Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El crítico «Clarín» a través de sus comentarios al poeta Emilio Ferrari1

José María Martínez Cachero





  —247→  

(Deseo advertir que en este trabajo nos encontraremos sólo ante una parte o modalidad de la crítica literaria de «Clarín», acaso la en sus días más conocida y celebrada por aquellos lectores que presumiblemente exclamarían alguna vez:

Eso, eso, venga de ahí... vengan paliques, palo a los académicos; palo a los poetastros y a los novelis... trastros o trastos; en fin, palo a diestro y siniestro. Algunos de los que esto piden deben de creer que palique viene de palo,2



pero nunca la más valiosa e interesante, cuando Alas se enfrentaba con obras de calidad que -como las novelas de Galdós, vgr.- le decían tantas cosas, y vertía libérrimamente sus impresiones de lector excepcional).

La relación opositiva que cabe establecer entre el crítico «Clarín» y el poeta Ferrari se produjo a lo largo de varios años: desde 1881, estreno de La justicia del acaso, drama en tres actos y en verso de Emilio Ferrari, hasta junio de 1901, fallecimiento en Oviedo de Leopoldo Alas, y se concretó en tres momentos, a saber: 1º), noviembre de 1881; 2º), marzo de 1884 -lectura por Emilio Ferrari en el Ateneo de Madrid de su poema Pedro Abelardo-; 3º), mayo de 1891 -publicación de los Poemas vulgares, de Emilio Ferrari-. (Posteriormente hubo más arremetidas «clarinianas» y, también, algún intento de réplica por parte de Ferrari). Vayamos con orden.

  —248→  

ArribaAbajoUn drama aplaudido

La noche del 12-XI-1881 se estrenó en el madrileño teatro de La Alhambra el drama en tres actos y en verso, original de Emilio Ferrari, La justicia del acaso, culminación y, asimismo, conclusión de la carrera teatral de su autor, quien con ésta había estrenado ya ocho piezas.3 El público aplaudió entusiasmado y subrayó satisfecho algunas briosas tiradas de versos; la crítica, en los días siguientes, se mostró dividida: hubo desde opiniones no poco favorables hasta juicios bastante adversos -«la amistad y el odio (escribiría enfáticamente el revistero de El Siglo XIX) han reñido una batalla en la prensa periódica esgrimiendo las nobles armas de la idea»-.

Digamos, por nuestra cuenta, que el asunto de La justicia..., en el que se barajan infidelidad conyugal, hija adulterina, enemistad implacable y amores contrariados, resulta harto manoseado; inverosímiles, los caracteres, si se exceptúa el de Blanca, inocente y hermosa criatura, algo mejor visto; inverosímiles, también, algunas situaciones; artificioso el diálogo y cansados los monólogos. Vejez, en definitiva, del género o especie a que pertenece el drama -«la obra es de capa y espada y tiene mucho de las leyendas del Madrid antiguo», (Ferrari indica que la acción pasa en Valladolid a mediados del siglo XVI, sin que se eche de ver ningún color local y de época)-, tanto o más que torpeza del dramaturgo.4

Por entonces Leopoldo Alas, colaborador de varios diarios y semanarios madrileños, prestaba muy especial atención al teatro, acudía a los estrenos e informaba de ellos. En su libro en colaboración con Armando Palacio Valdés, La literatura en 1881, se recogen unas cuantas muestras de semejante actividad, casi siempre de signo negativo o desfavorable para los autores de que trata; es ahí donde figura la reseña dedicada a La justicia... desfavorable y negativa, ciertamente, pero sin la virulencia de   —249→   tono y el ademán persecutorio que poseen comentarios «clarinianos» a Emilio Ferrari de fecha posterior.

Alas comienza llamándole «simpático poeta», y sigue reprendiéndole con suavidad o interés:

por lo mismo que el Sr. F. no es un aventurero de las letras que va al teatro por ganar dinero [...]; por lo mismo que es un literato con toda la dignidad de su vocación, le debo esta clara exposición de mi juicio;5



desfavorable, como anticipé, porque en La justicia... no hay originalidad ni habilidad dramática, faltan caracteres de alguna reciedumbre y la brillantez de la forma (esos versos cantarines que halagaron el oído de ciertos espectadores) que a tantos ha encandilado es, a menudo, simple palabrería, en todo caso bondad relativa y muy insuficiente. «Clarín» concluye con esta invitación:

Yo, que le estimo más que sus oficiosos admiradores de una noche, me atrevo a decirle que no reniegue de las letras; pero que no vuelva a tentar fortuna en el teatro, mientras no cuente con elementos más poderosos y de muy distinta índole.6



Tenía sobrada razón Leopoldo Alas y vino a dársela el propio Emilio Ferrari no volviendo a escribir teatro, admitiendo años después del estreno que «juzgándolo imparcialmente [el éxito obtenido], soy el primero en reconocer que mi obra no pasaba de ser un ensayo más literario y poético que dramático».7




ArribaAbajoLa revelación de un poeta

La lectura por su autor del poema Pedro Abelardo en el Ateneo de Madrid, noche del sábado 22 de marzo de 1884, constituyó la revelación de un poeta hasta entonces conocido solamente de unas pocas personas.   —250→   El acto se convirtió en una apoteosis: «las bellas damas que ocupaban las tribunas (informa el anónimo redactor de La Correspondencia de España, número del 23-III) agitaban sus pañuelos; los socios que llenaban los escaños, puestos en pie, aclamaban al poeta; en todos, el entusiasmo llegó al delirio». El éxito continuó en la prensa de Madrid del día siguiente y días sucesivos; a favor de semejante propaganda, la venta del folleto que contenía el texto del poema fue tal que agotó varias ediciones en sólo unos meses.8 Años más tarde Emilio Ferrari recordaría así la venturosa efeméride:9

Pecaría de ingrato si no confesara el ruido estrepitoso que movieron en torno mío aquellos versos. La audición se convirtió en un alboroto, en una locura que rayó en extremos que no acierto a explicarme. Durante muchos días, la algarada siguió en la prensa. Los diarios de más circulación, que suelen escatimar el espacio a la literatura, llenaron sus columnas con juicios, reseñas, anécdotas y versos de la afortunada lectura. Llovieron sobre mí banquetes, serenatas, invitaciones; todas las puertas se me abrieron, todas las sociedades literarias me agasajaron en su seno. En fin, lo que soy lo debo a aquella noche en que de un golpe, en unas horas, mi nombre salió de la oscuridad para flotar en el favor público.


En ese coro unánimemente alabancioso figuran, junto a los gacetilleros de turno, críticos como «Fernanflor», Luis Alfonso, Antonio Cortón o José Fernández Bremón; espontáneamente se incorporó al mismo Emilio Castelar que, en las muy leídas páginas del semanario La Ilustración Española y Americana (número del 15-VIII), elogia larga y exaltadamente poema y poeta. A alguno se le fue la mano en el entusiasmo, y por eso podemos leer en El Globo (23-III) cosas como que Ferrari «¡anoche fue ungido poeta!» y «de hoy más, Ferrari no es un poeta... es El Poeta», cosas que por lo desmedidas iban a sublevar a «Clarín», promoviendo su impugnación al unánime coro.

  —251→  

Cerrando el volumen de «crítica y sátira», Sermón perdido (1885), encontrará el lector casi cincuenta páginas de observaciones condenatorias para Pedro Abelardo. No es antipatía hacia su autor lo que mueve la pluma de L. Alas quien desea, simplemente, oponerse a la voz común, equivocada y harto peligrosa por la confusión que, caso de recibirse como buena, puede engendrar:

Si fuéramos a juzgar por simpatías, yo tendría desde ahora por cosa excelente el poema del Sr. F. Este poeta joven [34 años], gallardo, amable, liberal, no sé si hasta republicano (...), ¿cómo no había de serme simpático a mí que, menos gallardo, soy todo eso que queda dicho, a saber: liberal, joven [32años] y republicano? [...]. Pero vaya V. a elogiar un poema malo, no diré que como él solo, pero sí como otros muchos... No puede ser. Si se levantara el brazo para F. -y de buena gana- habría que levantarlo para Velarde, para Grilo, para Shaw, para Arnao.10 No puede ser, no puede ser. ¡Dónde íbamos a parar! [...] Conste, pues, antes de meternos en harina, que siento en el alma darle un disgusto al Sr. F., si es que le disgusta que a mí no me guste su Perico Abelardo.11


Ya metido en harina, el crítico «Clarín» sale al paso de la interpretación al «estilo de liberal de drama patriótico» que Ferrari ofrece del protagonista de su poema, tal vez más conocido por su apasionado amor a Eloísa y por las penosas vicisitudes del mismo que por sus elucubraciones filosófico-teológicas; no fue así Pedro Abelardo y, por tanto, nuestro autor ha falseado la verdad histórica, procedimiento más que reprobable.12

  —252→  

Alas ataca después la estructura y la técnica del poema. Consta éste de tres cantos, y casi todo lo que pudiera llamarse asunto se da en el segundo de ellos, El drama; los otros dos -Fugitivo, el primero; Tránsito, el tercero y último- son pretexto para divagaciones no poco marginales y para descripciones paisajísticas. «Clarín» juzga error grande el haber dejado que sea el protagonista quien refiera, muy retrospectivamente, su caso sin que en ningún momento tome la palabra el poeta para servir de narrador:

Grave defecto de composición, Sr. F., acumular en diez y seis páginas todo el argumento de un poema que tiene por asunto nada menos que la historia borrascosa de Abelardo, y abandonar esto a una narración del mismo protagonista.13


Tras semejantes impugnaciones de fondo, «Clarín» inicia la disección al pormenor del poema de Ferrari. Verso a verso, o en conjuntos de unos pocos versos, se realiza tal labor, que tiende a mostrar cómo la sintaxis canónica, la más elemental corrección expresiva han sido gruesa y ridículamente quebrantadas en numerosos casos; este procedimiento parcelatorio en unidades significativas brevísimas no siempre resulta convincente, por cuanto lo que ha de valorarse es un total más extenso y no cada una de las piezas integrantes, consideradas, además, aisladamente. El desmenuzamiento «clariniano» es implacable: el ingenio, el humorismo, el mal humor del crítico contribuyen cruelmente; debo decir que en alguna ocasión se le va la lengua (o la pluma), llegándose así a una evidente falta de respeto personal, a una dureza carente de buena educación.14

  —253→  

El artículo de «Clarín» se remata lamentando su autor lo extenso y «un poco fuerte» del varapalo, y recalcando la necesidad en que el crítico se ha visto, pues viene

a combatir los excesos de la crítica, que ha dicho que el Pedro Abelardo ponía a su autor a la altura de Campoamor y de Núñez de Arce; a combatir a quien ha dicho que por lo que respecta a la forma, F. no tenía necesidad de maestros, pues ya cincelaba como un Benvenuto Cellini.15


A partir de aquí comenzaría abiertamente la hostilidad entre crítico y criticado; pero antes de proseguir hacia el tercero de los momentos señalados, el cual ofrece como novedad la intervención de un admirador de Emilio Ferrari que acaso fuera, todavía más, un enemigo de Leopoldo Alas, consideraremos tres notas peculiares de la parte o modalidad de la crítica literaria de «Clarín» que estamos ofreciendo; ellas tienen cumplida ejemplificación en el extenso comentario al poema de Ferrari. Son las siguientes: 1ª) «Clarín» no duda en manifestarse públicamente contra un asentimiento unánime que protagonizan gentes muy varias y, algunas de ellas, bien destacadas y prestigiosas; a esto le mueve no un afán de llevar la contraria y así distinguirse, sino su honestidad profesional. Al revés de su contemporáneo, colega y amigo Juan Valera, no concede nada al paso del tiempo y desea que ya en el presente -y por propia mano- se enderecen los entuertos y se abra camino la verdad. El ser voz disonante frente a un tal consenso le acarreará, sin duda, enemistades y recelos; pero el crítico, que se considera practicante de un sacerdocio (como se decía entonces), lo arrostrará todo hasta, si se quiere, con alegría. 2ª) La disección, parcelación o desmenuzamiento llevados hasta su límite extremo no me parece un procedimiento crítico suficientemente revelador, si bien «Clarín» lo emplea sólo cuando se encuentra frente a obras que juzga deleznables y que por su falta de entidad estética no admiten un examen   —254→   de otro tipo; de ordinario, obras de verso, más cómodamente diseccionables o desgajables. 3ª) Llama la atención el hecho de que Alas, que fue crítico más bien impresionista -entiéndase: en sus mejores críticas ofrece sus impresiones de lector atento y sensitivo-; que fue crítico asistemático; divagador en frecuentes ocasiones, por lo que se perdía y había de volver tras el inciso, y continuar en una serie de artículos, pues en uno no había sido capaz de ceñirse y decir lo que tenía que decir; partidario, en suma, de la libertad sin trabas para la creación literaria, sometida solamente a la regla inviolable del buen gusto, se muestre, más de una vez, crítico normativo por atenerse a una preceptiva externa. Así le vemos echar mano de la gramática y diccionario oficiales, esto es: de la Academia de la Lengua -también su enemiga- para, de acuerdo con ellos, invalidar y poner en ridículo a poetas, dramaturgos y narradores. Incurre de este modo en un gramaticalismo (gramatiquería, en ocasiones) que le asemeja a contemporáneos suyos como Antonio de Valbuena, el autor de las series de Ripios.




ArribaAbajoOtra lectura poética en el Ateneo madrileño

Emilio Ferrari, ya poeta prestigioso, volvió a leer poemas suyos en el Ateneo de Madrid el 24 de mayo de 1891. Ofreció esta vez, junto a algunas poesías breves, dos poemas de cierta extensión: los titulados Consummatum y En el arroyo, en la órbita naturalista de su amigo y maestro Núñez de Arce. Se pretende vindicar para la poesía parcelas de la realidad hasta el presente no tenidas como aptas o convenientes para aquélla, «aspectos comunes y sencillos de la vida, sistemáticamente desdeñados o proscritos por algunos» y que, sin embargo, «reclaman la atención del pensador y del artista»; este último debe proponerse «extraer de ellos la belleza que contengan, destilar, si así cabe decir, su substratum poético».16 Ferrari, excelente lector y recitador, volvió a triunfar en el mismo sitio de su revelación. (La velada, según el cronista de La Correspondencia de España, número del 25-V, tuvo

  —255→  
una novedad que se vio con gusto y que seguramente desearían muchos que se perpetuase: los escaños de la parte alta del salón estaban ocupados por una hermosísima representación del bello sexo que no había encontrado sitio en las tribunas).


Seis días después de la lectura y del éxito, «Clarín» denunciaba en un «palique» (inserto en el número 432 del semanario festivo Madrid Cómico) algunas deficiencias del poema Consummatum; decía, por ejemplo:

Ahora llega el Sr. F., el simpático Sr. F., hombre de oído y de gusto y nos pinta una granja que no puedo llamar modelo porque no lo es. El Sr. F. ha leído hace pocos días en el Ateneo lo que sigue:
Se alza en la orilla del camino, al coto
de otra heredad, y entre viñedo y soto
una rústica granja en un ribazo,
con sus cuadras, graneros y corrales
y algunas tierras de labor, que, eriales
cúbrense de cizaña y de lampazo.



Es la quinta estrofa del poema, que «Clarín» subraya y apostilla así:

Ahí está el terremoto. Una granja que se alza con tierras de labor, es víctima de una sacudida subterránea. Si no, no se explica el alzamiento de las tierras de labor. Además, ¿qué había de ser la granja sino rústica? Decir granja rústica es como decir ciudad urbana; en cambio, si las tierras eran de labor, ¿cómo eran eriales? Y si eran eriales, ¿por qué llamarlas tierras de labor? Tierra de labor es la que se siembra, y erial la tierra que no se cultiva. Y la cizaña no suele crecer en los eriales, sino entre el trigo y la cebada, según los naturalistas de la Academia.


Sigue «Clarín» verso a verso el poema ferrariano y cuando llega a esta pareja de ellos (en la estrofa octava):


ni la noria chirriando forcejea
para regar el almorrón deshecho,



comenta:

No sé lo que es almorrón, ni el diccionario de la Academia lo sabe tampoco; pero, por mí, aunque sean almorr... anas.


  —256→  

Semejante ignorancia dará pie a una arremetida contra Leopoldo Alas que se produjo, no tardando mucho tiempo, en Cádiz, en forma de artículos o «repasos» (seis en total), publicados bajo el título Las sandeces de «Clarín» como «suplemento literario» de El Eco Montañés; los firmaba «Baltasar Gracián», seudónimo ocasional del cervantista Ramón León Máinez, y fueron repartidos profusamente por los medios literarios españoles. «Clarín» no aceptó la invitación a polemizar que tales «repasos» parecían contener.17

Empezando por atrás diré que el quinto y el sexto se dedican a combatir, tan destemplada como incomprensivamente, concretas apreciaciones de Alas acerca de la situación del teatro español contemporáneo, tan decrépito, y de los posibles remedios para su mejoría; y el cuarto y el tercero, titulados Sus cuentos y sus cuentecillos. Sus novelas y sus noveluchos,18 constituyen un alegato contra la obra narrativa de Alas y sólo acreditan en «Baltasar Gracián» mala intención y manifiesta falta de buen gusto, si bien a veces, no pudiendo negar la evidencia, reconoce ciertas excelencias en algunas de las narraciones impugnadas. Finalmente, en el primero y segundo de los «repasos», a vueltas de mucho descomedido insulto -«ese can hidrófobo de la osadía pedantesca que se llama "Clarín"; "el angelito de Asturias"; "un flautista ramplón"»-, se justifica la estrofa quinta del poema Consummatum y se informa que la pretendidamente desconocida voz almorrón «es una palabra muy usada en tierra de Valladolid y en otras, desde hace siglos», que «ningún hortelano de Castilla la Vieja desconoce» y que «el insigne poeta Ferrari ha empleado con rigurosa precisión».




ArribaFinal

Y ya no hubo más momentos en nuestra historia, salvo algunas breves alusiones de «Clarín» a Ferrari con variado motivo; por ejemplo: A), 1891, acerca del poema La risa del payaso:19

  —257→  
[...] un cuento muy largo, muy descriptivo, muy soso y muy inverosímil. Va diciendo todo lo que hace en el circo un payaso, como podría decirlo un programa de la función, y acaba por un chiste lúgubre de esos que hacen llorar a las piedras. William Grim (¿por qué, William?) es un clown melancólico, un Werther... de Dicenta, uno de esos titiriteros no comprendidos del romanticismo de cuarta clase, o de perrera, del año 30. Va a consultar con un médico su enfermedad, y éste, después de proponer varias recetas que ya ha ensayado el payaso, le dice, muy serio, que vaya a ver trabajar a... William Grim. Y entonces va Grim ¿y qué hace? Pues nada, le dice al médico: William Grim soy yo. ¡Eh! ¿qué tal? ¡Cuánta gracia y cuánta filosofía y cuánta naturalidad! ¡Pobre Sr. F., cuán engañado vive! ¡Si me creyera a mí! Pero prefiere creer a los que se valen de él como de carne de crítico. Y además le despellejan en cuanto él da la vuelta.20


B), 1897, comentario a los quince primeros versos del poema La muerte de Hipatia, para «Clarín» llenos de ripios y gazapos gramaticales.21

Si hacemos caso al Conde de las Navas,22 «Clarín» («un afamado crítico, en cuyas manos la lira sonaba como un mal guitarro [...] se revolvió injusta y cruelmente contra Ferrari, como los perros ladran a la luna, consiguiendo con sus críticas envenenadas lo que la lima que muerde en el acero, abrillantarlo más [...]». Sería el destinatario de la epístola en tercetos A un enemigo, restallante, fortísima invectiva compuesta por Emilio Ferrari («mucho mortificó a Ferrari aquella desbocada agresión, y del choque brotaron a modo de relámpagos los sublimes tercetos [...]»)23 y publicada en Los Lunes de El Imparcial (número del 11-III-1895), la cual se cierra así:


Catón de mojiganga y baratillo,
Zoilo de lance, que disputa recio
y escupe a lo matón por el colmillo,
—258→
si dominando el asco y el desprecio,
ráspase un poco en lo exterior, ¿qué se halla?
Un pedantón tras quien se oculta un necio,
y un necio tras del cual hay un canalla.



Ni necio, ni canalla, ni pedantón, ni ninguna de esas otras incriminaciones que nuestro poeta lanza contra el anónimo protagonista de su epístola convienen a Leopoldo Alas «Clarín», quien, como crítico, se equivocó a veces, no atinó suficientemente otras, se pasó de la raya en ocasiones dejándose llevar del malhumor y saliéndose de sus quicios normales. Ocurre que Emilio Ferrari fue una de sus víctimas preferidas, perseguida hasta con cierto ensañamiento, y, a la verdad, creo que no había razón literaria suficiente para tanta dureza impiadosa.24







 
Indice