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ArribaAbajo- XI -

Meditatio mortis


La experiencia nos muestra a diario la muerte de los demás hombres y la de los seres vivientes que nos circundan. Pero vayamos más allá de lo empírico y oigamos a Scheler: «Veo claramente ante mí mi muerte. En el constante incremento de la eficacia vivida de mi pasado, que ata cada vez más fuertemente cada uno de mis pasos, bajo cuya determinación nos sentimos cada vez más claramente, y que actúa como un todo sobre la vida; en el progresivo angostamiento de la esfera del futuro que me está dada en expectación inmediata; en la presión, cada vez más fuerte, del ámbito del presente, inserto entre el pasado y el futuro; en todas las vivencias, me está dado el acercamiento de la muerte, que se aproxima por segundos; independientemente del lugar en que me halle, dentro del ritmo vital de mi especie humana, esté enfermo o sano, obsérvelo o no lo observe, llegue o no a formularlo claramente en un juicio. Porque esta experiencia yace en la vida, en la esencia de la vida, no en el azar de mi organización humana y en el especial ritmo de su existencia: niñez, juventud, vejez y duración de la vida».122 Más que la experiencia individual de la muerte, Max Scheler nos ha descrito la experiencia del envejecer. Del hecho de que se vaya ensanchando mi pasado y se vaya angostando mi futuro se deriva, de manera directa, que voy envejeciendo. La muerte queda relegada -con presencia más o menos lejana- al último confín al que ineludiblemente llegaré en mi peregrinar constante. Pero ¿dónde está ese confín? Scheler parece suponer que se encuentra en un punto fijo al que arribaré precisamente en el momento en que mi organismo ya no tenga más capacidad para resistir las fuerzas disolventes. Sólo que se nos ocurre preguntar: ¿y si en el   —241→   trayecto nos matan algunos asesinos, o morimos víctimas de la erupción de algún volcán, o de la explosión de cualquier bomba lanzada en cualquier guerra? ¿Es que hay alguna garantía absoluta de que mi muerte no será consecuencia de alguna catástrofe y que llegaré al fin natural de mis días?

Mors certa, hora incerta, dice el adagio latino. Si se nos permite echar mano de la terminología jurídica, diremos que la muerte es un término incierto, dies incertus como solían decir los juristas romanos. Término, porque se trata de un acontecimiento futuro y de realización cierta. Incierto, por lo que atañe a la época de su realización. Y precisamente es esta incertidumbre del «cuándo» y el «cómo» de mi muerte, la que hace que la tenga siempre presente, espectralmente presente, como si la parca se hubiese empeñado en tener suspendida sobre mi cabeza la guadaña que ha de segar -sólo Dios sabe cuando- mi vida terrestre.

Cuando era niño me tocó presenciar cierta vez la muerte de una perra que tuvimos en casa. Fue una muerte catastrófica: un automóvil la atropelló. Con la mirada doliente, el animalito se arrastró hasta donde estaban sus amos y siguió luego hasta llegar al cuarto donde solía dormir. Ahí se acostó resignadamente a la espera de la muerte. El animal parecía tener un presentimiento de su inminente morir.

Pero este presentimiento de lo inminente no es, rigurosamente, un saber. Se tiene una percepción del acaecer, pero no se inquieren sus causas. Por eso dice Landsberg que «el animal no llegaría nunca a saber, por ejemplo, que la muerte del individuo pertenece a la esencia de la vida y de la especie».

Los procesos fisiológicos que paralizan y descomponen los órganos de nuestro cuerpo se van realizando gradualmente. Diderot afirmaba que «la muerte es sucesiva». En este sentido biologizante podríamos decir que la muerte empieza desde la vejez. Hoy se sabe que casi todas las funciones fisiológicas continúan mucho tiempo después de la muerte de un animal; «el estómago, por ejemplo, digiere; crecen los pelos y las uñas; las glándulas segregan sus secreciones; el pulso puede conservarse todavía durante horas enteras». Y, dentro de este desmoronamiento de los órganos y de esta progresiva cesación de procesos aislados con los cuales se encaran los materialistas, ya no se sabe donde colocar a la muerte. Pero el problema -que no merece mayor atención-   —242→   se desvanece tan sólo al considerar que ha de haber necesariamente, un instante en que concluya la vida animal, en que termine la vida humana. Y este instante es decisivo porque acaba con la sucesión y transforma el organismo en un cadáver.

Todos sabemos que tenemos que morir. ¡Cierto! Pero muy pocos son los que adquieren la experiencia vital, la convicción real de su muerte. Existen dos vías principales para adquirir esa profunda experiencia: la muerte del prójimo y la anticipación imaginativa de nuestra propia muerte.

No cabe confundir al existente concreto a quien amamos con el impersonal e intercambiable miembro de eso que llamamos «la gente». En el primer caso estamos frente al «prójimo», en el segundo frente al «otro». Hay un ejemplo que ha venido a ser clásico en la historia de las meditaciones sobre la muerte: la narración que nos hace San Agustín, en el libro IV de sus Confesiones sobre la muerte de un íntimo amigo: «Me admiraba que los demás mortales viviesen, puesto que él, a quien amé como si no hubiera de morir, estaba muerto. Y todavía, me asombraba más que yo mismo, que era su otro yo, siguiera viviendo después de su muerte. El que ha dicho de su amigo “mitad de mi alma” sabía lo que decía; yo sentía que mi alma y la suya habían sido una sola en dos cuerpos. Por esto aborrecí la vida, porque no quería vivir como mitad».123 «Yo me era para mí mismo como lugar nefasto donde no me era posible existir y del que tampoco podía huir».124 Y más adelante agrega: «¡Qué dolor entenebreció mi corazón! ¡Todo lo que veía era muerte! La patria me era un suplicio; y la casa de mis padres extraña; y todo lo que yo tuve en común con él se convertía sin él en desgarramiento atroz. Mis ojos le buscaban por todas partes y en ninguna le veían; y aborrecía todas las cosas porque no le tenían a él ni sabían decirme: espera, que volverá, como cuando en mi vida estaba ausente. Y devine para mí mismo magna cuestión y preguntaba a mi alma por la razón de su tristeza, y por qué me conturbaba tan hondamente; y mi alma no sabía qué responderme. Y cuando yo le decía espera en Dios, con razón me desobedecía, pues el hombre tan caro que ella había perdido era mejor y más   —243→   verdadero que el fantasma en el cual yo le mandaba esperar. Sólo las lágrimas me eran dulces y reemplazaron a mi amigo en los deliquios de mi corazón».125

P. L. Landsberg encuentra en este pasaje lo que ha llamado «participación existencial», un «nosotros» constituido por la comunidad entre dos personas. Vemos como, por el hecho de haberse constituido este nosotros, producto y núcleo de la amistad, Agustín se siente llevado con su amigo difunto, no sólo delante, sino -se atreve a decir el citado autor-, al interior inefable de su propia muerte. En virtud de esa «ausencia presente», el mundo entero se transforma en muerte. Es la época pagana y maniquea de Agustín, en la cual no había logrado aún vencer su inquietud por la oración y por la esperanza. En la experiencia decisiva de la muerte del prójimo, Landsberg encuentra algo como el sentimiento de una infidelidad trágica de su parte, lo mismo que hay una experiencia de la muerte en el resentimiento de la infidelidad. «Ha muerto para mí, ha muerto para él, no son maneras de hablar, sino abismos abiertos». Con razón han asegurado los teólogos y los místicos que sólo Dios es fiel.

Unamuno invita al lector para llegar a encontrarse cara a cara ante la terrible esfinge de los misterios de la muerte, a recogerse en sí mismo, a figurarse un lento deshacerse del cuerpo. Aceptemos su invitación por un momento. Imaginemos cada uno el cuadro: la luz se me apaga, las cosas enmudecen y no me dan sonido, envolviéndome en silencio; los objetos asideros se me derriten entre las manos, el piso se me escurre debajo de los pies, los recuerdos se me desvanecen como un desmayo, todo se me va disipando en la nada y yo mismo me voy disipando en ella; y ni aún la conciencia de la nada me queda siquiera como fantástico agarradero de una sombra... Estoy seguro de que si nos impusiéramos con frecuencia la representación de esta escena, nuestra vida variaría radicalmente. Las cosas, las personas, los problemas que a diario nos absorben y nos conmueven quedarían muy disminuidos de importancia. Como esas cosas, esas personas y esos problemas eran ocasionales, fugaces e intrascendentes, mi atención no tenía por qué concederle mayor interés que el necesario para ir ordenando mi vida a su fin.

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La vida entera -recta y sensatamente entendida- es una preparación de la muerte, de mi propia muerte, segura e incierta a la vez, que está ahí rondándome, acechando un momento de descuido para asaltarme en emboscada. Ante ese peligro hay que estar prestos. Es preciso que el falso néctar de la vida no logre embriagarnos, porque ebrios no podremos ni prever ni evitar la agresión. Lo mejor es que al fin de la jornada nos encuentre sobrios, con la mirada limpia y los ojos bien abiertos...


Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca he de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.



Lo más grave de la muerte es que es única, definitiva. Sólo morimos una vez y para siempre. Nuestro devenir vital, nuestro yo-programa habrá concluido, encuéntrese en el estado que se encuentre. Ya no caben adiciones ni reformas. Los contornos del pasado adoptaran una fijeza desesperante.

¡Curioso destino el del hombre!: nace para vivir entre el prójimo y muere radicalmente solo. Por esa soledad pavorosa, no hay agonía que esté exenta de grandeza. Y no sólo se trata de que moriré terriblemente solo, sino que mi agonía y mi muerte van a ser exclusivamente mías, con carácter singular, intransferible, único. Toda muerte es auténtica porque en el morir no existe ningún uso o convencionalismo social que nos dispense de encararnos en carne viva con el problema. Si en la vida me pude acoger a lo que hacía «la gente», en la muerte no me podré acoger a la efigie del honorable Don Cualquiera, porque da la casualidad de que yo y sólo yo soy el que se está muriendo; y a la muerte no se le puede engañar con disfraces; esto lo sabe mejor que nadie el moribundo.

Ya se podrá haber advertido que el contrapunto o la coexistencia orgánica de nuestro desamparo ontológico y de nuestro afán de plenitud subsistencial -que hemos venido desarrollando en esta nuestra antroposofía metafísica- juegan en el morir su último y principal papel. Al parecer, todo lo tiene ganado el desamparo ontológico: las fuerzas nos abandonan, los dolores físicos y morales se agudizan, la soledad es devoradora. Ante el observador superficial, el desamparo   —245→   ontológico simulará haber acabado con el afán de plenitud subsistencial. Se necesitará aguzar mucho el oído para poder oír todavía el contrapunto. Pero, a no dudarlo, existirá. En los entresijos del alma se habrá entablado la más terrible lucha. La nada, el poder de la destrucción (Satán, diría el teólogo) reclamará lo suyo: el cuerpo manchado de culpa (de pecado, volvería a decir el teólogo). Pero nuestro afán de plenitud subsistencial pugnará como nunca por ser y seguir siendo mejor, buscando e impetrando las fuerzas esenciales (la Gracia) que le faltan. Y entre estas dos vertientes, en pleno estertor de la agonía, nuestra libre voluntad humana decidirá definitivamente y para siempre su suerte eterna. Todos los poderes diabólicos le atacarán. ¿Es posible que Dios no acuda en su auxilio?

La muerte se ha realizado. ¿Qué ha sucedido con el alma? «En el caso hipotético de que el hombre no hubiera sido elevado al orden sobrenatural, hubiera tenido que morir por la radical caducidad de su cuerpo del que se hubiera separado con la muerte el alma para seguir viviendo una vida estrictamente espiritual, de la que Dios, tal como naturalmente puede conocerse y gozarse, hubiera sido el primero y fundamental objeto».126 Las razones de esta inmortalidad del alma han sido ya expuestas por nosotros en capítulos precedentes. Y ya que como meros filósofos nos está vedado, por la pureza del método, introducirnos en las más altas regiones de lo sobrenatural, digamos al menos, como cristianos, que la muerte es la llegada a la plena madurez de la nueva criatura; que en este sentido la muerte no es propiamente muerte, o si se prefiere, que es sólo cambio de estado; que la nueva vida será, por su sobreabundante y sobrenatural riqueza, esencialmente inasequible a la precaria inteligencia y menguada imaginación del hombre de la tierra; que nuestra separación de alma y cuerpo será tan sólo temporal porque llegará el día en que resucite la carne en cuerpos gloriosos.

Se comprenderá ahora por qué aceptamos gustosos -aunque por distintos motivos- el pagano y elegante pensamiento de José Ortega y Gasset, cuando expresa: «No se ha pensado en los inconvenientes de una vida inmortal en este mundo terrestre; si se pensara, resaltarían a la vista las   —246→   gracias de que la vida sea breve, y el hombre, corruptible. La muerte es lo que comprime e intensifica la vida, le da prisa e inminencia y obliga a hacer lo mejor en cada instante, porque ese instante es insustituible e irrepetible. Las civilizaciones no han preparado al hombre para ser bien lo que constitutivamente es: mortal».127

Mi persona -actualización de un ser-devenir que da sentido y unidad al todo de la existencia individual- no está, en su propia esencia, abocada a la muerte. Su teleología consustancial estriba en su propia perfección y en la eternidad. En consecuencia, el trance supremo de la muerte no le podrá alterar -en lo más mínimo- su causalidad final.

La muerte no es una posibilidad remota, sino una posibilidad actualizada en tanto que posibilidad, una amenaza cierta y delimitante que nos está siempre presente. Nicolás Abbagnano observa agudamente que la muerte «como hecho nos es extraña, como posibilidad determina toda nuestra naturaleza y toda nuestra existencia... El hombre no es lo que es y además la posibilidad de la muerte: es lo que es justo en virtud de esta posibilidad».128 La muerte, como riesgo fundamental de la existencia, es la condición de cualquier posibilidad determinada. Reconocer la muerte es reconocer la posibilidad de serle arrebatado a la familia, a los amigos y a mí mismo en mi actual situación de espíritu encarnado. Pero la muerte no me puede hacer perder mi religación con el Ser fundamental y fundamentante. La muerte no me puede arrebatar a Dios. Como riesgo ineliminable, me incita a la fidelidad conmigo mismo y a la fidelidad con Dios. Y no puedo serle fiel a Dios si no me soy fiel a mí mismo.



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ArribaAbajo- XII -

La dimensión religiosa del hombre


1. Por la interioridad hacia la trascendencia.- 2. El camino concreto del hombre hacia Dios.- 3. Integración o desintegración de nuestro espíritu encarnado.- 4. La fidelidad a sí mismo y el gran compromiso.- 5. Óntica del amor.



ArribaAbajo1. Por la interioridad hacia la trascendencia

Si philosophia est amor sapientiae verus philosophus est amator Dei.


San Agustín                


El hombre es un ser en relación consciente con la verdad. Con una verdad que no le es inmanente, que trasciende lo finito. Verdad que para el hombre es asunto íntimo, soliloquio interior, estilo personal y nacional sin mengua de su trascendencia. Verdad que no es invento sino descubrimiento histórico. Descubrimiento de cosas mudables y caducas que dejan en su trayectoria, no obstante, la huella de un impulso y de una finalidad. Impulso y finalidad que dejan vislumbrar la trascendencia.

Es una exclusiva del hombre ir a las cosas, arrancarles su corteza y posesionarse del núcleo secreto que esconden. Y tras la posesión de la verdad viene su comunicación.

Queremos saber la verdad de las cosas, estos es, lo que las cosas realmente son. No podemos resignarnos a ser vividos simplemente por nuestros organismos. Sentimos la inaplazable necesidad de interrogar a las cosas y de interrogarnos a nosotros mismos. Buscamos una respuesta a nuestro destino. Anhelamos descubrir por encima de los cambios una verdad permanente de esa naturaleza cambiante. En medio de la fugacidad, en lo hondo de los seres concretos, algo hay que subsiste inteligible.

Cuando el hombre, en su intimidad, se percata de su estructura   —248→   permanente, se percata, a la vez, de que ésta es una verdad trascendente que, aunque encuentra en su interioridad, no la ha creado. Trátase de una verdad objetiva, universal, necesariamente válida, que implica la verdad absoluta.

El ilustre filósofo italiano Michele Federico Sciacca nos ofrece, en un pequeño pero inmenso librito, La interioridad objetiva,129 su concepto de espíritu y la sinteticidad e integralidad del acto espiritual. Es éste, a nuestro juicio, uno de los más serios estudios que se han hecho sobre el tema en los últimos veinticinco años. No define Sciacca al hombre como un «animal racional», sino como un animal espiritual. Con ello quiere indicar que el espíritu no puede reducirse «a la sola razón, ni a su momento lógico, como a su plenitud totalmente desarrollada y actual». ¿Qué es el espíritu? Parte el filósofo italiano de las manifestaciones espirituales para concluir que «el espíritu es la unidad real y viviente de todas las formas de la actividad espiritual del hombre». Si pienso, tengo a la vez un acto de voluntad y una peculiar emoción. Si quiero, están también presentes en mí una razón y un sentimiento. Todo acto espiritual es, pues, «sintético» e «integral». Y en tanto que sintético, el acto espiritual es a la vez concreción.

Con base en Rosmini, Sciacca se plantea el problema de un «saber» no racional, que es el fundamento de toda forma de «conocer» racional, es decir, de todo juicio, de todo concepto. La verdad por la que es verdadero todo juicio verdadero, no es susceptible de juicio, ni es un concepto. Este elemento de verdad es la idea del ser universal, objeto de intuición de la inteligencia, que es luz de la razón. Hay un conocimiento interno de la verdad, pero se trata de una «interioridad objetiva». No es lo mismo la idea del ser -que no es producto de la abstracción, puesto que no existe un contenido sensible del ser- que los conceptos de los seres, para cuya formación la abstracción es necesaria y válida.

Mientras que la razón tiende a contentarse con el conocimiento de los seres finitos y tal conocimiento le es perfectamente adecuado, la inteligencia, que comprende el ser por intuición, es siempre y por naturaleza trascendentista y teísta. «Pensar, querer y sentir, es pensar, querer y sentir en   —249→   el ser presente a la inteligencia y, como nada iguala a la idea, ésta empuja, aprieta e incita a pensar, a querer y a sentir perdidamente, es decir, siempre “más allá” del infinito hacia el infinito, que está en nosotros y que nos trasciende, que está cerca de nosotros e inconmensurablemente lejano. “Perdidamente” significa “salvadoramente”; el ser no pierde sino que salva: el hombre no se pierde, en el ser, sino que en él se alimenta, se nutre, y en él halla su consistencia». La infinitud de la verdad está presente, objetivamente, en el finito real que es el hombre.

El yo, como ser subsistente, se siente existir. Y este sentimiento de su existir, remite al principio de su existencia, al creador que lo ha hecho y le hace existir. El hombre es persona porque es «encuentro de finito real y de finito pensado o posible, y por tanto, esfuerzo continuo, dinamismo interior constante de la adecuación de sí al ser infinito, idealmente presente en su espíritu: a él, ser finito, no iguala el ser intuido en el cual y por el cual adquiere conciencia refleja de su existencia real; tiende a igualarlo y, por este esfuerzo constante, que es vivir (sentir, pensar y querer) en el orden del ser, se actualiza como persona, realiza sus potencias de ser espiritual». La persona -como espíritu- no tiene su fuente en la familia, el Estado, la sociedad, la historia o la humanidad, sino solamente en Dios.

El hombre no es cosa, es espíritu. Y como espíritu mide el tiempo sin ser medido por él; hace del tiempo un instrumento de la experiencia espiritual frente a los valores y a la verdad. «Una filosofía que no sea profundización en la vida espiritual -ha dicho Sciacca en otro de sus libros- no es filosofía sino ejercicio lógico vano y vacío».130 Y es que la filosofía -experiencia vital racionalizada- es fundamentalmente humana, aun cuando no se esté estudiando antropología. Porque «el problema primero -al menos lógicamente- de la investigación filosófica es precisamente el problema del hombre, el problema que cada uno de nosotros es para sí mismo: ¿Qué soy yo? ¿Para qué estoy yo en el mundo? ¿Cuál es mi destino?».131 En este sentido cabe decir que la filosofía, si verdaderamente lo es, es un compromiso vital.



  —250→  

ArribaAbajo2. El camino concreto del hombre hacia Dios


Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen
Dios.


(Versos y oraciones del caminante, 1920),
León-Felipe
               


El hombre no puede librarse de la religión porque es congénita con su esencia, los hechos religiosos se encuentran en todos los pueblos. Esta religiosidad, constante y universal, está basada en la necesidad moral de la religión. «El hecho de la universalidad de la religión es tan manifiesto -asegura Quatrefages- que los más eminentes antropólogos no vacilan en aceptar la religiosidad como uno de los atributos del reino humano».132

Las obligaciones del hombre para con Dios se originan del reconocimiento que el ser humano hace de la excelencia, del dominio y del poder divino sobre seres y cosas.

La conciencia de nuestro desamparo ontológico, que experimentamos cuando nuestro ser pugna por la plenitud, nos impele a buscar una perfección suprema que nos ofrezca la ansiada plenitud por encima de nuestras posibilidades y de nuestra radical impotencia. Desde ese momento no podemos dejar de experimentar un sentimiento de dependencia de algo absoluto. Y ese algo se nos presenta como todopoderoso, como santo, como misterioso y fascinante a la vez.

Nuestras limitaciones, nuestras deficiencias, nuestro desamparo ontológico, en suma, no pueden ser nuestro fin. La naturaleza humana nacida para el infinito -según la expresión de Pascal- aspira a la plenitud subsistencial, según nuestra propia tesis. La verdad religiosa no es más que una prolongación magnífica de la verdad filosófica. La antroposofía   —251→   no puede quedar reducida en los estrechos límites de una pura ciencia especulativa y de un frío y abstracto conocer a distancia. Mauricio Blondel concibe la filosofía como «aspiración infinita, impulso hacia la más alta de las vidas, amistad con la sabiduría, por el sentimiento mismo de la impotencia humana para realizar el ideal del sabio».

El objeto religioso no es una mera creación subjetiva del hombre, sino que es plena realidad ontológica. El realismo crítico, al cual nos afiliamos decididamente, no niega cierta dosis de subjetivismo -que matiza en cierto modo el mundo circundante, según nuestras disposiciones y nuestra manera de captarlo-; pero afirma enérgicamente el valor esencial y objetivo de nuestros conocimientos.

No vamos a exponer aquí las «cinco vías» tomistas que son de sobra conocidas. Nos contentaremos tan sólo con esquematizar el argumento central del santo, siguiendo las huellas de un ilustre tomista contemporáneo, Quiles. El argumento tiene tres pasos fundamentales:

1. Se muestra la existencia real de ciertos seres en el mundo.

2. Se muestra que la existencia de dichos seres, dada su esencia, no se explica por los mismos seres.

3. Se muestra por fin que la única explicación satisfactoria de dichos seres es la realidad de la existencia de Dios, como única causa de los mismos.

No hay en este razonamiento ningún salto lógico, ni se puede evadir su rigor apelando a una cadena infinita de causas contingentes. Evidentemente la razón suficiente de la existencia de un ser que de suyo es indiferente para existir hay que irla a buscar en otro ser. De otra manera se caería en lo absurdo o en lo inexplicable. «Ni los hechos solos ni los principios metafísicos solos crean la ciencia, sino la recta y feliz unión de unos y otros. Ésta era ya la idea fundamental de la teoría aristotélica de la ciencia. Ésta es también la divisa y lema del tomismo, con lo cual combate dos extremos en la teoría de la ciencia: el empirismo y el apriorismo. Tal divisa es también fundamental en la doctrina tomista acerca de Dios. Para todo su proceso podemos dejar establecida esta breve fórmula; se eleva hasta Dios, causa primera, apoyándose en determinadas realidades sensibles, por medio de principios internamente necesarios, pero conocidos   —252→   por la experiencia de los sentidos».133 Por su estructura y por su método, las demostraciones tomistas de la existencia de Dios son uno de los intentos y de las realizaciones más serias en toda la historia del pensamiento filosófico.

Sin regatear el alto valor de los argumentos metafísicos del Doctor Angélico, sin pretender, en manera alguna invalidarlos, podemos decir que no dan cabal satisfacción a la naturaleza íntegra del hombre. Terminamos de estudiar sus pruebas, de suyo tan brillantes, y sentimos que algo en nuestro ser ha quedado insatisfecho. Y es que en la mayoría de los seres humanos el discurso o la razón raciocinante está mezclada con las facultades emotivas e intuitivas. En la práctica no es difícil encontrar cierta clase de espíritus selectos que manifiesta una aversión por los fríos razonamientos de tipo abstracto, racional, matemático. Guíanse estos espíritus por su afectividad, por su vía cordial, por la corriente vital que les impele misteriosamente hacia el Ser Supremo. San Agustín sostiene la percepción inmediata de Dios: nuestra inteligencia ve una verdad, la misma e inmutable para todos. Esa verdad o es Dios o es inexplicable sin Dios. En una forma intuitiva, el santo obispo de Hipona ve la verdad absoluta (Dios) en toda verdad. Ninguna verdad, ninguna bondad, ninguna belleza habría sin la existencia de un Dios que no se confunde con lo creado, con lo participado y lo mudable. Para Scheler, «si ninguna otra cosa probara la existencia de Dios, la probaría la imposibilidad de derivar la disposición religiosa del hombre de otra cosa que de Dios».134

En San Agustín y en Scheler no se trata tanto de estrictas demostraciones cuanto de valiosas mostraciones. Cierto que se requiere un temperamento espiritual idóneo para poder llegar a lo absoluto con absoluta certeza. Pero, para la mayoría de los hombres, estas tendencias permanecerán indefinidas y oscuras.

Con una trasparencia y sencillez admirables, pero a la vez atacando a fondo el problema del proceso concreto por el que el hombre llega al conocimiento de la existencia de Dios, el R. P. Dr. Ismael Quiles, S.J., propone los siguientes elementos:

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1.º Inclinación invencible del hombre a buscar el por qué, la última explicación de las cosas, primero del mundo externo, y luego del hombre mismo cuando adquiere una conciencia de sí.

2.º Sentimiento de nuestra insuficiencia en el mundo para llenar las hondas aspiraciones que sentimos de una felicidad y de una grandeza que nos sacie por completo; este sentimiento se manifiesta de una manera más vehemente ante la desgracia que somos impotentes para evitar, el íntimo dolor que por ello nos afecta y nuestra impotencia ante la muerte.

3.º Cierto anhelo de salvación brotado de la conciencia de nuestra insuficiencia, que nos impulsa a buscar el apoyo y la seguridad de nuestro ser fuera de nosotros, ya que en nosotros mismos no lo podemos encontrar.

4.º Coronando nuestros íntimos sentimientos de insuficiencia, y nuestro anhelo de salvación, y en una forma más sublime y elevada, menos egoísta por así decirlo, sentimos también una profunda tendencia hacia lo absoluto: algo nos lleva a verlo dondequiera, especialmente en los momentos culminantes de nuestra vida.

5.º La conciencia de nuestra responsabilidad moral nos lleva también a ligarla a un ser ante el cual debemos ser responsables.

6.º Finalmente, precediendo todos estos aspectos que nos llevan hacia Dios, acompañándolos siempre y coronándolos con una misteriosa pero verdadera confirmación, dándoles eficacia y vida, está el mismo tocar o influir inmediato de Dios en el alma. Haciéndole sentir su presencia, incitándola, iluminándola y mostrándose a sí mismo a ella en manera confusa, para que no lo vea con inmediata claridad, pero suficientemente eficaz para impulsarla a que lo busque hasta encontrarlo.135

Creemos, con Ismael Quiles que a nuestra adhesión clara, consciente y segura a la verdad de la existencia de Dios, contribuyen conjuntamente las pruebas racionales, las pruebas de intuición inmediata, la prueba del sentimiento y las tendencias. Sin entrar en la esfera de la religión sobrenatural, porque no ha sido ése nuestro propósito, declaremos tan sólo   —254→   nuestra inclinación en el sentido de su posibilidad y de su justificación a la luz de la filosofía. Al lector interesado en este tema, lo remitimos a la obra de Quiles, Filosofía de la religión.136

Basta haber despertado a la realidad de la propia existencia y de la existencia de las cosas, para darse cuenta de que se ejerce la actividad de ser amenazado por la fragilidad, la destrucción y la muerte. La existencia de las cosas y mi propia existencia se afirman a sí mismas de una manera inexorable. Pero esta afirmación, en el caso del hombre por lo menos, no es sólida y definitiva. Mi existencia humana terrestre está sujeta a la nada. Y sin embargo, en esa misma existencia amenazada intuyo la existencia suprema, absoluta, eterna, libre de la destrucción. El conocimiento natural prefilosófico de Dios, surge simplemente de ver que mi «ser-con-la-nada, como lo es mi propio ser, implica, para ser, el ser-sin-la-nada, esa existencia absoluta que desde el primer momento he advertido confusamente, como envuelta en mi intuición primordial de la existencia». (Maritain). Este avecinamiento eterno me es connatural a mi ser. De ahí aquella honda visión metafísica de la sabiduría indostánica que supo advertir siempre, en el comienzo, el ser, el ser solo y sin segundo. He aquí un expresivo texto: Tchandogya Oupanichad: «Todas las criaturas, amigo mío, tienen su raíz en el ser; tienen su sede en el ser; reposan sobre el ser». Las demostraciones científicas de la existencia de Dios vienen después de esa intuición primordial de la existencia, de ese conocimiento inocente, pre-filosófico, espontáneo y natural del Ser Supremo.

Nuestra inteligencia padece una insaciable ansia de conocer el ser infinito. No bien advertimos que las cosas provienen de Él, como sus efectos, cuando quisiéramos ya conocerle en sí mismo, en su esencia, sin mediación de ideas. La visión especular, la aprehensión de las huellas divinas suscitan el deseo imposible -para nuestra naturaleza- de eliminar intermediarios a fin de poseer a Dios intuitivamente. Este deseo «trasnatural», que no está en nuestra naturaleza satisfacer, no debe considerarse, por ese solo hecho, como un anhelo absurdo y trivial. Emerge de lo más íntimo de nuestro espíritu y acusa una insobornable nostalgia de Dios. ¿No es sensato pensar que a un deseo tan profundo de la   —255→   naturaleza -imposible para ella misma- le corresponde una satisfacción plena, por más que esta satisfacción sea sobrenatural? De esta opinión parece ser Santo Tomás de Aquino, cuando refuta a quienes afirman que ningún entendimiento creado puede ver la esencia de Dios: «Pero esta opinión no es aceptable, porque como la suprema felicidad del hombre consiste en la más elevada de sus operaciones, que es la del entendimiento, si ésta no puede ver nunca la esencia divina, se sigue, o que el hombre jamás alcanzaría su felicidad, o que ésta consiste en algo distinto de Dios, cosa opuesta a la fe, porque la felicidad última de la criatura racional está en lo que es principio de su ser, ya que en tanto es perfecta una cosa en cuanto se une con su principio. Pero es que, además, se opone a la razón, porque, cuando el hombre ve un efecto, experimenta deseo natural de conocer su causa, y de aquí nace la admiración humana, de donde se sigue que, si el entendimiento de la criatura racional no lograse alcanzar la causa primera de las cosas, quedaría defraudado un deseo natural. Por consiguiente, se ha de reconocer que los bienaventurados ven la esencia divina». (Suma Teológica, 1, q. 12, a. 1, edición bilingüe de la Biblioteca de Autores Cristianos).

Hay muchas vías de acercamiento a Dios. Santo Tomás formuló, con admirable simplicidad, sus célebres cinco vías que tienen su antecedente, por cierto, en Aristóteles (1.ª vía), Avicena (2.ª vía), Maimónides (3.ª. vía), San Agustín (4.ª vía), Cicerón, Séneca y la Patrística (5.ª vía). Pero estas cinco vías tomistas, consagradas ya por la fama, no son las únicas pruebas racionalmente válidas que conducen a una certeza sólidamente establecida. En este mismo siglo XX se han propuesto nuevas vías -válgame como ejemplo las pruebas de Sciacca y de Maritain-, aunque excesivamente sutiles. En todo caso, los caminos del espíritu discurren por las más diversas vías existenciales y filosóficas. Contemplando un objeto bello se advierte la existencia de una perfección que trasciende a las cosas. En su experiencia creadora, el artista posee un conocimiento amoroso y nostálgico, por connaturalidad, que de la belleza le lleva a Dios. De ese instinto de lo bello nos habla Baudelaire, bajo la inspiración de Edgar Allan Poe, en un pasaje de «El arte romántico»: «Es a la vez por la poesía y a través de la poesía, por la música y a través de la música, como el alma entrevé los esplendores situados tras de la tumba; y cuando un exquisito poema trae   —256→   las lágrimas al borde de los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de goce, son más bien el testimonio de una melancolía irritada, de una exacerbación de los nervios, de una naturaleza excitada en lo imperfecto y que quisiera apoderarse inmediatamente, sobre esta misma tierra, de un paraíso revelado». El poeta advierte que la tierra y sus espectáculos son un resumen, una correspondencia del cielo. Es claro que estas vías existenciales carecen de apoyo y marchan un tanto a oscuras, con pasos inciertos. Aún así, su eficacia es a veces irremplazable desde el punto de vista subjetivo y personal.

Quisiera ensayar, por mi parte, una nueva vía de acercamiento a Dios. Descubro, en mi ser -lo hemos visto-, un desfiladero hacia la nada y una escala hacia lo absoluto, porque soy una misteriosa amalgama de alma y cuerpo, bruto y ángel, tiempo y eternidad, nada prehistórica y destino supra temporal. Mi afán de plenitud subsistencial existe sólo en función de superar mi desamparo ontológico. Y mi desamparo ontológico se hace tan solo patente porque tengo un afán de plenitud subsistencial. La plenitud lograda es siempre relativa y está amenazada por el desamparo. Pero, a su vez, el desamparo se ve corregido, amparado en parte, por el afán de plenitud subsistencial que se proyecta con toda su intención significativa. Este afán de plenitud subsistencial, aunque se dé en el tiempo no está sometido al tiempo. Trátase de un testimonio irrecusable de la egregia vocación humana, de una humilde sumisión del hombre integral a su interioridad abierta al ser y a la Deidad. Mi afán de plenitud subsistencial, con toda su significación «metahistórica», participa en la plenitud absoluta, primera y trascendente. En otras palabras mi afán de plenitud subsistencial, que se me presenta coexistiendo orgánica y dialécticamente con mi desamparo ontológico, con mi insuficiencia radical, en forma parecida al contrapunto musical, implica la Plenitud Subsistente e Infinita de donde proviene, precisamente, mi concreto afán de plenitud que se da en el tiempo. Si existe nuestro afán de plenitud subsistencial -y esto es un hecho evidente- existió siempre una Plenitud subsistente, porque si no hubiera existido, no se darían todos nuestros concretos afanes de vida y de más vida. De ahí que el primer acto de mi afán de plenitud subsistencial sea el de dirigir una llamada a la Plenitud infinita que suscita todos los afanes   —257→   de plenitud. Sin un fundamento en Dios, inicial y final, mi concreto afán de plenitud subsistencial no encuentra solución.

Mi argumento del afán de plenitud subsistencial se funda en la finalidad. Si Dios no existiera, el afán de plenitud subsistencial -y la misma idea de plenitud- sería un efecto sin causa. Pero un efecto sin causa resulta absurdo. La causa final es la causa de las causas. Lo que exige el argumento no es sólo una plenitud ideal, sino una Plenitud subsistente. La razón de ser última de nuestro afán de plenitud subsistencial no se encuentra en una idea, sino únicamente en un Ser plenario, existente en sí y por sí.

La indiferencia o la neutralidad en materia religiosa es, generalmente, pura tibieza y abandono; deshumanización, si queremos decirlo en una sola palabra. Sostener la validez de todas las religiones es incurrir en una arbitrariedad que «entraña al cabo o la negación de Dios o la visión de un Dios inválido a quien le son indiferentes las vías de comunicación con el hombre, un Dios que queda a merced de cultos divergentes y aun contradictorios. Lo cual, aparte de la negación de una religión revelada, atenta a la dignidad del vínculo y de la verdad religiosa. O se admite solamente una, o automáticamente quedan todas convertidas en simples opiniones, en puro espejismo de la divinidad».137

Si por un lado el alma confina con la nada y siempre está próxima a ella, por el otro puede llegar a Dios fuera de todo modo y medida, porque -como dicen los teólogos- su unión con él no la calibra o gradúa su propia naturaleza, sino el favor y la gracia de Dios. Para el filósofo que especula en el orden natural, el alma es una criatura, esto es, un ser limitado o negado, pero con virtud, fuerza e inclinación para llegar a Dios. Una ardiente ansia de alcanzar por fin la plenitud de mi ser, de unirme eternamente con la Perfección, atormenta mi alma. No en la nostalgia del pasado, sino en la esperanza del porvenir, está la fuente de mi continua inquietud. Y esta esperanza no es un impulso irreflexivo y espontáneo -aunque tenga hondas raíces en todo el ser del hombre- sino una como decisión voluntaria, que en muchos casos supone una elección previa. Aguardamos   —258→   y caminamos con seguridad porque previamente hemos elegido entre Dios y las criaturas.

En una afirmación seca y rotunda, San Juan de la Cruz dice que «amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios».138 No es fácil este acto de desnudarse porque con el amor de Dios puede coexistir el gusto afectivo de las criaturas. Pero las criaturas son incapaces de acrecentar el ser y colmar el afán de plenitud que es, en definitiva, el ansia de un ser limitado, como es el hombre, de trasponer sus límites y adquirir verdadera realidad. En este profundo estrato que, como lo advierte el egregio teólogo y filósofo Dr. José M. Gallegos Rocafull, «no es tampoco sensitivo, sino ontológico, parecen confundirse amor y existencia limitada, como si la única realidad del hombre fuera esa virtud, fuerza o inclinación a realizarse por el amor; ama porque existe; su ser es una posibilidad de ser y, en busca de él sale oscuramente primero, cuando aún no se han abierto del todo los ojos de la razón, más que amando, barruntando el amor».139

Dentro de un mismo cauce hacia Dios, caben muchos itinerarios y muchas maneras de hacer el viaje. La peregrinación es, en el fondo, una gran cuestión única que se ramifica en cuestiones particulares, las cuales siempre remiten, a la postre, al gran punto de llegada. La historia es la aventura aquí abajo de un ser, el hombre, cuyo verdadero destino es meta-vital. Así surgió la primera filosofía de la historia y la primera filosofía de la cultura, en San Agustín y en otros pensadores cristianos, que interpretan el curso histórico y cultural en función de estos fines de salvación.

El arte, la moral, la ciencia, la filosofía, el lenguaje, las costumbres, el Estado, la técnica y todo cuanto el hombre produce o modifica y la misma actividad productora o modificadora, integran la cultura. Y la cultura -realización y esfuerzo- es no más que un medio al servicio de un humanismo teocéntrico. Desarraigada de allí donde el hombre tiene sus raíces, la cultura es un vano fetiche que termina por disolverse en la nada.

Cultura es objetivación del espíritu. Espíritu es lo específicamente   —259→   humano del hombre, lo que produce el lenguaje, el arte, la moralidad, el derecho, etc. Como protagonista de la cultura, el hombre la crea y la vive. Pero los entes culturales no son estáticos sino que cambian y se modifican participando de la naturaleza mudable del hombre. Como específicamente humana que es, la cultura es el mundo propio del hombre, su ambiente más cálido y cercano. Como instrumento al servicio de la salvación del hombre, la cultura está coloreada de religiosidad en todos sus aspectos: 1) formaciones; 2) útiles; 3) signos; 4) formas sociales, y 5) educación. (La clasificación en estos cinco grupos o tipos generales de productos culturales, es de Hans Freyer y está contenida en su Teoría del espíritu objetivo).

La catalogación que Eduardo Spranger hace en Las formas de la vida de las formas de la actividad espiritual, reduciéndolas a seis: el hombre teorético, el hombre económico, el hombre estético, el hombre de mundo y de potencia, el hombre social y el filósofo, tiene sólo valor si se la emplea como un esquema auxiliar de estructuras o tipos teleológicos. Pero entiéndase bien que no existe en su pureza el «hombre estético» del Renacimiento o el «hombre social» del siglo XIX, sino que existe el hombre en la integridad de sus estructuras espirituales, con el predominio de algún tipo. Con estas salvedades, nosotros podríamos proponer en este capítulo del camino concreto del hombre hacia Dios, una tipología humana. He aquí nuestra clasificación:

1. El temperamento lógico preocupado siempre por la corrección formal de los raciocinios acerca de la existencia de Dios y de sus atributos.

2. El temperamento físico-matemático que busca en la religión la misma certeza de la ciencia del ser móvil o sensible.

3. El temperamento metafísico que estudia el ser de la divinidad con el mero concurso de la razón natural y de la reflexión fundamental.

4. El temperamento ético que se inclina preponderantemente a la consideración del hombre en cuanto agente voluntario que obra en vista de un fin que su razón descubre.

5. El temperamento estético que llega hacia Dios movido por la universalidad e inmaterialidad de la belleza.

Y así como en Aristóteles la sustancia es una categoría que se encuentra presente en todas las restantes, así en nuestra   —260→   tipología el temperamento religioso se encuentra presidiendo todos los otros temperamentos, dándoles la unidad analógica.

Hay que desechar de nuestra consideración filosófica de la religión, cualquier posible entrometimiento de la religión y de la ciencia comparada de las religiones. No son las vivencias individuales las que pueden fundar la religión, sino un objeto metafísico y trascendente.

El acto de fe tiene validez objetiva. Como acto psíquico es intencional. Desde Brentano sabemos que ningún acto psíquico escapa a la intencionalidad. De esta manera el subjetivismo ha quedado sepultado en el panteón de las doctrinas filosóficas. Todo deseo es deseo de algo; todo pensamiento es pensamiento de algo; toda sensación es sensación de algo. Este objeto intencional del fenómeno psíquico no se puede confundir con el acto subjetivo. Una cosa es el acto de fe en su aspecto psicológico de vivencia, y otra cosa muy diferente es el objeto intencional en el cual recae. Manuel García Morente nos legó un maravilloso «análisis ontológico de la fe», que nos vamos a permitir seguir -con cierta libertad- en sus lineamientos fundamentales.

Para que haya acto de fe requiérese la confluencia del acto y del objeto. El acto lo pone el sujeto pensante. En cambio, el objeto lo halla el sujeto ante sí. Si no hay objeto sobre el cual incida el acto, no hay tampoco acto de fe. Pero habiendo objeto, puede el hombre no querer verificar el acto de fe, y entonces el objeto se quedará sin acto. El acto consiste en asentir al objeto. Mientras que en el asentimiento del juicio a su objeto, la causa del asentimiento se halla en el carácter «evidente» que tiene el objeto, en el asentimiento del acto de fe el objeto se presenta como inevidente. Evidencia es la presencia integral del objeto ante mí, en mi intuición intelectual. El juicio cuatro y cuatro son ocho es evidente. Decir, en cambio, que Dios es uno en esencia y trino en personas es algo inevidente. Luego entonces, si afirmo el objeto inevidente debe ser por una causa extrínseca a dicho objeto. Este elemento es la autoridad. Asentir al objeto evidente es un acto inevitable en el que no interviene la voluntad. El elemento nuevo del acto de fe, con respecto al juicio, es una persona que me lo dice y en quien yo confío. Hace falta, pues, una declaración o una «revelación» que parta de otra persona y llegue a mí. Esa persona   —261→   y su declaración han de poseer empero «autoridad»; es decir, que debe haber motivos y razones extrínsecas y generales que me impulsen a creer lo que declara esa persona, aunque ello no me sea evidente. El poder persuasivo de la revelación depende de tres factores: 1) de la persona declarante; 2) de la declaración misma, y 3) de la relación entre la declaración y la persona. Independientemente de lo que concretamente se declare, una persona puede tener más o menos «autoridad», o sea, dignidad de ser creída. Una declaración precisa, minuciosa, de líneas bien definidas, tiene mayor valor que una declaración vaga, imprecisa y borrosa. Estas relaciones estructurales -fenomenológicas- entre la fuerza persuasiva de la declaración y sus circunstancias personales intrínsecas constituyen la base esencial de la llamada crítica histórica. Autoridad absoluta será una autoridad que: 1.º no puede concebirse otra mayor; 2.º no puede cambiar -aumentar, disminuir, alterarse cuantitativa ni cualitativamente- por ninguna circunstancia intrínseca a la declaración o extrínseca a ella. Dios es el declarante de autoridad absoluta. Luego, primero: no puede declarar nada que sea en sí contradictorio; segundo: a las declaraciones de su autoridad absoluta no podemos asentir con menos que con un crédito o fe absolutos. Con esto tenemos ya una base para la clasificación en actos de fe religiosa y actos de fe humana, según que sea Dios o sean los hombres los declarantes. Si tomamos en cuenta las modalidades de la «ausencia» que caracteriza a los objetos evidentes, tendremos esta clasificación cuadripartita: ausencia en el espacio, cuando el objeto no está en el lugar en donde yo estoy; ausencia en el tiempo, cuando el objeto no está en el momento en que yo estoy; ausencia mental accidental, cuando el objeto no está accidentalmente en el área de mi capacidad intelectual, y ausencia mental esencial, cuando el objeto por su esencia misma no puede estar en el área de mi capacidad intelectual. Esta última clase de objetos que están ausentes con ausencia «esencial» no puede llegar a estar presente en ningún intelecto humano, ni ha estado presente en ninguno nunca. Todo acto de fe humana es susceptible de comprobación o demostración, que lo convierte en seguida en juicio evidente de razón. Por eso el acto de fe perfecto, el acto de fe auténtico, el   —262→   único acto de fe que verdaderamente merece este nombre es el acto de la fe religiosa.140

Hemos considerado a la religión en su esencia y en su causa eficiente; hemos considerado el proceso concreto por el que el hombre llega al conocimiento de la existencia de Dios; hemos expuesto la ardiente ansia amorosa de alcanzar la plenitud del ser y hemos desmontado el acto de fe para hacer un análisis ontológico. Pero falta ahora mostrar una vía existencial religiosa en que palpemos el corazón caliente de un hombre de carne y hueso.

Una noche cualquiera, un viejo poeta percibe en la intimidad del silencio que alguien ha logrado abrirse camino hasta él. Alguien ha venido a pedirle con insistencia que le diga su verdadero nombre, su nombre propio. ¿Cómo creer que pueda, ni siquiera por un instante, dejar de estar sujeto a ese alguien, cuando tantas veces le ha probado la debilidad, frente a Él, de su sistema defensivo? Y entonces, ¿por qué no admitir la posibilidad de arreglo? Puesto que ha logrado descubrirle, ¿por qué no le ahorra la mitad del camino saliendo ahora a su encuentro? ¿Por qué no asociar a su acción -a esa presencia suya que siente como condición de su existencia- una lenta y paciente invitación hecha para comparecer, la persuasión de la parte más noble de su ser de poeta, la aspiración de aquello que la Escritura llama «la médula del aceite» por parte de su alma?

Fundamentalmente religiosa, la vía existencial explora la veta inagotable de conocimientos y de energía en el interior del hombre. La fina sensibilidad de Paul Claudel emprende una marcha espiritual para su reencuentro. Su existencialismo religioso nos puede servir de ejemplo que contraste con la vía racional del filósofo: «Descenderé, deshecho en lágrimas, a encontrar y unirme con mi hijo en el sepulcro.141 Descended, pues, Señor. Lo hacéis bien así; pues de ser nosotros los que, por propio impulso, tuviésemos que ascender, deberíais, Señor, esperar inútilmente largo tiempo. Nadie nos ha enseñado a hacerlo. Todos los filósofos se sienten aquí desconcertados. Y todos sus tratados y discursos, todos esos razonamientos que llenan las “Sumas”, todos los esfuerzos de   —263→   la elocuencia y de la ciencia y de la historia, no han servido, por desgracia, más que para convencerme. Pero escuchemos al ciego de nacimiento. “Yo no sé si es verdaderamente aquél a quien vosotros llamáis el Cristo; lo único que sé es que me ha curado”. Esto en mí y aquello en él han logrado corresponderme mutuamente. El mal y el pecado en mí, y no sólo el pecado accidental sino el congénito, es lo que nos ha puesto en comunicación. Existe en mí la suficiente carencia y vacío: soy el orificio, en nombre de la humanidad entera, de un abismo tal de ignorancia, de miseria, de pobreza y de insuficiencia que vuestra gracia, Señor, nunca podrá llenar. Ahora estamos solos; no tenemos ya que andar con rodeos. Ha llegado la hora del impudor y de la imprudencia. Después de todas esas cosas que me han contado de vuestra pasión, no comprendo cómo he de ser yo el único que os tenga a su disposición. A Vos os toca el ahorraros este ataque de mi indignidad. Contemplad este espectáculo y ved lo que yo he hecho de vuestra imagen y de aquella idea que os habíais formado de mí antes de la mañana».

Nunca he podido digerir esas zarandajas inventadas por algún poeta que de improviso se ha sentido filósofo, afirmando que para el mexicano moderno la muerte carece de significación, porque ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Según esto, nuestra indiferencia ante la muerte sería la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Por fortuna, la verdad presenta otra cara muy distinta. El desprecio generoso y magnífico que el mexicano genuino hace de la vida natural proviene en su más honda raíz del convencimiento de que la vida natural es algo a transustanciar a sobrenaturalizar -como expresa García Bacca-, no algo definitivo y última manera de ser.

Juan David García Bacca ha propuesto un modelo del filosofar español que nosotros nos permitimos extender -mutatis mutandis- al filosofar mexicano, en particular, y al filosofar hispanoamericano, en general. «Si es propio de todo hombre ese componente que se ha llamado “trascendencia”, la trascendencia toma en el español la forma de “transustanciación”. Por la trascendencia común y corriente en las filosofías occidentales el hombre trasciende o se eleva sobre cada ser en particular, se trasciende por manera de universal, de punto de vista superior a los casos y cosas concretas; empero, por este tipo de trascendencia, que para abreviar llamaremos   —264→   intencional, no se transustancia o sobrenaturaliza real y verdaderamente la esencia y sustancia del hombre. Toda filosofía europea clásica ha supuesto desde siempre que el hombre está bien hecho en su esencia y sustancia, que, por esto, las esencias son inmutables; empero el español cree notar en sus entrañas ganas rarísimas de nacerse a otra vida radicalmente diversa de la que por nacimiento humano posee, nacerse a vida sobrenatural, trascender la vida misma en su plenitud, y trascenderla por algún modo de apersonamiento de Persona divina, de Dios sobrenatural, en ella».142 Hispanoamérica está empeñada en la tradición católica y por eso su incipiente filosofía, coloreada con imborrables tintes religiosos, desemboca en los umbrales de lo sobrenatural. Hasta ese límite le conduce su creciente afán de plenitud subsistencial.




ArribaAbajo3. Integración o desintegración de nuestro espíritu encarnado

Tenemos una autoconciencia de ser personas humanas. Más aún, somos esa misma autoconciencia. Sin ella, dejaríamos de ser personas. Y esa autoconciencia de mi existir sentido, querido y pensado, integra mi vida. Sentimiento, voluntad e intelecto integran mi vida unitaria. Cada vida tiene un temple de ánimo básico -esperanza o angustia, para no citar sino los dos fundamentales-, una tonalidad sentida de la existencia, que actúa como matriz generadora de sentimientos y emociones.

Mi espíritu encarnado al conocer y al sentir se percibe a sí mismo. Y es consciente de sus actos de conciencia. Algo más, «gracias al movimiento de trascendencia, como apunta Helmut Kuhn, la persona o yo se conoce como “universal” en el sentido único y fundamental de que el yo es el medium en el cual y a través del cual el ser se revela. La afirmación “yo soy un yo” debe entenderse como que significa también “en mí y a través de mí el ser se vuelve transparente”».143   —265→   Pero además de la comunicación objetiva, mediatizada por los conceptos, la persona se trasciende en la comunión o participación que supone un encuentro de los espíritus. La persona es el ser abierto a las otras personas en virtud de su actividad; recibe impulsos de sus semejantes y a su vez influye sobre ellas; reconoce a las otras personas pero exige para sí ese mismo reconocimiento. La propia estima, la dignidad, la gallardía y el pudor no pueden ser explicadas de otra manera.

La persona es una, única, idéntica a sí misma, abierta a la comunicación, en relación constante con ideas y valores, capaz de realizarse por la autodeterminación. En su relación con cosas, ideas, valores, y prójimos, la persona sólo se detiene transitoriamente. Porque esta trascendencia inmediata no tendría ningún sentido si no estuviese ontológicamente asentada en la suprema trascendencia del Dios personal. En la estructura de un pensamiento categoremático está presente y patente -con exigencia insoslayable- Dios trascendente. En este sentido ha podido decir Adolfo Muñoz Alonso que «Dios trascendente es una supersunción de lo real o una intusunción de lo objetivo, pero no una analogía eminencial o de afirmación».144 Todo el ser de la persona está polarizado activamente con intencionalidad religiosa. En su más íntimo núcleo espiritual, la persona permanece cerrada a todo otro ser que no sea la divinidad personal.

De la espiritualidad de la persona brota la intencionalidad intelectiva que le sitúa en posesión del ser trascendente del mundo y de Dios. Esta «sustancia completa espiritual», que es la persona, existe al lado de otros existentes y tiene una peculiar composición entitativa: potencia y acto. Esta composición de potencia y acto patentiza la finitud de la existencia humana. Y por la finitud -existencia que no es absolutamente subsistente- desembocamos en la participación.

¿Quién soy yo, según mi más íntima contextura? Una existencia personal participada. Si no tuviera esta naturaleza, no   —266→   podría tener una historia. Mi cuerpo es el producto de la expresión de mi alma, su espejo. Mis intenciones encuentran en mi cuerpo el órgano para su realización externa. Mi vida, y toda vida humana, es un modo de ser. Mi modo de ser es el de un espíritu encarnado, con existencia participada, que «tiene que» adoptar decisiones.

Y he aquí algo grave: las decisiones me pueden integrar o me pueden desintegrar. Tengo que decidirme entre mi angustia y mi esperanza, entre mi desamparo ontológico y mi afán de plenitud subsistencial. El desamparo ontológico con su correspondiente, angustia psicológica, es el polo negativo de mi ser. Por este polo, mi ser se encuentra con el mal metafísico y con el sufrimiento. El afán de plenitud subsistencial y su correspondiente esperanza psicológica es el polo positivo de mi ser. Por este otro polo, mi ser se encuentra con el bien y con la felicidad. Del hecho de polarizarme en uno y otro sentido dependerá mi desintegración o mi integración como hombre y como persona. Pero, aunque decida polarizarme hacia mi afán de plenitud subsistencial, es preciso no olvidar la existencia del polo contrario. Así surge nuestra concepción de la dramática interna del hombre, que es fundamental en nuestra antropología filosófica. Nuestra vida es en sí esfuerzo, lucha, drama, decisión.




ArribaAbajo4. La fidelidad a sí mismo y el gran compromiso

Aunque seamos seres contingentes, somos, como tales, un hecho. No es que hayamos tenido que ser como somos, pero, desde el momento que somos, somos irremediablemente así. Desde que soy como soy, entra en mí la necesidad, el complejo de leyes que me ordenan. Y, sin embargo, nadie ni nada podrá convencerme de que mi existencia, a pesar de todas estas necesidades, tenga que ser. Es, sencillamente, porque la acción del Ser necesario le ha creado. Mi libertad realiza, dentro del mundo, esta facticidad originaria.

Hay una cierta adecuación entre mi ser y mi acontecer. Me acontece lo que está en relación con mi naturaleza, mi historia, mi familia, mi sociedad y mi personalidad. Dentro del acontecer universal, trato de establecer orden y concierto en mi existencia, me esfuerzo por dominar los acontecimientos exteriores y por ejercer un cierto arte de vivir. Merced a este arte, mi iniciativa configura, o trata de configurar, la   —267→   sustancia de la realidad -hombres, cosas y situaciones- de acuerdo con la forma de mi ser. Pero la realidad, que tiene también su forma, me resiste. En esta defensa, Romano Guardini ve el «destino». «Cuando pronunció la palabra “destinó” -nos dice Guardini-, siento que lo que ella significa me toca muy de cerca, pero también que viene de muy lejos. Me pertenece como mi propiedad más íntima, pero, al mismo tiempo, me es extraño. Lo conozco por una participación entrañable en su sentido; pero cuando pretendo asirlo se resbala de mi mano curiosa. Se dirige precisamente a mí, pero trae de lejos muy profundas raíces; es, en el fondo, la totalidad de la existencia en general. Es lo más personal, en lo cual estoy yo totalmente solo, aislado, insustituible, indestructible; y, al mismo tiempo, es lo que me liga con todo».145

Vengo al mundo no con mi historia hecha, sino con una historia por hacerse. ¿Cómo hacer mi historia? Mi proyecto de vida tiene que adecuarse a mi «hecceidad», para decirlo con una palabra tan cara a Duns Escoto. Mi destino es realizarme como corresponde a mi singularidad. Es claro que tengo que realizarme como hombre y no como pez o como ave, pero además de la enérgica e irrebasable condición y vocación humana, debo elegir tan sólo aquella posibilidad que ensamble con mi pasado y con el personal e irreductible sistema dispositivo de mi ser.

El mundo se me presenta como tentación, como campo propicio para la distracción. Multitud de posibilidades que no son mías -que no deben ser mías- se me ofrecen seductoras, insinuantes. Pero yo estoy comprometido a decidir, constantemente, ser fiel a mí mismo, ser fiel a quien me ofrece la posibilidad de ser yo mismo. Aunque realizada en sociedad, con Dios y con los otros hombres, esta tarea fundamental es netamente personal.

En mi devenir, siento el imperativo de marchar al reencuentro de mí mismo. Todo lo demás -mi relación con los hombres, las cosas y las circunstancias- se me dará por añadidura, si logro ser quien debo ser.

Si me traiciono, me pierdo, no me encuentro. Viviré como   —268→   viven los animales, alterados en el contorno, sin designio y sin destino.

La vida está llena de compromisos, de obligaciones contraídas, de vocaciones que incitan nuestro actuar. Pero entre esos compromisos los hay principales y los hay secundarios. Hay compromisos -los jurídicos, los sociales, los profesionales- que no se apoderan del hombre integral. La existencia de Dios y mi dimensión religada, en cambio, es un verdadero compromiso. En rigor es, para quienes tenemos la certeza de que existe, el único gran Compromiso (así con c mayúscula). No se trata tan sólo de una doctrina que obliga a tomar una decisión, sino de una inmersión vital y total de nuestro ser finito en el Ser infinito. Y no hay manera de escapar para aquél que, en una forma o en otra, llegó al convencimiento de la existencia de un Ser supremo.

Estamos situados en una gran encrucijada. Somos actores de una aventura trascendental. «Nuestra vida es, desde que comienza hasta que acaba -observa José M. Gallegos Rocafull-, colaboración con Dios, triunfante o fracasada».146 Perdido en el fárrago de las cosas, olvidado de su alma y de espaldas al misterio, el hombre moderno pretende olvidarse de su gran compromiso. Pero llega, en la vida de todo hombre, un momento del encuentro consigo mismo. Y entonces se siente latir a Dios en el corazón y se tiene la certeza de que Él es el único norte y el único viático. La decisión ya no puede ser aplazada. O esperanza o desesperación.

Todos estamos comprometidos porque estamos puestos, enviados a un mundo dentro del cual hemos de actuar y ante el cual hemos de ser responsables. El compromiso es obra de libertad. A cada instante hay que decidir si se ha de ser o no fiel a él.

Afirma Nicolás Abbagnano que «por el destino se empeña el hombre en conservar y consolidar la unidad de su personalidad, a través del esfuerzo incesante por conectar el porvenir con el pasado, y por hacer del porvenir la realización de la verdadera significación del pasado».147 Pero es preciso ir más allá y advertir que esta fidelidad a la propia tarea   —269→   temporal histórica, a la comunidad y al orden del universo es también -y primordialmente- fidelidad a Dios.




Arriba5. Óntica del amor

Hay un amor que nace de la indigencia del hombre. El yo se torna al tú para abrazarlo y unirlo a sí. Pero este anhelo -expresión de la insaciedad y de la soledad del yo- es signo de pobreza. Se busca una plenitud y una intimidad que no se tienen. En esta búsqueda el tú es puesto al servicio del yo.

Pero hay también otro amor que no surge en la indigencia, sino en la plenitud. Ya no se trata de un tú al servicio del yo, sino al contrario, de un yo que comunica su propia riqueza al tú. Y esta comunicación se verifica por afán de comulgar en una intimidad que rebosa bondad, por alegría de donarse.

En uno o en otro caso, el amor es un estado o propiedad del ser. Toda la vida gira en torno del amor que realiza la unitaria comunión de los seres.

Esa tensión de la indigencia a la plenitud, de lo imperfecto a lo perfecto, es la traducción de un ritmo existencial ineludible: la inquietud. En este sentido metafísico, el amor es una categoría de la existencia humana. Trátase de un temblor metafísico -y no de una simple emoción psicológica- que es inspiración y fuerza creadora; tensión hacia lo real, hecha de visión cognitiva, que nos adentra en los misterios del ser.

El amor existe. De esto no nos puede caber duda, puesto que lo sentimos y lo observamos. Si no lo experimentásemos, no podríamos comprenderlo. Y si no comprendiésemos el amor, perdería su sentido el problema del fin y del destino humanos.

Cuando se ama, se experimenta el sentimiento de una fusión de almas que intensifica la vida espiritual, hasta el grado de vivir la duración en un sentido absoluto que apunta a una verdadera eternidad.

Agustinianamente hablando, podríamos decir que un hombre es su amor. El origen de la actividad humana, la fuerza creadora y constructiva del hombre, se llama amor. Todo impulso, toda pasión, todo sentimiento tienen su raíz en el amor-fuerza. Y hasta nuestro entendimiento requiere un   —270→   objeto (valor) que suscite en nosotros un deseo (amor) por conocerlo. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que el amor tenga una función gnoseológica. Trátase de una fuente energética que se encamina hacia la onticidad de las cosas y que constituye nuestra posibilidad de existir humanamente. Por el amor se persigue, justamente, alcanzar la perfecta ecuación del ser humano. Este acto concreto de vida tiende hacia un bien sumo y trascendente. Pero esta tendencia no se realiza por visión intelectual, sino por acción, por gozosa vivencia. «No puede comprenderse la ética, en cuanto normatización racional de nuestra conducta, si no se pone como piedra de toque -ha dicho Juan R. Sepich- la experiencia de amor. Sin ella todo principio racional se torna extrahumano e inoperante. Será teóricamente verdadero; pero existencialmente, no».148

Mi destino es iluminado por el amor. El amor me revela que estoy hecho para la perfección, que mi aspiración o sed infinita de vida y más vida no se aquietará hasta llegar a su término: la suprema perfección. El instinto sexual no es más que una primera fase -imperfecta y provisoria- del amor. Como necesidad orgánica, desaparece una vez satisfecho. Como deseo por la posesión del cuerpo, se desvanece cuando la hermosura física se marchita o se corrompe. Por eso el auténtico amor, es amor de perfección, amor del bien, de la belleza, de la sabiduría. El verdadero amor es el amor de Dios. El espíritu humano no tiene otro centro de reposo. Fuera de este supremo centro gravitario todo es desorden y agitación.

A más de mover nuestra vida, el amor le da su valor exacto. Cuando el hombre se siente impulsado por el amor debe ante todo examinar hacia dónde lo dirige el amor. Si se inclina a lo terrestre o corruptible por sí mismo, como último desideratum, su vida gira en torno del tiempo y de la nada. Si se dirige a lo eterno y perdurable, su vida se hace valiosa. En lo perecedero no puede encontrarse felicidad. Y nos importa, sobre todo, encontrar el camino más corto y seguro para llegar a ese feliz estado de reposo. Conviene conocer y valorar cada ente para darle el grado de amor que merece.

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Si el amor es la afinidad de la voluntad con un cierto bien, y la complacencia que pone en él, la voluntad de un espíritu encarnado no puede encontrar reposo ni complacencia en un bien inferior a su tipo de ser. Sólo la visión directa de la verdad infinita e increada me puede hacer gozar del verdadero amor. Mi voluntad nunca se podrá apaciguar si no es con el bien universal. Lo trascendente y lo absoluto es para el hombre una necesidad ineludible.

La naturaleza del espíritu humano consiste en el tender hacia el ser plenario. El espíritu del hombre es en cuanto desea a Dios. En este sentido hay que entender al maestro Eckhart cuando nos dice: «el alma es en este mundo sólo por el amor; en efecto, donde ama allí es; tal como ama, es».149 El amor originario del ser humano se dirige a Dios, que es lo único bueno en plenitud. Las creaturas son, en sí mismas, malicia y no-ser. El amor sólo se puede detener en ellas provisoriamente, porque, en definitiva, el amor es una relación con lo absoluto; una «alteridad» en la unidad, que a todas las cosas confiere un valor espiritual y divino.