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- XXV -

Vivía la señora de Pinto en una de las mejores calles que cortan perpendicularmente la calle de la Universidad: en la parte menos bulliciosa de las dos en que la ciudad está dividida por el Sena. La casa de la dama brasileña era nueva y tenía hermoso aspecto. La señora de Pinto habitaba en un piso principal, cómodo y espacioso.

Ella tenía buen gusto y había amueblado su estancia, valiéndose de los mejores tapiceros, con muebles elegantes y hasta lujosos, pero sin relumbrón alguno. Nadie hubiera podido criticar sus salones por lo chillón y lo dorado de los adornos, pero hubiera habido en ellos algo de trivial y sin carácter propio, si la mencionada dama, o por reflexión o por instinto, no hubiera acudido a ponerles un sello de originalidad peregrina, un tinte marcado de distinción semi-aristocrática, semi-americana. Había en la antesala tapices y reposteros, donde se veían bordados los complicadísimos escudos de la gloriosa e histórica familia de los Pintos; y en el centro, frente a la puerta de entrada, resplandecía, en gran cuadro al óleo, al parecer antiguo, la reverenda imagen de Fernán-Méndez, tan célebre   -119-   por sus estupendas peregrinaciones, y uno de los más brillantes antepasados de que aquella familia se jactaba. Y como si fueran reliquias de los mil curiosos objetos que Fernán-Méndez Pinto hubo sin duda de traer cuando volvió a Europa, se admiraban en aquella antesala broqueles, armaduras, lanzas y sables chinos, japoneses e indostaníes, combinado todo en las panoplias con flechas y cuchillos de pedernal de los tupinambas, de los tupíes y de otras tribus guerreras del imperio brasílico. En dos salas contiguas apenas había nada de exótico, pero sí muchos primorcitos y antiguallas de porcelana, bronce y plata, estatuetas, esmaltes y vasos colocados en rinconeras, anaqueles y repisas, o ya sobre los mismos muebles, ya custodiados en vitrinas de prolija talla y gracioso dibujo. El salón de baile era de la más sencilla elegancia, estilo Luis XVI; sin más adornos que grandes espejos. Los marcos y demás ornamentación, aljabas, palomitas, lazos y flores, todo de madera charolada o más bien esmaltada de blanco con filetes azules. En los ricos aparadores del comedor y en sus armarios de roble esculpido, había mucha plata labrada, y en las paredes se veía suspendida multitud de platos de diversas épocas y procedencias, muestras escogidas del arte cerámica.

La señora de Pinto, por último, había echado el resto en su boudoir y marcádole más hondamente con el sello de su originalidad brasileña. Allí, sobre un fondo de muebles cómodos y bonitos, de lo más perfecto y refinado que en París   -120-   se construye, había en urnas de cristal lindos pajaritos disecados, mariposas e insectos de vivísimos colores; pájaros vivos en doradas jaulas, y lozanas plantas de entre trópicos criadas en invernáculo con atinado esmero.

Todas estas preciosidades y otras muchas que aquí no se ponen para que no parezca inventario este escrito, no evitaban que los maldicientes, los descontentadizos y los muy preciados de pertenecer a la flor y nata de la high-life o de la smart-set, calificasen de interlopes y de rastaquouères, tanto la escena que acabamos de presentar, como las personas que en ella aparecían.

Contribuían no poco a que se formase este mal juicio las dos señoritas de la casa, cuyo prurito de señalarse entre las demás mujeres y de llamar la atención era harto extremado. No se contentaban con ser elegantes y con andar bien vestidas como las mujeres parisienses, sino que gustaban de añadir a las galas europeas, rasgos y perfiles del remoto país en que habían nacido y de otras apartadas regiones.

La noche de la tertulia a que asistió por primera vez el Vizconde de Goivoformoso, la mayor de las señoritas de Pinto, que se llamaba Julia, tenía un collar de brillantes coleópteros, cuyos élitros, heridos por la luz de lámparas y bujías, lanzaban deslumbradores y tornasolados reflejos; y la segunda, que se llamaba Flora, llevaba zarcillos y collar de uñas de tigre, muy lustrosas y acicaladas, engarzadas en oro. Atado además de sutilísima cadenilla, pendiente de un   -121-   brazalete, llevaba esta señorita, para colmo de distinción caprichosa y rara, un magnífico escarabajo vivo, que se le paseaba por el brazo, el talle y la desnuda garganta y cuyo refulgente color verde oscuro le hacía parecer animada esmeralda.

La mamá nada tenía de extraño en su tocado y vestido. En sus modales, si por algo pecaba, era por sobra de naturalidad y franqueza. La señora de Pinto, con relación a los remilgos afectados y a las ceremonias de París, era por demás llanota y campechana. Como ya frisaba en sesenta años, aunque se conservaba muy bien, no tenía para qué reportarse, ni se reportaba y refrenaba en sus manifestaciones de cariño; de modo que recibió al Vizconde materialmente con los brazos abiertos. Sus salones estaban ya llenos de gente, pero no impidió esto que el Vizconde fuese por ella abrazado y casi besado. Ella decía que era como una hermana que, después de largos años de ausencia, vuelve a ver a su hermano; pero él entendía que la suposición hubiera estado mejor hecha figurando ella como madre y él como hijo. La verdad era, que si bien el Vizconde tenía más de cincuenta años, estaba tan bien, que parecía un muchacho, un buen mozo, atildado, gallardo y fino.




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- XXVI -

Creyendo la señora de Pinto cumplir con un deber y deseosa además de presentar al Vizconde   -122-   a los más notables personajes de su tertulia, se apoyo en su brazo y recorrió con él los salones. La concurrencia era verdaderamente cosmopolita, y, al parecer, de lo más selecto y encopetado. Verdad es que la señora de Pinto no nombraba sino a las personas que más notables le parecían, y sólo a las archinotables presentaba al Vizconde. Había allí cuatro príncipes rusos y dos o tres griegos, varios marqueses italianos, un miembro del Parlamento inglés, un célebre poeta rumano, algunos señores polacos y seis o siete condes de Alemania y de Austria, todos hof-fähig, o dígase capaces de asistir en la corte, con dieciséis cuarteles cabales, y sin el menor menoscabo ni deterioro en ninguno de ellos. Las esposas, hijas o hermanas de todo aquel señorío masculino daban a los salones gracia, hermosura y lucimiento.

Había allí también literatos franceses, aunque de quinto o sexto orden, o de aquellos cuya celebridad y gloria estaban aún en ciernes o en capullo, sin acabar de florecer y de abrirse a la clara luz del día; periodistas de varios partidos y media docena de banqueros o aprendices de banqueros, unos israelitas y otros católicos.

No se habla aquí de los españoles, portugueses y americanos, porque estos eran muchos y formaban la gran mayoría de tan híbrida asamblea.

Entre los varios sujetos a quienes la señora de Pinto presentó al Vizconde, ninguno llamó más su atención, atrajo más su curiosidad ni le   -123-   inspiró mayor simpatía que un caballero gascón, llamado el Barón de Castel-Bourdac. Sin ver en ello el menor rasgo de caricatura, y sin poner ironía en el tono o en el giro de la frase, podíase afirmar de este Barón, tanto a primera vista, como después de hablarle y tratarle, que en su porte, en sus modales, en su conversación y en su traza, era todo un gentil hombre: un caballero muy distinguido. Algo había en él de ridículo, pero estaba tan hondo y bien disimulado, que era menester penetrar mucho para que se descubriese. Tenía él cerca de setenta años, pero no estaba ni muy grueso ni muy flaco, era ágil y esbelto, no se pintaba la cara ni se teñía la barba ni el pelo, cuya limpia blancura despedía resplandor argentino. Su traje, sin nada que se contrapusiese a la ancianidad de la persona, era sencillo y elegante. Nada de dijes. Sólo botoncillos de nácar cerraban la bien planchada pechera. El lazo de la corbata blanca estaba improvisado sin artificio. El chaleco era negro.

Pasaba el Barón por persona de conversación amenísima. Sus chistes eran repentinos, frescos y no recalentados ni preparados en casa. Todo el mundo sabía que era pobre, y él distaba infinito de ocultarlo, aunque nunca se lamentaba de su pobreza. No adulaba a nadie, pero no hablaba mal de nadie tampoco. Estaba lleno de ingénita benignidad y de natural indulgencia. Era gracioso y hacía reír con sus ocurrencias, sin poderlo remediar: de la manera más espontánea, sin chocarrerías ni bufonadas, y sin que ni remotamente   -124-   se descubriera en él el propósito de ganarse por aquel mérito las voluntades y de adquirir reputación y valimiento.

Lo más censurable que en él había, estaba fundado en el consorcio estrecho, en la combinación fecunda de su imaginación y de su memoria. Se diría que recordaba cuanto inventaba y que inventaba cuanto recordaba. Siempre que contaba algo, lo soñado y lo vivido eran como si fuesen idénticos, apareciendo él de resultas, no embustero, sino poeta. Pero en sus cuentos, ora fuesen ficción, ora historia verdadera, nada había nunca en perjuicio del prójimo, y a veces había mucho de verdad, aunque exagerada y bordada. Las telas de su cerebro eran como mapa confuso, donde estaban muy borrosos los límites entre lo real y lo ideal, lo fantástico y lo positivo.

De todos modos, era innegable y notorio que el Barón había poseído bastantes bienes de fortuna que en su mocedad había disipado; que hacía treinta o cuarenta años había figurado como joven muy gallardo e interesante, conquistador de no pocos corazones femeninos, y que por su nacimiento y familia bien se podía jactar de ser muy ilustre. Él ponderaba y encarecía sus perdidas riquezas, sus antiguas conquistas, lo glorioso de su cuna y su clarísima prosapia. Sin duda, él elevaba todo esto a la cuarta o a la quinta potencia, pero tenía por raíz exacta la verdad, y nadie lo desconocía.

Puestos ya en comunicación el Barón y el Vizconde, la señora de Pinto dijo a éste:

  -125-  

-Ahora voy a dar a usted una muy agradable sorpresa; voy a llevarle a la presencia de la que por su beldad, discreción y elegancia, es reina de estos salones y lo sería de cualesquiera otros en que se hallase.

-¿Y por qué ha de ser eso una sorpresa? -preguntó el Vizconde.

-Es una sorpresa -replicó la señora de Pinto-, porque la dama de que hablo es una antigua, íntima y constante amiga de usted, a quien tiene usted muy olvidada.

Y sin más explicaciones, llevó al Vizconde al boudoir, donde no habían entrado aún.

Cercada allí de seis o siete caballeros y en muy animada conversación, había una dama, en cuyo traje y adornos nada se notaba de llamativo ni de extraordinario, pero en quien todo sujeto inteligente y perito en cosas del gran mundo hubiera notado en seguida valer superior a cuanto en torno tenía. Hubiera podido imaginarse que era un ser de más fina y noble naturaleza, como caído de las nubes, en medio de aquella sociedad de distinción más aparente que real.

La dama llevaba un traje de seda negra. En su blanca garganta lucía un magnífico collar de gruesas y redondas perlas. Y perlas adornaban también sus negrísimos cabellos. Su edad, nadie hubiera acertado a determinarla. Parecía no tener edad, como las diosas o como las inmortales obras del arte. En sus expresivos y negros ojos ardía la llama de perdurable primavera y en sus mejillas tersas, sin el menor afeite, florecían las rosas   -126-   de juventud sana, inmarcesible y sin término. Grande era la serena majestad que se notaba en sus movimientos y en los gestos y expresión de su cara, aunque hablaba y reía con la mayor animación, naturalidad y desenfado, no dejando traslucir, ni por un leve instante, el afán de excitar la admiración y de obtener el encomio. Ella parecía como olvidada de sí misma, deleitándose en hablar sin oírse y sin pensar en el efecto que su figura corporal, su voz y su palabra producirían.

Inmenso fue el asombro del Vizconde cuando reconoció en aquella dama a su excelente amiga Rafaela la generosa, bellísima como en el Retiro de Camoens, elegantísima y no menos bella que en Río de Janeiro, pero perfeccionada, refinada y elevada a un grado supremo de cultura, gracias a los muchos años que en la sabia escuela de París había cursado. Si vale y cabe la comparación, Rafaela se asemejaba, en lo vivo y en lo natural, a la obra maestra de un arte exquisito que con el tiempo gana y se mejora: a pasmosa e inspirada pintura, a la que presta suavidad apacible y aterciopelado realce la pátina del tiempo.

No bien la Sra. de Pinto presentó o mejor diremos representó al Vizconde a la Sra. de Figueredo, ésta le recibió con efusión vivísima y con la alegría franca y cordial de quien vuelve a ver, después de cerca de veinte años de ausencia, a un bueno y cariñoso amigo.

No tuvo, sin embargo, Rafaela, a quien pronto dejaron sola con el Vizconde los que antes la   -127-   rodeaban, ni una sola palabra de queja por el olvido y por la indiferencia que al parecer él había tenido para con ella.

Rafaela pasó con rapidez deslizándose sobre toda la serie de años que ella y el Vizconde habían estado sin verse.

Habló con él como habló Fray Luis de León con sus discípulos después de salir de la cárcel. Rafaela dijo también: decíamos ayer; esto es, habló con el Vizconde como si reanudase con él la conversación de la víspera. Si algo se aludió al tiempo pasado, fue para afirmar él, con admiración y con insistencia, que ese tiempo no había pasado por ella sino para mejorarla, o que al menos, durante todo ese tiempo, ella había estado como las encantadas princesas de los cuentos de hadas, sin que el tiempo, al pasar, las toque con sus alas, ni las ofenda, ni las huelle. El tiempo las deja en el mismo ser que tienen, ya que al empezar el encantamiento y al ponerse en ellas no les preste algo de sobrenatural y divino. Con la obligada y casi indispensable modestia, que en ocasiones tales se usa, Rafaela trató de probar que había envejecido; pero al cabo, tal vez porque no lo creía, o tal vez para evitar enojosas discusiones, convino en que estaba tan bien o mejor que nunca. Después, ella y el Vizconde charlaron muy largo rato y ambos volvieron a sentirse tan amigos como veinte años antes en Río de Janeiro, y como cerca de treinta años antes en Lisboa.



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- XXVII -

Muy lisonjeado estaba el Vizconde al notar el contento y la satisfacción que al volver a verle y al hablar con él sentía la señora de Figueredo; pero el Vizconde no era presumido ni fatuo, sino razonable y juicioso. Como todos los que lo son, receló que, si abusaba de la ventaja de reanudar aquellas relaciones amistosas después de tanto tiempo, prolongando mucho el coloquio, no era difícil que en el alma de Rafaela se desbaratase o se disipase el hechizo de la novedad y que el gusto se convirtiese en enfado. Quien tiene en rico vaso un licor exquisito, no le apura de un sorbo, sino que le contempla, le paladea y poco a poco le va bebiendo. En suma, el Vizconde no quiso apurar hasta las heces el deleite de hablar aquella noche con Rafaela, exponiéndose a cansarla y a hartarla con la mera conversación, aburriendo, marchitando y hasta secando, en el alma de ella, el deseo que tal vez pudiera nacer de que la conversación dejase de ser término y llegase a ser medio y camino para mayores y más dulces intimidades. Rafaela, en verdad, hacía involuntariamente que las deseara el Vizconde, porque estaba más guapa y más interesante que nunca.

Hechas en lo interior de su espíritu todas estas consideraciones y forjando mil propósitos vagos, el Vizconde, después de preguntar a Rafaela las señas de su casa, insinuó la pretensión de no   -129-   ir sólo a dejarle tarjeta, sino de hallar a Rafaela y de ser recibido.

Rafaela le contestó que ella vivía más desordenadamente que nunca; que para recibir a sus amigos no había fijado ni día ni hora; pero que a él, por excepción, le recibiría cuando a ella le fuese posible y él fuese a verla.

Todo esto, por virtud de un arte o de un instinto que suelen tener las mujeres, quedó indeciso y como flotando en el aire, sin que el Vizconde, que no quería tampoco tocar por lo insistente en pesado, lograse conseguir una cita, sin calificarla de cita: una cita implícita, disimulada y vergonzante, que era lo que él ansiaba.

Algo le contuvo también cierta ligera sonrisa burlona, que imaginó dos o tres veces ver pasar como un relámpago sobre el rostro de Rafaela, la cual harto bien sabía él que nunca había gustado de disimulos y rodeos, sino de prometer, conceder o negar, por estilo franco, sin el menor rebozo en la promesa. El Vizconde, además, no osaba pedir nada y nada pedía. ¿Con qué título, con qué motivo, había de pedir algo? ¿Era afecto renaciente, era liviano capricho, qué era lo que en aquel momento agitaba su corazón? Él mismo lo ignoraba. Sólo notaba, en el fondo de su alma, repentinos anhelos de deleite y una resucitada admiración, más vehemente que nunca, hacia aquella extraña mujer que sobre la lozana y alegre condición natural de la moza de Lisboa y sobre la graciosa pomposidad de la señora hacendada de entretrópicos, había logrado poner   -130-   todos los perfiles, realces y filigranas de la parisiense más curtida y docta en el arte de los amores. El Vizconde, al menos, imaginaba todo esto, aunque nosotros no podamos asegurar que era real y exacto lo que imaginaba. Lo cierto es, que, en aquella noche, habló de todo con Rafaela: de teatros, de música, de libros recién publicados, de política y hasta de filosofía, pero no se atrevió o no halló ocasión oportuna para decirle, de sopetón y muy por lo serio, que de nuevo la amaba. Se limitó, pues, a echarle piropos, si bien con sobriedad, por miedo de hacerla reír, o lo que es peor, de fastidiarla. Así llegó la hora en que Rafaela tenía costumbre de retirarse. El Barón de Castell-Bourdac, su reconocido cavaliere servente, vino en su busca, le dio el brazo, y se fue con ella, sin duda en el mismo coche, acompañándola hasta su casa, antes de retirarse a la suya.




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- XXVIII -

Al día siguiente el Vizconde fue a visitar a Rafaela, que vivía en el primer piso de una magnífica casa, no lejos del Arco de la Estrella, en calle y barrio nuevos y elegantes. Rafaela no estaba en casa o no recibía. El Vizconde volvió casi de diario, pero siempre en balde.

Así transcurrió, no sin grande impaciencia del Vizconde, una semana entera, y llegó otro viernes, día en que la señora de Pinto tenía su tertulia.

El Vizconde acudió tan temprano, que sólo encontró a la señora y señoritas de la casa y a tres   -131-   o cuatro amigos íntimos que habían estado a comer con ellas. Tuvo, pues, ocasión de ir pasando revista, según entraban, a todas las personas que fueron a la tertulia aquella noche.

Rafaela no aparecía y el Vizconde casi había perdido la esperanza de que apareciese, cuando al fin la anunció en voz alta un criado, diciendo desde la antesala:

-La señora de Figueredo y el Barón de Castell-Bourdac.

Se diría que el Barón era el indispensable complemento de Rafaela.

El Vizconde la saludó al entrar y cruzó con ella algunas palabras; pero acertó a contenerse durante más de una hora, para que ella se cansase de charlar con sus admiradores y amigos y de recibir adoraciones, y espió la ocasión propicia en que ella estaba menos rodeada, a fin de osear fácilmente a los interlocutores enojosos y poder hablar con ella sin que nadie interviniese en la conversación ni le molestase.

Harto difícil era esto, pero al cabo lo consiguió. Creyó notar además, con íntima alegría, que para conseguirlo, si el amor propio no le alucinaba, Rafaela había puesto mucho de su parte, haciendo que desmayase la conversación, no dando cuerda a los que hablaban con ella y disimulando poco su fastidio.

En suma, el Vizconde pudo hablar con Rafaela en medio de aquel bullicio, como si estuviesen ambos a solas.

Aunque pequemos de entrometidos, acerquémonos   -132-   al sofá del boudoir en que ambos están sentados y oigamos algo de lo que dicen. Sin duda habían hablado ya de muchas cosas, cuando Rafaela prosiguió diciendo:

-Ahora soy independiente y libre como el aire. Alguna compensación ha de tener lo melancólico de mi aislamiento. Ni el deber, ni la gratitud, ni el amor me enlazan hoy, por manera singular, fuerte y exclusiva, con ningún ser humano. Esta paz y este sosiego de que gozo fomentan mi egoísmo, y cada día se acrecienta más mi temor de perder ese sosiego y esa paz que me son tan gratos y tan caros en medio de la agitación y del tumulto de esta ciudad populosa. ¿Por qué pretende usted privarme de mi tranquilidad y despertar mi corazón que se reposa y está como dormido? Desecharé la modestia y convendré con usted en que el tiempo no ha hecho estragos en mi ser corporal.

-Está usted más hermosa, más interesante, más lozana que nunca, -interrumpió el Vizconde.

-Sea así, -replicó ella-. Muy lisonjeada me siento de que usted lo crea y muy inclinada a creer y muy satisfecha de creer que usted no se engaña; pero si el cuerpo permanece como si hubiera vivido encantado o como si no hubiera vivido, el alma mía ha envejecido de una manera horrible. Se me figura que mi alma vive, piensa, padece y ama desde hace miles de años. Mi alma está fatigadísima. Déjela usted que se repose. No me la inquiete. Seamos buenos amigos, mejores amigos que nunca; pero nada más.

  -133-  

-Hoy menos que nunca puedo yo resignarme a no ser más que buen amigo de usted. Esa necesidad de reposo que usted me dice que siente me parece fingida. Cuando el cuerpo, que es mortal, está brioso y floreciente ¿cómo quiere usted que crea yo que el alma está fatigada? A veces sospecho que tiene usted otros amores. Comprendo entonces que usted no me ame; pero si no tiene usted otros amores, ámeme a mí y sean estos los últimos amores de usted y míos. Busca usted el reposo, pero el reposo no se halla en la negación del amor. El reposo y la dicha no están en que el alma ame sin objeto, o en que combata para vencer un amor naciente, o en que muerto en ella el amor de todo lo visible y asequible, se forje para satisfacción de su amor siempre vivo un objeto ideal, que jamás se realiza en la tierra. Mi alma también se siente como la de usted triste y fatigada; mas por eso mismo, y conociendo que la soledad no disiparía su tristeza ni aliviaría su fatiga, quiere el dulce apoyo de una compañera, no para lanzarse con ella en busca de violentas emociones, sino para hallar en ella la paz que le falta y el bien y el regalo que sólo pueden calmar la sed que siente de inefables venturas.

-Muy sutil y poético está usted esta noche -dijo Rafaela sonriendo-. Y lo peor es que está usted muy razonador y dialéctico; y vamos, empiezo a tener miedo de que usted me convenza. Para huir del peligro me decido a poner término a este coloquio. Déme usted el brazo.

  -134-  

Rafaela se levantó del sofá, tomó el brazo del Vizconde, recorrió las salas y fue saludando y hablando a multitud de personas.

El Vizconde, a pesar de tantos saludos y conversaciones diversas, no dejaba de insistir en su pretensión. De vez en cuando, en los intermedios, esto es, siempre que Rafaela dejaba de hablar a una persona para ir a hablar con otra, el Vizconde, con palabras rápidas, dichas casi al oído de ella, le rogaba que le amase. Ella parecía no oír o no entender y no le daba respuesta.

Llegó por último la hora de partir, sin que Rafaela cediese, sin que al menos diese esperanza.

Vio Rafaela al Barón de Castell-Bourdac y le encargó que fuese a buscar su abrigo. Se despidió luego de la Sra. de Pinto, y, siempre del brazo del Vizconde, se dirigió a la antesala.

Aquella noche había en la tertulia mucha gente, y el Barón tardó bastante en volver con el abrigo, a pesar de lo habilidoso que era para tales menesteres. Las súplicas del Vizconde fueron entonces más fervorosas y reiteradas. Rafaela se quedó un momento pensativa y como vacilante. Al fin dijo al Vizconde en voz muy baja:

-Sea; usted lo quiere y el diablo lo quiere también.

-¿Y cuándo? -dijo con ansia el Vizconde.

-Dentro de doce días, el 20 de este mes -contestó ella-, hasta entonces ni nos hablaremos ni nos veremos.

-¿Y por qué tan largo plazo? -exclamó él.

-Porque quiero -dijo ella- imitar con usted   -135-   lo que hizo Ninon de Lenclos con el abate Gedoyn.

-¿Y qué hizo Ninon con el abate?

-Aguardó para hacerle dichoso y le hizo dichoso el día de su cumpleaños. Trazas tiene de fábula, pero afirman las historias que Ninon cumplió ochenta aquel día. Mucho disto yo de ser tan anciana, pero el 20 de este mes cumpliré los cincuenta. Quiero que al terminar el primer medio siglo de mi vida, la cual no sé si tema o espere yo que dure todo un siglo, empiecen mis más serios, constantes y últimos amores. No me engañe usted, Vizconde; ¿quiere usted como yo que estos últimos amores nuestros sean serios y constantes?

-No me basta con desear que sean para toda la vida; quiero que sean inmortales.

-Pues a fin de entrar solemnemente, y como en nueva era, en la inmortalidad de esos amores, vaya usted a mi casa el 20, a las cinco de la tarde. Estaré sola.

En esto volvía ya el Barón de Castell-Bourdac, muy diligente y apresurado, con el abrigo de Rafaela. Trató de disculpar su tardanza, puso el abrigo a la dama, le dio el brazo, bajó con ella la escalera y sin duda la acompañó en coche a su casa.

El Vizconde apenas se dignó reparar en esta intimidad de Rafaela y del Barón, a quien había calificado de tan simpático como inofensivo.

Refrenando con dificultad su impaciencia, el Vizconde sintió pasar los días con lentitud hasta que llegó el 20 al cabo.

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Aún no habían dado las diez de la mañana, cuando le trajeron un grueso pliego cerrado y sellado. Rompió el sobre y halló dentro un precioso librito, encuadernado con buen gusto y esmero en cuero de Rusia, al cual estaban asidos tres No me olvides y un trébol de cuatro hojas, en oro esmaltado. Un broche de oro, esmaltado también, cerraba el librito. Separadamente había un papel, donde el Vizconde leyó estas palabras:

-Antes de que vengas a verme y antes de que tu alma llegue a unirse en estrecho lazo con la mía, quiero que la conozcas bien y que penetres en los abismos que en ella hay.

Hasta el día en que te fuiste de Río, nadie mejor que tú conoce mi vida. Después han sobrevenido en ella sucesos que profundamente la modifican. Ni para confiarlos, ni para decir las penas y los sentimientos que estos sucesos han causado en mi alma, he encontrado un amigo a propósito hasta que hará cerca de veinte días te encontré en casa de la señora de Pinto. Mi alegría fue grande al verte de nuevo. No pensé aún en que por amor iba a volver a ser tuya, pero pensé en nuestra antigua amistad y me propuse renovarla, estrecharla y hacerla ya más constante y sin interrupciones. Pensé también confiarme en ti y desahogar mi corazón diciéndote todos mis disgustos y mis dolores todos. Con este intento, sin orden, según las ideas y los recuerdos acudían a mi mente, me puse a escribirlos con precipitación en el libro que te remito adjunto. Escritos están ya, léelos y queda así apercibido   -137-   para que no te sorprenda lo más extraordinario ni lo más raro.

Lleno el Vizconde de curiosa ansiedad, después de leer esta advertencia, abrió el libro, le leyó y vio que decía de esta suerte:

  -[138]-     -139-  

Confidencias

Mucho de lo que voy a escribir ha de parecerte singular y raro, pero apenas hay en ello otra rareza que la sinceridad con que yo lo digo. Como poseedora de un maravilloso instrumento óptico, escudriñaré cuanto se oculta en los más hondos senos de mi alma y te lo contaré todo. Lo contaré en resumen para no cansarte ni cansarme.

No quiero ponderar aquí la devoción, la dulzura y el incesante desvelo con que cuidé de mi D. Joaquín durante su larga enfermedad hasta el día de su muerte. Piadosamente cerré sus ojos, y no por carencia de dolor, sino por vigor y constancia de ánimo, quise y pude amortajarle.

Te aseguro que lamenté y lloré mi viudez con no menor abundancia de lágrimas que las que vertería la más fiel y enamorada de las esposas a quien se le muriese, en la flor de la juventud, su idolatrado y gentil marido. No se afligió más que yo Artemisa con la muerte de Mausolo, ni Victoria Colonna con la del Marqués de Pescara, ni la propia Venus con la de Adonis. Y esto se explica muy bien. Las mencionadas señoras perdían   -140-   algo de muy querido, perdían su encanto, sus delicias, pero, al cabo, no perdían nada que fuese como el propio ser de ellas mismas. Yo sí que le perdía, porque mi D. Joaquín, tal como le había yo transformado y mejorado, era primorosa producción y criatura de mi ingenio. Para afligirse como yo hubiera sido menester que, con los respectivos amados, perdiesen la Colonna sus canciones y sonetos, Artemisa su famoso y monumental sepulcro, y Venus el cinto donde están en germen sus virtudes y milagros.

El espíritu no es extenso, y por consiguiente no tiene lados, pero yo me le represento con lados para comprenderle mejor. Así es, que, cuando miraba yo mi espíritu por el lado de mi profundo dolor de viuda, veía lúgubre y tristísima noche; pero, al mismo tiempo, por el lado contrario, empezaba a clarear, como cuando por el Oriente nace el alba, y hasta pensaba oír yo el leve susurro del viento matutino y allá más lejos el melodioso canto de los pájaros. Será contradictorio, pero nada más natural que las contradicciones. Había dado yo cima al cumplimiento de un penoso deber y podía reposarme: había acabado la obligación que contraje y había acabado también, aunque dorada y fácil, la servidumbre en que yo había vivido. Me sentía de nuevo en plena libertad y esto me alegraba. El susurro del viento, el canto melodioso de los pájaros y la luz de la aurora, eran la vida del porvenir que venía a consolarme, a desvanecer mi tristeza y a convidarme a nuevos goces.

  -141-  

Yo me hallaba, además, satisfecha y hasta engreída de mi conducta, lo cual basta y sobra para aliviar y calmar todo dolor por grande que sea. Pude lícita y honradamente ser millonaria y no quise. Con pasmosa generosidad repartí entre parientes, amigos y paisanos los cuantiosos bienes de mi marido. Sólo guardé para mí, relativamente, una pequeñísima parte: menos, mucho menos de lo ganado durante la sociedad conyugal: mucho menos de lo que por derecho me pertenecía. Mi estupenda generosidad tenía pasmados a todos los brasileños. No había quien no me celebrase y aplaudiese. Buena ocasión me pareció esta para responder al aplauso con un finísimo saludo de despedida y buscar otros horizontes, otras escenas y otras gentes, según correspondía a la vida nueva que iba a empezar para mí.

En efecto, no bien embarqué en Río, levó anclas el barco de vapor y empezó a andar, dejando un surco de espuma, si por una parte la vista de la ciudad y de la fértil y risueña costa que iba desvaneciéndose, y el recuerdo de las personas queridas, hicieron brotar de mis ojos algunas lágrimas, por otra parte sentí que se me ensanchaba el pecho, que surgía para mí como una nueva juventud, y hasta imaginé que el fresco vientecillo que corría, húmedo y salado, agitaba mis recuerdos tristes, como si fuesen las hojas secas de un árbol, y los arrojaba en el surco que la nave iba formando, a fin de que en el árbol, libre de aquel peso enojoso, brotasen con premura nuevas hojas y nuevas flores.

  -142-  

En resolución (¿y para qué te lo he de negar?), antes de salir de la bahía de Río de Janeiro me sentí y me reconocí yo, en el centro de mi ser, como la viuda más sentimental y llorosa, y más regocijada y alegre al mismo tiempo, que sin dificultad puede concebirse, pero que con gran dificultad suele confesarse.

La navegación, que duró dieciocho días, no pudo ser más próspera. Nos detuvimos y desembarcamos en Bahía de Todos los Santos, antigua capital del Imperio, y en la hermosa ciudad de Pernambuco. Al abandonar luego las costas de América, tal vez para siempre, sentí nueva aunque dulce melancolía. Era al ponerse el sol entre nubes de carmín y de oro. El cielo despejado parecía sobre nuestras cabezas y todo alrededor bóveda de zafiro limpio y claro. Y la risueña costa iba alejándose, esfumándose en el aire, y, por último, sepultando sus cocoteros, sus palmas y toda la pomposa lozanía de sus ricos campos y de su perenne verdura en áureo piélago de líquidos rubíes, que tal era el aspecto del mar al sepultarse también el sol en el ocaso.

Durante ocho días no vimos después sino mar y cielo. En mal sitio aportamos al antiguo mundo. Aportamos a la fea y desolada isla de San Vicente de Cabo Verde. Fuimos luego a Tenerife y, como quien saluda a su patria después de larga ausencia, saludé desde lejos el majestuoso pico de Teide. En Tenerife no pudimos desembarcar por precaución sanitaria. Ni desembarcamos tampoco, aunque nos detuvimos en Funchal   -143-   un día entero. Cuando de allí nos alejamos, toda la hermosa isla de Madera, con su montaña cubierta hasta la cima de pomposos árboles, me parecía rico y gracioso canastillo de flores, que los Genios del mar sacaban al aire claro, al más diáfano ambiente, desde el fresco seno de las azules ondas.

En fin, para que no te rías y para que no pienses que pretendo lucir mi estilo poético, te diré que llegué a Lisboa.

Durante la navegación, sin embargo, tuve una aventura harto notable. Y como este escrito tiene trazas de confesión general, no me parece bien que se quede en el tintero, y voy a contártelo aquí aunque me exponga a tu reprobación y a tu censura.

Venían muchos pasajeros a bordo, pero tan vulgares todos que no merecen que yo te los describa aquí, ni aunque quisiera podría describirlos porque los he olvidado por completo. Sólo había uno que excitó mi curiosidad y me inspiró interés y simpatía. Extraño personaje de los que no se usan ni se ven con frecuencia en el mundo. Aunque iba aseado y vestido a la europea, yo me lo representé, no bien supe su nombre y su origen, como si fuera el propio Adán que acababa de ser echado por segunda vez del Paraíso. Y no era quien le echaba un querubín con espada de fuego, sino su tío el doctor López.

Para no tenerte más largo tiempo suspenso te diré sin más preámbulos que el tal personaje se llamaba Pepito Domínguez, joven paraguayo,   -144-   que acababa de cumplir dieciocho abriles, y a quien el mencionado doctor, Presidente de la República, enviaba de Secretario de la Legación ubicua que ya tenía en todas las capitales de Europa y de la que su hijo, el segundo doctor López, era jefe.

Sabido es que, imitando a su antecesor el doctor Francia, como éste había imitado a su vez a los padres jesuitas, el doctor López había tenido a toda la población del Paraguay separada del mundo y apartada del trato humano a fin de que conservase su dichosa y primitiva inocencia. Y llegó a tal punto el aislamiento, que se cuenta que un sabio francés, llamado Bonpland, que entró por allí a herborizar, fue detenido por fuerza y tuvo que residir en el Paraguay muchos años. En virtud de este modo de gobierno, dicen que los paraguayos fueron felices, y como su tierra es hermosa y fértil, imaginaron vivir en el paraíso, con celestial candor y envidiable ignorancia de las cosas terrenales. Poco a poco se fue relajando aquella clausura en que vivía toda la nación. El doctor López consintió en que fuesen a su capital varios Cónsules extranjeros. Y el más ladino de todos, que era el yankee, hizo allí papel semejante al de la serpiente en el primitivo Paraíso, induciendo a la mujer del doctor López, y por medio de ella al mismo doctor, a quebrantar la clausura y a ponerse al habla y en relación con el resto del humano linaje. Así lo decretó el doctor López, y de resultas y como corolario de su decreto, envió a su hijo   -145-   con cartas credenciales para todos los Soberanos de Europa, proponiéndose celebrar con ellos sendos tratados de paz, alianza, navegación y comercio. Y no contento el doctor López con esta novedad, resolvió a los seis meses enviar cerca de su hijo, para secretario de la Legación, a su ya nombrado sobrino Pepito Domínguez.

Acertado fue el nombramiento. Ni los más maldicientes hubieran podido calificarle de acto de nepotismo. El flamante secretario podría muy bien figurar en Europa como exquisita muestra de lo mejor que produce el cruzamiento de las razas. La sangre guaraní corría por sus venas mezclada con la sangre española. Y esta mezcla o combinación había tenido un resultado excelente. El mozo era por su traza un andalucito muy agraciado, si bien con un no sé qué de peregrino, que borraba de su fisonomía, de su ademán y de sus movimientos toda huella de vulgaridad, dándole distinción y atrayendo hacia él las miradas curiosas de cuantos sujetos gustan de lo que no se tiene a todo pasto ni se encuentra al revolver de una esquina.

Pepito Domínguez parecía, además, naturalmente listo: dotado de rápida y clara comprensión y muy expedito para todo. Las esperanzas del doctor López no eran infundadas. El Cónsul yankee le había hecho comprender o creer que, por culpa de aquella clausura y de aquella incomunicación en que los paraguayos habían vivido, todos ellos se habían quedado, salvo la moral y el dogma de Cristo, que conocían aunque de   -146-   un modo burdo, en inmenso atraso con relación a lo restante de la humanidad; y que todo cuanto esta había descubierto, inventado, experimentado, fabricado y averiguado durante ocho mil o nueve mil años, era para los paraguayos asunto desconocido, arcano tenebroso, libro de siete sellos. -Menester es ilustrarse, pensaba ya el doctor López: menester es alcanzar con rapidez la civilización de Europa; dar un brinco audaz y saltar de este solo brinco los nueve mil años que de la civilización nos separan. Y nadie más a propósito que Pepito Domínguez para tan arriesgada empresa. El muchacho es tan ágil que, en un santiamén, en menos que se persigna un cura loco, va a enterarse de cuanto ocurre por esos mundos, y va a aprender a escape y sin la menor fatiga todo lo substancial de lo que a fuerza de seculares cavilaciones han llegado nuestros prójimos a poner en claro.

Esto o algo por el estilo había pensado el doctor López, y con esta misión, a más de la misión diplomática, enviaba a Europa a Pepito Domínguez. Su inteligencia era, sin duda, tabla rasa, pero tabla bruñida, tersa y maravillosamente adecuada para que los conceptos se grabasen en ella con prontitud, se ordenasen allí sin confusión y distintamente y persistiesen luego como indelebles signos, sin borrarse ni alterarse nunca. La vanidad y el afecto de tío movían al doctor López a pensar así de su sobrino D. Pepito. Y lo que es él no tenía menos favorable opinión de sí propio; pero el candor y la ignorancia hacían amable y   -147-   chistoso su presumido atrevimiento. La petulancia infantil de D. Pepito era encantadora.

Yo, que hablé con él desde el primer día que ambos estuvimos juntos y nos vimos a bordo, hallaba en la susodicha petulancia irresistible hechizo.

De sobra conoces tú, mi querido Vizconde, la propensión didáctica que he tenido siempre. Aquel chico que tan confiada y valerosamente se proponía aprender y saber como por ensalmo, que aspiraba a poner la atrevida mano en el árbol de la ciencia, coger su fruto, que había tardado noventa siglos en madurar, estrujarle en la pujante prensa de su entendimiento, alambicar el zumo y bebérsele luego de un trago sin temor de embriaguez ni de trastorno, te confieso que me divirtió mucho y que despertó y estimuló en mí la antigua manía didáctica que siempre he tenido. ¿Porqué, me decía yo, no he de hacer con este muchacho el papel de Minerva o de Sabiduría personificada? ¿No podía yo darle a beber en mágico cáliz la sublimada quinta esencia de todo lo sabido hasta ahora?

Difícil de vencer era mi tentación. El mal disimulado asombro con que D. Pepito me miraba hacía mi tentación más fuerte. D. Pepito veía en mí el sobrenatural y más complicado producto de esa civilización de noventa siglos de que él quería apoderarse. Yo era para él como resumen y compendio de todas las ciencias, artes e industrias. Algo como enciclopedia viva. Entendió D. Pepito que si llegaba a entenderme y a saberme   -148-   a mí, todo lo entendería y lo sabría. Y persuadido de esto, él me lo explicaba a su manera, y yo me sentía muy lisonjeada cuando él me lo explicaba. Sus explicaciones eran por lo común en castellano, pero de vez en cuando se empeñaba él en dármelas en guaraní. Yo no comprendía palabra, y él, entonces, quería enseñarme su lengua, asegurándome que para tratar de no pocos asuntos y sobre todo para el amor era mil veces más expresiva y eficaz que el habla de Castilla. Para complacerle le solía yo pedir que me dijese algo en guaraní y hasta que me enseñase a contestarle. Él entonces me decía:

-Nde cuñá porá. Che-r-ayhub-i, esto es: tú eres mujer bonita. Ámame.

Adiestrada luego por él en la pronunciación, casi me obligaba a decir y yo decía riendo:

-Nde-hayhú, o sea: te amo.

Él en seguida se ponía contentísimo, me miraba con unos ojos muy dulces y con un mirar muy intenso y fijo, y aseguraba que toda su ventura se cifraba en ser mi o-hayhú-bae, o, como si dijéramos, mi amante. Con esto me reía yo mucho más: me reía como una loca: y, para excitarle más por la contradicción, añadía:

-Hijo mío, todo eso está muy bien: tus vocablos guaraníes son musicales y sonoros, pero yo no veo por dónde han de ser más expresivos ni más eficaces que los correspondientes vocablos castellanos.

D. Pepito entonces procuraba realzar y fortificar la eficacia de sus vocablos; y en su entusiasmo   -149-   filológico, sin maliciosa premeditación, apelaba a la mímica.

-Modérese usted, tenía yo que decirle, y advierta que con ese auxilio no hay idioma que no sea tan eficaz y expresivo como el guaraní. Con ese auxilio hasta sin hablar se expresa cualquiera con primor, claridad y eficacia. Lo malo está en que yo no acepto ese lenguaje auxiliar, y menos aún en esta ocasión y en este sitio.

Estábamos sentados sobre cubierta y rodeados de multitud de pasajeros. Anhelaba yo mostrarme severa y grave, pero apenas me lo consentía la risa que me retozaba en el cuerpo, porque D. Pepito ponía una cara cómicamente triste, y que por cierto no me parecía mal. En fin, yo vencía los estorbos que a mi severidad se oponían, me mostraba entonada y digna y conseguía que el joven se arredrase y estuviese respetuoso.

Reportado ya y muy compungido, suspiraba él y decía en guaraní:

-Che rací-hayhub-guasú.

-¿Qué significa ese a modo de gruñido que usted exhala? -le preguntaba yo.

Y él me contestaba con tono lastimero:

-Pues significa: estoy enfermo de amor grande. De la voluntad de usted depende que yo me muera o me cure.

Muy extremoso me parecía el dilema que don Pepito me ponía. Algo, no obstante, podía tener de cierto. Siempre fui compasiva y el tal dilema me atribulaba. Calamitoso hubiera sido que don Pepito se hubiera muerto en vez de volver al   -150-   Paraguay, al cabo de dos o tres años, con todo lo esencial de la civilización, puesto en cifra y bien estampado en el meollo.

Pasaban días, el barco iba adelantando, y, si no recuerdo mal, estábamos ya cerca de las Islas Canarias.

Bueno es que advierta yo aquí, para que mi erudición no te sorprenda, que mi prurito de enseñar ha estimulado mucho mi prurito de estudiar y de saber, desde que en el Retiro de Camoens nos conocimos y tratamos íntimamente. No te maraville, pues, que yo me muestre en algunas ocasiones algo erudita.

A D. Pepito, que quería enseñarme el guaraní ¿cómo no había yo en pago de enseñarle un poco de lo que sabía?

De aquí que, cuando él no me hablaba de su amor, y a menudo para distraerle e impedir que me hablase, solía yo darle lecciones y contarle historias. Estas, por antiguas y sabidas que fuesen, siempre eran nuevas para él. ¿Qué mayor deleite para mí que esta ignorancia suya, que prestaba a cuanto yo le decía el aliciente de lo inaudito y la magia de lo no sabido, ni siquiera soñado?

No puedes figurarte cuánto me complací yo refiriendo y cuánto se deleitó D. Pepito oyéndome referir, a vista de las Canarias, todo lo que aconteció a Rinaldo en los jardines de Armida y el regalo, la elegancia y el cariño con que en ellos le recibió y le agasajó aquella voluptuosa maga.

Con tales pláticas no es de maravillar que cada   -151-   día fuese yo cobrando más afición a D. Pepito.

Pero no fue esto lo más escabroso ni lo más ocasionado a deslices. Lo peor fue que allá en mis adentros discurrí yo de esta suerte, cuando íbamos llegando ya a la isla de Madera:

-Las historias que yo cuento y las doctrinas que expongo a D. Pepito son desatados fragmentos, hojas rotas arrancadas de un libro sin orden y sin método, carecen de conjunto, no tienen unidad, ni principio, ni fin, ni objeto. Al pobre muchacho, en vez de servirle de algo cuanto yo le digo, va a armarle en la cabeza una confusa maraña, un enredo, un caos inextricable. ¿No sería más natural y más conveniente ser su maestra por estilo sintético? Ariadna, que no poseía plano del Laberinto, no se empeñó en manifestar a Teseo sus reconditeces y revueltas, con lo cual le hubiera calentado el cerebro sin la menor ventaja, sino que le dio el hilo para que se guiase por él y saliese airoso de aquella aventura, diciéndole probablemente: Dios te la depare buena. Y yo he leído, no recuerdo bien en qué libro tan docto como ameno, que el joven Anacarsis, el cual era escita, o como si dijéramos un paraguayo de las edades clásicas, cuando quiso iniciarse en los misterios de Ceres eleusina, acudió a una sacerdotisa tan avisada como discreta, de las que dependían del hierofante principal, y esta sacerdotisa se guardó muy bien de perder su tiempo tratando de comunicarle punto por punto las ocultas doctrinas de los iniciados, sino sencillamente le abrió de par en par la puerta del camino   -152-   que iba al santuario y le dio la antorcha luminosa y ardiente que hasta él había de conducirle. Estas parábolas o símbolos se presentaban a mi mente y me tenían obsesa, vacilante, casi rendida.

Ya te he dicho que D. Pepito era guapo. Y por la mañana, cuando antes del almuerzo, estando yo sobre cubierta, le veía venir hacia mí, se me ocurría, ya que era el joven Teseo que acudía a pedirme el hilo, ya que era el joven Anacarsis que requería la antorcha para penetrar en las profundidades y descubrir los misterios.

La verdad sea dicha: mi alma anhelaba entonces prestarle la antorcha y darle el hilo.

Y este anhelo subía de punto al notar yo o al imaginar que notaba que D. Pepito estaba pálido y triste. Y yo me ponía triste también, pero no pálida, sino encendida como la grana, y sintiendo traidora compasión y suave quebranto. Llegaba él luego cerca de mí, se sentaba a mi lado, y aproximando su boca a mi oído, decía en voz bajita, dulce y suplicante:

-Che rací-hayhub-guasú, o sea estoy enfermo de amor grande.

Al cabo, me faltaron las fuerzas para defenderme. Cité a D. Pepito, en el obscuro silencio de la noche, y él vino a mí y yo le di el remedio que apetecía.

Aquello fue para él una revelación, antes ni en sueños presentida. El pasmo, el embeleso, la sorpresa inefable y beatífica que todo, todo, todo le causaba, inundaron mi alma de satisfacción y   -153-   de orgullo. Yo fui mil y mil veces más dichosa de su dicha que de la mía. Se me figuró que le abría con llave de oro las puertas del Edén; que amasaba yo entre mis manos el árbol de la ciencia y el árbol de la vida y sacaba de ambos un filtro poderoso, que, vertido sobre el corazón de aquel muchacho, le magnificaba y ensalzaba, y que vertido sobre su cabeza llenaba su mente de alegría y de una luz riquísima penetrando todos los arcanos.

Al siguiente día llegamos al puerto de Lisboa, término de mi viaje. D. Pepito continuó el suyo hasta Inglaterra. Gran ventura fue ésta para mí. No hubo tiempo para desengaño, cansancio ni hastío.

Dejé el barco de vapor y salté en tierra, como quien sale a escape del teatro, donde ha visto una féerie, un precioso baile de hadas, antes de que se disipe la ilusión escénica y no se vean sino los oropeles, la ruda maquinaria, los telones y bambalinas y los comparsas y figurantes untados de colorete, que la han promovido.

Entonces me afligió separarme de D. Pepito. Más tarde, he pensado a veces, ¿estuvo en la realidad toda aquella poesía o brotó de mi alma, exuberante a la sazón de represada y viciosa lozanía, y de ocios y ensueños de mi por largo tiempo no empleada ternura?

No lo supe ni lo sé. Me place seguir dudando. Y a fin de que no termine la duda, he procurado no informarme jamás ni saber el paradero del joven paraguayo, como si hubiera sido un ser peregrino   -154-   que estuvo algunos instantes en nuestro planeta, y en seguida se desvaneció para siempre.

***

Quise detenerme y me detuve en Lisboa, porque yo tenía saudades de Lisboa. Aunque tan otra de la que me fui, ansiaba ver a los antiguos amigos, y singularmente al que me proporcionó recursos para ir al Brasil y me dio las cartas de recomendación para Figueredo, que causaron el cambio de mi fortuna.

Los más de estos antiguos amigos se me mostraron muy amables. Con algunos estuve yo amabilísima.

Todo, no obstante, había variado con el transcurso del tiempo, a pesar de la lentitud y reposo con que en Portugal todo camina.

Los regocijados janotas que habían formado mi sociedad, se hallaban convertidos en personajes muy serios. Unos eran Pares, diputados otros, y no faltaban entre ellos altos funcionarios y hasta Ministros cesantes o militantes. Los más eran padres de familia, con señora encopetada y con prole.

Ni ellos ni yo queríamos, debíamos ni podíamos volver a la vida pasada, salvo el hacer resurgir del seno de lo que fue, y por evocación mágica, una fugaz apariencia que, no bien se dejaba columbrar, mostraba marchitas y ajadas las lindas galas que en el recuerdo había conservado. Se asemejaba a brillante mariposa custodiada   -155-   muchos años bajo un fanal, y que se deshace y convierte en ceniza, no bien se levanta el fanal y una ligera ráfaga de viento toca en ella y la mueve.

No podía yo tampoco, en Lisboa menos que en parte alguna, porque en Lisboa era muy conocida, intentar, sin peligro de desdenes y de sofiones, penetrar en lo que se llama la buena sociedad y hacer bien el papel de la señora viuda de Figueredo.

La melancolía se apoderó de mi espíritu. Para distraerla, siguiendo mis aficiones didácticas, me entretuve en hacer cerca de Madame Duval el papel de cicerone. Madame Duval seguía a mi servicio y jamás se había detenido en las orillas del Tajo. Yo gocé inocentemente en hacerle ver y admirar todas sus bellezas; las espléndidas vistas que desde la Patriarcal quemada se admiran; la plaza del Rocío y las anchas calles paralelas que después del terremoto hizo construir Pombal; el espléndido Terreiro do Pazo; la soberbia anchura con que frente de él se dilata el Tajo, como para recibir todas las escuadras del mundo; el risueño camino que va por su orilla derecha, llena de quintas, palacios y graciosos jardines, hasta la desembocadura, cerca de Pazo de Arcos; y sobre todo, el admirable templo de Belén, con sus esbeltos y aéreos pilares, exquisita muestra de la original arquitectura manuelina y digno monumento de la más noble hazaña de los portugueses, cuando, en edades para nosotros más dichosas, competimos en descubrir y recorrer el mundo   -156-   y en dilatar por mares y por tierras remotas o ignoradas la civilización de Europa y la fe de Cristo.

Mi papel de cicerone me agradaba y divertía. Hice, pues, algunas pequeñas excursiones con Madame Duval. La llevé a Cintra, a Colares, a Cascaes y a Mafra.

En Cintra, aun viniendo como veníamos del Brasil, nos extasiamos contemplando la fertilidad y hermosura de aquellas montañas, con sus bosques floridos de magnolias y de camelias. El castillo reedificado por el rey D. Fernando, o, mejor dicho, creado por él con estupenda inspiración artística, me pareció más encantador que nunca, y procuré, aunque lo conseguí sólo a medias, infundir en el alma de Madame Duval una admiración igual a la mía. Ella prefería a todo, recordándolos con entusiasmo, los jardines de Mabille y la Closerie des Lilas, donde había bailado el cancán en sus verdes años, muy por lo alto, y siendo a veces frenéticamente aplaudida.

Nunca pude fijar la cronología de estos triunfos de Madame Duval, y saber a punto fijo si los alcanzó de soltera, o ya de casada, mientras su marido combatía en Argel, o si le valieron como consuelo y desahogo después de viuda. En fin, Madame Duval gustó también de Cintra, aunque no tanto como yo y como Lord Byron.

Es inexplicable el sentimiento que llaman patriotismo. Sábete, Vizconde, si ya no lo sabes, que mi madre se llamaba la Pascuala, celebradísima como única en el cante gitano y en bailar   -157-   el vito. Siendo yo muy niña todavía, me dejó huérfana y menesterosa. Bien sabe el diablo cómo después me he criado y he crecido. Nada debo a España. No recuerdo haber dejado por allí una sola deuda de gratitud. ¿Qué me va ni qué me viene con la decadencia o con la prosperidad de esa patria, donde sólo tuve de balde, o sea sin ganarlo yo, el aire que respiré, y obscuridad y desprecio? Y sin embargo no acierto a ponderarte lo muy patriota que soy. No lo son más las Duquesas y las Princesas que en Madrid viven y a quienes tantos respetan y adulan.

Digo todo esto, porque en Lisboa se recrudeció mi patriotismo. ¡Qué gran Capital para nuestra gran nación, señora de dos mundos, hubiera sido aquella ciudad espléndida y hermosa, si D. Felipe el Prudente hubiera sido D. Felipe el Previsor y hubiera tenido más elevadas miras!

Pero ya basta. No nos engolfemos en cosas que no son ahora del caso. A pesar de todos sus esplendores, Lisboa se me caía encima. A las dos semanas de estar allí, abandoné a Lisboa.

Viajaba yo con no pequeño acompañamiento. Además de la Duval, que era y sigue siendo mi dama de compañía, estaba conmigo y está aún mi mucamba, o sea mi primera doncella, mulata muy ágil, llamada Petronila, que me peina con primor y buen gusto, que cose y borda y tiene otras mil habilidades; una segunda doncella, dos fieles criados negros, y por último, la mujer que cuidaba y alimentaba a mi tesoro.

Aquí conviene que te imponga yo de algo, en   -158-   extremo importante para mí, y que tal vez ignores.

Mi alma ha sentido no pocas veces inclinación amistosa, compasión, aprecio y cariño a los seres humanos; pero lo desaforado y suelto de los primeros años de mi vida ha impedido acaso que llegue yo a amar a un solo hombre con aquel amor exclusivo, persistente y celoso, con que deben amar y aman las mujeres honestas criadas con recato. He tenido muchos amoríos y casi no me atrevo a decir que he tenido amor. Una vez sola en mi vida me parece que entreví, que columbré a lo lejos la celestial aparición del verdadero amor, que benigno me sonreía y que ansiaba penetrar en mi alma, llenarla de su divina beatitud y purificarla e iluminarla.

Fue esto cuando tuve relaciones con Juan Maury. Tú estabas en Río y debes acordarte de todo.

Contra Juan Maury no tengo yo la menor queja. Era un cumplido caballero. Me quiso todo lo que podía quererme. Me respetó todo lo que podía respetarme. Me atendió, me obsequió, me consideró como atiende, obsequia y considera el galán más delicado a la más noble dama. Pero hubiera sido absurdo que hubiese tratado yo de inspirar a Juan Maury más hondos sentimientos y más apasionado afecto que los de la amistad y la galantería. Yo misma tuve miedo de sentir hacia él verdadero amor.

Yo casi me atrevo a afirmar que no he engañado a D. Joaquín. Para evitar el medio engaño   -159-   en que le tenía, hubiera sido menester hacerle infeliz con revelaciones feroces y con el más amargo de los desengaños. El amor mío, si hubiese llegado a ser hacia Juan Maury exclusivo y profundo, hubiera tenido que romper dolorosamente el lazo que a mi bienhechor y protector me ligaba; hubiera sido para D. Joaquín horrible infortunio: todo el bien, todo el contento y el reposo y toda la superior serenidad hasta donde había yo logrado elevar su espíritu, hubieran venido a desvanecerse o a hundirse en negro abismo. Por otra parte, aunque yo debo ser humilde, y aunque lo soy, soy también muy orgullosa en cierto sentido. Es el orgullo que nace de mi propia humildad. Si por la vileza de mi origen, si por el ruin desorden de mi primera vida no merezco ni soy digna de ciertas cosas, me repugna reclamarlas, solicitarlas de nadie y hasta insinuarme para que se me concedan por favor ya que para ellas no tengo el menor derecho.

De aquí que yo, más bien que mostrar a Juan Maury toda la vehemencia y la elevación de mi afecto, traté de disimularlas. Quise aparecer y aparecí a sus ojos como la más fina y complaciente de las amigas, como bastante capaz de entender y de apreciar el valer y las excelentes prendas de toda su persona y como no indigna de obtener su amistad y su aprecio; pero todo, sin llegar a ser y sin mostrarme siquiera profundamente enamorada, y sin propender a infundirle de mí otro concepto que el de una mujer alegre, fácil y galante.

  -160-  

Si el verdadero amor, si el hijo divino de la Venus del cielo revoloteó cerca de mí en aquellos días, yo huí de él por indigna y le ahuyenté por peligroso.

Juan Maury se fue de Río y me abandonó sin gran pena. Nada más natural. No le culpo. Sólo me lisonjea y me contenta el figurarme que él ha de guardar dulce recuerdo de las dulces horas que pasó conmigo; de nuestros íntimos coloquios y de nuestra ternura.

Fue tal la ligereza de aquellas efímeras relaciones, que ni yo le rogué que me escribiese ni él me ha escrito. De estas relaciones, sin embargo, me dejó él una prenda preciosa. Suya era, pero era mía más que suya; y yo apenas la sentí en mi seno, me propuse con firme resolución que no fuese sino mía.

Hasta donde alcanza mi memoria, desde que tengo uso de razón, en el libre abandono de los años primeros de mi vida, no me remuerde la conciencia de hurto, de estafa, ni de engaño o embuste para medrar. Escudriñando yo hasta los más obscuros rincones de mi vida pasada, no encuentro en ellos ni asomo de ruin bellaquería. Esto me consuela. De ciertos pecados, en que con frecuencia he incurrido, después de absolverme el confesor, me he absuelto yo también. De aquellos otros, tal es el inflexible y recto tribunal de mi conciencia, jamás me hubiera absuelto yo aun después de recibir la absolución en el confesonario. Espantoso torcedor hubieran sido para mí, humillándome y abatiéndome. Faltas,   -161-   pues, en que yo no había incurrido cuando desamparada y menesterosa, no habían de ser cometidas por mí cuando ya estaba próspera y rica.

Por otro lado, lo que era mío, lo que yo esperaba y yo me figuraba ya que iba a ser un primor, un asombro de gracia y de belleza, por nada del mundo quería yo atribuírselo en parte a alguien de quien no era. ¿Y qué aliciente había para el engaño? Usurpar para el fruto de mis entrañas la hacienda que no le pertenecía y además un nombre cualquiera. ¿Quién sabe si un nombre ilustre y glorioso, si un título histórico me hubieran seducido y me hubieran hecho faltar? ¿Pero cómo había de seducirme que lo que iba a nacer se apellidase Figueredo a secas, a pesar de la supuesta descendencia de Güesto Ansures de que yo misma me había burlado?

Con persistente disimulo, con firme y enérgica voluntad, con raras precauciones e incesante recato, sin dejarme ver de nadie y fingiéndome enferma, dejé pasar los meses.

Llegó la hora y sólo Madame Duval, mi mucamba y el médico, de quienes tuve que valerme y me valí, exigiendo el mayor sigilo, supieron que fui madre.

Mi hija, a quien di por nombre Lucía, se crió lejos de mí, aunque yo velaba sobre ella e iba a verla a menudo.

Muerto D. Joaquín, procuré no poner en ridículo su memoria, dejando conocer en Río que tenía yo una niña de cerca de dos años. Casi de   -162-   oculto hice que se embarcara y me la traje conmigo cuando vine para Europa.

Quisiera yo escribir a escape estas confidencias: no contarte sino lo más esencial: pero tal vez dejo correr la pluma y tal vez divago.

Lo que yo principalmente quiero que comprendas, es que en mi espíritu hay como dos focos distintos de actividad, de donde brotan dos corrientes también harto distintas, si bien la una y la otra están alegremente iluminadas por la luz clarísima con que yo veo y entiendo todo lo creado. Jamás se me ha ocurrido hallar mal lo hecho por la madre naturaleza, ni echar la culpa a la sociedad mal organizada de ningún caso adverso que me haya ocurrido, ni de ninguna contrariedad o percance angustioso en que yo me haya encontrado. Y no quejándome yo ni de la naturaleza, ni del orden social tal como los hombres han ido disponiéndole, muchísimo menos puedo quejarme de la divina providencia, que acato, adoro y bendigo. Apenas hay objeto que no vea yo de color de rosa, y siempre que se ennegrece, me culpo a mí y a nadie culpo. Como soy muy indulgente para con los otros, no es tan de censurar que lo sea también para conmigo misma. Por eso me dejo llevar de mis generosos afectos, harto poco en consonancia con una moral rígida, y de mi inclinación irresistible a lucir las prendas de que me dotó el cielo y a dar con ellas a los seres que me son caros ventura y deleite. Hay en mí asimismo un tenaz empeño de progreso, de adelanto en el camino de la perfección.   -163-   Y tanto lo que creo realizado en mí, cuanto lo que en mí no está realizado ni puede realizarse nunca, anhelo yo con vehemencia ponerlo y realizarlo en un ser predilecto, en quien brillen, a par de cuanto hay en mí de que puedo con razón ufanarme, todas las excelencias y virtudes de que carezco y que no son pocas. Por esto, desde que nació mi hija, desde que por primera vez la vi y presentí que iba a ser hermosa, me propuse y ansié que su hermosura eclipsase la mía, que en discreción, elegancia y saber me aventajase, y que estuviese exenta de todos los defectos y manchas que en mí hay. Me propuse criarla con esmerado desvelo para que fuese tan casta y tan pura como bella, y para que no columbrase sólo el verdadero y exclusivo amor, hijo del cielo, sino para que fuese capaz de poseerle, de gozarle y de recibirle en su alma inmaculada como en su propio y consagrado templo.

Y para que veas lo extraño y contradictorio de mi condición, o más bien lo extraño y contradictorio de la decaída condición humana, mi alma, que tan altos propósitos tuvo y que a tan alta misión quiso consagrarse, se dejaba arrastrar de sus regocijados ímpetus, de su perversión bondadosa y de su liviandad inveterada, hasta el extremo de buscar y de forjar aventuras como la que te conté ya del paraguayo y como varias otras que he tenido después y sobre las cuales prefiero callarme.

***

  -164-  

No pude refrenar mi deseo de volver a mi patria. Desde Lisboa fui a Sevilla y a Cádiz.

Mi antiguo confesor, el Padre García, había hecho algunos ahorros y había heredado también a un hermano suyo que se había enriquecido. Harto el Padre de rodar por el mundo, vivía retirado en el lugar de su nacimiento, no lejos de Sevilla. Le anuncié mi llegada y él vino a verme.

Para descargo de mi conciencia, en este punto muy escrupulosa, quise, viéndome rica y convertida en toda una señorona, no desdeñar a mis parientes, si los tenía, y hasta favorecerlos y socorrerlos si se hallaban en la abyección y en la miseria. El Padre García me sirvió en esto muy bien. Buscó con tino y diligencia a mis parientes, y no los halló sino dudosos y muy lejanos. Yo había sido la única hija de la Pascuala.

En Río de Janeiro, no recuerdo bien con qué tramoya, suplió D. Joaquín la falta de mi fe de bautismo, que para nuestro casamiento se requería. Hasta que el Padre García me la sacó, jamás había tenido yo ni visto semejante documento.

Considerando yo que mis parientes más seguros habían de estar en los hospicios, en las inclusas y en los conventos de mujeres recogidas, di al Padre García pródigamente todos mis ahorros para que en aquellas santas casas los repartiera. Él cumplió mi encargo y me trajo los recibos que conservo aún, donde constan las donaciones de una dama brasileña, cuyo nombre se calla.

A decir verdad, a pesar de todo mi patriotismo y de mi amistad hacia el Padre García, me repugnaba   -165-   permanecer en España. Dicen algunos autores que las mujeres como yo suelen tener nostalgia del fango. No sé qué quieren decir con esto; pero si es lo que yo entiendo, declaro que no he tenido jamás semejante nostalgia. Al contrario, yo recordaba bien todos los sitios, y al pasar por algunos se me encendía la cara de vergüenza. Por fortuna, estaba yo tan encumbrada y en posición tan diferente de la que allí tuve, que nadie me reconoció ni reconocí a nadie. Hice en mi patria el papel de peregrina misteriosa.

Fuera del Padre García, con nadie quise tratar. Después de separarme de él, estuve en Granada, Córdoba, Madrid, Toledo, Burgos y otros puntos, visitando los monumentos en compañía de Madame Duval, que detestaba las antiguallas y suspiraba por los boulevards de París. Allí fui por último, y pronto me instalé comprando muebles y poniendo casa.

He vivido desde entonces con comodidad y hasta con lujo, pero sin el menor empeño de llamar la atención ni de brillar, y con tanto arreglo y economía que, a pesar de no pocos gastos extraordinarios y de viajes de recreo que he hecho por Alemania y por Italia, he doblado mi capital y mi renta. Hoy casi puedo asegurar que soy rica.

***

Mi vida de París ha sido alegre, desenfadada y modesta. Expondré aquí, en pocas palabras, cómo concierto yo la modestia con la alegría y   -166-   el desenfado. Mi modestia ha consistido en no desear ni aspirar a hacerme conocida, celebrada y famosa. Más he huido que buscado que nadie me señale con el dedo, que la atención pública se fije en mí, y que la gloria infame de que algunas mujeres gozan, gloria que yo me jacto de poder adquirir fácilmente, me circunde con sus resplandores. En vez de mostrarme, puedo afirmar que me he ocultado.

Como la soledad me entristece, he ido a reuniones y tertulias, pero nunca he pretendido salir de la colonia ibero-americana. Y aun dentro de esta colonia no he sido asidua en el trato ni he intimado mucho, sobre todo con mujeres. Hasta que mi hija llegó a tener ocho años, como apenas exigía otro cuidado que el de su corporal desarrollo, cuidado harto leve porque mi hija se ha criado con excelente salud, ora pensando yo en distraerme, ora anhelando hacerme apta para contribuir a su educación, he leído muchísimo y casi sin sentir me he convertido en marisabidilla.

Soy franca admiradora de la literatura francesa. Me parece esta nación fecundísima en ingenios de toda clase. Yo los admiro y quiero seguir admirándolos sin tropiezo. Acaso te parezca extravagante modo de discurrir, mas es lo cierto que, a fin de no tropezar y conseguir que la tal admiración salga rodando por el suelo, me he abstenido de buscar la sociedad literaria parisina. Al conocer los libros, he conocido lo más noble, depurado y selecto de cada autor. ¿Para qué conocer   -167-   lo restante? He recelado desilusionarme al conocerlo. ¿Quién me asegura que los escritores franceses no sean presumidos y fatuos? ¿Qué necesidad tengo yo de extremar mis amabilidades y de hacer esfuerzos para insinuar en la mente de esos señores que no soy una salvaje, que estoy al nivel de ellos, que comprendo sus profundidades y sutilezas, y que, aun suponiendo que en España, en Portugal y en el Brasil esté la gente muy atrasada y hasta sea de casta inferior, yo, por excepción fenomenal y monstruosa, he podido elevarme hasta hombrearme con ellos?

Ahora comprenderás en qué sentido digo yo que mi vida en París ha sido modesta. En cuanto a su desenfado y a su alegría, no es menester que entre yo en pormenores para que tú lo comprendas. El cielo, el infierno, la naturaleza, un poder sobrenatural, lo que tú quieras o supongas, no parece sino que me ha dotado de imperecedera lozanía de cuerpo y de alma y de una bondad y de una ternura inagotables y prontas, pero que han hallado siempre obstáculos insuperables para el verdadero y definitivo amor, y se han quedado en mitad del camino.

***

Voy a contarte una curiosa aventura, que, si bien tiene mucho de ridículo, no puedo ni debo pasar en silencio, porque sus consecuencias fueron serias para mí y han influido bastante en los ulteriores sucesos de mi vida. De esta aventura   -168-   hace ya mucho tiempo, pero la tengo tan presente como si ayer hubiera sido.

El Barón de Castell-Bourdac es el personaje más inverosímil y complejo de cuantos he conocido. Sus excentricidades mueven a risa, sus chistes, sus exageraciones y sus embustes involuntarios nos divierten a par que rebajan el concepto que de él formamos; pero cuantos le conocen y tratan y penetran bien en el fondo de su alma, no pueden menos de quererle y de estimarle. La fantasía del Barón ha bordado su vida sencilla y honrada, desfigurándola con falsos adornos. Sobre la historia ha venido a sobreponerse la leyenda: pero aunque por la leyenda aparezca el Barón como personaje cómico, por la historia es siempre digno de respeto. No pretendamos tasar y aquilatar con exactitud lo egregio y lo rancio de su nobleza. Él cree, y esto me basta, que es nobilísimo. Apenas hubo Cruzada en que un Castell-Bourdac no figurase. La importancia de los Castell-Bourdac ha sido grande desde entonces hasta la caída del antiguo régimen en 1789. La revolución los arruinó. Y desde entonces hasta ahora la inflexible energía de sus opiniones legitimistas ha impedido que salgan de la obscuridad. Ni durante la Restauración intervinieron en nada, porque hallaron a Luis XVIII y a Carlos X sobrado transigentes con las ideas nuevas.

Aunque el Barón de Castell-Bourdac, restablecida en gran parte la hacienda de su casa, poseyó por entonces bastantes bienes de fortuna, que hubieran podido servirle de sostén y aun de resorte   -169-   para su elevación en la política, por desgracia e8 no quiso mezclarse en nada, y no acertó a emplear mejor su actividad que en disipar alegremente sus bienes y volver a quedarse pobre.

Desde el año de treinta en adelante, fue imposible que el Barón pusiese mano en los negocios públicos. Si él hubiera querido ceder, humillarse, renegar hasta cierto punto de las creencias y de la misión de sus antepasados, hubiera sido Diputado, Senador, Embajador, Ministro y cuanto le hubiera dado la gana; él al menos así lo creía; pero como el Barón no había querido ceder ni renegar, había tenido que limitarse y resignarse a ser un caballero, si bien encopetado, viviendo de sus rentas, que eran cortísimas.

En este punto de la situación económica, ya no entra por nada la fantasía del Barón. La pura verdad acude en su abono y le concede justa alabanza.

El Barón es un prodigio de arreglo y de economía. No disimula su pobreza, pero tampoco la deplora. En los círculos más elegantes se presenta siempre con el decoro propio de su clase. No juega, ni bebe. Por no tener vicio alguno, no fuma, y también porque el fumar le parece plebeyo, apestoso, impropio de un Castell-Bourdac y en plena disonancia con el ideal del atildado y noble cortesano del antiguo régimen tal como él se le representa.

El Barón no debe nada a nadie y nadie puede jactarse de que él le haya pedido dinero prestado.

Cada día come en una casa distinta. Es muy   -170-   buscado y está convidado a las mejores mesas, así por su divertida conversación, como por su extraordinaria fama de hondo conocedor y perito en todas las artes del deleite. El Barón pasa por el gourmet más delicado que hoy vive, paladea y olfatea en Francia. No es rico para pagar unos convites con otros, ni es zafio tampoco para pagarlos de otra manera sin el menor disimulo; pero, quizás sin pensarlo, paga los obsequios que recibe y no hay quien le tilde de pique-assiette o de parásito. Los cumpleaños, las bodas y otras festividades le ofrecen ocasión, que él aprovecha, de pagar cumplidamente cuantos obsequios recibe. En suma, y en mi opinión, que creo fundada, el Barón es un modelo de cortesanía. Sólo han podido los maldicientes echarle en cara un defecto, del que, a mi ver, se ha corregido. El defecto, si lo es, consiste en su extremada galantería, muy en desacuerdo para muchos con la edad provecta a que ha llegado. Conceden sus críticos censores que él, en su juventud, hizo brillantes conquistas y cautivó no pocos corazones indómitos y soberbios, pero añaden que hace ya más de veinte años que debe el Barón recogerse a buen vivir y reposarse sobre sus laureles.

Mucho disto yo de seguir semejante parecer. Desde que conocí al Barón, trece o catorce años ha, he opinado lo contrario. Hay belleza, elegancia y distinción para todas las edades, con tal de que no falten la salud y el aseo. Y como el Barón está saludable y es aseado y pulcro, yo le hallé y le hallo siempre muy agradable persona   -171-   y además un hermoso viejo. Por otra parte, como el alma humana es inmortal, no hay vejez que valga contra ella, mientras no se destruyan o deterioren en extremo los aparatos y órganos que la ponen en relación con el mundo y le sirven de medio para pensar y sentir y para expresar lo que piensa y siente mientras en el cuerpo está encerrada. Sea como sea, y a fin de que no digas que me quiebro de sutil, prescindiré de más aclaraciones, y te diré con llaneza que el Barón se prendó de mí y me hizo muy respetuosa y finamente la corte.

Yo me lisonjeo de no haber tenido jamás ciertos defectos que se atribuyen, así a los que llaman en Francia parvenus como a los que en España llaman cursis. Sin duda a la aparición en mí de estos defectos se ha opuesto el orgullo. No he anhelado ni buscado para darme tono el trato y la amistad de personas encumbradas por nacimiento, educación y riqueza. Naturalmente me he encontrado yo y me encuentro tan distinguida como si hubiera nacido en la púrpura y no me hubiera echado al mundo la Pascuala, sabe Dios en qué zahurda. No podía yo esperar, por consiguiente, que el influjo o el arrimo de sujetos aristocráticos viniese a prestarme como un reflejo de su valer. Creía yo y creo tener luz propia, digámoslo así, y que no la necesito prestada. No sé si aplaudirás o censurarás esta vanidad mía. Yo te confieso que la tengo para confesarte además que el Barón me aduló esta vanidad, sin artificio y por manera irresistible. El Barón procuraba demostrarme   -172-   con evidencia, empleando para ello muy elocuentes palabras, que yo, sobre ser hermosa, poseía tal majestad en el gesto, en los modales y en todo, que más parecía una princesa o una emperatriz que una perdida plebeya, puesta casualmente en zancos por su enlace con un ricacho usurero.

El arte y el ingenio con que el Barón iba insinuando en mi alma estas lisonjas me tenían cada vez más hechizada. El Barón me comprende bien, pensaba yo, y cuando tan bien me comprende señal es, y prueba es clarísima, de la elevación y de la agudeza de su entendimiento. Así infundió el Barón en mi pecho la amistad más acendrada hacia él.

Hízose mi cavaliere servente, y yo me deleitaba y hasta me enorgullecía de que me acompañara y me sirviera.

Con modesta timidez, que de su ancianidad se originaba, el Barón empezó con suavísimo tiento y cautela a mostrarse enamorado de mí, pero sin persistir en sus manifestaciones para no cansarme, refrenando su vehemencia para evitar mi enojo, y haciéndolas, cuando las hacía, como por un arranque involuntario y muy a despecho suyo.

¿Quieres creer que con tal proceder el Barón me enterneció, y cautivó en cierto modo mi espíritu? Mi estimación y mi amistad se las tenía ya ganadas por completo. Después, poco a poco y al compás que él iba siendo más atrevido y más explícito, fueron despertándose en mí aquellas ideas, pasiones o inclinaciones, pues no sé cómo   -173-   las llame, que siempre, a pesar del freno religioso y a falta del freno del orgullo y del decoro en este particular, han hecho de mí lo que rudamente podemos llamar una mujer liviana, o más bien han impedido que yo no quiera, ni pueda, ni logre nunca desechar de mí la liviandad primitiva. Consideré al Barón herido, y tuve piedad de él y pensé en el bálsamo que podía curarle. Mi generosa piedad fue aguijoneada por algo a modo de remordimientos. Me di a cavilar que con mis favores amistosos, aunque concedidos sin malicia, con mi dulce abandono cuando le tenía a mi lado, con el mal disimulado placer con que yo oía sus requiebros, y hasta con mi reír y burlar cuando me hablaba de su cariño, había sido yo una desalmada coqueta, que había robado la tranquilidad de aquel señor excelente y había levantado en el mar pacífico de su ya fatigado corazón la más deshecha borrasca. Casi o sin casi, me creí en la ineludible obligación de apaciguarla para descargo de mi conciencia. En fin, y sin más preámbulos, en una tarde de invierno, a las cinco, hora en que suele tomarse el té, cité al Barón, como recientemente te tengo citado a ti, para que viniese a tomarle conmigo a solas. Mis jaquecas un tanto cuanto imaginarias han persistido siempre. Aquella tarde para todos tuve jaqueca menos para el Barón. Este acudió a la hora justa, lleno de gratitud, contento y ufanía. Parecía remozado por virtud de una poción mágica o por hechizos del amor. Entró, me saludó y se llegó a mí con la gracia, desenfado y ligereza   -174-   de un pollo o gomoso, no de nuestro siglo decadente, sino de otras edades caballerescas en que fueron los hombres de temple más recio y más fino. Yo, con el pretexto de la jaqueca, estaba en el más cuidadoso y esmerado négligé. Mi vestidura era una elegantísima bata de flexible seda.

Pocas mujeres pueden hacer lo que yo hice entonces y puedo hacer y hago todavía. Cuando el corsé me enoja no le llevo, y nada, absolutamente nada, se humilla falto de sostén y baja de su sitio: todo permanece firme como el mármol y el bronce. Perdona que entre en estas menudencias. Mi presunción tiene alguna disculpa por lo no comunes que son las cualidades de que me jacto. Importa además consignar esta circunstancia de mi toilette para que se entienda lo que ocurrió en seguida.

No estaría bien que yo paso a paso te lo refiriese todo. Baste decir que pronto noté, en medio de las vivas muestras de cariño que el Barón quería darme, no sé qué disgusto, no sé qué penoso rubor en su cara. Creí entender lo que aquello significaba y me apesadumbré por él. En esto se abrió un poco mi bata y hubo de descubrirse mi garganta: no mucho más que lo que en un baile o en una recepción de etiqueta se deja ver al público. El sonrojo y la turbación de mi amigo subieron entonces de punto. Pero ¡qué imaginación tan poderosa y tan socorrida la suya!

Por dicha llevaba yo, pendiente del cuello en una cadenita de oro muy sutil, una pequeña medalla   -175-   de plata, representando la Virgen de Araceli, patrona de la ciudad de Lucena.

Fijó el Barón la vista en la medalla y la tomó entre sus dedos, para examinarla mejor.

-¿De dónde procede esta medalla? -preguntó con curiosidad tal, que parecía embargar su espíritu y distraerle de los otros objetos.

-Es el único recuerdo que conservo de mi madre, contesté yo, como era la verdad.

-¿Y cómo se llamaba tu madre?

-Pascuala, le dije.

-¡Oh inescrutables designios del cielo!, exclamó el Barón, arrancando de su pecho un hondo suspiro que se diría que le desahogaba.

-¿Qué pasa? -pregunté yo imaginando que el Barón iba a desmayarse.

-Esa medalla, dijo el Barón, se la di yo a tu madre cuando estuve en Andalucía hace cuarenta y pico de años. Entonces... fuimos muy amigos... ¿no me comprendes?

Me entró al oír esta pregunta tan feroz gana de reír, que a duras penas pude contenerme, temerosa de que el Barón se ofendiera.

-¡Ah!, sí, te comprendo, dije al cabo, y di rienda suelta a mi alegría, riendo ya sin temor.

-¡Hija del alma! -dijo el Barón con tan profundo acento y con tantas apariencias de estar convencido, que sin duda empezó desde aquel punto a dar por cierto y por evidente lo que de improviso había imaginado. Ello es que ambos salimos muy agradablemente de aquel a modo de apuro, trocándose de súbito nuestra amistad y   -176-   nuestro conato de amor anacrónico en el santo y puro afecto de un padre y de una hija.

-¡Padre mío! -dije yo y eché al Barón los brazos al cuello.

Después de esta dulcísima expansión, llamé a Madame Duval para que nos hiciese compañía. Con el debido sigilo le revelé nuestro parentesco, de que9 ella se maravilló y holgó mucho. Luego charlamos los tres a cántaros. Con lo ameno de la conversación se nos olvidó tomar el té y llegó la hora de la comida.

La imprevista anagnórisis, como el Barón la llamaba, fue solemnizada con un exquisito petit diner fin en que se lució mi cocinera, cordon bleu de primera fuerza, y brindamos los tres a la persistencia del santo lazo recién descubierto y reanudado, primero con Chateau Iquem, y a los postres con tintilla de Rota, mi casi paisana. No hubo champagne, porque ni el Barón ni yo gustamos de ese vino, con algún pesar de Madame Duval, que gusta de él más que de nada.

Mi pobrecita hija Lucía, que apenas contaba entonces siete años, inocente como un ángel, luminosa, bella y serena como el lucero del alba, fue la cuarta persona que estuvo en la mesa y comió con nosotros. Con ojos algo espantados y sin comprender nada, se alegró de hallarse repentinamente con un abuelito, y más aun cuando el Barón, que es bueno e ingenioso y muy a propósito para divertir a los niños, le contó tres o cuatro cuentos fantásticos e infantiles, y le hizo varios juegos de prestidigitación con no escasa maestría.

  -177-  

Admirable es el encadenamiento de las cosas, y cómo de ciertas causas nacen a veces los efectos más imprevistos. ¿Quién hubiera podido imaginar que del descubrimiento de mi padre y de su aparición algo cómica, habían de resultar tan serias modificaciones y hasta cambios en la dirección de mi vida? Sin embargo, así aconteció. Lo que para salir de su atolladero inventó de súbito el Barón y yo acepté con risa, hallándolo disparatadamente gracioso, él y yo lo fuimos tomando más por lo serio cada día, y por virtud de nuestra voluntad atamos nuestras almas con lazo tan limpio y tan fuerte como si él fuese en realidad mi padre y yo su hija.

De esta ficción, que apenas ya me lo parecía, brotó en mi espíritu un sentimiento jamás experimentado por mí: algo de más fervoroso que la amistad; algo en que no entraba por nada el vehemente anhelo de los sentidos y algo que no era tampoco eso que llaman amor platónico y puro. Este sentimiento llegó a ser más puro y más grave que el amor platónico. Olvidada yo de que nacía de una mentira, le vi nacer en mí con sorpresa y deleite, y le cuidé con esmero para que creciese y floreciese.

Yo no niego ni afirmo la existencia de lo que llaman amor platónico; pero, si existe, hallo en él, mientras vivimos esta vida mortal y tenemos el alma en el cuerpo, y cuando son los que se aman mujer y hombre, un no sé qué de incompleto y aun de monstruoso.

No es, en verdad, amor, ni merece tan santo   -178-   nombre, lo que yo he sentido y conocido desde la bajeza impura en que nací hasta el día de hoy. Sólo es amor, cumplido y entero, el que yo columbré remotamente entre los brazos de Juan Maury, y que por mi indignidad o por mi desgracia no pude alcanzar nunca.

Del amor cumplido y entero, exclusivo y honrado desistí desde entonces, considerándole para mí imposible.

El lazo afectuoso que hace años al Barón me une, no es amor ni amistad, porque es más apretado lazo que el que ata a los amigos, y porque es más espiritual y cae menos bajo el influjo de los sentidos que el amor más platónico y más puro.

Yo he leído y aprendido mucho en estos últimos años. Pocos escritos me han encantado más, como divino ensueño poético, que las últimas áureas páginas del libro de Baltasar Castiglione, titulado El Cortesano. Allí explica el ingenioso, sutil y elocuente Pedro Bembo cómo se complace y cuánto goza el amante en la contemplación de la mujer amada, viéndola, oyéndola y hasta mereciendo de ella ciertos delicados e inocentes favores, entre los cuales pone el de abandonar por largo rato en las manos de él las manos de ella, y hasta el de dar y recibir, con mero contentamiento espiritual y sin sensualidad alguna, besos en la boca, a fin de que allí acudan las almas y se unan y compenetren, como cuentan que le sucedió a Platón con su amiga, que hubo de ser la linda Arqueanasa.

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Sin duda que esto es muy bonito, pero no veo yo cómo ha de ser el medio para encumbrarse a la contemplación, primero de la belleza universal, donde se encierran y cifran todas las bellezas individuales, y después a la eterna y perenne fuente de la belleza creada e increada, en cuyas llamas arda nuestro espíritu como ardió Alcides en la cumbre del monte Oeta, y por cuyo fuego seamos arrebatados al empíreo como Enoch y Elías.

Repito que todo esto me parece muy bien para leído en el libro que he citado, pero no en la práctica. Por eso doy gracias al cielo de que el Barón haya inventado tan a tiempo su paternidad. Dios me preserve de que él, por la contemplación estática de mi hermosura, y de que yo, prodigándole los referidos favores, aspiremos también a remontarnos al empíreo. Más fácil sería resbalar por este camino y caer en inmundicia, que subir, purificados y gloriosos, como el solitario del Carmelo, en el ardiente carro.

En suma, lo excelente que tuvieron mis relaciones con el Barón desde que se convirtió en mi padre, fue lo neutral, lo apacible, lo manso y lo sin sexo ni siquiera platónico, con que se señalaron. El Barón casi dejó de admirarme como hermosa, a fin de quererme, de atenderme y de servirme como buena.

***

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No soy yo alegre y regocijada por mera y espontánea energía de mi espíritu. Lo he sido y lo soy también porque me impongo, porque me decreto la alegría. Las cosas no pueden estar mejor de lo que están. Me parecería ingratitud para con Dios, si yo me quejase. Desde lo más hondo de la abyección impura he logrado elevarme a una esfera brillante y relativamente limpia. Soy rica, libre, respetada, a pesar de mis extravíos, y considerada y atendida en cierta sociedad, que tendrá sus máculas, pero a la que algún respeto se concede. Claro está que yo, aspirando siempre a lo más perfecto, ora supongo que hay, ora si no hay, gustaría de que hubiese, una sociedad más escogida, elegante y honrada, un círculo de gente más selecta, dentro del cual fuese yo digna de colocarme. Pero jamás me conformaría yo a ser recibida en ese círculo por indulgente piedad; a que ese círculo descendiese de su nivel para recibirme, a que entendiesen los que viven en él que con su trato me purificaban o me realzaban. Para esto prefiero estar donde estoy, y aun me resignaría a estar mucho más abajo.

Completa es, por lo tanto, mi conformidad con mi posición y con mi suerte.

Tengo además grandes motivos de satisfacción y contento. Mi salud es inmejorable y mi mocedad se diría que no acaba. ¿Para qué he de fingir modestia contigo? Me encuentro ahora más bella, más lozana, que cuando nos veíamos en el Retiro de Camoens. Imagíname entonces como   -181-   mata de azalea sin flor aún y toda verde, e imagíname ahora como la misma planta con toda la pompa y las galas de sus abiertas flores.

Aduladora es mi mucamba, que sigue siempre llamándome su niña; pero no creo que me adula cuando salgo del baño y me enjuga y me mira con agradable pasmo, y suele decirme:

-¡Ay, niña, niña!, cada día estás más hermosa. ¡Bienaventurado el que así te vea!

Lo que es yo me miro también con complacencia en grandes y opuestos espejos y me siento en perfecta consonancia con el parecer de Petronila.

Te lo confesaré todo: cuando Petronila me deja sola, incurro en una puerilidad que no sé decidir si es inocente o viciosa. Sólo sé que es acto meramente contemplativo; que es desinteresada admiración de la belleza; No es grosería sensual, sino platonismo estético lo que hago. Imito a Narciso; y sobre el haz fría del espejo aplico los labios y beso mi imagen. Esto sí que es platonismo, me digo entonces. Esto es el amor de la hermosura por la hermosura: la expresión del cariño y del afecto hacia lo que Dios hizo manifestada en un beso candoroso que en el vano e incorpóreo reflejo se estampa.

Ya ves tú que te hablo hasta de mi sencilla fatuidad y que te declaro todas mis venturas. Bien es que sepas también lo que durante mucho tiempo he procurado ocultarme a mí misma, lo que yo veo distintamente con susto y con pena y lo que me duele confesarte.

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Como si de un lago tranquilo surgiese de repente un monstruo, como si en una pradera cubierta de olorosas hierbas y flores viese yo bullir, por bajo de ellas, multitud de escorpiones y de víboras, así, en medio de mis alegrías y placeres, surge a menudo, desde hace tiempo y desde lo más intrínseco de mi ser, un desconsuelo, una melancolía, una amargura que me esfuerzo por ahogar o remediar y no lo consigo.

No es hastío: yo no estoy ni fatigada ni hastiada. No es desilusión: las ilusiones, si alguna vez las he tenido, jamás me han contentado con su falacia y antes he celebrado que deplorado el perderlas. La causa de mi mal es mi ambición trascendente; mi empeño de ir en busca de un ideal para mí inasequible; el vano propósito de borrar de mi ser las indelebles manchas, con cuyo germen al menos nací manchada. Este mal, que en mí no tiene cura ni remedio, quise curarle y remediarle yo en otro ser amado, que me pertenece, que ha nacido de mis entrañas.

Mi propósito de educar altamente a mi hija fue corroborándose cada vez más. De él hice el más noble fin de mi vida. Lucía, si mi deseo se realizaba, había de ser limpio dechado de castidad, de pureza y de cuantas excelencias y virtudes pueden sublimar y glorificar a un alma humana en esta baja tierra.

Preví un peligro, preví para mí el más enorme de los infortunios, pero arrostré el peligro con valor porque sobre todo prevalecía mi afán de que ella fuese perfecta, inmaculada, tan hermosa   -183-   como yo de cuerpo y mil y mil veces más hermosa de alma; conseguido esto, me sentía yo con fortaleza bastante para sufrir que ella, desde la elevación moral en que iba a verse, tuviera harto involuntariamente que despreciarme y que avergonzarse de mí. Movida yo por esta pasión, tuve por principal empleo hasta que Lucía cumplió doce años, el cultivar su corazón y su mente con el más activo desvelo. Yo misma, ocultándole con recato cuidadoso cuanto yo pensaba y sabía de malo, la instruí en todo lo bueno y santo que mi alma había conservado o aprendido.

Mi fe religiosa, profunda en mi mocedad y consuelo en mi abyección de entonces, o había sido combatida por dudas o se había bastardeado, combinándose con ideas filosóficas que tal vez quebrantaban su entereza con el pretexto de ensanchar un estrecho molde donde imaginaban que su grandeza no tenía cabida. Así es que busqué y hallé a un virtuoso e ilustrado sacerdote que completase la educación moral y religiosa de Lucía sin inficionarla con los elementos heterodoxos con que mi fe se había pervertido.

No acierto a ponderarte el miedo que tenía yo de que Lucía descubriese mi indignidad; el recato con que viví para que no comprendiese ella o para que tardase en comprender mis faltas y pecados, y cuánto vigilé para que ningún pensamiento impuro penetrase en la mente de ella; y, lo que es imposible cuando un ser humano es inteligente, para perpetuar en su espíritu la ignorancia de lo malo y de lo vicioso.

  -184-  

Recelando yo que esta ignorancia de Lucía se disipase y que ella abriese los ojos y me viese tal como soy, no me sosegué hasta que, haciendo un inmenso sacrificio en separarme de ella, la hice entrar, desde poco después que cumplió doce años, en el convento del Sagrado Corazón de Jesús, donde permaneció hasta los diecisiete.

***

Muchas veces salía mi hija del convento y venía a pasar algunos días conmigo. Con más frecuencia iba yo al convento a visitarla y a hablar con ella.

Mi amor y mi vanidad de madre estaban cada día más lisonjeados. Lucía iba creciendo en hermosura y en natural elegancia. Algo había en ella de parecido a mí, pero se parecía mucho más a su padre. No envidiosa sino encantada notaba yo que había en todo su ser corporal algo de más aristocrático que en el mío. Era además blanca y rubia, mientras que yo soy pelinegra y trigueña. Mis ojos son verdi-oscuros; los suyos azules como el cielo. Yo soy alta y esbelta: ella es más esbelta y más alta que yo, aunque igualmente bien proporcionada. Para que comprendas bien la diferencia que hay entre nosotras, te diré, aunque peque yo de presumida, que mi estampa retrae al pensamiento la de una diosa del gentilismo, y la suya la de una madonna de antes de Rafael.

Las caricias y las alabanzas, que yo le prodigaba,   -185-   eran siempre tiernamente recibidas y pagadas por ella. Había, sin embargo, entre nosotras no poco que limitaba la expansión. No me atrevía yo a hablarle de ciertos puntos. Le decía que era su madre, pero no le decía de qué suerte era su madre, como deseando que lo ignorara. Y salvo en lo indiferente y en las relaciones entre ella y yo desde que nació ella, ponía yo en toda mi vida, cuando con ella hablaba, un sigilo harto embarazoso.

Intenciones tuve a veces de confesarme con ella: de decirle mis faltas para que ella las perdonase. Pero pronto un orgullo, en mi sentir bien entendido, me hacía desechar aquella tentación. Era preferible que ella supiese por otras personas quién yo era y no que lo supiese por mí misma. Yo no me podría resistir al deseo de justificarme o al menos de disculparme; y de aquí podrían originarse dos casos que igualmente me horrorizaban. O bien que, al disculparme yo, ella aceptase como buena y como plausible mi disculpa, y entonces la elevación de su moralidad se relajaría, siendo yo su maestra y su iniciadora en liviandades; o bien que ella, con severo criterio, allá en el centro de su alma y aunque no me lo dijese, rechazara mis disculpas, y tal vez sospechara, a pesar suyo, que yo le daba lecciones infames, y que, acaso sin querer, pero arrastrada por mis instintos perversos, ansiaba rebajarla a mi nivel, aunque sólo fuese para que ella mejor me amase.

Tales cavilaciones fueron la causa de mi silencio.

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Por mi desdicha, es absurdo imaginar que una virgen, una santa, una criatura inmaculada y purísima, si no es tonta, permanezca siempre a obscuras y con los ojos del alma completamente cerrados para todo cuanto hay en el mundo que no es honesto. La honestidad, la castidad y hasta la inocencia más columbina, consisten en abominar de lo malo y no en ignorarlo del todo, como si no existiera. Lucía, pues, austera, virtuosa y sin ningún pensamiento feo, y sin ninguna imagen impura que enturbiase el claro espejo de su conciencia, reflejándose en él, no pudo menos de saber al cabo y supo del mal, y fue conociendo poco a poco todo cuanto de este mal en mí había. Callándome siempre, pero con mirada escrutadora, procuraba yo, con curiosidad irresistible, penetrar en el centro de su alma, y ver el progreso que iba haciendo allí el conocimiento del mal y los estragos y la ruina que este conocimiento hacía en el buen concepto que ella de mí tenía formado. Grandísimo pesar me causaba lo que acabo de querer explicarte. El amor maternal, no obstante, y casi tanto como el amor maternal uno a modo de orgullo de artista que se deleita en su obra, siempre me impidieron desear, en el juicio de Lucía, la menor indulgencia que implicase relajación o quebranto en la ley por cuya virtud su espíritu había de dictar un fallo.

Ya se entiende que todo esto lo veía o lo creía ver yo como si mi mirada penetrase en los más abismados pensamientos de mi hija. Lo que es ella, nunca dejaba de mostrarse tan cariñosa conmigo   -187-   como con ella yo, y tan respetuosa como la hija más cristianamente educada.

Después de nuestros deberes para con Dios, los mandamientos de su ley ordenan que respetemos y honremos a nuestros padres. ¿Cómo hubiera podido Lucía faltar nunca en lo más mínimo a este mandamiento? Ella, además, me amaba y me ama, porque ha nacido de mis entrañas y porque es mi sangre y porque recuerda y agradece mis mimos, mi ternura, el esmero con que la he criado, y hasta esa misma elevación moral y religiosa a que he procurado elevarla, quedándome yo tan lejos y tan por bajo de ella.

***

Jamás he tenido la tentación de destruir mi obra; de hacer que Lucía baje hasta mí desde la altura en que la he puesto. Pero, a veces me pregunto: ¿no fue delirio ponerla en esa altura?

A este propósito recordaba yo ciertas palabras de una dama andaluza que conocí un verano en Biarritz cuando Lucía no contaba aún sino ocho años de edad. Tenía esta dama una hija de la misma edad que Lucía. Las niñas se conocieron y jugaron juntas en el Port Vieux. Y por esto, y por ser españolas ambas madres, y por lo franco y fácil del trato en los lugares de baños, trabé yo cierta amistad con la madre de la niña, que se llamaba la señora de Benítez. Su marido, D. Ambrosio, era un personaje político de cuarta o quinta magnitud, si bien con esperanzas más   -188-   o menos fundadas de llegar a serlo de primera, ya que poseía notable desenfado, gran facilidad de palabra y otras brillantes prendas. Por lo pronto, D. Ambrosio estaba como parado, por no decir extraviado en su carrera. O por haberse comprometido en conjuraciones y pronunciamientos, o sin necesidad y sólo para contraer méritos y darse tono, gemía en la emigración. Verdad es que no era muy lastimero el gemido, porque cuando los suyos estuvieron en el poder, le habían enviado a Cuba de vista de una Aduana o no sé bien con qué otro empleo en Hacienda. Al año y medio cayó su partido y le dejaron cesante, pero él no se había dormido ni descuidado y había aprovechado tan bien el tiempo, que pudo volver y volvió, con no despreciables ahorros. Así podía esperar y esperaba sin sobrada angustia la vuelta al poder de su partido, para que le hiciese Director general, Ministro y quién sabe si Conde. Sus esperanzas eran grandes. Su mujer era quien no se las prometía tan felices. La señora de Benítez tenía un carácter apocado y siempre pronosticaba males y no bienes. Ella era lo contrario de D. Ambrosio, que veía el porvenir de color de rosa y que soñaba con todos los refinamientos y primores del lujo y de la distinción suprema. La señora de Benítez, a pesar de lo tétrica que era en el pronosticar, tenía mil excelentes cualidades. Desde que, siendo estudiante D. Ambrosio y ella hija de la pupilera en cuya casa D. Ambrosio se hospedaba, ambos se amaron y se casaron, había sido fiel, sufrida y   -189-   hacendosa compañera de aquel hombre, gobernando la casa y cuidando de todo con ordenada economía y dando a D. Ambrosio, sin molestarle ni ofender su orgullo, los más juiciosos consejos. Ella se esforzaba, sobre todo, en esfumar los ensueños de grandeza de su marido, y en procurar que éste no viniese a ser un Faetonte del chic, y acabase por caer despeñado.

En el invierno que siguió al verano y al otoño en que los conocí, vinieron a París ambos esposos a pasar una corta temporada. A ellos y a su niña los obsequié cuanto pude. Un día en que estaban los tres comiendo a mi mesa, mi cocinera estuvo inspirada. Don Ambrosio, que era francote a pesar de su vanidad, se entusiasmó con todos los platos que se sirvieron, y singularmente con un chaud-froid de ortolans, que en realidad fue una obra maestra. Mas ¡oh, desgracia!, la niña del Sr. Benítez comió muy poco de todo. Lo que es el chaud-froid, por culpa de la gelatina que le envolvía y por lo frío que estaba, le dio mucho asco y no consintió en llevársele a la boca. Don Ambrosio perdió con esto los estribos; no acertó a contenerse y deploró en mi presencia con acerbas frases la ingénita ordinariez de su hija, que no gustaba sino de alboronía, chanfaina, pepitoria y sobrehúsa de bacalao. Herido con esto el orgullo maternal de la señora de Benítez, habló con elocuencia y refutó el parecer de su marido, diciéndole para concluir:

-Pues debieras dar gracias a Dios y no lamentarte de que sea así tu hija, porque tal vez se   -190-   quede para vestir santos, o bien se case con algún pobretón que, en vez de darle a comer pajaritos sin hueso y rellenos de trufas, tenga que alimentarla, y gracias, con esos guisotes que tú desdeñas, aunque con ellos te has alimentado y bien robusto te has criado.

Ya comprenderás tú de qué manera aplicaba yo este caso a Lucía y a mí. Y, sin embargo, aunque me parecía atinado y juicioso lo que con relación al refinamiento material decía la señora de Benítez, yo seguía hallándolo vil y grosero aplicado al refinamiento del alma. Lo que es en esto persistía yo y me aferraba en ser más exquisita que D. Ambrosio.

***

Mi entendimiento vacila, cambia y duda mucho. Suele mirar las cosas por diversos lados, y según el lado por donde las mira, las ve con aspecto distinto.

Me inclino a creer que a todo el mundo le sucede lo mismo. La diferencia está en que yo lo confieso, y son raras las personas que lo confiesan.

Digo esto porque hasta en los momentos de mi mayor entusiasmo por la sublimidad moral y religiosa de Lucía, asaltaban mi mente no pocas consideraciones que propendían a echar por tierra el entusiasmo mencionado.

Siempre me figuraba yo como legítimo y bueno el andamio, la escala, la a modo de Torre de   -191-   Babel que el alma construye a veces para encaramarse por ella y subir al cielo de su ideal más alto; pero importa que esta torre, andamio o lo que sea se construya sobre firme y sólido cimiento de sentido común. De lo contrario, es casi seguro que cuando ya esté muy alta la torre y nos complazcamos y ufanemos en contemplarla, se cuartee por culpa de la base y acabe por hundirse lastimosamente en el ancho foso de tontería que la rodea.

Así pensaba yo y así me atormentaba al penetrar cada vez más en la mente de Lucía y al recelar que en la dirección que yo había dado al vuelo de su espíritu, había acaso falta de tino. Pues qué, ¿no podía ella ser todo lo santa que quisiese sin avergonzarse de mí, aunque fuese de un modo involuntario? ¿Si ella se hubiese criado en el abandono en que yo me crié, hubiera sido más que yo virtuosa y honrada?

En el abismo de mi alma ocultaba yo mis cavilaciones. No hallaba términos con que declarárselas a Lucía, ni con qué darle al menos leve indicio de ellas. Ignoro hasta qué hondura penetraría Lucía en mi conciencia y leería lo que allí pasaba. Lo que sé es que yo leía en la conciencia de ella como en un libro abierto, donde las sanas doctrinas del ilustrado sacerdote que la había educado, y las no menos sanas de las benditas madres del convento habían venido a combinarse con los rumores del mundo y con las malévolas insinuaciones de las compañeras de colegio a quienes la envidia movía, y habían   -192-   formado un amargo conjunto que menoscababa el respeto y que acibaraba y aun emponzoñaba el amor de la hija a la madre.

Sin duda en la mente de Lucía había llegado a formarse un concepto de mí harto peor que el merecido. Ella hubo de creerse hija de un padre hasta de mí misma ignorado.

No creas tú por lo que aquí manifiesto que Lucía me mostrase el menor desvío. Antes era cada vez para mí más entrañablemente afectuosa. Por gratitud, por deber y por natural inclinación Lucía me amaba.

Modelo de cristiana humildad para con Dios, Lucía era tan orgullosa o más orgullosa que yo en sus relaciones con el prójimo, salvo que mi vileza primitiva había cortado las alas de mi orgullo y su orgullo tenía alas, aunque estaba herido por mi culpa y por mi vergüenza.

Una tristeza dulce y al parecer sin causa se pintaba en su rostro desde que salió del convento. La llevé a paseos y tertulias, la vestí y la adorné con los más elegantes trajes de moda, y procuré distraerla y alegrarla, pero todo fue en balde. Ella me confesó al cabo que tenía la más decidida vocación de abandonar el mundo y de entrar en el claustro. Inútiles fueron todas mis amonestaciones en contra; inútil la pintura que reiteradamente le hice de un porvenir brillante, honrado y tan dichoso y tan digno cuanto en este bajo mundo es posible. ¿Por qué no había ella de inspirar a un hombre y de sentir por un hombre que la mereciese el único y persistente amor   -193-   que al pie de los altares se purifica y que un sacramento religioso ennoblece y ensalza?

Todo por mi parte fue empeño vano. Lucía persistió en no ser esposa sino de Cristo, y fue tan resuelto su propósito que no pude atajar los primeros pasos que quiso dar para lograrle, y, harto a despecho mío, hube de consentir en que se volviese al convento.

***

Sobre lo que tengo que contarte ahora, voy a pasar con rapidez como sobre ascuas. Aun así me quemará la sangre el recordarlo.

Por amor, por devoción a mi hija, concebí un proyecto tan sentimental como descabellado. A fin de realizarle me expuse a la más dura de las humillaciones.

Mi efímero amante, el joven Secretario de la Legación inglesa en Río de Janeiro, no era ya Master John, era Sir John. Se había transformado en un señor respetabilísimo de cuyas circunstancias había yo tomado exactos informes. Era un personaje rico, notable e influyente en la política de su patria.

Bien podía afirmarse que dominaba fuera de su casa y que dentro de ella estaba dominado. Trece años hacía que había contraído matrimonio con una noble Lady, bella, muy aristocrática y tan dotada de virtudes como de soberbia. Juan Maury tenía de esta mujer tres hijos legítimos; y, según me contaron, si a ellos los amaba como   -194-   padre, a ella la obedecía y la acataba como rendido adorador a una diosa.

Allá en mis adentros, allá en lo más hondo y oculto de mi corazón, aún descubría yo rastros del verdadero amor que, por única vez en mi vida y evocado por Juan Maury, había pasado por mi alma, tocándola con sus alas e iluminándola toda. Juan Maury nunca lo supo, ni lo presumió siquiera. Durante el corto tiempo que me poseyó me tuvo por una mujer galante: muy agradable, muy divertida, y nada más. Para él aquellos nuestros amores no fueron más que amoríos.

¿Cómo pues me atreví a considerar posible que Juan Maury, dieciocho o diecinueve años después, había de llegar a saber que había tenido de mí una hija y había de estar tan seguro de ello que se allanase a reconocerla?

Sin embargo, fue tan grande mi deseo de que mi hija supiese quién era su padre y de que él declarase que lo era, que yo vencí mi repugnancia, humillé mi soberbia y acudí a Juan Maury con mi pretensión. Le escribí varias cartas a las que no se dignó contestar, y yo sufrí y devoré su desprecio. Apelé entonces al confesor de mi hija, le puse en el secreto de todo y le di la comisión de ir a Inglaterra, de buscar a Juan Maury, de hablar con él, de reiterarle mi pretensión y de exponerle mis planes.

Mi hija era suya, y yo lo juraba por lo más sagrado. No necesitaba de la hacienda de él. Yo era bastante rica y estaba dispuesta a dar desde luego más de la mitad de la mía y el resto a mi   -195-   muerte. Yo me conformaba asimismo con renegar de mi maternidad o con ocultarla, para que Juan Maury buscase y fingiese, para su hija, al reconocerla por tal, más decorosa madre que yo, y no casada sino soltera. Yo me comprometía, si era necesario, a no volver a ver a mi hija para no contaminarla con mi contacto. A ella, si Juan Maury no quería tenerla en su casa, la podría tener bajo la custodia y autoridad de una ilustre y anciana parienta suya, viuda y sin hijos, y de quien sabía yo que le amaba en extremo. De la virtud, de la limpieza y santidad de costumbres y del recato de Lucía fácil era que pudiese informarse Juan Maury. De su hermosura, de su distinción y de su talento, él mismo podía juzgar, viniendo a visitarla en el convento en que ella estaba. Tal vez (en mi concepto casi de seguro) notaría él viéndola, por los rasgos de su fisonomía y por todo su aspecto, que era ella de su casta y de su sangre. ¿Qué recelo, qué temor podía impedir a Juan Maury confesar a su mujer una culpa suya cometida cuatro o cinco años antes de su casamiento, e impetrar su beneplácito para expiar en parte dicha culpa reconociendo por hija y dando su nombre a la que de la culpa había nacido? Ni los bienes de fortuna de Juan Maury sufrirían con esto menoscabo, porque Lucía era rica de por sí y nunca le sería gravosa.

Pero Juan Maury era más egoísta de lo que yo había imaginado. Era además tan gurrumino que tenía más miedo de su mujer que de una espada   -196-   desnuda; y Lady Maury era quizás la más severa, la más entonada, la más en sus puntos y la más enemiga de lo escandaloso e incorrecto de cuantas Ladies vestían y calzaban a la sazón en todo el Reino Unido de la Gran Bretaña.

Por otra parte, yo soy muy imparcial, y cuando hay disculpa, la hallo aunque sea contra mí. Mi pretensión pecaba de extemporánea, era harto sospechosa y carecía de documentos fehacientes en que fundarse.

Mi orgullo maternal y mi altivo menosprecio de las consideraciones y respetos sociales, en época en que estaba yo más sobre mí y muy engreída, me habían inducido a ser imprevisora y a no desear ni buscar con oportunidad mayor el reconocimiento de mi hija por quien evidentemente era su padre.

Mi empeño fue ya tardío. A fuerza de gestiones mi embajador clérigo consiguió ver en secreto a Juan Maury y exponerle el objeto de su embajada; pero Juan Maury, lleno de desconfianza, le despidió sin hacerle caso.

Todavía, con humillante terquedad, persistí yo en mis ruegos y escribí varias cartas a mi antiguo y descastado amante. El único resultado que obtuve fue infundir en su ánimo un miserable terror de que su Lady sorprendiese mi correspondencia a medias y pusiese el grito en el cielo. Para salvarse de tamaña calamidad, Juan Maury me envió como mensajero a un hombre de negocios de toda su confianza, quien, más que a convenir en nada, vino a imponerme silencio.   -197-   Aunque era inglés y no hablaba la lengua francesa muy de corrido, yo no he visto ni oído nunca a nadie más fresco, circunspecto y reposado en su hablar, ni que acertase a decir mayores crudezas y enormidades, sin descomponerse y sin manifestar en la forma y combinación de sus palabras nada de shocking ni de feo. Traducido lo que me dijo en rudas frases era como sigue: que si Juan Maury, que había sido guapo y muy querido de las damas, tuviese que aceptar un hijo por cada uno de los extravíos o ligerezas de su primera juventud, se expondría a poder formar un batallón con su prole; que sus relaciones conmigo habían sido de lo más ligeras, sin compromiso ninguno, y de duración muy corta; y que él no tenía ningún motivo justificado para afirmar con pleno convencimiento que durante dichas relaciones había sido el único, porque entonces había también un marido legítimo, y había además dos rivales que con grave escándalo y por celos riñeron en desafío, resultando muerto uno de ellos. En suma, el mensajero inglés me amonestó para que abandonase mi empeño absurdo, del cual sólo podría originarse la perturbación de la paz doméstica en el seno de una honrada y nobilísima familia.

No he de negarte aquí que el discurso de aquel mensajero inglés me revolvió ferozmente la bilis: estuvo a punto de restaurar en mí las bizarrías de mis verdes años y mis arrestos de chula. En mis manos, cuidadas ahora con el esmero de las manos de una princesa, sentí bullir la   -198-   comezón y el prurito de hartar a aquel inglés de bofetadas y de arañazos. Pero su corrección, su calma y su serenidad impasible me contuvieron y lo aguanté todo. Lo que sí hice fue derribar con ira y hasta con asco el ídolo de Juan Maury del altar que misteriosamente le había yo erigido en el templo de mis recuerdos. Y aunque mis manos permanecieron ociosas e inertes, no le sucedió lo mismo a mi lengua. La esgrimí como puñal buido. Si no calenté bien con mis manos la cara del inglés, con la lengua le calenté las orejas. En contestación de lo que él insinuó acerca del nombre ilustre que anhelaba yo dar a mi hija, llegué a decir al inglés que ya prefería yo hacerla hija de un zapatero remendón a que fuese hija de su amo. En suma, yo me desahogué de veras y despedí al inglés con cajas destempladas.

Para siempre deseché la esperanza y abandoné el propósito de que mi hija tuviera padre en la tierra. Casi creí juiciosa la idea extravagante del sansimoniano Padre Enfantín de no conceder sino madres a los seres humanos y de suponerles un padre ideal para que imitasen mejor a Cristo.

No era Lucía de este parecer. No poco traslució de los pasos que había yo dado y del mal éxito que habían tenido. Su amargura hubo de ser grande. La opinión que de mí tenía hubo también de malearse mucho. No dejó por eso de mostrarme sino que extremó más que antes su cariño y su respeto hacia mí; pero cada día ponderó   -199-   más lo decidido y lo invencible de su vocación.

En balde fueron mis razonamientos y mis súplicas para que Lucía desistiera. Al fin tuve que ceder y que consentir.

Hace ya más de un año que Lucía tomó el velo y se encerró para siempre en el claustro.

Nada diría yo si creyese su determinación enteramente nacida de fervor religioso; pero yo me atormentaba y aún me atormento sospechando que la desesperada soberbia de mi hija y la lucha interior entre el respetuoso cariño que me tenía y me debía y el pésimo concepto que de mí formaba, la habían llevado a sacrificarse.

Aun así la grandeza del sacrificio la ennoblecía a mis ojos. Por orgullo había desdeñado la riqueza, las galas, los deleites y los triunfos que a pesar de la impureza de su origen, hubiera ella podido lograr en el mundo.

Sin embargo, yo cavilo mucho y de vez en cuando hago suposiciones y consideraciones que rebajan el mérito de Lucía y con las cuales también me culpo y miro mi desgracia como natural resultado de mi imprudente necedad. Me comparo entonces a cierto aprendiz de mago de una antigua leyenda, que se propuso evocar y llamar a sí a un ser etéreo, a una sílfide, a una diosa beatificante, y equivocó las fórmulas, los procedimientos y los conjuros, y suscitó un vestiglo que cayó sobre él, le derribó por tierra y le pisoteó el cuerpo y el alma.

Mi propensión a reír y a burlar, aunque sea a   -200-   costa mía, me induce en ocasiones a ver este asunto por el lado cómico, pero no sazono el acerbo chiste con sal y pimienta, sino con hiel y vinagre. La cualidad de snob, me digo, puede encumbrarse a un grado heroico. Para probarlo acude a mi memoria lo que ocurrió a mis amigas la señora y las señoritas de Pinto. Vinieron a París, desde la provincia brasílica de Minas Geraes, tres sobrinos de la madre, primos hermanos de las hijas. Se habían enriquecido cultivando una magnífica fazenda, pero eran ordinarios y medio salvajes y chapurreaban el francés por detestable estilo. Llevaban, además, en el rostro el indeleble signo de su plebeyo e híbrido origen. Estaba patente en ellos la mezcla de la sangre europea con la del caboclo y aun con la del negro. No puedes figurarte la consternación que produjo en las de Pinto la llegada de estos señores. Para colmo de horror acertaron ellos a presentarse en casa de las de Pinto una tarde en que dichas señoras tenían un five o'clock tea, más subido de punto que nunca por lo aristocrático. Allí estaban el Barón de Castell-Bourdac, quien casi o sin casi es del Faubourg; dos príncipes rusos, descendiente uno de Gengiskan y otro de un compañero de Rurik; tres marqueses italianos; y una condesa polaca, de la clarísima estirpe de los Jaguelones. También estaba yo, aunque plebeya, considerada como muy elegante. ¿Qué hubiera sido del crédito de las de Pinto si llegan a entrar en la sala aquellos salvajes, tuteándolas y abrazándolas como a primas? Por fortuna ellas   -201-   acudieron a tiempo de evitar la catástrofe. Los Pintos exóticos fueron introducidos y enchiquerados en un salón vacío. ¡Pero cuánto sobresalto, cuánta angustia, divinos cielos! Aquellas señoras iban y venían por turno de un salón a otro para dar conversación a los inoportunos y descomunales parientes. A mí no pudieron menos de ponerme en el secreto y también me enviaron con disimulo a darles un poco de conversación.

En suma, para qué cansarte: las angustias y los apuros de las señoras de Pinto fueron inefables e innumerables durante cerca de dos meses que permanecieron sus parientes en la capital de Francia. Por dicha se marearon estos de oír tanto ruido como hay en estas calles de París, de estropear la lengua de Voltaire y de que nadie les hiciera caso sino los que les sacaban el dinero. Se largaron, pues, no sé dónde, y las de Pinto respiraron. Segura estoy de que si no llegan a irse, atribuladas y compungidas las de Pinto por una perpetua y abominable obsesión, las tres abandonan el mundo y se meten monjas.

Valiéndome del recuerdo de este lance como término de comparación, pugnaba yo por achicar en mi pensamiento la mística heroicidad y el desprendimiento de Lucía; pero mi obstinado amor hacia ella y mi juicio favorable a sus nobles prendas la amparaban contra la ridiculez que mi despecho quería lanzar sobre ella. Sólo conseguía yo mortificarme más y desesperarme.

A pesar de lo apacible y alegre de mi carácter durante toda mi vida, empecé a sentir entonces,   -202-   con enojosa persistencia, odio y desprecio hacia mí misma y hacia la gente que me rodeaba y miedo de verme tan sola, sin haber obtenido nunca sino fugaces amistades y sin contar con persona alguna en quien poner mi confianza y mi profundo y verdadero afecto. Apenas tenía yo más amigos que el Barón; y yo no desconocía, por más que estimase su fidelidad perruna y su devoción hacia mí, cuánto había de cómico en todo ello. Las ganas de morir asediaron mi espíritu con la contemplación de tales miserias.

***

Para distraer mis penas, para aturdirme, me lancé entonces al mundo con mayor ímpetu y frenesí que nunca. Te confieso que llegué a sentir veleidades de conquistar cierta extraña clase de nombradía; de echar mi modestia a un lado y de obtener palma y corona en el certamen de la hermosura. No fue el sentido moral quien detuvo mis arranques e impidió que cayese yo en aquel precipicio: fue mi soberano desdén hacia el juicio y la estimación de los hombres. Parodiando en mi pensamiento una sentencia evangélica, me decía yo que para cebar a los cerdos bastan afrecho y bellotas, y que es lástima arrojar perlas en la pocilga.

Con todo, otro sentir menos soberbio y de purificante delicadeza agitó por entonces mi pecho. Imaginé posible todavía, cuando no el   -203-   amor verdadero, fiel, único y sin mancha que pudiese unir mi ser con el de un hombre, un apacible y amoroso afecto que, sin poseer ya la vehemencia del amor juvenil, tuviese su limpieza, su persistente duración y su fidelidad exclusiva. ¿Pero dónde hallar este amigo, este amante, este esposo con quien yo aún atrevidamente soñaba? ¿Cómo podría yo desprenderme de lo pasado para ser digna de ser suya? Y si de lo pasado no me desprendía, ¿cómo enredarle en mi imaginado lazo sin rebajarle hasta mi nivel y sin hundirle en la abyección en que yo estaba?

Mis alambicados pensamientos y el ensueño ideal que repentinamente, tarde y fuera de sazón, movían y embriagaban mi alma, la llenaban de desesperanza y de anhelo de muerte, aunque yo seguía hallando hermoso el mundo, y rico en encantos, en curiosos misterios y en amena variedad de casos el espléndido tejido de la vida humana.

***

Deseo hacerte comprender las vacilaciones de mi espíritu, y de qué suerte, con incesantes alternativas, paso de la tranquilidad apacible al dolor desesperado. Nunca engañé, ni ofendí, ni robé, ni herí a nadie. En nada de esto pequé ni tengo de qué arrepentirme. En ocasiones, la fe perdida renace en mí. Recuerdo y reconozco como mortales muchos pecados míos, pero confiando en la infinita misericordia de Dios,   -204-   creo que me los perdona. Siento la contrición10 y yo misma me absuelvo. El remordimiento ya no me atosiga, pero hay un sentir poco cristiano, hay en mi ser un cruelísimo orgullo, que, más que todo remordimiento, atormenta y mata. La humillación y la vileza de mis primeros años se representan en mi memoria y me cubren de oprobio. No hay penitencia, ni conjuro, ni sacramento, ni palabra mágica, diabólica o divina, que borre ciertas manchas indelebles. La vergüenza que inspiro a mi hija se vuelve contra mí. La misma consideración de mi riqueza, de mi material bienestar, de mi salud y de mi elegancia, se contrapone al estado de mi espíritu y me impulsa a contemplarle con mayor espanto y repugnancia. Mi cuerpo está sano y hermoso, pero mi alma, cuando caen los recuerdos sobre ella, está como Job en el muladar. Imposible apartar de ella y raer la ponzoña de sus úlceras, a no despojarla de una de sus principales potencias, a no privarla para siempre de la memoria.

***

Tal era el estado de mi alma cuando, después de tanto tiempo, volví a verte en casa de las de Pinto. Te lo digo sin lisonja: me pareciste muy bien. Tu presencia y tu conversación me confirmaron en la idea que he tenido siempre de que el hombre de naturaleza sana y robusta, si el vicio no le deprava, va creciendo en valer y como completándose hasta llegar a la   -205-   edad de cincuenta años, que es sobre poco más o menos la que tú debes de tener ahora. Hay en su aspecto, en su ademán y en todo él una majestad y un brío reposado que están muy por cima de la intranquilidad y de la petulante inconsistencia de la primera juventud. En fin, ¿para qué buscar aquí los motivos? Bástete saber que te encontré muy de mi gusto, y que aquella noche volví a casa harto imaginativa y soñadora.

Después, a solas conmigo, se apacentó mi espíritu en los lejanos recuerdos que desde Lisboa guardaba yo de ti, profundamente sepultados, bajo otra multitud de recuerdos, allá en los abismos de mi memoria. Y no contenta yo con exhumar recuerdos tan distantes, me complací en combinarlos, empleando para ello un arte sibarítica, con las recientes impresiones que de ti había recibido. Entonces los traviesos y regocijados amores que en mi seno dormían se despertaron en tumulto y se pusieron a tocar diana, como si saliese para ellos la aurora de un nuevo día, con cuyo anuncio querían levantar y alborozar mis sentidos y potencias.

En mi pensamiento ya no podía yo estar más rendida ni ser de nuevo más tuya. Pensé o imaginé, no obstante, multitud de cosas que vinieron a complicar aquel sentir sencillo y alegre. Anhelaba yo y buscaba desde hacía tiempo formar o estrechar vínculos de amistad con alguien que me comprendiese y en quien yo pudiese poner toda mi confianza y desahogar mi pecho. También para este oficio te elegí en seguida, e   -206-   impaciente y deseosa de que le ejercieras, empecé aquella misma noche a escribir estas confidencias que pronto leerás.

Al mismo tiempo, brotó en mi mente otra aspiración, otro propósito, apenas hasta entonces concebido por mí, que mucho me turbaba y me inquietaba. No aspiré ya al logro de fugaces deleites. Forjé un raro y para mí inverosímil cuento de amores; la unión apacible y duradera de dos voluntades humanas; algo de muy semejante a la historia de Filemón y Baucis.

Por desgracia, la concepción de este último propósito cayó con violencia sobre los propósitos anteriores, y pugnó por desbaratarlos.

No; aunque tú lo quisieras, aunque movido tú por amor vehementísimo, que yo con todas las energías de mi alma lograse inspirarte, te humillaras hasta el extremo de convertir el rápido capricho y el pasajero enlace en persistente unión, y aunque te complacieras en ser mi constante y único compañero y en consagrarme tu vida, yo no podría ni debería aceptar el sacrificio, y aunque lo aceptara, no se conseguiría mi objeto. Al hacerte tú mío, completamente y para siempre mío, perderías el valer, el encanto y el mérito que me lleva a desearte como mío para siempre.

Harto comprenderás por lo que te indico los encontrados anhelos que combaten dentro de mi alma. No has de extrañar, pues, que en medio de esta lucha, brote de lo hondo y como de la raíz de mi existencia, en mí que amo tanto el mundo y la vida, la imagen de la muerte, rica de hermosura   -207-   y de poderosos atractivos, y trayendo en su mano paz y reposo.

A menudo, independientemente del renovado y repentino afecto que me inspiras y de las otras consideraciones que dejo expuestas, me aflijo y me mortifico haciendo lamentables pronósticos. Yo, según has podido entrever y pronto es probable que veas, he empleado tal fuerza de voluntad y me he esmerado con tal sabiduría en cuidarme, que si mis ojos y el amor propio no me engañan, estoy como el sol que culmina en el meridiano; estoy, como nunca, lozana y bella. Pero esto mismo aumenta mi terror de una pronta caída. Me espanta descender con precipitación del único pedestal que me sostiene. ¿Qué será de mí cuando sea yo vieja y fea? ¿Qué me quedará de respetable y de digno y de simpático cuando vengan la vejez y las enfermedades y poco a poco me vayan destruyendo y matando? Hasta la distinción, hasta la traza de mujer elegante y hasta el señorío majestuoso que muchas personas hallan hoy y celebran en mí, todo me abandonará para siempre. Ya lo he notado yo con espanto en no pocas mujeres de mi laya que han envejecido. Su aristocrática distinción era formal y somera; no procedía de lo íntimo y de lo esencial, sino de la forma exterior y de los atavíos que la engalanaban. Para mujeres tales, la vejez no llega sola, sino que viene acompañada de la vileza y de la ruindad en que nacieron y en que vivieron hasta envolverse en el alucinador artificio de que al fin la vejez las desnuda.   -208-   Pensando en todo esto me amedrenta la vejez, de tal suerte, que deseo morir antes.

***

Vas a tenerme por presa de un delirio. No importa. Es menester que lo sepas, y te lo contaré todo. Se acerca el día en que has de venir a esta casa; en que he de cumplirte lo ofrecido. A menudo lo deseo, más todavía que puedes tú desearlo. Y sin condición, sin promesa, sin seguridad de que dure mi dicha, me propongo gozar de ella con tan reconcentrada intensidad, que encierre y cifre yo siglos y siglos en pocas horas.

Y con todo, aquí no puedo menos de hacerte la confesión que me apesadumbra por el temor de que te lastime.

Tienes un rival que se interpone entre tú y yo, y quiere y manda que yo no te cumpla lo ofrecido. Pretende guardarme para sí; que a ti te desdeñe y que sea yo para él solo. De subidísimo precio son las joyas y dones con que él me brinda y trata de ganarme la voluntad. Con un beso suyo se jacta de infiltrar en mis venas llama sutil que las purifique. Su abrazo será para mí como crisol candente en que mi ser se funda, y en que el metal de que está forjado deseche las escorias y salga limpio como el oro. Así seré digna de él, y él me hará suya para siempre. El entregarme a él con rendido y confiado abandono será la efusión de todo mi ser en lo infinito. Él me traerá completa hartura para mis anhelos de   -209-   deleite, bálsamo para mis dolores, y eterno olvido para todas mis penas. Cuando pose él su mano sobre mi frente, borrará de allí el signo o la mancha que me desdora. En su regazo me dormiré en largo sueño que disipará y ahuyentará de mí para siempre todos los recuerdos vergonzosos de cuantas vilezas y ruindades me atormentan hoy. Prodigiosa es la hermosura de este rival que me solicita en tu daño. Su poder es inmenso.

Imaginan las gentes que el Amor y la Muerte son hermanos. Yo me inclino ya a creer que el Genio de la muerte es el amor mismo. Morir es el supremo acto de amor que puede hacer toda criatura. La que se rinde y entrega enamorada a otra criatura mortal como ella, da su vida y su ser, pero limitadamente, con egoísmo, con abnegación fugitiva, recobrándose pronto y casi sin perderse ni por un instante. Pero el consorcio con el Genio de la muerte, que es el mismo amor, es eterno e indisoluble.

La sustancia individual apenas tiene ya valer ni significado. Lo penetra y lo lleva todo, se diluye por la amplitud inmensa del éter y se prolonga en lo pasado y en lo venidero por el tiempo sin término que con la eternidad se confunde.

Ya ves tú cuán seductor es el rival que tienes, rival que me persigue y a quien no quisiera yo dar los miserables restos de que la cansada vejez no me despoje; divinidad en cuyas aras no quisiera yo hacer ruin libación, vertiendo las heces del cáliz de mi vida, sino derramarle allí, generosa   -210-   y hasta pródiga, cuando aún está lleno hasta la orla del filtro ardiente de pasiones y anhelos.

***

Es más de media noche. Ha empezado el día de mi cumpleaños. Hoy vendrás a verme y yo debo recibirte.

El empeño contra ti de tu rival prosigue con ímpetu. Mi egoísta amor de la vida, el terror que infunden lo desconocido, lo inmenso y lo obscuro que hay más allá, y todas mis aficiones a los materiales regalos y dulzuras, luchan en favor tuyo y me encadenan y tratan de retenerme cautiva para ti. Y por otra parte, mi imposible propósito de amor verdadero y único en la tierra, de purificación de culpas y de olvido de afrentas, me arrebata y pugna por echarme en brazos de la muerte. Hoy, como hace ya muchos años, no repruebo yo ni censuro las obras divinas que en torno mío resplandecen y cuya imagen se graba en mi alma. Todo, sin duda, está ordenado, perfecto, hermoso hoy como antes y como siempre. No exhalo la menor queja. En mí hay admiración y agradecimiento. La providencia, la fortuna, lo que quiera que sea, me ha mimado y me ha acariciado en vez de herirme. ¿Qué habrá sido de cuantas en Cádiz y en Sevilla fueron las compañeras de mi primera mocedad? Muchas habrán muerto; otras gemirán aún despreciadas y miserables en el hospital o en la reclusión de las delincuentes o de las   -211-   arrepentidas, y otras se revolcarán en el lodo de las más hondas y negras capas sociales. ¡Cuántas gracias no me incumbe dar al cielo por la excepcional elevación en que estoy! Nada de protesta por parte mía ni de acusación contra él. Hasta el resultado de la santa educación que he dado a mi hija y que me ha valido que ella, sin poderlo remediar, de mí se avergüence, me parece natural y justo. Si me voy, pues, del haz de la tierra, no será por ira ni por enojo contra el cielo, será por el ansia impaciente de buscar y de hallar el amor que en la tierra no hallo.

Años ha que esta sed de amor supremo acude a mi alma y me excita a buscarle fuera de la vida que hoy vivo. Pero antes había un fuerte lazo que a esta vida me ligaba, y ahora está desatado. Lucía me abandonó para unirse con su esposo eterno. ¿Por qué no he de volar yo también a unirme con mi eterno esposo?

***

Mil veces antes de ahora han surgido en mi alma pensamientos y deseos de muerte. En otro tiempo, la fe viva los sofocaba. Hoy, muerta la fe, aún combate contra esos deseos y contra esos pensamientos mi natural discurso. Sin duda, me digo, existe una inteligencia soberana, presente en todo y que todo lo ordena y encamina a fin alto y dichoso. Don suyo es mi vida. Mi vida, hasta en medio de su vileza y de su insignificancia, tiene un objeto y concurre al orden natural de   -212-   las cosas y al término y al desenlace de todas ellas prescritos en el plan divino. Despojarme yo de la vida sería rechazar con sacrílega soberbia el don que el cielo me ha otorgado: sería infringir monstruosamente la ley eterna y romper el orden natural con la energía de mi voluntad rebelde. No me disculpa el ansia de llegar al bien supremo. No debo ir a él violentamente: debo aguardar a que me llame. Soy impura, pero no es mi sangre, son mis lágrimas las que deben limpiar las impurezas de mi pecado. Hago mal en temer la vejez, la fealdad y las enfermedades que han de sobrevenirme. Hago mal en temer el abandono y el aislamiento en que voy a encontrarme y el desprecio con que me mirarán cuantos seres humanos me rodeen. De la soledad y del abismo de abyección en que yo caiga, mi alma podrá levantarse hermosa y feliz si la resignación la purifica. Así, y no en virtud de un acto de feroz violencia, podré elevarme hasta lo infinito a que aspiro.

De esta suerte discurro yo por momentos, pero no tardo en burlarme de mi discurso y en imaginarle nacido de mi cobardía: del mísero egoísmo, del ruin apego a todo mi ser material, que me hace preferir su pausada decadencia en medio del desdén y del olvido de mis semejantes a su desaparición rápida y completa, que me lance de súbito en otro mundo mejor y perdurable y más amplia vida.

***

  -213-  

Tiempo ha que adquirí, a costa de mucho oro, la poción libertadora. Contenida está en este lindísimo pomo que pongo sobre mi bufete. El sabio que me la vendió aseguraba que, sin dolor ninguno, en medio de un sueño delicioso, para con suavidad el movimiento del corazón y en las arterias y en las venas cuaja la sangre. La poción está compuesta de láudano y del jugo calmante de varias flores y plantas. Tal vez hay en la poción el refinado zumo de aquella hierba que gustó Glauco y le convirtió en Dios.

Aún estoy vacilante, pero por momentos creo oír lejana música y voces suaves que desde una región desconocida y llena de misterios me llaman, me atraen y promueven en mí embriaguez y furor y apetito de ir a unirme con ellas.

Adiós. Me pesan los párpados y van a cerrarse mis ojos. Aún persisto en la indecisión; no sé si beberé del pomo y mis ojos quedarán cerrados para siempre.

De todos modos, hoy, antes de las diez, recibirás y leerás este libro.

  -[214]-     -215-  

Conclusión

El Vizconde de Goivoformoso le leyó en efecto, sintiendo sucesivamente dudas, sorpresa, susto e indecible angustia. Tenía por Rafaela cuanta estimación, cuanta amistad y cuanto cariño puede tener un gentil caballero por una mujer fácil y alegre, aunque por otra parte de corazón noble y leal y de muy buena pasta. Esperaba terminar una aventura amorosa, gratísima, bastante sentimental para que no fuese grosera, y lo menos trágica y lúgubre de cuantas aventuras puede haber en el mundo. Así es que el Vizconde pensó, primero, que Rafaela quería embromarle con todo aquello, aunque la broma era harto pesada. Imaginó luego que Rafaela se había vuelto loca: que los desdenes místicos de su hija habían perturbado su razón. Tal vez pensó también que la asidua lectura de libros malos e impíos había arrancado del alma de Rafaela las creencias cristianas que fueron su consuelo y la había inducido a tan horrendas abominaciones. En extremo le pasmó el deseo concebido y formulado por Rafaela de poner término y corona a la larga serie de sus livianos amores con un amor puro, fiel y constante. No quiso el Vizconde perder   -216-   la esperanza. Aun aceptando como sinceramente sentido todo lo escrito por Rafaela, notó su indecisión hasta lo último, y se complació en suponer que el amor de la vida y del mundo había triunfado al fin, y que Rafaela le aguardaba, viva, lozana y amorosa. Dada esta suposición, él se prometía quitarle de la cabeza los romanticismos funestos y los ideales absurdos.

-Dicen -exclamaba atribulado el Vizconde- que nuestro siglo carece de ideal. Las personas que presumen de poéticas y delicadas deploran mucho esta carencia. ¿Puede imaginarse mayor majadería? Al contrario: en nuestro siglo hay plaga de ideales. Son una epidemia, casi estoy por llamarlos una epizootia, causa de mil infortunios, guerras, revoluciones y muertes.

Todo esto y mucho más lo discurría el Vizconde, sin sosiego, casi temblando de emoción, tomando a escape el sombrero, bajando precipitadamente las escaleras y entrando en el primer fiacre que vio pasar para que le llevase a todo correr, y mucho antes de la hora convenida, en casa de la Sra. de Figueredo.

Todavía en el camino, aunque le hizo el caballo a todo correr, pugnó el Vizconde por fortalecer su espíritu y por creer que lo que había leído no podía tener mal resultado y era sólo conjunto de burlas o de declamaciones, inventado por Rafaela para lucirse y hacer gala de las muchísimas cosas que había aprendido durante su larga estancia en París y de lo acicalado y agudo que había llegado a ponerse su ingenio.

  -217-  

-Me va a recibir con risa. Va a soltar una sonora carcajada al ver mi inquietud. Es evidente... ella me ha enviado el libro para que yo acuda a la cita algunas horas antes... impaciente de verme... deseosa de que pasemos todo el día en amor y compaña.

Fueron, no obstante, inútiles todos estos discursos del Vizconde. No consiguió tranquilizarse. Subió de dos en dos los escalones de la casa de Rafaela, y brincándole aceleradamente el corazón en el pecho, llamó a la puerta.

El Barón de Castell-Bourdac, que acababa de llegar, fue quien le abrió. El espanto y el dolor estaban pintados en su cara.

-Rafaela ha muerto, dijo, y lloró como un niño.

Grande fue también la pena y el horror del Vizconde.

Madame Duval y la mucamba estaban en la alcoba de la muerta, y ésta yacía tendida en la cama, pálida, inmóvil y hermosa. La última sonrisa plegaba aún suavemente sus labios. Sus ojos estaban cerrados, como si los tuviese así para ver interiormente con el espíritu prodigios y visiones de más altas esferas.

***

Aquella extraña mujer había premeditado el suicidio desde mucho tiempo antes. Todo lo había dejado bien dispuesto, sin olvidar pormenores. Lucía quedaba por principal heredera, pero había cuantiosos legados para varios establecimientos   -218-   de beneficencia en Andalucía, para madame Duval, la mucamba y los demás criados.

Al Barón, para no ofenderle y segura de que daría a los pobres lo que ella le dejase y no querría conservándolo pasar por interesado, nada le dejó sino la autorización de tomar de sus prendas y joyas todo cuanto quisiese como recuerdo. El Barón se limitó a tomar la sutil cadenita de oro y la medalla de la Virgen de Araceli, patrona de la ciudad de Lucena, que en su imaginación creadora le había pertenecido cincuenta años antes, cuando la hermosa Rafaela fue concebida.

No acierto a ponderar el profundísimo dolor, la tristeza y el asombro que este trágico suceso produjo en el ánimo de mi buen amigo el Vizconde de Goivoformoso, que, más bien que como hombre maduro, como apasionado y vehemente mancebo había esperado y soñado en los regocijos y deleites de aquel día.

Rafaela, además del testamento, había dejado instrucciones hasta sobre su entierro y sepultura, que el Barón y el Vizconde religiosamente cumplieron.

El entierro fue modesto, como la señora de Figueredo lo había determinado. La enterraron en el cementerio del Père Lachaise. Sobre la losa se grabó este epitafio que ella misma había escrito:

Aquí yace Rafaela la generosa, a quien Dios perdone por lo mucho que ha amado.




 
 
FIN
 
 


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