cuestión del gobierno del Duque D. Hernando en los Países Bajos. Sus altos hechos en la guerra de Alemania como lugarteniente, ahora diríamos como jefe de Estado Mayor del César, su consejero más sesudo, su guía más hábil, en una palabra, sus ojos y su brazo, no se detallan en este libro, como tampoco los ofrecidos en Italia á la admiración del mundo. Los grandes combates de las márgenes del Danubio hasta parar en aquel tan decisivo de Mühlberg, en que, con la prisión del elector de Sajonia, quedó, si no sofocada, vencida por largo tiempo la Reforma; la campana de Italia, donde hubo el Papa de ceder de sus exigencias y de la alianza con los franceses, cuyo caudillo, el célebre por sus hazañas y triste fin Duque de Guisa,   —243→   hubo de evacuar aquella península tan disputada y siempre funesta para las armas de su nación; tanto y tan rudo pelear en Túnez y en Argel, no pueden tener en el libro de la Duquesa de Alba sino la mención que cabe en la índole suya, la epistolar, con que mal puede darse idea seguida de los varios acontecimientos á que solo sirve de testimonio y anotación complementaria.

De esto precisamente puede alardear la colección reunida por la Duquesa de Alba en su precioso libro respecto á la guerra de los Países Bajos y al gobierno de su ilustre antepasado en ellos. La correspondencia entre el Duque y Felipe II comienza por una carta del Rey parcamente cifrada, porque, no valiéndose de nadie para hacerlo por las ocupaciones del Presidente del Consejo, único en quien tiene confianza, no solo escasea la cifra de su parte, sino que recomienda la parvedad en ella al de Alba. Este se encuentra en camino para los Estados de Flandes, del que ha escrito al Rey, quien le envía sus instrucciones ya que ve como imposible el embarcarse él durante aquel invierno (el de 1567), y problemático el que haya de hacerlo en la primavera siguiente.

Esas instrucciones se dirigen al castigo, anteriormente convenido sin duda, de los que andan conspirando durante el mando de la de Parma y de su consejero Granvela. D. Felipe, siempre tan previsor, comprende que el de Orange va á escapar de la acción del Duque, cuyo primer encargo es el de apoderarse de él para no espantarle con la prisión de otros de sus amigos, antes, por supuesto, de que pueda llegar, si va, el Rey, á cuya presencia en Flandes ha de acompañar un perdón general que le prometa un buen recibimiento. Convendría, para eso, la marcha de la de Parma y el nombramiento acaso del hermano del Rey (D. Juan de Austria) para aquel gobierno, con orden, se dice, que haga en todo lo que pareciere al Duque, con el perdón también en su caso y las otras cosas que para esto fuesen convenientes y estaban platicadas. Y continúa así el sagaz soberano: «Me ha parecido despacharos luego esta por la orden que os escribirá el Prior, para que con la mysma, y con la brevedad que es menester, me respondáis á todo, y también para avisaros de (la resolución de la quedada) y para que sobre esta (yda de Madama á su casa) y de (mi hermano ay), como he dicho, me embiéis luego vuestro parecer,   —244→   porque hasta tenerle, yo no podré responder á (madama, ni despachar hay), y por esto va esta con tanto recatamyento, para que (ella ni nadie) no lo sepa en ninguna manera del mundo; y avisadme también luego (por donde os parece que yrá mi hermano, por mar ó por tierra), porque en lo uno y en lo otro no dexa de aver harta dificultad; pero es menester tomar la menor.»

Aconseja después echar la mano á Estrala (Strael), agente de los separatistas de Brabante, imponer un castigo á las universidades, estudiar los derechos que Brederode pretende tener á Holanda; y pareciéndole muy bien el ofrecimiento á la de Parma del regimiento de Lodron, porque despida más gente del pais, y el llamamiento de Mansfelt, muestra al Duque su confianza, de que por él «no habrá quedado ni quedará» nada para que todo aproveche como se debe.

Esta carta que, repito, se halla á la cabeza del 7.º grupo y es del 7 de Agosto de 1567, tiene así como contestación en una del Duque, parte del 2.º grupo, en que, con fecha de 1.º de Marzo del siguiente año, se hace referencia al destino á España del Condecillo de Bura, hijo de Orange, que había logrado zafarse de las manos de Alba evitando así la suerte de los Condes de Egmont y de Horn, ejecutados, como sabe la Academia, en Bruselas el 5 de Junio de 1568. Y por cierto que en ese despacho hay escrito un párrafo que da lugar á graves consideraciones sobre el carácter del Duque de Alba. El hombre que en una carta al Rey confesaba no ser muy tierno, dice así: «El hijo de Eguemont no me ha parescido embiar, que es de muy poca edad el mayor, y los otros son los más de teta, y ay tiempo, siendo necesario hacerse. Es por cierto una gran lástima ver á su muger, que la desventurada debaxo del cielo no tiene un pan, y su dote fué diez mil florines, y ni creo se le aseguraron, ni tiene duario, á lo que tengo hasta aora entendido, y ocho hijos tamaños como yo, y la madre es gran cristiana al tiempo. Vra. m.t será muy justo mire qué será servido se haga de tanta gente tan desamparada.»

Desgraciado fué el Duque en el concepto que sus contemporáneos formaron de su carácter, suponiéndole cruel y sanguinario hasta la exageración más terrorífica, concepto que ha aceptado la posteridad, más que por razones documentadas, por el eco que   —245→   han dejado en el mundo de la tradición los lamentos y las diatribas de sus enemigos. Pero esta carta y la correspondencia publicada por los Marqueses de Miraflores y Pidal y D. Miguel Salvá, sobre la conquista de Portugal, demuestran, con otras en que voy á ocuparme, que no era tan duro como algunos han supuesto el corazón del gran Duque de Alba.

Por el pronto no hay más que echar una mirada retrospectiva sobre la campaña de 1557 en Italia, y dirigirla, á la vez, sobre la de 1568 en Flandes, para comprender lo que afectaba al Duque la pérdida de sus soldados, aun en un número el más corto, insignificante al tratarse de obtener una victoria de verdadera importancia. No obedecen á otro estímulo la parsimonia con que persiguió al ejército de Guisa en su retirada de Civitella, y la prudencia y la habilidad con que, sin más que un combate puede decirse que de circunstancias, arrojó de los Países Bajos al de Orange que los había invadido por la frontera alemana con un poderoso ejército, muy superior al español. Y la moderación que usó para con Paulo IV, cuando escribía á la Duquesa «que nunca había sentido faltarle el ánimo ni la voz como cuando se había visto frente á la Majestad del Soberano Pontífice,» y cien otros rasgos suyos, cuya memoria no tiene lugar en este escrito, demuestran lo hondamente arraigado que estaba en el Duque de Alba el sentimiento religioso, fuente perenne de los de humanidad, aunque, al combatirlo, como sucedía entonces, la impiedad y la soberbia, se mostrara todo lo severo y hasta cruel que aconsejaba la necesaria extirpación de la herejía en Flandes.

Esa parsimonia, sin embargo, y la prudencia que mostró el Duque en las dos campañas citadas por ahorrar la sangre de sus soldados, no impedía el vigor y la impetuosidad militares, la acción enérgica y aun temeraria ejercitada en ocasiones que la exigiesen, lo mismo que en el paso del Elba que proporcionó la victoria de Mühlberg, en la más reñida y disputada de Gemmingen, en que fué materialmente deshecho el campo de los rebeldes de Holanda.

Lo que ha puesto muy en claro la colección de cartas publicadas ahora por la Duquesa de Alba, es la difícil situación en que se vió su invicto antecesor al relevársele del gobierno de los Países   —246→   Bajos, primero por el Duque de Medinaceli, que no llegó á ejercerlo, comprendiendo, sin duda, las dificultades que ofrecía el mando en tan crítica coyuntura como la del sitio de Mons, y después por D. Luís de Requesens, que se detuvo en su gobierno de Milán tras la jornada de Lepanto y las sucesivas á que había asistido al lado de D. Juan de Austria. Cuál no sería esa situación de interinidad en que se halló el Duque frente á la dificilísima que prometía la renaciente sublevación del país, hidra de innumerables cabezas imposibles de cortar de un solo tajo, y á espaldas de un soberano de carácter tan vidrioso como D. Felipe, se puede calcular por este párrafo de la carta escrita por el de Alba al Prior: «Si he de decir verdad á V. S., yo estoy el hombre de la tierra más mal contento, y con mayor razón, ver de la manera que me han tratado tres años ha, teniéndome por teniente del Duque de Medina y del Comendador mayor, para quitarme el autoridad que serlo de Su M.d me podía dar. Y sepa V. S. cierto, indubitadamente, no ponga duda en ello, que ha sido la principal causa para las alteraciones que el día de oy ay en estos Estados, porque de otra manera no se osaran menear, como no habían osado hasta este tiempo; que la que yo, como Duque de Alba solo podía tener, no podía bastar para esta machina; pero aun esta, con lo que tengo dicho, me han baxado.»

»Ame sacado su Mag.d, añade, al Duque de Medina, que tan caro fué de venir, para descargarme, scribiéndome que sería aquí el Comendador mayor á la fin de Agosto, y estase ahora este día en Milán echando pullas con el Papa, y á los 23 de Set.e me escribió que hasta que le absolviesen no podía partir. Mire V. S. cómo estaré yo fresco, aviendo de tener el invierno ó en estos Estados, ó en camino. Si estoy para menearme, será en camino á que S. M. me corte la cabeza... etc. etc.»

¡Si estaría cargado el Duque!

¡Lástima grande que así como para recuerdo de las campañas del de Alba en Flandes, existen datos tan interesantes en el libro de su nieta, no los haya para el de la conquista de Portugal! Es verdad que poseemos los documentos, ya citados, de Salvá y los marqueses de Pidal y Miraflores; pero una carta tan enérgica é ingenua como la de que acabo de sacar el párrafo arriba trascrito,   —247→   podría quizás ponernos en el secreto de aquella batalla de Alcántara que los tratadistas militares nos ponen por ejemplo de un pelear tan bizarro como estudiado y sabio.

Porque la también ingenua autora de este libro, esclava de la verdad histórica, nos proporciona un dato que da á entender que las excepcionales condiciones de inteligencia y de caracter del Grande hombre, debieron debilitarse considerablemente en sus últimos años, según las causas á que en el referido papel se atribuyen la fuga del de Crato desde Lisboa y la posibilidad de su emigración después; todo lo cual hace mucho honor á la Duquesa en concepto de cronista leal y modelo de imparcialidad.

En cuanto á sus cualidades literarias voy á ofreceros una muestra que, además de ser en mi sentir elocuentísima, me proporcionará la no escasa ventaja de evitar á la Academia la enojosa monotonía de un discurso de la índole del mío, necesitado siempre de un tanto de variedad en sus asuntos y forma para soportarlo por un lapso demasiado largo de tiempo. Así podrá esta docta corporación, á la vez que medir el alcance de las fuerzas literarias de la egregia dama, expuesta hoy á los peligros de la censura pública, y sus condiciones de historiador, conocer, mejor que extractado por mí, el importantísimo capítulo de los documentos que tratan de la Corte Pontificia.

Dice así: «En lo relativo á Roma, las cartas de Soberanos tan piadosos como Carlos V, Felipe II, y el Duque de Florencia, y las de Embajadores y enviados como Garcilaso, Zúñiga, Valerio Sereno, D. Francisco de Vera y el Conde de Olivares, contienen un clamoreo incesante contra aquella Corte, y cargos gravísimos contra los Pontífices. Así Carlos V, dirigiéndose en 1555 al Marqués de Sarria, en cifra, se duele de que la pasión particular del Papa ó de los que le gobiernan haya de forzar á convertir en ofensa suya las fuerzas que siempre se emplearon en defensa de la Iglesia y redención de los desviados della, y á responder con guerra á su provocación de guerra

En el mismo año, el Duque de Florencia, en carta autógrafa al de Alba, censura la conducta de la corte española con el Nuncio, y dice que, si el Rey quería romper con el Papa, no debía echar bravatas, que solo servían para hacerle más francés, sino dargliele   —248→   una mano buona. Aconseja luego que D. Bernardino de Mendoza se dirija con fuerzas hacia Roma, y si el Papa viene, añade, «li romperemo la testa

«No mucho después, en carta también autógrafa, escribe este párrafo. «...s' el Papa vuol la guerra fargliela, ma da vero... é chiamar ogni sorte d' aiuto e levarsi questa briga a un tratto dinanzi, perche in questo modo si spende un mondo per Sua Maestá e per li suoi servitori e si disordina ogni cosa, E LUI STÁ A CAVAL DEL POSSO PER ASPETTAR DI DAR LA BASTONATA... Siguen en lo restante del siglo, ya los juicios de Valerio Sereno, poco lisongeros para Pío IV, ya las apreciaciones de D. Juan de Zúñiga, malsonantes para el Rey, en las que, después de un buen estudio sobre el carácter y condiciones de Pío V, le acusa de querer, como los demás italianos, que los Estados de S. M. en Italia fuesen repúblicas gobernadas por italianos; ya las duras afirmaciones de don Francisco de Vera, que después de poner ante los ojos del Rey la conducta del Papa, tan humilde con los venecianos que le hablaban altaneros, como soberbio con S. M., que se le mostraba blando, acaba por decir, ponderando la libertad de los foragidos y los desórdenes de los Estados Pontificios, que los excesos de Roma escandalizaban al mundo, notándose en la misma ciudad y Estado de la Iglesia que todos los de los Príncipes seglares eran, sin comparación mucho mejor gobernados.»

«Esto á vueltas de terribles acusaciones contra algún Cardenal, contra Paulo Jordán y contra el hermano de Vittoria Accoramboni.»

«No son menos graves las afirmaciones que en 1588 hace el Conde de Olivares, diciendo que el Papa iba mudando cosas del texto de la Biblia, después de aprobadas por el Concilio, habiendo tratado como á un negro, y amenazado con poner en la Inquisición al Cardenal Carrafa, que decía que no podía hacer aquello, y que había dado por 20.000 ducados la coadjutoría de Padua, supliendo muchos años de edad en el agraciado, etc.»

«Pero más terrible que todos, el hijo predilecto de la Iglesia, Felipe II, en un ímpetu de mal humor que le arrancan los obstáculos que encuentra en Flandes, exclama, refiriéndose á Roma y al Nuncio, y dirigiéndose á Granvela: Tiénenme muy cerca de   —249→   acabarse la paciencia, que si los Estados bajos fueran de otro hubieran hecho maravillas porque no se perdiese la religión en ellos; y por ser míos, creo que pasan por que se pierda la religión en ellos, á trueque de que los pierda yo.»



Ya ve la Academia que la Duquesa actual de Alba sabe explicarse, aún sin dar su opinión, temerosa quizás, de que se la tenga por excesivamente arriscada en esta su primera lucubración literaria y, sobre todo, histórica.

Y después de pasar una ojeada, asaz rápida, por la correspondencia referente á Bárbara de Blomberg, cuya venida á España no aparece en las cartas, aunque sí las gestiones para conseguirla, parece como deleitarse ante la históricamente hablando, gallarda é iuteresante figura de D. Juan de Austria, de quien transcribe hasta más de cuarenta cartas, autógrafas y originales, todas muy importantes.

Y ¿cómo no, tratándose del vencedor de la Alpujarra, de Lepanto, de Túnez y Jemblours?

La segunda de aquellas grandiosas empresas recibirá con esas cartas aclaraciones de interés, así respecto á los preliminares del combate y á la formación de la escuadra cristiana en él como á las causas que pudieron motivar la paralización de las operaciones sucesivas y los resultados que se obtuvieron, desproporcionados á éxito tan ruidoso y á los inmarcesibles laureles que allí se llegaron á conquistar. En toda esa correspondencia, como en la que consta de la situación por extremo difícil en que se vió don Juan durante su gobierno de los Países Bajos, se puede observar la amargura que debían producirle las dificultades opuestas por el Rey para satisfacer su ambición de ocupar ya una ya otra de las posiciones que creyó merecían sus servicios y á que parecían también convidarle las ocasiones y los teatros en que los prestara. Y no parece sino que el Duque de Alba es, como suele decirse, su paño de lágrimas, según le pone de manifiesto en varias de esas cartas sus penas y sus quejas en cuanto á los obstáculos que halla en el camino de sus pensamientos, así militares como políticos. Tan alta idea tenía el Príncipe de la capacidad y de la experiencia del Duque de Alba, que más parece tomarlo también por maestro que por amigo y consejero. No lleva á cabo empresa   —250→   alguna ni operación que deje de comunicar al insigne veterano, obedeciendo, además de á la propia convicción de su gran mérito, á la que revelan las muestras de confianza ó de respeto que le dan los soberanos de mayor poder, todos los magnates y capitanes suyos y particularmente la corte de España. El capítulo que se refiere á esa clase de relaciones y que lleva por título el de «Cartas de Soberanos al Duque de Alba», es una muestra de la consideración que les merecían los altos hechos de quien, sin jactancia, podía alardear de ser el brazo más robusto de aquella potente monarquía que tal respeto, mejor dicho, que tanto miedo imponía á toda Europa.

En un punto de la correspondencia de D. Juan de Austria se fija la egregia dama, autora del libro de que estoy dando cuenta á la Academia, el de que voy á dar idea, siquiera sea por lo que ha excitado la curiosidad por estos últimos tiempos en Madrid y en Roma. Me refiero á las cartas del Sr. D. Juan al Prior don Hernando de Toledo en que le da noticia de lo que piensa hacer de la galera real con que combatió en Lepanto. Los elevados sentimientos del malogrado Príncipe se revelaban en todo, en sus laudables y honrosas ideas como en los actos que tal memoria han dejado á la posteridad. Manda en esas cartas al Prior, que entonces gobernaba á Barcelona, prepare alojamiento, casa digna, á la Real que, maltratada en Lepanto á punto de quedar inservible y necesitada de relevo, le enviará con la turca que rindió en tan gloriosa jornada, «para que juntas, dice, hagan memoria de lo que se les debe.» «V. S., añade, vaya poniendo los ojos á un lugar en que ellas quieran entrar para eternizarse en él.»

¡Eternizarse! ¡Qué idea tan aventajada tenía el animoso joven de la gratitud española y del esmero con que nuestros compatriotas atienden á conservar la memoria de los más honrosos instrumentos de sus glorias!

No hace más de dos años que en el Vaticano y en el Palacio Real de Madrid se trató de investigar cuál sería el nombre de aquella famosa nave, el que, según la costumbre de todos los tiempos, debió imponérsele al ser botada al agua. La Guía del viajero en España, de M. Ford, supone ser el de Victoria ese nombre por una imagen de Nuestra Señora de las Victorias existente   —251→   en el antiguo Palacio de la Reina Margarita, propiedad, en el siglo XVI, de la casa de Requesens, en cuya capilla, dotada de singulares privilegios, la habría colocado el célebre Comendador D. Luís después de su jornada de consejero del vencedor de Lepanto, por haber estado puesta en la proa de la galera real. Todo esto tiene un carácter marcado de leyenda, ya que la estatua era ó es de alabastro, material impropio para tal destino en la nave, y que no aparece en las descripciones bien auténticas de la ornamentación, más pagana que católica, de aquella nave, según la describió, aunque ligeramente, D. Cayetano Rossell en su Monografía de Lepanto, y no hace mucho D. Cesáreo Fernández Duro en sus curiosísimas Disquisiciones Náuticas y en el Discurso de su ingreso en la Academia de Bellas Artes. Pero cabía indagar el nombre de la Real; y como donde debía estar consignado era en el sitio donde fué labrada, se escribió al archivo de Barcelona por si allí constaban las notas de las construcciones navales ejecutadas en su célebre Atarazana. El Sr. D. Manuel de Bofarull contestó que, registrados aquel archivo y los demás de la capital del Principado, no aparecía documento alguno del que pudiera sacarse el nombre, que pudiéramos llamar de pila, de la galera capitana de Lepanto, desconocida por él con otro que el de La Real.

Pero inútil ya aquella; dispuesta otra en Nápoles y comenzada á construir una diferente en Barcelona, ¿qué manera hay de distinguir la inválida, cubierta de laureles y trofeos y destinada memoria perdurable, de las otras dos y de las varias que en diferentes expediciones de la armada española han recorrido todos los mares del mundo? Con esas noticias, diremos negativas, el asunto quedó olvidado de todos, y solo podía recordarse en ocasión como la presente en que la Duquesa de Alba nos ha exhibido tan preciosos documentos y hasta nos ha llamado muy oportunamente la atención sobre el peregrino episodio del destino de la Real de Lepanto á la dársena de Barcelona.

Algo se dice de la segunda conquista de Túnez en las cartas de D. Juan de Austria, y de eso importa mucho la Instrucción remitida á D. Jaime de Losada para su viaje á la Goleta y el reconocimiento, después, de los caminos por donde el ejército podría   —252→   dirigirse mejor á aquella capital, así como para obtener noticias de las fuerzas con que contase el enemigo, su número y calidad, los jefes que habrían de mandarlas y alianzas que hubiera contraido entre los Alarbes del interior; finalmente, acerca del estado de los ánimos en aquel reino respecto á su anterior soberano, prisionero en la Goleta, y al que en aquellos días gobernaba en Túnez. La instrucción revela que, sea por el conocimiento que le hubiera proporcionado el de la jornada victoriosa del Emperador, sea por noticias que nuevamente hubiera recibido, D. Juan las tenía casi suficientes para emprender su expedición que, como todo el mundo sabe, resultó tau rápida y feliz como la primera, según consta de otra carta, si bien no parece la del 12 de Octubre con la relación de la conquista.

No le iba en zaga para esa clase de discursos su hermano el Rey Felipe; porque con fecha de dos meses más tarde, en el de Mayo de 1572, aparece entre los papeles de la casa de Alba el anónimo dictado para una empresa sobre Argel, con el fin, sin duda, de vengar el fracaso de su padre en 1541. Tan circunstanciado es aquí el sistema que debe seguirse para la toma de Argel, como allí el interrogatorio para acometer la de Túnez, acompañando á la exposición de aquel hasta un plano que, por desgracia, se ha perdido. El primer escarmiento obligaba á tan detenido estudio para evitar otro, que, si no entonces, sufrió España después por falta de previsión y por torpezas bien lamentables.

Donde abundan noticias y muy interesantes para la historia de nuestra dominación de los Países Bajos es en las últimas cartas de D. Juan hacia las postrimerías de su vida. La situación particular que crearon sus capitulaciones con los Estados, la salida para Italia de las tropas españolas y los manejos del de Orange, se descubre perfectamente en los lamentos que le hace arrancar cuando, á pesar de su victoria de Jemblours, una de las más ejecutivas y gloriosas alcanzadas en aquel país por las armas españolas, se encuentra, como dice en su última carta del 15 de Setiembre de 1578, encerrado casi, comiendo de la miseria que ha podido recoger y temiendo no llegue á tiempo el remedio que tiene pedido al Rey. «Sea Dios con nosotros, añade en esa carta, dirigida á Juan Andrea Doria, que si yo viese que el dexar de   —253→   acudir á esto es pura imposibilidad, no lo sentiría tanto; pues veo que tras avernos cortado las manos las resoluciones, les entrenamos la cabeza.»

Quince días después iba el cadáver de D. Juan á través del campo español pasando de hombro en hombro de los capitanes, así de los tercios como de las naciones, seguido de Gonzaga, Mansfelt y otros grandes señores con sus largas lobas y capirotes, á quienes presidía Alejandro Farnesio, que con tanta fortuna habría de suceder en el mando á nuestro desventurado Principe. Esas cartas á que acabo de referirme, dan lugar á muy tristes consideraciones, y entre ellas, la del 22 de Abril de 1577 al Prior D. Hernando sobre el estado de ánimo de D. Juan, ofrece luz más que suficiente para señalar las causas del incremento que tomaron en aquellas provincias la rebelión contra la metrópoli y la difusión de las ideas heréticas, su principal apoyo.





Señores Académicos: harto he abusado de vuestra atención en este, al parecer, inacabable informe. Y lo sería así considerando hasta dónde habría de llevarlo si fuera á seguir dándoos cuenta de las muchas é interesantísimas noticias que contiene el libro de la Duquesa de Alba.

Porque si bien los documentos referentes á América no ofrecen otro interés que el de actualidad estando tan próxima la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de aquel nuevo mundo, y los de Portugal se reducen á muy pocas noticias cuya sustancia he tomado ya en cuenta, los hay bastante importantes de los siglos XVII y XVIII para el estudio de los movimientos de Cataluña en 1640 y la guerra de Sucesión. Las cartas del Principe Filiberto, del Cardenal Infante, del Conde-Duque de Olivares, Coloma, Haro y el segundo Juan de Austria en la primera de aquellas centurias, y las del Archiduque Carlos, de dona María de Neoburg, mujer de Carlos II, las muchísimas del Conde de Aranda y las varias de Rousseau á los Duques de Alba en la segunda, son tambien de interés, aunque siempre inferior al grande que inspiran las anteriores, de época en que España era, puede decirse, que árbitra de la paz ó de la guerra en el mundo todo.

Y ¿qué diré de la manera con que la Duquesa de Alba ha   —254→   desempeñado cometido tan arduo como el que se ha impuesto para hacer resaltar las glorias de sus antepasados en casa y familia tan ilustre?

Hombres muy distinguidos en el mundo literario, así españoles como extranjeros, han hecho el elogio de tan interesante libro, y los periódicos más leídos se han esmerado en proclamar sus excelencias y el talento y las aptitudes de su eximia autora para ese género de producciones. ¿De qué serviría, pues, este ya tardío y, sobre todo, humilde tributo de mi admiración ante espectáculo tan público y ovación tan unánime?

El Sr. Morel-Fatio, tan entendido en materia histórica de nuestra patria, ha hecho más: en un escrito que acaba de ver la luz y en estos últimos momentos llega á mis manos, nos da una noticia bien curiosa de las vicisitudes por que ha pasado la casa de Alba, desde sus orígenes, señalando las con que pueda comprenderse el interés que encierra el libro, aunque, por desgracia con una brevedad propia quizás de su objeto, pero muy de sentir para los españoles, deseosos de conocer más detalladamente sus estimables juicios en asuntos que tanto importan á nuestra reputación y gloria. El trabajo del Sr. Morel-Fatio puede, con efecto, servir de guía al que, procurando desentrañar los misterios que siempre encierran los documentos de la índole de los publicados por la Duquesa de Alba, los epistolares, particularmente, de tan vario y breve contenido; ha de llevar en la memoria ó tener á la vista la sucesiva serie de las personas que van, sucesivamente también, figurando en ellos.

Es, pues, muy recomendable su trabajo bajo tal punto de vista, ya que para sus juicios no haya el erudito escritor francés tomado en cuenta períodos y asuntos de la importancia de las empresas de Alemania, Italia y Flandes, las de Lepanto, en fin, y Túnez, que son y serán siempre un timbre honrosísimo de gloria para las armas españolas.

Afortunadamente son tan elocuentes en ese punto las cartas estampadas en el libro de la Duquesa de Alba, y tan transparentes las alusiones en ellas para el que tenga conocimiento, siquier ligero, de aquellos tan transcendentales sucesos, que pueden muy bien hacerse valer para la aclaración y la reforma de juicios, no   —255→   pocos aventurados, que se han expuesto en historias y crónicas sin eso oscuras, aunque de todos conocidas. Y ese es un servicio que las letras españolas deben agradecer á la ilustre dama, ornamento de los más preciados de la corte española por sus brillantes cualidades personales, hoy realzadas con las de un talento, laboriosidad y erudición verdaderamente excepcionales en la esplendorosa esfera donde vive.

Yo rogaría, por consiguiente, á esta Real Academia, cuyos conceptos tanto pesan en las sociedades literarias del mundo civilizado y en la opinión de consiguiente, que, al manifestar á la Duquesa de Alba su gratitud por la atención de haberla enviado un ejemplar de tan interesante libro, la expresara también en cuánto estima el valor histórico de una producción que ha venido, no sólo á hacer brillar más y más los relevantes méritos de los representantes más conspicuos de la siempre insigne casa á que ha unido sus destinos, sino á ilustrar también la historia patria, de que es celosa obrera y guardadora esta docta corporación.

Madrid, 12 de Febrero de 1892.



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