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Gabriela de Vergí

Representación de «Gabriela de Vergí», tragedia en cinco actos

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista española: periódico dedicado a la Reina Ntra. Sra. Núm. 47, 16 de abril de 1833, Madrid.]

Difícil es para el observador literato, cuyo corazón enajenado comparte la piedad o el terror que animan al auditorio no periodista, seguir con fría serenidad y sentir y juzgar imparcialmente a un tiempo los movimientos que a su alma comunica el hábil e inteligente actor. La rapidez de la acción y de la palabra que suena y pasa, y da lugar a otra y a otras ciento, que reclaman todas igual estudio y atención, y que exige tanta rapidez de raciocinio como de sentimiento, no es el menor obstáculo que a la enumeración de todas las bellezas o defectos de una representación de esta especie se oponen en el periodista. Ni cuando ha llegado un actor a un punto positivo de elevación y de mérito unánimemente reconocido por sabios e ignorantes deja de ser arriesgada la opinión que se aventure acerca de tal o cual manera determinada de dar forma y vida al pensamiento escrito; porque la naturaleza, muy variada en sus accidentes, no expresa siempre iguales sensaciones de la misma manera, y la muerte de un hijo querido, que arranca interminables gritos y alaridos a una madre afligida, hace enmudecer a otra por largo espacio. ¿Será otro el dolor y otra la sensación? Sin meternos en consideraciones fisiológicas, ni en el influjo que la localidad, la predisposición del ánimo y otras mil circunstancias atenuantes o agravadoras pueden tener en estas diferencias que diariamente vemos, pudiéramos asegurar que no será nunca tanta la distancia que de un dolor a otro haya, como la que, en el ejemplo citado, en la diversidad de expresiones se encuentra.

Verdad es que en las artes de imitación la perfección consiste, no en representar a la naturaleza como quiera que pueda ser, sino de aquella manera que más contribuya al efecto que se busca; que el saber muchas maneras de verdad no ha de ser para decirlas todas, o la primera que ocurra, sino para escoger la que más, en un caso dado, se necesite.

Teniendo en consideración esas reflexiones, a que necesariamente el objeto de nuestro artículo nos conduce, no nos detendremos más tiempo para exponer nuestras ideas acerca del desempeño de la Gabriela.

Parécenos, según nuestras cortas luces, que la señora Rodríguez ha afirmado en este papel su opinión, ya ventajosísimamente sentada: en muchas escenas ha arrancado aplausos, bravos; lágrimas silenciosas, en fin, triunfo del trágico. Imposible nos parece leer con mayor acento de verdad y de dolor la carta de Raúl: la agitación, los sollozos y las interrupciones oportunísimas y el abandono de la desesperación son medios que la señora Rodríguez ha manejado admirablemente en esta situación difícil. ¡Qué acento de voz tan penetrante y de tan mágico efecto hemos oído jamás como el de -«Isaura amiga»- cuando se arroja en brazos de su confidente después de la salida de Monlac! Nadie podrá superarla, en la escena con Fayel, en el -«he aquí»- de reconvención tan diestramente preparado y dicho con toda la acrimonia y la amargura de la ultrajada inocencia y de la generosidad no agradecida. ¿Quién no se eleva con ella al oír el -«¡atrevido!»- que dirige a su amante y no siente toda la dignidad y toda la pureza de la fidelidad conyugal? ¿Quién no ha derramado alguna lágrima al leer en sus palabras la violencia sublime, el esfuerzo heroico y la victoria dolorosa que logra sobre su pasión cuando en el fin de esa misma escena -«vive para la gloria -le dice-, ya que no pudiste vivir para el amor»?-. ¿Y quién no ha visto el triunfo de la ejecución dramática en la separación que sigue, y en el abrazo de despedida tan oportunamente interrumpido?

El quinto acto es acaso el más difícil de representar, no porque la situación misma, de suyo horrorosa, no preste muchas ventajas al actor, sino por la torpe prolongación de un dolor extremado, que, cuando ha llegado una vez a su término sin acabarse la tragedia, no puede hacer sino decaer. ¿Por qué el autor, efectivamente, más conocedor de la parte filosófica de la escena, no hizo bajar el telón inmediatamente después de visto el horrible vaso por Gabriela? ¿Por qué no la hizo exhalar el último aliento en un sólo «¡ay!», más sublime que todas las amplificaciones de retórica, si se nos permite llamarlas así, de la mitad última de ese acto? ¿Qué horror nos quedaba que ver, qué catástrofe que presenciar, qué mayor dolor que sentir? Hemos oído a algunas personas inculpar la manera de expresar el dolor y la sorpresa horrible de la vista del vaso en la señora Concepción Rodríguez; se ha creído por ellas que un solo grito y una postración repentina eran las mayores muestras que del mayor dolor darse pudieran. Combatimos desde luego esta opinión, apoyados en lo mismo que acabamos de decir; si nada tuviera que volver a hablar Gabriela, por lo menos hasta su enajenación y delirio, conviniéramos con este argumento; pero ¿de qué serviría ese único alarido y esa postración, si el autor la hace seguir hablando, y no uno ni dos versos, sino una insoportable tirada, que dice mucho menos que el simple y elocuente vaso de barro? Ha debido, pues, elegir la actriz la única manera de expresar el dolor que ha dejado el autor a su arbitrio. Añádase a esto, para los que juzgan ligeramente de esta situación, que es común en la vida ver y estudiar personas afectadas por el dolor y la sorpresa, hijos de la muerte no esperada del objeto querido; pero la posición de una mujer a quien su celoso consorte hace presentar el corazón palpitante y caliente aún de su querido, es tan extraordinaria, tan nunca vista y tan difícil de estudiar en modelo alguno, que ningún trabajo nos cuesta ser indulgentes, o suspender, por mejor decir, nuestro juicio; y más cuando nuestra crítica ha de recaer sobre quien necesariamente lo habrá meditado mucho más que su auditorio. Mas diremos para concluir esta idea: el dolor hace enmudecer, pero es más propio del horror el hacer gritar.

Confesamos, sin embargo, que, en caso de equivocarnos, quisiéramos más bien que fuese en favor de la actriz que ha hecho sentir a nuestro corazón en las noches de Gabriela lo que nunca había sentido hasta ahora en las tablas españolas; olvidemos el frío raciocinio y tengamos por cierto que el sentimiento es mejor juez en materias de teatro, aunque menos argumentador.

El actor Latorre ha rivalizado completamente con la señora Rodríguez; ha sido admirable en la parte sombría, sobre todo, de su papel, y hemos visto en la escena del quinto acto, en que prepara su atroz ofrenda a la infeliz Gabriela, toda la profundidad y encono de los celos y de la venganza: transiciones perfectas, sentida entonación, conocimiento del carácter, posturas, por último, elegantes y vehementes... En fin, cuanto de su conocido talento se esperaba y acaso algo más. Perdónenos este actor si el tributo que hemos creído deber pagar a la señora Rodríguez, por la circunstancia de ser ésta su primera salida de este año cómico, ocupando harto lugar en nuestro artículo, no nos permite detenernos más en la parte que justamente le corresponde de elogios y de alabanzas.

Revista Española, n.º 47, 16 de abril de 1833.