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Francisco Ayala: «La cabeza del cordero». Editorial Losada, Buenos Aires. 208 páginas. 9 pesos

Ricardo Gullón





Resueltamente, Francisco Ayala es uno de los más felices narradores con que contamos. Y no sólo eso, sino también algo casi tan infrecuente y digno de relieve: una cabeza clara, capaz de afrontar los problemas de la novelística contemporánea con la adecuada objetividad. No se entienda, de ningún modo, que sus ficciones estén construidas siguiendo un plano y una teoría, sino que, paralelamente a la creación imaginativa, el espíritu de Ayala se complace en una investigación seria, a propósito de las posibilidades y los límites de la novela y, más aún, de las condiciones bajo las cuales se produce hoy la actividad del escritor.

Inteligencia lúcida y ánimo desprejuiciado, Ayala es el primer crítico de sus obras; primero en el tiempo, pues los prólogos antepuestos a sus dos últimos libros: Los usurpadores, ya reseñado aquí, y La cabeza del cordero, son análisis y examen justificativo de los propios textos, y, acaso, primero asimismo en la penetración. Reténgase este dato, pues una de las razones de la perfección de sus historias consiste, según creo, en esa conciencia crítica, muy fecunda, en cuanto desplaza del campo narrativo las irrelevantes escorias de la novelística caduca y le infunde los necesarios arrestos para incluir en él elementos que, por viejos que sean y por usados que parezcan, conservan valor y merecen vigencia.

Añádase a esto el admirable lenguaje, flexible y rico, sabroso como el pan de pueblo y oloroso también, y al mismo tiempo sin complacencia hacia sí mismo; lenguaje rico y llano, nunca afectado, de singular corrección, y sirviendo para todo porque en cada momento es como debe de ser, sencillo y también abundante y preciso. Tal dominio de la palabra quizá dependa del rigor científico con que Ayala está habituado a manejarla. No olvidemos que este novelador es un importante tratadista de sociología, un profesor de derecho político, y como tal acostumbrado a enunciar sus doctrinas con precisión de que muchos escritores se creen dispensados, en gracia al lirismo y a esa plaga de la «prosa poética», que muchas veces es solamente disfraz de la pereza y la incompetencia.

Aunque sin apurar el estudio de los distintos factores influyentes en la formación de la fisonomía de gran narrador que va apareciendo tras la obra de Ayala, quiero referirme a un elemento explícitamente declarado por el novelista: la angustia. En Los usurpadores la imagen se reflejaba en un espejo y podía parecer como desvaída por la distancia. Se atenuaba, además, por la insinuada presencia de la esperanza. Pero ahora, en La cabeza del cordero, la angustia, al operar sobre una experiencia tan cercana y dramática como la guerra española, parece más acuciante y desesperanzada. Estos relatos serán diversamente acogidos, en cuanto a «las tesis» en ellos planteadas (por más que el tema de la guerra haya sido tratado con extrema mesura), pero pocos regatearán su valor estético. Responden a un tipo de narración muy actual, habitado por las preocupaciones de nuestro tiempo, y libres de la quizá más grave tacha de la llamada «literatura comprometida»: la voluntad de probar.

Basándose en la observación del corazón humano y apoyándose (a veces muy de refilón) en motivos de la guerra civil, las novelas de Ayala cuentan entre las invenciones mejor construídas y más profundas de nuestra literatura viva. De su calidad da fe la profundidad del plano cordial e intelectual alcanzado: el auténtico fondo del problema. Su imaginación es de tal textura que cualquier incidente (la bondad del suceso lo hará más inmediato al lector, a la eventual experiencia del lector) resulta transformado por su juego, enriquecido por una serie de dimensiones cuyo calado antes no preveíamos y convertido así en un acontecimiento lleno de resonancias y de misterio. Esta palabra no surge de improviso. Justamente el gran don de Ayala es la capacidad de restituir a lo trivial su misterio, su capacidad para mostrarnos las cosas, no en su engañosa apariencia sin secreto, sino en su realidad arcana, empapadas en el gran misterio que llena la vida del hombre.





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