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Capítulo IV

Ojeada a los monumentos de la dominación de los Reyes de Aragón

SANTA MARÍA DEL MAR

     En los primeros siglos de la era cristiana ilustró esta iglesia una joven mártir barcelonesa; algunos celosos hermanos en fe recogieron sus tiernos y ensangrentados miembros, y a la luz de las estrellas cavaron humilde huesa a una de las más bellas y más ardientes hijas de aquella religión que tantos progresos debía acarrear después, si es que no acarreaba ya, a la civilización europea. La piedad de los barceloneses sin duda levantó un templo donde sólo existía un sepulcro, así que la religión de Cristo pudo erigirlos en todo el imperio (287).

     En el año 1000, el obispo Aecio fundo allí otro reducido templo, que se intituló Santa María de las Arenas. Pero en 1329 (288), en aquella época de tantas gloriosas expediciones marítimas, el acrecentamiento de los vecinos de aquella parroquia, ricos con el ensanche del comercio, exigía que se construyese otro más capaz que el de aquel prelado. La devoción y liberalidades de los feligreses echaron los cimientos de tan elegante obra, como asegura el sabio Campmany; y ciertamente honroso es para aquellos dignos barceloneses haber fundado una fábrica con que todavía se envanece su patria; mas �qué serían esos negociantes y ciudadanos que erigían un santuario que rivaliza con los que se deben al poder y magnificencia de los mayores monarcas? Hasta el día presente no ha visto la luz pública documento alguno que les arrebate esa gloria atestiguando el nombre de otro fundador, y antes bien la misma historia viene en su ayuda y corrobora el aserto de Campmany. Después del terrible incendio que en 1379 (289) sufrió este edificio, del cual se abrasó buena parte, el rey don Pedro III el ceremonioso, a 10 de marzo de aquel año, participó desde Barcelona aquel desastre al cardenal de Pamplona, suplicándole al mismo tiempo que en su calidad de rector o párroco de dicha iglesia, admitiese benignamente a Bernardo de Marimón y Bernardo Ca Muncada, comisionados que le enviaba la parroquia para que les concediese algún auxilio sobre los frutos de la iglesia para reparar el templo, especialmente la sacristía, altar, coro (290) y aun las bóvedas que el fuego hubiese reducido a cenizas (291). A no ser los feligreses los primitivos fundadores, no hubiesen mandado a aquel prelado comisionados que, en su nombre, le suplicasen les ayudara a costear la reparación de lo que hubiese consumido el incendio. Restaurado por fin lo que había sufrido el rigor del elemento, a 3 de noviembre de 1383 se puso con gran solemnidad la ultima piedra que cerró la postrera bóveda, y a 15 agosto del siguiente año celebróse en su altar la primera misa (292).

     Si existe en el orden gótico gracia, ligereza y atrevimiento, Santa María reúne esas cualidades en un grado casi increíble. �Quién al ver la sencillez y gusto de su fachada no siente vehemente deseo de contemplar su interior? Fórmanla dos ligerísimos campanarios colocados en sus extremos; levántase en el centro la portada en ojiva bastante profunda, y encima de ella, entre dos estribos que se erigen hasta algunos palmos de distancia del techo, ábrese un grande y riquísimo rosetón que derrama pintada lumbre en toda la nave central.

     Sorprende el aspecto que ofrece el interior, si es que no atemoriza a primera vista al que observa su ligereza y atrevimiento. Sobre catorce altos y delgados pilares, que separan las tres naves, arrancan elevadísimos arcos que forman bóvedas de poquísimo espesor: osadía del arte y admiración de cuántos arquitectos visitan aquel templo. Altas y numerosas son las capillas que guarnecen las naves colaterales; pero por no fastidiar a nuestros lectores no queremos mencionar ni muchos ridículos altares que en ellas se notan, ni aquellas tapiadas ventanas que tanta luz y gracia darían al edificio (293).



     También en este templo dejó Francisco Durán una muestra de su gusto y saber; y las bien trabajadas arañas de cobre que, como las de la Catedral, construyo a fines del siglo pasado, serán un eterno testimonio de que sólo falto la buena voluntad y filosofía al adornar un santuario de la. Edad media con los delirios del barroquismo.

     Tiene esta Iglesia cuatro puertas, una en el frontis, una en cada lado de las naves laterales, y otra en el extremo, detrás del presbiterio, la cual conduce a la plaza del Borne.

     Vanas han sido cuántas inquisiciones hemos practicado para averiguar quién fue el artífice que ideó tan bella obra. Los documentos y libros de la misma Iglesia, que deberían contener algo relativo a esta materia, principian en 1468, y pocas esperanzas nos quedan de que en lo sucesivo tal vez un anticuario celoso del honor de su país pueda encontrar el nombre que ahora callamos a pesar nuestro. Como quiera que sea, mientras subsista será la admiración de cuántos fijen su vista en ella; pues son tan airosas sus partes y tanta la osadía que en el todo se nota, que dijérase que el arquitecto la construyó así alta, sutil y ligera, como si temiese la poca profundidad del terreno, o si debiese competir en gracia y gallardía con las vistosas galeras que cerca de ella se columpiaban.

     Al salir por la puerta de detrás del presbiterio, ábrese a nuestros pies la plaza del Borne, que nos ofrece el cuadro vivo y animado del mercado de una ciudad populosa (294). Sorprende ciertamente tanto movimiento al lado del sublime silencio y majestad del santuario; y, sin embargo, no siempre resonaron en aquel lugar sólo gritos de la muchedumbre pacífica que acude allí para procurarse el sustento preciso: el toque de arremetida allí llamaba un tiempo los caballeros a la pelea, cuando aquella era plaza de los torneos que se daban en Barcelona. Muchas son las justas que anotadas se encuentran en los dietarios de entonces, pero pocas las que contienen detalladas circunstancias del hecho, que es lo que más realza e ilustra tales narraciones. Así, pues, uno de los más notables, y quizá el único que nos conserva los nombres de los que en él lidiaron, es el que en 6 de agosto de 1424 mantuvo el rey D. Alfonso V de Aragón, y por su relación podemos venir en conocimiento poco más o menos de lo que eran en Barcelona tales regocijos y ejercicios en aquellos tiempos (295). -Estaba el infante D. Pedro bloqueado en los castillos de Nápoles, y por orden del rey se aprestaron veinte y cuatro galeras con mucha gente de desembarco, llevando por General de la expedición a D. Fadrique de Aragón, hijo natural del rey D. Martín de Sicilia, y por Almirante a Ramón de Perellós; tan brillante e imponente era este armamento, y tantas las esperanzas que su sola vista infundía, que el rey resolvió en celebridad sostener justas en la plaza destinada para estos juegos.

     Estaba esta cubierta de ricas colgaduras, de paños blancos y encarnados, mientras en sus cuatro lados empavesábanla varias telas de raso. En cada extremo del palenque alzábase un catafalco, donde tremolaba un pendón con divisa blanca y encarnada, y los mismos colores veíanse en las banderolas que se fijaron de trecho en trecho. Dos tablados cubiertos de raso de seda sostenían en el testero de la plaza la silla del señor Rey, ricamente guarnecida de brocado de oro, bajo un dosel de tisú de aquel mismo metal. En los andamios construídos alrededor de todo aquel sitio, lujosamente entapizados, desplegaba la nobleza y la corte toda su pompa y magnificencia; y allí tal vez noble y gentil doncella escuchaba los conceptos de amor de galán y apuesto caballero en sutil, sabrosa y cortesana plática, si es que el buen Mossén Borra no esparcía júbilo y placer en los grupos de los señores con los chistes de su agudo ingenio. Allí tal vez más de un ennegrecido marino, que en su vida mostró las espaldas al genovés, contemplaba con ceñudo rostro aquel brillante aparato, o lanzaba miradas de desdén sobre aquel mentido campo de batalla, cotejándolo en su interior con la sangrienta refriega de abordaje, con aquel terrible trance en que, sobre el movible y vacilante puente de una tabla, con un abismo debajo, entre el horrible silbar de las ballestas, se lanzaba el guerrero catalán a la enemiga embarcación para exterminar o ser exterminado.

     Por fin el sonido de las trompetas y las tonadas de los ministriles hicieron caracolear los impacientes caballos de los aventureros que se presentaran al torneo y que vistosamente llenaban el palenque, y anunciaron la llegada de los mantenedores que, saliendo del palacio Real y pasando por la plaza del Blat (Ángel), Boria y calle de Moncada, entraban en el Borne, acompañados de numerosos Barones, Caballeros, Gentiles-hombres, Ciudadanos honrados y demás gente de distinción. Precedíanles treinta lanzas de justar, pintadas de blanco y encarnado, que llevaban treinta sujetos de calidad. Abría la marcha el mantenedor Mossén Ramón de Mur, y llevaba su yelmo Mossén Corella, y su escudo Mossén Francisco de Erill. Seguíale Mossén Bernardo de Centellas, cuyo yelmo sostenía Mossén Bernardo de Brocá, y el escudo el honorable Dalmao de Sent Just. Venía por fin el señor Rey, y el Conde de Cardona, célebre Almirante, tenía su yelmo, y el Vizconde de Rocaberti su broquel. Todos tres lucían galas y gallardía en su atavío; listas blancas y encarnadas matizaban las riquísimas sobrevestas debajo de las cuales relucía fuerte coraza, y sus fogosos caballos manchaban de blanca espuma los mismos colores que resaltaban en sus guarniciones de seda.

     Entraron en la plaza, y cada mantenedor dio una muestra de su aire marcial, gracia y destreza en el manejo del bridón, corriendo un rodeo alrededor de la estacada. Calló el gozoso murmullo del gentío, y salió a justar el Señor Rey. Ostentaba escudo cubierto de raso liso azul, partido por una banda de oro, a guisa del de Tristán de Lahonis. Diez fueron los aventureros con quienes lidió, y los antiguos apuntes nombran a Mossén Berenguer de Fontcuberta, Fray Gilaberto de Monsoriu, P. Dusay, Mossén Francisco Desvall, P. Nunyo, Juan de Vilamarí, Bernardo de Gualbes, Mossén Coharasa, Jaime Capila y Bernardo de Marimón. Muchas astas se rompieron, y en todos los encuentros dábale al Rey la lanza el conde de Cardona y servíanle a pie y a caballo muchos caballeros de su corte. Airoso en todas las carreras y fatigado por la violencia del ejercicio, quedóse por fin en su silla real, en la cual ya se sentara varias veces después de librar algún aventurero, y dejó el campo a su compañero Mossén Ramón de Mur. Embrazaba este broquel cubierto de raso liso negro, en que estaban pintadas dos espadas, armas de Palomides, y servíanle cuando justaba Mossén Corella y Mossén Francisco de Erill. Presentóse a justar después el último mantenedor Mossén Bernardo de Centellas, cuyo escudo veíase cubierto de damasco blanco y verde, partido de alto a bajo, y le servían Mossén Juan Desllor y Mossén Bernardo de Brocá. Lidiaron con Mossén Bernardo Mercader, Juan de Gualbes, G. Destorrent, Mossén Bartolomé de Palou, G. de Sent Climent, Benito de Jonquer, Fray Barutell, Bernardo de Requesens, Mossén Berenguer de Fontcuberta, Fray Gilaberto de Monsoriu, Mossén Francisco Desvall, Mossén Juan Vilamarí, Bernardo Capila, Mossén Luís de Falces, Busquets el rojo, el hijo del marqués de Oristán, Mossén Bernardo Miguel, el Sobrino del vicecanciller, Mossén Juan Sor, Bernardo Tureli, Juan de Marimón. Quebraron ambos muchas lanzas, dejando en veinte y un encuentros bien sentada su fama de diestros en el ejercicio de las armas.

     Ya el sol ocultárase tras las vecinas cumbres, y la parda masa de Santa María derramaba su dilatada sombra por el recinto de la plaza. Sonaron de nuevo las trompetas, rompióse el palenque, y con el mismo contento universal regresó el Rey a su palacio, donde estaba preparada una magnífica cena para la corte y caballeros que justaron en el torneo. Siguióse después una solemne colación: y mientras las rojas ventanas del palacio lanzaban afuera el resplandor de las luces y los sones del sarao, que en la cámara de respeto del Rey se celebraba; en la rada disponían los marinos sus galeras y preparábanse para ir a recoger en las aguas de Nápoles y Génova triunfos más costosos y honoríficos, donde debían celebrar su victoria con las humeantes luminarias que en Sestri, Bonifacio, Portofin y en todas aquellas costas encendieron después sus manos vengadoras.

     Algunos años después, en 1455, con motivo de la llegada a Barcelona del Conde de Foix y de su esposa, hija del rey de Navarra, celebróse otro torneo que, aunque no se detallan en el dietario sus circunstancias, tiene la particularidad de haber durado muchos días, y de conservarse en la apuntación los nombres de los campeones (296). Fue el primer día un jueves, 13 de noviembre, en que fueron mantenedores los tres hijos de Mossén Bernardo Capila, Ciudadano, que se presentaron a justar acompañados de su padre y de lo más distinguido de la Ciudad, sacando ricas galas y lucientes armaduras. Al día siguiente, 14 de aquel mes, prosiguióse la fiesta y fue Campeón Bernardo Juan de Junyent. El 20 efectuóse el combate general de caballeros; dividiéronse en dos cuadrillas, de las cuales pelearon en la una el Conde de Foix, Felipe Alberto, hijo bastardo del rey de Navarra, Mossén Juan de N..., y el hermano del barón Darill o de Eril; y en la otra don Juan de Prades, conde de Prades, Mossén de Palou, Juan de Marimón, y el comendador en cargos de Alfama. El 24 y 25 mantuvo otro torneo el Conde de Foix, en muestra de su agradecimiento a los obsequios que la ciudad le tributara.

     Así continuaron celebrándose en el Borne los antiguos ejercicios, perdiendo cada día algo de lo imponente y poético que tuvieron en la baja edad, hasta que a mediados del 1600 comenzaron a reemplazarlos las solas corridas de caballos, que a su vez cedieron la plaza a las de toros (297).

SANTA CATALINA

     De una sola nave constaba este templo, y su grandiosidad corría parejas con las mejores fábricas del mismo género. La liberalidad de los barceloneses había en 1252 levantado la obra hasta el arranque de los arcos, y como aquella no bastase para su conclusión, el Rey don Jaime I concedió un impuesto sobre las mercancías que se descargaban en el puerto para rematarla, como se verificó en 1268. Costearon las capillas laterales los nobles señores Berenguer y Blanca de Moncada, y estaban depositados sus restos en un urna embutida en la capilla de San Jacinto (298).

     El claustro, aquella elegantísima muestra del gusto y pureza del arte gótico, estaba concluido a principios del siglo XIV, y ciertamente mientras subsistió, no tuvo en Barcelona rival que le igualase en lo airoso, esbelto y delicado. �Con qué sublime belleza se combinaban con la ligereza de toda la obra aquellos hermosos sepulcros góticos donde, entre otros varios sujetos yacían personas reales!

     Pero debía lucir un día terrible; el sol que se hundía en poniente alumbraba por última vez las cúspides de muchos edificios; la zapa de la revolución había sordamente minado el orden de cosas entonces existente, que hundíase de un modo espantoso.

     Era el 25 de julio de 1835; brillaba en el cielo una dulce noche de verano, y en la tierra bermejas columnas de fuego contrastaban horriblemente con aquella apacible calma. Zumbaba a lo lejos confusa gritería de la muchedumbre y mil siniestros y apiñados rostros reflejaban el rojo resplandor de las llamas que devoraban Santa Catalina. Dibujábase bermejo el campanario entre las densas humaredas, y parecía desafiar la cólera del elemento. Fuego vomitaban las ventanas y el riquísimo e inmenso rosetón de la fachada parecía el respiradero del infierno. Los hondos alaridos del pueblo, la congoja pintada en los semblantes de unos, el frenesí en los de otros, el moribundo toque de difuntos que hacían resonar los conventos en su terrible angustia... �quién no se acuerda de aquella noche?

     Pero más de una fábrica antigua no quiso ceder a los esfuerzos del incendio, y fue menester después la airada mano del hombre para derribarlos. El fuego respetara el templo de Santa Catalina, y los hombres más feroces que las llamas, decretaron la demolición de uno de nuestros más preciosos monumentos. �Cuán profundamente debió de resonar en las entrañas del edificio el primer golpe que echó abajo la piedra de la punta del agudo, ligero y sonoro campanario! (299)

     Al construirla, no creyó sin duda el ignorado artífice de aquella obra que debiesen algún día borrarla para siempre las manos de sus mismos compatriotas. Bien hizo en no dejar inscripción alguna ni documento que nos diga su nombre, ya que desapareció lo que lo ilustraba y lo único que debía movernos a sacarlo tal vez de ignorado rincón del archivo de aquel convento, de aquella biblioteca, famosa entre las mejores, a la cual en parte no respeto la voracidad del elemento (300)  (301).



SANTA MARÍA DEL PINO

     En el siglo X ya existía un templo de este nombre, como lo prueban con documentos Diago y Pujades; pero al engrandecerse Barcelona, debió aquel de seguir el ensanche de la ciudad y correr la suerte que tuvo el primitivo de Santa María del Mar.

     El actual consta de una sola nave espaciosa, elegante, encumbrada y desenfadada, como dice el bueno y cristiano Pujades. Su frontis es airoso y armonioso a la vez; ninguna complicación ni delicadeza en los detalles, pero mucha gracia y majestad en su sencillo conjunto: parece una inmensa lira allí arrinconada por la mano de un genio. En él se ven repartidos en pequeñas galerías aquellos nichos que forman la portada de San Esteban o de la Inquisición en la Catedral, de modo que su composición es muy semejante. En el extremo de la iglesia, en aquella especie de plazuela se disfruta un punto de vista que ciertamente ofrece algún interés. Al lado de los agrupados estribos de las paredes levántase robusta, maciza y elegante la torre de campanas, y al pie del gigante elévanse a algunos palmos edificios enanos, algunas casuchas bajas, desaliñadas y mezquinas (302). Un solo lunar afea este bello asunto de acuarela: una portada moderna, compuesta de dos columnas acanaladas, fúnebres como las de un panteón, y rematando en una cosa insignificante, si no de mal gusto, contrasta con el resto y echa a perder la gracia del todo (303). La mano de los restauradores de las artes ha abierto profundas heridas en todas las producciones del arte gótico, y la Iglesia del Pino debía también llevar su corrección.

     Ignórase la época fija en que se principió esta fábrica, y tampoco consta quién fuese el artífice que dio la traza. En el folio 2 del antiguo libro de los Obreros, titulado Libro Negro, así lo atestiguan aquellos, al paso que recomiendan a los venideros que procuren aclarar esta materia y suplican que el que logre verificarlo lo continúe en aquella misma página. Pero ya que no podamos fijar el año en que se abrieron sus cimientos, un documento cuya invención se debe al celo del señor don Jaime Ripoll, desmiente la idea hasta hoy día válida, de que la obra se principió en 1380; y al paso que nos aproxima a su origen, tal vez abrirá campo fecundo para nuevas investigaciones. -Habiendo muerto cerca de la calle de la Porta-ferrisa, sin testar y sin hijos ni parientes, una mujer llamada Benveguda, se encontraron en su habitación diez y seis libras además de muchas otras cosas. El Rey Alfonso III, el Benigno, expidió con este motivo la siguiente orden, que traducimos del latín:

     �Nos Alfonso en virtud de la presente orden damos y concedemos a la obra de la Iglesia de Santa María del Pino que ahora está fabricándose por vía de limosna y piadosamente todo nuestro derecho que tenemos en las referidas diez y seis libras y otras cosas muebles... las cuales queremos y mandamos se inviertan en la dicha obra y se entreguen a los operarios de la misma. Dada en Valencia a XV de las Kalendas de julio, año del Señor MCCCXXVIIII (304)

     Esta obra, que se efectuaba en 1329, sin duda debió de estar ya casi perfecta en 1413; pues no hubiese el rey don Fernando I concedido a los feligreses poder para congregarse cierto número de ellos y éstos obligar a los demás a contribuir para los gastos de ornamentos, libros de coro y reparo de la sacristía (305), si la Iglesia no se hallara ya entonces en estado de necesitar de estos adornos, o por mejor decir, en estado de perfección. Consagróse finalmente a 17 de junio del año 1453 por el Reverendo Fray Lorenzo, obispo de Terranova, siendo obreros los honorables Gabriel Dalós, ciudadano, Antonio Cesilles, notario; Juan Soler, especiero y Jaime Perdigó, zapatero de Barcelona, y sacristán Mossén Bernardo Rivera, presbítero, como consta en la inscripción catalana de la lápida fijada al lado de la puerta de oriente (306).

     Hay debajo del presbiterio una espaciosa capilla llamada de Santa Espina; acabóse su construcción a 31 de enero de 1551; pero aumentando cada día la humedad que ya se notó a poco tiempo de edificada, y llegando ésta a su colmo en 1763 con motivo de las extraordinarias lluvias de aquel otoño, fue preciso trasladar la Santa Reliquia a otro altar y dejar de celebrar en ella los divinos oficios.

SAN JUSTO Y SAN PASTOR

     En 1345 empezóse la fábrica del templo actual (307), obra elegante de una sola nave. Es celebrada mayormente esta Iglesia por los privilegios que entre todas la distinguen, concedidos, según varios autores, por la magnanimidad de Ludovico Pío, y ampliados por la generosidad y devoción de otros monarcas.

     Aquellos feroces Escandinavos que la Providencia destinó para suceder a la afeminada gente del imperio, al invadir el Mediodía, trajeron consigo las costumbres guerreras que en los cantares de Odín les transmitieran sus más antiguos Escaldas y que no tardaron en echar hondas raíces entre los despedazados restos de la civilización romana. Entre ellos, los combates de hombre a hombre vinieron repetidas veces a ocupar el lugar de juicio, y Barcelona los vio consignados entre sus usos más solemnes, pasando de este modo a ser costumbre inveterada. Cuando en pleito o demanda faltaban las pruebas suficientes, el Rey o en su defecto el Veguer aplazaban el combate o batalla juzgada y señalaban el campo. Mirábase escrupulosamente si ambos adversarios eran iguales en valor, robustez y demás prendas tanto del ánimo como del cuerpo; y como a menudo sobreviniese esta desigualdad, concedíanse treinta días al más débil para que buscase quien en su lugar entrase en la lid. El día del combate, armados de todas armas, entraban en la Iglesia de San Justo y San Pastor, y sobre el ara del altar de San Felío juraban defender cada uno la verdad de lo que aseguraban, no pelear con otras armas que con las prescritas y no emplear sortilegios, ni espada de constelación o de virtud encantada, ni talismán alguno. Y era tan escrupulosa la ley acerca del último punto, que un duelo verificado con armas encantadas, y con medios sobrenaturales se daba por nulo, declarándose perjuro al que las usó: así lo practicó el Rey D. Jaime I en el desafío judicial celebrado entre Arnaldo de Cabrera y Bernardo de Centellas, en que el uno usó de joyas encantadas o talismanes, esgrimiendo la milagrosa espada de Soler de Vilardell que hacía invencible al que la llevaba, y el otro salió a pelear cubierto con una camisa que le proporcionó el Prior de San Pablo, impenetrable a todo género de golpes (308). Si después de haber luchado con todas armas, no podían vencerse uno al otro el primer día, separábanlos los fieles u hombres de pro, marcaban el paraje en que los encontraron, y llevándoles a diferentes posadas para que cada uno ignorase el estado, las heridas y el valor o decaimiento del otro, al siguiente día los volvían a poner en el sitio mismo y en la misma posición y manera con que les hallaron. Así se prolongaba la lucha por tres días desde la salida del sol hasta la noche, quedando el vencido reo del crimen que se imputó al acusado: rara costumbre y venturado juicio, en que a veces la inocencia y la razón gemían ante el triunfo del culpable (309). Este juramento que prestaban antes de entrar en batalla, era uno de los privilegios de San Justo; y todavía si un barcelonés en el duro trance de la agonía sólo de palabra puede manifestar su voluntad postrera; declarada ésta por los testigos que asistieron a su muerte, prestando juramento dentro el término de seis meses en el mismo altar de San Felío y por otro privilegio de esta iglesia, cobra fuerza y validez de testamento hecho con todas las solemnidades de la ley.

     Cuando un cristiano movía pleito a un judío, y tuviese aquel que terminarse por juramento del israelita, prestábalo en esta iglesia ante el cura o vicario bajo una forma por cierto terrible e imponente para un verdadero creyente en la ley de Moisés. Ya que por su extensión no podamos copiarla por entero, entresacamos los mejores trozos, dejándolos en el antiguo catalán en que están escritos, sin lo cual perderían buena parte de su fuerza y originalidad. Ponían al judío ambas manos sobre los diez preceptos del Decálogo, y teniendo una rueda en el cuello, empezaba el cura la terrible fórmula:

     �Jures, o jueu, per aquell qui dix, yo son, e no es altre sens mi. Jures per aquell qui dix, yo son, e no es altre sino yo... digues jur... E per aquell qui dix yo son Senyor Deu teu fort, e regen, visitan la iniquitat dels pares en los fils, en la terça, en la quarta generatió de aquells qui aborriran mi...digues jur... Jures por los cinch libres de la Ley, e per lo nom Sanct, e glorios, Helie, Assec, Heyae, Haliae, Huseyae, digues jur. E per lo nom honrant Hya, Hilathia, e per lo nom Sanct, gran, e fort marevellos qui era entretallat sobre lo front de Aaron, digues jur. E per lo nom marevellos de Ananiae fort, que dix Moyses sobre la mar... e per la cadira honrada de Deu, e per los Angels ministrants devant lo Sanct, beneit, e per las Sanctas rodas de las bestias, stants faç a faç devan Deu... E per tots los Angels pacifics, que en lo cel son, e per tots los Sancts de Deu, e per tots los Prophetas de Deu, e per tots los noms sanct, e honorificats, maravellosos e terribles, qui son Athanatos, Baruchu, Brubustu, digues jur...Que si sabs veritat, e vols jurar mensongue, que vinguen sobre tu totas aquestas maleditions, e prenguente, respon amen. Malvat seras en ciutat, e malvat en camp, maleit lo graner teu, e maleitas las reliquias tuas, respon amen... Sia lo cel que es sobre de tu de metall, e la terra que calsigues de ferro, don nostre Senyor Den plujes a la tua terra de pols, e del cel devall sobre tu cendra, entro que sias attridat... Ajuste a tu nostre Senyor pestilentia, entro quet consuma de la terra...fire a tu nostre Senyor de fretura, febre, e de fred, e de ardor, de ser corrumput, e de rovey, et perseguesque, entro que persques respon amen. E sia la carnaça tua en menjar a totas volaterias del cel... Fira a tu nostre Senyor de plaga de Egipte, e la partida del cors, per la cual la estercoraix, de gratella, e de pruyja, en aixi que no puges esser curat, respon amen..., muller prengues, e altre dorme ab ella, respon amen..., fira a tu nostre Senyor de floronco molt malvat en los jonolls, e en las tuas cuxas, axi que guarir no pujes, de la planta dels peus fins al cap...Sien fets los teus fills orferis, e la tua muller vidua, sies fet aixi com stipula devan faç de vent... Sia acampada la tua sanch axi com a fems... Fira a tu nostre Senyor axi com feri Egipte de sanch, de ranes, e de moscayons, e de moscas, e de mortalitat de bestias, e de floroncos, e de veixigues, e de pedruscada, e de legostes, e de mortalitat dels primogenits teus, la maledistió que maleí Josue a Jerico venga sobre tu, e sobre la casa tua, e sobre totas las cosas que has ta muller, e tos fills mendiguen de porta en porta, e no sia qui aconort aquells, respon amen. En ira, e furor del Senyor Rey, e de tots aquells quit vejen vingues, e tots los amichs te scarnesquen, caigues, e non sia quit ajut a sot llevar, pobre e mesqui muyres, e no sia quit sabolesca, si sabs veritat, e juras falsia, la anima tua vage en aquell lloch, en lo cual los cans los fems posen, respon amen.�

     Estos son los privilegios que desde muy remota antigüedad han ilustrado al templo de los Santos Justo y Pastor, y su importancia e interés nos han parecido exigir esta relación un tanto prolongada y minuciosa.

     Una preciosidad artística contiene esta elegante fábrica gótica. Hay al lado de la sacristía una capilla con bello retablo antiguo, diligentemente trabajado en las esculturas, que se levantan en una forma airosa y esbelta. Buenas son sus pinturas, y algunas se encuentran entre ellas que llenarían perfectamente las exigencias de un purista por la piadosa expresión de sus cabezas, al paso que satisfarían los deseos de cualquier profesor por su buen dibujo (310).

SAN FRANCISCO DE ASÍS

     Un ancho espacio de terreno sembrado de escombros marca hoy el lugar que ocupó el espacioso templo de San Francisco (311), obra del siglo XIII, y que fue consagrado en 1297 y dedicado a San Nicolás de Bari (312). Desapareció para siempre el claustro, rival en elegancia y riqueza al de Santa Catalina; y aquella producción de fines del siglo XIII y principios del XIV ya no embelesará a los amantes de lo más bello y puro del arte gótico (313). Las antiguas losas sepulcrales rodaron empujadas y holladas por la ignorancia; manos irreverentes revolvieron las cenizas de un descendiente de los Entenza, de aquella ilustre casa que tantos héroes y tanta gloria dio a Cataluña, y la reina de Chipre, doña Leonor de Aragón vio violada su tumba (314).

     En el claustro veíanse repartidos veinte y cinco cuadros que representaban los actos de la vida de S. Francisco. El celo e ilustración de la junta de comercio los salvo de la destrucción general, y haciéndolos colocar en una de las salas de la Lonja, mostró que con razón se le da el honroso nombre de protectora de las bellas artes (315). Reina en todos buen tono de color, arreglada composición y sobre todo naturalidad: esa es la prenda que más los distingue, prenda que a veces se busca en vano en las más acabadas producciones. Es admirable que siempre se conserve la fisonomía del Santo, marcando únicamente en cada cuadro las mudanzas o alteraciones que produce la edad. El que representa dos diablos azotando a San Francisco, es notable por su originalidad y expresión, al paso que todos los inteligentes confiesan acordes el mérito preferente del cuadro del convite, lleno de ternura mística, el del Santo difunto, y el del bautizo.

     Pintólos D. Antonio Viladomat, natural de Barcelona, que vio la luz primera a 12 de abril de 1678. Este sabio profesor, que nunca salió de su patria, que careció de los mejores modelos que enriquecían otras partes, particularmente la Italia, sin más luz ni más guía que la naturaleza, dio al arte un bello ejemplo de cuánto puede por sí solo un talento original. Maestros no muy hábiles le imbuyeron los primeros principios, y así anduvo vacilando hasta que, al venir a Barcelona el Archiduque Carlos, aprendió la perspectiva bajo la dirección de Fernando Viviena, que formaba parte del séquito de aquel príncipe, y que se cree le enseñó también la pintura al temple y al oleo. Tenía entonces veinte años, y en esa edad en que las ideas se presentan más doradas en nuestra imaginación, en esa edad toda de inspiración y espiritualidad pintó los cuadros de la capilla de la Concepción en la catedral de Tarragona. La Cartuja de Montealegre ostentaba la vida de San Bruno con que la adornó, la mano de este pintor; pero Barcelona sobre todo fue la que se honró con sus mejores obras, que se ven esparcidas en casi todos sus principales edificios. La Catedral conserva las pinturas de la capilla de San Olaguer; detrás del presbiterio o coro en Santa María del Mar vense cinco cuadros cuyo asunto es la Pasión de Jesucristo, y otros dos en la capilla de San Salvador, y Santa Catalina conservaba algunos en la capilla del Rosario, particularmente el de la venida del Espíritu Santo. Casó a 28 de diciembre de 1720 con D.� Eulalia Esmandia; murió finalmente a 19 de enero de 1755, y está enterrado en la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe de Santa María del Pino. Allí estuvo por mucho tiempo sin una mezquina lápida que publicase su nombre y sus talentos, hasta que más de treinta años después la erigió a su memoria el Señor D. Nicolás Rodríguez Laso (316): que no pueden quedar para siempre ocultos la verdad y el mérito, y la distancia de la posteridad hace que desaparezcan los ligeros accidentes y matices que tal vez los oscurecían y que entonces se pierden en la imponente majestad del conjunto (317).

     Entre las muchas bellezas que enriquecían a este templo descollaba el acabado púlpito,.y la finura con que veíase esculpida aquella piedra y su originalidad atraíanle el aplauso y admiración de cuántos saben gozar toda la bondad de semejantes obras. Sin embargo, debió correr la suerte que sufrieron tantas producciones contemporáneas a ella; funesta ley de nuestros destinos parece que todo lo bueno en arte caiga a los golpes de la revolución o sea para siempre arrebatado de nuestra patria, para ir a admirar y a embellecer los museos extranjeros. Un anticuario francés compró esa joya que quedaba del antes rico y brillante tesoro gótico, y tal vez ya está resplandeciente con todo el lustre y pompa de sus labores en alguna preciosa colección parisiense (318). Allí se habrá reunido ya con los sublimes cuadros de nuestros mejores pintores, y allí acude solícito el pueblo para embelesarse delante de nuestras glorias. �Y de qué nos quejamos? Nuestros cuadros están espléndida y convenientemente dispuestos en magníficas galerías; nuestras antigüedades ocupan un lugar honroso en los salones de las corporaciones más sabias: unas y otras están en París, en el centro de la civilización, del movimiento; numerosa muchedumbre de todas las naciones de continuo las contempla; cien plumas ilustres proclaman nuestros elogios; infinitos grabados en acero, en madera, litografías sin número los reproducen y les procuran fama general. Si al poseerlos sólo supimos reducirlos a cenizas, envolverlos en el espantoso derribo general o exponerlos en la galería de una pública almoneda, �tenemos acaso derecho para reclamarlos, para quejarnos de la codicia extranjera? Avergonzémonos más bien de no haberlos sabido apreciar en su justo valor, de haberlos entregado a la mayor indiferencia y olvido; quejémonos, sí, de nuestro ningún celo en velar sobre las prendas nacionales, y no maldigamos lo que llamamos codicia de las naciones extrañas, ese noble afán de enriquecerse con las mejores producciones del ingenio humano que constituye su mayor gloria.

CAPILLA REAL DE SANTA MARÍA O SANTA ÁGUEDA

     Si alguna vez, subiendo por la bajada de la Cárcel, se ha ofrecido a los ojos del observador menos atento la plaza del Rey, bien habrá notado que es sin disputa el punto más pintoresco de Barcelona. Dejando a un lado el sombrío aspecto de la cárcel que se presenta en primer plan (319), vese casi en el fondo, a la derecha, la capilla antigua de nuestros soberanos, parda, majestuosamente pintada por la mano del tiempo, sobresaliendo en toda la obra el elegante y negruzco campanario, que levanta con orgullo su cabeza coronada, bien como si sus magníficas y airosas ventanas y las puntas de su remate caracterizasen al noble edificio, proclamando a lo lejos el dueño a quien sirvió en los pasados siglos. Corre todo el frente del fondo la pared de Santa Clara con la vistosa escalinata de la Real Capilla; a la izquierda vese sencillo y severo el convento de dicha iglesia antes parte del palacio, digno de notar por su cornisa o remate, y a su lado se remonta aquella especie de original mirador. Aquella quietud, aquella majestad sorprenden al que ve rodar en torno suyo el inmenso bullicio y movimiento de la bajada de la Cárcel; y cuando la vista tiende una mirada de los pintados edificios modernos a las graves fábricas antiguas, cuando se contempla el brillo, el lujo que anima a aquellas y el abandono y silencio que en estas reina; parecen aquellos monumentos un símbolo lanzado por la Providencia en medio de nuestro moderno esplendor, un mudo elocuente ejemplo que en caracteres duraderos nos advierte la instabilidad de todo lo humano y las revoluciones que produce la marcha misteriosa de los siglos.

     Allí, al lado de aquella capilla estaba el antiguo Real Palacio; aquellas bóvedas, hoy derribadas, repitieron los primeros acentos de muchos de nuestros príncipes; allí se formaron aquellos valerosos ánimos que extendieron poderosamente los límites de la pujanza aragonesa, y en sus salones ostentaron repetidas veces la corte y la nobleza su magnificencia y cortesía.

     Pero queda todavía la capilla, y la sombra de los Alfonsos, de los Jaimes y de los Pedros parece que protege su iglesia predilecta. �Cuántos recuerdos encierra aquella sencilla nave gótica! �cuántos hechos la ilustraron, que prestarían digna materia para más largas reflexiones!

     La mayor parte de nuestros mejores príncipes o personas reales, en ella recibieron el bautismo, y todavía la pila de mármol que suministró este sacramento a nuestros antiguos Condes nos admira con su sencillez en el templo de Santa Ana. Uno de ellos fue el Rey don Alonso I, el Casto, que nació en el Real Palacio a 4 de abril de 1152. Grandes esperanzas su nacimiento infundía a Aragón y Cataluña, y en aquella época de crisis era como una estrella de unión que aparecía sobre el oscuro horizonte. Aragoneses y Catalanes se entregaron a las mayores demostraciones de regocijo; brillantes y animados fueron los festejos que se celebraron, y la nobleza de uno y otro reino concurrió gozosa a aquel acto que hermanó para siempre a los vasallos de los antes distintos estados. Fue don Alfonso el primer monarca que aunó en un sólo cetro los dos reinos de Aragón y Cataluña, el que abrió una segunda época de los reyes de Aragón y Condes de Barcelona; �época, como dice el señor de Bofarull (320), no menos gloriosa que la primera; pues si en aquella sin más recursos que el valor, la espada y la constancia, pudieron nuestros invictos Condes dar principio a la restauración de la Monarquía única en la Península Española, y extender su dominación y poderío desde las márgenes del Ródano hasta las del caudaloso Ebro; en ésta de los no menos esfórzados Soberanos de Aragón, ya nada les quedó que adquirir en la Península, según la partición y convenios celebrados sucesivamente con los reyes de Castilla, pues que vieron finalmente tremolar sus estandartes en las Baleares, Valencia, Murcia, Italia, Grecia, África, Asía menor, y aun en la misma Alhambra de Granada.�

     La esclarecida orden de Montesa, cuyos caballeros tanta honra y prez añadieron al nombre español, tuvo su origen en esta capilla, siendo su fundador el Rey don Jaime II. Era el 22 de julio de 1319, y el templo contenía lo más ilustre de la corona de Aragón. Graves Prelados de las principales Iglesias y Abadías asistían mezclados con los caballeros, entre cuya brillante compañía distinguíanse Frey don Gonzalo Gómez, Comendador mayor de Calatrava en Aragón, Procurador de su Maestre, los Caballeros Militares de San Juan, los de San Jorge y los de la Merced. Después de celebrada solemnemente la misa, recibieron el hábito de la orden de Calatrava, de manos del Comendador, los nobles barones caballeros ya de la de San Juan don Guillén de Eril, don Galcerán de Bellera y don Grimau de Eroles. Fue inmediatamente creado Maestre de la nueva orden de Montesa el célebre don Guillén de Eril, que allí mismo dio el hábito al hermano del Rey don Fernando Pedro de Aragón, a don Bernardo Monconis, don Berenguer de Eril, don Bernardo de Aramont, don Guillén de Aguilar, don Bernardo de Roca, don Berenguer de Torrent y don Arnaldo Pedriza; nombres gloriosos y dulces a la historia aragonesa, que doraron y llenaron sus mejores páginas con la constancia de su ánimo y con los trofeos que hacinó su espada.

     Aquí finalmente se reunieron los personajes que después de la muerte de don Martín debían resolver una de las cuestiones más peligrosas para la quietud de un estado; la cual ofreciendo sumo interés histórico, ya porque cesó entonces la línea varonil de los primitivos Condes de Barcelona, ya por los extraordinarios y curiosos procedimientos que en ella se emplearon, describiremos con la mayor concisión, si es que pueda haberla en un suceso en que todo es minucioso. -Al otorgar el Rey don Martín su testamento en el monasterio de PP. Cartujos de Val de Cristo a 2 de diciembre de 1407, no quiso designar quién debía sucederle en caso de que faltasen todos sus hijos y descendientes, cosa que tardó poco en verificarse, pues murió su hijo único el Rey de Sicilia, objeto de sus más dulces esperanzas. Ni las gracias de la joven y hermosa doña Margarita de Prades, su segunda esposa, pudieron disipar la nube de presentimientos que pesaba sobre la cabeza del Monarca, pues no vislumbraba indicio alguno de sucesión y preveía las horrendas y encarnizadas luchas que destrozarían a su muerte sus estados. Ya entonces hacían alarde de sus derechos, pasando de la exposición a la disputa, los varios presuntos herederos de la corona. Figuraba el primero don Fadrique, conde de Luna, hijo bastardo del difunto don Martín de Sicilia y de una dama siciliana llamada Tharsia, y tal vez involuntariamente animo al mozo en sus esfuerzos el amor del Rey, que en su nieto veía retratado a su tan querido hijo el Rey de Sicilia y que trasladó al mancebo todo el cariño que profesara a su muerto padre. Alegaba sus derechos el Conde de Urgel don Jaime el Desdichado, biznieto por línea masculina de don Alfonso III de Aragón; exponía los suyos el anciano don Alfonso, Duque de Gandía, que debía bajar al sepulcro sin ver terminada aquella grave cuestión; y finalmente don Fernando de Antequera y don Luis, duque de Calabria, apoyaban sus pretensiones en la proximidad de parentesco con los últimos Monarcas de Aragón por parte de sus madres. Murió el Rey don Martín a 31 de mayo de 1410 en el monasterio de religiosas de Valldoncella, sin querer nombrar al que debía sucederle, como se lo pedían y exigían los Concelleres de Barcelona, declarando solamente -�que le sucediese en la corona aquel a quien constare debérsele legítimamente�. La fama de su fallecimiento fue grito de alarma para los enconados bandos, que abiertamente enarbolaron la bandera que de un principio habían elegido; y Barcelona no aguardó siquiera a que el frío de la muerte acabase de helar los reales despojos para acudir a violentas demostraciones de sus deseos. Llenaba las calles numeroso pueblo armado, pintábase la agitación en todos los semblantes, y ni el mismo horror de la peste que entonces diezmaba la población pudo atajar el ímpetu de las facciones. Proclamábase el nombre del conde de Urgel, y se pedía la cabeza del gobernador de Aragón don Gil Ruiz de Lihori, quien, recelando la suerte que tal vez correría si permanecía por más tiempo junto al cadáver de su señor, entró disfrazado en la ciudad, fugándose en un navío a pocos días. Triste y sangrienta época era aquella para la mayor parte de Europa, que ardía en guerras y disturbios. Tres papas se disputaban el Sumo Pontificado, Gregorio XII, Juan XXIII y Benedicto XIII, y la infeliz Italia vacilaba entre el choque de los partidos. Un día después de la muerte de don Martín, descendió del trono imperial al sepulcro el emperador Roberto, Duque de Baviera, y los Príncipes Electores andaban agitados en excluir de aquella dignidad a Venceslao, y elegir a Segismundo, quien reducía luego el Reino de Hungría a la obediencia, empañando estos primeros ventajosos hechos la derrota que sufrió en Tracia, donde abatió sus victoriosos estandartes ante la cimitarra de los Turcos. Estos atacaban continuamente el imperio de Constantinopla, reinando Manuel Paleólogo, y entonces Mahomet, hijo de Bayaceto, pasaba el primero el caudaloso Danubio con sus fanáticas legiones y sometía la provincia de Macedonia. Resonaba el choque de las armas en el reino de Nápoles entre Ladislao y Luis duque de Anjou, y en Francia Carlos VI y Enrique de Inglaterra teñían sus llanuras con la sangre de sus vasallos, acreciendo la dificultad de la situación con la traidora muerte que el duque de Borgoña dio a Luis, hermano del Monarca francés. Grandes eran la turbación y el desconcierto, y la corona de Aragón tomaba su buena parte en el general trastorno, pues en ella todo era mala inteligencia y discordia. �Ninguno había que no estuviese muy debilitado y caído, dice el cronista Zurita (321): y cada uno se aconsejaba a, sí mismo con temor y desesperación, en tiempos que todos estaban temerosos; y solos aquellos cobraban ánimo y vigor, que confiados de las fuerzas de las partes, tenían por ganancia el rompimiento para sus cosas particulares y propias. No se tenía ya temor... sino de la misma libertad, pues era de temer que el vencedor había de poner la ley que quisiese, aunque fuese el legítimo y verdadero sucesor, y el más piadoso y justo de los que se declaraban por competidores: porque de competencia y contienda entre tantos Príncipes por la dignidad y Corona del reino, no podía resultar sino quiebra de la libertad y nueva forma del gobierno.-�

     Fijóse por fin para Montblanc la reunión del general Parlamento, que debía decidir en tamaña dificultad; pero el rigor de la pestilencia obligó a prolongar el plazo y a trasladar el punto a Barcelona, donde ya aflojara considerablemente. Instalóse solemnemente por setiembre de 1410, y todos los estados pasaron antes a la Real Capilla, donde celebró los divinos oficios el Arzobispo de Tarragona D. Pedro de Zagarriga. El profundo y gran Zurita copia los nombres de algunos de los barones que asistieron, y entre ellos mencionaremos a D. Guerao Alamán de Cervelló, Gobernador de Cataluña, D. Juan Ramón Folch, Conde de Cardona y Almirante de Aragón, D. Pedro de Fenollet, vizconde de Illa, D. Roger Bernardo de Pallars, D. Roger de Moncada, D. Berenguer Arnaldo de Cervelló, Bernardo de Forcia, D. Antonio de Cardona, D. Ramón de Santmenat, y D. Roger de Pinos. Pero vanos fueron los esfuerzos de los que quisieran traer los ánimos a conciliación; la animosidad de los bandos no cedía, y la sangre había ya regado el suelo aragonés en más de una contienda. Entonces con nuevo furor estallaron los odios de familia y querellas particulares, que pudieron ocultar su mezquino principio y motivo a favor de la general y política discordia que les daba en toda la corona de Aragón ancho campo de batalla. Agitábanse en Valencia la facción de los Centellas y la de los Vilaregut, valiéndose ésta de la autoridad y favor de D. Arnaldo Guillén de Bellera, que convertía su noble cargo en instrumento de sus particulares venganzas, y que al fin sucumbió en la sangrienta batalla de Murviedro. Hacíanse en Cataluña cruda guerra el conde de Pallars y D. Galcerán de Vilanova, obispo de Urgel; resonaba Lérida con los clamores de los partidarios de Ramón y Pedro Cescomes y de los secuaces de Sansón de Naves y del obispo de aquella ciudad, arrastrando esta contienda a muchos barones y nobles familias, que ya por su parentesco u otras relaciones tomaron las armas a favor de una u otra parte. Pero mostróse más encarnizada la lucha en Aragón entre D. Antonio de Luna y D. Pedro Jiménez de Urrea. Podía aquél considerarse como el verdadero defensor del conde de Urgel, a quien no abandonó sino después de perdida toda esperanza; y así parece que la misma fatal estrella, que influyó en casi todas las resoluciones del Conde, presidió también a las osadas cuando no temerarias empresas del de Luna. En medio de tan terrible desquiciamiento, el Parlamento de Cataluña dio una muestra de tino y constancia, que siempre mencionará con honor la historia. Al paso que atendía a las embajadas y exposiciones de los varios aspirantes, desvelábase en aquietar los partidos, y no pocas veces su prudencia y sabiduría lograron imponer treguas a las armas y hacer que se escuchase la voz del derecho. El infante D. Fernando, con la sagaz política que distinguió todos sus actos, había llenado el territorio de Valencia y Aragón de tropas castellanas que, so color de vengar al arzobispo de Zaragoza, muerto a manos de D. Antonio de Luna, operaron vigorosamente en favor del bando de los Centellas, de los Urreas y Heredias y del Gobernador D. Gil Ruiz de Lihori, quienes siempre manifestaron la mayor aversión al Conde de Urgel, si es que no favorecieron abiertamente al de Antequera. Pero el Parlamento de Cataluña, con el mismo celo con que había intimado al Conde de Urgel que no usase del oficio de Gobernador general y que disolviese sus tropas para que no se dijera que la fuerza le daba la corona, repetidas veces expuso enérgicamente a D. Fernando la inoportunidad de la presencia de los tercios castellanos en los Reinos de Aragón y el menoscabo que de ello redundaba al honor nacional y al suyo propio; bien que todas estas representaciones y mensajes estrelláronse en la sagacidad del Infante, que sabía cuán grata y útil era la asistencia de sus soldados a las facciones que le favorecían.

     Dos años ardió en los reinos de Aragón el fuego de la discordia, y durante este largo período fueron éstos teatro de mil escenas de sangre y horrores. Si los límites que nos hemos impuesto pudiesen dar cabida a la relación de tantos acaecimientos, creemos que no se reputaría desnuda de interés e indigna de que la cantase la lira de un poeta la exposición de un cuadro en que, entre el movimiento general y complicación de los sucesos, descuellan de una manera muy marcada los caracteres de sus más famosos personajes.

     Al cabo de tantos embates y discordias, los Parlamentos del reino tomaron una resolución que pronto debía poner término al desorden y tumulto en que gemía el Estado. A 15 de febrero de 1412, los representantes de los de Cataluña y Aragón aprobaron el famoso concierto que para siempre atestiguará su prudencia y sabiduría. Decretaron, pues, que aquella importante causa se cometiese a nueve personas de pura conciencia y buena fama, y tan constantes que pudiesen proseguir hasta la fin tan arduo y señalado negocio, a quienes se transfiriese todo el poder de los Parlamentos. Debíanse juntar en el castillo de Caspe, de la orden de S. Juan, concediéndoles toda su jurisdicción y señorío, y ordenarse en tres grados, poniendo tres en cada uno, los cuales no podían llevar consigo más de cuarenta personas armadas o sin armas. Mandóse que lo que declarasen todos nueve conformes o seis a lo menos, con tal que en este caso hubiese uno de cada provincia, se considerase verdadero y firme, teniendo que verificarse su publicación dentro el espacio de dos meses, comenzando a contar desde 29 de marzo, y dándoles facultad de prorrogar ese término con tal que no excediese de otros dos meses. Habían de jurar con gran solemnidad, confesando y comulgando públicamente, que procederían en aquel negocio lo más presto posible, que según Dios, buena conciencia y justicia publicarían el verdadero Rey y Señor, pospuesto todo amor y odio, y que no revelarían antes de la publicación su intento o voto ni el de los demás. Deliberóse también que oyesen por turno de su llegada a los competidores, y se les dio poder para que, en caso de imposibilitarse alguno de ellos, los ocho restantes eligiesen a quien estimasen conveniente. Debían nombrarse tres capitanes, uno Aragonés, otro Catalán y otro Valenciano, para guardas del castillo con juramento de fidelidad y obediencia a los nueve, señalando a cada capitán cincuenta hombres de armas y cincuenta ballesteros. Nadie podría acercarse a Caspe de cuatro leguas al radio con más de veinte hombres a caballo armados, excepto los Embajadores de los aspirantes a la corona, que tendrían facultad de presentarse acompañados de cincuenta personas y de cuarenta cabalgaduras.

     Estos fueron en resumen los célebres artículos de aquella necesaria resolución, que al punto cuidaron los Parlamentos de notificar a los que se creían con derecho al cetro de Aragón, para que enviasen a Caspe quienes los representasen y defendiesen su causa con las armas de la razón y la justicia. Pero quedaba un punto delicado y difícil de resolver, que necesariamente debía poner en choque las encontradas opiniones de los miembros de los Parlamentos. �Cómo no había de estallar nueva desunión y suscitarse mayores contradicciones en la elección de nueve sujetos, a quienes se debía revestir de tanta autoridad y poder cuanto nunca poseyeron aquellas asambleas durante la larga y borrascosa época en que procuraron dar con la declaración de la justicia? Consideración fue ésta que movió a los miembros del Parlamento de Aragón a dar facultad al gobernador y al justicia de aquel reino para nombrarlos; y la verdad, a no hallarse tan apuradas las circunstancias, ninguna disculpa y sí graves reprobaciones merecería a la historia semejante determinación que puso, por decirlo así, la elección del que había de ser rey en manos de dos solos sujetos, ciertamente célebres por la probidad y extraordinario tino que desplegaron en aquella ocasión, pero aficionados muy de veras a uno de los competidores y encarnizados enemigos de otro (322). Opusiéronse a tal decisión, como era de esperar, los de Cataluña; pero no habiendo otro medio de terminar aquella cuestión, quedó aprobado por los tres Parlamentos del Reino el nombramiento de las Personas que el gobernador y el justicia eligieran (323).

     Instalado por fin aquel tribunal extraordinario en la villa de Caspe, presentaba ésta el más imponente espectáculo. Veíanse erizadas sus almenas de vigilantes soldados; numerosos destacamentos guardaban sus puertas y avenidas, y amontonábanse en ella provisiones de toda especie, cual si debiera sostener los apuros de un largo sitio o rechazar la furia de más de un asalto. Entre aquel militar aparato, figuraban noblemente las venerables personas de letras; graves abogados de los príncipes que competían por la corona cruzaban las revueltas calles, arrastrando sendas y talares vestimentas, entre el majestuoso séquito de secretarios y procuradores, mientras los nobles Embajadores acudían mesurados a las conferencias particulares que de los nueve solicitaran. Treinta días estuvieron éstos dándoles audiencia pública o secreta, y pasado este espacio de tiempo encerráronse en el castillo de Caspe, dejando suspenso a todo el reino y parando con su misterioso y trascendental encierro el brazo de los combatientes (324).

     Resuelto ya en secreto el negocio a 24 de junio (325) y fijada su publicación para más adelante, amaneció finalmente el 28 del siguiente mes, día señalado para aquel acto. Salieron los capitanes encargados de la defensa de la villa conduciendo sus gentes, que en número de trescientos entre caballeros y ballesteros formaban en vistoso escuadrón, compitiendo la variedad y gallardía de sus galas con el brillo de las bruñidas aceradas armas, entre cuyas puntas ondeaba el estandarte real de Aragón que llevaba Martín Martínez de Marcilla. Dirigiéronse los nueve a la Iglesia, en cuya puerta veíase un rico altar, al paso que numerosos catafalcos magníficamente adornados esperaban a los Embajadores y nobles Caballeros que debían asistir a la ceremonia. Celebrada la misa del Espíritu Santo por el Obispo de Huesca, Fray Vicente Ferrer puso fin con un sermón a la ansiedad general, publicando por rey de Aragón al Infante don Fernando. Levantaron entonces los alcaides del castillo el Estandarte real entre el alegre rumor de los instrumentos, y aquella misma tarde renunciaron los nueve en el Obispo de Huesca el señorío y jurisdicción de aquella villa, teatro de una de las más singulares decisiones que ofrece la historia.

     Pero hora es de que volvamos a anudar el roto hilo de nuestra relación de la capilla de los Soberanos aragoneses, de la cual nos han desviado en digresión tal vez demasiado larga las reflexiones y rasgos históricos que no pueden dejar de inspirar y traer a la imaginación los recuerdos que encierra.

     Antiguamente comunicaba con dicha Capilla el Real Palacio por una puerta que se abría en el elevado coro, que sirvió de tribuna para los soberanos. Por dos largas escaleras que corren el interior del grueso de las paredes de la nave hasta el pavimento, casi delante del presbiterio, bajaban por una los varones y por otra las hembras de la corte, al paso que para toda la familia real reunida había debajo del coro otra espaciosa puerta. Al pisar ahora aquellos húmedos escalones, entre los numerosos escombros que estorban el paso, apenas acierta la imaginación a concebir que allí crujieron las rozagantes ropas de las Reinas y de las damas, y allí repitió el eco de los varoniles pasos de los Reyes y caballeros. Ocupa el lugar de bóveda grave techo artesonado, donde resaltan como principal adorno las barras de la casa de Wifredo; es en fin una elegante iglesia gótica del siglo XII, que debe Barcelona conservar con amor y respeto, como se debe amar y respetar todo recinto donde moraron e imploraron el consejo del cielo para hacer la felicidad de nuestros antepasados los más ilustres reyes de Aragón (326).

SANTA MARÍA DE JUNQUERAS

     Templo gótico de una sola nave y obra del siglo XIV (327). Perteneció antiguamente a las Señoras Comendadoras de la orden de Santiago, que en 1269 se trasladaron a Barcelona del convento que desde 1214 habitaban en S. Vicente de Junqueras del Vallés. A pesar de la sencillez que reina en toda aquella nave, hállase en ella cierto atractivo, que es quizás efecto de las ideas que en nuestra imaginación dispierta.

     Hoy sirve este convento de hospital militar, y débiles y convalecientes soldados pasean las largas galerías de su claustro. Es éste tal vez el más capaz de cuántos construyeron en Barcelona los artífices de los siglos XIV y XV (328).

MONTESIÓN

     Pero si queremos disfrutar más compacta la belleza de su forma, trasladémonos al convento de Montesión (329) y contemplemos su claustro igual en todo, pero más airoso, más pintoresco y reducido que el de Junqueras. Sobre delgadísimos y altos pilares de mármol arrancan las elegantes ojivas, formando un conjunto el más rico y aéreo. No contienen los capiteles singulares invenciones, rasgos originales del ingenio; sencillos y severos, guardan la más rígida uniformidad; pero vese espléndidamente compensada la falta de aquellos con la bondad de su ejecución, y con la gracia con que cargan y se adaptan a los pilares. Creyérase ver una hilera de esbeltas palmas que, abriendo a uno y otro lado sus corvos ramos, enlázanse por los extremos. Crecen en el patio algunos árboles entre la multitud de plantas, flores y arbustos que sin coordinación ni regla llenan todo el suelo; no es éste quizás su menor adorno, y si todos se convenciesen de cuánta armonía existe entre el verdor de estos y el pardo tono de las góticas construcciones, si conociesen cuánta frescura tiene un capitel enredado entre las movibles hojas, seguramente no veríamos tantos claustros venerables áridos y secos, privados de lo que en cierto modo les da vida, sin árboles que hermoseen y aumenten su apacible tristeza y quietud.

     Pero el de Montesión es una preciosidad, cuya hermosura y delicadeza, recordándonos la elegancia de sus rivales los de Santa Catalina y San Francisco de Asís, podrá al menos en lo sucesivo consolarnos de la lamentable pérdida de los últimos (330).

     Un recuerdo histórico encerraba su abandonada iglesia; tal vez habrá desaparecido con las mudanzas que ha sufrido el edificio. En las mayores solemnidades del año las pacíficas y humildes manos de las monjas colgaban del altar mayor el estandarte y banderas cogidas a los turcos y cuyas divisas acribillaron las balas de Lepanto. Semejante preciosidad, que debiera excitar el interés de los sabios y ocupar un honroso sitio entre las antigüedades que el celo de algunos buenos españoles ha logrado salvar del general trastorno, está tal vez entregada al olvido en algún rincón del templo, expuesta a desaparecer consumida por la humedad y por el polvo (331)  (332).



CASA CONSISTORIAL DE LA CIUDAD

     Entre las bellas y preciosas calidades de la arquitectura gótica, descuella admirablemente ese aire, ese estilo tan filosófico que caracteriza todas sus obras, y que con tanta perfección expresa el objeto a que se destinaron. Obsérvense detenidamente los numerosos templos con que nos enriqueció aquella, párese la atención en las casas de ayuntamiento y diputaciones, y se notará cierta modificación general, cierto carácter que los distingue. En los santuarios elévanse más sublimes todas las partes; las sombras dividen con la luz el imperio de las hondas naves, y la grandiosidad resplandece aún a través de la riqueza y pompa de los adornos que engalanan el exterior de los principales. Mas al hacerse civil, al decorar las cámaras de los príncipes con tan delicados detalles, que bien pudiera decirse que las llena de sueños de oro, abate un tanto el arte la altura de sus líneas, el cuadrado reemplaza a menudo la ojiva, respira toda ella más elegancia que imponente grandiosidad, y cierta severidad noble y mesurada asoma entre la multitud de sus adornos mundanos y plebeyos.

     �Quién confundirá el bello frontis de la Casa Consistorial de Barcelona, con un trozo de una obra sagrada? �En qué iglesia encontraremos aquella pared sencilla, más larga que alta, y que sólo al primor de las labores, por decirlo así, pegadas a ella debe toda su hermosura? Y es que en toda la obra hay cierta disposición general, cierto espíritu en el conjunto, que publica su destino: verdadero carácter filosófico, no convencional ni fijado por las reglas, sino nacido de la poesía, de la idea misma que presidió a la ejecución de la obra, pues que toda producción artística debe partir de un punto generador, llámese esta idea o inspiración, si no se quiere reducir el arte a ciencia, o considerar únicamente como tal el mecanismo.

     Sobre la puerta y cobijado por un trabajado pináculo tiende sus alas el Ángel de la Guarda, de tamaño mayor que el natural, cual si protegiera con su celestial presencia a los sabios Conselleres, cuando precedidos de las trompetas de la ciudad y seguidos y rodeados por el amor del pueblo entraban allí a abismarse en útiles deliberaciones; y en otro extremo de la misma fachada, vese debajo de otro pináculo la imagen de Santa Eulalia (333).

     Dos preciosísimas ventanas ábrense en la pared, ricas y elegantes como no las produjo iguales en Barcelona el cincel del siglo XIV. Su forma es ojival; está cada una partida por dos delgadísimas columnitas, y sobre ellas, desde el arranque de las curvas del ángulo hasta su vértice, despliégase un finísimo bordado, que tal pueden llamarse las hermosas labores que como una cortina de encaje ocupan aquel espacio. Orla la extremidad superior de la obra un gracioso relieve sobre el cual carga una baranda calada, tan apreciables uno y otra por su dibujo como por su buena ejecución, que también se nota en casi todos los detalles de aquel frontis.

     Ha ya desaparecido buena parte del antiguo patio, en cuyo lugar se levantará el nuevo cuerpo que se está construyendo, y los trozos de galerías que de aquel quedan, vense feamente tapiados y reducidos a servir de aposentos (334)  (335). Sin embargo, subsiste todavía una pieza de la casa de nuestros Conselleres, y el salón llamado de Ciento muchos años aún recordará a los venideros que allí se reunían nuestros mayores para tratar lo más conveniente al bien de la patria. Está ahora despojado de los adornos con que lo revistió la antigua municipalidad; blancos vidrios dan paso a la luz en las redondas ventanas; modernas pinturas ocupan en las paredes el lugar de tapices; algunas sillas han reemplazado al suntuoso maderaje donde se sentaban los jurados, y ya no se ven en su recinto los cuadros y religiosas estatuas que noblemente lo decoraban (336). Pero quédale su imponente majestad, y sencillo como ahora lo vemos aún, sobrecoge con cierto temor respetuoso al que pisa sus umbrales. Es casi cuadrado, muy elevado y espacioso, y consta de dos arcos semicirculares, que sostienen la artesonada techumbre.

     La capilla de esta casa contiene un cuadro digno de conservarse, y notable tanto por su mérito artístico como por su interés histórico (337). Sentada en rico trono gótico vese en el centro la Virgen con su Hijo en el regazo, bella, majestuosa, y apareciendo a la primera ojeada como una reina. Su cabeza nada deja que desear; sus medio cerrados párpados abájanse sobre sus divinos ojos que no se fijan en parte alguna, embargando toda su atención las súplicas que suenan en su oído. Y verdaderamente esa es la expresión que en ella domina, y al verla levantada y algo ladeada, dijérase que percibe y escucha las palabras que desde el pie de su trono hasta ella se levantan. Pero no es la Rosa mística, la Virgen clemente, sino la Virgen poderosa, la Madre de la sabiduría; es una reina hermosa y afable dando audiencia a sus vasallos. Sin embargo, sensible es para nosotros tener que citar un lunar en semejante obra, mas a ello nos impele la consideración de que no podríamos omitirlo sin que se achacase a descuido nuestro silencio, pues hasta el menos observador conoce a primera vista la imperfección y desproporción que se nota en la figura de Jesús. A uno y otro lado de su trono figúranse dos grupos puestos en oración, encima de los cuales descuellan Santa Eulalia y San Cucufate, que como intercesores los presentan a la Virgen. Vense en primer plan los Conselleres de Barcelona, cuyas cabezas están bastante bien ejecutadas; y ya a primera vista conócese que aquellos rostros sanos, aquellas figuras, por decirlo así, catalanas y plebeyas, deben de ser retratos de las originales que costearon la obra, pues no es dable suponer que el pintor pusiese en su cuadro figuras que, ciertamente, no corren parejas ni en las facciones ni en todas sus formas con la figura y esbeltez de María. Y efectivamente, en los registros municipales (338) se lee que a 6 de junio de 1443 se propuso en el Consejo hacer un cuadro para la capilla, cuya moción aprobada, por otro mes del mismo año se resolvió que se encargase la obra al pintor más hábil. Fue este Luis Dalmau, y aunque no lo dejó perfecto hasta el año 1445, fecha que junto con su nombre se lee en el pedestal del trono de la Virgen (339), la costumbre que entonces imperaba y que subsistió mientras duró el Consejo (340) nos inclina a creer que los Conselleres allí pintados son los que se eligieron en 30 de noviembre de 1442. Si esto es cierto, Juan Lull, Ramón Savall, Francisco Lobet, Antonio de Vilatorta y Jaime Destorreut habrán sido más felices que sus antecesores y sucesores en aquel cargo, de los cuales sólo el nombre nos queda, y cuyas venerables facciones no tuvieron un pincel que las conservase a la posteridad (341).



     Antiguamente, antes de edificar la actual casa consistorial, alquilábanse habitaciones particulares para guardar en ellas las escrituras y demás objetos a la ciudad pertenecientes; pero en el reinado del sabio, político y guerrero monarca de Aragón D. Pedro III el Ceremonioso, la municipalidad barcelonesa tuvo en fin un edificio digno de sus nobles tareas. Principióse la fábrica en 1369; en 1372 aún compraban los Conselleres terreno para proseguirla, y el año de 1373 viola ya en estado de recibir a nuestros antiguos magistrados (342).

CASA DE LA DIPUTACIÓN

     Si cabe en una construcción primor, atrevimiento y elegancia, hállanse estas prendas reunidas en la Casa de la Diputación (343), monumento que es la admiración de los extranjeros y honor de Barcelona. Quien busque originalidad de estilo, recorra por un rato todas sus partes y se convencerá de que muchas son de un carácter enteramente nuevo. Y no se extrañe que, en vez de invitar a seguir todo el edificio, usemos de la palabra partes, pues fatal destino de nuestros mejores monumentos parece que hayan tenido que sufrir amputaciones cuando no añadiduras, no pudiendo de este modo presentar un todo compacto, no ofreciendo al artista ningún punto de vista general, y conservando únicamente sueltos y diseminados trozos.

     La mano del hombre ha respetado, pues, la puerta de San Jorge, el antepatio, el magnífico claustro y el patio de los naranjos; y ya que despojó al exterior de sus atractivos, guardó ocultas en el interior preciosidades que parecen al viajero más bellas y espléndidas cuanto menos en semejante edificio verlas esperara.



     La puerta de la calle del Obispo, llamada de San Jorge, sólo merece atención por su remate. Una línea de pequeñas cabezas sostienen un lindo dibujo gótico, sobre el cual se levanta un antepecho calado, muy parecido sino igual a los que se ven en otras obras de la misma arquitectura, y en el centro, un poco más alto, figúrase San Jorge a caballo luchando con el dragón, grupo que ciertamente no es de lo mejor que cincelaron los antiguos escultores. Pero la parte más grandiosa del edificio es sin duda el claustro, muestra del último grado de atrevimiento y elegancia a que puede llegar el arte de la Edad media. Apenas se pone el pie en el patio, experiméntase temerosa sorpresa, hija de la misma osadía de la fábrica. Preséntase a los atónitos ojos una espesa pared, un segundo alto pesado, coronado de grandes y disformes canales, como sosteniéndose en el aire, y cargando sobre pilares tan delgados que apenas se concibe cómo pueden soportar tan enorme masa. Y en vano el dudoso observador busca en los ángulos o en el centro de las paredes estribos que contrarresten el empuje; una sola columnita igual a las demás se ve en cada uno de ellos, y como si no es tuviera satisfecho el artífice con colocar tal obra sobre tan débil apoyo, quita la columna en el ángulo que sirve de entrada, sorprende la vista con ingenioso artificio. Sin embargo, ya porque se haya la fábrica resentido de las obras modernas que se le agregaron, ya porque efectivamente sea insuficiente la primera galería para sostener el resto, apenas hay, una columna recta, y crece el pasmo al ver que se desvían la mayor parte de su centro, como si todo el claustro debiese ladearse y venir al suelo (344). La galería del segundo piso, si es que tal puede llamarse, consiste en pequeñas ventanas cuadradas, cuya pesadez y espesor contrastan con la ligereza de las ojivas de la del primero. Pero ya que les falte esbeltez y airosidad, ostentan en cambio riqueza y muy buena ejecución en los detalles, que más que una explicación exigieran verse en una lámina que presentase a los ojos toda la belleza de este claustro, que en vano habremos quizás intentado trazar en nuestra relación (345).



     Subamos, empero, aquella espaciosa escalera cuya baranda muéstrase salpicada de variados y originales rosetones, y entremos en la primera galería. El primer objeto que a la vista se ofrece es el frontis de la capilla de S. Jorge, que como un espléndido tapiz se despliega en aquel trozo de pared. Ábrese en el centro una puertecilla ojival, y guarnecen sus lados dos ventanas; y como entre cada una de estas y aquella media una trabajada pilastra, puede decirse que está dividido en tres comparticiones. Al rededor del bello adorno con que como con un ramillete rematan las dobles líneas de la ojiva de la puerta, tiéndese como un trabajado damasco el delicado dibujo que forman cruzándose las curvas, al paso que en las particiones de uno y otro lado derrámanse también con pompa las ramas de otro adorno del mismo gusto, pero diferente en su idea. Remata el todo en una faja de hojas, entre las cuales asoman siete pequeños animales, que además de su mala colocación no corresponden a la bondad y delicadeza de los demás detalles. Es este frontis el trozo más rico y primoroso en adornos que contiene el edificio, y ciertamente admira la diligencia que se nota en todas sus labores. Contémplese de cerca el delicado follaje que orla la puerta y las ventanas, y dígase si cabe dar más finura, entallar más tiernamente en la piedra hojas que parecen dotadas de vida y frescura. Sin embargo, el modo con que remata, produce bastante mal efecto, y es de creer que algún artífice moderno cortó lo que dignamente lo coronaba. También sufrió variación el interior de la capilla; pero en obsequio de la verdad debemos añadir que al construir a espaldas de la antigua la que hoy se ve, se respetó aquella, y aún su techo admira a los que visitan los monumentos para estudiar en ellos algo más que meros efectos de las reglas. Forman los arcos un hermoso juego, y siete pequeñas claves rodean a la central, que parece un astro entre sus satélites. Orlan la circunferencia de ésta numerosos querubines, y en medio vese San Jorge a caballo, elegante, apuesto y airoso como pudiera serlo un joven y fogoso caballero del 1300, al paso que, en los ángulos, los cuatro evangelistas adornan los capiteles de los estribos (346).



     Calma apacible respira el patio o terraplén que está al nivel del primer piso del claustro, y en su recinto halla el artista cuánta dulzura puede dar de sí la contemplación de una obra, al paso que aquí mayormente demuestra la arquitectura gótica su filosofía y propiedad en el carácter. Al sentar el pie en el umbral de la puerta que a él conduce, impone ya la gravedad de sus formas, mientras la delicadeza y profusión de sus adornos deleitan la imaginación: así un mesurado príncipe hace amable su gravedad y se atrae el respeto y benevolencia con el esplendor de sus vestidos. Mármoles blancos y cenicientos cubren el pavimento, y entre ellos exhalan su perfume algunos naranjos, al paso que en el fondo levántanse los arbustos y rosales del jardín. Al entrar, a uno y otro lado hay al nivel del suelo dos galerías cuyos arcos en ojiva se apoyan en columnas, pero hoy están tapiadas, y únicamente resaltan de la pared algunos trozos de los capiteles. La galería del segundo alto es igual a la segunda del claustro, y orlan el extremo de toda la obra multitud de canalones bastante bien ejecutados, y entre los cuales hay algunos que merecen observarse por su gracia y originalidad.

     A un lado levántase elegante y cuadrada la torre del reloj, más baja que los atrevidos campanarios que la rodean. �Quién al verla la confundirá con las fábricas de su misma especie destinadas al culto divino? Hay en ella menos osadía, no aspira a remontar gigantesca su cabeza y derramar a lo lejos el sonido de sus bronceadas lenguas; pero es más gracioso su aire, muéstrase más elegante y apuesta, y pareciéndose más a edificio particular, revela su destino enteramente civil y mundano.

     Data este noble edificio de principios del siglo XV, fecha que se halla consignada en los registros de la antigua diputación (347), y entre cuyas preciosas apuntaciones ni una indicación se ha ofrecido a nuestros ojos acerca del maestro u operarios que lo construyeron.

     Una magnífica fábrica moderna forma parte de esta casa de la Diputación, empezando inmediatamente junto al patio y galería góticos y teniendo el frontis en la plaza de S. Jaime, ahora de la Constitución. Lo mejor de su interior es el gran salón de tres naves, coronado majestuosamente por una elegante cúpula, pero la fachada merece un examen particular, y ciertamente es de notar su acierto en las proporciones, su sencillez y la gracia que el todo respira. Sobre un basamento almohadillado, que por su considerable elevación podríamos llamar primer cuerpo, y en el cual se ven las aberturas cuadradas del entresuelo, corren las hermosas y sencillas ventanas del primer piso, hoy torpemente convertidas en balcones con mezquinas barandas de hierro (348), rematando alternativamente unas en triángulo y otras en arco; y pasada la faja con que termina este segundo cuerpo, ábrense en el tercero o piso segundo ventanas cuadradas, pero mayores que las del entresuelo. En los dos extremos laterales hay un cuerpo de resalto, magníficamente decorado con dos pilastras corintias, que descansan inmediatamente sobre el basamento almohadillado: el cornisamento guarda la belleza de proporciones que se nota en las demás partes; guarnecen el friso algunas aberturas, y sobre la cornisa corre un antepecho con balaústres.

     Un sólo ingreso tiene este frontis, y por sí solo constituye una obra perfecta. Es una portada dórica, con dos esbeltas columnas a cada lado del arco, coronada por un cornisón, cuyo friso ostenta una elegancia y proporción así en altura como en distancia de triglifo a triglifo, que para al menos inteligente. Pedro Blay sentó con esta fábrica los cimientos de su reputación, y ya a poco de construida mereció los elogios de sus contemporáneos, que perpetuaron su nombre en los fastos de entonces, en los dietarios, escribiendo en uno que principia en 1347 lo que sigue: En est any (1609) fou comenzada la creu devant lo portal de mar que la feu Mestre Pere Blai, gran artífice que feu també la part de la deputació devant S. Jaume.

ANTIGUA CASA DE GRALLA Y DESPLÁ

     Cuando contemplamos esos ricos palacios de la antigua nobleza, aquellas graves fachadas cargadas de adornos, no sé qué tristeza baña el corazón aun del hombre más amante de las reformas que trae consigo la civilización moderna. Los talleres ocupan hoy sus salones y aposentos, y el artesano los atraviesa con los humildes pero gloriosos utensilios de su tarea. �Extraña transformación y vicisitud de las cosas humanas! �Qué se hicieron aquellos festines, aquellas dulces trovas provenzales, en las cuales deliciosamente rodaba en ríos de oro la suavidad, ternura e ingenio de los trovadores lemosines? Sin el relinchar de los caballos en la cuadra, sin el continuo cruzar de serviciales pajes y donceles, �qué significan aquellos escudos que encima de cada puerta sostienen ora niños, ora grifos, u otros animales? �Qué son aquellas esbeltas galerías sin las damas que a ellas asomaban? Quizás desde allí más de una vez miraron montar a caballo a sus maridos para alguna expedición lejana, y les enviaron el último beso de despedida, mientras escuderos, donceles, pajes y hombres de armas, brillantes y vistosos en arreos y armaduras, llenaban el patio y partían tras el noble caballero, llevándose al pasar las voluntades y admiración de todos.

     Crece entretanto la yerba entre las desiguales losas de sus vestíbulos; reina en todas sus cámaras tristísimo silencio; y si alguna vez viene a turbarlo la mano del viajero que llama a su puerta, óyense sonar a lo lejos los vacilantes pasos del portero, que al fin por una ennegrecida reja asoma su flaco y melancólico rostro. Entonces se piensa en tantos ilustres antepasados, en aquellos guerreros, prez y gloria de su patria, que si de repente saliesen ahora de su tumba mirarían con ojos atónitos esa mutación de la sociedad, y correrían otra vez a ocultarse entre sus mortajas por no ver la oscuridad y humillación de sus descendientes. Parecerá exageración; pero desafiamos al hombre más amante de las mejoras sociales, al filósofo más moderno, a que no se enternezca contemplando la soledad y abandono de esas antiguas moradas, si tiene algún conocimiento de la historia de su país, para comparar lo que son con lo que fueron.

     Así está silenciosa la antigua mansión de los Grallas, y así estas reflexiones turban el espíritu del que pasea su desierta galería (349). Hoy día la nobilísima familia de los Medinaceli reúne en un solo tronco las bellas y antes esparcidas ramas de cien ilustres prosapias, entre las cuales figuran las de Aytona, Cardona y Gralla. Si fuese nuestro intento trazar una breve historia de todas, faltaría la obra a la materia; porque, �dónde no ha resonado el nombre de los Moncadas, de los Cardonas, de los señores de Molina? Nuestros más antiguos anales están llenos de sus glorias; no hay acción, no hay conquista donde no resplandezcan ya contra los mahometanos, ya contra cualesquiera enemigos de su nación, al paso que las antiguas tradiciones los toman por objeto de sus acaecimientos. Pero es incumbencia nuestra hablar de la familia que representa el escudo colocado en la fachada de la casa que nos ocupa, pues sus ascendientes fueron sus fundadores, y como tales merecen el lugar preferente en la historia del edificio.

     Pocas son las noticias que de la casa de Gralla y Desplá nos quedan: el archivo de la de Cardona contiene algunos apuntes y documentos relativos a aquella, pero escasos son en verdad para la formación de una especie de resumen histórico. Es originaria de Lérida, en cuya catedral yacen la mayor parte de sus señores. Debió sin duda de figurar en alto grado en la corte, supuesto que también a ella le fueron cometidos los más altos cargos de la diplomacia. Efectivamente, en 1501 sonaba en la corte de Francia el nombre de Juan Francisco Gralla, que en ella representaba el poder de su rey en calidad de embajador. Poco después, a 30 de enero de 1512, la reina doña Juana y su hijo don Carlos en Bruselas creaban noble al caballero don Miguel Juan Gralla (350). En fin, de 1519 a 1520, la heredera de esta casa casó con el primogénito de los de Aytona, y desde entonces quedaron unidas estas dos familias que ahora figuran entre los títulos de los Medinaceli.

     Su palacio en Barcelona no se puede atribuir decidida y absolutamente a un solo género de arquitectura, pues la variedad de sus partes indica que se construyó en varias épocas, siguiendo por consiguiente el gusto que en cada una dominaba. En 1306 Pedro Desplá compró a María Juliá parte del terreno que hoy ocupa. Es probable que entonces se empezaría la construcción del actual edificio, y que la antigua escalera que está a un lado del patio, a la izquierda del que entra, y parte del mismo patio pertenecen a aquella primera época. En la galería del segundo alto del mismo ya se observa una mezcla de gusto gótico y moderno, que claramente anuncia la proximidad de la restauración cuando se hizo. Sobre una baranda o antepecho gótico, calado en muchos bellos rosetones, elévanse doce delgadísimas, altas y esbeltas columnitas corintias de mármol, que sostienen con gracia no menos airosas ojivas. Todo descansa sobre cuatro columnas colocadas en los ángulos del patio, que presenta un conjunto el más particular y a un mismo tiempo elegante (351). Los techos artesonados de algunas salas son dignos de un detenido examen, y el del salón principal ostenta un aire majestuoso e imponente que no se ve en muchas obras de este género.

     Debieron sin duda de lucir los primeros albores del Renacimiento cuando se edificó la fachada que, si a la delicadeza de sus detalles agregase la regularidad y rectitud en el alineamiento, podría llamarse perfecta y una de las más preciosas de aquella época. En efecto, como la calle tuerce al lado mismo de la portada, la pared sigue también esa inclinación y la fachada describe un ángulo muy abierto; además, la puerta no guarda orden alguno en su colocación, pues poco falta para que esté al extremo del frontis. Todo él está sembrado de mil bien trabajadas labores con tal profusión que, en nuestro sentir, bien podría aplicársele el dictado de plateresco. Por todas partes resaltan graciosos niños, festones, y mascarones grotescos, adornos propios de los principios de la arquitectura moderna o restaurada. Realza a cada ventana un cuerpecito de arquitectura con columnas o pilastras corintias, y la mayor parte, ya en su extremo superior ya en el inferior, tienen medallones que parece contienen retratos de personajes de la historia romana. Dos de los que adornan las ventanas de los cuartos bajos llevaban el nombre del sujeto a quien representan; pero, más que el decurso de los años, la mano de los ociosos e ignorantes que pasan por aquella calle ha borrado la mayor parte de las letras y roto muchos festones. Sólo queda un nombre legible y por él débese conjeturar que el escultor quiso presentar en aquella medalla la efigie de Antonino Pío. Pero lo mejor de toda la obra es la gentilísima puerta, que por sí sola manifiesta el buen gusto del artífice. La forman dos columnas corintias, cuyo fuste en parte contiene adornos que van desapareciendo por la misma causa que las letras de los medallones. Es de ver el arco por la diligencia y primor de las infinitas labores que lo acompañan: en sus enjutas dos bien esculpidos medallones figuran una lucha, uno entre un monstruo y otro entre un león y un atleta, que probablemente será Hércules, asunto muy tratado en la mayor parte de los antiguos medallones romanos. Encima de la cornisa, entre algunos adornos de frutas que sostiene en el extremo un gracioso niño, se ve el escudo de las armas de dicha casa.

     Cuando al pasar por aquella calle se detiene uno a contemplar por un rato la gentileza de aquel frontis, rara vez deja de aproximarse algún curioso que, con aire entre misterioso y risueño, enseña al observador dos medio borradas inscripciones que en los pedestales de las columnas se leen, y con maliciosos ojos parece preguntarle si sabe lo que aquellas significan. Y sin embargo, no se leen más que estos vocablos latinos: Publicae venustati. -Privatae utilitati, que por cierto no encierran ningún sentido misterioso y cuya aclaración exija el silencio del secreto. No hemos perdonado medio para averiguarlo, pero no existe documento que justifique esa voz extraña que asegura que en otro tiempo la noble casa de los Grallas sirvió de lupanar. Y cierto en ninguna época pudo ser cueva del vicio, cuando desde que la fundaron los Grallas hasta hoy día, siempre ha estado ocupada o por sus señores o por sus representantes. Los que afirman tan ridícula patraña, se apoyan en las dos inscripciones, y particularmente en la dicción venustati de la primera, que por razón de la estrechez del pedestal forma dos renglones: venus-tati; fundamento miserable, que prueba la ignorancia, sino la malicia, de los inventores de tal aserción. Aquellos dos rótulos consagran el edificio al adorno, al hermoseo público y a la utilidad privada; a embellecer con sus partes exteriores la población que lo contiene, y a procurar al dueño que lo habita la satisfacción de todas sus necesidades y todas las comodidades que resultan de la proporción y buena armonía de sus piezas, digno y noble fin de la arquitectura civil.

     Atribúyese esta hermosa obra a Damián Forment (352), que también pasa por autor del patio de la casa de Dusay, en la calle del Regomir (353). Hay solamente las galerías que forman la mitad de aquel, con dos altos, ejecutado todo con suavidad y maestría. Las robustas columnas del primer alto son de orden jónico, y las del segundo corintias. En los pedestales de las últimas sobresalen bajos-relieves de trofeos romanos, primorosamente esculpidos, por cuyo motivo se cree que se empezó a labrar esta obra a principios del siglo XVI (354).



     El siglo que acaba de espirar y parte del de que hablamos, forman el trozo más espléndido de los anales de Barcelona, que entonces se vio embellecida con todas las construcciones que publican la riqueza y pujanza de un estado. Y concretándonos solamente al reinado del gran monarca de Aragón D. Pedro III, pasma ciertamente el número de edificios y establecimientos que entonces se fundaron, al paso que sorprenden las continuas y gloriosas expediciones, ya marítimas, ya terrestres que en todas partes ondearon honrado y esclarecido el pendón de Barcelona. Recuérdense las datas de los principales monumentos de que ya tratamos, y agréguenseles tantas fuentes, muros, arsenales, que aún son hoy el adorno de esta ciudad. La antigua Lonja y casa del Consulado de la mar principióse en 1357, y se concluyó a 5 de julio de 1392 (355), de cuya fábrica permanece aún en pie el ligerísimo salón gótico de tres naves. A 4 de julio de 1356 empezó a venir el agua de la fuente de la plaza de San Jaime, conducida desde el pie del Collserola por encañados subterráneos, y repartiéndose luego a las demás fuentes de la ciudad. También en aquel siglo, en el año 63, levantóse la muralla de la puerta de Santa Ana, antiguamente llamada de los Bergantes, siguiendo por la Rambla hasta el espolón de mar.



     La obra de las Atarazanas o antiguo arsenal vio efectuada su renovación y ampliación en 1378, y de su recinto salieron en aquella época las flotas más brillantes que por tanto tiempo hicieron vacilar el poder de la ciudad que osaba apellidarse Reina de los mares (356). Pero, dejando de referir los numerosos armamentos que en aquel glorioso reinado ofreció graciosamente Barcelona a su rey en apuradas circunstancias, permítasenos mencionar algunas de las principales expediciones navales, en que mayormente brilló el celo y poder de esa ciudad y en muchas de las cuales asistió en persona el Rey D. Pedro (357).

     Destronado por éste en 1343 el rey D. Jaime de Mallorca, celebró el de Aragón parlamento general, donde se resolvió pasar a aquella isla y ocuparla a fuerza de armas. Pidió el rey a sus ricos hombres, barones y ciudades, que le auxiliasen en aquella empresa, y entre los numerosos donativos que le ofrecieron varios de sus estados, ocupa por cierto muy preferente lugar el de Barcelona. Treinta galeras tripuladas y mantenidas a costa de los Comunes de la ciudad, engrosaron la flota real. Fue Almirante D. Pedro de Moncada, que entonces acababa de llegar del estrecho de Gibraltar, donde permaneciera en defensa y auxilio del rey de Castilla. Embarcóse el rey D. Pedro a 10 de mayo, y reunida toda su escuadra, que se componía de ciento diez y seis velas, entre las cuales contábanse las referidas treinta galeras, nueve galeotas y veinte naves gruesas de dos y tres puentes, hízose a la vela para Mallorca, cuya posesión reunió a las demás de su corona.

     El año 1351 será para siempre memorable en los fastos de la marina aragonesa y en los del reinado de D. Pedro. Firmada en Perpiñán nueva alianza ofensiva entre el monarca de Aragón y la República de Venecia, y resueltas ambas potencias a dar un golpe decisivo al poder marítimo de Génova, mandó D. Pedro que se armasen treinta galeras en las costas de Cataluña, Valencia y Mallorca, cuidando de todo lo concerniente a semejante empresa Ferrer de Manresa, Bonanato Descoll, Francisco Finestres y Guillén Morey, ciudadanos de Barcelona y, como dice Zurita, personas las más diestras y prácticas en las cosas de mar que había en todos sus reinos. Nombróse general a Ponce de Santapau, y formaron su consejo los arriba nombrados, a los cuales agregáronse Andrés Olivella y Jaime Boscán. Zarpó la flota de Barcelona, por julio, en tres divisiones mandadas por los tres Vicealmirantes Bonanato Descoll de Cataluña, Bernardo Ripoll de Valencia y Rodrigo Sanmartí de Mallorca, y juntándose en las aguas de Sicilia con la armada veneciana que constaba de treinta galeras a las órdenes de Micer Pancracio Giustiniani, dirigiéronse a Negroponte en busca de la genovesa, compuesta de sesenta y seis galeras al mando de Paginino Doria. Reparadas en Corón y Modón las averías que los temporales causaron a los coaliados, con nuevo ardor pusiéronse en persecución del genovés, que a toda prisa pasó los Dardanelos y se refugió en Pera, colonia riquísima de la Señoría. Trabóse por fin la batalla a la vista de Constantinopla, contándose en ella ciento y cuarenta galeras, en las cuales peleaban cuatro naciones, Aragoneses, Venecianos, Griegos y Genoveses. Mas las catorce embarcaciones griegas, apenas empezada la pelea, abandonaron a sus aliados los Venecianos y dieron a los contrarios una ventaja que por su efecto moral quizás hubiese decidido la victoria a su favor, a no ser tan impávida la serenidad de Santapau y tan intrépidos los Aragoneses y Venecianos. Embistieron los Genoveses con viento favorable; pero la ballestería catalana los recibió con la furia y estrago que acompañaban siempre a sus descargas. Arreciaba la mar; los mugidos del viento sofocaban los ayes de los moribundos y heridos y los gritos de las tripulaciones cuyas naves hundíanse en las aguas, y sus bufidos encrespaban la cima de las pardas olas, que lanzaban a lo alto torrentes de blanquizca espuma, como si cada oleada fuese un monstruo horrible y las espumas crines erizadas. Estaba oscura la noche, y sus tinieblas separaron a los encarnizados combatientes. Murió en la acción el Vicealmirante Ripoll, y poco después en Constantinopla sucumbió al dolor de sus heridas el general Santapau, perdiendo en la refriega los aliados más de tres mil hombres. Costó aquel combate catorce galeras a los Venecianos, doce a los aragoneses y trece a los Genoveses; y aunque se proclamaron éstos vencedores, fue tanta su mortandad que ese vano nombre no pudo acallar los lamentos de la población, y ni siquiera se atrevió aquella soberbia república a celebrar su triste victoria con la más leve demostración.

     Pero al siguiente año volvieron a cubrir el mar con otra escuadra de sesenta galeras a las órdenes de Antonio Grimaldi, y se presentaron en Cerdeña para apoyar la rebelión del juez de Arborea contra el dominio aragonés. Aliáronse de nuevo Venecia y don Pedro, y en su sed de venganza juraron exterminar la pujanza marítima de Génova. En Peñíscola decretó el monarca de Aragón que se aprontase la armada, y pasó luego a Villafranca del Panadés, donde reunidos en 8 de marzo de 1353 los procuradores de las ciudades y villas de Cataluña, ofrecieron sus personas y bienes para aquella guerra, y adelantaron las contribuciones de tres años, pidiendo únicamente que mandase la expedición don Bernardo de Cabrera. Partió el Almirante a Mahón, punto señalado para la reunión general de la flota que hízose a la mar en tres divisiones, saliendo una de Barcelona, otra de Valencia y la tercera de Mallorca. Era un armamento respetable tanto por el número de buques, como porque los montaban la flor de los marinos y guerreros aragoneses. Constaba de cuarenta y cinco galeras entre ligeras y bastardas o újeres, cuatro leños y cinco naves (358), y zarpó de Mahón a 18 de agosto. Delante de Alguer reunióse con la flota veneciana, que mandaba Nicolás Pisani y formábase de veinte galeras, y encargando don Bernardo de Cabrera la prosecución del cerco de Alguer a Riambaldo de Corbera, gobernador de Cerdeña, salió al encuentro de la escuadra enemiga, cuyas blancas velas despuntaban en el horizonte. Formó la suya en dos alas, y colocó a retaguardia diez y seis galeras escogidas y las cinco naves. Comenzó la refriega al amanecer, y allí como en Negroponte rompieron los catalanes la acción a pesar del viento contrario. Largo y sangriento fue el combate, y sólo cuando el sol dejó de alumbrar aquella escena de horror cesó el estrago y la pelea. De las sesenta galeras que llevaban los Genoveses, diez y nueve pudieron a duras penas salvarse con la fuga; las demás o hundiéronse al empuje de las naves enemigas, o sirvieron de trofeos al vencedor. Tuvo la armada coaliada trescientos sesenta muertos y dos mil heridos, al paso que los Genoveses perdieron ocho mil hombres, y tres mil y quinientos prisioneros. Fue un golpe fatal para el poderío de Génova: cundió el terror por toda su comarca, y se acogieron aquellos republicanos al amparo de Galeazo Visconti, Señor de Milán. Desde entonces fue decayendo la fuerza naval de la Señoría, �y la sangre vertida en las aguas de Alguer salpicó y empañó el brillo de su estrella!

     La de Pedro de Aragón relucía radiante y gloriosa, y su celeste lumbre mostraba a sus escuadras el derrotero de la victoria, al paso que no le abandonó en su expedición a Cerdeña contra la facción del juez de Arborea. A la voz del Monarca llenóse el mar de innumerables embarcaciones, y de todas partes acudieron a alistarse sus vasallos a su real pendón. Toda la nobleza de los Estados aragoneses tomó parte en tan brillante empresa, cuya fama movió el generoso ánimo de barones extranjeros que con sus gentes se ofrecieron y asistieron a ella. Mandó la expedición el rey en persona, y don Bernardo de Cabrera tuvo el cargo de General y el de teniente General Bonanato Descoll. Pero creció el entusiasmo cuando apareció en la capitana la esposa de don Pedro, doña Leonor de Sicilia, que quiso asistir a aquella guerra, animando con su amable presencia el valor de los guerreros. Reunida la flota en Rosas, a 15 de junio de 1354, desplegáronse al próspero viento más de trescientas velas, en cuyo bordo iban veinte mil combatientes, y de las cuales ciento eran de guerra, contándose entre ellas veinte naves armadas, cuarenta y cinco galeras, y muchísimos leños, capitaneados por ciudadanos de Barcelona: fuerzas imponentes, que contuvieron a todas las demás potencias y sujetaron finalmente toda la Cerdeña.

     Aquella fue la más honorífica época para Barcelona, que supo secundar las grandes resoluciones de su rey. Sin embargo, no sólo debió éste su celebridad al acierto y actividad que desplegó en sus conquistas, pues las letras le aclaman sabio, al paso que las cortes le apellidan ceremonioso. Escribió su crónica, las ordenaciones para la conservación y régimen de su Real Archivo diplomático, la ordenanza que expidió en las cortes de Perpiñán a 16 de diciembre de 1350 para que en lo sucesivo se datase por los días del mes y año de la Natividad, las leyes de la Caballería de Mossén Sent Jordi, y las ordenanzas de su Real casa, en que estableció los usos, etiqueta, cargos de su corte, y todo el ceremonial de-la coronación de los reyes y reinas aragoneses. Fue uno de los mejores trovadores de su siglo.

     Profesó don Pedro la astrología y pasó por profundo alquimista, pero bastaba su genio previsor para colocarle en el número de los más heroicos monarcas de Aragón, que ilustró con sus altos hechos, al paso que su gloria fue la gloria de Cataluña, y su nombre será para siempre grato a los anales de Barcelona, cuyos más preciosos recuerdos hemos procurado presentar en conjunto.

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