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Gotas de Sangre

(Crímenes y Criminales)

Luis Bonafoux

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Esperando a la viuda

     Hace tiempo que la ausencia de «la Viuda», como se llama aquí a la guillotina, preocupa a los parisienses. Como su hermana «La Marsellesa» -calificada de «chant vieux jeu», aunque todavía entusiasma en Lisboa,- la guillotina ha venido muy a menos. Ya tiene poco del carácter que tuvo en 1792, cuando la instalaron en la plaza de la Greve, y la manipuló el verdadero Samson, tal vez ascendiente del almirante famoso. Y ya no tiene ni pizca del carácter que ostentó en la plaza de la Revolución...

     Pero, a pesar de todo, la guillotina sigue siendo una atracción parisiense, como «la Morgue» y otros establecimientos siniestros, que son lo que las verrugas en un rostro bonito y acicalado, y constituyen un contraste sugestivo para ojos turbios y espíritus marchitos.

     Hace tiempo que echamos de menos la canibalesca orgía que precede al acto de descabezar a un reo: el transporte de la guillotina al lugar de los suplicios, la instalación y prueba de la misma, el ir y venir del verdugo, con su séquito de ayudantes en la faena de matar; el desbordamiento de figuras atroces que corren hacia el triángulo siniestro, la exhibición, en balcones y ventanas, de mujeres, desencajadas y pálidas, que se vuelven todas ojos ansiosos de mirar, mientras, detrás de ellas, los amantes las hacen cosquillas en las nucas rubias, y luego, la lúgubre aparición del reo, sus muecas de espanto, sus sobresaltos y desfallecimientos, el acto de echarle en la báscula, amarrado como un salchichón; el ruido seco del tajo al bajar vertiginosamente y el chorro de sangre, saludado por horribles bocas que exhalan, como de una alcantarilla, toda la podredumbre social...

     Y es cosa convenida que así, o sin guillotina, no podemos seguir. Derruído el emplazamiento que tuvo en la Roquette, que fue su última estación de parada, no se le ha designado otro, tal vez porque los gobiernos pretendan ganar tiempo para que el pueblo olvide a «la Viuda»; pero el pueblo no la puede olvidar, y la crónica la recuerda periódicamente, consignando que estamos sin guillotina y que no descabezamos a reos de muerte porque no tenemos sitio a propósito para descabezarlos.

     Así fue que ayer hubo manifestaciones de verdadero entusiasmo en el antiguo emplazamiento del «Rastro» parisiense que se llamó «el Temple». Salida de no se sabe dónde, apareció allí, según refieren los periódicos, una guillotina. Verla y entusiasmarse aquel tenebroso barrio fue todo uno.

     Contemplábanla casi con amor, y pasábanle las manos, como acariciándola, las comadres, y una turba de apaches, con sus correspondientes apachas, ellos y ellas provistos de antorchas resinosas, bailaron alrededor del triángulo un monstruoso «cakewalk», que hubiese enrojecido las caras, aunque son negras, a los súbditos de la ex-Reina Ranavalo.

     Explicada la equivocación, y habiendo cargado unos guardias con la máquina del doctor Guillotin, los espectadores, decepcionados, gritaban:

     «Rendez-moi ma potence de bois»

     «Rendez-moi ma potence»!...

     Variante de:

     «Rendez-moi mon cochon»!...

     Y una tristeza profunda invadió el ambiente. Porque hay que dar al espíritu, como al cuerpo, lo que es suyo, y sin «sangrar» a alguien no se puede vivir a gusto...



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De Caza

     El movimiento de veraneantes se va agotando en las noticias de los periódicos. Quedan, sin embargo, por montes y vallados, en castillos y palacios campestres, gentes selectas, por el abolengo y la fortuna, que dedican sus ocios al deporte de la caza. La Prensa narra las fiestas que dan los privilegiados del otoño, que fueron también los privilegiados del verano y serán asimismo los privilegiados del invierno... Y publica extensas listas de Príncipes y aristócratas y de sus comitivas principescas y aristocráticas en las sangrientas fiestas de la caza.

     Hay, sin embargo, un personaje que tiene un séquito mucho más numeroso que las comitivas de los Príncipes y aristócratas cazadores. No habita castillo ni palacio. No envía a la sección de noticias de la Prensa listas de nombres altisonantes y de trajes suntuosos. No busca el reclamo, ni siquiera la publicidad; antes bien, pide alrededor de él silencio y olvido. Pero el público le sigue, espiando sus salidas, sus menores movimientos; la Prensa habla diariamente de él, y, en todo París, no hay, en estos días, personalidad más popular que la suya ni que más hondamente preocupe a la opinión pública.

     Ese personaje es el verdugo Deibler. ¡También él prepara una cacería, una fiestecilla sangrienta!... ¡También él tiene comitiva, ojeadores, instrumentos de muerte!... ¡Y convidados a la fiesta!.. Sólo que no se apresta a cazar un jabalí, sino a cazar un Soleilland.

     El verdugo de París no es el personaje astroso y repugnante que antaño cobró 48 libras por cocer un malhechor en aceite hirviendo, 28 libras por desollar un hombre, 10 libras por cortar una lengua, unas orejas o una nariz, y muy poca cosa por dar tortura.

     El verdugo de París es un funcionario como otro cualquiera, respetado y respetable, que tiene familia, vecindad, amistades, una casita propia, en cuyo balcón toma el sol fumando una pipa, un café conocido, donde hace carambolas después de tomar el aperitivo. Viste levita cerrada, como la de Thiers, gasta chistera, como un magistrado, y distribuye apretones de manos en su barrio.

     El día de una ejecución pública, la mujer le llama diligentemente, si él se ha quedado dormido, como la mujer del cazador llama a éste para que vaya al campo.

     Las noches anteriores ha habido tertulia en la casa, y al amor de la lumbre, en el hogar honesto, se han recordado, entre buenos amigos y vecinos, incidentes de otras ejecuciones, y el día de la faena, pasada ésta, hay en la casa una comida de amigos, y de sobremesa describe el verdugo la instalación de la guillotina, el acto de recibir al reo, su última toilette, su actitud al marchar hacia el suplicio, cómo le echó en la báscula y el ruido que hizo el tajo al caer sobre el cogote, que replegó el espanto.

     Los comensales, interesadísimos, están como pegados a sus asientos, y la velada se prolongaría demasiado si la mujer del verdugo, más excitada y amorosa que de ordinario, no le recordase, con insistencia y entre ternuras, que ya es hora de acostarse a procrear como Dios manda...



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El Chato, absuelto

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- I -

La prensa

     Hay tema para llenar un volumen con las opiniones de toda la prensa, absolutamente de todos los periódicos, «sin distinción de matices políticos», con motivo del inesperado fallo que recayó ayer, a última hora de la noche, sobre el crimen, no del niño de El Escorial, como dicen algunos periódicos hablando en guirigay, sino de los miserables que sacrificaron al niño Pedrín.

     Con lo más oliente de las conclusiones formo un ramillete de sueltos que dedico a quien corresponda.

     «La tristeza que se nota en los semblantes de las mujeres al conocer el fallo -observa El Tiempo- contrasta con la alegría del Chato y de Crisanto, que ESPERABAN que la sentencia, en la parte que a ellos afecta, FUERA MENOS FAVORABLE.»

     «El Chato -dice La Correspondencia- oyó la petición fiscal con alegría. El Chato se sonreía...»

     «Los reos -dice La Época, y con especialidad el Chato, se mostraban muy satisfechos

     De El Liberal:

     «Los procesados aparecen satisfechos y muy animados. Hablan de proyectos para el porvenir. Están, en fin, muy contentos. Las procesadas están tan contentas como si las hubieran puesto en la calle. Sin duda esperaban un fallo terrible. El Chato dice que como veía próximo que le iban a apretar el gaznate, está satisfecho. Las Chatas, muy decidoras, echan cuentas sobre cuál será el establecimiento penitenciario a donde les corresponde ir a cumplir su condena. Crisanto dice: El Jurado no ha podido dar mejor veredicto. Yo se lo agradezco mucho. La declaración que di primero es VERDAD, pero me retracté para librar del palo a mi cuñado

     «El Chato -habla El País- sonríe satisfecho. Los procesados están contentísimos. Crisanto ha dicho a su procurador que, puesto que ya había habido veredicto, no tenía inconveniente en afirmar que su primera declaración, acusando al Chato, es COMPLETAMENTE EXACTA, y que si, en el acto del juicio, se ha retractado, ha sido porque le dijeron que de este modo salvaba a su cuñado de la horca. Hemos preguntado al Chato si le agradaba el veredicto, y ha contestado balbuciente de alegría, que le ha GUSTADO MUCHÍSIMO, y si le dejaran BAILARÍA. Repugna el cinismo de estas gentes.»

     Del reporter de El Imparcial:

     «Mientras se dicta sentencia, los procesados muestran mucha alegría, lo cual es prueba evidente de su culpabilidad, pues de ser inocentes habría de parecerles la pena terrible y dura.

     Las Chatas echan cálculos en alta voz sobre cuándo cumplirán la condena.

     El Chato también está contentísimo. «Me importa poco -dice- acabar la vida en el presidio.»

     Crisanto exclama: «Tanto hablar de conciencia, y mi retractación la hice para salvar del palo a Julián.»

     La opinión de El Imparcial:

     «Seguramente causará impresión penosa, aun entre las gentes más dadas a la misericordia, un fallo que no llega en su severidad a donde los criminales con su fiereza. Si no había prueba bastante contra El Chato y Crisanto, se les debió absolver; si había pruebas, debió imponérseles el más duro castigo.

     Respetamos las decisiones de los tribunales y no podemos pedir para nadie la pena de muerte; pero, respondiendo a la conciencia pública, hemos de decir que después de este veredicto va a ser preciso borrar la palabra «asesinato» del Código, y declarar que nunca más debe experimentar el pueblo español el horror que produce el patíbulo.»

     Del New York Herald, escrito a los pocos días de perpetrarse el inaudito crimen:

     «En España se juzgará al Chato ante los tribunales. En los Estados Unidos se le ejecutaría en la prisión.»



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- II -

     «Pocos crímenes como éste -ha dicho La Época- han indignado tanto el sentimiento público.»

     Él odia el delito y compadece al delincuente no es aplicable al autor del crimen cometido en El Escorial. Después de conocer el resultado, hay que seguir odiando el delito y odiando al delincuente. No seré yo quien afirme que tal resultado, tristísimo sobre toda ponderación, que afecta hondamente a las conciencias honradas, es un síntoma más del «actual estado de cosas...» ni seré yo quien diga que a la institución del jurado en España le falta mucho que estudiar y hacer para ponerse al nivel de la misma institución en otras naciones del mundo. Prefiero creer, y digo, que la liberación del Chato y familia es obra exclusiva de los «brillantísimos informes» y de las «notabilísimas defensas» del Sr. Cuevas, cuya oratoria forense no tiene en verdad, a juicio de quienes la oyeron, nada que envidiar a la oratoria sagrada de su señor hermano fray Cuevas, que goza de tanto valimiento en el monasterio de El Escorial.

     A pesar de todo, permítame el letrado señor Cuevas que no asocie mi humilde voz al coro de voces que cantan su triunfo. Perdóneme el letrado Sr. Cuevas que le ofrezca, por la victoria que consiguiera, el testimonio de mi más sincero y profundo pésame...

     Sea porque sintiera compasión hacia el Chato, o sea, como ha referido un periódico, porque el Sr. Cuevas deseaba aquilatar sus méritos en el arte que hizo célebre a Aparici y Guijarro, el referido letrado merece ciertamente los plácemes de aquellas personas felices que creen a pie juntillas que los jurisconsultos han venido al mundo nada más que a perorar elocuentemente en favor de tal o cual causa, sea cual fuere. Es cuestión de temperamento; y yo, que también soy letrado -aunque me está mal el decirlo,- no hubiera podido articular una sola palabra en defensa del Chato, aunque me hubiese ido en ello la vida.

     No se me ocurre, ciertamente, que los letrados tengan obligación de imitar a Petrarca en retirarse del foro, diciendo que la abogacía es el arte de urdir mentiras, como se retiró, por idéntica causa, otro abogado, el sabio naturalista D. Augusto Linares; pero se me ocurre recordar que el defensor del energúmeno Troppmann, cuyos crímenes resultan insignificantes comparados con el horror del Chato, no se atrevió a graduarle de inocente, ni menos a decir que vocearía su inocencia mientras tuviese un soplo de vida, sino que abogó por él con una frase de humorismo trágico, alegando que Troppmann era el genio del crimen y que todos tenían obligación de inclinarse ante un genio...

     Vaillant no fue un Chato, sino un político exaltado, un fanático delirante; y el crimen de Vaillant no fue secuestrar a un pobre niño de tres años, ni atropellarlo sádica y brutalmente, ni saltarle los ojos, ni estrangularle poco a poco como el gato al ratón..., sino herir en la cabeza a varias personas con los clavos de una bomba.

     Pues Vaillant, con ser Vaillant, tardó mucho en conseguir un letrado que quisiera defenderle. La mayoría se excusaba con decir que la bomba de la Cámara era un atentado contra la sociedad francesa.

     ¡El crimen del Chato, Sr. Cuevas, fue un atentado contra la Humanidad!



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- III -

     Y ese criminal ha sido absuelto, siendo así que el hecho de no matarlo equivale al hecho de absolverlo.

     El presidio es un pueblo encantador para hombres de tal índole. El Chato se quejaba de hambre. Allí no la pasará. Echaba de menos una buena cama. En el presidio la tendrá. ¡Y tendría un niño, si alguno se asomara a su mazmorra!...

     En presidio, el Chato vivirá del grillete, que es su renta. Estará allí entre los suyos, como en familia... Los presidiarios harán pinitos por verlo, y él penetrará en sus dominios satisfecho, sonreído... ¡Es muy posible que un poeta de Ceuta, si los hay allí, que sí debe haberlos, le dedique una égloga virgiliana!...

     El Chato es joven; puede vivir mucho todavía; pueden cobijarle indultos; puede salir de presidio en tiempo no lejano: y puesto que habló de proyectos para el porvenir -según ha dicho El Liberal,- creo que el estar bien con el Chato ¡conviene a los ciudadanos honrados!...

     ¡Quién sabe si este facineroso llegará a presidente del Consejo de ministros!...

     ¡Quién asegura que no tengamos que pedirle un empleo, tal vez una merced!...

     Gran triunfo, Sr. Cuevas. Pero yo, sin poderlo remediar, recuerdo al niño Pedrín. Se le secuestra cuando va, en busca de sus hermanitos, al convento de El Escorial; se le tiene más de un mes, día por día, sumergido en un desván, bajo una temperatura de cero grados, con las manos y los pies maniatados, como un carnero, alimentándole de leche a todo pasto, haciéndole sufrir varias veces al día, según la primera declaración de Crisanto -declaración que es exacta, como lo confirmó él mismo después del veredicto- los más horrendos atropellos, «anormalidades monstruosas», según el informe de los médicos que reconocieron el cadáver...

     De aquel desván, en donde duerme también el Chato, sale de vez en cuando, por un agujero, la cabeza del niño, y surgen ayes de dolor que, al decir de una de las Chatas, semejan balidos de cordero, y van a perderse sin eco compasivo entre rugidos y risotadas lúbricas de una familia de meretrices y sodomitas; y del mismo desván baja algunas veces el Chato a pedir aceite...

     Luego, se estrangula al niño, después de sacarle los ojos, y en la banasta de un burro se le lleva a un risco inaccesible, para que duerma a la intemperie, picoteado por los cuervos...

     ¿Por qué se ha cumplido en la tierra el tormentoso infortunio de ese niño de tres años?... ¿Qué Dios es ese que consiente tamañas iniquidades?...

***

     ¡Pobre niño Pedrín, con tu corona de espinas sobre el campo yermo!... Si has oído desde allá arriba lo que se ha dicho acá abajo, ¡cuánto no habrá sufrido tu almita al oír insultar a tus padres, y decir que las Chatas estaban encargadas de cuidarte y asearte... de las inmundicias del Chato!... ¡Pobre niño Pedrín, abandonado en el campo, con tus manitas a la espalda, como sufriendo el horrible boca abajo a que fue condenada antaño la raza etíope; con tus faldas levantadas, como si quisiesen denunciar tu escarnio y tu vergüenza!...

     Gran triunfo de abogado, señor Cuevas, gran triunfo ha sido, sin duda, el librar de la muerte al verdugo del niño Pedrín. Pero yo tengo la convicción de que usted, en cuanto hombre, se preguntará alguna vez, como me pregunto yo, si no es reo de no haber contribuído a realizar la recomendación del New-York Herald...



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Beaujean

     Beaujean. Veinte años. Pequeño de estatura, raquítico de complexión. Todo un insignificante si no llevara la muerte en los ojos, cenagosos como el fondo de un remanso, surcados por estrías sanguinolentas.

     -¿La profesión de usted? -preguntó el presidente. Y el acusado, con tranquilidad: -¿Mi profesión?... ¡Souteneur!

     Merodeando en Batignolles y Clichy, vivía de mujeres, del juego, del robo, y de dar de vez en cuando una puñaladita. Vivía bien, de valiente, comiendo con buen apetito y durmiendo a pierna suelta. La Silher, moza de rompe y rasga, tenía un rencor, una estalactita de la envidia que le manaba del corazón. El rencor era la Dolbeau, a quien quería matar... Pero para matar a la Dolbeau necesitaba la Silher un verdugo barato, y Beaujean lo fue por gusto, por matar... el tiempo, tal vez por vocación, o «¡por hacer un servicio», como dijo él repetidas veces en la vista de ayer.

     La destrozaron. Y Beaujean, que observó, al ser detenido por la policía, dos días después del asesinato, que tenía una mancha de sangre en un puño de la camisa, quiso borrar la huella dándola un lengüetazo.

***

     Levantándose tranquilamente el acusado, dijo con voz serena: -La noche era horrible. El camino, sombrío y solitario. La Silher llevaba en la mano un pañuelo para amordazar a la Dolbeau. Varias veces, durante el trayecto, le hice señas de que era necesario amordazarla para que no gritara. Pero la Silher no hacía nada, permaneciendo inactiva, «como una tonta», con el pañuelo en la mano. Entonces salté bruscamente sobre la Dolbeau para hacerle presa en la garganta. Se volvió y me quitó la acción; pero le metí los dedos en la boca para retorcerle la lengua e impedir que gritara. Luchó y me los mordió. Conseguí al fin agarrársela y retorcérsela.

     Con la otra mano le apreté la garganta y la eché a tierra. Me puse de rodillas en su tripa, y mientras la amordazaba la Silher, yo la estrangulé con las dos manos. Sus ojos moribundos se revolvieron con espanto. Continué apretándole la garganta unos cinco minutos más. La Dolbeau saltaba toda... Cuando cesaron las convulsiones, cesé yo de apretar.

     Sin embargo..., como movía un poco los músculos del cuello, la di, para rematarla, una gran patada en la cara. Quise luego echar el cuerpo en el cementerio. Pesaba mucho, y la tapia era alta. La Silher cogió los pies de la muerta; yo cogí la cabeza. ¡A la una! ¡A las dos!... La echamos al aire y el cuerpo quedó colgando del muro. Conseguí, con mucho trabajo, hacer que rodase por la tapia hasta caer al otro lado del campo. Cuando me lavé las manos, sucias de la labor, sonaban las tres de la madrugada en el reloj de la Prefectura de Saint-Ouen.

***

     Y el acusado se sentó, con la misma tranquilidad con que se puso en pie, mirando con sus ojos de mochuelo, turbios y fosforescentes, el espanto que se reflejaba en la lividez del auditorio.

     «Lo único que siento -añadió, a guisa de postdata- es que, al volver a casa de la Silher, ella se acostó en el suelo; yo en la cama. No dormimos juntos.» La fisonomía del público habíase alargado desmesuradamente. ¡Todos parecíamos ocarinas! Y luego, al salir;

     -¿Qué le ha parecido a usted ese cafre?

     -¡Un hombre en bruto! Lástima que le hayan condenado a muerte, porque merecía exhibirse en Chicago.

***

     El presidente Carnot negó el indulto a Beaujean y lo otorgó a la Silher, porque en este país hay marcadísima repugnancia a guillotinar mujeres; y Beaujean subió al patíbulo alardeando de un valor inconmensurable, con el valor de los héroes que sucumben en los campos de batalla y con el de los mártires que mueren por la buena causa. Le vi en el tribunal, en la prisión, en marcha para el patíbulo, en la báscula...; y puedo decir que en ningún tiempo perdió su inaudita serenidad.

     -Mañana, mañana, me matan -dijo la víspera de la ejecución.- Voy a jugar baraja y deseo que no me distraigan.

     Despertado a las cuatro de la madrugada para hacerle la lúgubre «toilette», dijo tranquilamente: -No hay que recomendarme que tenga valor. Yo aseguro que no me faltará.

     Y habló alegremente con el sacerdote, con los guardianes de la prisión, con el mismo verdugo. - ¿No me conoces? -le preguntó.- ¿No recuerdas que cuando guillotinaste a Kaps, yo te grité desde la plaza de la Roquette: «¡Viejo cojitranco!» y tú me respondiste: «Cuida tu piel si no quieres caer un día entre mis manos.»

     Al acercarse a la guillotina observó:

     -Pero yo no veo la cuchilla. ¿Dónde diablos está?

     Y cuando acertó a verla: -¡Ah...! ¡Héla ahí! Ya conocía yo de vista esta máquina. ¡Y ahora vamos a vernos las caras!

     El verdugo Deibler estaba estupefacto. Beaujean le dijo momentos antes de morir:

     -Y bien, «mi viejo», decid que todo va a concluir para mí dentro de dos segundos...!

     Dió un abrazo al sacerdote; y sereno, regocijado, sin perder nada de su buen color, puso el cuello en la fatal media luna. Un copioso chorro de sangre brotó al separarse la cabeza del cuerpo, y un perro, que fue llevado por un oficial del ejército, acudió presuroso a olfatear el cesto que había recogido la ensangrentada cabeza.

     Beaujean tenía veintidós años... -Mi único sentimiento al morir -dijo- es que la Silher, que me ofreció ser mía si la ayudaba a matar a la Dobleau, no quiso luego cumplir su promesa. Yo creo que mi «trabajo» valía la pena de que hubiéramos dormido juntos...

     La Silher, que hizo matar a la Dobleau porque vivía maritalmente con el marido de ésta, no tuvo el menor recuerdo para el hombre que llevó a la guillotina, Y ¡detalle monstruoso! ahora se trata de casar a la Silher con el viudo Dobleau, para que éste pueda acompañarla a Nueva Caledonia.

     -Es cierto -ha dicho Dobleau- que la Silher mató a mi mujer; pero «la pobre chica» lo hizo porque me ama, y yo deseo reparar, en la medida de lo posible, el mal que he hecho...



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Examen mental de todos

     Por fin y según parece hoy, saldremos del cadáver de Syveton, terminando el señor juez por declarar que sí hubo suicidio, cosa que saltaba a la vista de un ciego.

     Puede decirse que el señor juez ha trabajado involuntariamente por el doctor Barnay, por el portero Jondreau y por el psíquico Cesare Lombroso.

     El doctor Barnay, que era un ilustrísimo desconocido, aprovechó la conyuntura para darle varios golpes a su retrato en cada periódico parisiense. El lector no podía echarse a la cara ninguno de ellos sin tropezar incontinenti con la vera efigie del doctor Barnay con su cabeza de calabaza, y sus barbas de chivo en reposo.

     El portero Jondreau también ha salido en retrato como catorce veces en cada periódico, y ahora una empresa teatral le ha ofrecido cincuenta mil francos por actuar de don Juan en un teatro contando sus amoríos porteriles con su ama y la Margot...

     Cuanto al psíquico Cesare Lombroso, su gloria estaba algo extinguida en París desde que se le probó que era un plagiario de Crepieux-Jamin.

     La exageración de Lombroso, con motivo del asunto Syveton, en esta Prensa, paréceme más lamentable que sus plagios en la Grafología, porque el juicio que ha expresado sobre la mentalidad de madama Ménard es más propio de un charlatán que de un sabio como él, que sí lo es, a pesar de sus plagios.

     En efecto: declara Lombroso que «no son suficientes los documentos que tiene para juzgar la cuestión, porque hay que desconfiar de las fotografías vulgares», y a renglón seguido dice «que madama Ménard, por sus retratos, tiene los caracteres que ha expuesto él en su libro La Mujer Criminal, aliándose al precoz erotismo».

     Y, como si no le pareciera bastante clara la acusación, añade el Maestro:

     «Con la Mujer criminal acuérdanse perfectamente los versos y la prosa de la joven Ménard, precozmente y mórbidamente erótica.»

     Lo que no se acuerda de ningún modo es este fallo psíquico con la declaración de que las fotografías vulgares no son documentos suficientes para formar juicio.

     Siendo esto así, ¿por qué lo formó Cesare Lombroso? ¿Qué prisa le corría? ¿Le iba en ello su fama de sabio? ¿Necesitaba, para comer, cobrar su artículo?...

     ¡Aviadas estaríamos las celebridades europeas si los psíquicos nos juzgasen por las fotografías! En algunas mías, que no sé de dónde las hubieron ciertos periódicos, parezco una especie de Aldige, y maldita la gracia que le haría a mí familia que Lombroso, juzgándome por esos retratos, dijera de mí:

     «Este caballero tiene todos los caracteres de Ménesclou, el asesino que atropelló brutalmente a la chiquilla Deu, de cuatro años, la degolló, la descuartizó en 39 pedazos, después de dormir con el cadáver metido en la paja de su jergón; y cuando la policía arrestó al miserable, todavía guardaba éste, en los bolsillos de su chaqueta, dos sangrientos muñones correspondientes a las manecitas de la pobre niña. No tengo documentos suficientes para decir que el Sr. Bonafoux es quien mató con el muñeco de Aldige a las víctimas enterradas en su huerto; pero por las trazas del retrato publicado en tal periódico tiene todos los caracteres que he expuesto en mi libro El Hombre Criminal

     Líbrenos Dios de sabios que a lo mejor le desacreditan a uno psíquicamente. Mucho más comedido que Lombroso, el doctor Garnier, al pedirle opinión sobre el carácter de madama Ménard, limitóse a aconsejar que se la someta a un examen mental -y cuenta que el doctor Garnier no conoce a madama Ménard por los retratos exclusivamente sino que la ha visto en persona.

     Tal vez le haya parecido la Ménard una Merlac a una Morel, cuyos históricos histerismos hicieron tanto daño; pero se guarda muy mucho de expresar juicio sin someterla a examen mental.

     Una magistratura a remolque de unos cuantos periódicos voceras, que por intereses de partido dieron en gritar: ¡A la asesina!; un público dedicado a tragar diariamente relatos tan fantásticos como malsanos; un portero, buscado, celebrado y adulado por terribles aventuras, que arrastra el ala a lo largo de los bulevares; una atropellaplatos que se sirve de la Prensa como bocina para enterar al portero de que sigue muriéndose por sus pedazos, y un sabio que falla psíquicamente lo que ni estudió ni vio, son manifestaciones de la más completa falta de seriedad.

     Si madama Ménard, según el doctor Garnier, necesita un examen mental, no menos necesitados de examen mental están los autores de aquellas manifestaciones.



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La Cabeza de Eyraud y el Alma de Gabriela Bompard

     Los periódicos noticiaron que Gabriela Bompard, de regreso de New York, había sido colocada de cajera en un café concierto. ¿Cuál? Como preguntando se llega a Roma, preguntando llegué al café concierto, el mismo donde la española Magdalena González, querida del asesino Anestay, se estrenó como cantadora, que duró lo que las rosas, al día siguiente de guillotinarlo el verdugo Deibler.

     Café concierto inmundo. Un tablado tosco y polvoriento; unos artistas de la legua; una multitud grasienta y alcohólica; y allá en el fondo dos mujeres en el mostrador del establecimiento; rubia, llamativa y pizpireta la una; trigueña, vulgar y friona la otra; aquélla con aire de cocota cínica; ésta con trazas de maritornes taimada.

     Un amigo, que me acompañó en esta excursión, empezó a estudiar de lejos, desde las sillas que ocupábamos a distancia del mostrador, los gestos de la rubia, que indudablemente era la lúgubre querida de Eyraud.

     -Fíjese usted, me decía, en la crispadura de esa boca. Parece que va a morder...

     -Sí. El sobresalto de los ojos me parece peor que la crispadura de la boca. Relampaguea en ellos una inquietud de conciencia culpable...

     En aquel momento, la rubia, que estaba cosiendo, tomó las tijeras para dárselas a un viejo que bebía una copa en el mostrador, y, en sus gestos alocados, hizo como ademán de pincharlo.

     -Creí que lo iba a atravesar... ¡La fuerza de la costumbre!...

     Para ver de cerca a la alimaña rubia resolvimos tomar unas copas en el mismo mostrador. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa, y nuestra plancha de psicólogos, al enterarnos de que Gabriela Bompard no era la rubia descocada, sino la trigueña ensimismada y fría! Sí, esa mujer de rostro vulgar e inexpresivo, con trazas de criada vestida en domingo, esa mujer anodina, silenciosa y taimada, esa era la legítima Gabriela Bompard; y su compañera, una tal Flonfon, ni mató a Gouffé ni es capaz de matar una mosca.

     De cerca, observándola cuidadosamente, pronto se echa de ver en ella la huella del crimen, lo cual prueba que la psicología, a distancia, y en un cafetín mal alumbrado, se presta a terribles equivocaciones. Aunque joven aún, bien que envejecida por su vida airada, por las emociones que ha tenido, y por la larga prisión que pasó, hay en su fisonomía un no sé qué de siniestramente viejo. La sonrisa de su boca, sin labios, absolutamente sin labios, es un forzado pliegue, glacial, desdeñoso y malo, pliegue que resbala por la barba y se pierde en una contracción, que es una mueca. Sus ojos, atorerados, bonitos cuando miran con candor de paloma sobresaltada, tienen de vez en cuando una dureza fija, de la que brotan, como de pedernal herido, chispas de recóndito incendio. Su nariz, pronunciada y afilada, parece que husmea. Anchas y profundas arrugas cruzan su frente, hormiguean alrededor de sus sienes, culebrean por sus mejillas y se arremolinan en surcos donde parece que ríe la desesperación de vivir. Toda su cara, con ser guapa, es un espanto. Y su cuerpo es pequeñito, y sus manos son finas y suaves, y sus pies son minúsculos...

     Habla mal de todos y de todo, incluso de Jacques Dhur, que tanto la ha servido... Está descontenta de todos y de todo, incluso del café concierto, único establecimiento que le dio el pan de cada día... Habla horrores de Eyraud, que por ella perdió la cabeza... En su obsesión de justificarse, de hacer papel de víctima, de inconsciente que por sugestión hizo lo que la mandaron -aunque todo su ser denota una energía muy grande, aunque a despecho de su disimulo hay un instante en que su alma dura se le asoma a los ojos,- Gabriela Bompard, en sus recuerdos, todas las noches, saca del cesto de la guillotina la exangüe cabeza de Eyraud, la abofetea con injurias y la pasea como una vergüenza.

     «Hay un público que vive del terror, del escalofrío de horror, del placer que le inspira el tener miedo», ha dicho le Cri de Paris.

     Por eso Gabriela Bompard, que es muy sabia, da, de vez en cuando, un toquecito a sus muertos.

     Le hablaba yo de una amiga suya que acaba de casarse, toda vestida de blanco...

     -Cuando yo me case, observó Gabriela, me vestiré toda de «rojo»...

     -Usted se conserva muy bien... ¿No ha tenido usted hijos?

     -No... Pero he parido un chico «rojo»...

     Y hablando de Eyraud:

     -Ya sé, ya, que decía que no le importaba el morir, a condición de estar conmigo cinco minutos... ¿Para amarme, cree usted? ¡Para hacerme lo que al otro! (Y con sus manos felinas hizo el gesto de la estrangulación).

     Porque Eyraud no existe. Si resucitase, para ir al mostrador del café concierto, Gabriela, que es del último que llega, hablaría horrores del pobre Gouffé...



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La Obsesión del baúl

     Reunidos en trío erótico un pájaro de cuenta, llamado Cesbron; un doctor inglés, llamado Hebert, y una mala pécora, llamada Justina Pesnel, venían dedicándose a dar timos, con el gancho del matrimonio, a personas que querían casarse.

     Un incidente produjo la intervención de la policía en los tejemanejes del trío, y la policía, en registros que hizo en deshabitada villa que aquellos individuos alquilaron en lugar apartadísimo y solitario, encontró un hacha, varias cadenas, una pala, un pico, un martillo, una sierra y un baúl negro y vacío.

     ¡Ah, ese baúl!... La policía dedujo en seguida que las herramientas fueron compradas por Cesbron y su parienta para matar al doctor Hebert, que tiene buenos cuartos, y enterrarlo metido en un baúl negro y vacío, y como ya parece averiguado que el baúl se destinaba a ropa y las herramientas iban a servir al mismísimo doctor Hebert, que fue quien las compró, para hacer una palizada, la rechifla de París debe de haberse oído en la Puerta del Sol.

     Va para veinte años que Eyraud y Gabriela Bompard, juntando el pringue de sus almas torvas como juntaron el pringue de sus cuerpos sádicos, idearon la siniestra aventura de levantar un patíbulo en la habitación de un piso, ejecutar allí mismo una víctima y meterla en un baúl...

     Los periódicos europeos no hablaron de otra cosa en más de un año, y de aquella a esta fecha se han escrito muchos volúmenes sobre el asesinato de Gouffé por Eyraud y Gabriela Bompard.

     Pero no pasan años por este crimen, cuya espeluznante trama sigue inalterable en la retina de París. Otras aventureras trataron de imitar a Gabriela: Mary Rogers, en los Estados Unidos: la Klein en Viena y hasta un hombre, Devreux, en uno de los alrededores de Londres. El nombre de Gabriela Bompard aparece periódicamente en las principales publicaciones de Francia y el extranjero, y en estos días «Le Matin» la exhibe en folletín escrito por Jaume, ex-inspector principal de policía, y en escenas como esta, que yo he oído de los labios de Gabriela y que deja muy atrás cuanto puede idear la fantasía más lúgubre:

     C'était après le crime, à Lyon, à l'hôtel de Toulouse. La malle, où I'huissier se décomposa avec bruit, est dans un coin de la chambre 6, près du lit. Eyraud et Gabrielle se déshabillent. Une détonation retentit, dans la malle sanglante.

     -Tiens, fait Eyraud, c'est lui qui se vide!

     Et au lit, il donne à Gabrielle une séance amoureuse d'une frénésie extraordinaire. Il interrompt ses caresses pour «engueuler» le cadavre de Gouffé.

     -Salaud! lui dit-il, en montrant le poing, tu ne peux plus l'embrasser, hein? Eh bien! moi, je l'embrasse! Ah! ah! viens-y donc! Mais tu ne viendras pas! il lui faut d'autres hommes que toi, à Gabrielle!

     No hay más que una Gabriela, como no hay más que un baúl-tumba, y la policía, sacudiendo la obsesión del baúl sangriento, debe dejarse de ver Gabrielas en todas partes.

     Porque ya no se puede salir de viaje con un baúl negro sin excitar la curiosidad pública y sin que la policía frunza el ceño, preguntándose: -¿Cargará ése con un cadáver?...



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París-Extremadura

     Ya saben ustedes que en París vivimos de milagro. En barrios populosos como Menilmontant y Belleville, en bulevares tan concurridos como el de Richard-Lenoir, en pueblos tan importantes como Clichy-Levallois y Asnières, no es posible salir después de las doce de la noche sin tropezarse con la partida de los Encaveurs, o con la de los Sornis, o con la de los Amandiers, o con la de los Coeurs percés, o con la de los Ceintures-Bleues, o, en fin, con la de los ¡¡¡Apaches!!!

     Componen estas partidas amenos jóvenes de diecisiete a veinte años, que matan por gusto, y que, después de matarle a usted, le dejan de recuerdo, y como marca de fábrica, un chirlo en la nariz, o un ojo tuerto, o una oreja cortada, que luego le regalan a la novia. En el barrio de Menilmontant, después de las doce de la noche, según han referido al prefecto Monsieur Cochefert, sólo se oyen gritos de terror, voces de ¡Socorro! ¡Que me matan! ¡Al asesino! La vecindad, que generalmente es pobre, se divierte; abre la ventana y ve, a través de las sombras de la noche, que la partida de los apaches, por ejemplo, se dispone a cortarle el pescuezo a un transeúnte, después de haberle asestado en la barriga un cabezazo que le echó a rodar en el arroyo.

     -¡On va le saigner! exclamó la vecindad, desde su ventana, cuando vio a un caballero apache coger del pelo a un tal Gabriel y colocarle la cabeza en la acera.

     ¡Le van a sangrar! Y, en efecto, otro señor apache le cortó el cuello, de un solo tajo, a la vista del respetable público.

     Este género de suerte ha llegado a ser tan general, que cuando una mujer quiere deshacerse de su marido, lo arregla con decirle:

     -¿Por qué no vas esta noche a dar una vuelta por Ménilmontant?

     En varios barrios la familia espera al jefe vigilando la calle desde la ventana y preparada a gritar: - ¡Al asesino! ¡Socorro! Y cuando el jefe cuenta que no le han dado más que un cabezazo al pasar, todo el mundo respira y exclama a coro:

     -¡Parece mentira el progreso que se nota en nuestras costumbres!...

     Por fortuna, para sacar de un apuro a las costumbres estamos los españoles. Como han telegrafiado de Céret que andan por allí cuatro españoles desvalijando a los viajeros, la Prensa parisiense insinúa que estamos en París como en Extremadura.

     Es una preciosa ventaja para los españoles, porque nos respetan. Anoche, al volver a casa, como vi en la vía férrea un grupo que, si no era de apaches, merecía serlo, me apresuré a vocear:

     -¡Español y de Extremadura!

     A lo cual contestó el que parecía hacer de jefe:

     -¡Pase el compañero!



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La Poda

     -¿No es usted, por casualidad, el estrangulador de la niña Angela Chèze?

     -Desgraciadamente, no -responde el transeúnte.

     -Y en el asesinato de madama Dreyfus, ¿no ha tenido usted arte ni parte? -le preguntan a otro transeúnte.

     -Me han confundido con «el joven rubio» a quien se supone autor de esta muerte; pero M. Cochefert ha desechado esta pista.

     -¿Ha tomado usted alguna vez ajenjo con Leca?

     -No, que recuerde.

     -Le toca usted algo a Manda?

     -No es verdad que seamos parientes.

     -¿Y a la Casco de Oro, le ha tocado usted alguna cosa?...

     -A la Casco de Oro... le diré a usted...

     Tales son los diálogos que se oyen diariamente en las calles de París.

     Se bromea. Al encontrarse dos amigos se saludan así:

     -¡Hola, Leca...!

     -¿Que tal, Manda?...

     Como alguien enteró a la Policía de que se supuso en tiempos que yo era el autor del célebre coup de toreador que mató a la Bigot, me han visitado dos gendarmes, a ver si resultaba ser el joven rubio que cultivaba no sé qué relaciones con madama Dreyfus, de edad provecta.

     Y así vivimos. No pudiendo ser habidos los asesinos, la Policía no tiene más remedio que detener a las personas que no presentan cartel de estranguladoras.

     Esto le pasó al joven Roberto L., detenido por dos guardias cuando iba con su respetable familia a oir un sermón cuaresmal del padre Ollivier.

     -¿Por qué me prenden? -preguntaba él, todo desolado.

     -Porque se supone que es usted el novio asesino de la anciana Dreyfus.

     -¿Pero en qué me lo han conocido ustedes?

     -En que es usted joven y rubio.

     Deshecho el error, la Policía le puso en libertad -dice Le Matin- avec force excuses. Con todas las excusas que se quiera; pero el hombre pasó la noche en claro, de pensar que le llevaban a la guillotina. Después, la cosa varió de aspecto, porque desde entonces anda por ahí recogiendo ovaciones.

     -¡Qué joven! -exclaman, rezumidas, las vecinas. Decían que era él quien había asfixiado a madama Dreyfus.

     ¡Ah, esa madama! Los periódicos publican su retrato, que la representa como una vaca recién ordeñada; su calle, su tienda, su dormitorio, su cadáver, toda la lira, y al asesino se le va formando una leyenda. ¡Lo que yo siento no haber matado a madama Dreyfus!...

     Marcel Prevost, muy fino, ha pedido perdón a España por tener que decirle que necesita «europeizarse».

     ¡Marcel Prevost coincidiendo con Silvela, resulta la madama Dreyfus del joven rubio!... Sí. Cuando un literato coincide con Silvela es que ha pasado a mejor vida...

     La Tribuna italiana, sin pedir perdón, ha dicho, analizando el crimen de Brierre, que debe uno preguntarse si es solamente un acto de degeneración individual o si no constituye una nueva prueba de que hay algo de maleado en el organismo moral de esta sociedad.

     Me aterra la idea de que vengan dos gendarmes a decirme:

     -Queda usted detenido.

     -¿Por lo del hombre cortado en pedazos?

     -No. ¡Por psicólogo!

     Porque, como observa acertadamente Millot, así como la Monarquía inglesa da lecciones a la República francesa, recogiendo a los revolucionarios rusos, italianos, alemanes y españoles que la República expulsa, la Monarquía belga da lecciones a la misma República, recogiendo los Avariés, de M. Brieux, expulsados por la censura de la República francesa.

     Dejemos, pues, comentarios a La Tribuna y lucubraciones que podrían conducirme al empalamiento; pero consignemos hechos que están, como quien dice, en la memoria del mundo.

     Todos los años, por este tiempo, empieza un horrible calvario de niños y niñas. Padres y madres que martirizan a sus hijos hasta que los dejan sin vida; hombres sádicos que atropellan odiosamente niños y niñas, y luego los estrangulan. Ayer mismo se descubrió que un jardinero ha cometido con los chicos y las chicas de una escuela atropellos que no pueden contarse a nuestro público. Y recordemos a Brierre.

     Reos, como el homicida de María Lademet, salen de la prisión de Fresnes alegando que reinciden en el crimen porque están requetebién en dicha cárcel. Otros, como el bello chulapón asesino Martín, ni siquiera entran en Fresnes, porque los Jurados les absuelven con aplausos de sus damas.

     Los presidiarios de las colonias francesas tienen para ellos y sus hijos atenciones y cuidados que envidiarían los honrados proletarios de Europa, según ha referido un escritor de Le Journal.

     Y la Casco de Oro, con toilette principesca, entregándose -según Le Matin- a amorosas efusiones con Manda en el gabinete del juez instructor de la causa.

     Creo que La Tribuna lleva razón en decir, como Hamlet, que hay algo podrido en Dinamarca.      -Pero es que en otros países pasa otro tanto. Por ejemplo, en Alemania, no hace mucho que personas respetabilísimas atropellaron niñas de un colegio.

     -Pues eso quiere decir que en todas partes huele, y no a ámbar, y que se hace necesaria una poda general...



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¡El Honor de los apaches!

     Como complemento del telegrama que te dirigí, lector querido, y más querido aún si eres lectora, enterándote de las barbaridades que los titulados apaches hicieron en los bulevares el martes de Carnaval, puedes, si gustas, leer los artículos que todos los periódicos de París dedican hoy a dichos bandoleros y sus recientes proezas, tales como arrancar pendientes de orejas femeninas, hendidas por el tirón, y arrancarle los bigotes a monsieur Benjamín Fallois, cajero de una imprenta.

     Como mucho antes de hoy he tenido el disgusto de presentarte en varios Paríses los novísimos paladines de la Tabla redonda con inclinación al tablado de la guillotina, debo recordar que mis narraciones parecieron exageradas. Aun no hace mucho que cierta dama, comentando una crónica mía sobre los apaches de Bois-Colombes, me dijo:

     -¡Qué cosas inventa usted!

     -Yo no he inventado nada, ni siquiera la pólvora -le contesté.- Lo que hago es narrar exactamente lo que ocurre, y como la verdad monda y lironda siempre fue atroz, lo que digo resulta invención.

     Y anoche mismo contábame el Sr. Cubas que una dama de Jerez, recién llegada a París con una carta para mí, «no se atrevía a presentármela porque ese hombre, a juzgar por lo que escribe -dijo la señora,- debe ser un Marat».

     Dice usted, por ejemplo, de los apaches, lo que dirán luego, al cabo de los años mil, los periódicos de París, y hay lectores que, en vez de ponerse en guardia para que los apaches no les arranquen los pelos -que es lo menos que pueden arrancarles,- piensan que es usted un Marat capaz de mandar a la guillotina una dama que le presentó una carta de recomendación; y al pensarlo así son injustos hasta con Marat, que era muy buena persona, según lo atestiguan con documentos Luis Blanc y otros historiadores de la Revolución francesa.

     Los congéneres de los apaches en la Habana son los ñáñigos; pero las autoridades allí les tuvieron siempre a distancia, excepción hecha de alguno que otro que se armó caballero en la acera del Louvre.

     ¿Por qué, pues, los apaches triunfan y reinan, no sólo en los barrios excéntricos, sino también en los bulevares céntricos de París?

     La culpa la tiene el Gobierno -dice Rochefort en su artículo de hoy. ¡Pícaro Gobierno!...

     No es el Gobierno quien tiene la culpa del apachismo boulevardier; tiénenla los periódicos, que, con raras excepciones, no dejan pasar día sin que sus reporters-embajadores cerca de los apaches dediquen, con mal disimulado entusiasmo, extensos y pintorescos relatos a los amoríos de los apaches, a las aventuras y correrías de los apaches, a los homicidios y asesinatos de los apaches, a las valentías de los apaches, hasta a los duelos(!!) entre apaches; y la Casco de Oro, Laca y Manda, como personajes de los Dumas, de los Ponson du Terrail, de los Fernández y González, han escalado, en hombros del reportaje, la notoriedad y la heroicidad, sugestionando de paso, y malamente, la imaginación del vulgo, y creyéndose ya con derecho a todo.

     Hoy mismo, casi todos los periódicos parisienses narran y comentan extensamente «el duelo habido entre Jorge Tierez, apache, y Trucharelli, también apache, apodado el Bicot de Montparno», ya difunto, gracias a Dios, de un tiro que le dio el tal Tierez, que es lástima no quedase también en el terreno del honor.

     Del honor, sí; puesto que, según refiere Le Matin, Tierez, después de contar al juez instructor de la causa que se le sigue «que Casco de Oro le regaló dos sortijas y que ella se las compró luego por 50 francos» exclamó, con referencia a su lance de honor con el Bicot de Montparno:

     -¡Soy asesino; pero no ladrón! J'ai mon honneur, moi aussi!

     Es asesino, pero con honor; porque el honor ha venido tan a menos, en la opinión de ciertas gentuzas, que se le hace consistir en tener, o aparentar, bravura para arrancar unos pendientes y unos bigotes de cajero.

     En ese honor sui generis, y en esos apaches que pretenden cobrar el barato, debió pensar Juan-Jacobo Rousseau cuando escribió:

     «La más extravagante y bárbara de cuantas opiniones se han apoderado del espíritu humano es que un hombre no es torpe, pillo, calumniador, sino, por el contrario, cortés, honrado, veraz, siempre que sepa batirse; que la mentira se torna verdad; que el robo se hace legítimo, la perfidia honesta, la infidelidad loable, con tal que todo esto se mantenga con una espada en la mano. Los hombres prontos a provocar son, por lo general, malvados que, por miedo a que se les muestre abiertamente el desprecio que inspiran, se esfuerzan por encubrir con algunos lances de honor la infamia de su vida entera.»

     De buena escapó, con morir, Juan-Jacobo Rousseau; porque, de vivir hoy, esta misma tarde recibiría la visita de le Miroir du Sébasto y de le Rempart de la Courtille, distinguidos maitres chanteurs, que, muy tirados de levitones monumentales y de charoladas botas, que se les ven desde muy lejos, irían, como padrinos, a pedirle una retractación, o una reparación por las armas, en nombre del asesino, pero honrado, Tierez.

     Y la consecuencia de un duelo con esos tercios no es una vacuna de las que hacen reír a la galería, sino una cuchillada de las que llevan al cementerio.

     No es lo peor que los apaches se apoderen de los bulevares, sino que se apoderen también del sentido moral, si no se pone pronto y enérgico correctivo a la leyenda forjada con las aventuras de esos facinerosos; porque, de seguir así las cosas, no habrá más que dos carreras viables: Apaches para los caballeros; Casco de Oro, para las damas...



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Hagámonos apaches

     El saqueo de las villas y casas de los alrededores de París ha llegado a ser un número del programa del veraneo parisiense. Mientras está usted en su villa o casa, el temor de ser saqueado, y degollado por añadidura, puede pasarse.

     Todo se reduce a que usted, antes de meterse en la cama, dé una vuelta por el jardín, escudriñando sus últimos rincones y las ramas de los árboles, registre todas y cada una de las habitaciones, empezando por la bodega y concluyendo en el granero; eche todas las llaves, corra todos los cerrojos, ponga todas las palancas afianzadoras de las puertas, suelte el perro y coloque un revólver de gran calibre a la cabecera de la cama.

     Después de haber tomado dichas precauciones, hace usted examen de conciencia, arrepintiéndose de lo malo que haya practicado en el curso del día; se despide lo más afectuosamente posible de la parienta -por si no vuelven a verse en otra-, y se duerme con la esperanza de que tal vez no le saqueen ni lo asesinen aquella noche. Procura usted que su sueño sea ligero, para poder atender al menor ruido, cuidando de no confundir el paso de un tren, que imprime trepidaciones a los muebles, con el paso de un asesino, y a las cuatro de la mañana, cuando canta el mirlo, puede usted reposar, con relativa tranquilidad, su amarillenta cara en el almohadón.

     Y así van tirando los vecinos de los alrededores de París. Pero cuando llega la canícula, y el vecino emprende una excursión veraniega, la situación varía de aspecto. Antes de marchar, toma todas las precauciones que exige el caso, blindando la vivienda como para resistir a un sitio heroico y largo y recomendando a la vecindad que haga el favor de echar un vistazo.

     Trabajo inútil, porque en cuanto vuelve usted la espalda aparecen unos cuantos correligionarios del apachismo, «la Pantera de Montmartre», «el Jaguar de Menilmontant», «la Ballena de la Villette», y estos animales, armados de una pince-monseigneur, que es un colosal taladro, de llaves ganzúas, de revólveres y puñales, se entregan a la labor de desvalijar concienzudamente la casa de usted. En ella no ha pasado nada, al parecer; pero cuando usted vuelve de la excursión, se encuentra sin sillas, sin vajilla, sin catre y hasta sin aves, que se las llevaron del gallinero después de torcerlas el pescuezo y meterlas en un saco.

     En la primera plana de casi todos los periódicos parisienses, sobre un grabado que representa una villa, puede usted leer hoy:

Saqueo trágico en Asnières. -Un muerto. -Un herido.

     Ello fue que, estando de excursión con su familia el Sr. Ziberer, unos distinguidos apaches, que responden a los nombres de «el Conejo de Montmartre», «el Cristo» y «el Tiburón de Courbevoie» resolvieron hacerle una visita y una limpieza general. Sorprendidos de milagro por una ronda de tres guindillas, entablóse entre éstos y los visitantes una presentación a tiro limpio, resultando muerto «el Cristo» y mal herido «el Conejo de Montmartre», y al entrar los agentes en la casa, toparon con el Sr. Ziberer, que, de improviso regresó la noche antes, y, un tanto cabreado, dijo a los de la autoridad;

     -¿Qué pasa?... ¿Por qué me despiertan?...

     No pasaba más sino que sin la maravillosa intervención de la ronda mandan los apaches al Sr. Ziberer adonde se fue Padilla.

     Esta sangrienta batalla, que duró desde las dos de la madrugada hasta que cantó el mirlo, libróse en una de las más céntricas y populosas calles de Asnières, sin que se diesen por aludidos los vecinos. Todos estarían despiertos, metidos entre sábanas y sin atreverse a respirar, esperando de un momento a otro que asomase la degollada cabeza del señor Ziberer.

     Y así como los vecinos no protestan, ni siquiera por instinto de conservación, los periódicos, al reseñar el trágico suceso, no hacen comentario alguno, y es que el saqueo y el degüello a domicilio han llegado a ser un hecho corriente, naturalísimo, en la capital del mundo civilizado.

     Para dormir tranquilo es de absoluta necesidad hacerse apache...



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Nueva Sociedad

     La prensa de Lyon publicó hace pocos días el reglamento de los apaches. No satisfechos estos caballeros de industria con campar por sus respetos en barrios céntricos de las grandes capitales de Francia, se han constituido en sociedad, debidamente legalizada, con presidente, tesorero y secretario, y han publicado sus Estatutos. A juicio de ellos, el robo y el asesinato son «un trabajo» como otro cualquiera, y las fechorías que llevan a cabo hacían necesario que formasen uno a modo de «trust» respetable. Hay en esta sociedad, que se titula «Sociedad amistosa de los Caballeros del cuchillo», miembros honorarios, como un tal «Luis el Luchador». Los apaches que murieron ejerciendo de tales continúan figurando nominalmente en la sociedad. Entre ellos está nuestro conocido «Fanfán de la Courtille». Hay también oradores de tanda, como Schwartz (alias) ¡«Maldita sea mi suerte»!, y Depouteau, que por poco se llama Diputado.

     La sociedad, previsora, atiende en sus Estatutos a todas las contingencias que puedan presentarse. Ejemplo:

     «Cuando un apache se haga «volar», mientras «trabaja», deberá ser socorrido por la sociedad».      Y hay que trabajar con limpieza.

     «Todo «trabajo» hecho por un apache debe ser hecho limpiamente.»

     Otro Estatuto notable es el que concede al apache que tenga un trabajo «exagerado» el derecho de reunir en sesión a los socios y exponer en discurso dirigido al presidente, las dificultades con que tropieza. El presidente, debidamente informado, nombrará un grupo de societarios capaces de estudiar el caso y dictaminar sobre el mismo. Es una intervención parecida a la del Congreso de La Haya para solucionar conflictos internacionales.

     Como toda sociedad, también la de los apaches tiene quiebras, y su Estatuto dice que todo apache que no se conforme con lo prescrito en el reglamento, será excluido de la sociedad, «sin perjuicio de los golpes que podrá «tomar», según los casos», y otro Estatuto, más fuerte que el anterior, dispone que el apache que no cumpla con el «trabajo» de que se hizo cargo sea inmediatamente «vaciado». Prueba de ello es que entre los socios figura un tal «Bibi», «muerto a golpes de disciplina.»

     Como se ve, el oficio de apache no deja de tener peligros, siendo así que el apache, no sólo está expuesto a los tiros que le descerrajan la policía y los transeúntes atropellados por los societarios del apachismo, sino también a que los mismos compañeros de él lo «vacíen» de un sorbo, como si fuese un huevo pasado por agua.

     Fracasadas casi todas las sociedades de hombres honrados, es muy posible que la de los apaches, constituídos reglamentariamente en «trust», como personas que se respetan, tenga mucho éxito y gran estabilidad...



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La Criminología y el millonario asesino

     Aunque no forma parte del Jurado que fallará el proceso de Harry Thaw, millonario, asesino de White, millonario también, Lombroso ha creído que tenía el deber de fallar sobre la mentalidad del reo, quien, a juicio del demasiado famoso criminalista italiano, es un degenerado, un epiléptico moral, irresponsable casi..., y la crónica parisiense, por las plumas de los Faguet, Harduin y otros cronistas, se burla lindamente de Lombroso y sus teorías.

     No soy de los que pueden ser tildados de parcialidad en favor de Lombroso. Sus importantes y numerosos plagios -probados hasta la saciedad por la crítica francesa- le hicieron desmerecer mucho, en mi concepto, porque nada me repugna tanto, en Ciencias y Letras, como un grajo. Sus ridículas apreciaciones sobre el asunto Syveton, fallando del carácter de los personajes que intervinieron en él, con arreglo a lo que dedujo de la contemplación de unas fotografías de los mismos, me parecieron labor charlatanesca, completamente falta de seriedad científica. Más tarde, su acto de sorprender y tergiversar una conversación de la admirable viuda de Zola, lanzándola malamente a la publicidad para hacer ruido y cobrar un artículo lleno de falsedades en desdoro de Zola y su señora, me pareció sumamente reprensible. Y desde entonces no le puedo ver.

     Pero esta antipatía no quita que en el caso actual me parezcan injustas las críticas de los Harduin, Faguet, etc., y, muy acertado el juicio de Lombroso, no por lo que respecta a Harry Thaw -cuya mentalidad me importa menos que un comino-, sino por la apreciación de que los hombres que gastan grandes energías y se elevan sobre el nivel del vulgo empobrecen la prole, que cae en decadencia moral o en imbecilidad intelectual.

     La conducta de la inmensa mayoría de los descendientes de los principales personajes de Europa en el siglo XIX prueba el tino de la doctrina de Lombroso en este punto. De sabios nacieron acémilas; de genios literarios, congrios; de guerreros, pusilánimes; de acaparadores, derrochadores; de grandes caracteres, grandes caquéxicos morales. El hijo de Napoleón I era un insignificante. Ningún hijo de Bismarck se atrevió con las botas del Canciller de hierro. Víctor Hugo murió sin sucesión intelectual.

     Menos mal esas proles, que las hay de Príncipes de mucho fuste y de enaltecidas familias, como la de Broglie y la de Morny, que echan a rodar, en tablados de feria, las glorias del buen nombre que heredaron...

     Lo que tenían que haber hecho los Faguet y Harduin era investigar si Lombroso demostraría por un Thaw sin una peseta la misma solicitud científica que demuestra por un Thaw con muchos millones.

     Bien que el cuco académico Faguet, que no da puntadita sin hilo, y el laxativo psicólogo Harduin, que heredó del bonachón Sarcey la maestría en bailar la danza del vientre, tampoco se ocuparían de Lombroso y de lo que dice en este caso, si el criminalista italiano dictaminase sobre la mentalidad de un quidam asesino en vez de dictaminar sobre la criminalidad de un millonario criminal...



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Descuartizamientos mujeriegos

     Si alguna vez, lector, tropiezas en tus paseos veraniegos por París con un transeúnte que quiere entregarte un paquete, diciéndote: «Hágame usted el favor de guardarme esto un momento, que en seguida vuelvo», no lo tomes por nada del mundo, porque, si no es un feto, es la cabeza de una mujer descuartizada; y si, curioso de cuadros a lo Eugenio Sue, te asomas a la puerta Saint-Ouen, a la barrera Clichy, al solitario espacio comprendido entre el final del bulevar Malesherbes y el comienzo de Asnières, o a otra puerta de las siniestras de París, y ves un paquete en el suelo, por nada del mundo te acerques a examinarlo, porque tropezarán tus dedos con el mondongo de una meretriz destripada.

     Por curiosa, se expuso a morir de un susto la persona que en la puerta Clignancourt se acercó a examinar un misterioso paquete, que no contenía turrón de Jijona, sino las siguientes prendas de andar por el mundo:

     Una cabeza; un tronco, al cual le faltaban los miembros superiores e inferiores; una pierna y un pie. Privada de la nariz y del maxilar inferior, y con las órbitas vacías, la cabeza, casi enteramente carbonizada, estaba separada del tronco. Algunos pelos castaños adheridos todavía al cráneo. La pierna había sido cortada por cima de la rodilla, y el fémur había sido aserrado. La extremidad del pie aparecía carbonizada. El otro pie, cortado a la altura del tobillo, estaba desnudo. Pendía del tronco un refajo gris, rayado de blanco y retenido por un cordón alrededor del corpiño. Anchas manchas de sangre aparecían aquí y allá sobre estas prendas. Los brazos, completamente quemados, eran dos informes muñones. Del vientre, también quemado, salían secas las entrañas.

     -Hágame usted el favor de decirme qué hace usted con semejante paquete, si tiene la desgracia de cogerlo.

     Y la ciudadana a quien lo pregunté -una chulapona que con otras de Clignancourt comentaba el sucedido- me respondió sonriente:

     -Pues con dejarlo en su sitio, santas pascuas.

     Quiero decir con esto que también yo he estado en la puerta Clignancourt para poder decir: Yo lo vi. Excuso decir a usted, que me conoce, que estuve allí cuando el día estaba más claro y era más numerosa la distinguida concurrencia de candidatos al asesinato y de meretrices fósiles que, no habiendo tenido suerte pour s'acheter une conduite, como dicen las que recabaron fondos para retirarse a buen vivir, casándose no pocas, si tienen dote, continúan, entre las cincuenta y las sesenta primaveras, ejerciendo de cocotas de las fortificaciones.

     Si fuesen cosa corriente en Madrid, como lo son en París, los asesinatos refinados, perversos, artísticamente siniestros, esos que se llaman en el moderno lenguaje asesinatos sádicos, valdría decir que hay en Madrid muchas puertas absolutamente iguales, por las costumbres y el pelaje de los vecinos, a las puertas de París. Huelen éstas, entre otras cosas, a aceite. La concurrencia, estropajosa y desgreñada, come churros, bebe aguardiente de Bretaña, se jalea, se guitarrea y se casca las liendres a la luna por falta de sol. Mire usted de la puerta de Toledo, por ejemplo, hacia el puente del mismo nombre, y hágase cuenta que está usted en la puerta Clignancourt, aunque sin paquetes, que es lo que da color a las puertas parisienses. Aldije es un frustrado de la puerta Clignancourt o del puente de Asnieres... Sólo que Peñaflor, entre naranjos y limoneros, no tiene el chic siniestro de los citados parajes parisienses.

     En algunos periódicos españoles he leído que el descuartizamiento de la misteriosa mujer de Clignancourt ha producido emoción y espanto en París. No hagan ustedes caso. Aquí nadie se espanta de nada.

     Además, este descuartizamiento no tiene novedad. En 1891 fue descuartizada una mujer, cuyo asesino permanece aún en las sombras de las misteriosas puertas. Otro tanto ocurre con el que cortó en pedazos, hace pocos años, un chico. Prevost descuartizó a su querida -¡algunos hombres tienen un modo de querer!...- Aline Blondin. Lebiez y Barré hicieron morcilla a una lechera. Billoir hizo unos callos con su parienta. Desmarchaliez mató a la suya y, presintiendo al Francés, la enterró en su propio huerto, al lado de una conejera, cuyos conejos engordaron atrozmente.

     ¿Y quién no recuerda a la mujer cortada en pedazos y hallada en paquetes dispersos en la calle Botzaris? Por entonces llegué a esta ciudad tan luminosa, y todo emocionado y espantado a consecuencia de tal hallazgo, enviaba crónica sobre crónica a El Liberal, hablando de los paquetes. También yo creía que todo el mundo estaba emocionado y espantado, y la emoción y el espanto eran nulos; tanto, que algunos guasones, echaban paquetes, que la Policía tomaba por los restos que le faltaban al cadáver, y el médico forense, después de examinarlos en la Morgue, exclamaba:

     -¡Son de ternera!...

     Los descuartizamientos mujeriegos son cosa tan natural para los que vivimos en París, que cuando uno pasa tiempo sin paquete, la verdad, parece que le falta algo...



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Amor arriero

     El amor en París se titula una caricatura del chispeante y regocijado Abel Faivre. En el andén de una estación, frente a un tren que va a salir y a una de cuyas ventanillas se asoma la plácida fisonomía de un viajero que bonachonamente contempla el espectáculo, dos enamorados se comen a besos.

     -Vamos, dése usted prisa, que el tren va a salir -le dice el empleado al joven.

     Y éste, sin soltar los brazos de su amada, le contesta cínicamente:

     -¡Pero si nosotros no vamos de viaje!... Venimos a las estaciones para besarnos...

     El besuqueo en público está en todo su apogeo, ocasionando escenas que no son para descritas en nuestra Prensa. Al principio de presenciarlo, los extranjeros se asombran y a veces se molestan; pero, luego, se van haciendo a la perspectiva de hombres y mujeres enzarzados como cerezas.

     No contentas ellas con esa manifestación pública y ruidosa, que va voceando que tienen quien las quiera, destacan fieramente verdugones en los ojos. Los hay negros, verdes, azulosos, amarillos, de todos colores, y a medida que el verdugón cambia de color, las ojeras de la mujer van pareciendo un arco iris. Los golpes en los ojos son muy buscados, porque implican afecto y estimación, y la mujer agraciada con ellos, lejos de disimularlos, los exhibe como una bandera victoriosa.

     Los gachós que se dedican a este boxeo amoroso están mejor que quieren. Las hembras se los disputan. Ayer mismo, Julia Laumort y Ernestina Bigot disputaron a navajazo limpio la conquista de Andrés Goroy.

     -La que le pueda a la otra -dijo él- me tiene a su disposición.

     Ambas fueron al hospital con sus correspondientes chirlos, mientras él, en la terraza de un cafetín, se consagró a aperitivos, que pagaron ellas, naturalmente, y exclamó:

     -Las dos se han portado bien. ¡Con las dos me quedo!

     Camila Dousot, discutiendo con su amante, Eugenio Roth, le puso un mote feo. Inmediatamente Roth, de un bocado, la arrancó la nariz. Pero un amigo de Roth que había presenciado la escena, recogió el pedazo de nariz y se fue con él al hospital, donde se lo soldaron a la víctima con equidad y aseo.

     Y la crónica de los Tribunales nos cuenta hoy que Roth ha sido condenado a una pena insignificante, porque la Camila le perdonó. Hizo más: mandarle dinero, desde el hospital, para que se comprase un traje.

     -Quiero -le escribía- que estés majo cuando vuelva a verte.

     Una exclamación naturalísima, que le da tono a una mujer es:

     -¡Cómo me ha puesto la cara!...

     Alguna, cuando nota que el verdugón va desapareciendo, le busca camorra al amante para que le empalme otro verdugón. Y dice:

     -Dando bofetás es un encanto.

     Los amantes establecen entre sí una camaradería especialísima. Recientemente, un obrero le birló la parienta a otro obrero, íntimo amigo de él. Con ella, agarradita por la cintura, iba el seductor cuando el burlado los encontró, y, mientras aquél se puso a honesta distancia, el agraviado la dejó seca de un tiro.

     -Venga esa mano -le dijo el Tenorio-. Eres un hombre digno, y has hecho requetebién en enfriarla. Porque era mala persona y muy libre en sus movimientos. De ti decía que solamente te lavabas los pies el 14 de Julio, para celebrar la toma de la Bastilla, y que no se podía estar a tu lado, por mor del olor que echaban.

     Y, muy orondos y reconciliados, se fueron a tomar unas copas.

     Escenas muy parisienses, dicen estos periódicos; pero me figuro que en todas partes cuecen habas y escuecen verdugones, y que en todas hay mujeres que cultivan el amor arriero, teniendo por símbolo de afecto la vara de fresno.



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¿Una Inglesa estrangulada?...

¡No puede el baile continuar!

     Una joven institutriz, inglesa, miss Cary, ha sido estrangulada en un sendero que conduce al vecino Nanterre. Las inglesas santifican el reposo dominical con excursiones pedestres al través de los bosques.

     Pero meterse en un bosque de París es mucho peor que meterse en Sierra Morena. Los agentes de policía, ocupados en otras persecuciones, no tienen tiempo que dedicar a los bosques, donde fructifican como hongos los apaches de todas castas y en todas sus manifestaciones. Los hay amenos, en el sentido de que no matan siempre por robar, sino también por pasar el rato. El otro día, en el bosque de Vincennes, un apache, salido de una maleza, se acercó a un transeúnte pidiéndole lumbre, y mientras el transeúnte le alargaba el cigarrillo, el apache le cortó en un santiamén las dos orejas, convirtiéndolo en perro pachón. A otro paseante pacífico le cortaron, aunque no se le veía, la coleta.

     A las inglesas se les dice caritativamente:

     -No se extravíen ustedes en estos bosques, porque aquí no están ustedes en Londres, y los bosques de París son guaridas de ladrones, asesinos y bromistas que por divertirse, les cortarán a ustedes las orejas.

     Miss Cary, como otras de su nacionalidad, no hizo caso, y atravesando un bosque, la apretaron el gaznate.

     Como estas aventuras siniestras son de todos los días, nadie les hace caso. Figúrese el lector que esa miss fuera española. Su trágico fin hubiese ocupado tres líneas en la sección de noticias. Y si la miss fuera de Puerto Rico, su muerte sería un paso de risa en una nouvelle à la main.

     Pero la Cary, esa del gaznate apretado, es de marca inglesa, y como los ingleses tienen cónsul en todas partes, y en todas partes hay que respetarlos, las autoridades y la Prensa, movidas por la embajada británica, andan a zancadas por esos bosques en busca del malhechor, y no hay periódico que diariamente no dedique un par de columnas al asunto.

     Hoy Le Matin nos da una noticia verdaderamente consoladora para los que habitamos, después de recibir la Extremaunción, esto que se llama la banlieue de París, y que es un presidio suelto y sin policía; la cual, si alguna vez asoma la nariz, es para oler la casa de algún vecino honrado porque Dérouléde le puso un telegrama de gracias o porque Reclus le habló de geografía.

     «El asesinato de miss Cary -dice Le Matin- ha tenido por objeto limpiar de apaches una parte de la banlieue de París.»

     Precioso resultado. Los apaches limpiados de esa parte de la banlieue se habrán ido a otra parte de la misma banlieue. Porque con ellos pasa lo que con el polvo: lo quita usted del armario y se va a la mesa, lo sacude usted de la mesa y se pega a las sillas. Total, pata. La policía limpió de apaches los barrios de Menilmontant y la Villette, y los apaches se trasladaron a Asnieres, donde siguen para servir a usted, cortándole las orejas a poco que se descuide.

     Los reaccionarios, maestros en el arte de arrimar el ascua a la sardina propia, ya quieren sacar partido del cadáver de miss Cary, y Le Gaulois, solemne y campanudo, advierte en largo artículo dedicado al asesinato:

     «El horrible y misterioso crimen de Nanterre es probablemente un crimen vulgar, que nada tiene de misterioso. Como en todos los turbados momentos de la historia, singularmente en tiempos de la Revolución y del Directorio, hay ahora, lo mismo en los caminos que en las calles, un considerable número de malhechores.»

     Yo siempre creí que Loubet y Combes se traen algo con los apaches, y que tan pronto suban al poder el honorable Arthur Meyer, director de Le Gaulois, y sus colaboradores, no habrá apaches desocupados.

     Pero -¡hélas!- como hay República para rato, no va a haber más remedio que naturalizarse inglés, siquiera para que la policía deje de la mano a políticos y escritores, y dedique algún tiempo a los asesinos, ladrones y sádicos que, según confesión de los franceses, han hecho inhabitable París y sus alrededores.



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Crimen envidiado

     Cronistas parisienses envidian la actualidad italiana, «el crimen de Bolonia», con sus revelaciones sensacionales:

     «Los italianos son verdaderamente dichosos -dice un cronista-, siendo así que tienen el asunto sensacional, el hermoso crimen, bien completo, con detalles horrorizadores, amores incestuosos, esperanza de revelaciones más sorprendentes todavía. Todo entre gentes del gran mundo: el conde, la condesa, el anciano padre de ésta, sabio ilustre, un abogado, un médico. El drama del Ambigú, el drama clásico, que descorre el velo, para los espectadores del gallinero, de las infamias de la alta sociedad, con sus vicios, sus costumbres, mostrándoles que la riqueza no hace la felicidad y que la sangre puede salpicar los áureos artesonados.»

     La condesa Linda, como la llaman unos, la nueva Mesalina, como la llaman otros, había alquilado, en la misma casa donde vivía con su marido, un piso, en cuyas habitaciones se entregaba a prácticas, dicen los telegramas, «que exceden en horror a todo lo imaginado hasta ahora»; y esta mujer, que deja muy atrás en refinamientos y perversidades al marqués de Sade, escondía sus infames lujurias, a despecho de lo que revela la fascinadora pasión de sus ojos, bajo un exterior frío, honesto, severo, que dijérase encarnaba todas las virtudes de la perfecta casada. Y entre esta santa aristócrata, su hermano y amante, una de las queridas de éste y el sabio doctor Roldi -quien se vistió y los vistió con blusas clínicas para evitar el escándalo de la sangre vertida- mataron al conde, suprimiendo el estorbo de los amores criminales y de una herencia de 300.000 duros.

     He aquí, en resumen, el bello crimen que envidian los cronistas parisienses. Los que escribimos para España, bien al contrario de envidiarlo, debemos estar muy satisfechos de que no sean aristócratas nuestros los autores de tamaño horror.

     En primer lugar, es cosa convenida tácitamente entre nosotros que tales infamias y porquerías son de la exclusiva pertenencia del «pueblo bajo», de la ralea, de la canalla; y, en segundo lugar, aunque un francés, como el novelista Talon, nos descorriese el velo del suceso, y aunque resolviéramos romper el silencio, que seguramente habríamos acordado, como cumpliendo una consigna dada a la chita callando, pasaríamos grandes apuros y terribles trances para contar «la cosa», no a la italiana -¡eso nunca!-, o sea con todos sus pelos y señales, ni menos a la francesa -¡jamás, jamás!-, o sea con refinamientos de cancán, sino con el natural embozo de los hombres que aun gastamos capa, de expresivo simbolismo en el verbo.

     Cuanto a la condesa Teodolinda Bonmartini, suponiendo que hubiese entre nosotros quien fuera osado a denigrar un aristócrata, cuyas carnes son más blancas que las de Cecilia Aznar, de la cual todos estamos enamorados, tendríamos que pasar las de Caín para nombrarla.

     O no la nombraríamos. O la llamaríamos «una alta dama» o la señora X., de quien se dice, sin que nosotros hagamos otra cosa que acoger un rumor, que nos parece infundado, naturalmente, que cultivaba no sabemos qué extrañas amistades con uno de sus parientes, el Sr. X., muy conocido y justamente estimado en los círculos aristocráticos, y en compañía del cual no sabríamos decir si mató, en un momento de ofuscación, al difunto, o si el difunto los mató a ellos. Excusamos decir cuánto celebraremos que no se confirme un rumor que, lo repetimos, nos parece infundado por tratarse de personas respetabilísimas, a una de las cuales se la ha indicado últimamente para ocupar un alto puesto.»

     Como yo me he quedado calvo de tanto cavilar en decir y no decir las cosas corrientes en el mundo civilizado, y como estas cavilaciones suelen producirme furores de hiena y deseos de arrasamientos, excuso decir a ustedes que no envidio la tragedia italiana.



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Héroes de presidio

     Desde que Léger y su compañero, mártir como él, volvieron del país del olvido, por haber reconocido la sociedad que se equivocó al condenarles a trabajos forzados en Cayena, se nota un movimiento de presidiarios muy semejante al de los veraneantes a principios del veraneo. Al paso que van, no dudo que habrá que establecer trenes botijos para presidiarios reconocidos inocentes, después de haber pasado un cuarto de siglo trabajando bajo un sol que no alumbra, sino quema, y entre escorpiones y otras alimañas, incluyendo en ellas al gobernador del presidio.

     Ayer recibió París al presidiario Danvel con tantas ovaciones como al Zar de Rusia. Hoy se está esclareciendo el proceso de Voisin para ovacionar a este infeliz soldado, víctima, ante todo, del monstruoso egoísmo de su madre. Y esta mañana, telegrafiaron de Vicence que tres hermanos Urbani, condenados a muerte en 1888, pena que se les conmutó por la de trabajos forzados, eran inocentes del asesinato que les imputaron. Como dos de dichos hermanos murieron de malos tratos en el presidio de Brindisi, es claro que no se les puede ovacionar. De la emoción que reina en el país se dice que es muy grande, como siempre en parecidos casos, con la cual no se resucita a los muertos por error judicial, pero se tranquilizan los remordimientos recordando que aquellos hombres a quienes quiso lynchar la multitud por foragidos eran unas bellísimas personas, a quienes ovacionaría la misma multitud si pudiese resucitarlos.

     Si la pena de muerte no estuviese completamente desacreditada por su absoluta falta de ejemplaridad, cuando no por servir de morboso estimulante del asesinato, lo estaría por la frecuencia con que corta cabezas inocentes. Espectáculo inexplicable en un París y capital de una República, el de un verdugo paseándose en automóvil y unos magistrados buscando sitio para colocar una guillotina, que nadie quiere ver en su barrio. Pero como la guillotina y el verdugo son una costumbre pública, la guillotina y el verdugo subsistirán a través de los siglos, aunque la condenan los filósofos y moralistas, la repugna el público y la hacen más odiosa aún los frecuentes errores judiciales.

     Creo que deben durar ambas ignominias, no por los razonamientos que aducen sus defensores, bien contados ya, sino porque, no habiendo héroes que aclamar, los presidiarios van sirviendo para desahogo del entusiasmo público.

     Gran tropel de gentes en una estación. Buen golpe de militares con sables desenvainados. Estruendosos vivas. Un hombre de pie en un carruaje recogiendo flores y ovaciones.

     -¿Qué pasa aquí? ¿Es el general Mercier, que vuelve victorioso de la tierra alemana?

     -No, no. Es un pobrecito presidiario que fue condenado a muerte por un error judicial...



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La Cecilia y la Gabriela

     El enchironamiento de la Cecilia Aznar, que celebro mucho y muy de veras, porque, no satisfecha con planchar al señor Pastor, ni con dar guerra a toda España, había empezado a darla a través del Pirineo, como si París no nos propinase Cecilias a todo pasto, coincide con la petición de indulto de la Gabriela Bompard, cuyo infeliz hermano le ha escrito al ministro de la Justicia: «Mi padre murió de pesar, a consecuencia del crimen que cometió mi hermana, dejándome solo, cuando no tenía más de diez y siete años, sin otro porvenir que el tener que soportar en silencio la vergüenza de un nombre manchado.»

     Almas gemelas, Cecilia y Gabriela, convulsionarias ambas, ambas embusteras, con todos los caracteres de la histerya mayor, la Gabriela resulta superior a la Cecilia por fina, aventurera y valerosa o inconsciente dentro del crimen.

     Buena diferencia entre la fuga de la Gabriela, en toilette rosa, riendo como una loca mientras ayudaba a bajar de una casa de París el baúl que contenía el cadáver de Gouffé, riendo como una loca mientras ayudó nuevamente a bajar de un hotel de Lyon el siniestro baúl y corriendo luego en busca de aventuras a Nueva York, y la prosaica fuga de la Cecilia, cuyas aventuras se reducen a haber ido a comer longaniza a Puigcerdá!

     Sí. La ocurrencia de la Cecilia Aznar, dejándose capturar asnalmente en Puigcerdá, es una verdadera decepción para los románticos del crimen, y un mentís a los que decían que nos modernizábamos, siquiera criminalmente.

     Explicaríanse ellos que la hubiesen capturado en las estepas rusas o en las pampas americanas; pero... ¡en Puigcerdá! ¡Qué horror de prosa! Y es que el público tiene la idea de que a los excelentes pueblos de la industrial Cataluña, a Puigcerdá, a Vich, etc., no es posible ir a digerir un asesinato, sino a digerir un embutido.

     ¡Qué diferencia, por otra parte, en el modo de matar Gabriela, acariciando amorosamente a Gouffé, comiéndosele a besos, mientras Eyraud, siniestro y frío, le pasó al cuello un lazo corredizo; y el modo de matar Cecilia, planchando al Sr. Pastor, como si hubiese sido un calcetín!

     Pero hay más: Gabriela no pretendió mixtificar ni atenuar el móvil de su crimen. Cecilia, sí. Ella mató, cierto; pero «por defender su honor»; ¿en dónde?, allí donde hacía reír a Espronceda, y que en ella estaba al alcance de todas las fortunas.

     Esa salida de... honor cochambroso que ha tenido la Cecilia es un caso como el siguiente, que narra El Mundo, de la Habana:

     «En el hospital número 1 se presentó ayer la parda Dolores Hernández, la cual fue curada de una extensa herida en el brazo izquierdo, de pronóstico menos grave. Según afirma la lesionada, se produjo la herida en el brazo al pisar casualmente un clavo

     Ese clavo es el honor de la Cecilia, la cual si no mereciera ir a la guillotina por asesina, lo merecería por cursi.

     ¡Haber matado por su honor, y, además, dejarse coger en Puigcerdá!

     Puede resultar cierto que a la Bompard, cuando salga de la cárcel, le ofrezcan villas y castillos; pero la Aznar, si saliese de presidio, ya se contentaría con tres pesetas.

     Y, aun así y todo, tendría que volver a Puigcerdá en busca de embutidos.



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El amor...

     El amor en París, el amor pintado a brochazos por Goron, ex-prefecto de la policía francesa: amoríos de meretrices y chulapones asesinos, de degeneradas aristócratas y horteras de almacenes, de señoras burguesas a caza de transeúnte, de viejos sádicos y niñas incipientes, el amor monstruoso de los Eyraud, el amor inmundo de los Kat, el amor unisexual de las Siller, el perfumado amor de los palacios y el pringoso amor de las bohardillas, toda la lira del amor parisien, vibrando y culebreando sin cortapisas en el folletín de un periódico que lee todo el mundo. Y París podría exclamar si quisiera: -¡Ay Goron, cómo me has puesto!...

     Una sola vez he visto a Goron, y le vi en el apogeo de su fama de policía a lo Javert, cuando se refería de sus ojos de lince que escudriñaban las entrañas de cualquier criminal, por negras y profundas que fuesen; y en verdad que me pareció, por lo que toca al físico, tan pequeñín como anodino.

     Como escritor, es uno de tantos franceses artistas en saber narrar, noveladores por temperamento, que tienen el arte de amenizar los hechos más prosaicos de la vida. Su obra es interesante, y se la arrebatan lectores y lectoras, así la princesa altiva como la que pesca en ruin barca del Sena.

     Pero en la obra de Goron, a juzgar por los folletones que van publicados, hay una trampa, que importa señalar, y que consiste en dar por amorosos ciertos procesos que no tienen que ver con el amor en París, o que, caso de tenerlo, se refieren muy por incidente al amor mismo. Claro que en todos los hechos de la vida hay que buscar la mujer, porque siendo ésta mucho mejó que er comé, según se decía en una parodia de Don Juan Tenorio, no hay guisado de liebre sin liebre. Pero las narraciones de Goron estarían mucho más en punto de caramelo si haciendo él caso omiso de historias e historietas que sólo per accidens se relacionan, cuando se relacionan, con el amor, hubiérase limitado a discurrir sobre las que per se refieren el amor, como elemento esencialísimo de las mismas, en cuyo caso no se halla ni con mucho el crimen de Eyraud y Gabriela Bompard.

     De paso en París para Southompton, a cuyo puerto fuí a embarcarme, no recuerdo con qué fin, aunque no llevaba ningún muerto en el equipaje, presencié la profundísima impresión que se apoderó de París por la siniestra novedad de que un asesino hubiese metido un cadáver en un baúl. Rehecho éste con los pedazos del mismo, encontrados en un campo de los alrededores de Lyon, fue imitado por orden de Goron; el baúl imitado se expuso en la Morgue, a donde fue procesionalmente, a ver si lo reconocía, todo París, y yo mismo, aunque enemigo de tales espectáculos, entré en el anfiteatro, a empujones por entre una muralla de carne humana, para llevarme el gran susto, porque el baúl se daba un aire de familia a otro que yo había visto en casa de uno de mis parientes.

     Por entonces se admiraba el «valor» de Eyraud y de Gabriela, y esas admiraciones malsanas han renacido en el pintoresco relato que Goron hace de aquel crimen, cuya esencia no fue el amor, como tampoco fue el amor la causa determinante del crimen de Anastay, aunque Goron lo incluye en los crímenes por amor.

     Sobre este último crimen puedo precisar más que sobre el crimen de Eyraud y Gabriela Bompard, porque quiso la casualidad que yo conociera y tratara a Magdalena González, querida de Anastay, a la que fuí presentado por mi amigo Arzubialde, hallándonos reunidos en el despacho telegráfico del Grand Hôtel.

     -¿Ve usted esa mujer? Puede serle útil para una crónica. Es Magdalena González, exquerida de Anastay. ¿Quiere usted que se la presente?

     -Y al asesino también, si usted quiere -le contesté.

     Un rato de charla en el café de la Paix, y Arzubialde se marchó «para que yo confesara a Magdalena.» La confesé y... la absolví.

     Con los interesantísimos detalles que me dio Magdalena hice una crónica para un popular periódico de Madrid, el cual no la publicó, porque mientras un Goron abre las más recónditas alcobas en el folletón de un periódico tan popular como el Journal, el escritor español que hubiera deseado escribir del crimen de Anastay, habría tenido que hacerlo en estos términos:

     «Corre o no corre el rumor de que se ha cometido o no se ha cometido en París un crimen, que acaso no lo resulte, perpetrado por un tal Anastay, de quien se asegura, sin que nosotros nos hagamos responsables de la noticia, que tiene relaciones non sanctas con una compatriota nuestra que se llama, según se dice, Magdalena González, o no Magdalena González».

     En dicha crónica referí que ni Magdalena González había estado enamorada de Anastay, ni Anastay de Magdalena, habiendo servido ésta de ocasión para que el asesino desarrollase las cualidades que su cerebro enfermo guardaba en estado embrionario.

     Aparte del indicado reparo, que me parece muy justo, el Amor en París es, por más de un concepto, obra notable, que revela talento literario en el autor, como también que si es cierto, según dijo un poeta, que duerme un cerdo en el corazón de cada hombre, no es menos verdad, en la generalidad de los casos, como lo prueba el creciente interés demostrado por el público, que duerme un Eyraud en el cerebro de cada hombre y una Gabriela en el corazón de cada mujer...

     Yo hablaba anoche con una rubia que iba al baile de la Ópera, rubia idealmente rubia, belleza de nieve y aurora, carita de biscuit, campo de lilial blancura iluminada por el grisáceo fulgor de los ojos, que son como los de Wanda de Boncza; aprisionadas las turbadoras formas en raso azul pálido, guarnecido de lentejuelas de plata, con ramo de violetas haciendo zig-zag sobre el corazón; como perlas de moda, las que se descubrían por entre los rojos labios; como corona de oro, la cabellera rubia... Y hablando de cosas indiferentes, la seráfica criatura, que parece un angelito, me dijo de pronto:

     -¡Pero qué interesante Gabriela Bompard!...

     Y me despedí cortésmente, porque no me seduce la idea de que me lleven a Lyon metido en un baúl.



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«Record» inadmisible

     Después de la muerte del niño Borone, pelado vivo por una enfermera del hospital Trousseau, y de la muerte de la señorita Devant, ocasionada por una lavativa de cloruro de zinc que otra enfermera le puso por echarla una de miel, parecía que íbamos a entrar en una era de tranquilidad domiciliaria garantizada por las escuadras de Toulon. Pero la tentativa de asesinato perpetrado en la persona de la señorita Kolb, cortesana de oficio, ha venido a turbar la paz pública.

     Si Eduardo Smith, que así declaró llamarse el asesino, fuera tan práctico como dice la Prensa, hubiera dejado su tentativa para otra ocasión. Con ser compatriota de los acaparadores de Fashoda, ya tiene bastante un hombre para que París desee que le lleven a la guillotina.

     Por otra parte, París, que adora a sus cortesanas, se enfada con cualquiera que las maltrata. Si quien las maltrata es extranjero, el enfado se transforma en furor. Y si el extranjero es inglés, todo el mundo quiere cortarle la cabeza.

     En el caso de ahora hay otra circunstancia agravante para el asesino: la señorita Kolb es una cortesana coronada por el éxito. Tiene renta y más de un millón de francos en alhajas. Tiene carruaje propio, caballos, automóvil. La casa que habita en París, asombrosa por la riqueza de sus tapices, es de «un lujo inaudito», según cuentan los que la visitaron. En el campo, cerca de París, tiene un nido para pasar el verano. Sus relaciones son «con gente muy seria»: magistrados, senadores, banqueros, un general... Ha conseguido casar a su hija con un señor dignísimo. En fin, que dan ganas de meterse uno a cocotte.

     Una cortesana de tanto fuste y recámara es, naturalmente, una gran señora, sumamente respetable. La vecindad la venera. El comercio está encantado con ella. París la mima, porque es una fuente de riqueza pública.

     El compatriota de Kitchener, si bien no quiso matar, sino «aturdir», a su víctima, según declaración que hizo, confirmada por la misma escena del crimen, está irremisiblemente perdido. A su calidad de inglés ha añadido una insolencia de lenguaje inusitada en los ladrones y asesinos franceses, que son muy finos.

     «Basta de conversación -ha dicho.- En Inglaterra, cuando se sorprende a un asesino con las manos en la masa, se le ahorca. ¡Haced como en Inglaterra! Llevadme a la guillotina. Pero basta ya de discursos.» Y más insolente aún ha parecido su negativa a aceptar defensor que no esté nombrado por la Embajada inglesa...

     Antipático en todo a París, lo es hasta en el procedimiento homicida de que se valió para «aturdir» a la cortesana. Tapándose la cara con denso velo, como si fuese la dame voilée enviada de Londres por Esterhazy, trató primero de aturdirla a golpes con una especie de calcetín lleno de arena. Después, con una bola de acero envuelta en una corteza de mandarina, que llevaba sujeta al codo con una goma.(¡Decididamente, la tomó por una vaca!...) Y cuando la Policía entró a perseguirle, estaba en el tocador curándose tranquilamente una herida que se hizo él mismo.

     «Estos instrumentos -dice, escandalizada, la Prensa- no se habían usado en París.» Empleados por un asesino inglés, puede que lo imiten los asesinos franceses; y ahora que la Prensa patriota ha levantado una cruzada contra las telas homspum, los Box Driving Coat, los Kersey y el color «ostra», importado últimamente de Londres, molesta que venga un inglés a ensayar asesinatos dando cogotazos con bolas sujetas con elásticos al codo. Es un record que no admite el chauvinisme.

     Cada país tiene sus costumbres. El que quiera matar en París debe sujetarse al canon establecido: cortar en pedazos a la víctima y repartirla por los portales de la vecindad...



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Angelita

     Tarde aprovechada la de ayer. Los aficionados a dramas pasionales, noticias sensacionales, acontecimientos trágicos y cosas raras, no perdieron los 15 céntimos de la lectura de Le Temps. Entre la luz del cielo, que empieza a clarear, y la luz eléctrica, los parroquianos de las terrazas de los cafés aparecían con la nariz pegada al texto del periódico.

     Bien pudo decirse ayer que había sucesos y lectura para todos los gustos. Informaciones sobre el crimen del misterioso Smith, que se enfada cuando le dicen que no es inglés y pasea orgullosamente su nacionalidad, como si fuese honroso para Inglaterra que uno de sus súbditos intentase asesinar a cogotazos con una bola de acero; el horrible relato del martirio que Brulings dio a su hija, de cinco meses, abofeteándola «porque a las criaturas hay que corregirlas desde que nacen», escatimándole la manutención «porque él no quería mantener un ogro», metiéndole en la boca corteza de pan mojado, echándole una jarra de agua fría a la cabeza y terminando por rompérsela con la misma jarra; la historia de los amoríos de la señora Frieedda Englander, esposa divorciada del subdirector de la Agencia Reuter en Londres, con el comerciante Ernst, que la mató y se suicidó; la estupenda noticia de que el yanqui Tesla, inventor de un disco mágico de ocho pies de diámetro, teniendo en el centro un electrodo de 7 pulgadas se compromete, ampliando su aparato, a turbar el equilibrio magnético del planeta terrestre y a sacudir el planeta Marte; otra noticia de origen americano, la adoptación del Luger para el ejército, revólver que dispara 116 tiros por minuto; el telegrama que da cuenta de la huelga de los médicos de Leipzig, los cuales, a consecuencia del funcionamiento de las «Cajas de enfermos», no cobran más que dos perras chicas por visita; en fin, para que de todo hubiera en la viña de Le Temps, apareció un español herido y corriendo por la escalera de un hotel de la calle Richard-Lenoir.

     Hay que reconocer que los tenorios que España envía a París no dejan muy bien puesto el pabellón. Por lo menos, no pueden alardear de afortunados.

     No hace aún mucho tiempo que conté la tragedia del pintor español que suicidóse por una meretriz, a quien dio por muerta de un tiro, lo que no impidió que a la noche siguiente hiciera ella ronda en la plaza Clichy, vigilada por su chulapón, y ayer le tocó la china a otro artista español, escultor y catalán, que también vivía con una meretriz...

     Claro que sobre gustos no hay nada escrito; pero verdad es que no resulta muy decoroso que muchos de nuestros violinistas, pintores, escultores y poetas, aparezcan del brazo de una meretriz en la Prensa de Europa. En la Metrópoli de los amores fáciles, en una ciudad poblada de tantas costureras, sombrereras, confiteras, obreras, en fin, que no piden más sino que las ayuden un poquito, «porque es costumbre en París», según dijo recientemente una de ellas al Jurado; en la villa de las Mimís y de las Pompón, bonitillas, elegantes en su pobreza, instruidas, espirituales y tan alegres, es realmente extraordinario que españoles en general, y el artista español en particular, tengan decidida vocación a echarse novia en la clase de las más infelices mujeres, encanalladas hasta la coronilla, a quienes espera el chulo -un chulo de un género desconocido en España, porque es asesino- para recoger las sobras del pot-au-feu y las pesetas del español... Narrando este caso de tenoritis, dice la información:

     «La amorosa pareja se veía turbada por las escapatorias de la mujer; pero el español y la cortesana vivían en bastante buena inteligencia.»

     No sólo por eso era héroe el artista, sino también porque el temperamento suicida de la mujer con quien estaba le tenía con el alma en vilo.

     En efecto, Angeles Lefevre le hablaba constantemente de suicidarse. Le decía:

      «Mira; me voy a tirar por la ventana.»

     O bien:

     «¿A que me tomo este tazón de vitriolo?»

     Un nido así debía de ser un encanto. El artista estaba en el caso de decir a su cónyuge morganática:

     «Pues mira, hija, vete a otra parte a darte el jicarazo. Porque no estoy subvencionado por la Funeraria.»

     Pero la decía, bonachón:

     «¡Qué cosas tienes, Angelita!»

     Y la Angelita no se limitó a quitarse de en medio, sino que quiso llevársele a él por delante, no por amor, por sport macabro, probablemente. Ya que voy a matarme -se decía ella-, también escabecharé de paso a este buen hidalgo que está roncando como un bendito a mi vera.

     El artista, «despertado a tiros», sintiendo «dolor de cabeza» (¡como que su Angelita le había metido dos balas!), salió de estampía, en situación lamentable, «bajando la escalera en camisa, pidiendo socorro y entrando como una tromba en el cuarto de un amigo suyo». Y hoy ha salido, también en camisa, a pasearse por la Prensa de París. ¡Una notoriedad en faldetas! ¡Una verdadera escultura! Y un ecce homo...

     No. A mí no me digan que esas tenoriadas tienen gracia y tal. A lo sumo, tienen una gracia que hace llorar...

     Y esos señores tenorios de Barcelona (que es bona en París si la bolsa sona), no tienen siquiera la disculpa de haber tropezado con una Dama de las Camelias o con una Manon Lescaut. No van a redimir cautivas. Sus amantes, con escapatorias, no son Magdalenas arrepentidas. Son meretrices por toda la vida, porque nacieron para serlo; meretrices que dan de comer a un souteneur a cuenta de lo que las da un hidalgo.

     Y cuenta que esto es lo mejor que puede pensarse de D. Juan Tenorio en el asfalto parisiense...



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Viviendo de milagro

     Aunque Le Soleil haya dicho que, en estos tiempos de chifladura general, los atentados apasionan e interesan muy poco al público de París, por fin las gentes empiezan a ocuparse seriamente de cómo se podrá salir a la calle con probabilidades de volver a casa o, por lo menos, con esperanzas de que no le corten a uno las narices.

     Hay que decir, en honor de la verdad, que los muertos a tiros o cuchilladas están en minoría. En los más de los casos, el agresor se limita a cortarle las orejas a la víctima o a comerle la nariz -que, a lo que parece, es bocado exquisito-, y al día siguiente, la Prensa publica los retratos del agresor y de la víctima -con la cabeza como la de un mastín- y aparte dos setas, que son las orejas cortadas.

     ¿Por qué se las cortaron a ese?, se pregunta el público. Se las cortaron porque sí. ¿Y con qué motivo le comieron la nariz a ese otro? Con ningún motivo. Tales mutilaciones forman parte de las costumbres de los llamados apaches, que son legión.

     Y esto es lo que tiene verdaderamente aterrado al vecindario. Antaño, el transeúnte pacífico estaba al otro lado de la calle con tomar la precaución de evitar reyertas en el arroyo y no aventurarse a recorrer barrios solitarios, donde podían robarle el bolsillo. Ahora, todos los barrios, los más céntricos inclusive, son iguales y tienen el mismo peligro. Toda precaución de evitar reyertas es perfectamente inútil, porque se las buscan a usted aunque las rehuya, y su bolsa está a la disposición de cualquiera que le asalte en pleno día y en pleno bulevar.

     Pero hay algo peor que eso, y es el placer perverso de matar por gusto, de hacer daño sin explicación posible.

     Él más reciente caso de esta índole perversa es tan monstruoso como incomprensible. Un obrero, castigado por el sol, pierde el sentido en la calle. Otros transeúntes se acercan a él para auxiliarle. De repente, un caballero, elegantemente vestido, se confunde con el grupo; pulsa al enfermo; dice «no es nada, voy a hacerle algo que le reanime», y sacando del bolsillo un frasquito, le echa el contenido en la cara... Pasan breves instantes, y el caballero se retira repitiendo «eso no es nada, en seguida se le pasa», mientras el desmayado, vuelto en sí, prorrumpe en espantosos aullidos de dolor. Le había regado la cara con vitriolo...

     Ayer mismo, una señorita recibió por correo una bombonera.

     -¡Qué bonita! -exclamó ella-. ¿Quién me la mandará?...

     No bien la hubo abierto, salió de ella un enjambre de avispas furiosas, que se le tiraron a la cara, acribillándola hasta los ojos.

     -Es una broma -se dice.

     Jóvenes de dieciséis a veinte años, de fisonomías pálidas, de ojos viperinos, traban amistad callejera con cualquier buen señor que encuentran por casualidad. Pasean, beben unas copas y el burgués piensa en retirarse, complacidísimo del encuentro, cuando sus amigos de ocasión le empuñan, y, sacando un chisme, le cortan las orejas. A otros les dejan apabullados a golpes con llaves inglesas, después de quitarles hasta la camisa.

     Las señoras solas no se atreven, temiendo apabullos en la moral, hacer visitas a los parques y jardines de la villa. Describiendo escenas del jardín de las Tullerías, una de dichas damas ha escrito a L'Écho de Paris:

     «Una mujer honrada no puede ir sola a leer en las terrazas del jardín o de las orillas del Sena. No se ven más que parejas inconvenientes o partidas de apaches.»

     Y estos tales campan por sus respetos en todo París, viviendo regaladamente de timos, de robos a mano armada, de las viciosas artes de malas pécoras, de asesinatos y del terror; mientras el Sr Bativelli, dice Le Matin, «fué honrado y trabajó durante sesenta años; así, pues, tuvo que suicidarse vencido por la miseria».

     Para llegar a viejos y con un pasar, los Bativelli tienen que consagrarse apaches en alguna de las iglesias que tiene el París actual.



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Por una madre

Para Eusebio Blasco, donde se halle

     Distinguido compañero y finado:

     El hecho de que usted haya pasado a mejor vida, que, cualquiera que sea, tiene que ser mejor que la de cronista en España, no puede impedir que me cartee con usted.

     Para mí sigue usted, por su ingenio, tan vivo como antes -y esto no lo digo por su fallecimiento; puesto que en libros y periódicos reconocí y aplaudí ese ingenio en vida de usted,- y como solía usted, con no escasa fortuna, echar peticiones a altos Poderes -con quienes ni me he carteado ni me cartearé en mis días,- me ocurre que puede usted hacerme el favor de trasladarles lo que pienso en este momento patibulario de ovaciones a la Gabriela Fenayrou y a la Gabriela Bompard.

     Nadie mejor que usted, que vivió tantos años en París, puede recordar los crímenes cometidos por las dos Gabrielas. Pero, por si acaso, voy a refrescar con dos datos la memoria de usted.

     He aquí, según Le Matin, la actitud de Gabriela Fenayrou en el asesinato de su amante Aubert:      «Fenayrou sale para Chatou en el tren de las siete y treinta y dos, mientras Gabriela, respondiendo a inexplicable sentimiento, espera la hora de la cita rezando en la iglesia de Saint-Louis-d'Antin.

     Cuando Aubert y Gabriela llegan a la villa, todo está silencioso y en tinieblas. Ella abre la puerta.

     -¡Oh! ¡Oh! -exclama él.- Aquí huele bien; pero todo es misterioso... Tú sabes, Gabriela, que no me gustan las aventuras.

     -¡Entra! -dijo ella, impaciente, empujándole hacia el vestíbulo.

     Entró, y Fenayrou, oculto en las tinieblas, con un martillo en la mano, se tiró a el, asestándole el primer martillazo. Aubert cayó, casi aplastado; pero siendo muy vigoroso, pudo levantarse y trabar una lucha con su agresor, mientras Gabriela huía al jardín. Luchando cuerpo a cuerpo, los dos hombres voltean varias veces el salón. La obscuridad es profunda. El martillo, ciego, pega en el vacío.

     -¡Gabriela! ¡A mí! ¡Luz! -grita el asesino.

     Acude Gabriela: va a la chimenea; enciende una vela. Fenayrou, extenuado, parece que no alienta.

     -¡Miserable! ¡Miserable! -grita ella, dirigiéndose a Aubert.- ¡No faltaba más sino que matases ahora a mi marido!

     Agarrándole por los hombros, le echa atrás, mientras el martillo de Fenayrou cae sobre él por última vez.»

     De Eyraud, en la Audiencia:

     «A eso de las ocho y media, Gouffé llama a la puerta. Gabriela Bompard le abre.

     -¡Hola! -dijo él, entrando.- Muy mono tu nidillo.

     -Sí -repuso ella.- Aquí me divierto. Mi amante lo ignora. Por lo demás, estoy reñida con él. Me aburre con sus historias de deudas.

     Y, poco a poco, lleva a Gouffé al sofá. Gouffé empieza a acariciarla, a desabrocharla. Coge entre sus dedos la cuerda blanca y azul que lleva ella enroscada alrededor del talle.

     -Es bonita -observa él.

     -¿Verdad? -responde riendo Gabriela.

     Y se la pasa alrededor del cuello.

     -¡Qué bonita corbata te resulta!...

     -Ya está -pensé yo, viendo lo que había hecho Gabriela, y salí de mi escondite para saltarle a la garganta a Gouffé. Pero vi que estaba muerto. Gabriela lo había estrangulado.

.     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .

     Al volver de registrar infructuosamente la oficina de Gouffé, Gabriela y yo enganchamos el cadáver a la polea para poder deslizarle con más facilidad en el saco. Yo lo colgué. El cadáver pesaba demasiado. Gouffé volvió a caer al suelo.

     -Me parece -advirtió Gabriela- que no está muerto. Juraría que le he visto abrir los ojos.

     Entonces volvimos a colgarlo. (Sensación).

     Deslizó a Gouffé en el saco de tela que hizo Gabriela y lo echó al fondo del baúl. Y Gabriela quedó allí, con el cadáver, mientras yo fui a dormir al hotel.»

     Pocas aventuras tan siniestras como la de Gabriela Fenayrou, urdiendo uno y otro día cartas amorosas para atraer a Aubert a la emboscada que le preparó. Ninguna aventura tan siniestra como la de Gabriela Bompard, cosiendo uno y otro día el saco de tela que había de servir de sudario a Gouffé. Y estas dos mujeres han paseado ayer tarde por los bulevares de París festejando el Grand Prix...

     Nuestra Fenayrou y nuestra Bompard es la Cecilia Aznar. Atrasados y toscos en todo, nuestras criminales matan con planchas, al tuntún, sin preparar emboscadas, ni escribir cartas sutiles, ni coser sacos de tela, ni dormir amorosamente a la vera de un cadáver encerrado en un baúl, ni viajar con el cadáver llevándolo de equipaje.

     No creo, amigo Blasco, que la labor patibularia de la Cecilia tenga punto de comparanza con la labor patibularia de las Gabrielas, aunque no se admita ninguna de las circunstancias que la Cecilia alegó en su defensa.

     -Ha salvado a la Bompard -dije yo, comentando su suerte- la proverbial cortesía de los franceses. La guillotina no es ya instrumento tosco y brutal en manos de hombres soeces y sanguinarios. Es atributo de ley en poder de hombres cultos e inteligentes, pulimentado y embellecido en su forma, invisible la cuchilla, que no ha querido salir al encuentro de una cabeza femenina. Ha salvado a la Bompard la cortesía de la guillotina moderna.

     Siquiera por una vez, y con una mujer española, el garrote podía ser cortés... Es una indicación sin pretensiones y sin miras interesadas. No soy de los que están enamorados de la Cecilia Aznar. No la conozco, y seguramente no la conoceré. No podría yo, además, tener un coloquio voluptuoso con una moza que puede plancharme, como no lo tendría tampoco con la Gabriela Bompard, porque la idea de que me metan en un saco de tela me estremece. Mi valor, harto probado en los campos de batalla, no llega a tanto. Yo no aceptaría nada de la Cecilia, ni siquiera la plancha para hacerme un alfiler de corbata.

     Lo que hay es esto: que al saber yo que andan por ahí las dos Gabrielas; que la casualidad puede dar lugar a que me siente a su vera en el café, en el restaurant, en el teatro o en cualquier otro sitio público; que si despido mi casa puede ocurrir que entren a verla las dos Gabrielas y hablen con los míos sobre precio y condiciones, y que estoy obligado a llamarlas señoras y a ser circunspecto y respetuoso con ellas, pienso que podríamos hacer algo por otra delincuente, inmensamente menos culpable, no para que salga a zarandearse por la Puerta del Sol, aprovechando los efectos de una publicidad lúgubre, sino para que no arroje la ennegrecida lengua a los curiosos malsanos del campo de Guardias.

     En ningún país del mundo tiene la mujer menos consideraciones que en España. Ya que imitamos a París en tantas cosas, generalmente nocivas, imitémoslo en salvar de la afrenta y el dolor del patíbulo a una mujer que es española y madre.

     Pídalo usted, amigo Blasco. Yo no me atrevo a pedirlo, porque temo que la agarroten dos veces; una por ella y la otra por mí...



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Navajazos y navajeros

     La sangrienta aventura que ha corrido nuestro compatriota Ivón -que no sé cómo siendo español pudieron ponerle semejante nombre en la pila bautismal, ni cómo ha podido seguir llamándose así durante veinticinco o treinta años- probará una vez más a los incautos mancebos que París no es Madrid y que la place d'ltalie no es la puerta del Sol.

     Como no hay gentes que se den peor fama que los españoles, resulta que nosotros mismos hemos circulado en París la burda especie de que por un quítame allá estas pajas empalmamos la navaja y le tiramos un viaje al mismísimo lucero del alba, y París cree -o creía, porque ya se va convenciendo de lo contrario- que somos unos matadores atroces. Luego viene un Ivón a darse un paseo por los bulevares, se corre hasta la place d'Italie, los apaches le dan quince navajazos y la policía se lo lleva al hospital para que le hagan la operación de la laparotomía. En una semana, en una sola, París da más navajazos que toda España, a pesar de lo cual continuamos con la fama de navajeros.

     Los Ivones recién llegados se exponen a morir porque no hacen caso de las advertencias de los periodistas españoles que residen en París. Cuando llegué, hace diez años, a esta villa -luminosa, exceptuando parajes como la place d'Italie, que está como la boca de un lobo,- y di con el saco de mi ropa y con el saco de mis huesos en el bulevar Montparnase, porque está cerca de la oficina que por entonces tenía M. Garnier, alguien me advirtió que era muy expuesto trasnochar en la Avenida del Maine, en la avenida de Orleáns y en otras calles contiguas a dicho bulevar. Acepté de mala gana la idea de tropezarme de noche a los apaches, después de haber sufrido de dio al editor Garnier, y una vez, hablando con otro amigo mío, Constantino Román, y con otro que no he de nombrar, por lo que luego se verá, pasó a la vera nuestra una rubia, muy rubia y muy chula. El amigo que he nombrado se puso en movimiento, arrastrándonos a Román y a mí, en persecución de la rubia, que yo hubiera abandonado de buena gana, no sólo porque seguramente era una rubia más, sino también porque iba metiéndose en callejas tan laberínticas como obscuras; y así llegamos a la calle de Vanves, hizo alto la rubia, desapareció como por escotillón en la planta baja de una taberna, y momentos después salieron de allí una docena de bandoleros con casquetas altas y blusas azules...

     ¡Y, naturalmente, nos interpelaron! Contestéles algo, no más que por dejar bien la negra honrilla, y acto continuo emprendimos una retirada práctica, con método y no exenta de decoro y desenfado. Desgraciadamente, hubo una víctima que lamentar. Al salir de la calle, sin prisas, para que no se dijera, pero con un canguelo horroroso, Román y yo notamos la ausencia de nuestro compañero. El infeliz se había detenido en el lugar de siniestro, de palique, y pidiendo no sé qué explicaciones a los apaches, quienes, tratándole con singular desdén, se limitaron a darle unos coscorrones horrorosos con unas bolas de hueso. Para despedirlo largáronle, además, un puntapié, y el hombre nos dijo a Román y a mí:

     -Esos tipos, con tanta fama, no valen na. Si les doy yo, con la fuerza que tengo, los puntapiés que me han dado a mí, ¡los hago polvo!...

     No, no somos tan asesinos ni tan terribles como cuenta la fama, y prueba de ello es que el desgraciado Ivón, sin un arma cualquiera para defenderse, se arriesgó a pasar, a hora avanzada de la noche, la peligrosa plaza de Italia.

     Por supuesto que igual resultado habría tenido aunque hubiese llevado a cuestas una armería. Porque los otros, asesinos de condición, y por tanto cobardes, eran, como de costumbre, ciento y la madre. Los italianos, que son muy previsores, van en patrulla por esos sitios, y con ellos no hay caso... Porque ninguno necesita hacer picadillo a la víctima como los apaches a Ivón. El italiano no da más que una puñalada. Y basta...



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La Cabeza parlante

     Desde que M. Goron dejó de ser prefecto de la policía de París, se ha convertido en pitonisa, cuyos oráculos son muy celebrados por algunos periódicos para quienes el exprefecto que dejó escapar a Eyraud y Gabriela Bompard hasta San Francisco de California -de donde no hubieran vuelto a París sin los amoríos de Gabriela con Garangé y sin los delatores celos de Eyraud- es el «non plus ultra» de una competencia y habilidad que a Gabriela Bompard, en conversaciones conmigo, la ha hecho reír con toda la barriga.

     Cada vez que ocurre en París un acontecimiento relacionado con la gestión de la policía, dichos periódicos piden parecer sobre el mismo a M. Goron, quien no se hace de rogar en darlo para que se exteriorice en letras de molde...

     Así, ahora, con motivo de las siniestras aventuras de los apaches de la «banlieue» de las cuales hablé recientemente, M. Goron, solemne, ha dicho:

     «El aumento de la criminalidad en Francia se debe a que se aplica poco la pena de muerte, de la cual soy partidario acérrimo.»

     Precisamente hay pocos países donde se aplique más, al extremo de que después de residir largo tiempo en París, máxime si se reside en sitios donde merodean apaches, siéntese uno atraído a la guillotina y espera recibir de un momento a otro la noticia de que va a ser decapitado.

     Como si la magistratura hubiera querido complacer a M. Goron, ayer mismo fue guillotinado en la cercana Orleáns un tal Languille, culpable de asesinato.

     Y ahora va usted a ver cómo se ha realizado la ejemplaridad tan ensalzada por M. Goron, de la pena de muerte.

     Cuando las autoridades, a las tres de la madrugada, le fueron a participar a Languille la grata noticia de su descabezamiento, estaba el reo jugando a la brisca, y, al verlos venir, les dijo:

     -Entren ustedes, caballeros. Ya me figuraba yo que vendrían hoy, y para no hacerles esperar, me levanté tempranito y me vestí. Estoy, pues, a sus órdenes.

     -¿No tiene usted miedo? -le preguntó un magistrado.

     -¿Miedo?.... «De qué?...» Yo no tengo miedo a nadie ni a nada.

     Está tranquilo, sereno, espantosamente calmoso. Se viste minuciosamente y sin el menor apresuramiento.

     -A la disposición de ustedes, vuelvo a decir.

     Un ayudante del verdugo quiere acompañarle.

     -No se moleste -le dice, muy fino.- «Conozco el camino.» Ya sé donde me espera el verdugo...      A éste:

     -Estoy a tus órdenes.

     Y a los acompañantes:

     -¡Qué pálidos están ustedes!... ¿Qué les pasa?... ¿Tienen miedo?...

     Luego le dan una copa de cognac y, saboreando el líquido, aprovecha la ocasión para echar un «toast» a lo Kaiser:

     -¡A la salud de ustedes, señores!... La sociedad...

     La multitud le interrumpe el discurso gritando, como M. Goron:

     -¡A muerte!... ¡A muerte!...

     Y Languille, volviéndose despreciativamente:

     -¡Montón de aldeanos piojosos, bah!

     Deibler, hijo, lo descabeza. El doctor Beauvien coge la ensangrentada cabeza, y por dos veces le grita al oído:

     -¡Languille!... ¡Languille!...

     Y por dos veces se abren los ojos de la cabeza muerta y miran alrededor suyo...

     El público se dispersa exclamando, a pesar suyo:

     -«¡Era un valiente!»

     Y esta mañana, al leer los precedentes pormenores, recogidos y relatados por la Prensa, temblaban de emoción y entusiasmo muchas mujeres, cuyos corpiños escotados, que dejan al desnudo sonrosadas nucas, parecen indicar que el verdugo las ha hecho la última «toilette», que precede a la subida al triángulo de la guillotina!



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Crímenes al peso

     Está demasiado reciente, para que necesite recordarse, el martirologio del niño Luis Feystag. Todavía se le ve sacar del bolsillo de su raída chaqueta los dientes que su verdugo, Eugenio Guerin, le hizo saltar a bofetadas. Aun se le ve, famélico y sediento, en la mesa de un restaurant rechazar por orden los platos y las bebidas que le brindaba el camarero que servía la mesa a Eugenio Guerin, y todos le recuerdan escribiendo por orden a su «buen papá», dándole gracias por los malos tratos que le hacía sufrir y ofreciéndole defenderle con su cuerpecito, lleno de horribles llagas, si alguien le atacaba en la calle. «Yo me pondré delante -escribía el niño- para recibir los golpes.»

     Por todo ello, Eugenio Guerin ha sido condenado a ocho meses de prisión. ¿Nada más? ¡Nada más!

     El doctor Garnier, dictaminando sobre el caso, dijo en la Audiencia:

     «Los actos que se censuran a Guerin fueron cometidos bajo el imperio, no de una impresión patológica, sino de una cólera vengativa en un hombre de carácter excepcionalmente susceptible, excitable, despótico y violento, con un fondo de cosas raras que le transforman en un anormal, en un desequilibrado.»

     Milagro que no lo absolvieron...; y cuando salga, dentro de ocho meses, si no antes, de la cárcel, no rezará con él eso que se llama estigma social, porque... «angelitos al cielo», y el que martiriza y mata a un niño no comete un crimen execrable ante la actual sociedad. Ese mismo Guerin estuvo anteriormente en prisión por haber martirizado otro niño, y la sociedad no sólo no lo estigmatizó, sino que le confió la guarda y custodia de otros angelitos.

     El paradójico Óscar Whilde, condenado a una pena terrible, a dos años de hard labour, no encontró, al salir de presidio, una tierra piadosa donde pudiera vivir sin que le escupiesen al rostro el desprecio público; y cuando resolvió marcharse de todas, y se fue de un tiro de revólver, los amigos misericordiosos que tuvieron el valor de querer acompañarle al cementerio salieron de estampía por una bocacalle, dejando solo al muerto, porque la vecindad los veía y cuchicheaba...

     Sin embargo, Óscar Whilde pudo, con perfecto derecho, decir a la sociedad:

     -Yo, señora, he cometido una falta, un delito o un crimen, como usted quiera llamar a lo que he hecho. Usted, ejerciendo su potestad por conducto de un Tribunal ad hoc, me condenó al máximum de pena; me afeitaron la cabeza, me obligaron a destrozarme las manos haciendo cáñamo y a tirar de una noria. ¡Toda mi poesía fue a parar a una alcantarilla! Perdí el honor y también la fortuna. Pero ahora, extinguida mi pena, expiada mi culpa, yo debo ser una persona como otra cualquiera, porque no se puede imponer dos penas por un mismo delito. La única diferencia que existe entre la multitud y yo es que yo soy un gran poeta y la multitud se compone, generalmente, de grandes burros.

     Gabriela Bompard, juzgada y condenada, pasó catorce años en prisión. Hubiera estado allí más tiempo si su ejemplar conducta no hubiera conmovido al presidente de la República. Al volver a la libertad y a París, la sentenciada de hace quince años deseaba un trabajo cualquiera, una ocupación, en cuyo desempeño pudiera seguir la conducta que observó en Clermont, un pan en el olvido de sí misma y de su historia... Pero la sociedad la dice:

     -¡Ah, no! Para tener trabajo y pan necesitas hacer de pequeño monstruo; que se te vea en sitio muy visible, y que recuerdes lo pasado con frases ad hoc para excitar curiosidades malsanas; someterte, en fin, a un suplicio mil veces peor que la prisión donde purgastes tu crimen.

     Y los mismos que iban a verla se lo callaban, una vez satisfecho el deseo de atisbarla de lejos, y salían a hurtadillas del establecimiento, como si hubiesen cometido un crimen.

     -Es el estigma social -arguye el vulgo.

     ¿Pero dónde está ese estigma para los Guerin, martirizadores, uno y otro día, de indefensas criaturitas?

     Es que en nuestra sociedad, positivista, pesa mucho más -como que tiene más carne y más hueso- un alguacil gordo, como Gouffé, que un niño flaco, como Luis Feystag. Los crímenes, como todo, se juzgan al peso...



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El Whisky, asesino

     A los alcoholes, como a todo, es aplicable el vulgar dicho de que unos tienen la fama y otros cardan la lana. Los médicos franceses y las Sociedades de temperancia han declarado guerra al ajenjo, achacándole toda clase de crímenes, locuras y enfermedades. Para dichos médicos y Sociedades el ajenjo tiene la culpa de todo lo malo que ocurre en Francia, y cuando hablan del veneno alcohólico se refieren siempre al ajenjo, haciendo abstracción de todas las demás bebidas que gasta el público.

     No voy a poner cátedra en defensa del ajenjo. No lo bebo, no por virtud del espíritu, sino por repugnancia del paladar. El ajenjo es una especie de pintura, y a mí no me ha dado todavía por pintarme las tripas. Recién llegado a París, oí decir que el ajenjo tenía la virtud de producir ensueños y transportes. Alfredo Vicenti es testigo de que yo, en aquella época de mi agradable vida, tenía muchas ganas de transportarme; tantas, que de buenas a primeras me transporté de la Redacción de El Globo al bulevar de Montparnase, y ya en París hubiera querido transportarme a Madrid, volver a ver la Redacción de El Globo, con una ventana a la calle, por donde solía pasar una mujer muy guapa, que tenía aficiones literarias; enterarme de cómo iba la campaña que por entonces hicimos contra un señor Ceballos, o Caballos, no recuerdo bien, que hacía de representante de la Sociedad titulada de Padres de familia, y ver a Vicenti en su sitial, como Carlomagno en su trono, por lo tieso y correcto, aunque tristón y archiaburrido.

     Por eso bebí ajenjo; pero el resultado fue negativo, y en vez de transportarme a Madrid me transporté a un lugar del cual no quisiera acordarme, bien que por fuerza lo recuerdo diariamente...

     Quedé plenamente convencido de que el menjurje denominado ajenjo es una de las muchas porquerías que beben los franceses, maestros en el comer y doctrinos en el beber. Pero poco a poco me fuí convenciendo de que, como el ajenjo, todas las bebidas son porquerías para el estómago y engañifas para el espíritu, y que el whisky, cuya popularidad es grande en Inglaterra y Estados Unidos, donde tiene predicamento de inofensivo, es uno de los alcoholes que más perniciosamente influyen en el carácter, dándole al hombre algo así como una segunda naturaleza, de la que difícilmente puede desprenderse.

     El caso del asesino Goold lo prueba. Cogidos él y su fullera mujer con las manos en la masa de la Emma Lewey, y arrestados en la cárcel de Marsella, la mujer pide con insistencia que le den whisky a su marido, y el marido, según dicen de Marsella, «no tiene más obsesión que el whisky y pide a grandes voces que le den whisky».

     Sin whisky, el malo de Goold no es nadie, no tiene valor para defenderse, ni siquiera para hablar, y de fijo no lo habría tenido para contribuir a la siniestra obra de matar a una mujer y descuartizarla en un baño. Y la esposa de Goold, que conoce a éste, que sabe que sin whisky en el cuerpo es un deprimido, incapaz de matar una mosca, y muy capaz, por débil, de cantar lo del asesinato y descuartizamiento, no tiene más que una preocupación: que le den whisky, mucho whisky, que le revista de la segunda naturaleza que precisa para tenérselas tiesas ante la acusación.

     El fermento del whisky -que ya circula a chorros en las terrazas parisienses- es tan nocivo al cerebro del hombre como el fermento del ajenjo. Sólo que el whisky, al menos en París, resulta caro y no está al alcance de los 15 céntimos que paga el proletariado por envenenarse con una copita de ajenjo.

     No discurro como moralista, sino como catador impertérrito e impermeable. Ángela Barco y otros escritores han dicho que mi bebida favorita es el whisky. En punto a bebidas no tengo favorita... Sí he bebido mucho whisky; pero también mucha ginebra, que no es para despreciada, y otros aguarrases, no por ostentación ni por curdería, siendo así que nadie me ha visto calamocano, gracias a que todos los venenos alcohólicos se disuelven en el que llevo dentro del cuerpo...

     Y, precisamente, porque he podido ejercer de espectador de curdas, tengo el convencimiento de que si alguna vez pudieran estar los intereses morales sobre los intereses materiales de un pueblo, la supresión del alcohol, de todas las bebidas alcohólicas, abriría una era de bondad y perfeccionamiento en el corazón humano...



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Presión millonaria

     No sé si son diez o doce las semanas que ha durado en Nueva York el proceso Thaw, todavía pendiente de sentencia a la hora en que escribo al HERALDO.

     «Cada uno de los doce jurados cobra dos duros diarios; cada uno de los seis court-attendants, tres duros, y otro tanto cada uno de los seis detectives al servicio de la acusación; cada uno de los expertos científicos cobra cien duros diarios, y como son seis los expertos de la acusación, representan un gasto de unos cuarenta mil duros; cien mil duros cobrará el abogado defensor, cualquiera que sea el resultado del proceso, y si la sentencia fuere absolutoria, el mismo letrado cobraría doscientos mil duros; el abogado adjunto cobrará veinte mil duros; el secretario de éste, diez mil, y cinco mil cada uno de los otros tres abogados; los once expertos citados por la defensa cobrarán cincuenta mil duros.»

     Este gigantesco proceso, por cuya audiencia han desfilado personajes, damiselas, chismorreos altos y bajos, cancanes y ofrendas millonarias, parece una asamblea de diputados, con sesiones eternas, lateras, inaguantables, y con presiones llegadas de no se sabe dónde para embrollar el asunto y retardar el desenlace.

     ¿Quién era White? Un millonario. ¿Quién es Thaw? Otro millonario. En la tierra clásica de los millones de duros la muerte de un White y el proceso de un Thaw no debieran haber hecho tanto ruido.

     Sin embargo, la requisitoria contiene una apreciación que debe retenerse.

     «Pensad, señores jurados, que si Thaw fuera un obrero de nuestros barrios bajos, en vez de ser un millonario de Pittsburg; si la Evelyn fuese una corista cualquiera y White un jornalero, vosotros juzgaríais un crimen vulgar de los que narra la Prensa en cuatro líneas de la sección de noticias.»

     Yo no sé de nada más triste para una República, para la República modelo, que esa apreciación del acusador público en el proceso Thaw. Vosotros, señores jurados, estáis juzgando un crimen extraordinario, que revuelve cielos y tierra y parece inacabable como asunto judicial, porque el muerto era millonario y el vivo es millonario. Si los interesados fueran obreros, tal crimen sería vulgarísimo y el proceso hubiera durado dos o tres días.

     Eso no tendría nada de particular en la Rusia de los grandes duques. En la tierra de los puritanos y de Washington es un escándalo vergonzoso. ¡Allá también la fuerza de los millones perturba y coarta la fuerza del derecho!

     Por eso, sin duda, los libérrimos e igualitarios ingleses sonríen irónicamente cuando les hablan de las grandezas de sus hijos norteamericanos...



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Lo Trágico y lo Cómico

     Las audiencias del proceso Waddington-Balmaceda parece que manan lágrimas y sangre. Pocas veces, a juicio de los veteranos del foro, ha habido en un proceso incidentes tan extraños y desgarradores. La declaración de la señora Waddington es un acto trágico; la actitud del joven procesado, que rompió en sollozos al mirarle su madre con inmensa ternura, es una pena muy grande.

     Y luego la escena, la terrible escena de ayer. Ochenta y cuatro cartas amorosas, leídas por el abogado de la familia Balmaceda; ochenta y cuatro cartas de «la mujer de fuego», como llamábase a sí misma en una de dichas misivas la señorita Waddington; cartas frenéticas, desnudas, locas de lubricidad; cartas que, según telegrafían de Bruselas periodistas parisienses, jamás las hubo tan quemantes, tan encendidas, tan pródigas en detalles íntimos.

     El procesado quiere detener al abogado en su lectura horrible... Extiende hacia él un puño airado; le llama cobarde, canalla: luego, palidece, sus párpados se agitan y cae desvanecido, mientras todo el auditorio, en pie, increpa al letrado y le conjura a suspender la divulgación de tan atroces desnudeces...

     Reflejadas, aunque a medias, en la Prensa, el público del domingo, público tranquilo, las contempla con curiosidad de desocupado.

     Pero yo no tengo ganas de distraerme con el dolor ajeno, con las tristezas de una criatura pasional. Yo tengo ganas de reír, porque es domingo. Y leyendo incidentes del proceso, que interesa al público de París tanto como al público de Bruselas, tropiezo con este diálogo:

     El Sr. Waddington (después de narrar sus desdichas de padre burlado). -Permítame usted que no entre en detalles. Pero mi mujer me hizo declaraciones que pusiéronme en estado lamentable. Mi indignación era tal, que yo hubiera matado a Balmaceda.

     El presidente (sentencioso). -¡Hablar de matar! ¡usted, que tomó parte en la Conferencia de La Haya!.

     Hay, pues, en el mundo, un señor que cree que las conferencias de La Haya y la carabina de Ambrosio no son una misma cosa, y que cuando un hombre ha tomado parte en una de esas conferencias, no puede tener ganas de matar a nadie. Quien tal piensa es un señor belga, gordito, mantecoso, apacible, que cuando no preside, entre bostezos, una audiencia, bebe tranquilamente cerveza rubia. Todo, pues, queda explicado.

     El señor Waddington pudo contestarle:

     -Las conferencias de La Haya se organizaron para tratar de resolver asuntos internacionales -ninguno de los cuales ha resuelto,- no para resolver asuntos de índole privada. Y, si usted cree que tales conferencias deben suprimir del corazón todo propósito homicida, cuénteselo usted a Nicolás II quien, después de organizar la primera Conferencia de la paz, sembró de cadáveres la Manchuria, lo cual es bastante más que haber tenido ganas de matar a un Balmaceda.

     Pero el pobre señor Waddington, atento a la tragedia de su vida, mal podía hacer distingos del género cómico...



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La Muleta del ajenjo

     El bandido Pradines, cuya posada de Langon se conoce en Burdeos con el nombre de Posada sangrienta, por los numerosos asesinatos que cometieron en ella Pradines, su mujer Lucía y unos cuantos forajidos de la misma catadura, ha tratado de excusarse con una frase divina.

     -Yo soy el mejor de los hombres -ha dicho al juez- cuando estoy en ayunas; pero si tengo una copa de más, me convierto en un demonio. ¡Maldito ajenjo!... Mire usted, señor juez; yo no comprendo que en un país civilizado no se prohíba el ajenjo, que es la llaga de las poblaciones.

     El juez que entiende en el proceso de Juana Weber -por fin arrestada- ha oído decir que la ogresa bebía ajenjo y cuando se ajenjaba no tenía más remedio que asfixiar una criatura.

     Casi todos los criminales dicen lo mismo:

     -Yo, señor juez, soy un cordero; pero en tomando unos ajenjos me convierto en una pantera de Java, y veo rojo. ¡Maldito ajenjo!... ¿No podrá usted influir en que se prohíba? El ajenjo es una llaga social, créame usted, señor juez...

      Pero el matador de la señora Enoque ha declarado, con sinceridad extraordinaria:

     -J'avais pris trois absinthes avant de «faire mon coup», pour être sûr d'avoir «du coeur au ventre.»

     Necesitado de hacerse malas tripas para matar a la señora Enoque, el miserable, que, conociéndose a sí mismo, sabía que estando sereno no se atrevía a matar una mosca, bebió tres ajenjos.

     ¿Por qué tres, y no dos o cuatro?... Muy sencillo: porque la legión de criminales natos que emplean el ajenjo para fabricarse «un corazón en el vientre» saben de antemano las dosis que necesitan. No sólo los crímenes, sino también las aventuras y heroísmos, están sujetos a dosis de ajenjo. Hay orador que necesita templarse con cuatro ajenjos; periodista a quien el artículo no le sale si no va regando con dos ajenjos las cuartillas; tenorio que precisa enardecerse con tres copitas; camorrista que lleva al terreno las armas juntamente con una cantimplora de lo verde; jugador que necesita cinco ajenjos para tener ánimo en el tapete; etc. Todos han estudiado las dosis que les hacen falta.

     Con cuatro ajenjos, decía uno de ellos, no tengo bastante. Seis son mucho. Con cinco no llego a emborracharme y adquiero el brío necesario. Mi dosis es cinco, ni uno más ni uno menos.

     ¡Cuántos crímenes evitaría la prohibición del ajenjo! Cierto. Pero... ¡cuántas grandezas también!... Son legión los hombres públicos para quienes una botella de ajenjo es una muleta imprescindible. Sin ella no irían a ninguna parte. Y con ella van a todas partes, la cárcel inclusive...

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