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Eduardo Zamacois y Edgar Neville, dos miradas narrativas sobre el Madrid de la Guerra Civil

José María Martínez Cachero1





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Unos determinados acontecimientos políticos y bélicos, que pertenecen a la historia española contemporánea (y no son de este lugar), convirtieron a Madrid -resistente de un duro asedio durante casi tres años- en símbolo heroico para quienes la defendían y, también, para sus secuaces ideológicos. El recuerdo de la gesta del 2 de mayo de 1808 -el pueblo madrileño contra los invasores extranjeros, que tenían ahora su equivalente en los italianos y alemanes que ayudaban al enemigo-, gritos y consignas como «¡No pasarán!» o «¡Madrid será la tumba del fascismo!» sirvieron para esforzar el ánimo (al menos, tal intención poseían) tanto de los combatientes como de la población adicta en la hostilizada retaguardia. «Capital de la gloria» la llamó Rafael Alberti en el otoño de 1936 y Antonio Machado rehizo unos versos suyos de tiempo atrás (poema En la fiesta de Grandmontgne, 1921) para transformarlos en una encendida apología: «¡Madrid, Madrid!, ¡qué bien tu nombre suena/ rompeolas de todas las Españas! ¡La tierra se desgarra, el cielo truena,/ tú sonríes con plomo en las entrañas!».

Pero hubo en el Madrid de esos treinta y dos meses otras realidades no menos evidentes, producidas por causas ideológicas, que tuvieron asimismo algún traslado literario. Los madrileños pertenecientes a la llamada Quinta Columna o simplemente sospechosos de desafección a la República claro está que no participaban de aquel espíritu combativo   —338→   y, en buena parte, fueron víctimas de prisión y muerte -en la novela Chekas de Madrid (1940), de Tomás Borrás, se ofrece abundante repertorio de crueldades-; buscaron afanosamente la huida -resulta ilustrador el caso de Jacinto Miquelarena2, que durante algún tiempo firmaría con el seudónimo «El Fugitivo» libros y colaboraciones periodística-, o encontraron refugio en una embajada -como Wenceslao Fernández Flórez, que dejó testimonio novelado de tal experiencia en el libro de 1939, Una isla en el mar rojo-3. No se agota con estos ejemplos la gama de situaciones posibles pues aún falta por mencionar la de aquellos a quienes la guerra convirtió en integrantes del ejército que sitiaba Madrid: el natural deseo de triunfo, quizá la existencia de seres queridos o amigos dentro de la ciudad, el recuerdo en algunos casos de su propia vida más o menos vinculada a ella son aspectos humanos que lograron igualmente imagen literaria.

Cualquiera sea la calidad estética y el grado de compromiso político que semejantes creaciones -verso, narración, teatro en algún caso- posean, existe sobre el Madrid de la Guerra Civil un nutrido conjunto literario al que escritores afines a uno y otro bando beligerante hicieron sus aportaciones, concluida ya la contienda pero también durante el tiempo que ésta duró. Traigo a este artículo dos muestras narrativas, diversas entre sí habida cuenta de extremos como la generación a que pertenecen los respectivos autores, más su militancia ideológica y zona en la que estuvieron: una novela extensa -la de Zamacois- frente a varias novelas cortas -Neville-, obras a las que unifican el tema, los lugares de la acción referida y la inmediatez cronológica de su composición, pues se ofrece testimonio literario de la guerra al tiempo que ésta ocurre4.

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ArribaAbajoZamacois, «el Divulgador»

Así lo llamó Sainz de Robles al situarlo dentro de la promoción de «El Cuento Semanal» dada su condición de fundador de esa famosa publicación, «maestro» también de la modalidad narrativa en ella encarnada relevantemente. Nacido en 1873 (el mismo año que Azorín), Eduardo Zamacois, que comenzó muy pronto su carrera literaria, sacaba en 1902 -«annus mirabilis» de la novela española en el que coincidió la aparición de La voluntad, Camino de perfección, Sonata de otoño y Amor y pedagogía, cuatro obras de ruptura- libros como Loca de amor y El seductor, atenidos en asunto, técnica y lenguaje al canon realista-naturalista, ya suficientemente conocido y beneficiado. Una larga existencia, pintoresca o aventurera en no pocas ocasiones -él mismo la contó en el volumen de memorias Un hombre que se va..., definiéndola como «una canción y un pasatiempo»-, cerrada en 1971, en su exilio bonaerense; correlativamente, una incesante actividad como escritor que se manifiesta en algunas decenas de títulos, reeditados varios de ellos en España antes de su muerte. Bulló mucho Zamacois en su tiempo -digamos el primer cuarto de este siglo- para caer después en un profundo olvido por parte de lectores correspondientes ya a otra época, tal como ocurrió (quien más, quien menos) con sus compañeros de promoción5.

Nada revelador acerca de una militancia política concreta, salvo una curiosa ocurrencia en plena dictadura de Primo de Rivera, puede encontrarse en su dicho libro de memorias como si nuestro escritor se mantuviera (tal como apunta Granjel) «ajeno totalmente por preferencias y conducta personal a los problemas políticos nacionales». Pero semejante actitud se rompió en julio de 1936 cuando, tras el comienzo de la Guerra Civil, Zamacois, que se encontraba en Madrid, conoce de cerca los acontecimientos ocurridos en la capital y, convertido en cronista, visita los frentes próximos a ella. Residiría después (con su familia) en Valencia y cuando el gobierno republicano se traslada a Barcelona, Zamacois también lo hace; trabaja aquí en Mi Revista, publicación periódica dirigida   —340→   por su amigo Eduardo Rubio, quien le edita -1938- la novela El asedio de Madrid, que por falta de papel no había podido salir en Valencia. A fines de enero de 1939, inminente ya la ocupación de Barcelona por las tropas nacionales, Zamacois emprende viaje hacia la frontera francesa y se convierte así en un exiliado más que, al cabo de algún tiempo, conseguirá llegar a Hispanoamérica, estableciéndose finalmente en Buenos Aires, donde fallece el último día de 1971, después de un nostálgico viaje a España, a Madrid, para revivir tantos recuerdos entrañables y confirmar directamente la desaparición física de casi todos sus colegas y amigos de otra época.




ArribaAbajoRepaso de la novela «El asedio de Madrid»

Ante el título del libro de Zamacois, El asedio de Madrid, cabría pensar en un conjunto de crónicas de guerra, cuyas piezas tuviesen como referente principal esa circunstancia bélica, más que en una estricta novela; relato de peripecias guerreras sí que hay en los extensos catorce capítulos de que consta pero, junto a ellas o acaso como su consecuencia, se advierten otros ingredientes. No es todo el asedio que Madrid sufrió a lo largo de casi tres años lo que ofrece Zamacois sino una parte del mismo, pues sucede que cuando la novela se publica aún no había concluido ni tampoco el novelista, evacuado a Valencia, tuvo oportunidad de conocerlo. El espacio temporal que se concede va desde (exactamente) el 12 de julio de 1936 -esto es: días antes del Alzamiento- hasta la primera mitad del año siguiente, a la que pertenecen sucesos como el fusilamiento de Leopoldo Alas hijo, rector de la Universidad de Oviedo (febrero) y la muerte en vuelo de reconocimiento del general Emilio Mola (junio) -dos hechos sólo mencionados-, o la derrota del CTV italiano en la batalla de Guadalajara (mes de marzo), recordada con mayor extensión en los últimos párrafos del capítulo XIII.

Unas pocas líneas de entrada, previas al capítulo primero, avisan al lector sobre la resuelta beligerancia de Zamacois y, también, del simplista maniqueísmo que la sustenta: «hombre»/ «señorito» y éste, nada menos que «inútil, rutinario, putero, borracho y chulón», sin lugar para matices y excepciones. Las muchas páginas que siguen (402 en la edición que utilizo: AHR., Barcelona, 1976) desarrollan y corroboran semejante actitud   —341→   del escritor, complacido en un fácil juego presentativo de buenos y malos, típico y tópico por otra parte en la desquiciada literatura de estos años bélicos en ambas zonas españolas6.

No se da cuartel en la expresión al enemigo cuando éste sale a plaza ya en forma de sospechosos quintacolumnistas o de soldados en el campo de batalla, bien como colectividad o individualmente, durante los días de la contienda pero también antes, en medio de una normalidad sólo aparente, cuando la discordia se había instalado ya en el corazón de bastantes compatriotas, de todo lo cual hay ejemplo en lo escrito por Zamacois. «Hez fascista», «horda hispano-luso-marroquí-ítalo-germana», «los Nuevos Bárbaros», «chusma vaticanista» son dicterios que se aplican al conjunto enemigo, del que destacan algunas personas como los generales que lo dirigen -calificados de codelincuentes» (Mola, Franco, Varela, Yagüe, unos con otros) y «alevosos»-; más ninguno merece como Francisco Franco la execración del novelista que busca para el Generalísimo copia de calificativos insultantes al estilo de «espurio», «villano», «desalmado felón» y «baldón de su raza». Dentro de este apartado se produce una contradicción al estimar el ardor combativo del ejército adversario pues si en la página 205 leemos (de boca del personaje Lucio Collado) que «al ejército que tenemos enfrente, por malo [subrayo] que sea -y lo es en grado sumo [subrayo] [...]»-, en la página 232 (ahora es el autor quien tiene la palabra) se afirma que «peleaban rabiosamente» porque «era gente brava».

El primer escenario de la acción es una vieja casa de vecindad madrileña con un gran patio como base o centro y en su tomo, piso a piso, escaleras y corredores a los que dan las puertas de las viviendas, no muy desahogadas ni confortables, escenario galdosiano o, también de sainete   —342→   barriobajero (podría decirse). Primero, no sólo porque aquí tenga comienzo la acción sino, asimismo, por su destacado relieve ya que en tales viviendas tiene albergue buena parte de los personajes, y de ellas salen y a ellas vuelven luego de sus correrías por Madrid; en uno de esos cuartos remata la acción con el nacimiento, entre el ruido y el peligro de las cercanas explosiones, del hijo de Juan y Puri, todo un símbolo de vida y esperanza de cara al futuro. Pero los respectivos lugares de trabajo (para aquellos personajes a los que la contienda aún no ha sacado de sus habituales cauces de vida), o las dependencias militares para los movilizados por la guerra, o el frente de combate para algunos de estos -tres circunstancias las indicadas que convienen, en momentos sucesivos de la acción, a Juanito Muñoz, uno de los personajes populares con mayor protagonismo- cumplen también la función de escenario. Con, igual función tenemos, además, las calles de Madrid por las que todos los personajes deambulan, lugar de actividad incesante y fuente segura de noticias.

Como personajes, Zamacois se sirve mayoritariamente de gentes del pueblo madrileño, vecinos de la casa en cuestión (más de noventa familias) o amigos y conocidos suyos, a quienes unen no pocas cosas: trabajo, apretada economía, falta de cultura, resignación en las mujeres y en algunos varones las ideas liberadoras confusamente aprendidas, más una coincidencia de clase social que las circunstancias políticas, primero, y la guerra, después, reforzarían; los oficios y profesiones, los particulares humores de cada uno, la edad son, por ejemplo, factores que contribuirán a diferenciarlos algo dentro del conjunto, habitualmente bien avenido, al que pertenecen. Una alegría general preside, y de ella son señal clara las flores de los tiestos en los barandales -rosas, claveles, nardos, jacintos que «regocijaban el ambiente con las siete sonrisas del iris»-, los pájaros -«su música rimó con la policromía de las flores y extendió por la blancura de la fachada un regocijo vernal»- y la brillante luz del sol. Tal sucede en el nuevo día que comienza, domingo 12 de julio de 1936, primer día de la acción, cuando la vida española ofrecía ya síntomas preocupantes de violencia.

Abundan en El asedio... las indicaciones concretas de tiempo histórico y su explicitud como hitos referenciales ordena la acción, tanto la general -de Madrid y, a su través, de España en guerra- como la individual   —343→   o intrahistórica de algunos personajes. El capítulo I, dado su carácter introductorio o presentativo, posee buen número de ellas -casi una decena-, que van desde el primer bienio de la República hasta el asesinato de José Calvo Sotelo pero tienen mayor importancia aquellas otras, posteriores, que atañen a la marcha de la acción una vez comenzada la guerra, lo que sucede a la altura del capítulo III. Es el caso, v.g., del comienzo del IX -«Iba mediada la noche del seis de noviembre [de 1936]» -y del XII- «Floreció diciembre [1936]»-: otras veces, la indicación se hace recurriendo a la inserción completa o fragmentaria de documentos históricos -como artículos periodísticos, discursos, bandos y manifiestos- relativos a determinados momentos reales. Semejante historicidad se refuerza con la presencia como personajes, aunque sea episódica, de gentes perfectamente identificables: caso del general Miaja o del anarquista Durruti. Esta carga documental deja, sin embargo, espacio para la invención, siempre o casi siempre verosímil, lo que nos lleva a pensar en Galdós y, más específicamente, en sus Episodios Nacionales.

Universo humano bien poblado el de esta novela y no tan diverso puesto que las gentes del pueblo bajo madrileño que protagonizan la acción se parecen mucho unas a otras, a lo que debe añadirse que Zamacois, de acuerdo con su deseo de presentar la defensa de Madrid como una hazaña popular, apenas usa como personajes a gentes de otra clase social dado que, además, éstas suelen ser afectas al enemigo (o el enemigo mismo). Se trata de víctimas propiciatorias de una situación injusta (no sólo en el orden económico) que viene de muy atrás y que, pese a las apariencias en contrario, apenas si ha cambiado con la implantación de la República; humillados y ofendidos madrileños -como otros muchos a lo largo y ancho de la nación- que ahora, una vez consumada la ruptura de la guerra, ayudan ilusionadamente a cambiar esa realidad. Tal como el novelista las presenta, en actitud de inequívoca simpatía, se trata de personas con un gran fondo de bondad, respetuosas y serviciales, ingenuas en ocasiones, a algunas de las cuales han desquiciado un tanto las excepcionales circunstancias españolas -muy claro a este respecto es el caso de Juanito Muñoz-.

El chófer Juan Muñoz, casado tres meses antes del estallido, y su mujer, Purita González, de oficio camisera, representan, dentro del medio   —344→   idéntica propensión y por eso Zamacois corta el relato de los sucesos y abre espacio a sus digresiones y comentarios, alguno tan desaforado como el que dedica a la quema de iglesias y conventos y que cierran estas palabras de la página 82: «aquellos incendios eran los autos de fe que mandaba hacer la civilización».

Volviendo a los personajes hay uno, Mateo, que, merced a la guerra, experimenta cambio considerable, superior con mucho al señalado en Juanito y rayano o, mejor, incurso de lleno en la inverosimilitud pues quien había sido una criatura subnormal, termina convertido por extraño milagro -«quizá con los sustos que le causaron los primeros tiros, su apático corazón aceleró su latir y la sangre, impulsada con mayor energía que de ordinario, canalizó algunos vasos capilares que estuvieron ociosos y enjutos, con cuyo precioso riego se le iluminó el cerebro y consiguientemente el espíritu», explica Zamacois- en un piloto formado en Rusia, caso también simbólico o representativo «de la España que estaba adviniendo».

Zamacois, que no había nacido en Madrid ni ejerció nunca como literato madrileñista a lo Pedro de Répide o Emiliano Ramírez Ángel, colma las páginas de su novela de cariño hacia Madrid -sus cosas y sus gentes-, exaltada la ciudad por la guerra a una soberana condición que nuestro novelista proclama más de una vez llamándola «corazón y cerebro de la patria», «brújula de la civilización» y «el airón de la España leal». A tenor de semejantes expresiones, está la imagen de un Madrid cuya actividad individual y colectiva preside fatalmente la guerra que era quien «lo invadía y lo tiznaba todo: ideas, movimientos, necesidades, afectos».

Unas cuantas facetas, con evidente predominio de las que llamaríamos triunfalistas, posee la imagen del Madrid en guerra fruto de la mirada del contemplador y narrador Eduardo Zamacois: la ciudad sorprendida por los anormales acontecimientos, quebrado su ritmo habitual de vida, se apresta a la lucha, no sólo empuñando las armas, para conseguir un Madrid nuevo y distinto. Prescindamos ahora de los párrafos comentadores o digresivos y fijémonos en aquellos de sólo pura acción, donde queda constancia de la apresurada e incesante actividad a que se entrega buen número de madrileños: labores de organización en medio del desorden que, sobre todo, se concentra en la creación de un ejército para   —345→   hacer frente a las fuerzas enemigas; la salida de los inexpertos combatientes camino de la lucha da ocasión a las escenas colectivas más llenas de alegría y entusiasmo. La emoción producida por las difíciles circunstancias cotidianas, reforzado el sentimiento de hermandad con los iguales, todos implicados en la defensa de la misma causa, conscientes de lo que se jugaban en la contienda saca a estas gentes de sus quicios acostumbrados y las transforma en personajes de una epopeya colectiva. Tal es el objetivo pretendido por el novelista y hábilmente transmitido al lector.

Claro está que no todo lo que sucede es motivo para el triunfalismo pues en cualquier tiempo, y coexistiendo con las buenas noticias, hay razones para la preocupación: la frecuente insubordinación de las milicias, la segura amenaza del hambre, la proverbial ineficacia de algunos organismos administrativos que continúan a tono con el pasado, el peligro que suponía para la salud de los soldados tanta prostituta voluntaria en los frentes.

A ese carnaval de la muerte -no sólo en las trincheras sino también en la retaguardia, cañoneada y bombardeada casi a diario- debe añadirse la acción represiva contra el enemigo interior, integrantes efectivos de lo que Mola llamaría la Quinta Columna o sospechosos de serlo. Zamacois no rehuye la referencia a estos hechos, que en alguna ocasión explica disculpatoriamente, y así constan las incautaciones de edificios y otras propiedades o la depuración llevada a cabo -con los presos de la Modelo, por ejemplo, a quienes acusa de incendiarios intencionados de la cárcel-, necesaria de todo punto porque «espiritualmente Madrid apestaba». Zamacois aduce como descargo de tanta crueldad, la improvisación de policías y jurados, las enemistades personales encubiertas bajo falsas denuncias y el hecho de que algunos desmanes supusieron para sus realizadores, una vez descubiertos, castigo ejemplar. Del inframundo de las chekas y de los «paseos nocturnos» -como el que da fin a FA.I., una de las novelas cortas de Neville- no hay constancia en lo escrito por Zamacois, cuyos intereses cronísticos y narrativos iban por otro camino.

De nuevo, suscitado por esta pareja (lo cronístico y lo narrativo), brota el nombre de Galdós, a quien nuestro autor respetó y admiró siempre -«¡qué gran novelista!», resumía en 1969-. Realidad y ficción se apoyan y equilibran armónicamente y todo en el libro, así los personajes   —346→   como las acciones, contribuye a ese resultado. Uno de los procedimientos más habituales y, también, de mayor prosapia galdosiana consiste en el paseo por las calles de Madrid, tan pobladas y vivas, de uno o varios personajes que en su camino encuentran amigos y conocidos, oyen y ven como por feliz casualidad rumores y hechos diversos y, al tiempo que se informan a sí mismos, notician, con sus conversaciones, al lector. «Ambulando de unas calles en otras [Lucio Collado, Juanito Muñoz, Celestino Alfaro y Antonio Plaza, buenos amigos y camaradas], se acercaron a la plaza de Pontejos [...]»; desde este momento y hasta el final del capítulo II transcurren horas de recorrido por barrios y calles donde las gentes y los comentarios saltarán a su paso. La distribución de algunos personajes por lugares lejanos entre sí geográficamente permite, a su reencuentro, la comunicación de noticias sobre hechos en los que cada cual -la casualidad rigiendo sus destinos- ha participado, como sucede con Lucio Collado, relator a los amigos madrileños de su estancia de semanas en el frente de Extremadura.

En El asedio de Madrid el novelista Eduardo Zamacois sigue fiel a su manera habitual y consigue una narración que, pese a los varios lastres indicados y a sus muchas páginas, se lee con facilidad, sin que el interés se pierda; tras la presentación de los personajes más conspicuos y de los hechos socio-políticos introductorios -materia de los capítulos I y II-, la narración guarda estrictamente su linealidad y la marcha de la acción se corresponde sin rupturas en el tiempo con la realidad. Zamacois es un narrador omnisciente que, además, acusa su presencia explícita con reiteración -los comentarios y disgresiones ya señalados son prueba de ello-. Abundancia de comparaciones con como sirviendo de nexo entre los términos relacionados, algunas imágenes, algún resabio modernista en la expresión, el empleo (hasta siete veces) del arcaísmo «magüer» son rasgos que apenas animan una escritura deliberadamente gris y utilitaria, al servicio de una actitud beligerante, para su mayor y más amplia eficacia.




ArribaAbajoNeville, «en la otra Generación del 27»

Así denomina José López Rubio (véase su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua) a un grupo de cinco escritores (él   —347→   mismo es uno de ellos) que, coincidentes en algunos aspectos con lo más característico de tal generación, forman dentro de ella grupo exento, distinguido sobre todo por un peculiar tratamiento del humor; a este reducido conjunto pertenece Edrar Neville (1899-1967), que a la altura de 1936 había sido ya diplomático en Washington y cineasta en Hollywood, a más de aplaudido comediógrafo y autor de la novela Don Clorato de Potasa. Pasó los años de la Guerra Civil en Salamanca donde (de acuerdo con el testimonio de Dionisio Ridruejo) «vivía en situación más insegura [que sus amigos] dados sus antecedentes casi clamorosamente republicanos»7; algunos de estos amigos debieron de ayudarle a salvar la situación y el interesado recordaría tiempo después que «durante nuestra guerra Mihura fundó La Ametralladora, e inmediatamente nos llamó a Tono y a mí, porque López Rubio estaba en América y Jardiel sólo hacía teatro. Y allí ensayamos todo ese mundo desaforado, toda esa burla de todo, que se había de llamar «el humor de La Codorniz». Su firma aparece por entonces -años 1937, 1938 y primeros meses de 1939- al pie de colaboraciones (relatos y artículos de vario asunto) en Vértice, «revista nacional de FET y de las JONS» que dirigía en San Sebastián Manuel Halcón. Siquiera de visita Neville debió de estar (otoño-invierno de 1937) en el frente de Madrid, como lo acredita su narración de este título y, más todavía, el artículo Madrid -a manera de carta enviada a la ciudad, lejana por las circunstancias de la guerra, a quien se invoca y tutea amorosamente, recordando lugares y edificios de ella (la Plaza de Oriente, el Palacio Real), oponiendo intencionada y significativamente «esas gentes de fuera» («rebaños, masas»), culpables de lo ocurrido y actuales detentadores de la capital, a «los simpáticos menestrales» de toda la vida; la colocación física contemplador-Madrid («te veo frente a mí») es sólo circunstancial ya que «tú [la ciudad] sabes que no luchamos contra ti, sino por ti».

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Creo que la actitud política militante de Neville no duró mucho, explícitamente al menos, y su carrera literaria continuó una vez concluida la contienda: más cine y más colaboraciones periodísticas (en ABC, en La Codorniz, v.g.); un serio incidente con la censura en 1942 -a causa del cuento Fin, que fue estimado irreverente- le supuso la prohibición de publicar durante dos años. Después, algunos libros nuevos y la vuelta al teatro con un éxito resonante, el de El baile (1952), hecho que ha llevado a afirmar que «Neville no sería Neville sin El baile». Conde de Berlanga de Duero, en estos años de postguerra «había engordado una barbaridad de kilos. Algo le funcionaba mal por dentro, que, en lugar de enflaquecerse, como parece costumbre, le aumentaba. Siguió tratamientos para adelgazar, pero, como su enfermedad le producía hambre y él se hacía trampas a sí mismo en los sanatorios en que frecuentemente se recluía, acabó siendo un gordo» (constata y lamenta López Rubio).




ArribaRepaso del volumen «Frente de Madrid»

El volumen Frente de Madrid vio la luz en 1941 (de mano de Espasa-Calpe), integrado por cinco novelas cortas, alguna de ellas (las tituladas F.A.I., Don Pedro Hambre y Las muchachas de Brunete) anticipadas en las páginas de Vértice8; narraciones de asunto bélico o relacionadas con la guerra -como es el caso de Don Pedro...: historia de unos españoles refugiados en París que esperan anhelantes el salvoconducto para entrar en la España nacional mientras alguno (como el apodado Pedro Hambre) se las ingenia para supervivir-, tres de las cuales tienen localizada su acción en Madrid-ciudad o en los frentes más próximos a ella y, por lo mismo, resultan homogéneas con la ya comentada novela de Zamacois. Si la acción de F.A.I. sucede en casas y calles que se sitúan en el centro urbano, la de Frente de Madrid se reparte, merced a las idas y venidas del personaje Javier Navarro, entre aquél y las trincheras del Hospital Clínico, donde se asienta el ejército nacional; Luz e Isabel, las dos muchachas de Brunete, son enfermeras a las que sorprende en ese pueblo un ataque republicano   —349→   y, hechas prisioneras, son conducidas a Madrid y, finalmente, evacuadas desde Valencia9. La extensión propia de una novela corta no permite en ninguno de los casos un desarrollo extenso y detallado de la peripecia, que se contrae a una anécdota núcleo más la presentación del personaje o personajes que la viven, todo ello en un espacio de tiempo breve.

Podría afirmarse que con las narraciones de Neville se completa la imagen del Madrid en guerra ofrecida por Zamacois, a lo que ayuda la distinta postura de ambos, cada uno en su trinchera política. Si en El asedio de Madrid quedaba constancia de una acción represiva, F.A.I. (siglas de una temida organización proletaria: la Federación Anarquista Ibérica) son tres letras «fatídicas» que, pintadas con grandes caracteres en la portezuela de un coche y entrevistas en la oscuridad nocturna, avisan de un seguro desenlace asesino (tal como le sucede a Antonio, protagonista del relato, y les ha sucedido a otras personas). Victimarios y víctimas, combatientes de uno y otro bando, prisioneras, quintacolumnistas que arriesgan su vida en la ciudad enemiga integran un conjunto humano menos monolítico, ideológica y socialmente hablando, que el ofrecido por Zamacois; hubo, con todo, otras experiencias «madrileñas» que siguen sin estar representadas en los libros de que trato como es la de los refugiados en algunas embajadas, aludida en Frente... y sobre la cual se vuelve en Las muchachas... mencionando expresamente a los diplomáticos salvadores («los Morla, Estalella, Pérez Quesada»).

Neville elige para ser los personajes con mayor peso en la acción a gentes jóvenes (hombres o mujeres), animosas cualesquiera sean las circunstancias que deban arrostrar, plenamente identificadas con sus ideas, requisitos estos habituales en militantes falangistas; para uno de ellos -Javier Navarro, Frente...- la guerra posee, entre otros rasgos más conocidos y menos gratos, «la excitación de la prueba deportiva», y a veces, ofrece el aspecto de «una gigantesca excursión campestre, en la que todos son jóvenes y alegres». Cierto que se corre el tremendo riesgo de la   —350→   muerte pero si ésta llegara, cabe la posibilidad -es el caso de nuestro personaje- de su aceptación, hasta complacida, por motivos religiosos y patrióticos; algo por el estilo pasa con las dos enfermeras capturadas en Brunete, más atentas a los heridos que a su propia vida, salvada finalmente. A los requisitos indicados debe añadirse que la clase social de estos personajes se corresponde con la pequeña burguesía acomodada, lo cual les ha permitido -a Javier y a Carmen, su novia, por ejemplo- seguir estudios universitarios y mostrar su cultura incluso en la trinchera, en los momentos de descanso, cuando Javier y sus compañeros hablan de música y de músicos preferidos, cuando el capitán Salmerón dejaba las ametralladoras para leer libros de Historia en tanto que un innominado alférez «recitaba el Romancero gitano, que sabía de memoria» (página 28).

Considerar estas tres narraciones (Frente de Madrid, F.AI., Las muchachas de Brunete) como de aventuras no sería ningún desatino puesto que no son pocas las inquietas peripecias por las que pasan los protagonistas y que mantienen suspenso el interés del lector hasta la resolución del caso, desfavorable a veces. A Javier le proponen (y ésta es su aventura) pasarse a Madrid, a través de las trincheras, establecer contacto con unos quintacolumnistas que aparentan ser republicanos adictos, transmitir y recoger informaciones y, finalmente, regresar al punto de partida; el riesgo que diríamos ordinario o normal se ve acrecentado con otros imprevistos, lo que pone a prueba el buen ánimo y la serenidad del personaje. Antonio, fugitivo de su domicilio madrileño donde sabe que peligraría, recorre calles y casas de Madrid en busca de un cobijo seguro pero, por si no le bastara semejante arriesgado vagabundeo, se mete en faenas tales como la de ayudar a los compañeros de una radio clandestina hasta que la delación de una criada le pone en manos de un piquete faísta. Desde su prendimiento en el campo de batalla hasta la evacuación en Valencia, Luz e Isabel, las muchachas de Brunete, conocen gentes y lugares muy diversos, pendiente sobre ellas, dada su condición de enemigas, la amenaza de tortura y de condena a muerte.

De acuerdo con la diferenciación ideológica de nuestros dos narradores no encontraremos en Neville el tono exaltador del Madrid asediado (caso de Zamacois), sino tratamiento harto distinto. Su Madrid es una   —351→   ciudad que ha dejado de ser lo que fue en gentes, costumbres e, incluso, en parajes y edificios a los cuales parece que la guerra ha afectado para mal -«En su charla [la de Carmen, la portera, personaje de F.A.I.] desfilaban los perdidos perfiles de aquel Madrid plácido, con albañiles de blusa blanca y bigote, soldados multicolores, sombreros hongos y coches de caballos»-. El Madrid que Luz e Isabel contemplan a su vuelta a la ciudad como prisioneras es nuevo para ellas, distinto al que conocían, con las mismas gentes acaso pero diríase que son otras, más los brigadistas; despectivos como «masa», «fauna», «hampa», descalificaciones -«multitud sucia y grosera», «extranjeros mal encarados»-, o actitudes -«llamaban a gritos a los camareros»- denuncian la sustancia del cambio. Es el mismo Madrid veraniego de 1936 -«masa densa [...], sucia que se esforzaba por parecerlo más, y con un tono de voz soez», de la que huyen atemorizados otros madrileños «que no podían ocultar su distinción»- que encontramos en la estampa costumbrista con la que se abre F.A.I. Semejante clima moral no salpica a todas las gentes del pueblo (muchas de ellas no politizadas, a diferencia de los personajes de Zamacois) y por eso ayudan a los perseguidos -tal como hace Carmen con Antonio; o el viejo socialista, conserje de la Casa del Pueblo, oyente del parte de guerra de Salamanca, figura a mi ver escasamente verosímil (está en Frente...) pero que a Neville le sirve para constatar la supervivencia del «pobre, pero honrado obrero»-. Y todavía queda más pueblo ajeno a las actitudes beligerantes y lejos de los ardores partidarios; se trata, por una parte, de aquellos soldados republicanos que desesperaban a los comisarios políticos porque era muy evidente que «no les interesaba la política, ni la guerra, ni la causa del pueblo, ni la dictadura del proletariado» y, por otra, de una pareja de mujeres que, ocasionalmente, entabla conversación con Luz e Isabel y las palabras de éstas traen como resultado «una nueva luz» en las mentes sencillas de aquellas mujeres que no habían visto nunca fascistas, capaz de romper «el armazón de principios construido por la propaganda soviética».

Aunque casi siempre la fuerza de los hechos y la forma de presentarlos hablen por sí mismos, Neville (al igual que su colega Zamacois) gusta de ser explícitamente didáctico por medio de comentarios y digresiones   —352→   en boca de sus personajes y, también, por cuenta propia, sirviéndose del estilo directo (diálogo) y del indirecto e indirecto libre. Las prédicas se refieren ya al pasado -los años de la Segunda República y aun los anteriores, evocados por Javier como tiempo tristemente perdido hasta que descubrió la Falange-, ya el presente -cuando uno de los refugiados en casa de «la Cordobesa» considera la Guerra Civil como un caso de justicia (las personas de derechas) y ladrones (el gobierno republicano y quienes lo apoyan)- y, también, a un hipotético futuro -la esperanza en la unidad entre los hombres y las tierras de España, lo cual parece tanto un deseo del personaje Javier (que monologa) como una ilusión del autor-. Por lo señalado y por otros pasajes de signo análogo que podrían aducirse -compañeros combatientes de Javier Navarro, los perseguidos amigos o conocidos de Antonio, las enfermeras Luz e Isabel- resulta manifiesta la simpatía (adhesión, mejor) de Neville hacia los postulados falangistas y hacia sus jóvenes practicantes.

Como «Nacionales» y «Rojos» son designados los bandos en lucha desde las primeras líneas del libro de Edrar Neville, pero esta situación de enfrentamiento (que no conoce tregua en la caza del enemigo contada en F.A.I.) se quiebra o atenúa en algunos momentos de Frente..., nada inverosímiles o inventados sino consecuencia de que «el tiempo había establecido una especie de amistad» que permitía hablar de trinchera a trinchera -la comida, las corridas de toros, las bromas, los insultos a veces, como materia conversable-; Javier, pasado provisionalmente a la trinchera enemiga, lanza desde ella (mediante un altavoz) una perorata repleta de claves sólo comprensibles para unos cuantos y, días antes, dos anónimos combatientes, ladrones ambos y ocasionalmente adversarios, se habían hablado, entre el respetuoso silencio de sus respectivos camaradas, «de la tierra, de las faenas, de la cosecha».

Siguiendo por este camino de paz en la guerra Frente..., que es la narración más extensa y completa del volumen al que da título, tiene un final significativo: son unas quince páginas que van desde la herida que Javier recibe cuando se dispone a saltar dentro del parapeto enemigo hasta su muerte, pero las peripecias que le suceden se juntan con la presencia de otro herido, enemigo, que también sufre y muere en la tierra de nadie.   —353→   Podría hacerse una división de semejante conjunto en partes o unidades significativas y tendríamos hasta cinco, a saber: la herida del protagonista (por disparo enemigo) y la imprevista compañía de otro hombre (herido también), más la conversación surgida entre ambos, como arranque situacional// La perorata ideológico-política a cargo del falangista, que continúa y desvía brevemente esa conversación// El paso del tiempo -de la oscuridad de la noche a las primeras luces del amanecer-, en un sentido inverso a la pareja vida-muerte, que es la referente a los personajes// Muerte del miliciano, que da paso a una larga rememoración (casi siete páginas) de Javier -su infancia, la madre, el amor, su novia Carmen, la guerra, el futuro de España// La muerte de Javier -«suave sopor», «como si tuviera sueño», «le complacía», etc.-, finalmente. El análisis de dichas unidades revelaría la destreza literaria de Neville. Mas lo que ahora importa es señalar cómo en este desenlace prima, sobre ideologismos y utopías, sino el sentimiento de lo absurdo de la guerra, de su crueldad -Neville está aquí, al igual que sus colegas de uno y otro bando beligerante, en el polo opuesto a una mentalidad remarquiana-, sí el de la hermandad de los seres humanos, máxime si estos son compatriotas, residen en la misma ciudad e incluso (como les ocurre a Javier y a su ocasiona compañero) son vecinos de la misma barriada; la muerte que fatalmente les aguarda, corrobora tal hermandad.

En otra ocasión escribí10 respecto al estilo de Frente de Madrid que su autor «parece narrar con la abundancia incontenible de Ramón Gómez de la Serna, de cuyo madrileñismo participa en ocasiones; rasgos de la expresión -alguna metáfora insólita por lo greguerizante- y determinadas situaciones pintorescas y curiosas -el caso de doña Concha con los médicos del riñón (en Don Pedro Hambre) son, asimismo, rasgos muy ramonianos», lo que ratifica la adscripción generacional del grupo a que pertenece y resalta uno de sus rasgos distintivos que (en palabras del citado López Rubio) fue el influjo de Gómez de la Serna, ese «fenómeno que [les] aturdió y los dejó como si les hubiese dado un aire, llenando   —354→   sus cabezas de violentos hálitos». Aunque la boga de Ramón, excepcional antes de 1936, remitió bastante tras la Guerra Civil Neville se mantendría fiel a tales orígenes; de ahí, las ocurrencias ingeniosas que alivian la tensión emocional producida por ciertos hechos -«a lo lejos [en la noche] cantaba un grillo, que no se había dado cuenta de la guerra»-; la novedad de algunas imágenes -esas «olas que dejaban su pañuelo al viento» o las «gaviotas lanzadas al espacio como trapecistas» (en el mismo cierre de Las muchachas las comparaciones cuyo segundo término es una referencia culturalista -el indeciso descenso de unos paracaidistas «como ángeles del Greco colgados de la alegoría de su nube»-.

Narración, descripción y diálogo se reparten el espacio de estas novelas, ajustadas a los límites propios de la especie literaria a que pertenecen; en algún caso, la presencia de comentarios y digresiones lastra el conjunto como elemento, si extraño, explicable. Neville guarda la linealidad del relato, quebrada con una vuelta al pasado cuando el personaje (como Javier Navarro), a impulsos de la concreta situación que vive (un momento de descanso en la trinchera), se entrega a la evocación; es entonces cuando Neville, de ordinario narrador directo, echa mano del estilo indirecto y del monólogo interior.







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