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El reencantamiento de la realidad: «La orilla oscura», de José María Merino

Germán Gullón


University of Pennsylvania

BASILIO
porque quizá estás soñando
aunque ves que estás despierto.
SEGISMUNDO
¿Qué quizá soñando estoy
aunque despierto me veo?

Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño                






Al iniciar la lectura de una novela, notamos en seguida la consistencia del mundo ficticio allí inventado. Los hay que poseen enorme solidez, el texto rebosa de imágenes familiares, verosímilmente conocibles. En otros, por el contrario, experimentamos la ligera reciedumbre de las palabras, pasamos por el texto agarrados a ellas, pues más allá (debajo) quizás haya niebla o el vano de la puerta sólo deje ver un humo dormido. Esto es, sin duda, una mera impresión, el género ha tejido una red de gran resistencia, formada por interreferencias a textos desplegada por el autor al lanzarse a la aventura creativa, y que el lector competente percibe en la página. Solemos aludir a esa red con el concepto de literalidad, es decir, todo cuanto en el texto permite identificarlo como literario, lo familiariza con la tradición novelesca. A este respecto, me parece de primordial importancia analizar la última entrega de José María Merino1 revisando tales ligazones, ya que ayudan a entender su con-textura.

Merino, desde su primera novela, La novela de Andrés Choz (1976), se inserta en una corriente novelística moderna presente en ambas vertientes del mundo hispánico y en literaturas de distintas lenguas, a la que aludiremos diciendo que abarca a todas aquellas obras en que la realidad vuelve a ser reencantada, y quizás Cien años de soledad (1967) sea la muestra tópica en tal vena. El realismo, el naturalismo, y demás tendencias fuertemente abocadas a la reproducción mimética de lo externo, fueron poco a poco robándole el misterio con que dotaron los románticos a lo real2. Ahora, en pleno postmodernismo, un sector de los creadores españoles, encabezados por Juan Benet, y entre los que cuento a José María Merino y a José María Guelbenzu, han emprendido la tarea de devolverle a la realidad sus cualidades impalpables -por caminos que no tienen nada que ver con los de Márquez-, auscultándola desde la penumbra de los recuerdos, de lo soñado o lo simplemente intuido, sin por eso abandonar la vía experimental, el perpetuo cuestionamiento de la lengua literaria y de las técnicas novelísticas.

Sustenta el discurso meriniano una red de hilos tejida con materiales pertenecientes a diversas maneras literarias. Se inserta, en principio, el hilo que podríamos llamar «la realidad creada captura lo evanescente»; pasa por Marcel Proust y por Juan Benet, llegando a un centro de gravedad: el ambiente leonés, lo que engendra un texto en equilibrio inestable. León capital, con sus paseos, Papalaguinda, Ordoño II, los pueblos ciudades de la provincia, Trobajo y Astorga, sus pantanos, las leyendas de la región, se dan de alta y configuran el referente físico, aunque la cualidad de tal realidad, e insisto, provendrá de las reverberaciones emitidas por aquellos lugares y sus gentes3. Ese halo de irrealidad lima el prosaísmo cotidiano, dotando al espacio novelesco de efervescencias anímicas; al defamiliarizar los objetos se les reviste con el aura de su misterio originario. A veces, tales vibraciones provocan en cuantos las viven alucinaciones de pesadilla, a lo Franz Kafka o Joseph Conrad; por ejemplo, cuando el personaje despierta y se siente diminuto, o emprende un viaje en lancha sintiéndose otra persona. Las dificultades del ente de ficción en encontrar su identidad recuerdan también los mundos de Jorge Luis Borges («El Sur»), de Carlos Fuentes (Aura), o de Juan Rulfo (El llano en llamas). Por medio de diversas alusiones intertextuales, concurren asimismo en el texto, Miguel de Unamuno (Niebla), cuando el autor introduce a un personaje pensado como mera invención de otro; al verlo luego llamar a una puerta recordamos al don Romualdo galdosiano (Misericordia); igualmente, las continuas referencias a la vida como sueño invocan la memoria de don Pedro Calderón de la Barca.

La evanescente realidad ficticia esbozada prestará escaso apoyo a unos seres perdidos en el marasmo existencial, los lugares por donde transitan carecen de la fijeza referencial suficiente para permitirles forjar un modo de ser. Y la manera de presentarlos, abundante en sorpresas, súbitas apariciones socavan definitivamente toda fijación, pues el hilo textual carece de la solidez del realista, parece hecho de una mezcla de seda (ensoñaciones, cuentos orientales) y la cuerda floja de las manipulaciones metaficticias de los escritores modernos.


Materiales caleidoscópicos

La elaboración artística de La orilla se explica bien haciendo referencia a ciertos procedimientos de la caleidoscopía. Al igual que al ir acumulando en la lente los diferentes colores y formas de los cristales, que colocados en la lente caleidoscópica ofrecerán figuras distintas, así ocurre con el texto bajo escrutinio. A una imagen del protagonista, profesor en USA, que dicta un seminario en un país americano antes de regresar a su León natal, se le sobrepone la de un lejano pariente, miembro de una rama desgajada por un siglo de la española, con quien se identifica. Negando a ocupar su cuerpo, la casa y el tálamo matrimonial. Después, al escuchar una historia a un piloto de una lancha en la que va de vacaciones, reconoce en el protagonista características suyas o de su primera encarnación. Palaz, así se llama el personaje de la historia del lanchero, es identificado en la historia de Nonia, la ex-novia del piloto, con un peregrino. Mientras Marzán Lobato, otro personaje del relato del lanchero, sostiene que Palaz es un ser apócrifo, una invención suya. Este juego de las metamorfosis a modo de giros de caleidoscopio sincronizados con el progreso de la novela ofrecen las múltiples reencarnaciones del protagonista. Lo mismo acontece con los lugares y los objetos, lo visto en el país americano, evoca en el profesor su tierra natal, y viceversa, los objetos patrios se parecen a los hallados al otro lado del mar.

El autor gira el caleidoscopio para que varíen las figuras y ocurran nuevas metamorfosis; cuando torna hacia un lado, la realidad se contamina de lo onírico, y el personaje se sueña un pariente americano; cuando lo vuelve en el sentido contrario, lo soñado cobra entidad efectiva. Existe un movimiento paralelo y convergente con el espacial (los espacios oníricos de lo positivo) en que el presente y lo pasado combinan sus posiciones, éste se hace más vívido que aquél y al revés.

La realidad, a nivel de la historia (fábula), abarca ambos, lo soñado y lo verídico, produciendo una espacialidad atemporal. El espejo stendhaliano no refleja el camino, sumido en nieblas de penumbra donde se celebran oscuras comuniones, situaciones que se duplican, con su cara y envés, desdoblamientos personales; al ver un retrato del pariente lejano el profesor reconoce rasgos del padre -recuerda La náusea, de Jean Paul Sartre. Semejante énfasis en lo cambiante, refuerza las nebulosas acuñaciones de lo externo, su continua mutación. Más bien que la realidad, varía nuestra percepción de la misma.




Estereoscopia y diseño

Una característica de la obra de Merino no aludida todavía, es el aspecto visual y las particularidades de su empleo. Leemos en el texto varios despertares del personaje, la obra misma arranca en el momento cuando los sueños le anublan aún los perfiles del entorno. En ese primer despertar, el profesor siente que más que el sol entrar por la ventana y llenar de luminosidad la estancia, que alguien ha dalo a un interruptor, y que una bombilla ilumina una enorme nave. O dicho de otra forma, los espacios a su alrededor aún sin concretizar originan la sensación de habitar un vasto espacio lleno de luz. Esas enormes naves despobladas nos recuerdan las contempladas en las películas de Fellini o de Buñuel, y los vacíos, los cuadros de los pintores contemporáneos, los de Picasso, en que una gran mancha de color, prolonga la profundidad de la tela. Son los huecos desposeídos de realidad figurada. Pronto, lo efectivo se impone, y los objetos del ajuar doméstico comienzan a amueblar el ambiente en derredor. Merino duplicará esa experiencia visual, proviniente del cine o de la pintura, en un espacio al que el sueño dota de profundo misterio y la realidad de la vigilia de relieve. Recuerda el cuento de Borges «Las ruinas circulares», en que el soñador comienza con un vacío, y luego piensa un corazón y su latir, hasta que por fin, la imagen del hombre cobra consistencia, llena la oquedad.

Digo esto, porque La orilla está construida a modo de ese objeto óptico denominado estereoscopio, a través del que miramos con ambos ojos, y en el que finalmente las dos imágenes adquieren matices concretos. Lo onírico se inserta en lo efectivo cobrando un relieve referencial, sin perder el carácter de ensoñación.

La atención lectoral al recaer en lo real se empeña en imponer coherencia a los episodios y se ve impedida por el carácter de los mismos, resulta difícil conformar un todo, dotar al conjunto de un relieve lógico. Apropiadamente, el protagonista-profesor es especialista en el estudio del realismo decimonónico español, empeño deconstruido por el texto. Todo intento de dar continuidad lógica al relato se escapa a los mejores esfuerzos. El profesor, al convertirse en el pariente americano, no efectúa una transmutación explicable, como lo sería si fuese sólo una identidad adoptada en el sueño. Nunca sabemos si lo sucedido pertenece al terreno de lo onírico o no. Esa imagen en relieve que ofrece el estereoscopio en el punto de convergencia de las imágenes vistas a través de los dos ojos, no tiene lugar.

Y ello se debe a las características mencionadas del discurso meriniano, al singular esfuerzo compositivo mediante el que las diferentes historias inciden unas en otras, y entre todas deconstruyen la historia eje, la del profesor. Dos de ellas proveen una base legendaria al relato: el cuento de la tía Marcelina y la de Nonia. Suponen el trasfondo donde la identidad del ser queda pluralizada, y justifican las incesantes metamorfosis. Y repito, son historias, hecho decisivo en cuanto explica que el acceso a la orilla oscura de la existencia es experimentado gracias a las distorsiones ópticas, los súbitos escalofríos experimentados al advertir presencias ausentes, sumadas a nuestras lecturas, cómplices en la labor de conformar la visión humana.

La historia semilla es la de tía Marcelina, en que un dios-lagarto de piedra a cuyos pies viene a sentarse un soldado, toma el cuerpo de éste, y continúa el retorno del militar a casa, donde lo esperan la mujer y los hijos. La esposa nota un brillo extraño en los ojos, y tras consultar a una anciana entendida en conjuros decide someterlo a una prueba, que le devolverá a la piel de reptil. La moraleja de las metamorfosis parece evidente, la pervivencia de la posibilidad de sufrir mutaciones, de adquirir la figura de otro; la historia se la contaba la tía al protagonista, ahora convertido en el pariente, cuando niño, al acostarse. Así pues, tenemos la historia de la metamorfosis a la orilla del sueño, lo que dotará a las alteraciones del protagonista de la indeterminación de cuanto ocurre en la duermevela.

El relato de Nonia presenta a Susana, una francesa que enseña a la joven francés y música; un día la maestra refiere a la alumna su llegada a león. Enamorada de un fraile músico, huyó de casa con el amante, iniciando un peregrinaje por el Camino de Santiago. Nonia yuxtapone al poco las correrías de los peregrinos sacrílegos con una leyenda del siglo XII perteneciente al folklore tradicional del Camino. El cuento de Nonia añade, por tanto, un elemento al del lagarto, las duplicaciones y metamorfosis ocurren en el espacio sí, y también en el tiempo. La leyenda y lo resbaladizo de sus contenidos supone un primer círculo difuminador de la fábula central.

La interiorización de los relatos comentados se efectúa en el del lanchero. De las leyendas, historias folklóricas, pasamos al relato también oral que el piloto hace al protagonista, pero poseedor de carácter reflexivo. El piloto que en león era escritor y fotógrafo, había emprendido la búsqueda de un escritor con quien se sentía afín para que le ayudase a redondear su novela. En este punto, la obra se vuelve autoconsciente, una reflexión sobre sí misma. El admirado Palaz autor de una ficción, donde un emigrante a América ve desde su casa un cerro, que le parece uno del pueblo natal, y nunca se atreve a doblarlo por miedo a no encontrarse en su tierra, cerrará la trama de manera original, «la peripecia se enredaba de modo circular» (p. 141)4, y nunca sabemos qué vio el paisano. El joven logrará tras reiteradas pesquisas contactar a un crítico del desaparecido, Anastasio Marzán lobato, quien le deja perplejo al negar la existencia de Palaz, diciendo que es un apócrifo, invención suya. El giro unamuniano descorazona al muchacho, y mayúscula será la sorpresa cuando el escritor aparezca de improviso en la puerta de la casa donde convive el novel escritor con Susana. Palaz, nuevo don Romualdo, tiene la misma solidez física que el cura galdosiano. Desgraciadamente, cuando el joven somete su novela al juicio del aparecido -una obra en que «el viajero que regresa es el viajero que huye aterrorizado, el viajero que huye es el viajero que, lleno de esperanza, regresa al hogar, y la persona que permanece, ni espera ni recuerda» (p. 156)-, éste desaparece con Susana, representando otra vez la historia de los peregrinos, y deja al muchacho sin solución para el dilema final.

El desenlace de la narración de Palaz y de la del piloto resulta ser la misma de la ficción total, según sabremos en la última página, el profesor de regreso en león visita a un admirador de sus escritos, que habita en la casa que fue (¿es?) del lanchero. Con ello se cierra el círculo, Palaz, Marzán y el profesor convergen en la misma persona, o se lo sueñan. Solución que no lo es en el sentido lógico, ya que la novela acaba como las de aquellos, cuando penetramos en la orilla oscura, perdemos la seguridad del entorno físico, donde un pasillo de la casa paterna asemeja o es una senda de la selva ultramarina, en que lo soñado y lo vivido carecen de fronteras.

Cabría decir que el efecto estereoscópico de ver con dos ojos, de percibir a la vez las realidades onírica y la física casi se produce, casi se juntan, se aúnan en una imagen, sin llegar nunca a hacerlo.

Los diversos niveles mencionados, el legendario, el literario, en que el texto se vuelve sobre sí mismo, a través de duplicaciones que replantean en formas diversas el texto que leemos, y éste a su vez asume todas los demás, para devolver nos a la incógnita planteada en el nivel que llamamos literario, donde el misterio permanece irresoluble. En este sentido la narración es circular, vuelve sobre sí misma, reencontrando la incógnita inicial.

Hemos repasado en el efecto caleidoscópico, el continuo juego de mutación en las identidades, su inserción estereoscópica en un texto complejo de relatos superpuestos. Entre el personaje que se metamorforsea y las historias que lo cuentan, formando el núcleo del diseño, encontramos las relaciones inmediatas entre los personajes (los episodios), que a modo de enlaces se organizan en figuras triangulares, y que luego se interrelacionan con los personajes en otras historias, en triángulos diversos.

Pensando la novela como un tetraedro, sugerencia que aparece en el relato del lanchero, encontramos un triángulo base, compuesto por Sus, ex-amante del profesor, a él mismo y a su pariente. En otro triángulo tendremos a Susana, al piloto y a Palaz. Sus se ha convertido en Susana, Palaz reencarna al profesor a quien se asemeja: ambos son profesores, de parecida edad, y enseñan en USA. En la fábula de Nonia, Susana es la peregrina y Palaz el peregrino. Y en un triángulo final, aparecen el piloto joven, entonces escritor, su admirado Palaz y Marzán, cuando Palaz era el novelista-fantasma, y Marzán, el crítico creador de Palaz. Según estas personas van tocándose, entrando en contacto, cobran diversas personalidades. Es como si hiciéramos girar el tetraedro en el vacío, simulando el paso de las páginas, y la identidad de los personajes que ocupan los varios ángulos se confundiese, acabando por hacerse una. Por eso, el protagonista se encontrará con Sus, una antigua novia, en la selva, convertida en la peregrina, yendo a Santa Margarita, hacia donde también se encaminó un pasajero barbudo (Marzán), el peregrino, a celebrar una fiesta en honor de San Santiago de Gali, duplicación del peregrinaje por el Camino, de la historia medieval y de Susana.

Por tanto, Merino nos ofrece en la novela un juego de metamorfosis abismado en un espacio multirreflector. Por eso, debo añadir que los triángulos mencionados son sólo los básicos, existen más. Supone un continuo irnos mostrando el frente y el envés de la situación; las percepciones lectoriales se sintonizan con las de los personajes sumiéndonos en una perplejidad que compartimos con el personaje.




La narración

A nivel narrativo, la novela va a duplicar el proceso de hechizamiento a que nos somete el diseño, empleando un narrador-mago que tras encantar al personaje en la estructura narrativa lo conducirá al encuentro definitivo consigo mismo. Comencemos, pues, con un conocido ejemplo que habla de encantamientos y alusiones y las subraya con la expresividad verbal, me refiero a la primera línea del relato de Borges «La ruinas circulares»: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche». El «lo» alude a un ser innominado, de quien acabaremos sabiendo que se trata de un sueño del supremo soñador. La utilización del pronombre «lo» evita a Borges conceder al personaje mayor peso específico del necesario, le escamotea el nombre dejando indefinida e intercambiable su identidad. José María Merino se vale en La orilla de un narrador al que oímos únicamente la voz (como acontece en los trances hipnotizadores), él tampoco bautizará al protagonista, a quien conoceremos por sus atributos personales, la profesión, el origen leonés y su investigación del realismo decimonónico. En vez de ser el tradicional sujeto de la acción, será, en principio, a quien le suceden las cosas, o sea, más objeto que sujeto. Su existencia textual depende absolutamente de la voz que lo recrea, la cual al pronominalizarle lo abre a posibles contaminaciones, a ser sustituido, ya que el pronombre es una forma gramatical común atribuible a cualquiera, cuando carece de atribución.

Sin embargo, el protagonista desempeña el papel de focalizador5, de quien ve, el que ajusta la lente narrativa. «Fue entonces cuando vio aquello puerta ... Desde el fondo de la sala un hombre culto, inmóvil le contemplaba fijamente» (p. 61). Aunque como revela el ejemplo, en que el personaje es mirado por el retrato de un antepasado que guarda un sorprendente parecido con su padre, es asimismo lo localizado. Postura paradójica, en la que quien ve recibe una imagen de vuelta. No es que la lente esté empañada (impresionismo) o distorsione la figura (esperpento), sino que al mirar como si le diera el sol, emite sus propios reflejos. Así pues, el personaje aparece mesmerizado por su propia situación en la misma estructura narrativa. Esta duplica el encanto ejercido por la realidad caleidoscópica al ser de ficción.

Además, el personaje proveerá el punto de vista, verbos como «imaginó» (p. 16), «le sugirió» (p. 17), «comprendió» (p. 17), «sonrió» (p. 21), o frases del estilo de «la visión de los paseantes le incitó al movimiento» (p. 22), le asignan la función de perspectivizar los sucesos. Esos verbos son las bujías que guían la extracción hecha por el narrador de lo hondo de la historia de aquello que la lente focalizadora ha percibido. En resumen, en el primer movimiento narrativo [1], el narrador provee las palabras, habla con la calma y objetividad del mago que ayuda a alguien en trance a recordar lo que le causó tal estado, verbaliza los pensamientos y percepciones de una persona mesmerizada por la visión del entorno. El narrador-hipnotizador quiere sacar al sujeto del encantamiento, enfrentarle con el mundo.

La imparcialidad del narrador ante el espejismo localizador le permite constatar en los pocos casos en que, por conducto del estilo indirecto, oímos al personaje, los cambios de identidad. Al puro comienzo le oímos expresarse en castellano: «'Nunca volveré a ese museo' decidió. 'No volveré nunca, nunca,' murmuró» (p. 17), y luego cuando sueñe o encarne el cuerpo del descendiente, sus inflexiones tendrán un deje latinoamericano: «-Ya no me friegue más» (p. 88). El fenómeno de ventrilocuismo tampoco es, por otra parte, extraño al hablar bajo el influjo hipnótico.

Resulta crucial indicar también el carácter pretérito del texto, y basten los ejemplos citados (sugirió, comprendió, sonrió, etc.) de prueba. El desarrollo de la acción pretérita se expresa casi siempre con el imperfecto: «salió [pret.] del lecho entonces se acercó [pret.] a la ventana. Afuera estaba [imperf.] la calle» (p. 22). El «entonces» remite al presente de la enunciación, en el que el mago-narrador bucea por los recovecos de la existencia del personaje, manifiestos en sus actuaciones pasadas en el tiempo de la fábula. Todo lo cual nos recuerda que los lectores estamos por encima del personaje, permanecemos en el nivel del narrador. Asistimos a las manipulaciones del narrador para traerlo al ahora; entender la diferencia entre el tiempo de la enunciación y el de la historia permite ir notando cómo van a acercase en el transcurso del relato, como va a ir surgiendo la conciencia del ser mesmerizado.

De hecho, la sensación de pretérito se reduplica cuando notamos que lo vivido por el personaje es mencionado vía una serie de analepsis. Por ejemplo, «el descubrimiento del museo [cuando el protagonista se acerca al cuadro del antepasado] había sucedido al final de la primera semana de trabajo» (p. 24), y en el tiempo de la narración estamos en la tercera, un mes después, tiempo presente del tercer movimiento en que el personaje saldrá no de sus dudas existenciales, solamente de la hipnotización narrativa a que lo someten sus funciones. O sea, que se crea un sentido de distanciamiento, aumentado cuando pronto leamos la historia del lanchero inserta en la del narrador, como en una caja china; el desdoblamiento y una consiguiente analepsis nos aleja aún más del tiempo de la enunciación. Es como si con los prismáticos dirigidos al ahora, contempláramos el pasado, en el que se entrecruzan vidas distintas, que al ser contadas entran en relación intratextual. El estereoscopismo apuntado en el diseño cobra aquí pleno significado.

Entre el final del primer movimiento narrativo [1], cuando el personaje central se sume en la pesadilla de vivir la vida de un pariente, que quizás sea sueño o no, y el comienzo del segundo [2], la historia del lanchero, existen unos capítulos dedicados a exponer la leyenda del lagarto, los cuales funcionan a modo de túnel mágico. Al penetrar en ellos la persona se difumina, el profesor se convierte en su pariente, si bien nunca sabemos si se trata de que lo sueña o de que en verdad ha adoptado la personalidad del descendiente. Cuando termina el segundo movimiento [2], el personaje penetrará de regreso en el túnel difuminador, la historia del lagarto, antes de iniciar el último movimiento narrativo [3]. Por tanto, la estructura del diseño narrativo resulta muy simple: 1-t-2-t-3. Veamos de cerca la primera mutación, en el capítulo «La orilla oscura». Allí, se narran dos historias paralelas, la oral de la tía Marcelina sobre el lagarto, que se la cuenta al pariente cuando era niño (que duplica la situación del personaje en su propia historia), yuxtapuesta al sueño-leyenda del chiquillo en el momento en que encontró una iguana (que duplica la posición narrativa del personaje mesmerizado), quedando paralizado al verla. Se mezclan la historia murmurada al oído con lo soñado, las leyendas con sus sugerentes imprecisiones se suman al estado onírico del personaje, le van llenando de murmullos. Esos murmullos parecen ser como la nana que adormece el sentido de la realidad del personaje y lo conduce a perderse por los caminos del ensueño, de lo irreal. Mas, el que la tía se dirija al niño con un Ud. forma latinoamericana del tú familiar: «Duérmase ya, o mañana no le contaré el resto» (p. 106), anticipa el cambio de status del personaje en la narración, el piloto lo interpelará también con el Ud., «pero dirá usted que qué voy a decir yo» (p. 174).

En el segundo movimiento [2], la forma de tratamiento personal sustituye al pronombre «le», el lanchero lo reserva para referirse a sus fantasmáticos seres. «Le oí rebullir un momento» (p. 183), dirá refiriéndose a Palaz; o, «le recordaba exactamente un punto determinado de su pueblo» (p. 140), explica Palaz de su personaje. Nuestro protagonista no es ya lo contado, pasa a desempeñar la función de narratario, el conformador del sentido de las palabras del piloto. En consecuencia, los lectores que antes entendíamos la historia con el narrador, por encima del personaje, nos acercamos al intérprete-testigo de la narración. La distancia texto-lector queda reducida al asumir el protagonista la función de narratario en la estructura narrativa, aunque nunca pierde la entidad de personaje que parece vivir una pesadilla en la que invade un cuerpo extraño. Estamos todavía a un nivel por debajo del narrador principal, recuerden, estoy hablando de la narración de piloto, contenida como en las cajas chinas en el texto principal; de momento, sólo quiero anotar la emergencia del personaje en la superficie comunicativa del texto. Esta historia del lanchero y sus duplicaciones actúan de talismán narrativo; el personaje, anublado por los extraños sucesos que le ocurrían viene, al escuchar situaciones semejantes a la suya, a confirmar que su caso no es único y de la imposibilidad de hallar un final lógico, que explique el enigma de la existencia.

Al terminar la historia del lanchero, la del lagarto reaparece actuando de cámara de decomprensión [t], en la que progresivamente el protagonista recobra el papel central; la impresión inicial de que vivía un mal sueño ha sido internalizada al escuchar casos parecidos al suyo, sin aclararle la esencia de la realidad, «Seguían subsistiendo en él, con la figura de una quemadura, los recuerdos del personaje que haga soñado ser» (p. 321).

En el tercer y último movimiento [3], la textura narrativa sufre una considerable modificación. El narrador hablará directamente al personaje usando la fama de segunda persona, tú. «Pero no entrarás en la galería. De pronto, olvidarás el dios lagarto» (p. 342). Al narrador impasible del comienzo lo ha sustituido uno que desempeña las funciones enunciadoras, corre a cargo del punto de vista, localiza la acción e interpreta lo localizado, desde el futuro. No es ya un mero verbalizador, ajeno a cuanto le suceda al personaje, sino el mago adivino que esgrimiendo un talismán lo guió hipnotizado por las vueltas y revueltas (izquierda, derecha, pasado, presente) de la fábula, y que el relato del lanchero le enfrentó con una historia que reflejaba ad infinitum la literatura existente sobre el asunto, desde lo legendario a las creaciones borgianas o de Rulfo recientes. Y ahora te instruye para que alcance su final, sin perderse en ningún círculo de la trama. Da la palmada y el personaje se despierta. El narrador termina ocupando el yo de la conciencia, que a manera de oráculo le vaticina al tú hipnotizado lo venidero: la repetición del pasado. El que cuenta (yo) y los escucha, personaje (y tú, narratario), y los lectores nos damos de alta en el presente de la enunciación para re-vivir la eterna situación en que ignorantes de si soñamos o estamos en la vigilia confrontamos el dilema existencial. Se cierra la obra, cuando el profesor va a casa de su joven admirador, duplicación de la llegada a casa del joven novelista, simbólica del inescapable y circular destino humano: «Pues así termina, así comienza verdaderamente todo» (p. 347).

Para presentar el relieve evanescente del gran sueño que es vivir, el escritor leonés (Merino, en esta ocasión) creó una superficie textual esmerilada, donde el foco narrativo ilumina ángulos insólitos, refleja lo inesperado y acaba por hipnotizar al personaje, momento en que el narrador y su magia cierran el círculo infinito al enfrentarlo con la verdad. José María Merino reencanta la realidad, que recobra su sutilidad, pierde lo enojoso que pesos y medidas, horarios, resistencias de materiales, planificaciones de orden vario le robaron, y nos la ofrece con toda su seducción. Si la novela nació, como opina Milan Kundera, en respuesta al cartesianismo de la razón pura, La orilla oscura y cuantas obras leemos en esta vena, devuelven a la realidad el misterio que las ciencias sociales, la estadística, la ciencia en general, le han robado.







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