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Francisco Ayala: Los usurpadores. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1949. 244 págs. 6 pesos

Ricardo Gullón





Después de un paréntesis de bastantes años, dedicado a estudios científicos, Francisco Ayala sintió renacer su antigua vocación creadora y escribió una colección de cuentos digna de ser estudiada con detalle. No creo que ninguno de los escritores de su generación ni de las siguientes haya compuesto una narración tan apretada y dramática como El hechizado, ni creo que en conjunto se consiguiera, desde hace mucho tiempo, un libro de cuentos tan armónico y logrado como éste. Únicamente se le podrían comparar, por su perfección -aun siendo, desde luego, muy distintas en inspiración y en técnica- las Historias de familia, de José Antonio Muñoz Rojas.

La primera sorprendente cualidad del libro de Ayala es ésta: sus cuentos son todos históricos, es decir, tienen por asunto un episodio de la historia española: San Juan de Dios, Don Enrique el Doliente, la Campana de Huesca, el pastelero de Madrigal, Carlos II el Hechizado, la lucha entre Don Pedro el Cruel y su hermano Don Enrique, y un diálogo entre muertos de la guerra civil. Leyendo este índice de temas tal vez sienta el lector cierto desencanto por antojársele harto conocidos, si no tópicos, los asuntos seleccionados. Si así siente, yerra desde luego, pues Ayala, lejos de acudir al tópico para tratarlo como tal, lo afronta desnudamente, quiero decir, despojándole de las excrecencias que poco a poco cubrieron su verdadero ser y lo estudia con fría pasión de verdad, escudriñando y descubriendo un secreto que como la carta en el cuento de Poe, no acertábamos a ver de puro evidente.

Notemos, por ejemplo, el secreto de «El hechizado». Un pretendiente en corte se afana y desvela por llegar hasta el monarca, para pedir una merced que le importa. No es cosa fácil y acaso nunca lo conseguiría de no mediar cierta enana, familiar del rey, con libre acceso a su cámara, que introduce en ella al solicitante. Penetra éste en el casi sagrado recinto con el ánimo sobrecogido y se encuentra tan sólo a un pobre tonto, babeante, que distrae su estulticia entre animalillos y monstruos. He aquí, desmontado y reducido a abrupto esquema, el relato de Ayala. Su pericia narrativa le permite graduar los efectos y caminar hacia la revelación del misterio con creciente intensidad, colocando al lector en tensión, en espera de cierto gran suceso que, sin duda, se avecina, a juzgar por las minuciosas preparaciones. La idea es ya excelente, mas este caso hace recordar la aguda observación de André Gide: «la idea de la obra es su composición», porque en realidad es la composición de El hechizado la que da validez y significación a la idea. Ayala utiliza admirablemente la difícil banalidad de las formas narrativas comunes, de las muletillas y apoyaturas vulgares, gracias a las cuales se desvanece el artificio y queda la palabra como mero vehículo para conducirnos al puesto adonde el escritor quiere situarnos.

Estos relatos parecen de maduración lenta. En la mente del autor surgiría la idea, pero seguramente tardó en darle forma. Así, a lo largo del tiempo se operó el trabajo previo de cristalización, que ha permitido escribirlos con mano segura, consiguiendo un dinamismo narrativo de primer orden, dentro del cual los personajes adquieren extraño aspecto de seres fantasmáticamente reales o realísticamente espectrales.

Según pretendía Ayala, estas novelas son ejemplares, y son también -esto sin que lo pretendiese- antikafkianas. Las semejanzas con la obra de Kafka son sólo de superficie: mientras en El castillo o en El proceso se dice una lección de angustia y desesperación, por cuanto el hombre se enfrenta con fuerzas ciegas e incomprensibles, en San Juan de Dios y en El abrazo queda de manifiesto que la explicación de los dramas cuyo fatal desenlace suele achacarse al destino, está en las pasiones de los hombres y en sus errores. Las narraciones de Ayala tienen clima propio, dependiente, mucho más que de «la moderada inflexión de época» introducida en ellas, de la lucidez con que supo encarar su proyecto creativo y de la sobriedad con que le dio forma. Los personajes tienen de «históricos» lo preciso para servir el designio de su creador, que no trataba de fundarlos sobre una documentación estricta -y quizá, ¡tan falsa!- sino sobre una presunción estéticamente bastante. Los relatos, según se declara en el ingenioso y ameno prólogo, son distintos desarrollos de un tema único, y el situarlos en ámbitos superconocidos es una argucia para mostrar implícitamente que la tesis, de puro obvia, pudo ser señalada por cualquiera.

En la literatura española, los personajes de Ayala, bajo su aire familiar, tienen un carácter muy original. Han nacido de una pasión terminante; pero en la narración se mueven con la ambigüedad propia de su espectralismo, de la ambivalencia fantástico-real antes mencionada, poco frecuente en nuestros narradores que, o poemáticos o realistas, suelen desdeñar otros posibles planos de creación. La atmósfera de Los usurpadores demuestra que es posible situar la novela en una dimensión nueva donde el claroscuro y la insinuación logren transmitirnos la cifra de algunos claros misterios.





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