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El teatro expresionista de Valle-Inclán: «Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte»

María del Carmen Bobes Naves

Universidad de Oviedo

La renovación del teatro

El teatro de finales del siglo XIX, el realista, el naturalista, la comedia burguesa, la «obra bien hecha», se basa en una concepción mimética del arte dramático y en una confianza prácticamente total en la eficacia de la palabra para crear fabulaciones y desarrollar sus historias.

Paralelamente la crítica y la teoría literarias dramáticas valoran y argumentan en tomo a las dotes de observación y al ingenio del autor, a la verosimilitud de las escenas de la obra y a la habilidad para crear caracteres que vivan por sí mismos, fuera del texto.

A pesar de estas correspondencias entre creadores y críticos y a pesar de que el «sistema de pesas y medidas» compartido permitía al público valorar las obras y tener seguridad en sus juicios a la vez que orientar sus gustos, el teatro no lograba, como lo había hecho en la Grecia clásica, en la época isabelina en Inglaterra, o en el Siglo de Oro español, una identificación con los temas y formas de vida de una sociedad y una cultura que le sirven de marco. A medida que el teatro se aproximaba más a los temas «reales» parecía que el público se alejaba más de la representación.

Clarín, en el capítulo XVI de La Regenta da cuenta de cómo era un teatro de provincias en el último cuarto de siglo: el público mostraba una total indiferencia por la representación: el teatro se había convertido en el espacio de encuentro entre los espectadores que pasaban su tiempo hablando, tejiendo, observándose, etc., y únicamente volvían los ojos hacia la escena cuando se producía una anagnórisis ruidosa -cosa frecuente en las obras. En cuanto al edificio, el espacio escénico, los decorados, etc., eran viejos, caducos, inservibles, porque eran restos de un teatro a la italiana y se utilizaba para comedias burguesas cuya escenificación exige invariablemente «sala decentemente amueblada».

Parecía que la representación de la «realidad» no resultaba un proceso interesante para el público y tampoco parecía adaptarse bien al arte dramático en sus aspectos espectaculares; por otra parte el predominio del texto era bastante notable y la creación dramática se acercaba cada vez más al género narrativo: todo se fiaba a la palabra, los actores se iban convirtiendo en recitadores y el escenario un lugar para sentarse y contar historias pasadas.

La situación de «escuela» de los autores, la indiferencia del público y el escaso interés de un arte dramático estancado en las formas textuales y en la representación, va a cambiar a lo largo de los años del siglo XX mediante alteraciones formales, mediante cambios ideológicos en todos los órdenes de la cultura, mediante actitudes vitales nuevas que derivan, en parte, de las nuevas tecnologías y del desarrollo científico.

De un modo directo, o de una forma vicaria, en el último tercio del siglo XIX y durante los primeros años del siglo XX van penetrando novedades en el texto y en la representación dramática que los alejan de las formas miméticas y de las aproximaciones al género narrativo.

En un intento de señalar algunas líneas de cambios y de penetración de novedades técnicas, vamos a proponer una visión panorámica de las causas más generales de los cambios y de las corrientes más directamente vinculadas al movimiento expresionista. Como toda síntesis histórica -ya lo sabemos- será incompleta, pero además será falsa porque ninguna de las obras del nuevo teatro se explica en una sola de las orientaciones: generalmente los textos acogen novedades procedentes de varios ámbitos y motivos. A pesar de todo dibujamos ese panorama, cuyo valor parcial admitimos, como marco general para situar las relaciones más destacadas de las obras dramáticas expresionistas de Valle-Inclán.

Señalamos en primer término el cambio que se produce a finales del siglo XIX en la valoración de los signos no-lingüísticos del escenario. Es un hecho motivado por un avance técnico: el descubrimiento de la luz eléctrica que permite iluminar el escenario en forma independiente de la sala y permite destacar expresiones y gestos en primeros planos, cosa que antes era imposible en el teatro. Es un hecho técnico que repercute de un modo extraordinario en el teatro, y que condiciona directamente la expresión en el cine y en la televisión donde es la base de recursos específicos. El cambio que considero más sustancial respecto al teatro consiste en que la iluminación en primeros planos impone una lectura determinada. Hasta que esto fue posible, el espectador debía y podía elegir su punto de observación y centrar su interés donde quisiera; ahora, con la luz polarizada, la iniciativa pasa al director de escena que puede ofrecer una lectura selectiva de cada plano del escenario, y, por tanto, puede imponer un orden o un modo de lectura, es decir, una interpretación. La luz permite también, como recurso sintáctico, establecer relaciones de coordinación entre varios objetos, o entre varios personajes, sobre los que el cañón de la luz impone el mismo tratamiento, o sobre los que en forma simultánea o sucesiva la luz da una misma coloración. Aparte de este uso funcional, la luz puede asumir y expresar valores semánticos en la presentación de ambientes y de personajes: la luz difusa puede expresar una situación de nostalgia, de ruina, piénsese en la puesta en escena de algunas obras de Chéjov (El jardín de los cerezos), o la versión de Doña Rosita la soltera de Lorca escenificada por Lavelli, donde la luz tiene un sentido distanciador semejante al que puede tener una música suave de fondo. Se puede presentar el escenario iluminado cenitalmente y de un modo uniforme para dar el mismo plano a todos los personajes (Brecht), o se pueden establecer oposiciones de ambientes mediante oposiciones de iluminación, en escenarios partidos, o seguidos, etc., como han hecho Strindberg, Lorca o E. Wolf.

Estas posibilidades, entre otras que ofrece la luz a los autores y directores de teatro, hacen reflexionar sobre la naturaleza del signo dramático. El teatro que se había reducido prácticamente a la expresión lingüística y paralingüística, se muestra como un espectáculo en el que pueden utilizarse con eficacia funcional y semántica otros sistemas de signos, y se inicia así una etapa de experimentación, no solo con la luz, sino con otros signos, de tipo cinésico, proxémico, objetual, sonoro...

Pero no son solamente hechos de tipo técnico los que hacen cambiar la concepción dramática. Vamos a mostrar, acudiendo a obras concretas de Valle-Inclán, que las alteraciones técnicas de las formas de expresión repercuten en forma inmediata en el concepto de acción o de personaje, y a la inversa, que cualquier cambio ideológico que afecta a las relaciones, conductas o realizaciones humanas en la obra dramática, se traduce en cambios en la expresión escénica en todos los órdenes. Y con esta tesis demostraremos también que las relaciones entre el texto y el espectáculo teatral, no son unas relaciones dialécticas sino complementarias... Pero vayamos por partes.

En el siglo XX hay un profundo cambio en la concepción filosófica y psicológica de la persona humana. Podemos inducir de las nuevas formas de construcción y composición del personaje literario, tanto novelesco como dramático, que se ha puesto en duda el principio según el cual los signos externos remiten de modo inequívoco a un modo de ser, es decir, a una realidad psíquica, interior. La descripción de los personajes que el realismo hacía acumulando rasgos, no tenía solamente una finalidad mimética. Hoy está suficientemente demostrado que el realismo literario es un proceso ficcional como el idealismo, solo que mantiene la verosimilitud. Los personajes no son «copia» directa de la realidad, son creaciones mediante rasgos cuyo sentido no es meramente físico, sino fisonómico. Esto supone que tales rasgos tienen acumulado un sentido; la mirada, el color de los ojos, una forma de nariz señalados para un personaje, lo presentan con una determinada actitud moral porque responden a un modo de ser bondadoso o malvado, ingenuo o astuto, noble o villano y son un canon social de belleza o fealdad a la vez física y moral. Como «forma de montaje» la descripción humana es un recurso que sigue siendo válido hasta el nouveau roman y la novela objetivista que rechazan la «mirada semántica», y podemos encontrarlo en Valle-Inclán, tanto en las obras expresionistas, como en las que no siguen esta estética: Don Mauro tiene «los ojos duros», «el corvar de la nariz soberbio», y sus hermanos se parecen a él, excepto Cara de Piala que tiene «los ojos de alegre verde» y la «nariz de águila imperial». Hay, no obstante, una diferencia notable entre la mirada semántica del expresionismo, que se limita a señalar reiteradamente los mismos rasgos, dos o tres, que se consideran esenciales para definir al personaje, y la mirada semántica del realismo que acumula rasgos con un afán informativo más que definidor.

Por otra parte, el teatro de tendencia psicológica, que solía presentar a los personajes en una estructura maniqueísta, tropieza a partir de 1900 con las tesis de Freud y de sus seguidores que descubren la enorme complejidad de la persona: tendencias naturales, más o menos comunes a los tipos se superponen a decisiones personales discursivas o a imposiciones sociales y matizan a los personajes en facetas inacabables: O'Neill, Pirandello, Lenormand..., utilizan diversos recursos para reflejar esta realidad compleja que es el personaje: la máscara, los cambios inesperados de actitud, el montaje en capas sucesivas, etc.

La presentación de personajes no depende solo de procesos miméticos o de conocimientos psicológicos, sino que es un montaje en el que cada uno cobra nuevos sentidos por oposición a los otros con los que forma el conjunto de actuantes. Max Estrella es «un hiperbólico poeta andaluz, de hermosa barba con mechones de canas, cabeza rizada y ciega, de un carácter clásico arcaico...» y, en contraste, Don Latino de Hispalis se presenta «con un chirrido largo en la puerta, que abre con mano cautelosa, y es un vejete asmático, quepis, anteojos, un perrillo y una cartera con revistas ilustradas...». Los dos personajes se revisten de solemnidad o de discordancia, según las connotaciones de los adjetivos que los califican, según el aspecto que se describe, según los objetos que los acompañan y hasta según las sugerencias que suscitan en el presentador frente a un poeta de hermosa barba con mechones de canas, un vejete asmático componen un cuadro que se perfila en sus partes por una línea valorativa bien definida... Los signos externos son, en su sencillez intrínseca, visiones directas de rasgos esenciales, como corresponde en este caso a la estética expresionista, y, sin embargo en las relaciones entre ellos y en las relaciones extratextuales alcanzan una complejidad notable. Por ejemplo, el Zaratustra, el librero, está situado en un ambiente en el que los decorados son «cromos espeluznantes de un novelón por entregas», sus contertulios son «el gato, el loro y el can», él se describe, o mejor se pinta en una caricatura totalmente expresionista como «abichado y giboso -la cara de tocino rancio y la bufanda de verde serpiente», de modo que «promueve, con su caracterización de fantoche, una aguda y dolorosa disonancia muy emotiva y muy moderna»; la actitud corporal es paralela: «encogido en el roto pelote de una silla enana, con los pies entrapados y cepones en la tarima de un brasero». Esta visión netamente expresionista en su montaje, se adensa por la relación «realista» y «social» de su interpretación en el marco de los libreros de viejo del Madrid de principios de siglo.

La diversidad de tendencias artísticas se mantiene en el teatro, con mayor o menor relieve, según las obras y coexisten la descripción realista, la fisonómica, la expresionista.

Hay motivaciones de tipo sociológico, de tipo artístico y de tipo técnico en el nacimiento del llamado teatro expresionista, que irrumpe de un modo irritado en la Alemania de la primera postguerra mundial. La valoración y el uso que este movimiento da a los signos no-verbales, principalmente a los visuales (luz, maquillaje, movimiento), condiciona la forma de presentar a los personajes: en el texto con una aparente falta de atención a lo psicológico y a lo mental y con una aparente reducción de la información semántico-lingüística; y en la escena con una insistencia en la iluminación y sus cambios con la mecanización de los movimientos, con la estridencia de un maquillaje excesivo.

La crítica necesita cambiar sus cánones para explicar las unidades dramáticas del texto literario así concebido y necesita valorar y describir signos nuevos, que adquieren no solo nuevas técnicas, sino nuevo sentido, más significado.

Pero hay además otras razones que explican el cambio profundo, aunque introducido por partes, que experimenta el teatro. Sobresalen, entre otras las de tipo lingüístico y cibernético. El teatro pasa de ser un lugar de entretenimiento donde se moraliza o se escandaliza, a ser un lugar de experimentación donde se estudian diversos modos de comunicación. La filosofía analítica había advertido la ineficacia del lenguaje natural como medio de comunicación. Y precisamente en el teatro que utilizaba los signos lingüísticos con preferencia a todos los demás, no se lograba atraer la atención del público. Se intenta conseguir una comunicación directa, en presente y se busca incluso el diálogo con la sala: en 1973 la ópera Kyldex («experimento cibernético-lumínico-dinámico») proporciona a los espectadores cinco seriales: «alto», «explicación», «repetición», «más deprisa», «más despacio», para que puedan dialogar con los actores. Sin embargo no parece que este sea el método adecuado para establecer un intercambio lingüístico o para dirigir el ritmo de la obra: las señales orientan, en todo caso, la forma de representación, pero no añaden Información, por tanto, no hay diálogo, y habrá divergencias sobre el uso de las señales con más de dos espectadores.

Dejemos sin tocar las razones que directamente explican formas de teatro actuales como el existencial, el del absurdo, el de la crueldad, el pánico, el de evasión, porque si bien, en algunos casos comparten sus motivaciones con el expresionismo, no tienen otros puntos de contacto, o bien son posteriores en el tiempo.

En este panorama de la creación dramática que intenta renovar el texto dramático y el texto espectacular se desarrollan una teoría y una crítica literarias que pasan de la actitud anterior que privilegiaba al texto a una actitud que privilegia los signos no-lingüísticos y, en sus casos más extremos (Craig, Appia, Artaud...), rechaza la palabra como anti-teatral situando en una relación dialéctica texto-representación, y en una relación casi excluyente signos verbales y signos no-verbales.

La polémica se abre inmediatamente después de la aparición de una conciencia sobre el hecho de que el lenguaje puede alternar con otros signos, por ejemplo, luminosos, que pueden alcanzar una perfección y una eficacia expresiva y Comunicativa grandes. Otra cuestión será si además son autónomos o dependen de la palabra.

El simbolismo consideraba la representación como un atentado a la libertad do imaginación del espectador. Se formula la tesis de que las grandes obras reproducen el decorado del espíritu humano: el teatro griego en su forma circular y con una abertura a lo desconocido e inabarcable, que se cierra con una escena en la que se dialoga y se discurre sobre una ficción, es, según una interpretación psicoanalítica, la reproducción icónica del espíritu humano que se circunscribe en su interior para reflexionar sobre los problemas de conocimiento de su propia naturaleza, a los que inviste de una anécdota, en formas lingüísticas, para alcanzar un sentido de la vida, que generalmente se le oculta. El escenario isabelino, con sus espacios múltiples y en planos diversos es símbolo también icónico de una actitud renacentista que reconoce al hombre unas facetas y una complejidad que deriva del discurso y de las diferentes perspectivas en que se sitúe.

Mallarmé («Notes sur le théâtre», en La Revue Independante, 8, 1888) afirma que «un libro en nuestra mano, si enuncia una idea grande, suple a todos los teatros, no por el olvido que produce, sino porque los rechaza como contrarios»: un teatro mental, sin acotaciones en el texto, sin decorado, esencialmente mental, debe ser el teatro ideal.

Y Maeterlinck (La Jeune Belgique, 1890) mantendrá la tesis extrema de que «la mayor parte de los grandes poemas de la humanidad no son escénicos. Lear, Hamlet, Otelo, Antonio y Cleopatra no pueden ser representados. Algo de Hamlet se muere cuando lo vemos morir en escena. El espectro de un actor lo deteriora y ya no podemos borrar al usurpador... Toda obra maestra es un símbolo, y el símbolo no soporta jamás la presencia del hombre...».

Y frente a esta actitud hay una corriente, defendida generalmente por ideólogos, con argumentos no precisamente de teoría de la literatura, que sobrevalora y privilegia los signos no-verbales, es decir, la representación. Es una tesis que llega hasta nuestros días y de la que puede dar testimonio este párrafo de F. Rossi-Landi (Semiótica e ideología, Milano, Bompiani, 1972): «en la sobrevaloración literaria del texto-como-escrito se manifiesta todavía una concepción burguesa y meritocrática del escritor. Del escritor asociado a la clase dominante que tiene el derecho de actuar instrumentalmente sobre el trabajo de los otros, de pretender que una máquina social se ponga en funcionamiento y qué los frutos de la plusvalía artística le corresponden porque él aporta el capital de su escrito. Según esta concepción, todos los otros trabajadores del espectáculo pertenecerían a una clase subalterna».

En este panorama de tendencias, tensiones, oposiciones, novedades técnicas, crítica social y teoría literaria, cuaja un movimiento dramático denominado expresionismo, todavía hoy no suficientemente perfilado, en el que encuentran su marco de explicación algunas obras de Valle-Inclán, o mejor diríamos algunos de los rasgos más destacados de algunas de las obras de Valle-Inclán.

Podemos advertir que es un ambiente de crisis, de revisión de valores estéticos y sociales, de experimentación, polémico en todos sus aspectos, y esto puede justificar el que las creaciones dramáticas no hayan sido aceptadas, ni mucho menos valoradas en todo lo que significan de novedad artística, tanto en el texto escrito como en las posibilidades de su texto espectacular; a pesar de que las nuevas técnicas y los recursos dramáticos más sorprendentes los introduce Valle-Inclán en dramas cuya ambientación rural los aminora en cierta manera (Divinas palabras, 1920; Cara de Plata, 1923), y cuyo esquema básico se atiene a la más estricta lógica causal (Ligazón, 1927) o que son de ambiente costumbrista y hasta colorista (Luces de bohemia, 1924), no pasan desapercibidos en un análisis textual.

En estas obras Valle-Inclán sigue una estética expresionista, al menos en parte (ya hemos dicho que no hay ninguna obra que reúna todos los rasgos que se han enumerado como propios de este movimiento dramático), y destaca el uso especial de la luz en unas, la fragmentación de escenas en otras, el dibujo caricaturesco de los personajes, etc.

Señalamos entre los principales rasgos expresionistas los siguientes:

  1. Una oposición radical al realismo, que se manifiesta en varios aspectos: se sustituye el mundo de la realidad objetiva por el mundo de la imaginación subjetiva (el mundo real deja paso al mundo onírico con Strindberg); en consecuencia el tratamiento que se da a las categorías de tiempo y espacio es totalmente diferente: ahora son tiempos y espacios «mentales» en los que caben secuencias aparentemente absurdas o simultaneidades no comprensibles desde una visión realista. La acción progresa en escenas que no siguen un esquema lógico causal-temporal (causa-efecto pasado-presente), sino que se desenvuelven en planos en los que el tiempo no resulta significativo, ni siquiera pertinente en muchos casos.
    • Se tiende, desde esa realidad subjetiva, liberada de las exigencias del tiempo y el espacio reales a una crítica social profunda, que opera por síntesis, olvidando los análisis realistas: abstrae y deforma la realidad, utiliza poco la anécdota y suele darle un sentido simbólico. En esa síntesis se destaca un número reducido de rasgos que se intensifican deformando el conjunto al alterar las relaciones, llega a lo grotesco y disloca lo real.
    • También en relación con esa posición antirrealista y onírica, el teatro expresionista ofrece visiones vagas de ensueño, sueños y divagación no racional, que son contrarias al «desmenuzamiento» atómico del impresionismo y, a la vez, son contrarias a la «calcomanía» burguesa del realismo.
  2. Un modo nuevo de construir y realizar el montaje de acciones y personajes que ponemos en relación con el punto anterior. Un texto que busca tipos más que individuos tiende a evitar los nombres propios y a denominarlos por nombres comunes: La Mozuela, El Afilador, La Raposa, La Ventera... Una representación que busque también tipos, no individuos, borra los rasgos personales con un maquillaje violento que inmovilice el gesto y destaque uno o dos solamente: los ojos pintados de negro, el pelo alisado con gomina. Este teatro se sitúa así en una extraña mezcla de concreción anecdótica y generalización típica. Tales personajes, que son investimento de ideas, no están caracterizados en su apariencia ni en su dimensión psíquica, o al menos no lo están según los cánones que seguían el drama realista y psicológico. Cada autor resolverá la tensión entre lo particular y lo general a su modo, según su estilo; Valle-Inclán lo hará en forma diversa en sus Obras, desde el drama rural a los esperpentos, y algunos críticos destacarán su «realismo», otros su deformación de la realidad, como veremos.
  3. Los dos puntos anteriores afectan al texto más directamente que a la representación, pero condicionan decisivamente el texto espectacular (es decir, el conjunto de indicaciones para la puesta en escena. Aclaramos que denominamos Texto dramático al conjunto de obra y representación; Texto literario al diálogo de los personajes y, en algunos casos, también a las acotaciones, como en el texto de Valle-Inclán; Texto espectacular al conjunto de indicaciones que se encuentran en el diálogo algunas veces y siempre en las acotaciones, que permiten representarlo. El texto literario, como creación artística admite varias lecturas, lo mismo que el texto literario narrativo o el texto lírico; el texto espectacular admite, paralelamente, varias representaciones, cada una de las cuales es la interpretación (lectura) de un director de escena de los actores y del conjunto que interviene en la puesta en escena.
    • Efectivamente el Texto espectacular, y sus consiguientes representaciones, exige desde esos condicionamientos una escenografía cambiante (Stationendrama), una decoración que tienda al simbolismo, unos personajes que reciten su papel como marionetas y cuyos movimientos sean más o menos rituales (como corresponde a los tipos o estereotipos), y un maquillaje fuertemente caracterizador que inmovilice el gesto. Buena parte de estas exigencias se satisfacen mediante técnicas de iluminación: la vaguedad de los objetos se logra con una luz difusa, el cambio de escena puede lograrse con escenarios parcialmente iluminados, el contraluz de los personajes se logra con iluminaciones desde el foro, los primeros planos pueden obtenerse proyectando la luz (el cañón) sobre el rostro maquillado del actor. El uso funcional y semántico de la luz resulta fundamental en la representación expresionista.
  4. Por último, señalamos como uno de los objetivos del arte expresionista, el encontrar la unidad bajo la diversidad, pero no solo referida a los rasgos esenciales que llevan a una selección de los más significativos en la acción y en el personaje (pocos rasgos pero esenciales, pocos rasgos pero intensos; pocos rasgos y deformadores), sino a la búsqueda de la unidad de todos los signos que en un momento dado están en la escena.

El principio del «montaje» fue descubierto en la teoría por el arte cinematográfico y constituye, según Eisenstein, «el sistema nervioso de la película». Pero el efecto del montaje actúa en todas las obras artísticas y puede seguirse en la creación y en la formalización teórica de los resultados, por tanto afecta a la génesis y a la percepción de las obras, es decir, es un aspecto pragmático que relaciona la obra con el autor y la obra con el lector o espectador. La obra artística, aunque siga formas diversas de relación sintáctica entre las partes que la componen, mantiene una unidad que en el teatro expresionista no es precisamente un esquema causal, como ya hemos advertido; la obra no es el resultado de la suma mecánica de sus partes, es por el contrario un conjunto de elementos dinámicos cuyo montaje textual realiza el autor, pero cuyo montaje interpretativo realiza el lector. La presentación de los elementos de una obra se hace generalmente privilegiando un episodio, que puede estar al principio (y luego se explica), puede situarse en el medio, como clímax de las secuencias, o puede estar al final como culminación de un proceso de conocimiento o sentimental, o simplemente anecdótico. Ese episodio sirve para centrar la atención en el que podemos considerar «lector implícito» de la obra.

En un cuadro la composición «dirige el ojo del que lo contempla y lo conduce en la dirección necesaria determinando de esta forma la secuencia de la percepción de los componentes» (Y. C. Kotova, «Algunas leyes de la composición», 1962). Y lo mismo podemos advertir en la lectura, «captamos el texto a través de las particularidades de su estructura», y esta ha sido realizada en un acto único por el autor. La unidad de la obra está en el origen en esa actitud determinada del artista que le lleva a expresar mediante formas y signos diversos, mediante motivos más o menos anecdóticos que invisten el sentido, una idea última única.

Pero la unidad se logra cuando el lector/espectador realiza su lectura, bien guiado por la estructura intrínseca de la obra, bien haciendo que los elementos de la obra se integren en otra unidad de sentido, que está latente en el texto, pero que se actualiza en las diferentes lecturas. La teoría literaria, en sus posiciones actuales de la Estética de la recepción y de la Teoría de la Deconstrucción, admiten el papel del lector en la configuración semántica intensional de la obra, es decir, en la activación de los sentidos que puedan descubrir.

Es posible que estos argumentos sorprendan al auditorio y que se inicie una rebelión en contra de una crítica que da excesivo protagonismo a los lectores, y que esta actitud se sume a la de aquellos que acusan a la crítica de pretensiones científicas de alejar las obras de los valores estéticos llevándolas hacia un excesivo formalismo o hacia unos esquemas de relación que probablemente los autores no tuvieron en cuenta. Es posible que así sea y que los creadores no hayan tenido presentes esquemas más o menos formales en la composición de sus obras, pero resulta difícil de sostener que el autor actúe solo intuitivamente ante afirmaciones como las que encontramos, por ejemplo, en Luces de bohemia en la escena 9: «El compás canalla de la música, las luces en el fondo de los espejos, el vaho del humo penetrando del temblor de los arcos voltaicos cifran su diversidad en una sola expresión», y, por si hubiese duda, sobre la consecuencia plena de esa unidad, Valle-Inclán subraya el mismo sentido en referencia a los personajes, que participan como un elemento más de esa unidad: «entran extraños, y son de repente transfigurados en aquel triple ritmo, Mala Estrella y don Latino». El significado único de una manifestación escénica diversa en sus signos es semejante a la que se prodiga en Anestesias como «una sonrisa cargada de humedad», que describe a Rubén Darío, o en la escena tercera, «borrosos diálogos», o las aposiciones de tipo metonímico: «asoma la chica de la portera: trenza en perico, caídas calcetas, cara de hambre» (escena segunda).

El teatro expresionista busca la unidad bajo las recurrencias funcionales y actanciales, bajo la diversidad anecdótica, es decir, a lo largo de la obra en su sentido horizontal, pero la busca también en un sentido vertical, por la concurrencia de los signos que simultáneamente están en escena: las luces, la música, el humo, los personajes.

Se ha hablado con frecuencia de teatro expresionista para referirse a un modo de realizar la puesta en escena: interpretación, uso de luces, maquillaje, presentación de los actores en fuertes contraluces, movimientos incipientemente ritualizados, etc. Sin embargo, creemos que las notas características del teatro expresionista están en los textos dramáticos, en el literario y en el espectacular, y desde luego, están en los de Valle-Inclán, independientemente de que las concretas puestas en escena que se han hecho o se hagan, las tengan en cuenta o no.

Creemos que, como afirma G. Betteniti (Produzione del senzo e messa in scena, Milano, Bompiani, 1975), el texto dramático es «un espectáculo en potencia», un proyecto «sobre el cual o contra el cual» se realiza la representación. No obstante admitimos con A. Serpieri («Ipotesi teorica di segmentazione del testo teatrale», en Strumenti Critici, 32-33, 1977, págs. 90-135) que «las posibilidades de poner en escena un texto son muy variadas, y los directores tienen un amplio margen de libertad para ejercer sus facultades creativas y dar forma en el escenario a su lectura del texto dramático».

Entre las obras de Valle-Inclán que la crítica considera expresionistas, y sin entrar en discusiones sobre su denominación y valores históricos, vamos a analizar Luces de bohemia, como ejemplo de Stationendrama, que rompe con la distribución en actos y con la estructuración causal; y Ligazón, una obra corta que está en el Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, como ejemplo de montaje expresionista de los personajes.

Sobre Luces de bohemia se ha opinado mucho, a propósito de su género, el esperpento, y a propósito de su estética expresionista o realista. Zamora Vicente mantiene que «la entrada inaugural de Luces de bohemia es descarnadamente realista, fotográfica casi»; F. W. Weber («Luces de bohemia and the Impossibility of Art») afirma que «el realismo penetra la obra y hasta la pintura de los personajes». R. J. Sender sostiene que los esperpentos, sobre todo Luces de bohemia «no son representables y no tienen valores trágicos. Su magia consiste en alcanzar lo inefable lírico por acumulación de lo grotesco, o lo feo y lo procaz». A. Risco afirma que «el esperpento no es sino la farsa con otro nombre. Valle llega a él por simplificación de elementos recogidos de la realidad». Torrente Ballester considera al esperpento como fenómeno visual y complicado; Díaz Plaja habla de una «visión degradadora», y C. Álvarez señala «una deformación continuada y consciente de la realidad» como base del esperpento, «caricatura de lo real de corte expresionista».

Las críticas destacan uno de los rasgos propios del expresionismo: simplifica los elementos, parte de lo real, degrada, fenómeno visual, etc. y consideran, según el predominio que reconozcan a unos y otro que se trata de una obra realista, esquemática, compleja, expresionista...

Vamos a analizar algunos puntos desde la metodología semiótica que nos permite dar cuenta del sistema lingüístico de signos y también de otros posibles sistemas que coexisten con los verbales.

Advertimos para empezar que el título Luces de bohemia es ambiguo y su ambigüedad afecta al texto literario y al espectacular de modo que la conexión que anunciamos entre uno y otro está presente desde el mismo título de la obra: puede entenderse que las luces que se utilizarán en la puesta en escena son las que suelen alumbrar a la bohemia, luces artificiales, de café; pero puede entenderse también, desde una lectura «social» que las luces que quedan en un Madrid decadente y burocratizado, mediocre y hambriento, son solamente las de los bohemios, el ingenio de los literarios que pululan por la calle, tabernas, redacciones de periódicos, cafés...

Y siguiendo con luces, podemos comprobar que solo en tres ocasiones aparecen en la obra luces naturales, lo que podría ser un dato para inclinarse por la primera interpretación, frente a un ancho número de alusiones a luces artificiales. Las luces naturales son la dorada luz del atardecer madrileño, que entra en la guardilla de Max Estrella por un ventano angosto, o rayando la penumbra al cerrar el ventano; la luz del alba que alumbra la muerte de Max y la árida luz de la tarde en el cementerio.

Todas las demás luces de la bohemia madrileña son las de acetileno de la taberna, la de los arcos voltaicos, la de las velas. Las acotaciones dan testimonio continuo de la preocupación del dramaturgo por precisar la iluminación de las escenas de acuerdo con el sentido que les da, si bien, en esta obra, no va más allá de un sentido escenográfico, es decir, suplementario de la palabra y del ambiente creado con otros signos del escenario.

La situación de miseria de la casa del poeta, la usura que se respira en la cueva de Zaratustra, el ambiente burocrático de la comisaría, la tragedia de la cárcel y del preso anarquista... todo se tiñe de absurdo e ilumina su contradicción esencial mediante enunciados contrafácticos en tomo a la luz, descriptivos y sugerentes, dislocados referencialmente y a la vez poéticos:

  • «la sombra y la música flotan en el vaho del humo»;
  • «el lívido temblor de los arcos voltaicos»;
  • «el vaho del humo penetrado del temblor de los arcos voltaicos...».

La obra estructurada como un viaje a través del Madrid de la miseria y de la bohemia, tiene doce escenas sucesivas en el tiempo y dos en simultaneidad en distintos espacios. Los personajes se mueven en un decorado cambiante y el lugar escénico se precisa en las acotaciones: una guardilla, la librería del viejo, la taberna do Pica-Lagartos, la calle partida por la luz de la luna o por el cuchillo de la luz de la buñolería, el Ministerio de la Gobernación, el calabozo, la redacción de «El Popular», café, jardines, una calle del Madrid de los Asturias, el quicio de una puerta, la guardilla de nuevo y el cementerio.

¿Cómo realizar en la puesta en escena todos estos cambios de lugar? ¿Cómo adaptar un Stationendrama a los tradicionales tiempos de una representación, con su descanso para vender helados y para ver quién ha venido al teatro? ¿Cómo cambiar el decorado en una puesta en escena realista, o en una representación a la italiana con sus bastidores, sus bambalinas, sus telones de fondo? Técnicamente sería muy difícil, aparte de la discordancia que supondría respecto al argumento los relieves de un realismo o la perspectiva pictórica de la tramoya a la italiana.

La actividad y la palabra de unos personajes que sobreviven en una sociedad miserable, caótica, injusta hasta límites de rabia, como señala el poeta ciego al despedirse del obrero catalán, no encaja en «una sala decentemente amueblada» que usaba el realismo, o en alguno de los decorados de Serlio. Una escenografía de tipo simbólico en la que la luz se matice y se difumine alejándose de los primeros planos, mamparas semitransparentes que filtren una luz de luna hiriente y distante, un ventano, unas sillas toneti, unas mesas y unas lámparas han sido suficientes para crear lugares escénicos variados y cambiarlos rápidamente, incluso ante los ojos del espectador. Un movimiento lento de los personajes y sucesivas paradas de Max y don Latino indican el paso de un lugar a otro sin moverse apenas en el escenario, siguiendo el círculo iniciado en la guardilla.

Y sobre este cambio continuo de espacios, la permanencia de dos personajes en contrapunto de idealismo y egoísmo centrados en la miseria compartida, diseña una anécdota de un billete de lotería premiado, de avaricia, de muerte.

No es una obra realista, aunque tenga momentos de verosimilitud en la trama, es una obra expresionista que supone un cambio profundo en el texto y en la representación concebidos como el Stationendrama, en un viaje infernal que secciona en cuadros a la sociedad. En una obra así, las relaciones del texto con la virtual representación son intensas, y van en los dos sentidos: el diálogo se apoya en las acotaciones para desarrollar la historia, para crear a los personajes y para situarlos en un tiempo y en un espacio concorde; el texto espectacular diseña una representación en la que son verosímiles -no realistas- las escenas: la pronunciación y el ritmo de las frases, los gestos, movimientos, trajes, luces, ruidos, música, todo está precisado en el texto dramático y todo es funcional, desde la luz difusa a la música canalla, desde los chalinas, pipas y melenas del modernismo hasta la blusa, tapabocas y alpargatas que definen al preso catalán.

Los rasgos expresionistas se acentúan, según creemos, en el Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (1927). Valle-Inclán reúne bajo este título, que sirve de marco de referencias semánticas, cinco obras distribuidas simétricamente: Ligazón y Sacrilegio, como el subtítulo de «Auto para siluetas», La rosa de papel y La cabeza del Bautista, con el subtítulo «Melodrama para marionetas», y en el centro la tragedia, El embrujado.

La rosa de papel y La cabeza del Bautista se publicaron en 1924 con el subtítulo de «Novelas macabras» en la colección «La novela semanal», y esto parece indicar que la inclusión en el Retablo fue casual. Sin embargo, bien porque estuviese el conjunto pensado como tal por el autor, o bien porque se le ocurriera después la idea, el hecho es que todas las obras que componen el Retablo se estructuran semánticamente en tomo a la avaricia, la lujuria y la muerte, que son las motivaciones constantes de la conducta humana en una sociedad de valores degradados y caducos. La técnica de distribución de las diferentes historias es precisamente la de «retablo»: cuadros autónomos que se relacionan temáticamente con otros, como en los retablos, en pisos o calles.

El subtítulo «Auto para siluetas» tiene unas connotaciones de tipo religioso en «auto», que insisten en las que suscita «retablo»; y «siluetas» alude a la deshumanización de los personajes, a su intervención ritualizada en la obra que representan; son personajes planos, en su construcción artística que, para un lector con competencia histórica dramática, se relacionan con las tendencias iniciadas por Craig (el actor como supermarioneta) y recogidas directamente en otras dos obras del mismo Retablo. Pero aluden también muy directamente a la luz como elemento funcionalmente importante en el espectáculo: la silueta exige un modo de iluminación, y en el texto literario, puesto que crea expectativas sobre las dimensiones psicológicas de esos personajes que serán siluetas, perfiles, no personajes «redondos».

La obra anuncia las dramatis personae en el más puro estilo expresionista, como tipos generales, La Ventera, La Raposa, La Mozuela, El Afilador, Un Bulto de manta y retaco. Sin embargo, la lista así presentada ofrece una gran cantidad de información vista semióticamente: las cuatro primeras presentadas con el artículo determinado suponen saberes compartidos por el autor y el lector: son tipos generales que se presentan por el oficio (Ventera, Raposa, Afilador), o por la edad (Mozuela); La Raposa, como expresión, denota algunas notas: «vieja», «intermediaria» entre la joven y alguien que se nos antoja viejo; La Ventera alude a un lugar escénico, una venta; el Bulto no llega a definirse ni por la edad, ni por el oficio, ni por relación familiar o social alguna: es una silueta caracterizada físicamente por una manta y un retaco.

El drama, muy corto, en un solo acto, inicia la representación después de anunciar que su tema es la avaricia, la lujuria y la muerte, y después de presentar a unos personajes desde una estética expresionista, y se desarrolla en diálogos rápidos que construyen una anécdota sobre una Secuencia de Seducción, que terminará con el rechazo y la muerte del Seductor.

La obra tiene un esquema simple, unos personajes planos y podía haber caído en el tópico melodramático de la víctima inocente (La Mozuela) y el victimario malvado (Un Bulto), con sus correspondientes Ayudantes (La Raposa y la Madre, que no aparece en sus intervenciones como tal, sino como Ventera, aunque su (Unción en la anécdota es como Madre), y la figura anecdótica (no funcional en esta lectura) del mozo Afilador. Las expectativas que crean estos datos y estas relaciones contrastadas con el marco semántico y social en que las interpretamos se frustran totalmente: los personajes se distribuyen siguiendo un esquema original; la oposición se sitúa entre la Mozuela (con el Afilador como Ayudante) y el Bulto (con las dos viejas como ayudantes) y termina con el fracaso del seductor y su muerte. La novedad en esta distribución funcional es considerable, y tenía que explicarse en sus extremos. Efectivamente el texto (y lo mismo la representación, que es mero traslado en este punto) insiste tres veces en el mismo esquema secuencial de tres funciones que se repiten con matices:

  • Primera Secuencia
    • Petición: de la Raposa a la Mozuela para el Bulto.
    • Negativa: de la Mozuela.
    • Fracaso: de la Raposa → búsqueda de Ayudantes.
  • Segunda Secuencia
    • Petición: de la Ventera (con la modalidad de que se rompe las expectativas sobre las relaciones Madre-Hija).
    • Negativa: de la Mozuela.
    • Fracaso: De la Madre, no reconocido → Paso al Bulto.
  • Tercera Secuencia (lingüísticamente latente)
    • Petición: del Bulto (latente).
    • Defensa: De la Moza ayudada por el Afilador (latente).
    • Fracaso: Muerte del Bulto (ambigüedad) (latente).

La triple secuencia supone la reiteración de los contenidos y se manifiesta con modalidades en el Sujeto (la Madre sustituye a la Raposa) en la segunda Secuencia; y con modalidades en la expresión sémica en la tercera: las dos primeras secuencias se expresan por medio de la palabra con otros signos complementarios; la tercera se manifiesta con signos cinésicos (llega el Bulto, entra en la casa furtivamente), luminosos (tumulto de luces y sombras tras los cristales de la alcoba de la Mozuela), ruidos (pulsa en la puerta, rechina el cerrojo, un grito, el cuerpo de un hombre cae en fiera), acciones (el afilador descuelga la rueda, mete la zanca por el ventano, apaga la luz del cuarto de la Mozuela, un Bulto cruza el campo y se introduce furtivo, cruza la moza, levanta el brazo, quiebra el rayo de luz de luna con el brillo de las tijeras, descuelgan el cuerpo de un hombre con las tijeras clavadas en el pecho); e incluso silencio (tenso silencio) y unos sonidos de fondo que son agüero siniestro: agorina un blanco mastín, ladran los perros de la aldea. Y no dicen una sola palabra.

Es indudable que Valle-Inclán ha dado una participación extensa e intensa a los signos no-verbales en la representación: de las tres secuencias que tiene la obra, dos transcurren en el modo habitual con palabras, actitudes corporales, paralingüísticas, proxémicas, cinésicas, en espacios con objetos, música, ruidos, iluminación en la forma que exige el estilo expresionista; la última secuencia, que es además desenlace de la historia, se expresa y significa solo con signos no-verbales.

Algo ha cambiado en el teatro que todo lo fiaba a la palabra y que había convertido a los actores en meros recitadores; algo ha cambiado en el modo de entender la comunicación dramática: el argumento no se ofrece cerrado, no sigue los moldes habituales, rompe las expectativas que crea; el espectador dispone de indicios, señales, símbolos para enterarse de lo que pasa, pero debe seguirlos con atención continuada y debe componer su propia interpretación, incluso su propio desenlace de la historia: la obra no aclara ni en el texto ni en la representación quién es el muerto; sabemos que hay un muerto y la lógica narrativa exige que sea el Bulto, que era totalmente inhumano en su presentación y ni siquiera alcanza el uso de la palabra, pero puede ser el Afilador, porque «el pelele» que descuelgan cuatro brazos es el de un hombre, sin que se aclara más. En una representación de este tipo el público no puede charlar, no puede tejer como las mamás de Vetusta, no puede vigilar a los otros, como los pollos de Vetusta, tiene que estar pendiente del escenario donde todo so convierte en signo.

Ligazón ha sido considerada por buena parte de la crítica como una obra expresionista; con denominarla y considerarla así no descubrimos nada, pero sí queremos precisar el alcance de su expresionismo para deshacer algunos de los tópicos más generalizados.

E. González López (El arte dramático de Valle-Inclán, New York, Las Américas, 1967) cree que esta y otras obras del Retablo «se ocupan del exterior de los personajes: el gesto, la actitud, las sombras, las siluetas, mientras se despreocupan del interior, del análisis psicológico [...] siguió Valle-Inclán una de las formas del arte dramático expresionista que buscaba lo esencial del individuo; de ahí el Interés por lo grotesco, por la caricatura, que ponen de relieve los rasgos esenciales del personaje».

Efectivamente la lectura del Texto Literario de Ligazón ha mostrado unos personajes y unas situaciones creadas con estilística expresionista: destaca unos rasgos más significativos y lo hace mediante unos signos externos que se reducen a uno o dos por personaje o grupo, y que además se refieren a su perfil o a su movimiento, es decir, un rasgo que permite identificarlos visualmente: la Raposa -báculo y manto- se mueve con galgueo trenqueleante; la Ventera porta su signo do autoridad -la escoba- y aspa los brazos; el Bulto anda furtivo y se define visualmente por su manta y su retaco; la Mozuela ocupa el grado cero en esas Oposiciones: no cojea, no aspa los brazos, no anda furtiva, no lleva rueda, ni báculo, ni manto, ni escoba, ni manta, ni retaco. El conjunto de los personajes señala un espacio para cada uno de ellos que, comer unidades de un conjunto estructural, se definen por lo que son y por lo que no son.

Esta caracterización, típicamente expresionista, se traduce en el texto en identificaciones metonímicas con los rasgos que definen a cada personaje: «una sombra -báculo y manto-» es el sintagma que invariablemente denota a la Raposa; «la madre aspa los brazos», «en el vano luminoso de la puerta destaca por negro, enarbolando la escoba, la tía ventorrillera», son las frases que proponen la figura de la madre de la Mozuela.

Detrás de las palabras de los personajes y en simultaneidad con ellas hay multitud de signos que informan sobre su modo de ser, de pensar, de sentir, de conducirse; tales signos se ponen en relación activa con la forma en que se han presentado y que inducen al lector a componer las figuras externas desde luego, como afirma González López, pero a la vez, la interna, con una gran densidad psicológica.

Esta afirmación que hago es contraria a la interpretación que habitualmente se da al expresionismo. Es cierto que el estilo expresionista destaca pocos rasgos, los intensifica aislándolos de otros y los propone como esenciales y válidos para definir a todo el personaje caricaturizándolo. Pero los efectos no son tan simples: el expresionismo consigue con estos medios a los que voluntariamente se limita, no menos profundidad que el realismo; la ficción realista acumula datos, informes, descripciones; el psicologismo les da una interpretación que traslada al interior de las figuras; el expresionismo no utiliza estos medios, y esto se evidencia al leer o representar los textos, pero utiliza otros que son más sutiles y, según creemos, más eficaces y significativos. Por ejemplo, y según, hemos destacado ya, la Mozuela no se marca con ningún rasgo, es el grado cero, no marcado en todas las oposiciones, pero esa misma neutralidad la define físicamente; de sus palabras se deduce un modo de ser y de pensar: es firme frente a la Raposa, es tenaz y decidida, sabe defenderse y amenaza con las tijeras, que luego manda afilar; es astuta y sabe argumentar; es buena estratega y busca un ayudante ante la amenaza de las viejas, etc. El autor nos explica por medio de signos sintácticos que estas cualidades las tiene en grado máximo, ya que las tres secuencias muestran su misma persistente actitud. Esto quiere decir que el expresionismo no describe a sus personajes con líneas directas, ya que en ninguna parte del texto se dice «la moza es prudente», pero mediante los contrastes de luces y sombras, o mediante los contrastes de posiciones enfrentadas, o en relación al marco de referencias sociales de que disponemos, cobran un sentido propio y profundo: el lector ve con simpatía, por la forma en que se le ofrece en el texto, la defensa de la joven, y hasta la muerte del Bulto, porque se remite a unos valores extratextuales de justicia y derecho a disponer de uno mismo.

La densidad informativa en todos los niveles (físico, psicológico, moral, social, etc.) de una obra tan corta, tan esquemática en su estructura sintáctica, se logra mediante signos verbales en interacción continuada en el texto y en la representación con signos no-verbales. Los signos verbales son escuetos, pero la obra deja entrar en proporción cada vez mayor a los no-verbales. Vamos a destacar, porque es el más privilegiado en este texto, el sistema de luces: los contrastes de penumbras y zonas iluminadas, las luces y las sombras en general, tienen en Ligazón un gran interés semiótico y funcional.

Efectos estilísticos los consigue esta obra al presentar a sus actuantes mediante un juego de luces que los convierte en bultos, perfiles, sombras. La peculiar presentación tiene el mismo sentido que puede tener en otras obras el epíteto épico, las descripciones repetidas en expresiones lingüísticas sintáctica o semánticamente recurrentes. Los pasajes de las acotaciones en las que se insiste en el juego de luces y sombras, de penumbras y claroscuros, de vanos luminosos y claros de luna son muy frecuentes y todos tienen la misma finalidad estilística de dibujar a los personajes de una manera especial:

  • «sobre la puerta iluminada se perfila la sombra de una mozuela»;
  • «por el hilo que proyectan las tejas, una sombra, báculo y manto...»;
  • «la sombra de un mozo afilador se proyecta...»;
  • «en el vano luminoso de la puerta, destaca [...] la tía ventorrillera»;
  • «salen a la penumbra lunaria del emparrado [...] dos sombras»;
  • «en el morado tenebrario de la parra [...] borraban su bulto, los bultos del afilador y la Mozuela...»;
  • «tumulto de sombras...».

Estas son algunas de las frases que aluden a la luz, a la sombra, a los perfiles de los personajes que dibujan con un enfoque frontal, dorsal, desde arriba, o entre luz y sombra.

Los valores funcionales de la luz se manifiestan directamente en la creación de espacios escénicos, en relación a las acciones y en el tiempo. La luz actúa como telón de boca si la primera escena inicia su iluminación de luz de luna a partir de un momento; la luz divide el escenario en dos espacios escénicos «adentro/afuera» con paso en el vano de la puerta y con límite en la fachada de la venta; la luz consigue «escenario partido en doble ámbito escénico cuando la ventera sale a reñir a su hija y se dirige, aspando los brazos en la puerta iluminada, al afilador que ha salido de la zona iluminada y se acoge a la penumbra del emparrado, de modo que ella no lo ve, aunque sabe que está por allí siguiendo lo que le dice: ¡Ya sé que estás oyéndome, ligero de los caminos! ¿Qué se te ha perdido en esta puerta? ¿Callas? Si nada se te ha perdido, toma soleta»: efectivamente el espectador observa que el afilador está escondido, está callado, pero no toma soleta.

La luz tiene también valores semánticos directos en esta obra y organiza la lectura selectiva del escenario: las acotaciones señalan dónde deben estar situados los personajes: por el hilo que proyectan las tejas llega la vieja Raposa; en el vano iluminado de la puerta está la Mozuela, y luego la Ventera; la Raposa se mueve y pide a la Moza que haga lo mismo hacia el claro de luna para ver los brillos de una gargantilla... En resumen los personajes se sitúan en primeros planos de luz cuando la acción lo exige.

Por último señalamos algunos valores simbólicos de la luz: su connotación de «muerte» en la luz de la luna, la de «confusión» en las sombras: «tumulto de sombras». Las connotaciones se hacen más explícitas por la confluencia con otros signos directos: «lenta se oscurecía la luna con errantes lutos», o con signos indirectos: «agorina un blanco mastín», «tenso silencio», «ladran los perros de la aldea».

El teatro expresionista, el teatro expresionista de Valle-Inclán, se manifiesta con recursos nuevos que no limitan, si se leen en todas sus relaciones y amplitud, la profundidad psicológica de los personajes, ni la complejidad de la acción, ni la información denotativa o connotativa del conjunto de la obra.

Los personajes no son menos densos y profundos que los que se encuentran en obras creadas mediante otros principios estéticos. Solo cambia el estilo de época, de escuela, de autor.

La queja metafísica que expresa Quevedo en el siglo de preocupaciones teológicas y la rebelión ante el desencanto barroco que conduce a la negación y a la muerte: «serán ceniza, mas tendrán sentido / polvo serán, mas polvo enamorado» se convierte en el teatro expresionista, en este pequeño drama de apenas 34 hojas, en una queja social acorde con ideologías de justicia y de reivindicación: los personajillos reclaman un espacio, porque son y porque están y se dejan ver si se iluminan; parecen perfiles, parecen sombras o bultos, pero tienen apetencias humanas (avaricia y lujuria) y afán de mando sobre otros y derecho a defenderse; son seres para la muerte, como todos, pero piensan, sienten, se resisten, se rebelan.

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