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El cuadro del Cristo de Segovia y la mirada de san Juan de la Cruz: arte gótico español y temperamento prebarroco

Miguel Norbert Ubarri


Universidad de Amberes



En su clásica biografía de feliz distribución, recuerda el P. Crisógono la conversación que tuvieron en Segovia el místico de Fontiveros y su piadoso hermano:

«Una noche -quizá en la primavera de 1591, la última que fray Juan pasó en Segovia y en la tierra- después de cenar toma de la mano a Francisco y sale con él a la huerta. Las noches primaverales segovianas en la huerta del convento son deliciosas: ambiente puro, quietud de soledad con sonoridades de aguas lejanas, olor a flores silvestres, firmamento profundo… Cuando están solos los dos hermanos, fray Juan se dispone a confiar a Francisco algo que guarde como un secreto. [...] Fray Juan comienza a hablarle con sencillez:

"Quiero contaros una cosa que me sucedió con Nuestro Señor. Teníamos un crucifijo en el convento, y estando yo un día delante de él, parecióme estaría más decentemente en la iglesia, y con deseo de que no sólo los religiosos le reverenciasen, sino también los de fuera, hícelo como me había parecido. Después de tenerle en la Iglesia puesto lo más decentemente que yo pude, estando un día en oración delante de él, me dijo: 'Fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho'. Yo le dije: 'Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco'. Esto pedí a Nuestro Señor, y Su Majestad lo ha trocado, de suerte que antes tengo pena de la mucha honra que me hacen tan sin merecerla".

No fue un crucifijo, como por imprecisión dice Francisco de Yepes; fue un cuadro. Aun se conserva. Es el busto del Señor con la cruz a cuestas pintado sobre cuero. Apenas destaca más que la faz doliente coronada de espinas. Emociona su expresión melancólica, dolorida y afable a la vez, con los labios entreabiertos, como si acabase de pronunciar las palabras que fray Juan oyó aquel día, orando ante él, en la iglesia del Carmen de Segovia»1.


En 1591 san Juan de la Cruz se encuentra en la última etapa de su vida. Para ese entonces contaba con 49 años de edad. Muertos hace años su pequeño hermano Luis y sus padres Juan de Yepes y Catalina Álvarez, ya sólo le quedaba vivo su hermano mayor Francisco, éste viudo, con siete hijos, seis de los cuales habían fallecido, y una, la única sobreviviente, que se había hecho monja en Olmedo. Un sentimiento de soledad los acompañaba a ambos.

Francisco vino a Segovia porque le habían dicho que su hermano se alejaría mucho de esta ciudad el año próximo. Y era cierto. Juan de la Cruz estaba destinado a México. La biografía más reciente de Efrén-Steggink aporta más datos. En Segovia estuvieron juntos varios días. Después de la cena, se subieron ambos a uno de los riscos de una huerta y allí comenzaron a compartir las gracias espirituales obtenidas.

«Esto pedí a Ntro. Señor -dice fray Juan-, y S. M. lo ha trocado de suerte que antes tengo pena de la mucha honra que me hacen, tan sin merecerla». Y añadió: «Si en adelante le dijesen, mi hermano, vivo con trabajos y desamparos, no reciba pena; sepa que ha mucho los pido a Dios»2.


Después de esta confesión, Francisco le pide permiso a su hermano para volver a casa. Ya no se verían más. Era la primavera de 1591.

Desde el año anterior, 1590, ya habían surgido conflictos por su oposición a ciertas medidas rigoristas del nuevo superior P. Nicolás Doria contra el P. Jerónimo Gracián y las monjas carmelitas. Este rigorismo duro constituía una desviación del camino espiritual de Juan de la Cruz, Teresa de Jesús y Jerónimo Gracián, quienes hace varios años venían troquelando una nueva forma de vida religiosa, si bien más austera, en sintonía con las corrientes reformadoras de la época, también en clave de experiencia de amor y de amistad, y con gran libertad interior.

En el Capítulo General de junio de 1591 quedaba Juan de la Cruz destituido de todos los cargos, destinado a las misiones: a México. Su testimonio de vida y su magisterio no sintonizaban con las posturas espirituales y la política del nuevo gobierno. Las monjas de Segovia querían que lo hicieran provincial de Castilla. Él presentía que lo iban a destituir. Había replicado a las monjas: «lo que acerca de esto yo he visto estando en oración es que me echarán a un rincón». Y la Madre María de la Encarnación lo confirma: «Y así sucedió, quedando sin oficio»3.

El programa espiritual que venía conformando durante toda su vida -el camino de las «nadas» para llegar al «Todo»- tendría que ejercitarlo hasta las últimas consecuencias. Tras haber dedicado toda una vida al magisterio espiritual y la dirección de las almas, ahora tendría que renunciar a todos sus bienes espirituales: su magisterio no tendría lugar entre sus mismos frailes ni, según parecía, en las líneas espirituales dominantes para las futuras generaciones de carmelitas.

Desde Madrid, el 6 de julio de 1591, sumido en una auténtica noche oscura del espíritu, un prueba extrema de la fe, en ese justo momento responde con sabiduría y dulzura a las atenciones de la Madre María de la Encarnación, carmelita en Segovia, pidiéndole no se preocupe por lo que está pasando.

…de lo que a mí, toca, hija, no le dé pena, que ninguna a mí me da. De los que la tengo muy grande es de que se eche culpa a quien no la tiene; porque estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios; y adonde no hay amor, ponga amor, y sacará amor…4


San Juan de la Cruz no reniega de las decisiones injustas de los seres humanos. En todo ve la mano de Dios. En este momento se ha cumplido cabalmente la petición que hizo al Cristo de Segovia. «Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco».

La locución del místico viene a coronar, según parece, un proyecto espiritual de toda la vida. Alonso de la Madre de Dios (1568-1635), uno de los primeros biógrafos, arrojó las primeras luces para la interpretación de la misteriosa conversación. «Rara oferta, rarísima petición -nos dice-: trabajos; petición de soldado que militaba debajo de la bandera de la cruz, a quien su Capitán, conociendo su valor y virtud para sublimar su corona le concede su petición5». La realidad -y en esto asentimos con el biógrafo- es que tal petición parece bien cumplida con la forma en que murió: desamparado, perseguido y menospreciado por todos.

Esta locución, sin embargo, no nace de pronto y de la nada. Como apuntan Efrén-Steggink, ya venía el místico presintiendo que lo echarían en un rincón. La locución con el cuadro no viene a ser otra cosa que una especie de confirmación a posteriori de lo que ya venía intuyendo en su interior. Cabe entonces preguntarse qué misterio entraña ese cuadro capaz de hacer exteriorizar los sentimientos o intuiciones en el alma del místico.

La verdad es que hasta ahora no he encontrado ningún estudio realizado sobre el arte del cuadro mismo que pueda esclarecer satisfactoriamente desde planteamientos estéticos la capacidad para mover el alma del místico. Lo poco que sabemos es que más tarde recibió mucha veneración6.

El cuadro que contemplamos es un óleo sobre cuero, que es una foto del original y data del siglo XVI7. Retrata medio cuerpo de un Cristo cargando la cruz, los ojos cerrados, arropado con un manto y coronado de espinas. De los críticos consultados Michel Florisoone es el único que dedica un párrafo para describir el cuadro:

El cuadro, obra de la escuela de Pedro Berruguete, está actualmente en estado bastante deteriorado y, parece, muy retocado; ha conservado, sin embargo, un fuerte poder para causar impresión. El Cristo se ve a medio cuerpo, volteado a la derecha, arropado con un gran manto, encorvado bajo el peso de la cruz que lleva sobre su espalda derecha, los ojos medio cerrados, la mirada dirigida hacia abajo con los párpados pesados, inclinado un poco hacia atrás, la boca entreabierta, el aliento muy fatigado y muy suave, fatigado. [La traducción es nuestra]8.


Florisoone dice que es «de la escuela de Berruguete» (Los óleos sobre tabla eran típicos del arte flamenco.) El Cristo de Segovia es un óleo sobre cuero. Florisoone es el único en subrayar la importancia de la obra de arte, de la imagen y el cuadro, como motor, elemento propiciatorio de la experiencia mística: «la vue corporelle d´une oeuvre d´art le transporte hors de lui-même, irrésistiblement…»9

Nacido a mediados del siglo XIV (entre 1450-1455), en Paredes de Nava (Palencia), su formación está discutida entre los críticos. Tal parece que Berruguete pudo haberse formado en su Castilla natal, donde pudo haber recibido el influjo del arte flamenco (por aquel entonces había muchos pintores flamencos asentados en Burgos). Lo más característico de su estilo deriva, sin embargo, de su estancia en la Corte de Urbino (Italia), donde trabajan artistas como Piero della Francesca, Melozzo da Forli, Lucca Signorelli, Luciano Laurana, Francesco di Giorgio, Donato Bramante y Justo de Gante. En 1477 vive en la corte de Urbino un pintor con el nombre de Perus Spangnuolus, quien, según opinión generalizada, es el mismo Pedro Berruguete. La colección de pinturas comprende veintinueve retratos. Algunos críticos atribuyen la colección completa a Berruguete, mientras que otros atribuyen una parte a Justo de Gante y otra parte a su sucesor español10.

Después de pasar un tiempo en el Palacio Ducal de Urbino, regresa a Castilla con tablas pintadas al óleo. Berruguete trabaja la técnica del óleo, algo que era típico del arte flamenco. Pero su estilo recoge las corrientes de la época: el arte gótico castellano-flamenco del período de Isabel la Católica y el renacimiento italiano. El sentido del tacto adquiere importancia en sus obras. Una de las características de su pintura son los arcos de fondo, la creación de nichos que revaloran los objetos del primer plano. Se trata de un artificio que combina el realismo de las imágenes con las sombras y los relieves11. Influido por el renacimiento italiano, sus pinturas ahora incluyen figuras con el cuerpo desnudo o semidesnudo que reproducen la anatomía humana en una actitud dinámica, no estática como era costumbre un siglo antes. En su pintura domina la luz, la sensación tridimensional, los tipos humanos (los rasgos de los rostros, los cabellos y barbas rizosos) y las telas, que adoptan los plegados. Los trajes de sus figuras tienen la función de dar monumentalidad a la figura, acentuar la sensación de equilibrio y favorecer la expresión12.

Si comparamos este Cristo con los del pintor paredeño sí advertimos que coinciden en su realismo y un definitivo intento de captar el sentimiento y mover al patetismo o devoción. El de Segovia muestra sufrimiento camino del Calvario. Sin excesiva dosis de naturalismo ensangrentado, se muestra «arropado con un gran manto, encorvado bajo el peso de la cruz que lleva sobre su espalda derecha, los ojos medio cerrados, la mirada dirigida hacia abajo con los párpados pesados, inclinado un poco hacia atrás, la boca entreabierta, el aliento muy fatigado y muy suave, fatigado». No carga la cruz como suelen hacerlo la mayoría de los Cristos, que llevan la cruz sobre el hombro con el palo hacia atrás13.

Si bien algunos detalles de la vida y obra del maestro paredeño siguen presentando hechos discutibles, no será menos para este cuadro anónimo segoviano atribuido a los de «su escuela». De Berruguete veo la expresión del rostro (triste, dolorida y amable) y la forma en que está pintado. En este sentido veo un cuadro con rasgos del gótico o renacimiento español. Coinciden los temas religiosos tratados el sensualismo (exaltación de los sentidos de la vista y el tacto), aunque los cristos de Berruguete me parecen más sensuales. Tampoco el de Segovia tiene los cabellos y barbas rizosos de aquél. En el de Segovia no hay un nicho elaborado como en algunos cuadros de pintor paredeño, que revaloran los objetos del primer plano. Por otra parte veo elementos que podrían anticipar el Barroco: un juego de luz y las sombras del fondo; los ropajes del Cristo, sencillos y toscos14.

Algunos atribuyen la inexistencia de estudios serios sobre este cuadro a su poco valor artístico. Para algunos este cuadro no tiene nada de extraordinario, tratándose de una manifestación con pocas o ninguna pretensiones artísticas: una muestra del arte devocional de entonces15. Sin embargo, me parece importante subrayar que la afirmación de Florisoone tiene cierta importancia en cuanto haber sugerido que es «obra de la escuela de Berruguete», no tanto por su intento de encauzarla en la escuela del insigne pintor fenecido en 1503, sino porque la sitúa en el cauce de la tradición española del siglo XVI16.

Hace casi medio siglo el profesor Emilio Orozco Díaz publicó una obra recogida en dos volúmenes de artículos aleccionadores sobre la mística y la plástica del Barroco español. Subrayó un aspecto importante de la actitud y temperamento artístico del místico. Para Orozco, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz eran conscientes de la fuerte influencia que puede tener la imagen en la vida espiritual para mover a la devoción17. En palabras de Juan de la Cruz, si bien «la persona devota de veras en lo invisible principalmente pone su devoción, y pocas imágenes ha menester y de pocas usa, y de aquellas que más se conforman con lo divino que con lo humano» (III Subida 35, 5), por otra parte también las imágenes pueden tener dos fines principales positivos en la vida espiritual: a. «para reverenciar a los santos en ellas» y, b. «para mover la voluntad y despertar la devoción por ellas a ellos; y cuanto sirven de esto son provechosas y el uso de ellas necesario» (III Subida 35, 3). Orozco advierte en el pensamiento sanjuanista la misma tendencia de la escultura española, «más atenta a hacer sentir que a recrear con perfecciones y primores de técnica»18. Ni Teresa de Jesús ni Juan de Ávila -advierte el maestro- se alejan de esta postura espiritual. A Teresa la mueven las llagas de un Cristo: «Era un Cristo muy llagado, y tan devoto que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó con nosotros». Es la misma postura de Juan de Ávila quien en su Audi Filia señala el valor de la imagen como medio para adelantar en la vida espiritual: «nuestra Madre la Iglesia, y con mucha razón nos propone imágenes del cuerpo del Señor, para que despertados por ellas, nos acordemos de su corporal presencia, y se nos comunique algo, mediante la imagen, de lo mucho que se nos comunicara con la presencia… y aunque os parezca cosas bajas mas por ser medio para cosas altas, altas os deben parecer»19.

Y es que para el místico fontivereño las imágenes fueron un estímulo constante para su vida espiritual. Uno de sus biógrafos, Fray José de Jesús María, subraya «lo mucho que se enternecía con cualquiera imagen de Cristo que representase su Pasión»20. Y lo mismo lo movía el dolor de la Pasión como la alegría en Navidad. En Granada, en una ocasión, bailó con la imagen del Niño Jesús en sus brazos, cantando las coplas «Mi dulce y tierno Jesús, si amores me han de matar agora tienen lugar»21. Y sabemos por sus biógrafos que San Juan de la Cruz gustaba de pasear por la naturaleza, descubriendo a Dios en todo. La naturaleza tenía la vieja función medieval, un tanto metonímica del libro abierto, capaz de reflejar por su capacidad simbólica los misterios del mundo trascendente.

Parece una auténtica contradicción que quien ha dibujado el camino de las nadas insistiendo en el desasimiento de todo lo sensible para llegar a la cima de la madurez espiritual, sienta por otra parte admiración y atracción por la belleza de las criaturas. La verdad es que su poesía parece afirmar lo que sus comentarios niegan. La poesía constituye una cantera de símbolos, con momentos de exquisita y delicadísima fragancia oriental, que intentan comunicar la experiencia mística sentida y vivida intensamente.


A zaga de tu huella
las jóvenes discurren al camino
al toque de centella
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.


(Cántico A, 26)                


En este sentido la poesía es la primera expresión de lo vivido en el éxtasis; una experiencia a todas luces inefable, indecible, que intenta recuperar mediante la creación de ámbitos, lugares amenos y exóticos y sensuales, bellamente recreados con imágenes de los cinco sentidos corporales: visuales, táctiles, auditivas, olfativas y gustativas. «His poetic universe -apunta Colin Peter Thompson- values things and rejoices in their variety; image upon image, creature upon creature, is pressed into service to hymn the beauty of the "Amado" or to protect the sleep of the Bride»22. Esta actitud ciertamente jubilosa de los versos contradice el mensaje y el tono del comentario: la noche oscura de la purificación de los sentidos y del espíritu, la sequedad, el vacío, la nada para llegar al Todo. La crítica advierte dos momentos literarios: el poeta que viene de vuelta de la experiencia mística, cantando jubiloso al amor transformante, y el mistagogo, el director de almas, el maestro que muestra el Camino espiritual al discípulo que va de ida, una vía hacia la cima de la contemplación y la madurez espiritual que comprende, no obstante, el espíritu de renuncia y sacrificio23.

A lo largo de mi trayectoria como sanjuanista he escuchado opiniones diversas y variadas en torno a la doctrina y temperamento del fontivereño. En mi opinión no sólo deben tomarse en cuenta lo que figura en los textos de Subida citados anteriormente; también las notas de sus biógrafos y su contexto histórico nos ayudan a reconstruir el retrato o perfil de nuestro místico. En este sentido José C. Nieto y, de nuevo, Emilio Orozco describen su temperamento artístico, el gusto por las imágenes, sobre todo por los crucificados24. Antes de tomar el hábito de carmelita, probó el oficio de entallador y pintor. En tiempos posteriores siguió cultivando ambas artes, como entretenimiento y como respuesta a una necesidad espiritual análoga a la necesidad expresiva que motiva su obra poética. No sólo hace arte con una finalidad puramente religiosa sino también por un sentido y goce de lo estético, por la forma de la creación.

Juan de la Cruz, además de poeta y prosista, fue también imaginero. Cuando estuvo en el Monasterio del Calvario, cuenta el hermano Brocardo que «el tiempo que le sobraba de sus obligaciones y ocupaciones, que eran muchas, lo gastaba como por recreación en labrar unos Cristos de madera que hacía»25. Y, durante su prisión en Toledo le dio un crucifijo al carcelero. Según un compañero suyo: «Tengo por cierto era obra hecha por manos del Santo, porque en las horas de recreación, con una punta como de lanceta labraba curiosamente imagencitas»26. Durante los comienzos de su vida religiosa «trabajaba de manos el rato que le sobraba y se entretenía en labrar cruces de madera»27. Estos testimonios completan el perfil del místico. El disfrute del arte y la actitud de renuncia a lo sensible -aparente contradicción- parecen resolverse en un arte que, por una parte exige talento, deseo, instrumentos y preparación técnica y que, por otra, se concreta en la representación del Crucificado. Evidencia de todo ello es precisamente los dibujos conservados. Tan sólo dos: una pintura sobre una visión de Cristo que tuvo en Ávila y el Monte de perfección, una síntesis gráfica de su doctrina mística28.

Sin embargo, la preferencia por lo religioso se impone a lo artístico. Su temperamento de imaginero y dibujante se reduce a lo que puede ser eficaz para la vida espiritual. No es entonces extraño sino lógico que la actividad artística conocida se reduzca a la representación del Crucificado y del Monte de perfección.

En Ávila le entrega Juan de la Cruz a la monja Ana María de Jesús un papel pequeño que tenía dibujado a pluma un Cristo muerto en la cruz.

«Refleja una visión tenida por él aquellos días. Ha visto a Cristo así, muerto en el madero, con los miembros descoyuntados, la cabeza caída profundamente sobre el pecho hundido, las manos rasgadas en la abertura de los clavos por el peso del cuerpo inerte, que dobla las piernas, incapaces de sostenerle…Después de la visión tomó impresionado la pluma y reprodujo el Cristo en el papel»29.


La posición del Crucificado revela una misteriosa visión: un Cristo visto desde arriba, como lo vería el Padre Dios y no desde abajo, como suelen representarse todos los crucificados, y con cuatro clavos, algo muy raro en la época. Por la posición bien pudo tratarse de una visión que tuvo desde una tribuna, estando en la capilla mayor de la iglesia, como también podría pensarse en una elevación o levitación mística. Pero, además del dato histórico, el Cristo muerto en la cruz, visto desde arriba, demuestra el temperamento artístico y religioso, una auténtica revolución pictórica que en pleno siglo XX inspiró al pintor Salvador Dalí. Estamos ante un arte que se recrea en el artificio del dibujo y que además representa y causa devoción.

Es actitud análoga a la que tiene en sus textos30. Lo que el Renacimiento supuso para las artes plásticas, eso fue san Juan de la Cruz para las letras místicas. Tuvo el mérito de haber logrado crear un castellano nuevo a partir del antiguo. Buscó nuevas formas de decir las cosas, adjudicando matices nuevos a voces tradicionales. Como notaba Ermanno Caldera, los términos nuevo y novedad se enriquecen de las connotaciones «raro, insólito, asombroso»; la extrañeza no es sólo un dato objetivo del mundo de lo sensible, sino que lleva en sí misma «como un componente subjetivo, el particular punto de vista de quien, ligado a una visión puramente sensorial, descubre de repente la extraña novedad del perfil, nada insólito, del mundo sobrenatural»; y existe un lenguaje de la maravilla de carácter expresivo tan marcado. Para Caldera, el estilo del fontivereño es manierista31.

Los estudios sobre el léxico confirman que el místico también tuvo voluntad de estilo, poniendo en función del lenguaje sus dotes de recabado artista. Las voces admiten significados a veces muy dispares y distanciados, en ocasiones con sentidos inconexos que nada tienen que ver con otras figuras del lenguaje verbal como la sinonimia, la homonimia o la antítesis. En este sentido, revelan una atrevida polisemia. Hoy la crítica reconoce la riqueza lingüística del carmelita, porque ha visto la capacidad para penetrar dentro de cada palabra en todos sus aspectos: etimológicos, semánticos y formales. «Capacidad -apunta Rosario Domínguez- que nunca deja de admirarnos porque parece no tener límite y a la que hay que añadir su maestría creativa y artística, su labor de auténtico orfebre o artesano del lenguaje que crea y se recrea con la lengua en toda su potencialidad expresiva»32. María Jesús Mancho Duque describe la total libertad y confianza en el manejo del lenguaje, dominio eficaz que le permite recurrir a arcaísmos (como respendar o como ínsulas) o crear neologismos ajustándolos a sus necesidades expresivas (aprecio, balbucir, esforzoso, flagrancia, intencional, libramiento), especialmente tecnicismos místicos: coruscaciones, obumbración33.

También juega con las relaciones antonímicas, con acepciones contrarias de un mismo término. Por ejemplo, cuando explica la noche del espíritu, dice que está provocada por el sentimiento de lucha declarada entre las afecciones humanas y las divinas, porque filosóficamente «dos contrarios no pueden estar juntos en un sujeto» (II Noche 9, 2). La noche como sentimiento de lucha está avalada por una contraposición conceptual. Pero también encontramos acepciones contrarias, como oposiciones binarias en un mismo término. Por ejemplo, el «rayo de contemplación» es luz y oscuridad, «lumbre divina» y «tiniebla» para el entendimiento humano (I Noche 8, 3-4).

El lenguaje antonímico se vuelve simbólico precisamente por su capacidad para evocar el misterio. Dos contrarios se juntan y evocan un tercero que no puede decirse. Michel de Certeau concibe esta dialéctica como un lenguaje que es un no-lenguaje, que sobrepasa todas las posibilidades expresivas34. Así, el lenguaje del fontivereño revela la misma actitud del artista.

Con sentimiento típicamente renacentista, busca la belleza y se regocija en ella. Su arte entraña conciencia de creación, voluntad de estilo, búsqueda de la forma. Pero, tras exaltar suprasensorialmente el valor de la imagen y la palabra, hasta la divinización panteísta del mundo sensible y la elevación del lenguaje al estado del límite, a partir de un momento desestima el culto a la belleza prefiriendo mover el alma hacia Dios. Veamos un ejemplo.

Algunos críticos de siglos anteriores habían advertido en la prosa señales de «cierto abandono y descuido», «incorrecciones de lenguaje», «versos débiles, faltas de sentido»35, considerándolas como imperfecciones artísticas, fuera de la norma expresiva de su tiempo según el canon de corrección literaria de entonces. Cristóbal Cuevas responde que estos «defectos» son hoy el mejor indicio de un estilo propio, que hunde sus raíces en la retórica paulina y agustiniana. Identifica dos tipos de transgresiones: una es la voluntaria que responde a dos propósitos expresivos, al topos de la «docta ignorancia» -que arranca del pecado de soberbia del Génesis cuya interpretación, manifiesta en la literatura cristiana eremítica y patrística, considera los saberes mundanos como una amenaza a la sabiduría divina-, y a la búsqueda de formas lingüísticas que obedecen al viejo adagio griego, de carácter antisofista: Indoctius rudiusque quodammondo loquere; et apertius ac clarius fare («habla indocta y rudamente hasta cierto punto, con tal de que te expreses abiertamente y con claridad»)36.

Para nosotros, uno de los rasgos más importantes del lenguaje sanjuanista es su capacidad de deleitar artísticamente y enseñar. Atisbamos el antiguo delectare et prodesse de la vieja retórica. Es por esto que el estilo no es clásico. Es un estilo a caballo entre lo Renacentista y lo Barroco. Su doctrina estética supone una preferencia de lo vivo y lo expresivo sobre la perfección formal, aun cuando tenga conciencia y deseo de ella. En este sentido el pensamiento artístico de Juan de la Cruz no es típicamente renacentista. Cuando condena a los artistas hacedores de imágenes «que hacen algunas tan mal talladas que antes quitan la devoción que la añaden», no lo hace creyendo que hay una proporción directa entre devoción y valor estético. «Lo que el Santo quiere -apunta Orozco- es distinguir el valor devocional o religioso del valor artístico, y dando la preferencia a lo devocional, esto es, a lo expresivo…»37

Si atendiéramos sólo a la forma del verso o al estilo de la prosa, coincidiríamos con Caldera y Orozco en que el estilo literario de Juan de la Cruz no es clásico o renacentista, antes bien es anticlásico (manierista para Caldera). Coincido con el crítico español en cuanto a que su añadida intención (mover a la devoción y al crecimiento espiritual a través del arte visual y la PALABRA) y su continua insistencia en lo trascendente muestra una sensibilidad artística barroca. Situar el arte y la palabra de Juan de la Cruz en un estilo literario específico ha suscitado no poca discusión. Estamos ante un temperamento artístico correspondiente a la segunda parte del siglo XVI, coincidente con el reinado de Felipe II (pasado ya un período de apertura a las formas y los motivos temáticos extranjeros bajo su padre Carlos V) y con el espíritu de consolidación de lo netamente español bajo el influjo de las nuevas corrientes religiosas del Concilio de Trento. Así, surgen críticos como Georg Weis que identifican un estilo intermedio de transición entre Renacimiento y Barroco que llaman propiamente Manierista. Otros, como Helmult Hatzfeld, identifica incluso hasta tres estilos que nacen y surgen del Renacimiento del siglo XVI, extendiéndose hasta finales del XVII o principios del siglo XVIII: el Manierismo, que se origina por el agotamiento y la distorsión de las formas renacentistas (segunda parte y final del siglo XVI), el Barroco clásico, que constituye un desarrollo alcanzando la majestuosidad y la ostentación (siglo XVII), y el Barroquismo, que es la exageración de la línea barroca: el churriguerismo español y el rococó francés (siglos XVII y XVIII)38. Por otra parte los hispanistas de la escuela de Miguel Asín Palacios y Luce López-Baralt que encuentran en Oriente (y no en Occidente) los antecedentes de este paradigmático lenguaje y temperamento sanjuanistas39. Con estos criterios, coincidimos en que el lenguaje de Juan de la Cruz se sale de la norma clásica y que, desde paradigmas occidentales puede decirse que tiene el método del manierismo y un añadido sentido de lo trascendente (recreado mediante el empleo de metáforas y paradojas, estilemas de lo inefable) típicamente barroco40.

Su arte y su lenguaje no son sistemas cerrados en sí mismos, contenedores herméticos de la belleza; aluden a ese «algo más» misterioso dentro y fuera de ellos. El arte plástico y literario sanjuanista contiene la complejidad y la belleza del símbolo evocador y polivalente, pero también es alegórico porque su valor siempre está en función de algo que evoca: esa visión o ese sentimiento inefable que siempre está «más allá» de lo dicho o representado. En este sentido su arte del lenguaje es manierista por la complejidad formal y el rebuscamiento. Pero su temperamento es barroco, por su afán de mover el alma a devoción, porque no busca la belleza únicamente por sí misma, sino la vida y lo trascendente. Su arte plástico, su lenguaje y su doctrina valoran lo expresivo (lo que mueve el sentimiento), sobre la corrección y perfección formal. Las frases de Juan de la Cruz no suponen únicamente un intelectualismo manierista; él quiere también mover a sus lectores. Para eso ha pintado el cuadro, para eso ha compuesto las más bellas liras en lengua española, para eso ha llenado de patetismo el discurso en el más emotivo de sus comentarios en Llama.

Para encarecer el alma el sentimiento y aprecio con que habla en estas cuatro canciones, pone en ellas estos términos: ¡oh! y cuán, que significan encarecimiento afectuoso. Los cuales, cada vez que se dicen, dan a entender del interior más de lo que se dice por la lengua.


(I Llama 2)                


En conclusión, se desprende del análisis de las cualidades artísticas del cuadro y el temperamento artístico del místico fontivereño que la combinación de ambos (aunque con más fuerza el segundo aspecto), motivaron la locución mística en Segovia. La contemplación del cuadro y el diálogo místico reflejan el sentimiento que el místico llevaba dentro y corona el proceso espiritual. En el episodio de Segovia entreveran la capacidad del arte del cuadro para mover al sentimiento con el artista: su talento artístico manierista y su temperamento barroco. Estos tres factores, sentimiento místico, talante artístico y temperamento barroco han contribuido a suscitar la experiencia mística.






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