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El espía que vino de Chile

Carlos Franz





En 1979, en plena dictadura de Pinochet (toque de queda a la medianoche, universidades intervenidas, ese «exilio interior» del que nadie retorna), un joven demasiado delgado y con acné, cruzó la frontera con el Perú, por Tacna. Tenía 19 años y al hacerlo sintió que no había llegado al extranjero, sino que había cruzado hacia la libertad.

Nadie rebaje a mito o melancolía esta evocación de la maravillosa ingenuidad adolescente. En los años setenta del siglo pasado -y al decirlo parece que hubiera pasado un siglo-, el viaje iniciático, la peregrinación a Katmandú, el «on the road» de un joven chileno de clase media, con inclinaciones literarias, era ese viaje a Perú. Entiendo que ahora los adolescentes chilenos, a la menor provocación, se van a Miami a mirar gringas; o a Barcelona, para profundizar en el difícil arte del malabarismo callejero. Si alguno elige Perú, lo más probable es que se trate de uno de esos «grafiteros» descerebrados que rayaron un muro incaico en el Cusco.

No fue así para nosotros. En esos años, vedada Argentina por una dictadura similar a la nuestra, y sin vuelos de bajo costo -en realidad, todos los costos eran altos, y todos los vuelos eran bajos, para nosotros-, Perú era la única libertad a mano.

De modo que cruzar la Línea de la Concordia, desde Arica, a ese joven le pareció como atravesar hacia la vida verdadera. Y de hecho, aquel viaje lo marcó tanto que lo repitió varias veces, ampliado. No sólo lo hizo geográficamente -llegó a conocer mejor el Perú que Chile- sino que también re-visitó el país imaginariamente, obsesivamente, cuando años después situó allí el escenario de una novela suya.

Sin embargo, esa medianoche de Tacna, a fines de los años setenta del siglo pasado (y decirlo es como si hubiera pasado un siglo), ese joven escritor apenas había perpetrado algunos cuentos y poemas; estaba muy lejos, todavía, de escribir una novela. Era, más bien, el retrato -o la caricatura- de un artista adolescente latinoamericano (de aquella época). Observémoslo. Lleva una chaqueta liviana con muchos bolsillos, de explorador de los trópicos; una mochila de lona amarillenta; y unas botas de caña alta dadas de baja del ejército chileno. No hay que burlarse. Viajar al Perú con botas de militar chileno le parecería una estupidez -si no una ofensa- a cualquier joven pragmático de hoy. Pero aquel artista adolescente no podía anticipar que la juventud del futuro sería pragmática. Y, como fuera, no tenía dinero para estas mochilas profesionales y los botines de montañista que los estudiantes de ahora se compran cuando van a «explorar» Europa.

Por su parte, el escritor en ciernes había comprado esas botas en el depósito de desechos militares del regimiento Buin, cerca de Santiago, y se sentía muy orgulloso de ellas. La caña alta tenía unos formidables correajes hasta la rodilla, la suela había sido recauchada con neumático, y en la planta se palpaba la cómoda huella de la pata del soldado que las había gastado. Eran unas botas como para cruzar América, y aun África, a pie. (Y de hecho, todavía las sigue usando, todos los días, la protagonista de esa «novela peruana» que el escritor publicaría quince años después).

Aprovechémonos de que sigue inmóvil -detenido en la inmortalidad de la adolescencia- y antes de que prosiga con su exploración de América a pie, registrémosle los bolsillos al artista incipiente, cacheémoslo. En una bolsa exterior de su amarillenta mochila de campaña lleva varios paquetes de tallarines y algunos tarros de salsa de tomate. En otra alforja, junto a su libreta de viaje («iniciático») carga un pesado tomo de «En busca del tiempo perdido». Es de no creerlo ¿verdad? ¿Cómo diablos espera este cuentista inédito conciliar la lectura del «Camino de Guermantes», con el camino de Tacna a Puno, vía Arequipa? ¿Cómo diablos espera, el escritor adolescente, conciliar su vida real con la ideal que se ha prometido? Son preguntas que ahora es tarde para hacerle -y acaso injusto. Sin embargo estuvo allí, lo jura et in arcadia ego»). Convencido de la eternidad de su instante. Ignorante de que su juventud ocurriría «en el siglo pasado». Cargado de Proust y de tallarines.

La tarde siguiente, luego de trocar pesos chilenos por soles a un cambista con su maletín negro, tipo James Bond, en la plaza de Tacna, y de dormir en un hostal (como un ángel, ya llevaba dos mil kilómetros de viaje terrestre desde Santiago), el artista adolescente abordó un bus en dirección a Arequipa. La línea se llamaba «Morales Moralitos». A pesar de la insistente «moralidad» del nombre, cayó la tarde y después la noche y el Morales Moralitos sólo salió cuando logró llenar sus asientos; o sea, con unas cinco horas de atraso sobre la hora prometida. No obstante, ¿qué son cinco horas para un poeta en ciernes -porque también desfoliaba poemas el novelista en ciernes- cuando se va a atravesar el desierto del Harrar, como Rimbaud?

El bus se internó finalmente en la gran llanura pedregosa, camino de Arequipa. Una radio estridente tapaba apenas, a punta de valsecitos, la crujidera de hierros torturados. Por embebido que fuera en su épica Rimbaudiana y -sin notar contradicción alguna-, en la lectura de los salones proustianos, el escritor en viaje advertía que, sentada a su lado, iba una peruana joven y buena moza. Una muchacha delgada, con rasgos indígenas, notoriamente más alta -juzgándola por las largas piernas cruzadas a su lado- que las que había visto hasta entonces. Cerrando su Proust, el poeta arremetió. Para su desconcierto -y aprensión- la peruana resultó mucho más receptiva que una chilena promedio. Es más, resultó francamente alentadora. A la hora de viaje, las lamparillas interiores del bus se habían apagado y una luminosidad vagamente morada, producto acaso de la luna arrastrada que filtraban los parabrisas polarizados, los envolvía en una atmósfera irreal. Los dos jóvenes hablaban con las cabezas convergentes, muy cercanas. O más bien, hablaba solamente el chileno; que tenía «tanto que contar». Porque a esas alturas él ya era un escritor viajero, fogueado. Un Bruce Chatwin chileno, que después de recorrer media América venía a Perú para escribir otro libro. El cual no era, por supuesto, el primero que publicaba. Ya tenía una novela a su haber, y reportajes en sitios peligrosos, como la Nicaragua en guerra, supongo. Los gatunos ojos castaños de Eva (un cuarto de siglo más tarde él devana su memoria y cree que se llamaba Eva) refulgían en la oscuridad. Su blusa blanca se entreabría. La crucecita de plata entre los senos oscuros no intimidaba al joven -a diferencia de las crucecitas de las doncellas chilenas de la época. Menos aún cuando supo que era mayor que él y que trabajaba -hay algo irresistiblemente erótico en una mujer de trabajo, para todo estudiante- como secretaria telefonista, en Arequipa. Habrá pasado otra hora, o dos, quizás. Ella bostezó. Él no quiso interpretarlo como una reacción ante su cháchara, sino como una muestra de confianza: la chica quería dormir (¡con él!). Así que el poeta le ofreció el hombro, para que reclinara la cabeza. Lo hizo (y un cuarto de siglo después el poeta que no fue sigue oliendo el perfume de la pesada melena negra aleonada). Luego, armándose de un valor que ya le parecía obligatorio, el escritor viajero le tomó la mano. Eva no la retiró. Él cerró los ojos y pensó en besarla. Pero decidió que no había por qué apresurarse, que tenían unas nueve horas de viaje por delante. Y luego de eso su estancia en Arequipa, que había previsto durara un par de días y que ahora, en su imaginación, se alargaba junto a ella. Se alargaba como esa carretera recta en el desierto, infinita en apariencia -como la vida misma, a los veinte años. La larga mano de Eva respondía a sus suaves caricias y una extraña embriaguez de libertad copaba el pecho del poeta en ciernes, del escritor viajero, del Rimbaud americano. Tanto que hasta le dolía un poco.

Y en ese momento el Morales Moralitos se detuvo. Frenó chillando en medio de una polvareda. En medio de la noche, en medio del desierto. Con la indecisa luz de los faros delanteros el fogueado aventurero observó una barrera cruzada en el camino junto a un retén militar. Nada más; ni un pueblo, ni una curva en el camino. Sólo esas órdenes afuera, y luego las luces amarillentas del interior que convertían en espejos las ventanillas, y las quejas de los pasajeros despertándose, y el par de soldados que subieron exigiendo documentos. A todos, menos a los chilenos: «¡los chilenos abajo!». El poeta en ciernes observó a Eva; pero Eva sólo le devolvió una sonrisa tranquilizadora. Por otra parte, el poeta venía de Chile y los soldados no le asustaban; o mejor dicho, estaba acostumbrado a vivir con el susto de los soldados. Un susto que, de cualquier modo, habría sido indigno en un viajero tan fogueado demostrar.

Así que nuestro joven saltó a tierra, junto a tres o cuatro chilenos más, premunido de su pasaporte de tapas plásticas rojas, que sólo dos días atrás había hecho estampar con un visado peruano en el consulado de Arica. Un oficial, un tenientillo, estaba sentado en la puerta del diminuto retén, tras un escritorio improvisado con una tabla, revisando los pasaportes. Cuando le llegó el turno al escritor en viaje, este hizo una pregunta osada. Quizás la intoxicación de libertad que experimentaba en los últimos días se le había subido a la cabeza. O acaso lo hizo sólo por si Eva, desde el bus, podía oírle el desplante:

«¿Perú tiene dos fronteras?», preguntó.

El tenientillo lo quedó mirando.

«¿Qué?».

«Pasé la frontera hace dos días. Pero acá parece que hay otra».

El joven oficial tenía los ojos amarillentos y moteados. Como los de un jaguar, pensó muy tarde, el poeta embrionario. Y recordó de inmediato al «jaguar» de la Ciudad y los perros. El jaguar observó al chileno de la cabeza a los pies; es decir, que lo recorrió desde la frente afectada por el acné hasta la punta de las botas militares. Llegado a las cuales sonrió, se relamió (pareció más que nunca un felino) y salió de atrás del escritorio. Parándose frente al poeta le hizo un gesto indicándole que se subiera las perneras de los bluyines. Este pensó negarse, pero algo (quizás la ferocidad de la palabra «sinchi», que no entendía bien pero que había leído) lo hizo refrenarse. Así que se subió con dos dedos, lentamente, casi coquetamente, los pantalones (para entonces el viajero fogueado empezaba a disolverse irremediablemente). Apareció la caña alta de cuero traslapado, asegurada con tres correas transversales. El jaguar miró a sus dos subordinados y volvió a sonreír (pero ahora fue como si una auténtica alegría, la del cazador, lo embargara).

«¿Eris milico, vos?», le preguntó, imitando burlonamente la entonación y declinaciones chilenas.

Quizás el joven viajero (ex fogueado) protestó algo, alegó que era estudiante. Pero lo hizo tartamudeando de tan mala manera que el jaguar no lo oyó. En cambio, este le ordenó que bajara sus cosas del bus. Con una rapidez que sugería que no estaba desacostumbrado ni le desagradaba el asunto, el ayudante del chofer trepó a la parrilla en el techo del cacharro y lanzó la mochila al suelo. El jaguar no tuvo ni siquiera que abrirla. La volteó con la punta de su propia bota y la examinó con su linterna. El desvaído escudo del ejército chileno, e incluso un número de serie en el que ni siquiera el poeta había reparado, aparecieron en la tela gastada. Casi como si delataran y traicionaran a su dueño. Hasta el desteñido del escudo parecía -bajo la luz inclemente de la linterna- un esfuerzo deliberado por borrarlo.

Antes de que el escritor en ciernes pudiera empezar a explicar nada, el bus volvió a partir, dejándolo allí. En medio de la noche, en medio del desierto. Mientras Eva se alejaba, irremediablemente, el jaguar se acercaba.

«Así que espía, el chilenito».

*  *  *

El espía -ex escritor viajero- pasó toda la noche en ese retén del desierto. El teniente dio vuelta la mochila de sus pertenencias. Examinó el mapa de Perú, arrancado de un atlas, gritando que faltaban los territorios arrebatados por Chile. El tomo de En busca del tiempo perdido fue hurgado, acaso en busca de códigos. Los tarros de salsa de tomate y los paquetes de tallarines fueron abiertos, por si tenían doble fondo. El jaguar interrogó varias veces al espía, pretendiendo hacerlo caer en contradicciones. Finalmente llamó por un teléfono, o sería una radio, expulsando a su prisionero a la fría intemperie para que no pudiera enterarse de sus reportes.

Temblando en la noche despiadada del desierto, el poeta maldecía su suerte. Los sinchis se habían quedado adentro, al calor de una estufa. La falta de centinela lo alentaba a fantasear con la posibilidad de una fuga, corriendo a través del desierto, hacia Chile. Luego se imaginaba cayendo, acribillado por la espalda, y se veía devuelto a su patria en una urna sellada. Quizás el único rasgo del oficio que ya tenía a su haber ese escritor principiante, era que no sabía gobernar su imaginación. Sentía más escalofríos al recordar a su tío abuelo Humberto, ya octogenario, blandiendo un sable que afirmaba había pertenecido a su propio abuelo, y con el cual se había batido en las batallas de Chorrillos y Miraflores. Mientras lo enarbolaba, le decía con ojos iracundos: «¡Cuidado, niño, que está tinto en sangre peruana!». Palabras que lo estremecían de placer. Y que ahora lo aterraban. La tortura inminente, el fusilamiento in fraganti del espía, lo que ahora le sucediera, sería simplemente una dilatada justicia por los crímenes de sus mayores.

Más tarde lo hicieron entrar. Y hasta café le dieron, al espía, en lugar de torturarlo. El humor del artista adolescente cambió. Hasta llegó a sentir una incomprensible simpatía por el jaguar. Puede haber sido el síndrome de Estocolmo: la abyecta simpatía del rehén hacia su captor. O que tenían casi la misma edad. O acaso fuera que el teniente era tan fantasioso, y acaso tan romántico, como él mismo. E igual que él, el jaguar no lo sabía. En cierto modo, esos tres sinchis peruanos parecían como los soldados de El desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati. Siempre esperando un ataque enemigo que debía venir del horizonte y nunca llegaba. Y ahora había llegado un espía. Qué más aventura que esa podía esperarse. Para el jaguar y para el viajero. Y así, en algún momento, el poeta se quedó dormido.

A las diez de la mañana los sinchis lo despertaron. No fue para fusilarlo, si no para embarcarlo en otro bus -que tuvo que pagar de nuevo- rumbo a Arequipa.

Nunca supo qué lo salvó. No puede descartarse que el jaguar le haya tomado simpatía también. O que recibiera un llamado de su comandante ordenándole que se dejara de cojudeces y de andar capturando espías que leían a Proust y se alimentaban de tallarines. Aunque lo más probable -piensa ahora el candidato a poeta que no fue- es que lo hayan salvado las botas. Las botas que el jaguar le hizo sacarse en algún momento de esa noche, para cachearlas en busca de cuchillos o mensajes, seguramente. Y que al voltearlas mostraron el recauchado con neumáticos de automóvil que había reemplazado a las suelas podridas.

No, los espías chilenos podrían ser huevones, como este, habrá pensado el jaguar, pero nunca tan mal vestidos. Sólo un poeta podía ponerse esas botas. Sólo un poeta miserable, y malo, por más señas. Un poeta sin futuro como el que había escrito esos versos ridículos en su diario de viaje «iniciático». Versos que esa noche el jaguar les había leído en voz alta, a sus subalternos, partiéndose de la risa.

También pudo ser en ese momento cuando empezó a gestarse, entre ellos, esa forma de la simpatía llamada respeto. Pues si el poeta no protestó y hasta se rió también cuando se reían de sus botas, sí que se quejó, y muy dolido, cuando se carcajearon de sus versos. Podían reírse de lo que pisaba pero no de lo que soñaba. «¡Eso se respeta, carajo!».

Fuera por simpatía, por lástima, o por respeto, el caso es que a la mañana siguiente lo soltaron. Y hasta le convidaron a modo de desayuno lo que había sobrado en el retén; los soldados peruanos compartieron su rancho con el mal poeta chileno.

Años después el escritor ha reflexionado que su mínima experiencia refuta la maldición de los nacionalismos mejor que un silogismo o todo un ensayo. Cuando las gentes se conocen, cuando cruzan las fronteras que los separan, y sobre todo cuando se exponen en la pobreza de sus medios y la consiguiente ridiculez de sus sueños (la pobreza de sus botas y la tristeza de sus poemas), lo que descubren es que, en el fondo, pertenecen más a la patria común de la humanidad que a las zafias parcelas de la geografía política. Sean soldados o poetas.

La barrera en medio del desierto se levantó, y el segundo Morales Moralitos partió con el artista adolescente a bordo. El Rimbaud americano respiraba aliviado, sonreía casi orgulloso, se sentía más «fogueado» que antes. La libertad sabe mejor cuando se ha perdido, pensaba, mientras el bus se alejaba en dirección a Arequipa. Ahora subiría a las orillas del Titicaca; bebería y bailaría toda la noche siguiendo la procesión de la Candelaria, en Puno; casi se moriría de soroche; se recobraría en una choza india en la isla de Taquile (¡Shangri-La!). Haría el camino del Inca. Cruzaría la cordillera descolgándose hacia la selva, navegaría hasta Iquitos, remaría por el Nanay, en dirección a Colombia. Todo eso haría (y lo hizo, hace más de un cuarto de siglo, lo que suena como un siglo). Pero antes se detendría en Arequipa, para encontrarse con Eva...

Y en ese momento se pegó una fuerte palmada en la frente. No sabía la dirección, ni el teléfono, ¡ni el apellido siquiera, de Eva! Ni tiempo le habían dado para despedirse de ella. Nunca volvería a verla.

Madrid, abril de 2006.





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