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ArribaAbajo- V -

Nuestra vida


1. ¿Qué es nuestra vida?.- 2. Vida, más vida.- 3. El hombre, peregrino de lo absoluto.- 4. La angustia.- 5. La esperanza.- 6. La insuficiencia radical del hombre.- 7. El esfuerzo por trascender.- 8. Humanísima insatisfacción.- 9. Los vaivenes de la existencia.- 10. Humanismo teocéntrico.- 11. Vocación e invocación.- 12. Estructura de la cosmovisión.



ArribaAbajo1. ¿Qué es nuestra vida?

Soy. De esto no me puede caber la menor duda. Mi vida, con todas sus alegrías, sus sufrimientos y sus aspiraciones, me produce una certidumbre vital directa. No se trata de un hecho puramente intelectual, sino del yo vivo, del estar presente a mí mismo, de mi personalidad.

Las manifestaciones vitales que constituyen mi vida me son constantemente presentes y se me escurren a cada momento. Vivo, pero no puedo permanecer en mí. Vivo huyendo de mí mismo, sin poder detener mis vivencias. Tengo conciencia de la unidad de mi vida y, no obstante, soy un misterio para mí mismo. Mi vida es inconmensurable, incomprensible, inapresable. Vivo un acontecimiento y se me fuga, no permanece. Todo en mi vida es pasajero. No puedo detener mis vivencias, ni acumularlas. Me siento inseguro, diseminado, atomizado. El mundo se me presenta como mudadizo, como inestable. La inquietud me acompaña siempre.

Un afán de vida me lleva más allá de mí mismo. Anhelo estabilidad, duración, ser acumulado. No me basta esta «menos-vida», quiero una «más-vida». Deseo superar todas mis miserias, mis insuficiencias. Y si en esta tierra no puedo alcanzar este fin, tampoco puedo renunciar a él. Aspiro a salir de la miseria presente, que no es verdadera vida, para ser plena y eternamente feliz.

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Tengo la certidumbre de que no nací para morir definitivamente, sino para vivir plenamente. Un impulso, que me es entrañablemente íntimo, me lleva a aspirar a la más alta elevación de mi vida. Amo la vida siempre y estoy convencido de que no seré feliz si no soy inmortal.

Mi afán de plenitud subsistencial no es arbitrario ni adventicio; me es consustancial. Vivir significa anhelar la plenitud subsistencial. Si sufro es porque no soy plenamente lo que quiero ser. Mi ser actual no puede satisfacerme. Física y espiritualmente me siento ontológicamente desamparado, menesteroso, insuficiente. Mi afán de plenitud es ilimitado. Y quisiera que este afán no fuera obstaculizado, para lograr la máxima concentración de vida. Soy el aspirante a una vida mundanalmente inalcanzable.

Quiero, pero no puedo. No puedo lo que quiero. Mi voluntad es infiel al afán de plenitud subsistencial. No se trata sólo de que el mundo me resista, sino de que yo encuentro resistencia en mí mismo. Me distraigo con lo mudable y me dejo cautivar por lo perecedero. Hago lo que no quiero. No soy enteramente libre. Mi voluntad está dividida. Mi voluntad está enferma. Soy una contradicción viviente.

¿Cómo soy actualmente y cómo aspiro a ser? En definitiva, esto es lo que como ser humano más me interesa. Puedo contestarme, con palabra leal, que no me acepto -sino a regañadientes- tal como soy y que me proyecto diferente. Me avergüenzo de mi miseria y sufro por ser como soy. Contemplando mi ser culpable me sublevo contra mí mismo. Ser hombre es ser culpable. Sufro por culpable, por hombre. Y quiero aliviarme de mis culpas y sanar de mis enfermedades, no para ser ángel o bestia, sino para alcanzar la perfecta ecuación de ser humano. Quiero eternizar mi tipo humano, mi «hecceidad». Sólo en lo trascendente puedo encontrar mi solución perfecta.

Impulsados por el espíritu agustiniano, nos hemos introducido en el laboratorio del homo interior. Fuera de él, no puede haber una investigación sobre el ser del hombre honda y fecunda. Pero es preciso proseguir. ¿Cómo conciliar nuestro desamparo ontológico con nuestro afán de plenitud subsistencial? Su coexistencia es esencialmente dialéctica. Desamparo ontológico y afán de plenitud subsistencial son principios antagónicos -como lo son la angustia y la esperanza: sus correspondientes psicológicos- que luchan entre   —87→   sí y a la vez se condicionan mutuamente. El afán de plenitud subsistencial existe sólo en función de superar nuestro desamparo ontológico. Y nuestro desamparo ontológico se hace tan sólo patente porque tenemos un afán de plenitud subsistencial. Cada uno de estos momentos del hombre presupone su contrario. Por eso el hombre es un drama viviente, un contrapunto sin tregua. Pero en este drama viviente hay una insobornable e inexorable hambre de vida.




ArribaAbajo2. Vida más vida

Sobre las tumbas recién abiertas se cantan siempre nuevas canciones. Aun cuando la tragedia exista, el corazón pugna por transportarse al gozo. La vida y la muerte se confunden y de su abrazo brota la intuición de la eternidad. Es la ley de la vida.

Yo quiero morir, dice alguien. ¡Mentira! Lo que quiere es una vida mejor, más abundante, más intensa, más plena. Cuando la existencia se angosta, cuando los propósitos se truncan y el ánimo se esconde, la vida está enferma; es una menos-vida. Pero, justamente, el enfermo es quien más anhela salir de su enfermedad.

¡Que quisiéramos morirnos! Es mentira. Una mentira magnífica, porque es la mentira de un espíritu magnífico. Hasta el grito de muerte es un grito de vida -válganos la paradoja-. ¡Sí!, un grito de: ¡vida!, ¡más vida! Un anhelo de plenitud existencial bulle en las fibras más recónditas de nuestro ser. Insobornables son los deseos que emergen en el «hondón del alma» reclamando más armonía, más gloria, más poder, más inteligencia, más amor, más arte, más bienestar... Queremos sensaciones más suaves, sentimientos más finos, visiones ricas de matices, reflexiones más profundas... Adivinamos un trasfondo de la vida que los sentidos no palpan, pero que el espíritu presiente. Un trasfondo que pre-sentimos inabarcable, ilimitado, sin los barrotes espacio-temporales que nos hacen sudar angustia.

En momentos que no encuentran acomodo en la cotidiana vida, un ansia inefable nos hace romper el cerco de nuestro mundo habitual, y asomar el alma estremecida desde una ventana que se abre a un horizonte infinitamente ensanchado... Pero se trata, tan sólo, de embriagueces esporádicas que nos llevan en gozosa fuga a paraísos provisorios.

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Si las grandes obras del arte, la literatura y la filosofía nos sorprenden es porque el radio de la vida del hombre excepcional que las creó es mucho mayor que el radio del hombre medio. Y hasta el hombre medio, cuando se le sabe conducir a un alto mirador, siente que su vida va cumpliendo su destino ascensional.

Ante un estímulo adecuado -sirvan como ejemplos la audición del preludio de Lohengrin de Wagner, la contemplación de la Basílica de Santa Sofía o la lectura del Fedro de Platón- la vida, esta pobre vida, se hace más vida. La dimensión biológica se trasciende y casi se olvida, atisbándose entonces la gran realidad que se oculta en el trasfondo maravilloso de la vida.

Vivir es sentir la contingencia y la miseria de nuestro espíritu en su condición carnal y pre-sentir la plenitud de la subsistencia. Ésta sería -en caso de que me urgieran- la síntesis más apretada que, a manera de aforismo, podría acuñar para una metafísica existencial. Esta pareja inescindible: sentimiento de nuestro desamparo ontológico- presentimiento de nuestra plenitud subsistencial, coexiste orgánicamente en toda vida humana, concertándose en forma parecida al contrapunto que logra la unidad de heterogéneos conservando la integridad de cada canto, pero colocándolos adecuadamente en el concierto.

Importa mucho dejar sentado que, tanto el sentimiento de nuestra contingencia y de nuestra miseria, como el presentimiento de nuestra plenitud subsistencial, no son sólo vivencias que transcurren en la «psique», sino dimensiones plenamente ontológicas del hombre. No se trata de que subjetivamente me sienta menesteroso, frágil, insuficiente, angustiado, sino de que objetivamente, constitutivamente, soy menesteroso, frágil, insuficiente, angustiado. Ante mi nihilidad ontológica surge mi angustia psicológica.

Si el griego no sintió la angustia de nosotros los modernos, fue porque siempre filosofó instalado cómodamente en el ser, sin hacerse cargo del problema de la creación y, consiguientemente, de su nada radical. La mente emanantista de Plotino, por ejemplo, no pudo hacer una excepción -como la hicieron los cristianos- a aquello de que «de la nada, nada se hace», agregando solamente esto: «sin la intervención de Dios», esto es, sin la creación.

Mi angustia ante la fugacidad de mi existencia contingente   —89→   apunta a algo, no me angustio nomás porque quiero angustiarme. Esto sería absurdo. Me angustio porque aprehendo la fuga de mí mismo, mi dimensión temporal y ansío anclar en raíces de eternidad. A mi inquietud le corresponde, en consecuencia, un sentido óntico final: la sobrevivencia. Pero mientras viva esta existencia terrestre, seré tan sólo un caminante, un peregrino de lo absoluto.




ArribaAbajo3. El hombre, peregrino de lo absoluto

«Sí; es verdad que sólo soy un caminante, un vagabundo sobre la tierra. Pero ¿y vosotros, sois algo más?»


(Werther, libro II, 16 de junio). Goethe                


El hombre es un peregrino y su historia es la historia de su peregrinación. Una agitación tumultuosa nos sacude desde que tenemos uso de razón y de esta tempestad no nos vemos a salvo hasta que hallamos refugio y calma en el puerto de lo absoluto. En el último fondo de nuestro ser se desarrolla un violentísimo amor que -sepámoslo o no- a Dios nos conduce. Inútil es descargar este peso en la multitud de las criaturas. Mientras más nos derramemos en ellas, más náufragos nos sentiremos. Un desgarramiento inevitable nos invade ante los varios y diversos amores que aislados nos sacian y juntos se oponen destrozando nuestro interior. Cuanto más suspendamos nuestro peregrinar en la miserable multitud de seres contingentes, más nos alejaremos de nuestra íntima entidad y del supremo centro gravitatorio. Nada extraño que experimentemos una profunda inquietud. Lo que no está ordenado carece de equilibrio y el alma dislocada vive angustiada. Todos nos sentimos arrastrados, en mayor o menor grado, por la luminosa hermosura del faro de la verdad, pero el forcejeo de la carne nos tira hacia la oscuridad para sepultarnos en ella.

«Todo cuerpo -dice San Agustín- con su peso tiende hacia el lugar que le es propio. El peso no tiende precisamente hacia abajo, sino hacia su lugar. El fuego tiende arriba, abajo la piedra. Su peso los lleva, a su propio sitio van. El aceite derramado bajo el agua, sube sobre el agua,   —90→   y el agua derramada sobre el aceite húndese bajo el aceite: su peso los lleva, a su propio sitio van. Lo desordenado está inquieto; una vez ordenado, reposa. Mi peso es mi amor; él me lleva donde quiera soy llevado».38

El problema del ser no es puramente especulativo; es preciso palparlo experimentalmente. Cuantas veces se intente descansar en lo mudable, otras tantas se notará su labilidad incesante. Imposible hallar en ello firmeza, punto de apoyo.

La mutabilidad nos circunda con todo lo creado. Pero una fuerza oculta, que avasalla nuestro espíritu, nos dice que sobre lo tornadizo debe haber algo permanente, inconmutable, eterno, donde el ser integral, con todo su dinamismo ascensional, encuentra sentido y descanso. En este Sumo Ser no hay nada encogido, potencial, sino que todo está distendido, sobreabundando existencia. Por carencia de esa plenitud perfecta, somos cambiantes. En esa mezcla de ser y no ser radica nuestra mutabilidad, porque como criaturas nada somos, y tanto más caminamos hacia el no ser, hacia la muerte, cuanto menos participemos de la suma esencia de Dios. No fenecemos y retornamos a nuestra nada prehistórica, porque el Ser Supremo nos mantiene y conserva en el grado que nos corresponde.

Nuestro desamparo ontológico nos insta a salir de nosotros mismos, a enajenarnos, en cierto sentido, para ir a buscar en seres más ricos que nosotros esa plenitud existencial que anhelamos.

Llevamos en el fondo ese afán de plenitud que no hay manera de eludir. Somos mendigos de esa existencia plenaria y no termina nunca esa peregrinación del homo viator que va de criatura en criatura, de pueblo en pueblo pidiendo su limosna de vida. Pero el acto supremo en nuestra correría de mendigos es la oración. En ella se actualiza nuestro desamparo ontológico, nuestro afán de plenitud y el reconocimiento supremo de aquél que dijo: «Yo soy el que soy». Y esta peregrinación limosneando existencia plenaria lleva a la vez el sello de nuestra humildad y de nuestra grandeza.

«Primero vivir, después filosofar. Lo niego -dice Eugenio D’Ors-, en esto no conozco primero ni después. También filosofar es vivir. Publio se llama filósofo porque vive en conciencia de la eternidad del momento». Va aquí involucrada   —91→   una idea de la filosofía, no como contemplación pura ni como acción pura, sino como contemplación que se inscribe constantemente en la acción.

Nuestra actividad está polarizada por ese anhelo natural, irresistible y misterioso que nos lleva implacablemente hasta el acto puro. A cada paso adelante en ese romper nuestros límites actuales sobreviene un placer.

Dos vías se nos abren para salir de nosotros mismos y transformarnos; el conocimiento esencial y el contacto existencial. Conocer -como ha dicho siempre la filosofía escolástica- es hacerse otro, no real, sino idealmente. Según Santo Tomás, por el conocimiento el objeto conocido se une al sujeto cognoscente por su imagen intencional. El contacto existencial -en cambio- nos hace vibrar al unísono con otros seres, por el amor. Ama et fac quod vis, decía San Agustín, refiriéndose al amor de Dios, porque el amor no hace cesar la ley moral, pero sí la sobrepasa y todo lo que se haga estará bien hecho puesto que es en bien del amado. En cierto modo, por el amor lo amado se une realmente al amante.

Ahora bien, el conocimiento intelectual, la filosofía -digámoslo sin reticencias- es insuficiente para colmar la aspiración de plenitud existencial del hombre. Su tendencia a interesarse por las esencias de los seres, alejándolas del espectador y viéndolas como en un espejo, nos deja, a la postre, un nuevo vacío. La filosofía tiene su fruición, y no escasa, pero es preciso adentrarse en ella para advertir su limitado placer y nuestra «docta ignorancia». En sus capas más hondas se adivina su destinación a algo superior: el contacto existencial con los seres y con el Ser que logra aprehender su secreto de bondad coexistiendo con ellas por el afecto.

Oigamos la desgarradora confesión de un filósofo contemporáneo: «Se necesita depender íntegramente de la filosofía, esperar de ella la respuesta que hemos de dar a nuestra vida, para sentir el vacío de una respuesta puramente cognoscitiva». De todo esto, se puede deducir que el conocimiento es una actividad preparatoria del hombre que le capacita para su definitiva actividad existencial. Cierto que «si observamos la totalidad de nuestra vida psíquica -como lo dice el P. Juan Luis Segundo S.J.- advertimos que no se dan en el campo de nuestra conciencia actos puros de uno y otro orden. Ni un conocimiento helado, mera imagen,   —92→   ni un amor totalmente ciego, puro impulso, nos son posibles».

No amamos la abstracción de una existencia sin límites, sino la positividad de una existencia infinita. De este gran amor participamos en cada uno de nuestros amores secundarios, pues amamos algo suyo en cada plenitud existencial. «Nuestra vida es un vacío de Dios. Llenar ese vacío con los amores limitados de nuestro universo, sólo lo podemos con el permiso del Gran Amor, quedando siempre en esa total disponibilidad que es, al fin y al cabo, adoración... Pero nuestra vida no es sólo vacío de Dios. Es también, poco a poco, plenitud de Dios. Poco a poco, Él se va haciendo el Tú necesario de nuestro amor, va inundando terriblemente el alma, va rompiendo irremisiblemente sus límites... Él es alfa que comienza el sentido de nuestra angustia y omega que nos responde desde el fin».39

El hombre, decíamos en el inicio, es un peregrino y su historia es la historia de su peregrinación. Ahora podemos agregar esto: es un peregrino de lo absoluto. Y cuando se va en camino se piensa y se siente, ineludiblemente, el peligro del camino y la fragilidad del caminante. Surge entonces la angustia ante la nada.




ArribaAbajo4. La angustia

Higinius -conocido literato de la corte del emperador Augusto- expuso en forma poética la doctrina antropológica de la angustia. El propio Heidegger ha insertado en la página 197 de su obra Sein und Zeit, el párrafo relativo: «Atravesaba el cuidado un río, cuando vio lodo gredoso; tomolo pensativo y comenzó a modelarlo. Al reflexionar sobre lo hecho entró en escena Júpiter. Suplícale el Cuidado que le infunda espíritu, y lo obtiene fácilmente. Al querer el Cuidado imponerle su propio nombre, estorbóselo Júpiter, diciendo que era su nombre el que había que darle. Mientras discuten el Cuidado y Júpiter levántase la tierra, y quiere que sea su nombre, ya que le había dado el cuerpo. Toman a Saturno como juez, quien decide justo: Júpiter, tú que le diste el espíritu, le recuperarás a su muerte; y tú, tierra, su   —93→   cuerpo, pues se lo diste. El Cuidado, que es quien primero lo modeló, poséalo mientras viva. Y por lo que hace a la actual controversia, Homo será su nombre, pues, parece hecho de lodo, o sea de humus».

Vivir -hemos dicho- es sentir la contingencia y la miseria de nuestro espíritu en su condición carnal. Este sentimiento de nuestro desamparo ontológico se manifiesta en la angustia. En el miedo, lo amenazante se localiza en un objeto determinado. En la angustia -en cambio- lo amenazante no se halla en ninguna parte. Me angustio porque existo como existo en el mundo; porque he salido de la nada y porque me circundan innumerables amenazas de privación de la plenitud a que aspiro.

Para Heidegger, el cuidado es la última estructura indiferenciada del ser en el mundo (Dasein). Se descubre el cuidado por el sentimiento de angustia, que es sentimiento de abandono y soledad al sentirse arrojado en el mundo y destinado a desaparecer en la muerte. La preocupación y la solicitud no son más que modalidades del cuidado.

-Heidegger -hombre sin fe- se ha hecho una aguda introspección que luego ha querido generalizar al resto de los hombres. De ahí que su analítica existencial del ser humano resulte, al final de cuentas, tan parcial y tan pobre. La angustia que él describe es la angustia del hombre ateo, que nada quiere saber ni de su origen ni de su fin y que, no obstante, no puede eludir el problema de su origen y el problema de su destino.

Jaspers al saberse libre se reconoce también como culpable. Mediante la elección y la acción echa mano de una alternativa, esto es, deja a un lado otras posibilidades. Estas otras posibilidades son los hombres. Su decisión le hace desembocar en la culpa. Ninguna autojustificación es posible. Hay una culpa primordial que está en la base de cualquier otra. La existencia misma es culpable. Filosofar es experimentar el ser en el fracaso.

Sartre declara que el hombre es angustia. «Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda   —94→   responsabilidad».40 «En su afán de plenitud el hombre proyecta ser Dios; pero como Dios es imposible, el ímpetu de superación fracasa».41

Tanto la descripción de Heidegger sobre la angustia, como la de Jaspers y la de Sartre son, en el fondo, meras experiencias personales cuya validez sólo se limita a sus respectivos autores. Los tres padecen por igual una enfermedad del hombre europeo que se vio asolado por la miseria y el dolor de la guerra. Sus vivencias personalísimas, vertidas en sus libros como innegable talento, pueden resultar hasta artísticas en sumo grado, pero la filosofía -que opera a base de rigurosos conceptos- no puede fiarse en el arte.

Para nosotros los cristianos, la angustia surge cuando nos apartamos del cumplimiento de nuestros deberes incurriendo en el pecado. Es entonces cuando nos encontramos sin mundo y sin Dios, en soledad y abandono. Para salir de esta angustia es preciso purificarse con una sincera y dolorosa confesión.

Y no sólo este género de angustia -que es desde luego el más importante- experimentamos los creyentes. También cuando nos sentimos aislados por el abandono o desprecio de los hombres; también cuando palpamos nuestra fragilidad y nos damos cuenta del desamparo en que se encuentran nuestros seres más queridos, nos sentimos presa de la angustia. Hay, sin embargo, una gran diferencia con la angustia de los ateos: la nuestra no es desesperada. Basta sólo con avivar los sentimientos de fe y confianza en la Providencia divina, para que la angustia del cristiano desaparezca; aunque también es cierto -fuerza es decirlo- que el sentimiento permanece en estado latente. Otra cosa no cabría, dada la radical contingencia de nuestro espíritu en su condición carnal.

La angustia -a diferencia del miedo- siempre lo es de algo vago, inconcreto, indeterminado. Cuando nos invade, nuestro yo y las cosas huyen y flotan en una letal lejanía. Y este quedarse en suspenso, sin «nada» en donde asirse, nos oprime y nos «anonada»... Termina la vivencia de la angustia y el recuerdo todavía candente nos impulsa a declarar -como lo dice Heidegger- que «aquello de y por lo que nos hemos angustiado era realmente nada».

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Pero lo cierto es que la angustia existencial nos pone ante una nada que no es puramente nada, porque de la nada, nada puede provenir. La opresión, la congoja, la angustia que yo siento, surgen de mi fragilidad, de mi insuficiencia, de mi mutabilidad constante y, para decirlo con una sola palabra, de mi contingencia de creatura. Porque como creatura de la nada vengo y a la nada voy. Mi inestabilidad me produce vértigo, terrible desasosiego. Me basta con percibir mi defectibilidad y la angustia aparece en mi conciencia. Solo, ante el vértigo arrasador, alzo los brazos desesperadamente buscando un sostén que me rescate del desastre. Mi ser caduco y fofo que va fluyendo hacia la nada es mi ser, pero no todo mi ser. Si soy, quiero seguir siendo y tengo que ser porque participo de alguna manera de aquél que verdaderamente Es y que me sacó de la nada. Que mi carne y mis huesos se conviertan en polvo, pero que mi ser fundamental, aquél que unifica y vivifica mi vida, subsista y subsista en mejor forma. Ése es el anhelo primordial que triunfa de la angustia. Porque yo puedo hasta resignarme a perder el mundo y a perder el cuerpo, pero lo que nunca podría consentir sería el diluirme en el abismo sin fondo del no ser.

Ahora bien, si es cierto que vengo de la nada y voy a la nada, no lo es menos que también vengo del todo y voy al todo. Vivo en un equilibrio esencialmente inestable en que a veces se agudiza mi desamparo ontológico y otras cobra actualidad mi dinamismo ascensional de plenitud. Mi existir corredizo y huidizo está, por su inestabilidad esencial, en constante mutación. Mi ser contingente no es un ser acabado, logrado en su entelequia, y por eso lucho por realizarlo, por conquistarlo, por progresar. Y mientras en esa brega pueda haber ascensos y descensos, habrá angustia. Anxiety -ha podido decir el Dr. Fulton J. Sheen- increases in direct ratio and proportion as man departs from God. Every man in the world has an anxiety complex because he has the capacity to be either saint or sinner.42

Nuestra contingencia tiene esto de particular: que ha venido de la nada y de suyo iría a la nada, pero como tiene una entidad participada del Ser supremo, se dirige hacia la perdurabilidad perpetua. Por eso mi ser espiritual, una vez   —96→   puesto en la existencia, se lanza en un torrente de vida, vida y más vida... El hambre de inmortalidad, tan profundamente sentida por Unamuno, no es otra cosa.

El espíritu padece en esta vida una terrible hambre. Se entretiene con las creaturas y con el mundo, pero su hambre no se ve saciada. Todo le parece insustancial, insípido, huero... El hambre se torna devoradora. Se buscan nuevas creaturas y nuevos mundos, pero todo es inútil, el ansia crece y la amargura se intensifica. Todo es corredizo, vacío y... entonces brota la solución salvadora: trascender lo finito, lo tangible, lo deficiente, lo mudadizo; llegar a un ser último, inmutable y perfecto que nos salve definitivamente de nuestra zozobra, que colme nuestro vacío: Feciste nos ad Te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te (Hicístenos para Ti y desasosegado está nuestro corazón hasta que descanse en Ti) dice San Agustín.

Ante tanta caducidad que nos rodea, nuestro espíritu intenta elevarse hasta llegar a algo definitivamente estable que nos libre de la inestabilidad y que nos garantice la plena existencia. Como bien lo vio San Agustín, la vida no es vida cuando se vive en constante temor de que se acabe. No queremos morir y jamás nos satisfaremos mientras nuestra inteligencia no se vea saturada de la verdad que exige y nuestra voluntad no se vea colmada de la satisfacción y de la felicidad que persigue. Verdad suma y bien infinito, ése puede ser exclusivamente mi término.

Pero mientras vivamos como unidad sustancial de alma y cuerpo, seguiremos viviendo la angustia. A soul has anxiety because its final and eternal state is not yet decided; it is still and always at the crossroads of life. This fundamental anxiety cannot be cured by a surrender to passions and instincts; the basic cause of anxiety is a restlessness within time which comes because we are made for eternity. If there were anywhere on earth a resting place other than God, we may be very sure that the human soul in its long history would have found it before this.43

Lo que no cabe ante la angustia es la indiferencia. O se trasciende rindiéndose a la voluntad de Dios, o se acepta con una fingida -y en el fondo desesperada- resignación ante la nada.



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ArribaAbajo5. La esperanza

Asegurar que la esencia del hombre es la angustia, es una verdad a medias. Qué duda cabe que en el fondo de nuestro ser bulle la continua inquietud; que la angustia nos acompaña siempre, ya sea en estado latente o en plena efervescencia. Pero coexistiendo con ella encontramos a la esperanza, a la sensación de plenitud, de rebosante bienestar...

No cabe confundir la esperanza con el optimismo. Éste se funda en una experiencia contemplada desde lejos y aquélla en una experiencia vivida. De los existencialistas actuales, sólo Gabriel Marcel se ha ocupado de la esperanza. Esperar significa vivir en la esperanza y mantenerse con el tiempo en una relación propia. La esperanza alberga una íntima disposición para la entrega confiada. Consiste, primordialmente, en la disponibilidad (disponibilité) de un alma, que vive con suficiente hondura la experiencia de una comunidad para poder ejecutar el acto que trasciende la oposición entre el querer y el conocer, afirmándose así la duración viva respecto a la cual la esperanza es, a la par, garantía y supuesto previo. Por la esperanza conllevamos la fe y la obligación.

«La esperanza nunca muere», ha dicho la sabiduría popular, y este refrán encierra una profunda verdad. En los momentos más álgidos de nuestra vida, cuando la angustia nos ahoga y parece lanzarnos a la desesperación, un rayo de esperanza cruza nuestro ser. Una fibra recóndita, nunca embotada, funciona siempre en los momentos cruciales. Lo demás es cuestión de libre arbitrio. Se trata de prestar atención a este toque de esperanza, o de acallar las voces internas para sumergirse en la desesperación diabólica.

Angustia y esperanza son estados anímicos que se conciertan orgánicamente en toda vida humana, en forma análoga al contrapunto que logra la unidad de heterogéneos conservando la integridad de cada canto, pero colocándolos adecuadamente en el concierto. La angustia es el sentimiento de nuestro desamparo ontológico. La esperanza es el presentimiento de nuestra plenitud subsistencial. Hay ocasiones en que es la angustia la que lleva la voz cantante y apenas si logramos escuchar entonces, simultáneamente, las apagadas voces de la esperanza. Otras veces, se apodera de nosotros un bienestar inefable y ascensional que nos hace casi   —98→   olvidar que en lo hondo de nuestro ser aún cava -aunque levemente- la angustia.

He aquí el fondo de mi metafísica integral de la existencia: la pareja angustia-esperanza es inescindible. Esta pareja psicológica corresponde a esta otra pareja ontológica: desamparo metafísico-plenitud subsistencial. La coexistencia de estos momentos en la vida humana es orgánica y forma una unidad sustancial. Los vaivenes de la vida se deben al predominio del sentimiento de nuestro desamparo ontológico o al predominio del pre-sentimiento de nuestra plenitud subsistencial. En el ens contingens que es el hombre, hay un desfiladero hacia la nada y una escala hacia lo absoluto. Somos los humanos una misteriosa amalgama de nada y de eternidad.

Casi todos los existencialistas actuales han puesto arbitrariamente un abismo entre la vida concreta del hombre y el mundo, entre la existencia y el ser. Se olvidan que antes de que el hombre sea esto o aquello es; antes de la angustia, antes de la esperanza y antes de toda otra ulterior determinación está el ser. Su plataforma es la única que puede dar acceso a lo concreto y a los problemas del ser humano.

Porque aspiramos a una metafísica integral de la existencia humana, rechazamos la interpretación pesimista de los Heidegger, de los Jaspers y de los Sartre. Un torrente de vida, de acción, de impulso gozoso y de plenitud de ser arrasa todas las angustias enfermas de las literaturas decadentes. Sin sentir el peso de la enfermedad, los achaques de la vejez y las amenazas de la muerte, la humanidad se desliza sobre el tiempo con fruición. Por cada nuevo sepulcro se construyen cinco nuevas cunas; por cada ambulancia de la cruz roja -que con su sirena nos oprime el corazón- desfilan cien automóviles en los que solamente se refleja el bienestar; por cada hospital hay cien centros de esparcimiento; por cada cárcel hay cien iglesias. A los cuadros hórridos y nauseabundos de Sartre se oponen miles de situaciones -éstas, sí, completamente reales- de plenitud vital y felicidad. A un escritor que le anuncian el nacimiento de un hijo y a los cinco días siguientes le confieren un premio por su último libro, no le parecerá precisamente, que el meollo de la vida esté expresado en Muertos sin sepultura o en A puerta cerrada. Preguntadle a una madre que acaricia los bucles y besa las mejillas de uno de sus pequeños, o   —99→   a un santo que en su oración siente su vida unida a la de Dios, si la vida es absurda y el hombre es una pasión inútil. Probablemente responderán que lo único absurdo es la actitud de quien pregunta.

Ni pesimismo, ni optimismo. Simplemente aceptación cabal de la existencia íntegra con el lado de la angustia y con el lado de la esperanza. Repudio de los cuadros a una tinta que presentan la existencia mutilada.

Cuando se analiza la estructura de la vida humana, hay que tener siempre presente que el hombre, aunque de suyo es nada (vertiente de la angustia) está sostenido por alguien (vertiente de la esperanza).

Como actualización de mi ser religado, la esperanza es algo más que un simple sentimiento. Constituye el sentido de mi vida y me conduce por la auténtica vertiente que estructura mi ser y el ser en general. «La esperanza, ha dicho Landsberg, es el más noble fruto del esfuerzo que realiza el pasado para hacerse futuro, es lo que en el más propio sentido produce el ser y le hace ser efectivo».

Y así como la angustia difiere de los diversos miedos concretos, así también la esperanza se diferencia de las esperas de algo. La esperanza posee un contenido intencional íntimo: es la disponibilidad o entrega confiada de nuestro ser en el tiempo, a nuestra dimensión religada. Es en el interior del hombre donde se realiza la esperanza, a diferencia de las múltiples esperas que reclaman el mundo para sus concretas y diversas realizaciones. Ante el futuro, la esperanza se encara con paciencia y con confianza; las esperas con impaciencia y desconfianza. La esperanza tiende hacia el Ser necesario; las esperas tienden hacia los seres contingentes. Según el grado de claridad y de fuerza con que el hombre vive su dimensión religada, la esperanza aumentará o disminuirá. Su contrapolo no es, rigurosamente, las diversas esperas, sino la desesperanza o la desesperación. Cuando la angustia no es vencida y superada por la esperanza, se torna en desesperanza. Renegando de nuestra dimensión religada, caemos en la desesperación de nuestra nada pre-histórica.

Sólo espera quien carece de algo. Santo Tomás enseña que el bien futuro que suscita la esperanza ha de ser arduo y a la vez posible. Si no fuese arduo, no sería capaz de mantenernos tensa la voluntad con el anhelo de conseguirlo. Si no fuera posible, engendraría la desesperación y no la confianza   —100→   de alcanzarlo. Esperanza nunca puede ser seguridad. Donde acaba mi propio poder y confío en alguien empieza la esperanza. En este sentido, la esperanza acusa la insuficiencia radical del hombre.




ArribaAbajo6. La insuficiencia radical del hombre

Hace algunos años cuando era estudiante de jurisprudencia, decidí, en unas vacaciones, hacer un viaje a Nueva York. Quise dejarlo todo: casa, familia, patria y amigos. Quise internarme en las entrañas de un mundo nuevo para perderme en él y ser desconocido. Intenté viajar para arrancarme de mi medio habitual. Pensaba que un hombre cualquiera tiene pocas probabilidades de descubrir la intimidad de su ser humano en el ámbito de su existir cotidiano. Removiendo los accidentes artificiales de mi posición social y abandonando mi pequeño mundo, me eché a rodar por campos y ciudades...

Una tarde cualquiera se me ocurrió subir al último piso del Empire State Building. Entré al ascensor y en un instante estuve en el piso 102. Desde ahí, ¡qué pequeñez de las casas y de las calles!; ¡qué pequeñez de las gentes que transitaban allá abajo y qué pequeñez la mía! Los abiertos y grandes espacios me oprimían mientras que el vacío me jalaba peligrosamente. De súbito me sentí anonadado, nostálgico y terriblemente solo. Tuve la impresión de ser la más pequeña de las hormigas, perdida en el hormiguero más inmenso que imaginarse pueda. Esa gigantesca Babel de hierro se me antojó, en aquella ocasión, como un enorme y desalmado monstruo que se traga a sus habitantes, sin misericordia y sin distingos. Por primera vez viví entonces, con toda crudeza, mi insuficiencia radical, mi insignificancia, mi contingencia. ¿Qué pasaría si yo me matara? Nada. Nueva York seguiría con su mismo ritmo y yo habría desaparecido del mundo. ¿Qué significaba yo en Nueva York? ¿Qué sentido tenía mi ser en el mundo? ¿Me correspondía un puesto privativamente mío en la sociedad y en el universo?; o bien, ¿mi estancia en la tierra era un sinsentido, un fracaso, un absurdo? Tuve clara conciencia de que filosofaba de una manera espontánea, honda, dramática... Y de que filosofaba, no sólo con la razón de un academicismo más o menos artificioso, sino con todo mi ser.

  —101→  

Percatado de mi impotencia, de mi nihilidad ontológica, y de mi indigencia sentía -en forma simultánea- una viva rebelión contra esa impotencia, contra esa miseria, contra esa vertiente de la nada. Yo no quería ni podía conformarme con ser ahora y no ser mañana; con ser un hijo de la nada que a la nada volvería; con ser en el mundo un «don nadie». Por una parte, me sentía irremediablemente encerrado en mi prisión espacio-temporal. La experiencia externa y la experiencia interna me evidenciaban mi desamparo ontológico. Pero, por otra parte, mi ser se afanaba por trascender, por salvarse. Una voz en mí, que no era casual, reclamaba imperiosamente la plenitud subsistencial. Dos voces antagónicas, insustituibles, alzaban gradualmente su voz. Ambas coexistían orgánicamente y constituían mi drama... Ahora sabía que el filosofar auténtico no era aquél que fingimos aprender en la universidad, sino esta auto-contemplación de mi vida y de la vida que en esos instantes vivía tan dramáticamente.

Mirándome, empecé por contemplar mi cuerpo: un objeto natural, una porción de materia llena de limitaciones. Cierto que en la naturaleza encuentro organismos vivientes inferiores al mío, pero no menos cierto también que «hay» y que «concibo» muchas cosas superiores a mi cuerpo. Yo podría haber sido más fuerte, con mejores sentidos -vista, oído, gusto, tacto y olfato- con mayores facultades de locomoción, con mayor resistencia, con menos necesidades de nutrición y de sueño, etc., etc. Nuestros sentidos -como bien lo expresaba Pascal- no perciben nada extremo, demasiado ruido nos ensordece, demasiada luz nos deslumbra, demasiada distancia y demasiada proximidad impiden la vista, demasiada longitud y demasiada brevedad del discurso lo oscurece, demasiada verdad nos asombra.

Pero no sólo mis sentidos son limitados y me engañan con frecuencia. También mi inteligencia cae en el error, comete falacias y paralogismos. Si fuéramos simplemente materiales, no podríamos conocer absolutamente nada. Si fuéramos totalmente espirituales, podríamos conocer directa y perfectamente los objetos. Pero, como somos compuestos de materia y de espíritu, tenemos un conocimiento imperfecto de las cosas simples o compuestas, materiales o espirituales.

Estoy ahora en plenitud de facultades físicas. Mis amigos también lo están. Pero, de aquí a setenta años, mis amigos y yo seremos un montón de huesos. «Cuando considero la poca   —102→   duración de mi vida -digámoslo con Blas Pascal- absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupa, e inclusive que veo, hundido en la infinita inmensidad de los espacios que ignora y que me ignoran, me aterro y me asombro de verme aquí y no allí, pues no hay razón ninguna para que sea aquí y no allí, ahora y no entonces. ¿Quién me ha puesto en tales condiciones? ¿Por orden y obra de quién ha sido destinado a mí este lugar y este tiempo?».44

¿Por qué mi vida está limitada a cien años y no a cinco mil? ¿Por qué mido 1.80 mts. y no 6 metros? ¿Por qué sólo puedo conocer determinadas cosas y no otras? ¿Por qué nací en México en el siglo XX y no en Grecia en el siglo IV A.C.? Inmerso en el mundo de los seres contingentes, no encontraré nunca mayor razón para que sea de esta manera o de la otra. Las cosas que me acaezcan en la vida no tendrán ningún sentido, porque lo mismo fueron que pudieron no ser. La vida misma sería un absurdo.

Desde lo más hondo de mis entrañas, emerge un extraño impulso de trascenderme, de «trascendencia». Gimiendo y llorando pido -con gritos que no acaban y con oleadas de sangre- que concluya este destierro y que nazca a otra vida radicalmente diversa de la que por nacimiento humano poseo.




ArribaAbajo7. El esfuerzo por trascender

Hay una ley universal a la que nadie puede sustraerse: el esfuerzo. No es una ley que rija sólo los destinos del hombre; también el animal, aun la misma planta, tienen este común denominador. Los pájaros forman su nido, el lobo y el león buscan su presa, la abeja construye su panal, la semilla misma, al germinar, se esfuerza por levantar la dura corteza de tierra que quiere guardarla prisionera de la luz y el aire.

A ningún mortal le es posible permanecer al margen del esfuerzo.

La vida no es un espectáculo, sino acción, lucha, dolor. Nadie podrá ufanarse de haber nacido para ser espectador.   —103→   La vida no ha querido situarnos en cómoda butaca, sino en las tablas, en el escenario para que actuemos.

Parece como si el esfuerzo, pendiente de su misión, nos atrapara súbitamente desde que nacemos, para poseernos en todo el transcurso de nuestra ruta, hasta despedirnos en la muerte, imponiéndonos entonces cruelmente su adiós, en esa actividad suprema que es la agonía.

Observad dos personajes: el recién nacido y el agonizante. Ved al primero en su constante movimiento de extremidades, en su febril lucha por desarrollarse, pidiendo el seno de su madre. Ved al segundo en su desesperado intento de aferrarse en la existencia, en esa terrible y casi siempre inútil lucha por permanecer vivo más días, más horas, más minutos.

Ahí están, pues, el que principia y el que termina la vida. Y en el intermedio, sólo una cadena de constantes y penosos esfuerzos, de la más variada índole.

Hay algo que particulariza el trabajo del hombre, que lo hace ser diferente del esfuerzo desarrollado por un animal o por una planta; y es que en éstos reina el instinto o la inconsciencia, en cambio en el ser humano la actividad se convierte en un acto reflexionado, consciente.

Toda una gama de variados esfuerzos se ofrecen ante nuestra vista: esforzadamente, trata el hombre de satisfacer sus más apremiantes necesidades vitales: de orientarse en los eternos problemas de ¿quién es?, ¿a dónde va?, ¿qué es el mundo?; es decir, los siempre renovados problemas filosóficos del microcosmos y el macrocosmos; lucha el hombre denodadamente por alcanzar una posición que le permita, al menos, guarecerse de los elementos naturales y de las gentes; lucha el hombre de negocios por llevar a cabo sus propósitos; el intelectual, por resolver los problemas que le inquietan; el enfermo, por libertarse del dolor. Se esfuerza, en fin, el ser humano, por alcanzar la gloria, la fama, la riqueza, el amor, el placer, el ideal.

¡Ése es el mundo!, un vasto escenario donde todo es movimiento, acción, lucha penosa.

La vida del hombre es una «tarea», y, mientras sea una faena obligatoria que realizar, habrá pena en ella.

Será preciso darse prisa, habrá que pensar que la vida es corta y que es necesario que la muerte no nos sorprenda sin haber acabado nuestra obra. Por lo menos, si el destino adverso nos abate, siquiera que encuentre echados los cimientos.   —104→   La temporalidad es, en este sentido, la espuela del esfuerzo.

El mundo humano entero, a toda hora, se esfuerza y lucha por trascender horizontal y verticalmente.

Para los seres finitos, insuficientes y contingentes, el mundo exterior se presenta como fatalidad y resistencia que hay que vencer a base de penoso esfuerzo. Para el Ser infinito y necesario, en cambio, el mundo y los seres, como objetos de su creación, son sobreabundancia de su perfección, gozoso juego, armonía participada.

En el hombre, el esfuerzo es el movimiento profundo que su naturaleza realiza para salir de su desamparo ontológico. No trabaja -física, intelectual y moralmente- por trabajar. Trabaja por trascender su miseria, su insuficiencia. El coronamiento de la lucha es la liberación; el término de la acción es la contemplación. Al esfuerzo le corresponde un sentido óntico final: la plenitud.

Desde el hecho biológico de respirar hasta el acto espiritual de raciocinar no se realizan sin un cierto esfuerzo. Ante la amenaza de la muerte, respirar es ganar una batalla. Ante la inestabilidad producida por la curiosidad, raciocinar es conquistar una seguridad. Pero el silogismo será siempre un esfuerzo penoso de una inteligencia imperfecta. Los escolásticos colocan en el más alto nivel jerárquico de las inteligencias a aquéllas que llegan al conocimiento mediante actos más sencillos y menos numerosos, las de los ángeles, por ejemplo, y por ejemplo, y por modo supremo, la de Dios. Confesémoslo o no, a este «conocimiento angélico» quisiéramos llegar todos.

El esfuerzo por trascender pone de relieve una característica más de la vida humana: la insatisfacción.




ArribaAbajo8. Humanísima insatisfacción

La insatisfacción del hombre ante lo limitado y finito, su aspiración al infinito, son la manifestación más clara del afán de plenitud subsistencial que hay en el hombre, el testimonio del hombre respecto a la existencia del Ser plenario y no solamente de la circunstancia mundanal.

Por un misterioso designio, el hombre es presa de la insatisfacción. El anhelo de ayer es la desilusión de hoy, y la meta de este día será la insatisfacción del de mañana.

  —105→  

Tal parece como si el destino se complaciera en engañar al hombre, en jugar cruelmente con él, ofreciéndole ilusiones que no le han de colmar, mostrándole en lontananza refulgentes triunfos que, a poco o mucho caminar, se vuelven opacos. Y no bien ha muerto una esperanza cuando la vida, con sutil ironía, nos ofrece otra y nuevamente nos deslumbramos ante la flamante perspectiva. Es el caso de: «Ha muerto el rey. ¡Viva el rey!».

Así transcurre nuestra vida, como una rueca que gira a vuelcos y tropezones, pero siempre iluminada por una esperanza.

Se podría pensar en una cierta candidez del hombre, la cual raya en la estulticia, al no extraer de las decepciones una experiencia definitiva; al volver a las andadas que han de traerle nuevos golpes, nuevas amarguras, y así proseguir en su recorrido vital, que se asemeja tanto al consabido juego del «cuento de nunca acabar».

Entonces ¿no se deriva lógicamente de esta enseñanza que nos brinda la cotidiana vida un absoluto nihilismo? Si tras una persona e inútil lucha nos veremos coronados con la misma insatisfacción que pensamos haber dejado atrás ¿no sería más sensato, para no tener un nuevo dolor, no desear ya más, no tener fe, no tener proyectos... y anonadarnos en una especie de «Nirvana»?

Los humanos vivimos de esperanzas y tenemos que alimentarnos de ellas, pues ¿de qué otra cosa podríamos vivir si no es de esperanza?

A la lobreguez de la vida nos lanza siempre una esperanza, un sueño que se convierte en frenesí; que nos mantiene, que nos ilumina y nos da calor. Estos hechos los vivo yo y los observo en mis semejantes.

Cuántas veces se dice hipócritamente al mundo: «estoy muy complacido de lo que he hecho»; «estoy plenamente satisfecho de lo que he logrado».

Pero recojamos las alas del espíritu para encerrarnos en el sótano de nosotros mismos, porque la intimidad es el don más alto concedido al hombre, y preguntémonos si nuestra vida nos satisface realmente. La respuesta no tardará en brotar espontánea. Con una fina tristeza veremos que aun a nuestros mayores triunfos les falta algo, algo que pudimos haber hecho para hacerlos mejores. Nos doleremos al contemplar que nuestra cultura es aun muy incipiente y que   —106→   un caudal de conocimientos nos asedian y se nos ofrecen prontos para ser devorados. Nos dará tristeza al pensar lo que falta de riqueza material para alcanzar una anhelada seguridad económica; nos atormentará quizá algún recuerdo; nos producirá pavor nuestro panorama moral o religioso.

Resultado: la inconformidad, la duda, la perenne insatisfacción. Un espíritu erizado de espinas, siempre en pie de guerra ante el resto del orbe, y que, anhelante de plenitud, no encuentra una estabilidad definitivamente reconfortante.

El desengaño es otra vía de acceso a la verdad de una tendencia que no puede aquietarse con la limitación y la finitud. «El desengaño -ha dicho el Dr. Alberto Wagner de Reyna- es la aventura erótica del hombre frente a la verdad, en que lanzado hacia lo falso, proyectándose estimativa y emotivamente a su confirmación como verdad, dolorosamente desenmascara lo falso, desenmascarando su propio error humano, y llega así a la posesión de la verdad, buscada pero ignorada, que enmienda su vía y le confiere la satisfacción del logro de la certeza, pero que le descubre también la inseguridad de su triunfo en la derrota. El desengaño es el impacto por el cual la verdad afecta a la existencia».45

Hay en esta inconformidad algo de divino y algo de diabólico. Divina es esta áspera tarea de la duda, por su heroica generosidad en ese tránsito de una a otra inquietud; por considerar lo que nos rodea como imperfecto, mutilado; por la insatisfacción de lo que hay dentro de nosotros, tan distante del módulo ideal, de la norma eterna de santidad. Diabólica es esta inconformidad, porque encierra una ambición sin límites, alimentada por el fuego de un inconmensurable orgullo.

«Lo que más vale en el hombre es su capacidad de insatisfacción, escribe Ortega y Gasset. Si algo divino posee es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin amado, y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos».

En el fondo, la insatisfacción humana no es más que una advertencia, un llamado del infinito que resuena en el alma.

  —107→  

Estamos insatisfechos porque nuestro insoslayable afán de plenitud no encuentra -en esta vida- bien alguno que le colme. Estamos insatisfechos porque nuestra insuficiencia radical, nuestro desamparo ontológico, son obstáculos permanentes que nuestro afán de plenitud subsistencial no puede eludir ni vencer. Vivimos esencialmente insatisfechos, porque nuestra dimensión religada siente un enorme vacío: vacío de Dios. Y, en pos de una plenitud que colme este vacío, transcurren los vaivenes de la existencia.




ArribaAbajo9. Los vaivenes de la existencia

Siguiendo una vieja tradición cristiana, el P. Salmerón -el del Concilio de Trento- había dicho, mucho antes que Kierkegaard y Heidegger sintieran el vértigo de la nada, que «Dios se dona a toda criatura, en tanto que está en ella, conservándola para que, grave, no caiga hacia su propio sitio, esto es, hacia la nada, de donde salieron todas las cosas».46

Puesto en el abismo del existir, el hombre se sostiene en el vacío de su contingencia por el contra-impulso de su dimensión religada. Analizando nuestra vida la encontramos inquieta, oscilante. Nuestro espíritu, maridado con el cuerpo, vive en continuo escozor.

La existencia es vaivén, hormigueo, cambio, drama. Nuestro integralismo metafísico existencial explica los vaivenes de la vida por la tensión entre el desamparo ontológico, que somos por esencia, y la plenitud existentiva, que somos por gracia. El desamparo ontológico tira hacia la vertiente de la nada o inexistencialidad; el afán de plenitud, por el contrario, apunta a la vertiente de la existencialidad. En los entresijos metafísicos del hombre, la nihilidad y la plenitud están en constante forcejeo. Pero en este juego, la nihilidad -sin la intervención de Dios- lleva las de ganar. Bástenos recordar que el ens ab alio es, inexistencialidad radical, nuda potencia. Sin el ens a se, el ens ab alio se siente andar por la vida con las raíces al viento, como las plantas aladas, sin poder anclar jamás su propia y desconocida consistencia en el fondo de lo absoluto. Por eso los existencialistas ateos sienten que su yo más íntimo deambula envuelto con mortaja metafísica padeciendo la peor derelicción. Vida plena   —108→   sólo la vive Dios. Los hombres nos afanamos por la plenitud, precisamente porque no la tenemos. Así, este instante de mi precaria existencia que ahora vivo, brota de la muerte de mi instante anterior. Aun en las horas de más intensa dicha, cruza por mi rostro un tenebroso fantasma asesino, un oscuro presagio. Vivir -se ha dicho con razón- es ir muriendo. En este sentido vivir es no vivir, por lo menos no vivir del todo. Unamunianamente, Hernán Benítez habla de la paradoja de «vivir sintiendo y sentir viviendo nuestra existencia inexistente y nuestra inexistencia existente, o, si se prefiere, el inexistente existencial y el existente inexistencial que es cada instante de la existencia nuestra. (Y tome el lector, se lo ruego, un papelito: haga un gráfico con todo esto, factoree los términos de su guisa, y gócela jugando al juego de desentrañar el jeroglífico, con lo que acaso logrará desentrañar también el misterio entrañado en su vivir)».

La conciencia de nuestro desamparo ontológico es la jaula de nuestro corazón ansioso de plenitud subsistencial. Este desbordante afán mío de inmortalidad es un larvado anhelo de Dios. Y al llegar a este punto caben dos actitudes: o el satanismo (por qué el hombre no es Dios) o el cristianismo que reverencia el misterio del hombre y se nutre de esperanza, de humildad y de amor. O desesperación atea o fe cristiana. Fe, porque sin la fe andamos a ciegas en el fondo del abismo humano. Y al llegar a un abismo o se blasfema o se ora, pero lo que no se puede es cruzarlo con las solas fuerzas de la razón raciocinante.

Entre ráfagas y vaivenes se mantiene el existir del hombre, unas veces más cerca y otras más lejos del suelo y sus arcillas, según la potencia ascensional -teológicamente es lealtad en recibir la gracia- de cada quien. «El hombre vive de su temperatura -expresa de manera poética Pedro Caba- porque en pie, girando como las peonzas, lanza el zumbido de su existencia, un zumbido de estación emisora, por cuyo balconcillo saltan los paquetes de ondas que son mensajes lanzados desde la cúpula de la cabeza, pero gracias a la encendida válvula de radio que es el corazón. Gira el hombre sobre su existencia, tejiéndola de movilidad, de cambios, porque alguien nos ha dado cuerda desde la eternidad y el puro existir lo experimentamos como un lento desenrollar   —109→   de la cuerda que traemos arrollada sobre la peonza del corazón».47

Y ante esta tensión constante entre el desamparo ontológico y la plenitud subsistencial, entre la angustia y la esperanza, entre «la carne que tienta con sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos», entre la nada y el absoluto, cabe recordar las palabras recogidas de un salmo de don Miguel de Unamuno:


Méteme, Padre Eterno, en tu pecho
misterioso hogar,
dormiré allí, pues vengo deshecho
del duro bregar.



En el duro bregar de la existencia, todos quisiéramos encontrar el centro que da sentido y equilibrio a nuestra calidad humana. ¿Cuál es el verdadero humanismo? ¿En dónde reposa su centro? ¿Cuál es, en definitiva, su sentido?




ArribaAbajo10. Humanismo teocéntrico

Lo que se destruye a sí mismo por su propia naturaleza no puede ser fin en sí. Lo que, como la vida, es esfuerzo de conquista que termina en el fracaso de toda individualidad que lo intenta, lejos de poderse considerar como término ideal, lejos de poderse erigir en fin final de la existencia, es la demostración de su propia inanidad.

(La existencia como caridad).


Antonio Caso                


La edad moderna es la época del humanismo antropocéntrico en todos los órdenes de la cultura. Dando la espalda al ser -al ser de Dios y al ser del universo- vuelve la cara al hombre y postula la inmanencia en contra de la trascendencia. Pero habiendo cerrado los ojos del espíritu al ser y sus exigencias ontológicas, el modernismo ha terminado en un grito de angustia cuando el objeto supremo de sus afanes: el hombre, se le ha evaporado. La historia de esta gradual   —110→   evaporación empieza con el Renacimiento que, si no niega la realidad sobrenatural, por lo menos la aparta abismalmente del hombre. Se exalta lo natural, lo temporal, lo material y se relega en el olvido lo sobrenatural, lo eterno, lo espiritual. El proceso de lo que se ha podido llamar «la pérdida de Dios» y cuyas etapas son las de la época moderna, se inicia con Ockam. Si Dios no es razón sino solamente omnipotencia, libre albedrío, entonces la razón humana es algo que únicamente tiene valor «de puertas adentro» del hombre. «Solo, pues, sin mundo y sin Dios -expresa Xavier Zubiri-, el espíritu humano comienza a sentirse inseguro en el universo».

Divinizado el hombre y cerrado todo acceso al Ser trascendente, la inmanencia vacía de toda realidad, aun la propia, terminó por devorarse a sí misma. En vez de acudir a la única fuente capaz de saciar sus ansias infinitas de verdad y de bien y de otorgarle su auténtica plenitud, el hombre se encarceló en su pobreza total y en la finitud oscura de una inmanencia sin ser.

El humanitarismo, la religión de la especie, el amor a la posteridad remota y feliz, amor paternal a nuestros descendientes, mejores que nosotros, creyó que la vida vencería las miserias anejas a la contingencia de la individualidad. Como Comte, se amaba a Dios «en el conjunto de los seres humanos progresivos». Pero la especie -triste fetiche- no es sustancia primera, no tiene entidad. Como universal, sólo existe formalmente en la inteligencia; fundamentalmente en todos y cada uno de los individuos. Además, como observa el maestro Caso, el progreso (pro, hacia adelante, gressus, marcha), no puede afirmarse como ley de la humanidad. El progreso físico no existe. Moralmente, somos tan inferiores como siempre. El arte no progresa. ¿Qué es entonces lo que resta? La industria, las ciencias especiales, lo económico e interesado de la vida. Progresamos en aumentar nuestras relaciones utilitarias con las cosas, en procurarnos nuevos deseos insaciables: pero ¿tal progreso es un bien? De cualquier manera, si sólo así se progresa, el progreso de la humanidad no es un bien absoluto.

Por fortuna el mundo contemporáneo ya ha dejado de ser moderno. El humanismo antropocéntrico empieza ya a desaparecer de la escena, no por lo que tiene de humanismo, sino por ser antropocéntrico.

  —111→  

Hoy se escuchan preclaras y potentes voces que pugnan por entronizar un humanismo teocéntrico, un humanismo integral, surcado por el doble movimiento continuo de descenso de Dios hacia el hombre y de ascensión del hombre hacia Dios. Como en el Medioevo, los filósofos cristianos de hoy luchamos por construir un inmenso castillo en cuya cumbre se sentaría Dios; le preparamos un trono sobre la tierra porque lo amamos. Hasta una antroposofía metafísica que conoce las cosas del hombre desde el punto de vista del hombre exige un teocentrismo natural que pueda después ser perfeccionado por la teología.

Todas las fuerzas de nuestro espíritu convergen al sol de la trascendencia del Ser divino. Desde nuestras raíces más hondas y con el ímpetu más fuerte padecemos un ansia infinita de verdad y de bien que sólo en Dios encuentra reposo. «En todo el ámbito de su vida espiritual, el hombre -dice Octavio Nicolás Derisi- no se centra ni encuentra su perfección -ni la vía para ella, por ende- si no es saliendo de sí en busca del ser trascendente. También él es una potencia en busca de su Acto... En la labilidad del ser natural creado que lo circunda, en el mundo que lo rodea -mezcla de ser y de no ser, de acto y de potencia- la inteligencia hace su primer alto hacia su perfección: y leyendo en él las huellas del Ser que plenamente es, encuentra su camino hacia la infinitud divina, centro y plenitud del propio ser».48

Para la antroposofía metafísica, el hombre no es un mero ser esencial, sino un ser teleológico; su ser no se reduce a un mero «consistir en», sino que adquiere cabal sentido con su significación funcional de «ser para». El ser humano ama su ser y siente como un «hambre de inmortalidad», hambre que pone de manifiesto una etapa inferior del amor que consiste en el amarse a sí mismo. Por eso dice San Agustín: Nam et sumus et nos esse novimus et id esse ac nosse diligimus.49 Nosotros somos y sabemos ser, y amamos este nuestro ser y saber.

Pero es el caso que el hombre no se satisface consigo mismo, ni agota su ser en su ser propio. Radicalmente menesteroso,   —112→   su ser necesita de una alteridad -mundo, Dios- para la cual, por otra parte, está constitutivamente abierto. Para ser en plenitud, el hombre requiere del alimento esencial de un cosmos rectamente ordenado hacia Dios.

El hombre meramente natural, pretendido por Rousseau, si algo significa es animalidad o salvajismo. La plenitud humana supone siempre una superación de los instintos meramente biológicos por la realización de toda una tabla de valores morales, artísticos, religiosos, etc. Cultura es mejoramiento de natura.

Todo ser contingente es proyecto y realización o frustración de proyectos. El proyecto está diseñado y contenido de antemano en el mismo ser; imagen de la idea divina.

En resaltante contraste con los seres irracionales que realizan su idea a golpe de impulsos ciegos, el hombre tiene en su poder el realizar o no realizar su plenitud, su proyecto. Es claro que, para querer su plenitud, el hombre necesita conocerla. Aunque también es cierto que, aun antes de este conocimiento, hay un afán de plenitud subsistencial que es pre-intelectual y que emerge de las capas más profundas del ser. De todos modos «tenemos, en efecto, como dice San Agustín, un sentido mucho más noble que éste (se refiere al instinto animal) en el hombre interior, mediante el cual conocemos lo justo e injusto».50 Y no tan sólo nos basta conocer el bien, sino que precisamos amarlo. La plenitud del ser se encuentra por el camino amoroso.

Si «a imagen y semejanza de Dios» ha sido creado el hombre, la idea divina del mismo es el propio Dios, pero, adviértase bien, que es «a imagen y semejanza». Santo Tomás explica:

1) La imagen perfecta de Dios está sólo en su hijo primogénito, como la imagen del rey en el hijo connatural a él. En el hombre, cuya naturaleza es diferente, no puede existir esta imagen sino a la manera que la del rey en una moneda de plata.

2) En el hombre, la imagen de Dios existe no perfecta por necesidad, sino imperfecta, como semejante, sin igualdad entre el original y la copia o representación.

  —113→  

3) Mediante la preposición a (ad) se expresa cierta aproximación y, por ello, distancia.51

Son tres los aspectos que el Doctor Angélico considera en el hombre como imagen de Dios: a) La naturaleza misma del espíritu, que es común a todos los hombres, posee una aptitud natural para conocer y amar a Dios; b) debido a la gracia del hombre conoce y ama a Dios actual o habitualmente, aunque sea de un modo imperfecto; c) el conocimiento y el amor perfectos de Dios en la imagen según la semejanza de la gloria. El primer caso corresponde a todos los hombres, el segundo se refiere a los que están en estado de gracia (los justos) y el tercero exclusivamente a los bienaventurados.

Aun partiendo de la ignorancia de la religión católica y de lo sobrenatural, se llega al concepto del ser del hombre, como esfuerzo desde su existencia para lograr su plenitud esencial, como tendencia de realizar su entelequia. El ser humano se presenta como logrado o fracasado según haya o no realizado su tipo expresado históricamente en toda unidad de cultura. El proceso vital de todos los seres irracionales persigue la ecuación con la idea. Pero este amor -que es ciego en estos seres- en el hombre es libre y logra su más alta expresión al querer conscientemente realizar la idea hombre que Dios ha forjado en su mente. En este sentido, alejarse de la idea divina es alejarse del ser para sumirse en la nada. San Agustín -a quien seguimos fundamentalmente en este capítulo- afirma que «no sería un mal alejarse de Dios si a la naturaleza no le compitiese ser con Dios, de donde que este alejarse sea un mal».52 El alejamiento de Dios es una caída consciente en el no-ser, que presenta como sanción el vacío de Dios, en la vacuidad metafísica.

Asunto grave, si los hay, es este voluntario querer la nada y el vacío de Dios. Es de sobra conocido el concepto que Santo Tomás tiene del mal: ausencia o privación de un bien que normalmente debiera tenerse. El mal, consecuentemente, no es naturaleza, sino vicio de la naturaleza, defecto de bien que les proviene a los seres a causa de su mutabilidad. «El mal -como dice el Dr. Fernández Miranda, catedrático de la Universidad de Oviedo- es siempre un no hacer esencial;   —114→   lo cual no es obstáculo para que el hombre realice este no ser haciendo muchas cosas... Propiamente hablando, está sólo en el hombre, porque sólo él puede frustrar su ser. El hombre fue creado libre, le fue dado el poder de realizarse o no, de forjar o no su ecuación de ser o idea. El hombre no quiso su ecuación por querer otra imposible al querer realizar en sí, no la idea hombre de la mente divina, sino la idea por él mismo forjada en camino de soberbia. No quiso ser hombre por querer ser Dios. Y siendo imposible tal ecuación, perdió su auténtico ser, sin lograr el ser imposible que se proponía; y ayuno de Dios y harto de sí, forjó su ser en una falta esencial de ser».53 Estos párrafos nos hacen recordar la «soberbia de la vida» de que nos habla el apóstol San Juan y que en el fondo no consiste sino en la vana pretensión de constituirse en centro de la creación suplantando a Dios y olvidando nuestra esencial religación.

La vida cesa de ser naufragio y perplejidad cuando se sabe que el quehacer de la existencia ha de consistir en ser limpia imagen de Dios. El hombre sin Dios nada puede, porque el bien es un hacer y no cabe hacer fuera de Dios. Pero para no hacer ningún poder necesita y por eso el hombre puede convertirse en autor del mal. Ahora aparece también claro por qué el hombre puede escoger entre su desamparo ontológico, en que se sumerge por propia decisión, y su afán de plenitud subsistencial, que puede realizar con sus propias fuerzas en los límites de lo natural, y en lo sobrenatural -diría el teólogo- con el auxilio de la gracia.

Si se sale de la esfera teocéntrica, «el hombre no sabe en qué plano colocarse. Está visiblemente extrañado, caído de su verdadero lugar, sin poder reencontrarlo. Lo busca con inquietud en todas partes, sin éxito y en medio de tinieblas impenetrables», dice Pascal. Entre una infinidad cósmica y una nada absoluta, el ser humano aparece así perdido. Perplejo ante esta situación limital, le será preciso recurrir a la trascendencia para salvar su desesperanza eternal. Ante tan angustiante posición, Pascal se acoge a la vía de la fe: «el conocimiento de Dios (fin y principio), sin el de la miseria del hombre (medio ineficaz), engendra la desesperación. El   —115→   conocimiento de Jesucristo es el medio (eficiente), porque en él hallamos a Dios y a nuestra miseria».

Con Ricardo de San Víctor, pensamos que el conocimiento de Dios y el del hombre se esclarecen mutuamente. Al hombre lo conocemos mediante la experiencia, y lo que en él hallamos nos sirve de punto de apoyo para inferir -mutatis mutandis- algunas determinaciones del ente divino; y a la inversa, lo que el raciocinio nos enseña acerca de la Divinidad se aplica a conocer en su ser más profundo al hombre, imagen suya. Este agudo método intelectual de contemplación alternativa es de pura cepa agustiniana. No hay que olvidar que la abadía de San Víctor era agustina. Situando la realidad divina frente a su imagen humana, San Agustín situaba al hombre-mentira frente al Dios-verdad; al hombre-pobreza frente al Dios-plenitud; al hombre-abatimiento frente al Dios-excelsitud; al hombre-mendigo frente al Dios-bienhechor.

Nuestro integralismo metafísico existencial persigue el establecimiento de una concepción integradora del hombre. La misión primordial de la antroposofía metafísica debe reposar en la mostración precisa de cómo una ontología determinada del hombre explica todas las funciones y operaciones específicamente humanas. El hombre es algo más que mera «naturaleza» y para llegar a sus estratos más profundos hay que aunar al rigor científico una acendrada religiosidad. El ser multidimensional del hombre reclama una visión comprensiva de todos sus planos. No se trata de perspectivismo, sino de omniperspectivismo.

Un auténtico humanismo no puede dejar de hacerse cargo del programa íntegro y personal de existencia, porque nuestro más íntimo ser es nuestra vocación y nuestra invocación.



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ArribaAbajo11. Vocación e invocación

Si por vocación no se entendiese sólo, como es sólito, una forma genérica de la ocupación profesional y del curriculum civil, sino que significase un programa íntegro e individual de existencia, sería lo más claro decir que nuestro yo es nuestra vocación.


José Ortega y Gasset                


Debidamente entendida, la oración es un acto propio del hombre maduro que es indispensable para el completo desarrollo de la personalidad y para la integración definitiva de sus facultades superiores.


Alexis Carrel                


La vocación (del latín vocatio, onis, acción de llamar) no es algo extrínseco a nuestra personalidad. Cada uno de los hombres tiene una manera peculiar, privativa e intransferible, de conocerse, de amarse, de propender a la plenitud del propio proyecto de ser. Una voz interior nos impulsa a realizar una determinada vocación. Sólo que esta vocación personal de cada uno no puede salirse de la órbita de los fines connaturales en el ser humano. Cuanto más conforme a la naturaleza es el destino particular, tanto más contribuye al bien último. Este bien está diseñado y contenido de antemano en el mismo ser -imagen de la idea divina- pero, para realizarlo, hay miles y miles de modos determinados. De acuerdo con las propias inclinaciones, calidades y posibilidades, estos modos se eligen -más o menos condicionalmente por las circunstancias- buscando, entre ellos, el adecuado para lograr la ecuación. Pero las circunstancias pueden y deben ser superadas para decidir mejor la propia vocación. Los que con más o menos resignación se dejan sucumbir ante la fuerza de los acontecimientos, renuncian a una de las más altas prerrogativas humanas para vegetalizarse, por así decirlo.

A medida que se va aclarando la conciencia de sí mismo, del propio destino, de los fines y los medios; a medida que la dependencia de las leyes cosmológicas (físicas, químicas, biológicas, etc.), va siendo menor para dejar lugar a las leyes   —117→   noológicas (lógicas, morales, históricas, etc.), nuestra personalidad, nuestra vocación se irá dibujando con rasgos mejor definidos. Pero este dinamismo, que no es otra cosa sino la dimensión teleológica del ser humano, supone ya una realidad personal diferenciada que sólo se explicaría por la creación divina de cada alma humana.

A esa llamada de vida -vocación natural- que nos empuja a la obra, y a la conquista de nosotros mismos y del mundo que nos circunda, no se puede permanecer sordo. Se responderá en una forma negativa o en una forma positiva, pero lo que no cabe es acallar la voz interior.

Hay una vocación universal: la llamada al bien verdadero, único, que puede satisfacer al hombre. Todos los demás bienes lo son en la medida que participan de la Bondad suprema. Pero hay, también, el camino concreto de cada hombre hacia Dios.

«Si el hombre fuera un ser ilimitado y que se crea por sí mismo -afirma el sociólogo italiano Luis Sturzo-, cuyo yo estuviera sumergido en el espíritu universal, la vocación de cada uno no sería más que el fenómeno aparente de una realidad única. No habría vocaciones, sino determinaciones, aunque se llamaran (como lo hacen los filósofos idealistas) “auto determinaciones”. El hombre, en cambio, es una criatura finita, limitada, temporal y al mismo tiempo es una realidad espiritual indestructible. Por un lado, se realiza a sí mismo y es autorrealizador; por otro, es ayudado a realizarse, a superar sus límites, a crear su propia felicidad; está llamado a eso por Dios con voz creadora; siguiendo esa voz, realiza su propia perfección».54

En la vida social cada uno pone su vocación a beneficio común, con la particularidad de que este beneficio común se traduce en un beneficio común distribuido. Se habla también -y con razón- de «vocaciones históricas» de grupos sociales. Pero aun estas vocaciones colectivas no pueden concebirse más que como destinadas a condicionar, facilitar, desarrollar, perfeccionar las vocaciones individuales.

Las vocaciones no se heredan; se descubren. No hay una vocación abstracta, aunque sí hay -ya lo dijimos- una vocación universal. Vocación personal significa la inexorable   —118→   forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es. Y este proyecto no se elige por capricho ni se idea arbitrariamente. En cierto sentido, estamos de acuerdo con José Ortega y Gasset, cuando asegura -hablando del proyecto vital del hombre- que es anterior a todas las ideas que su inteligencia forme, a todas las decisiones de su voluntad. «Más aun, de ordinario no tenemos de él sino un vago conocimiento. Sin embargo, es nuestro auténtico ser, es nuestro destino. Nuestra voluntad es libre para realizar o no ese proyecto vital que últimamente somos, pero no puede corregirlo, cambiarlo, prescindir de él o substituirlo. Somos, indeleblemente, ese único personaje programático que necesita realizarse. El mundo en torno o nuestro propio carácter nos facilitan o dificultan más o menos esta realización. La vida es constitutivamente un drama, porque es la lucha frenética con las cosas y aun con nuestro carácter, por conseguir ser de hecho el que somos en proyecto».55 De aquí se concluye que nuestra vida será más o menos auténtica según seamos más o menos fieles a nuestra vocación. Todo biógrafo verdadero se enfrenta ante una vida como ante «una ruina entre cuyos escombros tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido... La biografía es eso: sistema en que se unifican las contradicciones de una existencia». ¿Pero, hay acaso algún índice indicador de la conformidad de la vida con la vocación? Ortega y Gasset cree haberlo descubierto: «El hombre no reconoce su yo, su vocación singularísima, sino por el gusto o el disgusto que en cada situación siente. La infelicidad le va avisando, como la aguja de aparato registrador, cuando su vida efectiva realiza su programa vital, su entelequia, y cuando se desvía de ella».

Sin filosofía, ninguna vida puede ser conducida, porque en cada suceso, en cada acaecimiento trasparece el «sentido» vocacional de que está empapado. El yo es vocación hipostasiada, sustancia, y no mero devenir o quehacer como le llama José Ortega y Gasset.

No es la vocación asunto de conveniencia o de utilidad. Sabiéndolo o no sabiéndolo, queriéndolo o no, una vocación se tiene desde el momento en que el yo es una libertad   —119→   que marcha hacia el cumplimiento de su «entelequia». Todo lo anecdótico, todo lo episódico, puede cobrar -a luz de la filosofía- rango categorial.

La vocación no se imagina creadoramente -como lo quiere un adepto de Ortega-, sino que se encuentra trazada «sobreconscientemente» por Alguien. Se trata solamente -y es algo bien difícil- de saber discernir la consistencia de esos trazos que constituyen la vocación. Es preciso no dejarse llevar por los brillantes pero inauténticos dictados de la imaginación, para escuchar humildemente, fielmente, el llamado interior. Nuestra responsabilidad estriba en el uso que hagamos de nuestros poderes y de nuestras posibilidades. Podemos malograrlos o podemos hacerlos fructificar. Podemos declararnos vencidos ante los obstáculos o podemos vencerlos y servirnos de ellos, como de un alimento, para nutrir la vocación.

Louis Lavelle, profesor en el Colegio de Francia, dedica algunos párrafos luminosos al tema que nos ocupa: Ma vocation n’est pas faite d’avance: il m’appartient de la faire! Il faut que je sache extraire de touts les possibles qui sont en moi le possible que dois être. Il ne faut même pas que je confonde ma vocation avec mes préférences, bien que ma préférence la plus profonde doive s’accorder avec ma vocation, ni l’appel de ma destinée avec toutes les suggestions de l’instant, bien que l’instant m’apporte toujours l’occasion à laquelle je dois repondre. La sagesse consiste a reconnaître la mission que je suis seul capable de remplir...56

Mientras que la vocación es un llamado que nos hace Dios -mediante la voz interior- a los hombres, la invocación es un llamado que los hombres le hacemos a Dios.

Invocar es el acto de rogar o de pedir una cosa conveniente. En este sentido, la invocación es la elevación del alma a Dios.

Casi todos los racionalistas rechazan la invocación u oración: unos, como Kant, la consideran superflua, puesto que Dios conoce nuestras necesidades; otros, como Rousseau, Saisset y J. Simón, afirman que es ineficaz y derogativa del orden establecido por el Creador; algunos, creyendo que el hombre puede conseguir su fin con sus propias fuerzas, la rechazan por innecesaria.

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Pese a todos los intentos de rechazo de los racionalistas, el hombre ha necesitado y seguirá necesitando de auxilios especiales de Dios, sin que le baste el concurso general. Para realizar la vocación y conseguir el último fin tropezamos con muchos obstáculos: desamparo biopsíquico, desamparo ontológico, insuficiencia radical o llámesele como quiera, el hecho es que la práctica del bien es muy difícil y la inclinación al mal es muy vehemente. Ahora bien, la vía ordinaria para alcanzar esos auxilios especiales de Dios es la invocación. Impulsados por las miserias de nuestro ser en el mundo, acudimos a Dios para que nos liberte de ellas. Confesándolo fuente de todos los bienes, omnipotente, sapientísimo, etc., actualizamos nuestro desamparo ontológico y le pedimos que colme nuestro afán de plenitud subsistencial.

Si los beneficios fueran concedidos indistintamente a los que oran y a los que no oran, Dios mostraría que le es indiferente que el hombre le dé gloria o se una más estrechamente a Él, o que lo desconozca y viva apartado. Pero esto repugna a la Providencia y Bondad divinas. Luego la oración de petición es el medio ordinario para merecer sus auxilios especiales.

Cuatrocientos años antes de que naciera Kant, Santo Tomás de Aquino previó su objeción y la refutó felizmente: «No representamos a Dios nuestras necesidades para que Él las conozca, sino para que mejor reconozcamos nosotros mismos nuestra miseria, acudamos a Él con mayor confianza y trabajemos con más ardor en el bien obrar».

En todos los lugares y en todos los tiempos, los hombres, la familia y los pueblos han pedido a Dios los bienes de que carecen y la supresión de los males que padecen. De este consentimiento universal de los pueblos, recordaremos tan sólo el caso de los griegos: entre ellos todas las reuniones públicas, jiras campestres, juegos, hasta los espectáculos teatrales, empezaban por la oración.

La invocación marca con su sello indeleble la vocación del hombre. «La oración es una fuerza tan real -asegura el Dr. Alexis Carrel- como puede serlo la gravitación universal. En el ejercicio de mi profesión he visto a muchos hombres hacerse superiores a la enfermedad y a la depresión que la acompaña, cuando habían ya fracasado todos los recursos de la terapéutica, gracias al esfuerzo sereno de la oración... Al orar, nos unimos a la fuerza motriz infinita   —121→   que mueve al mundo. Pedimos que una parte de semejante fuerza se aplique en favor nuestro. El hecho mismo de pedir nos compensa de nuestra insuficiencia y nos reafirma».57 Sólo por medio de la invocación podemos llegar al cumplimiento de la vocación. La invocación es un modo de vivir que confiere fuerza a la frágil caña humana. Desde las raíces de la propia existencia y de la libertad se opera una misteriosa unión que sólo podemos comprobar. «El resto es silencio», como dice Hamlet en sus últimas palabras.

Si no podemos dispensarnos de pensar el ser que somos, es menester, al hablar de la vocación, concluir con la invocación. Es hora ya de abandonar el nominalismo y el empirismo de los existencialistas para alcanzar una antroposofía metafísica. Sin renunciar a las situaciones concretas reveladas por los análisis, hay que restaurar la capacidad de universalizar. Así como Platón quería ver el reflejo de la idea en el flujo movedizo del devenir, nuestra antroposofía aspira a descubrir, a develar -aletheia- en lo que es lo que debe ser. Del análisis concreto de la existencia he sido conducido invenciblemente hacia una Trascendencia que es, a la vez, el sentido de mi ser y la ley de mi vocación. La significación de mi devenir existencial está implicada en lo que yo soy esencialmente. Superando las fatalidades biológicas y las circunstancias accidentales de la vida, mi devenir tendrá valor humano en la medida que sea dirigido por la libertad que selle -con el sello de la autenticidad- mi obra más personal. Yo soy el artífice de mi propio destino porque la esencia individual está en mis manos. Hay un desfiladero hacia la nada y una escala hacia lo absoluto. Ante la fugacidad de mi existencia contingente cabe la decisión de aventar una ancla a la eternidad.

La vocación se inserta en una cosmovisión. No es que dependa de ella -porque le es anterior y la trasciende-, pero una vez descubierta, se articula en una concepción del universo.



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ArribaAbajo12. Estructura de la cosmovisión

En su radical abertura hacia las cosas y hacia los otros hombres, el hombre se afana por saber, por hacer ciencia. Y aunque gran parte de su saber sea dudoso y problemático, aunque su ciencia no sea integral e inconmovible, lo cierto es que no puede vivir sin inquirir. Como no tenemos una visión intuitiva del cosmos, el conocer tiene en nosotros un carácter de faena penosa. Lo que me rodea -circunstancia- y la condición misma de mi ser -situación- se me ofrecen a mi contemplación (teoría) y a mi acción (praxis). Y esta constitutiva y originaria relación entre el hombre y su mundo obliga a la decisión continua, a la selección de una posibilidad y a la renuncia de las otras posibilidades. La vida no se puede vivir en otro ni por otro. Trátase de una tarea personalísima e irrenunciable.

A cada momento corro el riesgo de serme infiel, de traicionar a mi vocación. Cada decisión es la anticipación de una parcela de mi porvenir. No sólo tengo que descubrir el ser de las cosas, sino que tengo que descubrir mi verdadero ser. Y cuando descubro mi ser y los seres, procedo a interpretarlos, a articularlos en la unidad de un mundo o universo. Por eso apunta Ortega y Gasset -con su característica agudeza- que «no hay vida sin últimas certidumbres: el escéptico está convencido de que todo es dudoso».58

Todo hombre tiene una cosmovisión más o menos larvada o más o menos explícita. No se trata tan sólo de una concepción racional del universo. Trátase de algo más: creencias y convicciones sobre la existencia humana y sobre el mundo, tendencias y hábitos emocionales, sistema de preferencias y finalidades ante el enigma de la vida... Y es sobre la base de esta cosmovisión como decidimos acerca del significado y sentido del mundo y sobre el ideal de nuestra existencia concreta. La cosmovisión sirve, en consecuencia, para vivir y hasta para morir. Aunque no pertenece al orden intelectual, cuenta con elementos intelectuales y se procura justificarla racionalmente. Porque es algo inherente a nuestra condición   —123→   humana buscar la razón suficiente de las cosas y de los hechos. Además, nuestras estimaciones, nuestros deseos y esperanzas suponen un previo conocimiento. ¿Cómo estimar lo ignoto? ¿Cómo desear lo que no se conoce? Ignoti nulla cupido. Nihil volitum quim precognitum. Sólo cayendo en lo absurdo se puede afirmar la posibilidad de amar algo que nunca hemos visto y de lo cual no tenemos noticia alguna.

En una operación de conocimiento tan elemental como el ver -se nos ha dicho- vamos dirigidos por un sistema previo de intereses, de aficiones, que nos hace atender unas cosas y desatender otras. Pero no se advierte que ese sistema de intereses y aficiones descansa, a su vez, en elementos intelectuales, aunque puedan estar enturbiados por los instintos. Porque nada de la vida espiritual humana puede ser puramente instintivo. Lo que sucede es que en cada persona hay una disposición nativa, anterior a toda experiencia, que le hace preferir ciertas constelaciones de valores y tener ceguera o repulsión hacia otras. Para que un individuo pueda seleccionar de lo real aquello que le es afín, es preciso que sepa, aunque confusamente, que el objeto querido le es afín.

El hombre no es pura razón. De ahí que cada hombre construya su cosmovisión también a base de emociones e instintos vinculados con la práctica. En todo caso, la cosmovisión tiene más índole vital que intelectual.

No nos basta con saber cómo es el universo, ansiamos saber qué sentido tiene. Y esto último es, cabalmente, lo más importante para la vida. En esta forma la cosmovisión desemboca en Dios. La vida humana, la libertad, la historia, la inmortalidad y todos los demás problemas giran y se organizan en torno de ese supremo centro gravitatorio. Mientras la ciencia es primordialmente investigación y búsqueda del saber, la cosmovisión es posesión de un sistema de certidumbres. Cosmovisión significa totalidad. Pero no una totalidad rígida, sino una totalidad plástica, dinámica. «Una concepción del universo puede modificarse, pero este modificarse es más bien un desarrollo orgánico, una asimilación, una adopción de una forma acabada por anticipado, tal como la planta se desarrolla también sin que se modifique su forma», ha podido decir Aloys Müller.59 Y Chesterton, traído   —124→   a colación por el mismo Aloys Müller, observa: «la cuestión no es, según mi convicción, si la concepción del universo que tiene un hombre ejerce alguna influencia sobre su mundo circundante; antes bien, la cuestión es si hay fuera de la concepción del universo alguna otra cosa que ejerza semejante influencia. Así, pues, la ciencia dice: esto es así. La concepción del universo dice: tú debes hacer esto».

Esperanzas y anhelos, necesidades del sentimiento y de la vida encuentran acomodo en la cosmovisión. El desengaño, la angustia y la esperanza contribuyen, primordialmente, a formar la concepción del universo.