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El último adiós. Y nosotros, ¿nos morimos o qué hacemos?

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 230, 2 de junio de 1834, Madrid.]

¿No es fuerte rigor que se han de acabar todas las cosas? ¡Pues es bueno! Reflexión es ésta para desesperarse. Ello sí, un mal se va y un bien viene. Fuese el año 23, pero vino el 34. Así se engaña al hombre; y donde cree que empieza su desgracia, allí empieza tal vez su felicidad. ¡Pardiez que estoy metafísico; y vive Dios que como mejor casi que un canónigo en días de abstinencia!

Acabábase, pues, sobre poco más o menos como se acaba todo, el domingo 25 de mayo, día de fausta recordación si mi memoria no miente, e iluminaba el sol, ya de capa caída por el Occidente, los últimos pináculos de la Península. Evora estaba, como suele, en Portugal, e iban sobre Evora más reyes

que fue gente sobre Roma

con Borbón por Carlos quinto.



-¿Conque se ha de acabar, conque fuerza, conque de veras se ha de acabar, Ilustrísimo Abarca mío? -exclamaba Su Majestad (d. q. D. n. g.) mirando dolorosamente a su ministro, primero en cuanto a único-. Pero ¿por qué no había de ser mía esa España tan hermosa, tan grande...? ¿Tan malo es ser rey de España, Abarca? Esto me aburre, señor, me aburre. ¿Qué le he hecho yo si no es quererla para mí? ¡Ni por bien ni por mal! En fin, yo he hecho perfectamente mi papel hasta lo último: no quiere ser feliz; no quiere Inquisición; no quiere... ¡Allá se lo haya: ella se lo pierde! Mira, Abarca: por la última vez siquiera, despachemos los asuntos.

-Por despachados, señor, por despachados. Ya sabe Vuestra Majestad que mi bolsa del despacho, mi rica bolsa de terciopelo carmesí, se la cedí en Viseo a las tropas de la Reina Gobernadora, que se empeñaron en esa tontería, y desde entonces Rodil es el que despacha todos nuestros asuntos.

-Entonces, vámonos a Yelves -dijo Su Majestad entre gemiditos.

-No hay más que un inconveniente, señor, y es que acaso irá hacia allá Terceira. La verdad..., no quisiera nada con él. Es de esos hombres con quienes uno no congenia.

-¿Y Rodil, Abarca, y Rodil? ¡Es el diablo Rodil! ¿Qué diantre viene a hacer en Portugal Rodil?

-Y hacia atrás no podemos ir, como hasta ahora -interrumpió el Ilustrísimo.

-¿No podemos ir atrás? Pues qué, ¿hemos llegado ya al mar? ¿Tan chico es este Portugal, Abarca mío?

-Señor, tenemos detrás a Saldaña.

-¿Es posible que siempre hemos de tener algo detrás? Pero ¿y Rodil? ¡Es el diablo Rodil! ¿Qué diantre viene a hacer a Portugal Rodil? ¡Es lo que yo digo!

-¿Han llamado, señor? Se oye ruido -dijo el Obispo, mirando a la puerta-. Alguien viene.

-¡Ah! -exclamó Su Majestad, cubriéndose la cabeza como Agamenón-. ¡Es Rodil, Rodil! ¡La hemos hecho buena: es Rodil! ¡Sin remedio!

-Es el ayuda de cámara, señor.

-¿De veras? ¿Estás cierto? -preguntó el azorado monarca, mirando con recelo al recién entrado por un agujero de la capa-. ¿Y Rodil? -preguntó dentro de sí Su Majestad, y luego que estuvo seguro.

-El general Saldaña, señor -repuso mirando atrás el ayuda de cámara-, va a llegar, y con él...

-¡Ah! ¡Bendito sea Dios! Saldaña no es Rodil al menos, ¿no es verdad?

-Hay más: los trescientos oficiales dicen que si les pudiera Vuestra Majestad enviar abajo, con el primero que baje al patio, un poco de tropa, pasarían revista; hoy que no hay que hacer...

-¿Tienes tropa ahí, Abarca, tú, por casualidad?

-Precisamente en este bolsillo...; aquí no tengo más que el pañuelo, y en estotro el relicario...

-Que se pasen sin tropa, como puedan, los señores oficiales; que yo me paso sin otras cosas más precisas. ¡Tropa, tropa...! ¡No saben mandar si no tienen tropa! ¡Está bueno!

-Y Su Majestad el señor don Miguel -continuó el ayuda de cámara, todo descompuesto-, se acaba de apear del trono a la puerta del palacio...

-¿Del trono, menguado? -preguntó Abarca haciéndose cuatro cruces-. Este infeliz tiene miedo y habla turbado. ¡Se nos viene con verdades en palacio...!

Entraba en esto don Miguel: grandes ojeras; aire asombrado, como de verse vivo; andar menudo; ademanes todos de fuga; cara de Rey caído.

-¡Su Majestad mi tío! -exclamó el entrante, echándose en brazos de don Carlos.

-¡Su Majestad mi sobrino! -exclamó don Carlos, deteniéndose un poco y mirándole de alto abajo, como para cerciorarse bien de si sería Rodil.

-Todo se ha perdido -prosiguió el Rey que quería ser de Portugal-: todos nos han abandonado.

-Pero ¿y Rodil? ¿Qué diantres viene a hacer Rodil a Portugal? ¡Este hombre va a acabar conmigo!

-Pues ése es el único, señor, que no nos quiere abandonar. Por lo demás, estamos solos. Todos se han pasado.

-Y nosotros, Miguel, ¿nos morimos o qué hacemos?

-¡Los cobardes -continuó don Miguel- se han pasado! ¡Ya se ve; así se salva la vida!

-¿Se salva la vida así? -interrumpió el Rey que quería ser de España-. Miguel: está resuelto. Pasémonos también; todo el mundo se pasa.

-¡Hasta el tiempo, que es lo peor! -dijo el Obispo.

-Señor -dijo entrando de nuevo el ayuda de cámara-, los señores curas y frailes del repuesto de Vuestra Majestad dicen que si no le hace a Vuestra Majestad mala obra enviarles abajo unas pocas de temporalidades.

-¿Tienes ahí temporalidades? -dijo Su Majestad volviéndose al Ilustrísimo.

-Señor, ¡si dejé a Garelly hasta las mías! ¡Por Dios!

-Di a los señores curas que las hemos andado buscando por aquí; que se deben haber quedado por allá, y que las tiene Garelly.

-Conque, señor, ved que el tiempo urge -siguió don Miguel-. Adiós, y adiós por última vez.

-¿Te vas? ¿Y me dejas con Rodil?

-¡No hay remedio! Un Rey de Portugal se perdió -continuó don Miguel-. Yo haré como el rey don Sebastián. Nadie sabrá de mí. El mismo Rodil, en los partes que dé, nada dirá; la Gaceta misma de Madrid, la misma extraordinaria, ni una palabra dirán de mi paradero. Lo he jurado. Adiós: San Antonio me valga, abogado de las cosas perdidas.

-¡Tente, oye...!

-Señor -dijo el ayuda de cámara-: ¡el inglés!

-¡El inglés! ¡El inglés! ¡El inglés! -repitieron todos tres. Y don Miguel ya había desaparecido, diciendo: para siempre, adiós para siempre.

-¡Qué horror! -exclamó don Carlos-. ¡Spari! ¡El inglés! ¡Todo el mundo viene tras mí!

En esto entró el inglés, y Su Majestad acabó de perder el seso. En vano le contenía Su Ilustrísima; en vano quiso hablar el inglés con formalidad. Respuestas incoherentes y preguntas asaz claras, fue todo lo que pudo decir.

INGLÉS.- Señor, la causa de la España...

REY.- ¿Y Rodil?

INGLÉS.- En Estremoz tal vez. Es fuerza que una capitulación honrosa salve a Vuestra Alteza. La Francia y la Inglaterra...

REY.- ¡Dios me valga! ¿No se le podría detener...?

INGLÉS.- Vuestra Alteza se embarcará, si quiere...

REY.- ¿Cómo si quiero?

INGLÉS.- En mi fragata...

REY.- En un sombrero, señor inglés..., en cualquier cosa. ¿Y Rodil?

INGLÉS.- En Aldea Gallega podrá Vuestra Alteza...

REY.- No, no; aquí mismo, en Evora.

INGLÉS.- No hay mar aquí, señor, casualmente.

REY.- ¡Que lo traigan! Aquí, aquí mismo... ¿Y Rodil?

INGLÉS.- ¡Ah! Vuestra Alteza tiembla...

REY.- De miedo, sí, de miedo precisamente. Este Rodil...

INGLÉS.- Allá en Austria o en Rusia...

REY.- ¿Y si va a Rusia Rodil?

INGLÉS.- Serénese Vuestra Alteza; no irá...

REY.- ¡Ah, usted no lo conoce! ¡Irá, irá!

INGLÉS.- Yo le convenceré; no irá.

OBISPO.- Ea, vamos, señor; demos el último adiós a nuestra patria. No siento más, señor, sino que Vuestra Majestad ha hecho la felicidad de la España.

REY.- ¡Ah, Abarca! ¡Bien sabe Dios que ha sido sin querer! ¡Rodil! ¡Rodil!

Al llegar aquí, conociendo el inglés y el Obispo que el Pretendiente no estaba para determinar, asieron de Su Majestad, que repetía vagamente el nombre de Rodil. De allí a un momento acabó de anochecer, y anochecieron para siempre las esperanzas de Su Majestad (d. q. D. n. g.).

Es fama que bogando por los mares, al llegar a las costas de Albión, en todas partes sigue Su Alteza preguntando a todo el mundo por Rodil, bien como el despechado Orfeo preguntaba a todo el mundo por Eurídice. Semejante al eco, pregunta a los montes y a los valles por Rodil; y en medio de su dolor, y para su eterno espanto, así como a Medoro

un valle Rodil le dice,

y otro Rodil le responde.



El Obispo, en tanto, dio también el último adiós a León, echando para siempre su bendición a la España; y, por costumbre, ya hasta a los ingleses mismos les echa la última bendición donde quiera que los encuentra: quien malas mañas ha, tarde o nunca las penderá.

Más crudo con don Miguel, es fama que lo condenó el destino a que no hable de él ni la Gaceta extraordinaria de Madrid.

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La Revista Española, n.º 230, 2 de junio de 1834.