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Las Manos sangrientas...

     Como mujer es ordinaria y sucia. Tiene la mirada vaga, en éxtasis; los pómulos, excesivamente pronunciados, y los labios, muy gruesos y tumbones, imprimen a la fisonomía un aspecto bestial. Frisa en la cincuentena.

     Tal es la señora Dognon, acusada por el señor Dognon, mutilador y matador de su propio hijo, de monstruoso incesto... Este es uno de los casos en que la conciencia pública desea que una acusación no tenga ningún fundamento. Las gentes se dicen: «No debe de ser cierto... No, no puede ser...» Y el espíritu se deleita en la negativa.

     Creamos, pues, que no; que la denuncia de Dognon es aberración de alcohólico, cuya imaginación, enferma, ha acumulado sobre la mujer de él inenarrables perversidades de sexo demente.

     Aun así y todo, la señora Dognon resulta una mujer cualquiera, sin ningún atractivo físico ni moral. Ayer, desconocida, vegetaba en una guardilla. Hoy, después de la infamante acusación que se ha lanzado a su cabeza cana, es otra cosa.

     «Con motivo del abominable crimen -dicen los periódicos- el señor Rieux, comisario de policía, recibe todos los días numerosas cartas de hombres que quieren casarse con la señora Dognon».

     Es la repetición del caso de la señora Weber, llamada la «ogresa». Desde que la acusaron de haber estrangulado criaturas para saciar torpes apetitos de lujuria sádica, empezó a recibir cartas pidiéndole la mano -estranguladora- y uno de los aspirantes, deseando vivir maritalmente con ella, la condujo a su propia casa, en donde, agradecida, le estranguló a su hijo.

     Es, a la inversa, la repetición del caso de las damas «exquisitas» que en plena audiencia mandaron cartitas amorosas a Soleilland -cuyo hermano, dicho sea de paso, ganoso de presenciar la muerte de él, pregunta diariamente cuándo le ejecutan...

     ¿Qué «fiebre caliente» se ha extendido por París? ¿Qué microbio lúgubre anida en los cerebros? ¿Qué atracción de imán tienen las manos sangrientas y los ojos que vieron la última mueca de la muerte en el atormentado semblante de una víctima?... Si los Dognon, los Soleilland y las Weber están muy enfermos, mucho más lo están sus admiradoras y admiradores; los hombres que anhelan tener en sus brazos a estranguladoras e incestuosas; las mujeres que sueñan con ser acariciadas por manos llenas de sangre de violaciones e infanticidios.

     No es lo más triste para una sociedad el desfile de tantos Dognon, de tantos Soleilland, de tantas Weber, llevando a cuestas el fardo de sus víctimas, sino el otro desfile, el de admiradores que brindan amorosa protección a la mujer que estranguló un niño, entre espasmos de lujuria lúgubre, y de admiradoras que echan flores y besos a quien lleva, como trofeo de victoria, el ensangrentado corazón de una chicuela mártir...



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¡Cómo está la sociedad!

     ¡Soleilland!...

     No, no tema el lector que, añadiendo nuevas consideraciones a las que expuse cuando el cadáver de la niña Marta, violada y estrangulada se encontró entre piltrafas de reses en una estación, vuelva a escarbar con la pluma el repugnante crimen de Soleilland, cuyos émulos aumentan diariamente así en París como en provincias.

     Mi propósito hoy es otro, y se ha de reducir a transcribir, de dos de los principales periódicos parisienses, la mentalidad del público femenino en el proceso de Soleilland, para que se vea «cómo está la sociedad».

***

     De Le Matin:

     «Asisten pocos hombres. Pero ¡cuántas mujeres bonitas y cuántas toilettes frescas! Allí están todas, las célebres y las sencillas, y algunas actrices que estaban veraneando vinieron a París nada más que a ver a Soleilland. Hay algo así como un sacrilegio en la proximidad de los pretenciosos perifollos de esas damas a los pobres trapitos ensangrentados de Marta, expuestos en una mesa como piezas de convicción.»

.     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .

     «El procesado es objeto de todas las curiosidades femeninas. Helo ahí, en plena luz. El monstruo, el sátiro, es muy joven, bien formado, de cara que inspiraría simpatía si no se recordase su crimen, de rasgos regulares, casi bellos, con la nariz recta, la boca bonitamente dibujada bajo el arco de juvenil bigote rubio, la cabellera bien puesta, el peinado correcto, elegante casi. Hasta su singular estrabismo, la divergencia crómica de sus ojos, verde el uno, negro el otro, añade algo al singular encanto del personaje. En el público femenino, encantado y decepcionado a un tiempo mismo, hay un murmullo de asombro y un escalofrío chocante.»

.     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .

     «A veces, durante la audiencia, se destaca el grado de resistencia que ha alcanzado en nuestra sociedad moderna el antiguo pudor tradicional del sexo opuesto al nuestro. Las damas de la concurrencia no se han cubierto siquiera con la hipocresía del abanico. No se pensó en que la vista pudiese ser a puerta cerrada. ¡Y eso que se dijeron cosas de mucha punta! Pero no molestaron al público femenino, quien se limitó a subrayar con risas, apenas discretas, las enormidades que oía. Sólo los hombres mostraban cierto embarazo y bajaban discretamente los ojos, temiendo encontrar las miradas de las mujeres.»

.     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .

     De Le Journal:

     «Estaban allí señoras de magistrados, señoras de altos funcionarios, señoritas, actrices: la señora Pierrat, de la Comedia Francesa; Margarita Caron, del Vaudevillle; Magdalena Carlier, del Odeon: Addey, absuelta en el asunto Merlou; las señoritas Ritter, Ivonne, Maellec, Milo d'Arcylle, Lucienne Guett, Ivonne Deroy, etc.»

     Como el letrado defensor hablara de la locura de Soleilland, el abogado general hizo una frase que produjo una explosión de risas:

¡Aquí -dijo- todos somos locos!...»

***

     ... Recordémoslo:

     Sólo los hombres mostraban cierto embarazo y bajaban discretamente los ojos, temiendo encontrar las miradas de las mujeres.

     Inconvenientes de dedicarse los hombres a ir al mercado, aderezar la ensalada y sacudir el polvo con los zorros, mientras las mujeres, pletóricas de iniciativa y de energía, trabajan los negocios públicos.

     Al paso que van, serán ellas quienes digan:

     -¡A Berlín!... ¡A Berlín!

***

     De «indecentes exhibiciones judiciales» califica Le Gaulois, con todo de ser tan comedido de lenguaje, los espectáculos que el público -que siendo él mismo sádico pide castigo para el sadismo- ha dado en la vista de procesos como el de la Merelli y el de Soleilland, y en todos los periódicos, que al fin y al cabo se acuerdan del deber profesional, el lector halla las mismas frases de censura acre: «sadismo especial», «falta de pudor», «ausencia de vergüenza», etc.

     El citado Le Gaulois dice:

     «Todos los periodistas consagrados allí sentimos enrojecer nuestras frentes de hombres al ver que mujeres jóvenes oían entre sonrisas y como encantadas tantas ignominias...»

     Le Matin, metido ahora a moralista -después de haber publicado las memorias del padre Delarue, las de su concubina, las de María Audo y toda clase de memorias sádicas-, más severo que Le Gaulois, dice:

     «Sea lícito indignarse ante tanto cinismo, ante tal ausencia de veraecundia en seres cuyos ojos tienen reflejos de inocencia. ¡Quién dirá el horror de este contraste: miradas candorosas... y cuando silba la palabra escabrosa, las bocas perversas torciéndose por un rictus de vicio!»

     Y el mismo periódico habla de «promiscuidades sospechosas» en la Audiencia, de faldas a horcajadas en la balaustrada, descubriendo espumosos bajos, de «sugestivos arremangos que provocan risas», de «pugilatos entre damas que tienen repentinas rivalidades».

     Rivalidades de amor. ¿Por quién? ¡Tal vez por Soleilland!...

     ¡Y luego la horrible escena de la mujer de Soleilland, cuando, después de haberse leído la sentencia de muerte, le llamó miserable boñiga, quiso matarle con sus propias manos, y con ellas a poco estrangula, en plena audiencia, a la infeliz criatura que tuvo de sus amores con el monstruo!

     ¡Ah, señores periodistas!... Eso no data de ayer, eso data de larga fecha. Las admiradoras de Soleilland son renuevos de las admiradoras de Prado, cuya piel sirvió para hacer guantes de refinadas cocotas; de las admiradoras de Pranzini, cuya magnitud viril fue exaltada en todos los bulevares, y los admiradores de la Merelli son renuevos de los que hicieron una formidable ovación a Gabriela Bompard cuando fue llevada de París a Lyon para que reconociese los restos de Gouffé...

     Y ese «rictus de vicio», ese «sadismo especial», ha salido de los periódicos y de los libros parisienses. La crítica, que censuró injusta y neciamente las sanas crudezas de los Zola y Mirbeau, tuvo halagos para los refinados desmayos de los Lorrain y Mendés, y de eso que se llama con deleite «literatura refinada, perversa», perturbadora de mentalidades fofas, nacieron los baroncitos de Aldesward y las «flores de lujo», como las llama Le Matin, que dejan venenosos perfumes en las audiencias de las Merelli y de los Soleilland. ¿Con qué derecho las fustigan los mismos que recomiendan la lectura del libro Du Mariage, que, sobre ser tonto, implica la prostitución de la mujer, otorgándola de soltera toda la clase de licencias, y sentando la doctrina de que los hijos que tuviera en libérrimos ayuntamientos deberían ser considerados por el marido, cuando, harta de amores, se casase, como hijos de un primer matrimonio?

     Estas literaturas no se detienen ya en Francia, y pasan las fronteras. Ayer mismo, en la vista del proceso de Karl Hau, tan admirado sádicamente por las alemanas de Calsruhe, se leyó una carta de su señora, que se suicidó por celos de su hermana Olga, en la que es de notarse esta frase:

     «Olga nos provee de libros franceses de un carácter demasiado lascivo. Ella tiene gustos perversos...»

     Las Olgas de todas partes brotan de esa literatura, como brotan de los pudrideros algunas flores, bonitas por fuera...



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¿Se la cortan?...

     Es el rompecabezas del día en «la ciudad del buen gusto y de las finas maneras»:

     -¿Se la cortan?...

     Amigos y conocidos que se tropiezan en la calle se preguntan, después de cambiar un saludo:

     -¿Cree usted que se la cortan?...

     Hay apuestas con motivo de si se la cortan, y también disputas y riñas por si no se la cortan.

     -¡Que sí se la cortan!

     -¡Que no se la cortan!

     -¡Si lo sabré yo!

     -Usted, ¿qué ha de saber, si es más bruto que un arado?

     Y en la ciudad del buen tono y de las finas maneras la controversia se interrumpe con una bofetá de cuello vuelto.

     Es que la cuestión intriga y excita. No se trata de una coleta, sino de una cabeza, la cabeza de Soleilland.

     -¿Pero se ha abolido la pena de muerte en Francia?

     -No, señor.

     -Entonces, ¿qué duda cabe de que se la cortan?

     -¡Pues yo le digo a usted que no se la cortan!

     No se ha abolido la pena de muerte; pero es como si se hubiese abolido, porque el presidente de la República, el Gobierno y los partidos que lo sostienen son refractarios a la aplicación de dicha pena, que hace años no se aplica en París, ni siquiera a monstruos como el parricida Briere.

     La guillotina fue expulsada de la plaza de la Roquette, y hasta ahora los vecinos de otros barrios no quieren recibirla.

     Pero el crimen de Soleilland y Soleilland mismo han producido tal indignación en la conciencia pública, que la guillotina está en todo París, simbolizada en un juguete barato, que es una maquinilla -de venta en los bulevares- con un tajo y un cesto, en donde cae la cabeza de Soleilland. La musa callejera canta la ejecución de Soleilland y la multitud aplaude la copla.

     Resulta, pues, que este monstruo de monstruos está atravesado entre las piadosas intenciones del presidente de la República y la voluntad, claramente expresada, del pueblo.

     Otra cosa hay, muy francesa. El debate sobre si se la cortan o no se la cortan ha hecho saber al público pagano que en el presupuesto continúan figurando los gastos inherentes al verdugo Deibler, a sus acólitos y a todo lo que necesita una ejecución pública, y contribuyentes hay que creen que debe aprovecharse esta ocasión para justificar dichos gastos. Puesto que pagamos por ello, dicen, hay que cortar de vez en cuando una cabeza... por no despilfarrar el dinero... Otra excisión: si las madrazas están porque se la corten a Soleilland, las mujeres refinadas, finas, «exquisitas», las de la casta de esas que en la vista del proceso trataron de hacer llegar a manos de Soleilland declaraciones de amor tan obsceno que, según confesión de la Prensa, «ruborizarían a un carabinero», de ninguna manera quieren que se la corten, y la idea de que se la corten las encalabrina el sexo.

     -¡Por Dios, que no se la corten! ¡Pobre, pobre chico! -exclaman ellas poniendo los ojos en blanco y rechinando entre los dientes el rictus del sadismo.

     Tal es la preocupación del París de las terrazas, que suda tinta, mientras aperitivea entre husmos de mujeres andariegas.

     ¿Se la cortan?... ¿No se la cortan?...

     Por mí que se la corten; pero maldito lo que se conseguirá con ello, porque el amor lúgubre, entre estertores agónicos y sangre de criaturas infelices, no es enfermedad de Soleilland, sino epidemia que se ha extendido a toda Francia.



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El Indulto de Soleilland

     Le Petit Journal, que en clase de periódico es de lo más conservador dentro de la República, publica el siguiente telegrama de Roma.

     «Giovanni Passamante, que en 1878 atentó contra la vida del Rey de Italia, y que, habiendo enloquecido en presidio, está, desde 1889, en la casa de locos criminales de Monelupo, se halla próximo a morir. Veintinueve años de detención han transformado a este hombre, que no tiene más que cincuenta y siete, en un anciano débil y casi incapaz de moverse. El frustrado regicida perdió el juicio, y en su espíritu turbado sólo queda un recuerdo del acto que le valió su condena. Passamante murmura frecuentemente: ¡Qué gran borrico el policía que vino a mi proceso! Cuando sufre crisis de sofocación pide ver el Sol...»

     Al leer este telegrama pienso que para todo, hasta para ser asesino y ladrón, hay que tener suerte. La Prensa recuerda, no sin amargura, que Vaillant, aunque no mató a nadie, murió en la guillotina, y que Soleilland -¡a quien por fin no se la cortan!- va a pasar una temporada en Cayena, en castigo a su perversidad de haber hecho toda clase de horrores con una niña.

     Pero lo ocurrido con Vaillant fue culpa de su destino. ¡Hubiera esperado a que estuviese en la presidencia de la República un político como Fallières, completamente hostil a la pena de muerte, y a que formasen gobierno unos ministros, como los Clemenceau, que hubieran adoptado un proyecto de ley contra la referida pena!

     Como Soleilland, asesino, Gallay, ladrón, estuvo oportuno en cuanto a la época de cometer su delito. Los tiempos son piadosos para los delincuentes en Francia. Condenado a siete años de trabajos forzados por los robos que hizo en una casa bancaria, para darse el pisto de hacer con la Merelli una excursión trasatlántica en yate, Gallay tuvo que ir a Guyana.

     «Su vida allí -dice un periódico- fue de las más dulces. Considerado como prisionero de importancia, no fue sometido a ninguna de las duras faenas del presidio. Su ocupación consistía en cerrar las puertas de las celdas de los condenados.»

     -¡Bribones! -exclamaría él al encerrarlos.- Esperad que os ponga a buen recaudo, por asesinos y ladronazos.

     Sin embargo, el pobrecillo sufría demasiado para un barbilindo que gastaba monóculo. Compadecido el buen señor Fallières, cogió la misma pluma con que había indultado a Soleilland y conmutó en siete años de reclusión la pena de siete años de trabajos forzados que le fue impuesta, y con arreglo a ley, Gallay, cuando haya cumplido la mitad de la pena -de la pena de cerrar las puertas de las celdas-, recabará la libertad provisional.

     Y volverá a caer en los brazos de la Merelli, que está más guapa que antes y con muchísima reputación de artista y tal. La sentencia condenatoria le ha venido de perilla, porque habiendo muerto en un hospital, de tristeza y asco, la mujer de Gallay, se le ha quitado a éste un estorbo para fletar, con dinero ajeno, otro yate.

     De modo que aquí los verdaderamente castigados son:

     La señora de Gallay, que fue ejecutada moralmente por Gallay y la Merelli, y los hijos de Gallay, que están en la miseria y en el oprobio.

     La pequeña Marta que fue ejecutada materialmente por Soleilland, después de haber sido pasto de su bestialidad sádica.

     Y los padres de la Marta, que, después de haberla perdido de modo tan trágico, reciben anónimos de apaches, que les dicen:

     -Vosotros sois quienes merecéis ir a la guillotina, en lugar de Soleilland.

     Eso.

     ¡Y Passamante, después de veintinueve años de presidio por haber hecho un gesto regicida, pidiendo un rayo de sol!...

***

     La manifestación de mujeres -en su mayoría madres- contra el presidente de la República por haber conmutado la pena capital a Soleilland es una ironía del destino del señor Fallières. Excelente persona, probo ciudadano, intachable político, sentimental y humanitario por añadidura, el señor Fallières, dechado de integridad, no podía esperar nada desagradable de la Prensa ni del público. Sin embargo, la Prensa le asaetea con denuestos, y el público, en su parte más dolorosa, en el corazón de las madres, le maldice. La presidencia de la República tenía reservado al señor Fallières el más amargo trance de su vida.

     Repugnaba a sus sentimientos de hombre la aplicación de la pena de muerte. Repugnaba también a su conciencia de político que en toda su vida predicó la abolición de la pena capital. Consecuente con sus sentimientos y con su conciencia, el señor Fallières venía conmutando, con sujeción al derecho de gracia que le concede la ley, todas las penas capitales, y nadie le censuraba su piedad.

     Pero entre el señor Fallières y el público se atascó un monstruo que con perversidades y refinamientos inauditos -que no narró la Prensa porque no podía narrarlos- violó, asesinó y profanó después de muerta a una niña infeliz, hija de jornaleros. Las obreras hicieron causa común con la madre de la víctima, por piedad hacia ella y también por conveniencia propia, siendo así que las violaciones y los asesinatos de niñas a quienes sus padres, ocupados en la diaria labor, olvidan en el hogar y en el arroyo, no dejan sosegar el corazón materno, y del corazón de París salió un clamor de muerte contra el solapado y sangriento verdugo de la niña Marta.

     El señor Fallières creyó que no debía responder a ese clamor, como el señor Carnot creyó que no debía responder al clamor que le pidió gracia para Vaillant, y así como de la mayoría, decepcionada, surgió entonces el puñal de Caserio, de esa misma mayoría surge ahora la protesta de las madres marchando hacia el Eliseo con el corazón en la mano...

     Al conmutar la pena de muerte que el jurado impuso a Soleilland, el señor Fallières ha cumplido con sus sentimientos y con su conciencia; pero ha olvidado los sentimientos y la conciencia del pueblo que le hizo Presidente. Don Alfonso XIII no es un Monarca electivo, sino hereditario, y sin embargo el Rey atendió al clamor popular que le pedía el indulto de Pardina.

     El señor Fallières se ha equivocado, a mi juicio, y su error se lo señala un periódico reaccionario con esta consideración, que me parece tan razonable como justa:

     «El señor Fallières es adversario de la pena de muerte. Entendido. Le Temps nos advierte con este motivo que el jefe del Estado no podía olvidar las teorías del senador y del diputado. Pero si el senador y el diputado son libres de apreciar la ley y de reclamar una modificación, el presidente de la República no tiene la misma libertad, sino que debe aplicar la ley, independientemente de su juicio personal sobre la misma. La pena de muerte está vigente en el Código Penal, y si la Constitución reserva al jefe del Estado el derecho de gracia, se entiende que no ha de usar arbitrariamente de él. Para salvar la cabeza de un reo de muerte es de rigor que el presidente inquiera qué circunstancias atenuantes pueden justificar una conmutación de pena, y es también de necesidad que el presidente se inspire en la equidad, y no en sus propios sentimientos».

     A esta consideración, legal, hay que añadir la del voto público, que debe pesar mucho en el fallo de un presidente electivo. El señor Fallières tiene, pues, en contra de su decisión, el mandato de una ley que no ha sido abrogada por el Parlamento, y que era de ineludible aplicación en el caso, único por lo monstruoso, de Soleilland, y el mandato de la opinión pública, que le pedía la aplicación de la ley.

     No se atrevió el sentimentalismo del señor Fallières con el espectro de un cadáver desfilando por la sosegada estancia del Eliseo, e involuntariamente tiene que presenciar el pavoroso desfile de miles de mujeres, angustiadas y llorosas, cuyo número va aumentando de calle en calle porque llevan un banderín de enganche. ¡De enganche en el corazón!...



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La Araña y la Mosca

     El capitán von Goeben, amante de la señora von Schoenebeck y asesino de su marido, por sugestión de ella, declaró antes de suicidarse en la cárcel a un redactor del Lokal Anzeiger:

     -Esa mujer, que ejercía en mí una especie de sugestión, era mi ídolo. Sin la menor resistencia interior, sin el más mínimo remordimiento, cometí por ella el más grande de los crímenes. Pero hay más todavía: me sentía dichoso de haberlo cometido por ella. La amaba con locura, a pesar de lo que me había referido de su vida frívola y liviana. No niego que el ardiente deseo de poseerla yo sólo fue el esencial motivo de mi acto. Por ella hubiera yo abandonado mi patria, mi madre, mis amigos, todo, todo, con la sonrisa en los labios...

     Conocido es el drama. La Nochebuena última, el capitán fue arrastrado por su querida hacia el árbol de Noel, y allí le hizo jurar que mataría a su marido, «De esta noche -le dijo- no debe pasar...» Y el capitán, procediendo como un asesino vulgar, entró por la ventana de la habitación del esposo, y, al despertarse éste con el ruido, le mató de un tiro de revólver.

     La Sñra. Schoenebeck, cuyo marido la dejaba hacer cuanto la venía en gana, y que por no perturbarla ni siquiera residía en el mismo piso que ella, se dio trazas para convencer a su amante de que era una desgraciada mártir, a prueba de vejámenes, y el amante, transformándose en caballero andante, salió por su dama, que era de él al mismo tiempo que de otros.

     Este drama, en que una hembra dislocada y perversa aprovecha a un enamorado ciego para quitarse un estorbo de encima, es repetición del reciente drama veneciano, en que un pobre diablo, instigado por la rusa Tsarnowska, mata a un conde, suponiéndole rival, mientras ella se revuelca de gusto con un chulapo... Es también, bajo otro prisma siniestro, la tragedia de Langon, en que la Lucía, deseosa de satisfacer caprichos pecuniarios, arma con el asesinato al malvado bruto Branchery. Y con la bordelesa y la rusa tiene no pocas semejanzas de histerismo la yanqui Glacia, causante de la muerte de Carkins a mano airada de Roy, idiota de amor por ella, de quien dejan suponer los últimos telegramas de Nueva-York que tenía relaciones anormales con su propio hermano, Carkins, y que las tuvo en París con el difunto Sha de Persia, aunque ella declara que éstas fueron puramente artísticas, como si aquel animal hubiera podido tener relaciones artísticas con nadie, si no se entiende por arte las curiosidades malsanas que la historia le atribuye.

     En los citados casos, como en otros análogos, el amante es instrumento y ludibrio de un histerismo traidor, que, a solas y en la sombra, se ríe del sujeto sugestionado; y es que, así como los sátiros a lo Soleilland necesitan para amar el dolor sangriento, la agonía y la muerte del ser amado, las histéricas como la Sra. Schoenebeck, necesitan para amar la intriga sexual, la muerte de un papanatas, la deshonra de otro papanatas y saborear lascivias con un advenedizo, mientras allá afuera matan y se matan por ellas.

     Son arañas de amor, que tejen sus telas en alcobas monstruosas, donde van cayendo, como moscas, amantes enfermos de lujuria, que cuando se notan enredados en las patas de ellas y miran hacia arriba, se asombran de tener de cielo, al que todo lo sacrificaron, una mancha viscosa y peluda, que mana podredumbre y sangre...



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Tragedias a 5 céntimos

     Los aficionados a emociones fuertes, a sensaciones terribles, a las nuevas corridas del moderno circo que se llama Audiencia de procesos criminales, no han perdido los 5 céntimos que les costó la hoja volandera con la historia de la sangrienta posada de Langon, que por más de un concepto recuerda al fatídico huerto de el Francés.

     Esa Lucía, cuya boca, cínica y canalla, ha resultado ser cementerio de amantes momentáneos; esa Lucía perversa y viciosa de nacimiento, que de niña cometió el pecado de bestialidad en cuadras y corrales, y de moza actuó de prostituta en todas partes; esa Lucía que tiene la lujuria siniestra, y pagaba con besos locos al hombre que mató por satisfacer sus concupiscencias de mala pécora, enferma de lugubreces eróticas; ese Branchery, Hércules de feria, chulapo por temperamento, asesino por vocación, que alió monstruosamente sus músculos al histerismo de ella en el altar del matrimonio, para explotar a mansalva amores pasajeros; ese Parrot, inconscientemente ameno al oír su sentencia de muerte, como inconscientemente ameno estuvo ayudando a matar; ese Gasol, que se prestaba a actuar de sepulturero de asesinados, y ese mudo Lacampagne, que mimó en la Audiencia la escena del asesinato de Mouget y con un gesto solemne puso a Dios por testigo de que eran ciertas las revelaciones que hizo sobre las tragedias de Langon...

     Por 5 céntimos un pedazo de vida sexual y asesina es de balde para un aficionado a historias de sexualismo perverso; pero para los que reflexionan y lloran sobre las miserias humanas, sobre el fatal destino de la existencia, esos 5 céntimos son una ruina.

     Porque tragedias como esa son de aquellas que obscurecen la mente y enturbian el corazón, quitándoles las ganas de vivir...



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Histéricas pasadas por agua

     Entre llamar la atención de París por costumbres pintorescas, más o menos exageradas por escritores franceses, y llamarla por costumbres escandalosas, que tratan de imponerse a fuerza de oro, es preferible lo primero. La España de La Habanera, de Raoul Laparra, es inmensamente más simpática que los Estados Unidos, de la Sñra. Gracia Calla.

     No me preocupa el averiguar si el francés Paul Roy tiene razón contra la Sñra. Gracia Calla, o si la Sñra. Gracia Calla tiene razón contra Paul Roy en el drama de familia que terminó con la muerte del hermano de ella, en una cocina, matadero de pollos, patos y otros animales.

     De la declaración de la Sñra. Gracia Calla merece desgajarse el motivo de la querella: -El día del drama -ha dicho ella,- mi marido y yo volvíamos de un paseo en automóvil y nos disponíamos a volver a salir para un concierto. En vez de ponerme sombrero me puse mantilla. Mi marido me advirtió que debía ponerme sombrero. Discutimos. Intervino mi hermano en mi favor. La verdadera escena estalló cuando declaré terminantemente que no me quitaría la mantilla. Mi marido, volviéndose hacia mi hermano, le dijo: «Usted tiene la culpa.» Como la discusión se iba agriando, mi hermano y yo salimos del gabinete y pasamos a la cocina. Mi marido nos siguió, con un revólver en la mano.

     ¡Cuánta distinción y seriedad en una dama que arma un escandalazo por si se pone o no sombrero, y que para discutir el punto se cuela en la cocina!... Prescindiendo de las culinarias costumbres de esa señora, lo que importa a la psicología de la yanqui en París es que de ciento que vienen en busca de marido, noventa terminan el casorio con un escándalo público o con una demanda de divorcio. Diríase que esas señoras tienen la idea de que los parisienses son como los calcetines, que se pueden cambiar a gusto del consumidor. A sus compatriotas, o no los consideran con bastante distinción para matrimoniar con ellas, o no los consideran pacientes para aguantarles sus majaderías, y pasando el charco, vienen a Paris en busca de marido, a cuyos candidatos, tronados en su mayoría, les dejan patidifusos con manifestaciones pecuniarias del peor gusto, que, desgraciadamente, se va infiltrando en la sociedad francesa.

     Los parisienses que van por lana al mercado matrimonial de las yanquis salen trasquilados, porque las señoras, una vez casadas, o se dedican, como la Clara Ward, a matrimoniar más que un gallo, o le echan, como la Goold, la llave a la caja de dinero, y el marido, a poco andar, se encuentra de patitas en la calle, después de haber dado su nombre, que era cuanto deseaba ella para tapar su mercancía de carnes averiadas de Chicago.

     Roídas por afán de notoriedad, y estrepitosas de suyo, le echan la escandalosa al lucero del alba, arman líos horrorosos, llaman a Dios de tú y no pasa mes sin que los papeles tengan que ocuparse de las aventuras de una yanqui de rompe y rasga.

     Claro que en la República de la Unión abundan mujeres discretas y modosas, que viven consagradas a trabajos intelectuales y a labores del hogar. Pero esas no salen a cazar marido. Las que vienen a París son, por lo general, histéricas pasadas por agua, que, después de hacerse notorias por algún escándalo, se marchan dejando aquí el pus del rascacuerismo.



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Genios y plagiarios sangrientos

     Los Gold, inglés el marido, francesa la mujer, que mataron y descuartizaron en su propia casa de Monte-Carlo a la sueca Emma Liwey, no deben de estar enterados de lo que sus respectivos países acordaron sobre la penetración pacífica; puesto que su modo de penetrar en la referida Emma, que no pudo hacerse la sueca aunque lo era de nacimiento, fue de lo más atroz que se ha visto en materia de penetraciones con puñal y sierra; tanto, que aunque ellos fueron ricos, y aun presumen de distinguidos, no cabe duda de que por vocación imperiosa nacieron para carniceros.

     Hacer a una criatura 10 contusiones en la cabeza, cuyos ojos, por la fuerza de los golpes, parecen salidos de las órbitas; darla 14 puñaladas; arrastrarla a un baño y vaciarle las tripas, rellenando en seguida el vientre con tapones de tela; cortarla las piernas y la cabeza; meter el tronco del cuerpo en un baúl, las piernas y la cabeza en un saco de mano, y salir con semejante equipaje de un piso donde saltan a la vista coágulos negruzcos, esponjas embebidas de sangre, sesos y pelos, un puñal con la punta torcida, un martillo, una sierra y un revólver, es como haber puesto una carnicería a domicilio.

     Ninguna precaución tomaron los Gold para restañar las secreciones de la víctima hecha pedazos en un baúl y en un saco, y los pedazos fueron destilando sangre en el tren que los condujo a Marsella y luego en la aduana. Como todavía no está de moda el viajar con un baúl dentro del cual sangra un busto y con un saco de mano dentro del cual sangran unas piernas y una cabeza, era de cajón -de cajón fúnebre- que los Gold no pudiesen competir con Borghése en ir de París a Pekín con semejantes piltrafas sin llamar la atención de aduaneros y mozos de cuerda obligados a cargarlas.

     Imprevisores y estúpidos, los Gold no merecen que la Prensa parisiense les compare con la pareja Eyraud-Gabriela Bompard; y es que, como me ha dicho a mí mismo la astuta cómplice del asesinato de Gouffé, los periodistas franceses hablan de ella sin conocerla. El buen Gouffé, ahorcado en un periquete, sin decir ¡ay!, fue embaulado con aseo, sin dejar rastro de muerte.

     Todo cuanto se ha hecho después en este sentido es plagio del crimen de Eyraud y Gabriela, y, como plagio, malo e imperfecto.

     Así, los Gold no habían previsto el caso de que les hicieran abrir el baúl en la Aduana, y cuando les requirieron para abrirlo, palidecieron, se turbaron y no acertaron con el medio de salir del atolladero, que era de sangre.

     En cambio, Gabriela Bompard, que, muy vestida con traje rosa y canturreando couplets, bajó de su cuarto detrás del baúl que llevaba el cadáver de Gouffé, a quien veló sola toda la noche anterior, tenía previsto y estudiado el caso de que se lo hicieran abrir en la aduana de Lyon.

     -... Y si les hubiesen mandado abrir el baúl, ¿qué hubiera usted hecho? -la pregunté, creyendo yo que la ponía en gran aprieto.

     -Muy sencillo -me contestó ella con la tranquilidad del mundo.- Hubiera dicho que había olvidado la llave, y hubiera ido a buscarla... para no volver.

     Los Gold, pegados a la pared de la Aduana, no tuvieron ninguna salida, limitándose a dejar abrir el baúl y a contemplar ellos mismos, estupefactos y con ojos despavoridos, lo que traían dentro.

     Eyraud y Gabriela Bompard -sacados a cuento por estos periódicos cada vez que sale a viajar un baúl sangriento,- fueron dos genios del crimen. Y no dejaron cría.

     Lo único original que han hecho los Gold fue pagarle a la Liwey un viaje de verano, sin piernas y sin cabeza.



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El Ojo fascinador

Señor D. Fausto Echevarría

Monte-Carlo.

     Permítome llamarle Fausto Echevarría porque supongo que así es como se llama usted, aunque unos periódicos de París le llaman Ètcheverria, otros Scheweria, y otros, en fin, monsieur Fausto.

     El nombre no hace a la cosa. Lo importante para usted es que se entere de lo que le dicen, a fin de que lo rectifique, en bien de su propio nombre de usted y del de los españoles en el Extranjero.

     Con razón o sin ella, se supuso que usted podía dar luz en el tenebroso asesinato y descuartizamiento de la señora Emma Liwey, «digna de todo respeto», según han informado a L'Écho de Paris, y varios representantes de periódicos hablaron con usted.

     El de Le Journal refirió que usted le había dicho que era el beguin o capricho de la mencionada dama. El de Le Matin puso en boca de usted la siguiente declaración:

     «La primera vez que yo vi a la víctima fue en el Casino, adonde ella iba con frecuencia Yo había notado que ella me miraba con insistencia y buscaba ocasión de hablarme. Una tarde se me hizo presentar, y desde entonces hubo intimidad entre nosotros. El martes de la trágica semana vino a verme para enterarse de la salud de mi tía. Al día siguiente, pasé la tarde con ella y un amigo. La señora Liwey estaba muy contenta y bebió champagne con nosotros. a la una de la noche tuvo el capricho de que la acompañase en coche hasta la frontera italiana. Muy de madrugada volvimos de dicha excursión, y como Emma Liwey estaba fatigadísima y no quería volver a su hotel a una hora tan matinal, me pidió que la dejase dormir en casa. Consentí.»

     Después de esta declaración de usted, queda bastante mal parada la reputación de la señora Liwey, quien, si digna de todo respeto -según L'Écho de Paris,- se timaba con usted, andaba a caza de usted, tenía capricho por usted, se iba de noche con usted hasta la frontera italiana, y muy de madrugada pedía a usted la dejase dormir en su propia casa.

     La rectificación de usted, Sr. D. Fausto Echevarría, es tanto más de desear, por usted mismo, cuanto que el citado periódico Le Matin, después de hacer hablar al amo del colmado Frontières, en donde estuvo usted con Emma Liwey, dice:

     «Las noticias que el posadero nos dio de Fausto Echevarría no son de las más favorables para él, aunque no le cree capaz de haber asesinado a Emma Liwey, a quien hacía el amor, según el posadero, porque Fausto, sin una perra chica, tenía imperiosas necesidades de dinero.»

     Tampoco queda usted, Sñr. Echevarría, muy bien parado que digamos: sin una perra chica y rondando el dinero de Emma Liwey, que no era amante de usted, ni usted capricho de ella; puesto que ya advierte el posadero que usted la hacía el amor.

     Balmaceda se hizo antipático a la opinión pública porque voceó desnudeces de la señorita Wadington. El procesado abate Larquemin ha producido profunda repugnancia por querer disculparse con exhibir flaquezas de su amante. Usted, Sñr. D. Fausto Echevarría, está en el mismo caso.

     Y como no es creíble que haya usted querido hacerse un reclamo de ojo fascinante, o de mentecato que presume de cautivar corazones con sólo mirar los ojos de las mujeres, se impone la necesidad de que usted rectifique, aunque sólo sea para impedir que se diga que ha contribuído usted al descuartizamiento que los Goold hicieron con Emma Liwey; que algo peor que destripar una mujer viva, es deshonrarla de muerta.



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El Saco de los vicios

     Vere Goold y su parienta tienen el triste privilegio de haber vencido, como asesinos, el tiempo y la distancia. La historia del asesinato y descuartizamiento de Emma Levin, como la historia de la propia vida aventurera de esta pareja misteriosa, resurge ante el Tribunal Superior de Mónaco con el mismo vigor con que apareció este verano en las columnas de la Prensa europea. La atención pública no ha decaído un punto, porque pocas veces se juntaron, en la comisión de un crimen, dos seres de tan extraña catadura.

     El Vere Goold de Mónaco es el mismo Vere Goold de Marsella. Por él no han pasado los siglos que comporta el crimen en la conciencia del criminal. Es el mismo hombre, o el mismo inglés imperturbable, que lleva las cuentas del crimen con la tranquilidad con que llevaría las cuentas de una casa comercial; el mismo ente singularísimo que pedía a gritos que le diesen whisky; que descuartizó a su víctima para repartir económicamente los pedazos del cadáver, y evitar el exceso de equipaje que el cadáver entero hubiera producido en el baúl, y cuando el presidente del Tribunal le preguntó si era cierto que al dirigirse a Marsella, por indicación de su mujer, dijo él que allí podrían comer una buena sopa de pescado, Vere Goold, siempre impertérrito, contestó:

     -Sí. Me gusta muchísimo la sopa de pescado...

     La mujer, Violeta Goold, que tiene de cardo inmensamente más que de violeta, es la misma Furia del averno, en cuyo viscoso fondo desapareció la personalidad del papanatas de su marido. Con sólo echarle la vista encima ha vuelto ella a recobrar todo el imperio que tenían sus faldas viriles sobre los pantalones femeninos de él. Vere Goold, contradiciéndose a sí mismo, borrando anteriores declaraciones, reclama para él solo toda la culpabilidad y responsabilidad del crimen.

     Sugestión, se dice, caso de hipnotismo. Pero las gentes avizoradas en la sugestión hipnótica, no se la explican en este caso.

     «Vere Goold -dice el enviado de Le Fígaro a la vista del proceso- tiembla al verla. ¿Cómo pudo idear atenacearle? ¿De qué procede su imperio? Su belleza no puede haber hecho de él un esclavo. ¡Qué fea es! ¡Oh, Venus! ¿pertenece a tu sexo? Su cara es horrible. Tiene en la fisonomía algo de mona y de loba. Su boca es inmensa. Sus mandíbulas avanzan, como si fuesen a morder, y, a falta de cosa mejor, machacan rabiosamente las palabras.»

     Es un aborto de la Naturaleza. Parece un homosexual muy viejo, hinchado, con la cara hecha a puñetazos, llena de desniveles y bochuchos en una claridad clorótica. Parece el enano monstruo que Zuloaga pintó para espanto y admiración de los museos de Europa. Parece la encarnación de una tiranía malvada al través de unos crespones negros. Porque viste luto riguroso, tal vez por su propia víctima.

     Sugestión, caso de hipnotismo... Pero no se comprende, dicen los entendidos en la materia. ¿Cómo pudo lograr esta mujer, a pesar de su horror, semejante dominio sobre su hombre?

     A pesar de su horror, no. Por el mismo horror, tal vez. Esa violeta de estercolero recuerda otras violetas que salen al paso del transeúnte, en los carrefours parisienses, ofreciéndoseles como pequeños monstruos.

     -¡Ah, ven, ven!... Yo soy un pequeño monstruo...

     Y así como el transeúnte va a la monstruosidad, el inglés anormal iría a la guillotina satisfecho si lograse sacar a salvo del naufragio de sangre de Emma Levin el saco de sus vicios...

***

     Un telegrama de Monte-Carlo contiene la sentencia del Tribunal que juzgó el crimen de Vere Goold y de Violeta Girodin. a él se le condena a trabajos forzados por toda la vida. a ella se le condena a muerte, debiendo cortársele la cabeza en una plaza pública de Mónaco.

     Pero el caso es que no hay quien se la corte. En aquel riente rincón de sol y de «hagan juego» se conocen todos los oficios menos el oficio de verdugo. Allí no se había previsto el caso de que unos extranjeros cometiesen un asesinato y metiesen a la víctima, después de descuartizada, en un baúl y en un saco de mano. Sin embargo, como la pena de muerte existe en el principado, está dispuesto que si alguna vez la justicia de Mónaco necesita un verdugo, se lo alquilará Francia.

     Pero como la República de Fallières no aplica la pena capital, considerándola como asesinato colectivo, no parece lógico que alquile el verdugo y la guillotina para que haga en el Extranjero lo que la República considera una infamia y una porquería en su propia casa. Además de esto, en Francia, cuando se aplicaba la pena de muerte, las mujeres no iban a la guillotina. Si ésta respetó a mujeres extranjeras que cometieron asesinatos en Francia, es absolutamente imposible que vaya a matar una francesa en Mónaco. De manera que aunque el Príncipe de Mónaco no conmutase la pena impuesta a Violeta Girodin, esta violeta de alcantarilla salvaría su cabeza de sapo, porque Francia no habría de alquilar su verdugo y su guillotina para matar una mujer que, por añadidura, es francesa de nacimiento.

     Es triste que, como advierte un periódico, la única mujer decapitada en el asunto de Mónaco sea la infeliz Emma Lewin. Pero para todo hay que tener suerte en este mundo, y Violeta Girodin es un ejemplar de fortuna ciega, Sus mocedades fueron de rompe y rasga. Fea y repulsiva, tuvo muchos amantes; más tarde encontró marido, y, habiéndose divorciado de él, en seguida tropezó con otro; ganó pronto en empresas industriales cantidades que difícilmente se ganan en años de trabajo inteligente y tenaz, y, a pesar de su pecaminoso pasado, gozaba fama, así en Londres como en Mónaco, de dama honesta y digna. Es el tipo de la mujer fatal a quien aprovecha, no sólo cuanto hace ella misma, sino también cuanto se hace en contra de ella. Es un caso de fortuna ciega e irritante. Aunque sólo fuese por esto, merecería la muerte.

     En la última audiencia de este proceso emocionante, se distinguió una señora que, indignada contra las pérfidas y canallescas declaraciones de Violeta Girodin, las coreaba burlona y despreciativamente, y al salir de la audiencia, dicha dama resbaló en una escalera, y cayendo de una altura de quince escalones se encuentra moribunda.

     Si el verdugo Deibler fuera a Mónaco, acaso se enamoraría de Violeta, prefiriendo raptarla a guillotinarla, y la guillotina, en vez de desgajar un tajo, desgajaría una corona de rosas como homenaje a la asesina y descuartizadora de Emma Lewin...



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¡Viva la Juana!...

     El caso de Juana Weber y las consecuencias de este caso es de lo más típico que se conoce. Es toda una mentalidad, todo un tratado de Psicología.

     Se acusó a Juana Weber de haber causado la muerte de varios niños, tres de ellos sobrinos de la acusada, asfixiándolos, no se sabe cómo... Sólo sabíase que Juana Weber se las arregló de modo que, en el momento preciso, se ausentaron de la casa los que la habitaban, alejándolos ella misma con fútiles pretextos, y cuando volvieron a ella, horas después, vieron a Juana a la cabecera de la cama, con la mano izquierda debajo del delantal y con la derecha crispada sobre el corazón de la criatura muerta... Entonces se habló de crimen, de locura, de erotomanía lúgubre, de perversidades orgánicas, de todo un poco. Pero la procesada fue absuelta porque los médicos forenses, como sabios, no se pusieron de acuerdo.

     La más elemental de las precauciones aconsejaba a todo padre de familia alejarse de semejante mujer, sobre cuyo proceso vagaba una sombra, pavorosa, de duda. Pero no fue así, sino todo lo contrario, y Juana Weber, solicitada por varios padres de familia, salió de la prisión para entrar en el domicilio de un hortelano de Chambon, padre de dos chicas y un chico.

     Enferma el chico, hallándose a su cuidado Juana Weber; aleja ésta, con fútiles pretextos, a la familia, y cuando la familia vuelve a la casa, ve a Juana a la cabecera de la cama, con la mano izquierda debajo del delantal y con la derecha crispada sobre el corazón de la criatura, que acababa de morir.

     Los periódicos se apoderan del hecho, denunciándolo; los médicos del villorrio opinan que la criatura murió violentamente; los médicos forenses de París, sin pronunciarse de modo decisivo, entienden que el niño pudo morir de resultas de una presión lenta y continua sobre el tórax, y el dedo del villorrio, haciendo de dedo de Dios, señala y acusa a Juana Weber.

     La más elemental de las precauciones aconseja a toda familia el apartamiento de una mujer tan misteriosa y sospechada. Pues no, señor.

     «Todos los días -dice Le Matin- Juana Weber recibe cartas que la solicitan con insistencia, y que reclaman ahora, como reclamaron antes, su presencia en otros hogares. De Charleroi recibió últimamente un telegrama en dicho sentido.»

     Es decir, pues, que si no se vuelve a procesar, por falta de indicios en tan nebuloso asunto, a la acusada, ésta servirá en otras casas y se la volverá a encontrar a la cabecera de una cama, con la mano izquierda debajo del delantal y con la derecha crispada sobre el corazón de una criatura muerta...

     ¡Qué mentalidad tan estupenda!... ¡Qué extraordinaria lección de moral!... Vagan por ahí legiones de mujeres sin trabajo, que se darían con un canto en los pechos por encontrar ocupación y pan. Para ellas están cerradas las puertas de los hogares. Para Juana Weber están abiertas de par en par. Se la escribe, se la telegrafía, se la pide con insistencia, se la ruega...

     -A ver, Juana, haga usted el favor de venir de prisa... a asfixiarme un chico...

     Juana ha dicho que el hortelano de Chambon, enamorado de ella, que es un montón de carne soez, con unos ojos a lo Soleilland, la hizo proposiciones enfermizas. Ahora compiten con el hortelano otros padres de familia.

     -Venga usted, Juana, a cuidar mi prole...

     Y si Juana probara, como dos y dos son cuatro, que antes fue y ahora es, completamente inocente, una víctima del azar, probablemente moriría de hambre por falta de trabajo.

     ... Yo me he preguntado muchas veces si hay apaches porque no se puede acabar con ellos o si no se acaba con ellos porque hay un apache en el fondo de la sociedad que les persigue...



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La Ogresa y la Ogrilla

     Pasan ya de una docena los hallazgos de niños asesinados por la alemana Ida Schnell, de catorce años, descabellándoles con una larga aguja de sombrero. Como la vida es un dolor desde que se nace hasta que se muere, y la infancia no sabe disimularlo, los niños confiados al cuidado de Ida Schnell lloriqueaban y gritaban, como todos los chicos. Ida Schnell ha dado por excusa de sus infanticidios que no podía sufrir los gritos de la chiquillería. Se le encalabrinaban los nervios. Y para que los niños callasen pronto y radicalmente, les metía una aguja en la nuca. Los heridos tenían convulsiones. No murieron todos en el acto. El niño de la señora Oppenheimer sobrevivió al primer agujazo. Cuando la madre, que trabaja en el campo, volvió a casa, encontró a Ida, muy tranquila, jugando con el perro frente a la puerta.

     -¿Por qué no estás con el chico? -la preguntó.

     -Porque se está muriendo... Tal vez haya muerto ya...

     No murió aquel día. El niño mejoraba, y su madre, ya tranquila, volvió a sus faenas agrícolas. Al regresar de ellas, de noche, la criatura agonizaba. Esta vez la aguja fue certera.

     Ida Schnell velaba sus muertos. Luego ayudaba ella misma a llevarles al cementerio y cobraba la propina que habitualmente se da en Baviera por tal servicio, y la mozuela, con buenas recomendaciones de sus amos, buscaba otra casa donde hubiera niños.

     Porque iba a ellos fatalmente, como si entre ella y las criaturas hubiese una atracción de imán. «Sus amos, -dicen de Berlín- la estimaban mucho, porque ante ellos hacía fiestas y caricias a las criaturas, pareciendo desbordante la afección que les tenía».

     Casualidad curiosísima. Cuarenta y ocho horas antes de llegar de Munich y Berlín el relato de los infanticidios de Ida Schnell, Le Matin empezó a publicar, con rimbombante epígrafe, un a modo de alegato en favor de la siniestra ogresa Juana Weber, actualmente en la cárcel. Para estimar el alcance de dicho alegato hay que saber que el defensor de Juana Weber es el célebre criminalista Henry Robert, y que Henry Robert -de quien Gabriela Bompard ha hecho, en su Manuscrito, apreciaciones que la prensa de París no ha publicado- es el letrado defensor de Le Matin cada vez que este periódico tiene algún asunto judicial.

     El del alegato se hallaba precisamente en el punto y hora de explicar a su modo, cómo Juana Weber, inocente, arrastrada por la fatalidad, iba a servir a casas donde había niños que morían entre convulsiones, cuando telegrafiaron de Munich y Berlín cómo la fatalidad conducía a Ida Schnell a casas donde había niños que también morían entre convulsiones. Cuando Juana entró en el hogar de Sylvain Ravouget, quien la recogió después de haber sido absuelta de la primera acusación, se dijo a sí misma, según refiere el autor del alegato.

     -Aquí hay niños... Puedo estar tranquila...

     Sylvain Ravouget la dio por cama la del chico de él, y ella cuenta que al acostarse gustó el tibio calor que se desprendía de la criatura.

     Poco tiempo después, moría entre convulsiones, como los otros...

     Como Juana Weber, Ida Schnell sentíase atraída por el oficio de niñera y distinguíase por las caricias que hacía a los chicos cuando la observaban sus padres; como las criaturas al cuidado de Juana Weber, las criaturas al cuidado de Ida Schnell enfermaban misteriosamente y misteriosamente morían, cuando la niñera estaba sola con ellos. De los de Juana Weber sólo quedaba como trazas de la muerte la señal de una presión en el cuello y en el corazón. De los de Ida Schnell sólo quedaba, como trazas de la muerte, un pinchazo, imperceptible casi, en la nuca. Juana Weber, al decir de cuantos la han conocido íntimamente, es una viciosa de un género especial. Ida Schnell es una mocita enfermiza, escuchimizada, que se dio a conocer entre sus compañeras como una viciosilla de voluptuosidad lúgubre.

     La alemanita es, moralmente, una cría de la francesa. Y así como a Juana Weber le sobran protectores a lo Ravouget, a Ida Schnell no habrían de faltarle admiradores si la absolviesen por irresponsable. Porque el amor siniestro está de moda...



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¿Adónde va?...

     Otra vez Juana Weber, la mujer fatal, en cuyos brazos murieron varias criaturas, acusada últimamente de haber estrangulado al niño Bavouzet para satisfacer lubricidades de enferma, ha sido puesta en libertad.

     Los médicos del pueblo donde falleció el niño hicieron la autopsia del cadáver y declararon que aquél había muerto por estrangulación. Los médicos forenses de París, que mucho más tarde reconocieron los despojos, no afirmaron rotundamente que no se hubiesen ejercido violencias; pero sí afirmaron categóricamente que la criatura sucumbió a consecuencia de una fiebre tífica, y en este proceso, como en el anterior, la divergencia de los médicos expertos fue benéfica a los intereses de la acusada.

     Por otra parte, la acusada ha tenido dos grandes defensores: el criminalista Robert ante la justicia, y el periódico Le Matin ante el público, y los médicos del pueblo, el juez del pueblo y el vecindario del pueblo, todos convencidos de la culpabilidad de la procesada, fueron derrotados por el gran criminalista, con la cooperación del gran periódico.

     Bien está. Pero ahora, ¿adónde va Juana Weber con su pequeño cementerio de niños? Será obra de la fatalidad; pero hay en esta historia fatídica un hecho innegable: en los brazos de Juana Weber murieron misteriosamente varias criaturas. Y ahora, ¿adónde va Juana Weber con sus brazos?... El rústico Bavouzet, apiadado, la acogió en su pobre hogar cuando una disparidad de pareceres científicos y un estado de duda la absolvieron, y poco después el niño de Bavouzet, estando a solas con ella, murió.

     ¡Fatalidad!... ¡Desgracia!... Concedido... Pero ya son muchas las fatalidades y desgracias de Juana Weber. ¿Adónde va ahora con esos brazos tan desgraciados y fatales?

     El Sñr. Bonjean, que se ha hecho cargo de rectificar el lúgubre pasado de Juana Weber, ha dicho que la llevará a una de las casas, que dirige él, de dolor o de arrepentimiento...

     De suponer y de desear es que, en dicha casa, no haya criaturas, y que si las hay no se confíen a los cuidados de Juana Weber.

     Porque como niñera es una completa calamidad.



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El doctor Zoquete

     Si la ogresa Juana Weber, de quien tantas veces he hablado en este sitio, no fuese analfabeta, podría suponérsela tocada de la monomanía de hacer hablar de ella a los papeles.

     Absuelta una vez más de la acusación de haber estrangulado una criatura, hija del aldeano Bavouzet, quién le hizo el disparatado servicio de recogerla en su propia casa, Juana Weber, mostrándose confusa y arrepentida de liviandades que no podía negar, aceptó el asilo que le propuso su bienhechor, el exmagistrado Bonjean; pero poco después huyó de él, dejándole con tres palmos de narices. Volvió el buen señor a recogerla; volvió ella a escaparse, y después de servir en dos casas de familias con niños, que de milagro no han muerto estrangulados, vino a correrla a París, donde la prendieron unos guardias que cazaban prostitutas. Y ahora dice el bendito ex magistrado que no hay forma de meter en cintura a la ogresa y que todo lo que queda que hacer es meterla en un manicomio, «para evitar que cometa un crimen».

     Pero... ¿no los cometió antes?... Ella misma, al ser aprehendida anoche, declaró que sí es verdad que estranguló a una de sus sobrinitas; pero esta confesión se ha achacado a locura mental. De nada sirvió, cuando la Juana fue procesada por esta misteriosa muerte, a la que siguieron otras no menos misteriosas, la declaración del padre y del vecindario de la víctima. Entonces, el doctor Socquet, médico forense, contradiciendo el dictamen de otros galenos, opinó que las criaturas habían muerto de enfermedad, y más tarde, el mismo Dr. Socquet, contradiciendo el dictamen del médico del pueblo donde falleció el niño de Bavouzet, opinó que la criatura había fallecido de muerte natural.

     El Dr. Socquet, que se tiene por sabio, no podía equivocarse, ni antes ni después; pero puesto que hoy se reconoce que la ogresa está loca, ¿qué de extraño tendría que como tal loca hubiese cometido los crímenes por los que fue procesada dos veces?

     El Dr. Socquet será todo lo lógico que quiera en no querer equivocarse; pero en las consecuencias que sacó sobre la mentalidad de una loca, el Dr. Socquet está quedando como un zoquete.



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Todos cerdos

     Cuando se publicó La Terre, se alborotaron el campo francés, la villa luminosa y la crítica parisiense, que es menos luminosa que la villa, la cual no es tan luminosa como reza la fama.

     La Terre era una abominación. Los personajes de la Terre eran falsos. La Terre era una monstruosa calumnia contra el carácter y las costumbres de los aldeanos franceses. Aquella rústica parturienta, que cuidaba del parto de una vaca más que de su propio alumbramiento, era mentira. Aquel rústico marido, que prefería el ternero a su propio hijo, era mentira.

     ¡Ah, la vida pura de las aldeas, sepultadas bajo techumbre de nieve en invierno y bajo ramajes de arboleda en estío!... ¡Ah, la honradez del aldeano, la virtud de la aldeana, la austeridad del hogar, al amor del añoso tronco que chisporrotea en invierno, o bajo verde floresta do anidan los pajaritos en verano!... ¡Ah, el idilio del campo francés!...

     Decididamente, Zola era un cochon, un «cerdo triste». Lo voceaba la crítica luminosa. Lo repetía la villa luminosa. Y la especie circulaba en todo el mundo luminoso. ¿Zola? Un cerdo triste. ¡Ah, le cochon!

     Un señor boulevardier, de los que no creen ni en su madre, y a quienes importan un bledo todas las terres del planeta, hace pocos días estuvo a punto de batirse en duelo con un parroquiano de un «gran bar», que tímidamente hizo unas observaciones en defensa de la verdad de La Terre.

     Cuando pasó, sin novedad, el conato de lance, yo le dije al boulevardier:

     -No tengo la menor gana de que usted me atraviese de parte a parte; pero permítame decirle, sin ánimo de ofender a usted ni a su familia, que desde que vivo en Francia, y en el campo, vengo notando que las descripciones de La Terre no son tan exageradas como usted dice...

     -¡Qué duda cabe! -exclamó él.- No sólo no son exageradas, sino que son la verdad, la pura verdad. Pero las verdades no deben decirse en voz alta... ¡Este buen señor Zola es tonto! Él cree que descubre horrores que todo el mundo ha descubierto, y que se saben y se cuentan y comentan en voz baja. El crimen de Zola, crimen de lesa patria, sí, señor, consiste en hablar alto...

     Por lo demás -siguió diciendo el boulevardier, mientras apuraba el tercer ajenjo de la noche-, vea usted lo que hoy mismo dice Le Fígaro (leyendo):

     «En previsión de su libertad, que cree próxima, Brierre se ocupa del cultivo de su campo y de los cuidados que deben darse a su caballo, a sus dos vacas y a su cerdo, sobre todo a éste, hermoso animal, cuya manutención le preocupa. Ayer le escribió a su amigo Sanger: «Gracias a usted, espero encontrar bien cuidada mi hacienda.»

     Ya lo ve usted, observó, para terminar, el boulevardier. Cinco hijos de Brierre murieron machacados. Los muros de su casa conservan todavía partículas de sesos. El crimen fue horrible; la escena debió ser espantosa, «delirante»... Y bien: ni una sola vez se ha acordado Brierre de sus pobres hijos, ni una sola vez ha pedido que les lleven, en nombre suyo, un ramito de violetas... ¿Quiere decir esto que Brierre es el autor de tan nefando infanticidio? No, por eso no. Lo que quiere decir es que Brierre, positivo, como buen aldeano, no se ocupa de lo que no existe, sino de lo que colea: y lo que colea no son sus hijos, sino las vacas, el caballo, el cerdo... ¡Son su familia!... Desengáñese usted, señor mío: casi todos, cual más, cual menos, somos cerdos... Yo mismo soy un petit cochon... Pero así como yo, si alguien me llamase cochon, le mandaría inmediatamente los padrinos, considerándome insultado por haberme dicho lo que realmente soy, la sociedad tiene el más perfecto derecho a negar el agua y el fuego a quien la llama por su nombre, exhibiendo sus vicios y defectos. ¡Como que siendo nosotros, con raras excepciones, una rosca de cochons, todos tenemos que defender la solidaridad de la rosca!... Vea usted: no hay un solo francés que aplauda que el Zar castigue con latigazos de knut a los rusos que le piden un poco de libertad. Pero como el interés nacional está antes que todo, nosotros, nacionalistas, insultaremos a los pensadores que hablen en el anunciado mitin de protesta contra las medidas represivas del pensamiento ruso. Yo seré uno de los que allí llamarán cochon a Zola, aunque creo que el cochon es «el otro»... Pero no lo diga usted, porque tendrá que batirse conmigo.

     Y siempre sonriendo, apuró el ajenjo número 4...



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La horrorosa Linda

     Cada pueblo tiene su affaire. Madrid ha tenido, entre otros, el crimen de la calle de Fuencarral; París, el proceso Dreyfus y los Humbert; Bolonia, el crimen de la Linda Bonmartini. Por el crimen de la calle de Fuencarral riñeron grandes batallas los periódicos principales de España. Por Dreyfus, y aun por los Humbert, las han reñido los principales periódicos de Francia. No menos terribles son las que libró la Prensa italiana por el crimen de la Linda Bonmartini. El proceso Dreyfus dividió a Francia en nacionalistas y revolucionarios. El proceso de la Linda ha reverdecido añejos odios de clericales y anticlericales. Y así como la Higinia Balaguer ocupó la atención de la Prensa europea, y Dreyfus y los Humbert tomaron carta de naturaleza en todas las grandes capitales de Europa, la Linda Bonmartini, que va a aparecer ante los tribunales, es el tema preferente de las conversaciones de París.

     ¡La Linda! Si no es por ironía, no entiendo por qué llaman así a la condesa Bonmartini. Las descripciones y los retratos que se hacen de ella la represantan pequeñita, flaca, casi seca, con equívoca sonrisa, que es una mueca de sus siniestros labios, delgados como cinta de papel, y sacudida por perturbaciones nerviosas. Toda la atracción de esta mujer histérica, casi loca, está en los ojos; ojos negros, profundos, en cuyas pupilas se reflejan con volcánicas llamaradas, extrañas e intensas pasiones; ojos trágicos, en cuya lumbre se consumió la vida del conde Bonmartini.

     Engañado por ella en la misma casa de él, en habitación contigua a la en que dormía, la Linda, amante del doctor Sacchi, y de la cual se ha referido que también tenía relaciones con su propio hermano, y que cultivaba otras de índole especialisima, no estaba satisfecha y tenía la idea fija de suprimirlo. El hecho de que esta diabólica mujer tramase una verdadera conjura contra su marido, en la cual logró meter a su hermano Tulio, a Rosina Bonetti, querida de éste; al aventurero Pío Noldi, y hasta cierto punto al doctor Sacchi, sería lo más trágico de este sangriento asunto, si no lo fuese más el acto de matar a la víctima, desnudos, para no salpicarse de sangre, todos los conjurados, incluyendo a la misma Linda, quien pidió, con lágrimas en los ojos, que la llevasen, «porque ella también quería tomar parte en la partida», y no podría decirse si es más trágico aún el hecho de que quien denunció a la Linda y a Tullio fue su propio padre, el docto e íntegro catedrático Murri, el cual, cayendo en los brazos del juez, le dijo entre sollozos:

     -¡Justicia, sí, justicia!... Pero dejadme llorar, porque en este momento no tengo mi bella alma espartana. ¡Linda! ¡Tullio! ¡Mi hija y mi hijo, asesinos!

     Aunque cultivando otro género, el histerismo de la flaca Linda Bonmartini tiene muchos puntos de contacto con el histerismo de la gorda Teresa Humbert; la mentira, el infundio, la intriga, la incoherencia en los relatos, la contradicción en la confesiones, la resistencia opuesta a decir la verdad, arrancada poco a poco y a pedazos, como se arranca un feto con un fórceps, y el decir hoy una cosa, estableciéndola como la verdad del hecho, para desmentirla al día siguiente y volver a afirmarla al otro día, son iguales en ambos casos.

     Pero Teresa Humbert es mucho más fuerte que Linda Bonmartini, porque la Teresa es un cerebro y la Linda es un sexo. A ésta, hasta ahora, no se le ha ocurrido decir, en su propia defensa, sino que el conde Bonmartini era un estúpido.

     Sí lo sería, puesto que casó con tal sabandija. Pero si el ser estúpido un marido eximiese de toda responsabilidad a la mujer que lo asesinase, casi no se verían más que viudas por las calles, diciendo a quien quisiera oírlas:

     -¡Lo asesiné, sí, señor. ¡El pobre era tan estúpido!...



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La Nochebuena de Teresita

     ¡Nochebuena!... ¡Nochebuena!... ¡Noche triste!... ¡Noche triste!... Y esta Nochebuena tal vez sea, aunque sin voluntad de los parisienses, más grata al corazón de Cristo. Porque Cristo era triste y sobrio...

     Noel es, por esencia, la fiesta de la infancia congregada alrededor del arbolito de Nochebuena, lleno de dulces y juguetes.

     «Ce que je demande, c'est qu'en passant ce soir tu mettes dans mes sabots un petit peu de pain», dice la plegaria del niño pobre a Noel...

     ¿Cuál será la plegaria de la pequeñita Teresa Prieux, víctima de las torturas de Enrique Péemans? Amante y explotador de María Prieux, hermano mayor de Teresa, distraía sus ocios, mientras aguardaba el dinero recogido por María del fango de la calle, martirizando a Teresa. La golpeaba horriblemente, la mordía, la colgaba del pelo, le quemaba con la punta del cigarro. Una vez la obligó a sentarse, desnuda, en ceniza caliente...

     Teresa Prieux es otra compañera mártir de Lucía Guyon, Juana y Germana Deblander, Gabrielilla y tantas otras. Juana y Germana Deblander fueron arrojadas a un foso de las fortificaciones y machacadas con piedras.

     «Las dos pequeñas -declaró el asesino, padre de ellas- quedáronse dormidas al pie de las fortificaciones. De repente me resolví, y cogiendo a Germana por la pierna y el brazo derechos, la eché al foso. No gritó. Pero despertada de súbito, fijó en mí sus grandes ojos, abiertos por el espanto. Hice lo mismo con Juana. Luego oí. Nada. Ningún ruido subió del fondo...»

     El asesino de Gabrielilla, Sauthon, que no tuvo tiempo para violarla, declaró tranquilamente:

     «La noche era muy negra. Gabrielilla tuvo miedo de mí cuando me acerqué a ella. Después de hacerla comprender que no la quería mal, la di diez céntimos para que me siguiera a una hondonada del camino, allí donde están los pajares. Aceptó; pero pidiéndome que no la detuviera mucho porque la esperaba su madre.

     Bajamos hacia los pajares. Un cuarto de hora después oí gritos que venían de la avenida Henri Corvol. Una mujer voceaba: ¡Gabrielilla!... ¡Gabrielilla!... ¿Dónde estás?... Al oir la voz de su madre quiso la niña huir. La retuve en mis brazos... Gritó. La tapé la boca con la boina. Como seguía agitándose la dije: «Aguarda, chiquilla, que te impida cantar,» y cogiéndola por la garganta, la arrastré hacia el Sena. Las personas que buscaban con luces a la niña se habían acercado a nosotros y tuve miedo. Al llegar al canal, Gabrielilla no se movía. Entonces pensé que la había apretado demasiado la garganta, y la eché al agua... Mientras que la madre husmeaba alrededor de los pajares, me escondí tras un montón de arena. Los acompañantes de la madre fueron hacia la orilla del canal, para mirar el agua... Yo fuí a acostarme más lejos. Cuando se marcharon todos, entré en una caldera vieja de una máquina ferroviaria, en la que había puesto unos montones de paja, y allí, como en buena cama, dormí de un tirón hasta las siete de la mañana.»

     Al oír este siniestro relato, en la audiencia, la madre de Gabrielilla se abalanzó al asesino, gritando:

     -¡Dejádmele!... ¡Dejádme que le juzgue!... ¡Quiero arrancarle los ojos!...

     Renovando el suplicio de Tántalo, Desjardins acercaba a la boca de su hijo sin dejárselo beber, un vaso de agua; y la madre le enseñaba un cartucho de bombones cuando el chico tenía un hambre devoradora... Maltratado atrozmente, privado de comida y bebida, el chico rompía a llorar; y entonces, temerosos de que se alarmase la vecindad, los padres le obligaban a cantar en el balcón; -y cuentan los vecinos que había sollozos en el fondo del triste cantar...

     Los niños sacrificados por sus padres son un terrorífico folletín que se saborea con fruición; pero sin el piadoso sentimiento y sin el reflexivo dolor que tenemos los que sabemos lo que es sufrir, cuando recordamos a la pobre niñita que, echada por su padre al fondo de un pozo seco, vivió allí varios días, con las piernecillas rotas, viendo con espanto el ir y venir de unas ratas enormes que se acercaban a ella, y el cauteloso andar de una culebra que se arrastraba entre los hierbajos; y con mayor espanto aún, cuando alzaba la vista para implorar misericordia al cielo sordo, la espeluznante negrura de viscosa y velluda araña, moviéndose en el fondo de su red, que tapaba la boca del pozo...

     Dumas ha dicho:

     «El hombre que pone voluntariamente -y siempre es con voluntad- una criatura en el mundo, sin asegurarle los medios materiales, sociales y morales de vivir, sin reconocerse responsable de todos los daños consiguientes, es un malhechor que merece ser clasificado entre los ladrones y los asesinos.»

     ¿Qué diría Dumas de los verdugos de niñas como Teresa Prieux?

     Noel le dio de aguinaldo el que vecinos misericordiosos llamaran la atención de la policía, en víspera de Nochebuena, sobre los aullidos y sollozos de la niña, y la policía entró en la casa cuando Péemans, después de quemarla con el cigarro que fumaba, tapó las llagas con motas de algodón empapado en vinagre. Tenía 40 grados de fiebre.

     La llevaron al hospital, la metieron en una camita limpia y blanca, la pusieron en la cabecera una ramita de gui, de la planta, eternamente verde, que atrae la dicha, del gui de los Druidas, misterioso y bendito, y no se ha vuelto a saber de ella sino que delira, delira...

     Tal vez le diga a Noel:

     «Ce que je demande, c'est qu'en passant ce soir tu mettes dans mes sabots un petit peu de pain...»



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Comedianta

     La Giriat, que tuve el horror de presentar a ustedes, puede, en clase de garza, mucho más que Waldeck y Combes en clase de cabras elocuentes, como les llamó Clemenceau, y que el mismo Clemenceau, en clase de perro de Terranova, salvador de una de dichas cabras. El público mira con más ansiedad hacia el dormitorio de la asesinada Fougère que hacia el Senado del derrotado Waldeck, y como el periodista no tiene que contentarse a sí mismo, sino contentar preferentemente al público, resuelvo dejar las cabras y el Terranova del Senado para charlar con ustedes de la garza de Aix-les-Bains.

     ¡Es mucha garza! Hábil, felina, pasmosa por su sangre fría, desconcertó al juez instructor en la terrible escena de la reconstitución del crimen. Se hizo atar, gritando: «¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Los asesinos me apretaron más la noche del crimen!». Y cuando estuvo atada como un salchichón, probó, que podía, apoyándose en la cabeza, ganar la ventana y pedir socorro, como lo pidió a raíz del asesinato. Las autoridades no encontraban un botón eléctrico que servía a la Fougère para llamar a su servidumbre. La Giriat, lista como una perdiz, subió a la cama de su difunta amiga y encontró el botón eléctrico, «no sin haber manchado con la suela de sus botitos las blancas fundas de las almohadas que empleó ella misma para asfixiarla». Y luego, sentada a la vera del juez instructor, se fue enterando del estado en que se hallaban los trajes y demás efectos de su «pobre amiga».

     -¡Ah! -exclamó.- Con tanta humedad como hay en esta casa cerrada, van a florecerse esas prendas de mi amiga, y es lástima que se pierdan. ¡Si pudiéramos arreglar un poco la habitación!...

     La escena de la confrontación de la Giriat con su confidenta Blanca de Valmont y con su cómplice Enrique Bassot es un mundo de sensaciones morbosas.

     «El 6 de octubre -cuenta Blanca de Valmont- almorcé copiosamente con la Giriat en un restaurant de la avenida de Clichy. La Giriat lucía un sombrero muy bonito, guarnecido de una hermosa pluma, que era de la Fougère. Animándose la Giriat, me confesó que la noche del crimen había acompañado a la Fougère al Gran Casino de Aix-les-Bains. a la una de la mañana volvieron a la villa Solms. La Giriat, que hacía de amiga más que de criada de la Fougère, la ayudó a desnudarse.

     «Al ir a asesinarla, después de haberla dejado en la cama, la Fougère, muy nerviosa, quiso defenderse y arañar al hombre que acompañaba a la Giriat.

     ¿La Fougère sufrió mucho?, la pregunté.

     «-Un cuarto de hora largo, me contestó. Tenía el cuero duro. ¡Ah, penco! Se había puesto de rodillas, pidiendo perdón. ¡Que me lo roben todo, decía; pero que no me maten!... No la hicimos caso. Cuando la vi muerta me hice atar por mi hombre, para representar la comedia.»

     La Giriat oye la acusación de Blanca de Valmont y, extendiendo un brazo, exclama:

     -¡Juro por Cristo que todo cuanto ha dicho esa mujer es falso!...

     Luego increpa a Bassot, le injuria, le escarnece, le patea con la palabra, le acusa; pero Bassot, que conoce a su hembra, la mira en el blanco de los ojos, y la dice suavemente:

     -Comedianta...

     ¡Comedianta! Sí; comedianta consumada en el difícil arte de la perfidia y el disimulo. Hay en el apóstrofe de Bassot, surgido mimosamente de los labios, pero con convicción íntima, plena, inmensa, una requisitoria más vigorosa que la acusación que hará el fiscal. Comedianta... Bassot sabe lo que dice, porque compartió su vida de mentiras, de intrigas, de infundios, de embusteras caricias en revolcaduras sobre fango, y como está en el secreto, y la conoce en las más íntimas entretelas, y sabe de cuánto es capaz esa mujer, no le pidió el cuerpo enfurecerse cuando ella le injuriaba y denunciaba, sino que le pidió decirle retozonamente: Comedianta, como si esta palabra fuese una palmadita afectuosa de las que la daba en embusteros ratos de amor... con una pantera de Java...



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Tragedia de artista

     Ya que esta Prensa ha «descorrido el velo» de la velada dama que diariamente iba de visita vespertina al estudio del pintor Syndon, lícito sea a los cronistas españoles discurrir, sin alarmar con difamaciones el honesto sentido de nuestro morigerado público, sobre las consecuencias de los amoríos de dicho artista con la señora de David, el cual no era el de la Biblia, sino un marido que, tras de engañado, fue revolvereado por el amante de su mujer.

     Cuentan las crónicas que al ir unos periodistas, ganosos de información, al estudio de Syndon, encontraron en el jardín al escultor Chartier dando zancadas, sumamente abstraído y sin dignarse contestarles ni mirarles la cara cuando le hicieron las primeras preguntas. Y después, obligado a responder algo, en vez de ocuparse del crimen, habló del talento de su amigo, enseñó sus últimos cuadros y siempre ensimismado, nuevamente emprendió el interrumpido paseo a zancadas por el jardín.

     Esta actitud del escultor es el complemento de la actitud del pintor. En la tragedia David-Syndon, que es de una vulgaridad cotidiana, el gesto del artista, medio loco, matando porque no le dejaban ver a la dueña de sus pensamientos, es lo único interesante para el observador.

     Y es también una gran lección para las damas mundanas de vida ligera y de amoríos veraniegos. Los de la señora David hubiesen tenido un desenlace natural y cotidiano si Syndon no fuera artista. En el caso de éste, un hombre de mundo, seguramente harto de recibir las visitas de la velada dama, habría acogido con mil amores, y como un favor, la terminación de los de madama David, y después de darle las gracias al marido, hubiera buscado otra madama.

     Syndon no lo entendía así. Desequilibrado, como buen artista; puesto que artistas en equilibrio no los hay más que en los circos ecuestres, y viviendo por y para su arte, exclusivamente, con la continuada tensión nerviosa que enloquece el espíritu y arruina la materia, la aparición de madama David en el estudio del pintor fue el complemento del arte de éste, algo indispensable a la mise en scene del estudio, y la quiso con todo el salvajismo con que un artista quiere a su obra. Era su gran lienzo, su cuadro maestro. Si un hombre cualquiera hubiese pretendido arrebatarle el cuadro que le premiaron en la Exposición de pinturas, Syndon le hubiera perseguido a tiros por el jardín de su estudio. Eso mismo hizo con el hombre que, con perfecto derecho, pretendió arrebatarle su obra amorosa.

     Las señoras mundanas que mudan de amor como de camisa aprenderán que no es lo mismo cultivarlo con un comerciante equilibrado, que cultivarlo con un artista, cuyas pasiones casi siempre piden una camisa de fuerza...



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Locos de remate

     Por fin tenemos un drama que no es «bien parisiense», sino bien ruso, o bien yanqui, o bien ruso-yanqui, y, por tanto, envuelto en las nieblas del misterio novelesco, que tanto gusto da a los lectores de folletines.

     Actores: un joven ruso, M. Rydzewsky, y una joven americana, la señora Ellen Gore, divorciada de su esposo. Cantante el joven, cantante la joven, llegados ambos a París a cultivar el dúo del amor, que estaba indicado para estas dos almas cantantes.

     Muy distinguido por su casa el ruso: hijo de una dama de la Corte y de un general que asaltó una fortaleza; sobrino de un político que asaltó una cartera de ministro; antiguo paje en el cuerpo de pajes de Petersburgo, de grandes duquesas y de la misma Emperatriz de todas las Rusias, y, en fin, oficial del regimiento de Preobrajensky, cuyo coronel es el mismísimo Zar, nada menos.

     En suma, un personaje que se dedicó al canto porque, según parece, en Rusia todos los personajes cantan un poco, y después de asaltar una fortaleza, cubriéndose de gloria y de cicatrices, se dedica uno a cantar La Traviata.

                álzate la bata, etc., etc

     ¡Qué tiempos aquellos en que yo también cantaba estas cosas, sin haber asaltado ninguna fortaleza!...

     De la americana Gore no dicen los datos recogidos hasta hoy que fuese paje o paja de Mac-Kinley, ni que descendiera de algún asaltador de fortalezas; pero se sabe que era persona de mucha distinción por su casa y personalmente.

     A París vino recomendada a mi amigo el inteligente artista Vicente Toledo, que se salvó de buenas o de que el celoso ruso lo «suicidase». Precisamente el día de la defunción de la señora Gore, que según ha dicho Toledo a L'Eclair, «era encantadora (Vicentito...), admirable (¡Vicentito!...) y trabajaba con ardor (¡¡¡Vicentito!!!)», dicha señora le había citado para que la acompañase al teatro.

     La ha acompañado a la Morgue, que no es lo mismo. Armado de sus butacas la estaba esperando, tomando café, cuando apareció la casta diva muerta en la cama del Sñr. Rydzewsky.

     ¿Qué había ocurrido? Ni el mismo Vargas lo averigua. ¿Fué homicidio por imprudencia?... ¿Suicidio?... ¿Fué otra cosa, que no me atrevo a decir de un ruso visitado por las notabilidades rusas de París y defendido por la Prensa, que no pierde ocasión de rendir homenaje a la alianza francorrusa?

     Misterio aparte, no hay motivo para que estos periódicos se muestren sorprendidos de tal desenlace entre dos personas de tanta alcurnia.

     Ruso él, yanqui ella, artistas ambos, ambos locos de remate.

     Pero admiremos, ¡oh cielos!, las extrañas conjunciones de los seres. Salir de Petersburgo un caballero y de San Francisco de California una dama a cantar en París el dúo de La Traviata, interrumpido, ¡ay!, por un tiro de revólver.



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El Orden de cosas

     El «matador de mujeres» Vidal, condenado a la pena capital, no irá a la guillotina, porque unos médicos han dicho de él que es «un degenerado con insensibilidad física y moral». Le pincharon con agujas, y se estuvo quietecito. Le hicieron cosquillas con una pluma en la planta de los pies, y no dio señales de risa. Comía como un bobo, dormía como una marmota y no pensaba en los crímenes que cometió. La Ciencia dio, pues, un informe favorable a la insensibilidad física y moral del asesino. De su degeneración no cabe duda, puesto que mató varias mujeres.

     Si mata usted una persona sola, la Ciencia falla que está cuerdo y en disposición de subir al patíbulo; pero si mata usted media docena de personas, la misma Ciencia falla que está loco y que, después de darse una vueltecita por Cayena, podrá volver a los bulevares de París.

     La Gabriela Bompard, que también es una degenerada e insensible a las cosquillas cuando se las buscan en la planta de los pies, saldrá dentro de dos años a pasearse por dichos bulevares y tener citas en el mismo café donde la esperaba el buen Gouffet. Unos años después saldrá también el «agraciado» Vidal, y si Dios los junta, después de haberlos criado, van a sacar una cría que ya ya.

     Buena parte del público, que se dedica a canonizar asesinos y dignificar ladrones, aplaude la gracia de Vidal. a su novia, que es una atropellaplatos usada, se le han presentado en Niza varios aspirantes a su pringosa mano, y Vidal recibe diariamente ilustradas tarjetas de señoritas que desean preguntarle en el momento psicológico:

     -Di, ¿cómo las mataste...?

     Si la Cecilia Aznar tiene la suerte de la Gabriela Bompard, lo mejor que podrá hacer, cuando la suelten, es venir a París, donde es muy conocida y respetada, no sólo por haber planchado al Sr. Pastor, sino también porque Marcel Hutin, de L'Écho de Paris, publicó las frases que hizo ella en la cárcel cuando estaba allí la sacra familia de los Humbert.

     -Se les debe perdonar, porque han robado elegantemente -decía la Cecilia, tal vez pensando que a ella también la deben perdonar, porque mató elegantemente... por lo nuevo, siendo así que a nadie se le había ocurrido estirar un hombre con una plancha.

     Puesta Cecilia en posesión de los bienes del Sr. Pastor, cuya memoria debe ser estigmatizada, y votada la candidatura de Teresa Humbert como miembro de la Academia, en sustitución del Sr. Cotarelo, se habrá entrado en el orden de cosas.

     En el orden de cosas de las gentes que se entusiasman con las fechorías del «sádico» de Bourg-la-Reine, que se disputaron a gritos y empellones las prendas de la familia Humbert, el mobiliario de Boulaine y las entradas para asistir a las bodas de Leca con «la Pantera del Trono», y que sienten «la desgracia» de Syndon, envidian «la suerte» de Giron, devoran por entregas la amorosa historia de la señora de Pistolkars, y no tienen palabra de lástima para las víctimas de estos degenerados, sin cosquillas.

     En el orden de cosas, en fin, que condujo a Sedán y a Santiago y nos lleva de cabeza a la cola de Europa.





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Diálogo mundano

     -Estoy aterrada, amiga mía.

     ¿Has leído el telegrama de Epinal que publica el «Journal»?

     ¡Es atroz! Ya no está una segura en ninguna parte ¡Esa señorita, Luisa Claudel, de cuarenta y un años, terriblemente violada en pleno paseo, por un facineroso que surgió de una floresta!

     -Terrible. Y dicen que desde anteayer el paseo está muy concurrido por señoritas que pasaron de los cuarenta.

   

     -Madama Galtié... Pero ¿por qué se le ataca? Su perversidad felina en el crimen es encantadora. ¿No has leído la declaración de uno de los muchachos de los pensamientos de ella?

     Le había llamado para que la ayudase a poner los sobres de las esquelas de defunción de su hermano, a quien envenenara ella misma. La escena pasó en una habitación próxima a la en que estaba el muerto, cuya lívida fisonomía, entre cirios, se alcanzaba a ver por la puerta entreabierta.

     «Yo trabajaba al lado de madama Galtié -ha dicho el joven,- cuando ella se acercó a mí, besándome largamente. Sus besos me helaron de espanto».

     -¡Habráse visto tontillo! Un novato en el conocimiento de salsas amorosas. Y él es de París y ella de un poblachón.

     -Es que en París, como en Madrid, casi todo lo sensacional y «chic» es de provincias.

     -El otoño se presenta mal para nuestro sexo, «ma chère». Madama Fougère asfixiada en Aix-les-Bains. Otra «fille», la Baduel, asesinada a navajazos.

     -Cosas de rascacueros, según se dice. Nuestros compatriotas no gastan esos modos.

     -Sin embargo, ese diputado de fuste que ayer dio un escandalazo en la estación de San Lázaro, apaleando a su ex-querida, no es extranjero.

     -Cierto. Pero fijate en que ella hizo al diputado la más terrible de las ofensas.

     -No caigo.

     -¿Pues no sabes que le pidió dinero? ¡Si fuera él un extranjero! ¡Pero pedirle eso a un parisién!

     -Sí que es abuso. Y él se vengó empezando por no quitarse el sombrero mientras la hablaba. Ella misma, que ya está «intervievada» y resulta interesantísima, lo ha dicho: «Yo le hice notar la incorrección en que incurría con tener puesto el sombrero mientras hablábamos en la calle».

     -Es que llovía a chuzos, y él es calvo y catarroso.

     -No le hace. Cuando un parisién habla con una mujer, aunque haya vivido con ella catorce años, tiene que estar todo el tiempo con el sombrero en la mano, aunque la conversación tenga lugar en Saint-Pierre y el Pelé vomite lava.

     -En fin, esto va a ser un nuevo asunto político. Se anuncia una interpelación.

     -Como que, lo mismo por parte de él que por parte de ella, es asunto de «coffre-fort...»

***

     Como no soy ministerial en Francia ni en otra parte, es claro que no tengo interés en defender el «caso» del diputado de la mayoría M. Merlou, cuyas relaciones, harto vulgares, en la sociedad parisiense y en todas las sociedades del mundo, con madama Addey, no merecían, por ningún concepto, salir del dominio privado de dichas personas. Un caballero que se permite el lujo de tener amante, y una amante que, despechada porque el caballero la dejó, con o sin motivo, le da el consabido escandalito, no puede ser una novedad, aunque el caballero sea diputado ministerial, o «blocard», como se dice ahora.

     Pero obsérvese de paso con qué facilidad se transforman ciertas gentes en cuchillo de un Merlou, aunque hayan hecho o estén dispuestas a hacer lo mismo que él. Es decir, lo mismo, no; porque M. Merlou, después de sufragar durante varios años todos los gastos de madama Addey mientras fue querida de él, le pasaba, a título de retiro, 500 francos al mes.

     «Poussé par son bon coeur» dicen los periódicos, y en verdad que ni cinco perras chicas merecía una madama que se coló furtivamente en el domicilio del ex amante para enterar a su familia de las relaciones que tenía con él.

     -Yo soy la querida de su padre de usted, dijo a la hija de éste, chica de quince años.

     Madama Addey, que, como hembra, debe pertenecer al surtido ordinario de las que se vengan de quien les hace el bien posible, es también de esas mujeres que involuntariamente hacen daño a las de su clase, porque los Merlou tienen que decirse lógicamente:

     -Si por ser bueno me dan un disgusto, por ser malo me darán una satisfacción. Por lo menos, ahorraré 500 francos al mes.

     Y dirán a sus antiguas amantes:

     -Si quieres comer, hija mía, come alpiste.

***

     Como todo tiene reverso, la Julia Guillermo lo es de madama Addey. En este caso era ella quien pasaba una «pensión»... «Le» mantenía, y, además, «le» arrullaba la comida, cantándole «couplets», recogidos de todas partes mientras iba vendiendo amores por él, y, una noche, después de cantarle mucho, para arrullarle el sueño, él la mató, poniéndola como «Inri», una rosa de trapo entre los labios, mudos para siempre.

     La mató porque sí; porque era demasiado buena para él; porque necesitaba vengarse del bien que le hacía; porque las almas débiles inspiran ganas de matarlas...

***

     ¿Quién no recuerda el amoroso rapto de la señorita Le Play por el doctor Marcille? La señorita, toda vaporosa y de blanco vestida, cayendo en los brazos del doctor, quien, en compañía de dos amigos, la raptó vertiginosamente en automóvil. Luego, los amigos llevando el automóvil, mientras la señorita y el doctor se amaban en las más humildes posadas del tránsito. Y madama Bob-Walter, confidenta de estos amoríos, teniendo sensacionales interviús, algunas de las que, según se murmuró entonces, le valieron bonitos billetes de mil francos.

     Fué un idilio. El público lo disculpó todo, el automóvil inclusive, por la pasión de los jóvenes enamorados. Además, el doctor Marcille iba con buen fin; puesto que su automóvil paró en la Vicaría.

     Y he aquí que desde hace días corre insistentemente por París el rumor de que la señorita y el doctor van a divorciarse. ¡Adiós idilio! ¡Adiós recuerdos de amoríos, consumados en humildes ventorros del camino! ¡Adiós automóvil de una pasión demasiado violenta y precoz!

     Y es de notar la ansiedad con que el público aguarda detalles de la desavenencia. conyugal, de los dimes y diretes entre enamorados que juráronse fidelidad eterna, de la ruptura final con todos sus cancanes y con todas sus acritudes, de un escándalo, en fin, muy parisién...

     Los amigos que antaño llevaron el automóvil han desaparecido; madama Bob-Walter, que antes cobró por contar amoríos ahora cobra también por contar disgustos; el automóvil, polvoriento y derruido, está arrinconado en una cochera, y del hermoso y poético idilio no queda ya ni el olor en los humildes ventorros del camino.

     ¡Haberse querido tanto; haber echado nombre, reputación, pudores de sexo a la hoguera de un idilio: haberse comido los labios en las silenciosas horas de un amor insaciable, para salir luego con dos puñales envenenados a clavárselos en el corazón ante una vocinglera multitud de circo!

     Muy triste. Aún más idiota que triste.



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Un ex Prefecto

     A pesar de la riqueza de Monnier, y de las altas influencias que se pusieron en juego para salvarle, el tribunal le condena a 15 meses de prisión. ¡Los detritus no le sirvieron de circunstancia eximente de responsabilidad criminal!...

     ¡Harto condenado estaba!

     «Para salvarle a usted, le dijeron, tiene que hacer el papel de un perfecto imbécil; de un hombre que ni ve, ni huele ni entiende;» y el procesado lo hizo con extraordinaria propiedad y con inaudita resignación evangélica.

     En efecto: por muchas ganas de salvarse que tuviese el interesado, es de suponer que pasó las de Caín al oír que le decían públicamente:

     «No sólo es usted un perfecto idiota, sino que es además, un perfecto lechón, que en su vida se ha lavado. No sólo no ve usted tres sobre un borrico, sino que, además, no tiene narices, como lo prueba el que le pareciesen excelentes unos detritus que le dieron por fresas azucaradas. Su misma señora ha declarado que no distingue usted una chuleta sana de una chuleta putrefacta. ¡Es usted tan imbécil como cerdo, señor de Monnier!»

     Otro que este sacristán habría pedido, por no oir más, que le llevasen a la guillotina.

     La señora de Monnier también es un caso raro. No creo que se encuentre otra mujer capaz de cargar con un Monnier, a pesar de sus riquezas; y no porque Monnier es un imbécil, pues son muchas las mujeres que piden a Santa-Rita un marido

                aunque sea un animal,

sino por no.... matrimoniar con tamaño papamoscas, que ni ve, ni huele, ni ná....

     Pero como esta dama es una avarona, puede que estuviese a gusto con un marido a quien alimentaba a tan poca costa: ¡con chuletas putrefactas y detritus de ella misma!

     Este proceso es lo más cómico de este año y siglo: un señor, que se deja llamar cegato, inodoro, imbécil y gorrino; una señora que confirma que su marido es un gorrino, un imbécil, un cegato y un inodoro; y unas clases privilegiadas que desearon que saliese absuelto por inodoro cegato, imbécil y gorrino un hombre a quien dieron el alto cargo de subprefecto, y que, como tal subprefecto, las gobernó....



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Porquerías doradas

     El proceso de los señoritingos d'Adelsward y Warren está dando golpe.

     La única novedad, a mi juicio, que presenta este proceso es que los procesados, por su cultura, por su erudición, por sus gestos «ultrachics» y hasta por su bien prendida indumentaria, no son unos «Rafael y Baltasar» corrientes en el mercado de los «invertidos». En este caso, la porquería no sólo se ha dado en píldoras, sino en píldoras doradas, y el público las traga sin hacer aspavientos.

     Albert de Warren no ha inspirado, ni con mucho, la benevolencia que inspira Jacques de Adelsward, porque carece de la inteligencia sugestiva que adorna a su compañero. La palabra de Albert de Warren es premiosa y vulgar. a veces resulta tonto de la cabeza, como cuando dijo que había querido ser periodista porque oyó decir que el periodismo es carrera de mucho porvenir, y que habiendo entrado en un periódico, el director de éste le dedicó a poner fajas. Acepté -añadió Warren-, considerando que este trabajo era el primer escalón de la carrera.»

     D'Adelsward es otra cosa. Este baroncito, tan peripuesto, bien oliente y poético, que pide violetas para sus rubios cabellos y a quien le han hecho una delicada operación quirúrgica por detrás, se ha revelado orador y no tendría nada de extraño que saliese de la Audiencia para entrar en la Cámara. Defiéndese a lo lord Douglas, con textos de Teócrito, Virgilio, Platón, Baudelaire, Huysmans, Verlaine y otros. Pero lord Douglas se defendió con la pluma en la «Revue Blanche», y d'Adelsward se defiende con la palabra ante un público intelectual y selecto, aunque numeroso.

     Y esa palabra es elocuente, brillante a ratos aterciopelada, a ratos irisada, siempre sugestiva, con mariposeos intelectuales y timbres cristalinos. Como triunfador artístico es excepcional, siendo así que no hay mayor triunfo que hacer comer fango, porque se le envuelve en papel dorado, y beber agua corrompida, porque se le escancia en cáliz de cristal veneciano. Oyéndole, se comprende la sugestión que ejercía en su tertulia de púberes, con blancos velos y guirnaldas de rosas, cuando invocaba a Adonis y celebraba con pomposo rito la Juventud y la Muerte.

     Y esas mismas cualidades intelectuales de un mozo para quien los médicos forenses invocan la atenuación del desequilibrio atávico, debieran inclinar el ánimo del Tribunal a la inexorabilidad en el fallo castigador. Porque este «invertido» no es vulgar, sino excepcional, que no sólo se ha prostituido a sí mismo, sino que ha prostituido también, con basura envuelta en páginas virgilianas y verlainianas, a infelices niños que tenían la majestad de la inconsciencia.

     Sería muy sensible que se aceptase en nuestras costumbres jurídicas lo que es corriente en nuestras costumbres políticas, sentándose la jurisprudencia de que todo está permitido cuando lo abonan una palabra elocuente y un bolsón con cuarenta mil francos de renta....



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Un bravo hombre

     A pesar de las comparaciones establecidas por algunos periódicos parisienses que, a falta de novedades en este período agónico de la Exposición, adornan desmesuradamente el asesinato de Agustina Durand, muerta por un desconocido en la casa de amor que ella tenía, tal crimen no debe compararse a los asesinatos de María Jouin, Luisa Lamier y Josefina Bigot. No es un caso de sadismo. Es un vulgar asesinato, cuyo único móvil fue el robo. En los asesinatos de María Jouin, Luisa Lamier y Josefina Bigot hubo otra clase de perversidades. En lo que sí hay absoluta paridad es en el ideal, llamémosle así, que perseguían aquellas jóvenes víctimas. El pelaje es el mismo. La casta es igual. Como las Jouin, Lamier y Bigot, la Durand pertenecía al género trés parisien que yo describí en estos términos.

     «Trabajaban a su modo. Llevaban escrupulosamente sus respectivas contabilidades, anotando los ingresos y los egresos y haciendo balances de fin de año. Por lo demás, honradas muchachas, según declaración de porteras y vecinos. No daban escándalo, eran atentas con todo el mundo, no se excedían en gastos, pagaban puntualmente sus inquilinatos, y... «eran respetadas en la vecindad». Cada una de ellas tenía una libreta en la Caja de Ahorros. Amasaban ahí centenares de francos, y habiéndolo calculado todo, tenían la seguridad de poder retirarse en tal o cual parte con el botín del amor, a vivir tranquilamente de las economías que acumularon en muchos años de trabajo. Y todas ellas pensaban en la casita campestre, en el interesado provinciano que santificara con el matrimonio una vida de largos años de prostitución, en el respeto del villorrio, y en el cortés saludo del alcalde, que deja la acera «á madama Tal, cocotte retirada».

     En el caso concreto de Agustina Durand, lo que más sorprende es que, persiguiendo el ideal de tener renta, no vivió sólo como cortesana, sino ayunando como un Pappus. En efecto, si son exactas las informaciones de la autoridad que instruye esta causa, Agustina Durand hacía años que tomaba por todo alimento «arenques y ensalada». Cornely ha dicho que en Francia todo el mundo tiene renta. Agustina Durand no quería ser la excepción de esta regla general; y para acaparar la renta cuanto antes, ayudaba la prostitución con el arenque. ¡Pasar la primavera de la vida comiendo ensaladas como una canaria, y tragando arenques ahumados y otros embutidos peores, para vivir de renta en la vejez! Considerado desde el punto de vista del negocio es... la cebada al rabo.

     Otro aspecto psicológico de este crimen es la conducta de la familia de la interfecta. ¡Respetable familia de provincias! Gente digna, repugnábanle los tejemanejes de Agustina. Gente acomodada, -uno de los hermanos es director de una fábrica en Corbeil,- no la sacaron del arenque ni de lo otro. Gente práctica, ha descorrido el velo del incógnito tan pronto como se averiguó que la Durand tenía buenos billetes de mil; y aunque antes no quería saber de la indigna que la deshonraba, ahora quiere llamarse a la parte, habiendo venido a París a reclamar el fruto del trabajo con que Agustina deshonró a su parentela.

     Ce brave homme, observan los periódicos, refiriéndose a un hermano de la víctima, a fait comprendre qu'il venait surtout pour la succession.

     ¡Que no se figure nadie que el hermano ha venido a llorar sobre el destripado cadáver expuesto en la Morgue, ni recordando el ingrato destino de su hermana, ni la dieta de arenque a que se había sometido ella mientras se embutía él bistecazos en provincias! No. «Él ha venido sobre todo por la herencia.» Por eso es un brave homme en nuestros tiempos; y cuando vuelva al pueblo con los 17.000 francos de la meretriz, el pueblo le hará una ovación.



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Refuerzo por retaguardia

     El infecto proceso de Berlín ha producido en la Prensa y en el público de casi todas las capitales europeas profundísimo efecto, exteriorizado en comentarios amargos y tristes, que reflejan sorpresa y decepción. Por tratarse de alemanes, del ejército alemán, de hombres guerreros que dejaron un rastro de sangre y lágrimas en la tierra francesa, parecía natural y lógico que París, siempre dispuesto a reír de cuitas, no sólo ajenas, sino también propias, aprovechase una ocasión tan propicia a la chacota y el escarnio. Pero no es así, al menos hasta hoy.

     ¿Tan inusitada circunspección responde a respeto a un enemigo formidable o a cortesía tributada a un adversario en desgracia? Ni a lo uno ni a lo otro, a mi juicio. La agonía y muerte de Bismarck fueron comentadas con una rechifla en los bulevares.

     Lo que hay, como explicación del caso actual, es que París es una ciudad muy vieja en escándalos de todos calibres, una anciana que ha visto muchas cosas, que sabe de todo y que no se asusta de nada...

     Si el proceso de Berlín entrañase una traición de oficiales alemanes contra el Ejército, por ejemplo, una venta de secretos de guerra, París, comentando la traición, sacaría consecuencias y provecho; pero de lo que se trata es de un proceso de malas costumbres, y necesariamente tiene que dejarlo indiferente. De las malas costumbres de la camarilla del Kaiser, el acusador Harden deriva muy graves consecuencias para la política imperial; pero la mentalidad de París no es, en este punto, la del periodista alemán, porque París entiende que nada tiene que ver aquello con las témporas del año.

     Basta leer las descripciones que frecuentemente hace Drumont de la actual sociedad para convencerse del desbarajuste que existe en punto a moral. Basta recordar los estudios que Fouquier hizo del matrimonio moderno para convencerse de que las sucias escenas que hubo entre el conde de Moltke y su esposa divorciada, la señora von Elbe, ni son nuevas ni tienen importancia en el bulevar. Basta recordar que París le abrió los brazos a Óscar Wilde, cuando Londres lo echó de su seno; que los procesos de costumbres se sustancian aquí entre risas y bromas, precursoras de fallos absolutorios en su mayoría, y siempre indulgentes; que los crímenes contra la infancia tienen castigos irrisorios y ridículos; que los Soleilland son admirados y solicitados hasta en las Audiencias, y las Juana Weber tienen protección y amparo...; basta recordar esto, no más, para convencerse de que en el medio ambiente de los baroncitos de Aldelwards y de las Merelli, la mentalidad del Kaiser, en el proceso de Berlín, no resulta...

     Hay una tendencia general, que tiene puntos y ribetes de artística y literaria, a considerar la moral como manifestación vulgarísima y cursi que afea y denigra a quien la cumple. Matar padres, violentar ancianas, estuprar y estrangular niñas, abandonar la mujer después de estafarla y mancillarla, expulsar la prole después de martirizarla y encanallarla, ser sádico con niños, traidor a la amistad, fullero en los negocios, simoníaco, prevaricador, y manos puercas en todo y por todo, y andar como traviata desabrochada, con la perfidia en el corazón, el ajenjo en el cerebro, la impudicia en los labios y en las manos la llave ganzúa del chulapo cómplice, son manifestaciones de esprit fort -¡byronianas!-, y quien pueda alardear de alguna de ellas recabará bien pronto el lauro de la Fama por genial.

     El proceso de Berlín resulta, pues, en este orden invertido, un aliciente y un acicate. Los geniales de París, los exquisitos, los superhombres, están muy satisfechos de sumar a sus fuerzas en bandidaje y crápula los nombres de un Moltke y de un príncipe de Eldinburg, como tributarios del talento, de la fantasía, de la despreocupación y del copurchic.

     Y el escándalo de Berlín es otra invasión alemana de un nuevo género, neutro, porque no viene, a tambor batiente y con bayoneta en ristre, a dar disgustos, sino a recibir.

     Es, pues, un refuerzo por retaguardia.

***

     La absolución de Harden ha vuelto locos a los reaccionarios de la Prensa parisiense. Napoleonistas y orleanistas llegan, en su delirio, hasta querer rasgar el manto imperial del Kaiser. Éste, a juicio de ellos «ha dejado abrir una brecha en el edificio del Imperio y por ella se colarán los revolucionarios.» Lo prudente hubiera sido dejar impunes las brechas que la «camarilla» del Kaiser abría en el cuerpo de granaderos con blancos calzoncitos y botas altas de amazona...

     Otra cosa atroz para dichos reaccionarios es que los jurados que formaron tribunal para juzgar los más altos nombres de la aristocracia y del ejército son un carnicero y un lechero. ¿Adónde -preguntan los napoleonistas y orleanistas,- adónde se va a parar en Alemania? ¡Todo un Moltke juzgado y condenado por un lechero!

     Sólo por Moltke protestan, porque éste ha pagado por todos. «Las acusaciones de Harden contra el general conde de Moltke -dice la sentencia- han sido suficientemente probadas por los testigos». ¡Ah! ¿por qué se querelló Moltke? ¿quién le sugirió la idea loca de querellarse?

     Pues, sencillamente, el Kaiser. Él, Moltke, no se hubiera querellado en su vida, porque harto sabía que donde las dan las toman. Pero el Kaiser, que no es rana y, por no serlo, dista mucho de creer que un proceso contra unos cuantos puede desprestigiar la masa del ejército, exigió una limpieza a fondo, y como a él mismo se la exigiese el Kronprintz, asqueado de oír porquerías en el Casino militar, y el Kaiser recordase lo que él hizo, siendo Kronprintz, con su señor padre, no había escapatoria posible.

     Harden, discípulo de Bismarck, sombra suya, es un gran alemán, un gran patriota, y el conde de Moltke es un símbolo de degeneración... ¿Qué mal hay en ello para la patria alemana? ¿En qué puede perjudicarla? La perjudicaría la impunidad si la camarilla orgiástica hubiese continuado informando el criterio del Kaiser sobre la política de Europa.

     Pasarán para Alemania, virilizándola, estos momentos difíciles, y sólo quedarán como recuerdo algunas frases jocosas.

     Un periódico berlinés refiere que de la guardia de Postdam se dice:

     -La guardia se rinde, pero no muere.

     Y el Taglebatt dice que un oficial del cuarto regimiento de granaderos de Koenisberg ha sido condenado a siete meses de prisión «por tratos contrarios a los reglamentos en la persona de sus subordinados»; lo cual es un delicado modo de señalar.

     Bueno, ¿y qué? Nada de eso vale nada contra el ejército alemán.

     El único perdidoso en este caso es el general conde de Moltke, porque hasta ayer las gentes se descubrían respetuosamente al oír decir:

     -Ahí va un Moltke...

     Y ahora se envuelven en la capa y echan a correr cuando les dicen:

     -¡Que viene Moltke!...



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Compadrazgo médico

     Pero este horror de Juana Weber no puede quedar así. La opinión pública reclama el castigo que merecen esos galenos expertos, ese doctor Thoinot, sobre todo, a cuyos informes se debe que la criminal anduviese suelta, cavando fosas de niños. De ayer a hoy se ha escrito mucho sobre este lamentable asunto. Voy a recoger, por competente e imparcial, una opinión, la del famoso cirujano Doyen:

     -En 1905 fue llevado, moribundo, al hospital, un niño que tenía en el cuello una huella, muy significativa, que motivó la inmediata arrestación de Juana Weber. Entonces, y por primera vez, el doctor Thoinot declaró que el niño no había muerto por estrangulación; el fiscal se inclinó ante esta declaración y Juana Weber fue absuelta.

     ... Haciendo caso omiso de otros hechos me ocuparé del que conozco particularmente: el crimen de Châteauroux, el asesinato del niño Bavouzet, por el cual Juana Weber benefició una vez más de una escandalosa absolución.

     Jamás vaciló mi espíritu en la apreciación de este asunto. Por mi mano pasaron todos los informes, y nunca puse en duda la culpabilidad de Juana Weber. Los dictámenes de los doctores Bruneau y Audiat -de Châteauroux- demostraban de irrefutable modo que Bavouzet había sido estrangulado. Cuando el doctor Audiat vino a quejárseme de haber sido maltratado, sin poder defenderse, en una sesión de la Sociedad de Medicina legal, yo le dije textualmente:

     «Desprecie usted todo eso. Yo estoy firmemente convencido de que esta mujer, a quien quieren poner en libertad, reanudará su lúgubre tarea

     ¿Que cómo se explica que los tres últimos expertos declarasen también contra el asesinato? Porque eran expertos oficiales, cuya única preocupación era salvar a un colega y amigo de las consecuencias de un error grave. Los jueces estaban seguros de la culpabilidad de Juana Weber. fue el médico forense quien, dictaminando que la criatura no había sido estrangulada, recabó las absoluciones sucesivas, y provocó, en favor de la culpable, una ridícula campaña de sensiblería, que sería profundamente cómica si no hubiese costado la vida a otros seres inocentes.

     ¡Ah, esos médicos expertos! No son esas victimas las primeras que han hecho...

     La responsabilidad de dichas lumbreras de la Ciencia resulta, pues, más grave que se creyó al principio. No faltaron a la verdad por ignorancia a secas, sino también por compadrazgo, por espíritu de clase, salvando a un compañero indocto y haragán que, según la querella judicial entablada ayer por un padre cuyas cuatro hijas perecieron a manos de Juana Weber, ni siquiera se tomó la molestia de desnudar uno de los muertos para reconocerlo debidamente.

     Por compadrazgo, por espíritu de clase tuvimos el affaire Dreyfus ¡Un Consejo de guerra no podía equivocarse!... Por compadrazgo, por espíritu de clase, tenemos el affaire Weber. ¡Un Consejo de expertos tampoco podía equivocarse! Aquel error produjo la muerte de algunos hombres y la ruina de muchos más. Este error ha producido la muerte de seis niños.

     Y es muy curioso el hecho de que en un Estado que no cree en Dios, se cree en la infalibilidad de un general Mercier o de un doctor Thoinot...



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Criadas complicadas

     No podía pasar mucho tiempo sin que Juana Weber sacase cría, y ahí está la familia Eohee que lo puede decir. Su criadita, Josefina Pelou, venía consagrándose a la original tarea de meterle alfileres a una niña de dos años, que sus padres le confiaron para que la cuidase, y a la que convirtió en acerico. Unas veces le metía alfileres por la boca y otras veces por... donde le cogían.

     -¿Los ha echado todos? -le preguntó la madre, acongojada, cuando la criatura había devuelto diez.

     -Si todavía le queda alguno en la tripa -le contestó la criada,- ya lo verá usted.

     Y la madre, con tal respuesta, debió quedar tranquila, si no encantada.

     El titulado servicio doméstico, que en París no sirve para nada, absolutamente, ha llegado a ser una ganga... para las mujeres del servicio. Cincuenta francos de soldada, por término medio, bien comidas, bien bebidas, bien ardidas, nada que hacer, si no son comisiones a tiendas donde soban a cualquiera, las noches libres, los domingos y fiestas de guardar ídem de lienzo, los 5 centimitos del franco partido, y luego la sisa y después la mar para «mademoiselle», que de todo se ofende y a toda labor hace ascos y desde que se levanta hasta que se acuesta, caso de no dormir fuera y volver a las tantas del día siguiente, está encorsetada, prendida con mil alfileres y yendo y viniendo a su cuarto a darse polvos y alguna inyección, porque es muy limpia, aunque la casa sin barrer.

     Pero ahora se ha complicado el servicio doméstico con que los Renard y Courtois, a cuyo cuidado confió usted vida y hacienda, se levantan a media noche, se ponen como sus madres les parieron, entran a paso de lobo en el cuarto de usted, que duerme como un bendito, y a cuchilladas le ponen lo mismo que una carne mechada. Luego se lavan de sangre de usted en su propio tocador, sacan los levitones y los chisterómetros y, con aire muy compungido, asisten a su entierro, exclamando:

     -¡Pobre señor!... ¡Tan bueno, tan noble, tan generoso!...

     Otras veces el servicio doméstico se complica con que la criada le pone a su niña de usted unos supositorios que le arden el pelo, porque se componen de alfileres, con cabezas de vidrio y tamañas como tachuelas, y luego, la chica, para salir de los alfileres, se retuerce como una anguila y pone el grito en el cielo, lo cual le da mucho gusto a la niñera.

     Otras veces, en fin, se acuesta usted tranquilamente, como el Sr. Barré, de Niza, y la criada le hace picadillo y luego se disculpa con que usted se estaba lavando los pies y le dio gana de suicidarse, tal vez fatigado de no acabar de lavárselos.

     En Madrid están ustedes en la gloria. Salvo algún caso a lo Cecilia Aznar -que a mi amigo Claudio Frollo, por lo que nos ha contado, le hizo tilín por su temperamento amoroso, cuando la vio en la cárcel, aunque dudo mucho que quisiera tomarla de criada para que le planchase-, las maritornes desequilibradas se contentan, como Obdulia Martínez Benítez, con envenenar con fósforos cuarenta gallinas del corral. Son criadas en la infancia del crimen, candidatas a Juana Weber y a Josefina Pelou, criminales en germen o en canuto, asesinas sin desasnar.

     Bien que tampoco tienen los incentivos que algunos articulistas parisienses procuran a estas criadas. Refiriéndose al caso de Josefina Pelou, el doctor Coutand ha dicho:

     -Estoy persuadido de que Juana Weber tiene imitadoras y de que sus crímenes obsesionan a no pocos cerebros débiles y destornillados.

     ¡No ha de tener imitadoras con artículos como el que el doctor Pascal dedicó en Le Journal al análisis del diabólico gou que había experimentado la ogresa!

     Ahora sólo falta que ese Pascal, u otro doctor cualquiera, pinte a lo vivo el gou que tendría Josefina Pelou en darle a una niña lavativas de alfileres con cabezas de vidrio, y verá usted que cualquier día se descubre que otra criada le daba al crío biberones de aguarrás.



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Sociedad desorejada

     Con escama de algunos incrédulos, que creen que la Luna es de pan de horno y París un dechado de finuras, he llamado la atención del lector sobre la tendencia general en los malhechores franceses de cortarle, y a veces mascarle, la oreja al prójimo. Sabido es que, discurriendo sobre la procreación de la especie, el doctor Pinard ha dicho que «actualmente se procrea en Francia lo mismo que se procreaba en la edad de piedra», y que a esto se debe el que las generaciones son raquíticas y garabatosas moral y materialmente. Puede que a dicha circunstancia se deba igualmente la referida tendencia a desorejar al prójimo, porque estemos haciendo, sin notarlo, la vida lacústica que hicieron los primeros animales.

     El examen de estas consideraciones podría llevarme muy lejos; pero como mi único fin trascendental, en este caso, es llevar esta carta al correo, me voy derecho a la oreja.

     Anteayer precisamente noté, en rápida conversación con el lector a propósito de la envenenadora Juana Gilbert, que ya no se envenena por pasión exclusivamente, sino también por gusto. Lo mismo se debe decir del desorejamiento. Hasta hace poco tiempo se desorejaban los amantes celosos y los hombres reñidores. El desorejamiento de Montpellier viene a probar que también se desoreja por gusto.

     El hecho de autos refiere que dos oficiales suecos, tenientes de la Guardia del Rey de Suecia, que estaban en Montpellier «perfeccionándose en la instrucción francesa», salieron de paseo y fueron acometidos por dos energúmenos que les mordieron cruelmente las orejas. Los lóbulos respectivos, desprendiéndose, cayeron al suelo, de donde fueron recogidos por los oficiales con la esperanza de que se los pegasen; pero el cirujano que los curó en el hospital adonde fueron conducidos teme que los lóbulos no se peguen; en cuyo caso los oficiales de la Guardia Real de Suecia volverán a su país con todo el aspecto de dos fieros mastines, como prueba de haberse «perfeccionado en la instrucción francesa.»

     Si los agresores conociesen a los agredidos pudiera creerse que les habían operado para que no se hicieran los suecos o los sordos; pero consta que ni tenían con ellos ningún motivo de resentimiento, ni les conocían, ni esperaban tropezárselos, con notorio detrimento de los consabidos lóbulos. Los desorejaron, pues, por afición.

     ¡Qué no habrán escrito los cronistas parisienses contra la costumbre torera de cortarle la oreja al toro y contra la costumbre congolesa de merendarse al extranjero! Pero ya no hay más remedio que reconocer que por mucho que valga un toro, y por honda que sea la simpatía que inspire a los cronistas parisienses, dos oficiales suecos valen lo menos dos miuras, y que si es repugnante el espectáculo de un congolés comiéndose, en el desierto, una chuleta de un alemán o belga, no es menos repugnante el espectáculo de dos franceses que en la poblada y culta Montpellier mascan las orejas de dos suecos.

     Vivir expuesto a comprar un queso espolvoreado con arsénico es una broma, y no salir de paseo sin correr el riesgo de regresar sin orejas o de tener que meterse los lóbulos en el bolsillo con ánimo de que un cirujano los remiende y trate de pegarlos al pabellón de la oreja, es otra broma considerable.

     Pero más pesada es todavía la broma de que, si continúan tales operaciones quirúrgicas, se convierta la población en una sociedad de desorejados y desorejadas.



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Por estar así

     Entre Lemoine, que salió de la cárcel, y Rochette, que tiene vistas a la calle, metieron en chirona a Juana Gilbert. Es lo que tiene París, que los sucesos duran poco en el cartel. Como cine, no hay otro en Europa.

     Juana Gilbert, perteneciente al ramo de envenenadoras por vocación, está hoy en candelero... fúnebre, acusada de haber envenenado, entre otras personas de la familia de ella, a su padre, su madre y no se sabe si a su abuelo también.

     El veneno que le servía para operar radicalmente a sus víctimas era siempre el mismo: arsénico. La forma de suministrarlo era lo único que variaba. Lo suministra en tortas, en quesos, en uvas, etc., y su repostería no fallaba ninguna víctima. Si alguna se hacía la remolona en comer, por ejemplo, el queso que la destinaba, al punto la decía:

     -Cómalo usted... ¡Es más rico...!

     Envenenaba por codicia y por afición. La idea de heredar al pariente a quien dio bolilla la daba gusto en la bolsa. La idea de matar sordamente, de llorar al difunto que sin la intervención de ella estaría vivo, y de acompañarle al cementerio con una corona de perlas, la hacía cosquillas en el sexo. Como su tocaya Juana Weber, Juana Gilbert tenía lúgubre la lujuria.

     Y a esta mujer, borracha, ladrona, envenenadora y marchosa, por añadidura; a esta mujer con toda la barba, ya empiezan algunos médicos a disculparla, considerándola enferma. Estos galenos, que siguen de lombrosistas a pesar de la corrida en pelo que le dieron al fisiólogo italiano, han dicho a un periódico:

     «Ciertas mujeres, en épocas fatales, pierden toda conciencia y se convierten, por irresistible empuje de sus desarreglados sentidos, en ladronas, y a veces en envenenadoras.»

     No diré que no; pero ni tales alifafes orgánicos resucitan a las víctimas, ni parece probable que el hijo de la última mujer envenenada por Juana Gilbert se consuele con la idea de que la envenenadora no podía pasar, por hallarse en días fatales, de envenenarla como a una rata.

     De tales pécoras no se libra siquiera el público que las ignora, porque se divierten distribuyendo arsénico a grandes distancias y a gentes que no conocen. Mal estábamos de alimentos, por lo microbiosos, según los doctores; pero ahora no va a ser posible el comer tranquilamente ni tartas ni queso, ni siquiera uvas, porque nadie sabe si proceden de una mujer que, estando indispuesta, le dio el histérico por espolvorear los alimentos con arsénico.

     Y el hombre, que andaba de cabeza porque la mujer, estando así, le daba cada sofión y a veces con el zorro de limpiar los polvos, de hoy más tiene que guisarse lo que come si no quiere despertar vomitando la cena como una embarazada y con retortijones de tripas que sólo se calman en el cementerio.



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Canallada extranjera

     No sé qué tanto de culpa corresponderá a los yanquis Sargent por los malos tratos que dieron, en su domicilio de Asnières, a niños que adoptó por suyos dicho matrimonio estéril. No es de suponer que Sargent y su mujer se dedicasen al tráfico de criaturas, por cuanto que ella tiene, si no exageran los periódicos, 25.000 libras de renta anual; de modo que si no los recogían para vicios monstruosos como los de Juana Weber, Soleilland y Julio César -según historias romanas,- no se entiende que, presumiendo de filántropos, adoptasen niños para darles carreras de baqueta y pisarles los dedos de los pies hasta que se los reventaban.

     Asnières, etimológicamente, viene de asne, que se pronuncia ane -burro, dispensando el modo de señalar,- porque en otro tiempo no había más que asnos en este paraje. Ahora hay, además, yanquis atormentadores de niños.

     Muy lejos de mi ánimo la idea de atenuar, ni siquiera por achaque de locura, los actos de los Sargent. Son, sin embargo, frecuentes en París, y algunos parecen plagio de monstruosidades sádicas que he narrado en estas columnas. No causaron entonces, quizás por nacionales, la indignación pública que, merecidamente, produce ahora esa canallada extranjera, con 25.000 libras de renta anual...

     Otra novedad es que la denunciadora de los Sargent es una de sus criadas, la Srta. Cachelièvre.      -La señora -ha dicho- obligaba a la niña María Ana, mientras la pegaba, a cantar, a declamar aires ingleses o franceses, y la pobrecilla ocultaba así sus dolorosos sollozos. Con frecuencia oía yo, a través de la puerta, el ruido de los golpes y la gentil voz de la niña, y no podía explicarme esa extraña mescolanza de dolor y alegría. Cuando tuve la explicación por boca de la misma niña, me indigné y hubiese hecho añicos la cara de esa mujer.

     Tanta indignación me sorprendió, y como el periódico publicaba, al mismo tiempo, el retrato de la indignada, lo miré con curiosidad profunda.

     ¡Qué risa!... Cachelièvre, que, a pesar de su origen etimológico, no ocultaba liebre, pero sí encerraba gato, aparecía hecha un brazo de mar, con falda negra, guanteándole los misteriosos encantos; corpiño blanco, de seda, y entre el corpiño y la falda un ramo de flores: ¡traje de criada siglo XX, de las que tocan el piano y hacen gorgoritos mientras la señora rasca las cazuelas!

     ¡Qué risa! a esa Cachelièvre me la he tropezado muchas veces en el camino de la estación, y siempre me parecía cualquier cosa... ¡menos redentora de criaturas!

     En ello estaba pensando cuando los periódicos de esta mañana me sirvieron la siguiente escena de un careo entre el ama y la maritornes con bouquet de violetas en semejante sitio:

     -¡Usted pegaba a los niños! -gritó la señorita Cachelièvre.

     -¡Embustera! ¡Mujer horrible! -exclamó la señora Sargent.

     -¡Quien miente es usted, malvada! ¿Tiene usted la osadía de negar?

     -Cierto -replicó vehementemente la señora Sargent- que yo las he dado algunas bofetadas, cuando lo merecían, para corregirlas; pero usted, que me acusa, usted sí que pegaba cruelmente a las pobrecillas.

     -Porque usted me lo mandaba.

     -¿Pegaba usted a las criaturas? -preguntó, interviniendo, el juez.

     -Sí; pero, lo repito, las pegaba cuando me lo mandaba la señora.

     Tanto peor, porque ni siquiera puede alegar la excusa de haber respondido a una pasión monstruosa. La Cachelièvre maltrataba por orden, ejercía de verdugo. Ella, que empezó diciendo que hubiera hecho añicos la cara de la Sargent, ha terminado por confesar que a quien le hacía añicos la cara era a la niña. Y porque se lo mandaba la señora... ¡Como si en los oficios que justificaban el sueldo estuviese comprendido la tortura a la infancia! ¡Cuarenta francos al mes por barrer las habitaciones, hacer las camas, pasear el perro y martirizar los rorros de la casa!

     Los Sargent son unos canallas; pero la Cachelièvre no lo es menos, y en el mismo caso de ella están muchas de las personas indignadas contra los Sargent en una sociedad donde, por lo general, un niño merece menos que un perro.



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Trenes asesinos

     Si al buen Sr. Leuthreau, tratante en bestias, le hubiesen asesinado en los Balkanes, el hecho sería naturalísimo. Pero morir a martillazos en un tren de París a Auxerre es para escamar a todos los viajeros ferroviarios. Otros asesinatos en trenes se cometieron antes del referido; pero nadie pudo enterarse hasta que el cadáver llegó a la estación donde moría el tren. El caso actual es muy distinto. El Sr. Leuthreau viajaba en coche de segunda, unido a otros coches por corredores bien alumbrados, y el asesino no tomó siquiera la precaución de tapar la lámpara del coche, como tampoco la de cerrar la portezuela que comunicaba con el corredor, desde el cual le vieron perfectamente otros viajeros.

     Uno de ellos, el Sr. Cadet, que presa de insomnio, entró en el corredor y salió de él varias veces, vió distintamente al Sr. Leuthreau, echado en los cojines y teniendo enfrente a su asesino. Más tarde, recogido el Sr. Cadet en su coche, vecino del que ocupaba el señor Leuthreau, oyó gritos sofocados y estertores de agonía, y cuenta el mismo Sr. Cadet que, suponiendo que el viajero se había puesto malo, pensó ofrecerle una copa de aguardiente, del que llevaba consigo, habiendo desistido de la idea porque inmediatamente después de los estertores hubo un silencio sepulcral!

     El Sr. Cadet pudo suponer asimismo que el cesar los estertores era consecuencia de haber pasado el viajero a mejor vida que la que se lleva en trenes con vistas al asesinato; pero prefirió pensar que al viajero se le había quitado el dolor, que él supuso de tripas, y que, en realidad, era de los coscorrones que le habían dado en la cabeza con un martillo.

     Como se ve, la audacia de los asesinos modernistas raya en lo inverosímil. Ya no trabajan en la obscuridad, a la chita callando y en despoblado, sino con luz eléctrica, en coches con las puertas abiertas y frente a pasillos donde otros viajeros charlan y fuman.

     Ahí tiene usted una de las razones por las que yo he desistido de viajar. La idea de que mi compañero de viaje me esté acechando, con un martillo en ristre, para hacerme papilla los sesos en cuanto pegue el ojo, la verdad, no me gusta, y que le tomen a uno la cabeza de tachuela para andar con ella a martillazos constituye un género de muerte poco decoroso.

     Los asesinatos en coches ferroviarios empiezan ya a ahuyentar el sueño de los párpados más cansados. Raros son los viajeros que se atreven a dormitar en un rincón de un coche, y siendo así que la velada se impone como medida de seguridad individual, las Compañías ferrocarrileras tendrán que establecer, para los viajes nocturnos, salones de baile y juego, donde los viajeros pacífico, pasen la noche, mientras los que pensaron asesinarles les esperen, sentados, en los coches, con sus respectivos martillos.



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La Guillotina por diversión

    Parece que la cuestión de la pena de muerte está «llamada» a durar hasta la consumación de los siglos, que no tardan poco en consumirse. Siempre se discutió el pro y el contra de dicha pena; pero nunca tanto, al menos en París, como ahora, pudiéndose preguntar, con la gangosa voz de los camelots:

     -¿Quién no tiene su argumento sobre la pena de muerte?...

     Repetirlos, como se repiten actualmente en la Cámara y en la Prensa de París, es la cosa más aburrida del mundo, sobre todo si se considera que las vísperas de esta canícula van resultando sicilianas.

     Hay que admirar la vocación del hombre a darse malos ratos, que precipitan el fin de la existencia. Ya que los diputados necesitan justificar el cobro de 15.000 francos de honorarios, debieran dedicarse en verano a torneos oratorios que fuesen amenos, y puesto que los periodistas necesitan llenar sus periódicos, debieran echar mano de asuntos ligeros. Los discursos y los articulos en esta estación debieran estar de acuerdo con los driles y las legumbres.

     Y ahora se me ocurre la idea de que si París se preocupa tanto de la pena de muerte es porque se considera festiva y comercial.

     Una noche de guillotina es una fiesta para los noctámbulos y la única noche en que todo el mundo sabe donde puede meterse. Hacia las tres de la madrugada son contadísimos los establecimientos públicos que no están cerrados, mientras los alrededores de la guillotina siempre están abiertos a todo el que quiere trasnochar y divertirse. Los balcones contiguos al emplazamiento de la guillotina se alquilan a buen precio por caballeros distinguidos y damas elegantes, que comen y beben alegremente mientras llega el reo, ante el cual suelen propinarse caricias de las llamadas perversas, que dan satisfacción a lúgubres lujurias; en el arroyo, la plebe de machos y hembras, en escandaloso apelmazamiento, relinchan y rebuznan de gusto, después de apiporrarse en los cabarets y tabernas de la vecindad, y hasta el mismo reo, cuando se acerca al tajo, parece que participa de la juerga general.

     Es una noche propicia a las expansiones del espíritu y a los regodeos del cuerpo, y que «hace marchar el pequeño comercio».

     No veo, pues, la razón de suprimirla. París, que ha venido a menos en punto a atracciones públicas, no debe prescindir de sus noches sangrientas, clásica y típicamente trágicas, noches hermosas de guillotina, a cuyo acerado fulgor se bebe, se come, se canta y se ama con espasmos delirantes.

     Es un aspecto siniestro, sumamente sugestivo, de la metrópoli de la sugestiones. Hay que conservarlo por respeto y amor al arte canalla.

     Y he ahí una idea original que no ha tenido ningún diputado ni periodista, al menos que yo sepa; un nuevo argumento en la debatida cuestión de la pena de muerte. ¡La guillotina por diversión! Es una idea maravillosa, que me tiene encantado y fiero...



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¡Cómo nos divertimos!...

     Hoy, domingo -y con sol- enormes muchedumbres acuden de todo París al callejón Ronsin. Van a oler... Es todo lo que pueden permitirse, porque la villa Steinheil es un cementerio, no sólo por los muertos que ha habido en ella, sino también por la superviviente Marta, que parece un alma en pena...

     Pero allí mismo, en un cafetín del callejón, frente a la villa siniestra, se exhiben dos actores improvisados:

     El lacayo Couillard y el mozo de cuadra Wolf, acusados por la viuda y puestos en libertad, celebran su triunfo. El lacayo, de pie en una mesa, canta La Marsellesa -esa pobre Marsellesa, que ya sirve de tapadera a toda clase de cosas- coreándola unos cientos de admiradores (¡!) de él, y el mozo de cuadra, regocijándose a su modo, se atraca de carnero.

     -Ayer -se dice, admirándole- se comió él solo, de una sentada, un chivo.

     Al oírlo las gentes se enternecen y exclaman, compadeciéndole:

     -¡Buen muchacho, bah! Jamás ha hecho daño a nadie. Su única aspiración es zampar chivos.

     Y se recuerda que una empresa cinematográfica le ha dado unas pesetillas por prestarse a reconstituir su arrestación.

     Couillard, entusiasmado por la popularidad y las copas, canta, después de La Marsellesa, las coplas que recorren los bulevares con el título de:

     Enfin! Elle est à Saint-Lazare!!, uno de cuyos estribillos dice:

                Et chacun se dit:
     Quel est ce bandit,
     Criminel infàme?
     Nul n'en saura rien...
     Est-un homme, ou bien
     Plutòt une femme?
     Qui done accuser?
     Vouloir trop causer
     Serait téméraire...
     Personne ne sait...
     Jusqu'á présent, c'est
        Un mystère!

     Y mientras 4.000 personas esperan en los alrededores de la prisión de la Steinheil la salida de su hija, para hacer manifestaciones contra la madre, y la infeliz criatura tiene que salir a escondidas, no por la puerta principal, sino por la puerta de las Muertas, «por la que se escapan de la vida y del dolor -advierte le Matin- las desgraciadas prostitutas presas a quienes la muerte libera...»

     La última noticia dominical es que se ha ordenado la exhumación de los cadáveres de Steinheil y su suegra, para que se analicen las vísceras en el Laboratorio de Toxicología, y la busca de unos bocales, extraviados desde Junio, que contenían el estómago y los intestinos de las víctimas; y el rompecabezas del día ha dejado de ser; -¿Quién ha puesto la perla?... y es: -¿Quién tiene los intestinos?

     ...¡Cómo nos divertimos en París!

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