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El cochecito, de Ferreri: Cine español sin precedentes

José Manuel Pérez Lozano





Marco Ferreri es un creador solitario y anárquico. Meridional cien por cien, su cine está hecho de intuiciones, pero nunca de pensamiento. Su mentalidad deriva hacia lo trágico-morboso. Y su cine se resiente tanto de esta temática limitada como de su manera de hacer, lo que da por resultado films próximos al surrealismo y caóticamente construidos. Participante en la realización de II capotto -En España, El alcalde, el escribano y su abrigo-, film de Lattuada, es este mismo estilo, este mismo humor el que trata de imprimir en sus films.

Cuando encuentra un tema objetivo -Los chicos, un guión de Leonardo Martín-, Ferreri se repliega en sí mismo y hace un cine entrecortado, casi torpe. Se diría que a Ferreri le interesa más la situación que el conjunto, más el detalle que la síntesis, más el gag que la continuidad fílmica. Así lo hemos visto en El pisito y ahora en El cochecito. El parecido de ambos films no está, sólo, en que su autor literario sea el mismo -Azcona-, sino en que ambos temas brindan a Ferreri ocasión para lo escatológico, lo escalofriante. Hombres feos, tipos horribles, cojos, gordos, viejos, una humanidad hecha de escalofríos y pesadillas. Aunque no se le escape la ternura, como la escena de amor de Los chicos o la pareja de inválidos de El cochecito, únicas luces en situaciones de desolación.

El cochecito es, sin duda, un film extraño. No tiene nada que ver con ningún precedente del cine español. Se ha recordado, con razón, a Solana y Goya. Fantasmagorías, disparates, sueños, máscaras. Ferreri es su propio precedente. Ferreri pudo ser autor de Danzas macabras. Pero detrás de las imágenes hay un mundo lleno de sugerencias.

Este pobre viejo no es un chiflado. Su dolencia es la senilidad. Regresa casi violentamente a la infancia. Quiere un cochecito de inválido, aunque él no lo esté, con las mismas ansias con que un chiquillo una excursión. Es cierto que hay más. El cochecito es para Don Anselmo la posibilidad de la amistad, de no estar solo, de escapar de un hogar donde es un trasto, donde no le dejan andar por la cocina -hay en esa secuencia todo un impacto de Umberto D, donde la nieta estudia francés con discos lamentables en su propio cuarto. Anselmo sale con sus amigos y es feliz con ellos.

Pero aún hay más. Don Anselmo es un afectivo que no encuentra eco. Sus amigos son egoístas, duros, crueles; recuérdese la tarde de la excursión. No quieren llevar a don Anselmo para que no se les estropee el coche. Don Anselmo no es inválido. Por tanto, pertenece a los otros, a los sanos. No hay nada de común, porque los años no ligan bastante. Y aquí encontramos la temática del neorrealismo, la soledad, el egoísmo, la insolidaridad, la distancia.

La versión original terminaba de modo distinto. Don Anselmo huye tras envenenar a los suyos. Ahora se le obliga a llamar por teléfono para que el arrepentimiento quede bien claro. ¿Es así mejor? ¿No es cierto que entonces el acto criminal de don Anselmo no obedece a un proceso demencial -con lo que la responsabilidad moral queda modificada-, sino a una venganza, moralmente culpable? Este final, creo que hace del loco don Anselmo un verdadero asesino.

Lo mejor en el film, con la idea central y la interpretación fabulosa, patética de José Isbert, nuestro mejor actor español, es la creación de climas psicológicos y físicos: el problema del viejo que ya no sirve para nada y ese mundo de la calle, con paralíticos que hacen carreras en el Retiro, el señorito con su langosta, el ortopédico y su régimen, el pasante imbécil -otro gran actor, López Vázquez- y, sobre todo, la pareja de enamorados.

Dentro de la línea del testimonio y el tratamiento humorístico, el film se salva como pieza literaria, aunque nos deje el corazón angustiado ante un mundo que en la realidad no es así, que junto a las sombras tiene luces y claridades. En el ruedo de esta crueldad, la soledad del hombre no es, ni mucho menos, un impulso para la esperanza.

Cinestudio n°- 1. Mayo 1961





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