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Hacia Bécquer: vislumbres del cuento fantástico

Russell P. Sebold





En una noche oscura y neblinosa, hacia 1740, en su celda del monasterio de San Vicente, de Oviedo, el padre Benito Jerónimo Feijoo vio un horrible y vaporoso aparecido; y en su forma de enfrentarse con esa amenaza se registró por vez primera la postura científico-literaria que había de llevar al nacimiento del moderno género fantástico en España y a su máxima manifestación, las Leyendas (1858-1864) de Gustavo Adolfo Bécquer. «Vi enfrente de mí», cuenta Feijoo , «un formidable espectro de figura humana, que representaba la altura de cuatro o cinco varas, y anchura correspondiente. A ser yo de genio tímido, hubiera huido al punto de la celda, para no entrar en ella hasta que viniese el día; y referiría a todos la visión del fantasmón, asegurándola con juramento, si fuese necesario, con que a nadie dejaría dudoso de la realidad.»

Feijoo quiere ofrecernos pruebas de la inexistencia o carácter fabuloso de los fantasmas, mas el simpático fundador de la Ilustración española tiene tanto de artista literario como de naturalista; y así, paralelamente con la descripción de sus datos experimentales, va desarrollando un embriónico cuento de fantasmas. El talento potencial del fraile para el género fantástico se aprecia en el fragmento citado: enfoca el suceso de posible índole sobrenatural ya desde el punto de vista del tímido y crédulo, ya desde el del escéptico que no cede, y en ello parece preludiarse tan importante aspecto de la poética de la narrativa fantástica como su constante dialéctica entre la realidad sobrenatural y la natural (que es uno de los temas estudiados en Sebold 1989). Parece de aventajado cuentista fantástico la selección feijoniana del aumentativo fantasmón para plasmar el efecto escalofriante de la experiencia habida en esa solitaria y mal iluminada estancia monástica. Y en las circunstancias de Feijoo al ser sorprendido por tan espeluznante aparición -prosaica existencia, cotidianas rutinas de fraile benedictino- parece presagiarse la misma definición del cuento fantástico moderno, el cual es una forma realista en la que lo maravilloso estriba en la irrupción de un único hecho foráneo en el mundo de todos los días.

Pero ¿cedería Feijoo por fin a la superstición popular? «No llegó ese caso», contesta, «por haberme mantenido en el puesto, aunque no sin algún susto, resuelto a examinar en qué consistía la aparición.» Aquí se anticipa de nuevo la ya aludida oposición entre escrutadora actitud ilustrada y temerosa actitud vulgar, tan esencial para el cuento fantástico moderno, pero también se esboza en estas palabras otro elemento aún más importante para el género que apuntaba: me refiero a la frase que he escrito en redondo y que es un curioso antecedente del «casi creer» becqueriano, o sea, esa postura de titubeante creencia de autores, personajes y lectores por otra parte descreídos ante el fenómeno fantástico, efecto del ingenioso manejo de la dialéctica entre lo sobrenatural y lo natural. Comentaré el sentido histórico de todo lo dicho hasta aquí, pero antes ¿cómo termina la aventura de Feijoo? Estaba abierta la ventana de su celda; nuestro benedictino se hallaba entre su lámpara y la ventana, desde cuyo marco se extendía por el campo una espesa y densa niebla, y en ésta, «a la profundidad de dos o tres varas», se reflejaba, magnificada por esa profundidad, la figura del fraile: «la sombra crece a proporción de su distancia del cuerpo que la causa». El inteligente observador descubre que el «fantasmón» repite todos los movimientos de su propio cuerpo; lo más interesante, empero, es que no obstante su admirable confianza científica ante lo desconocido, no quiere Feijoo renunciar del todo al estímulo emocional del suceso, su vivencia antes Leal, ahora imaginaria, del terror: «Pero ¡cuántos, aun cuando tuviesen valor para perseverar en el puesto, por no hacer estas reflexiones, quedarían en la firme persuasión de haber visto una cosa del otro mundo!». El episodio tiene desenlace de experimento de naturalista dieciochesco, mas también tiene desenlace de historia de aparecidos.

La terrorífica experiencia feijoniana, incluida entre las adiciones hechas al tomo V del Teatro crítico universal en el mencionado año de 1740, tiene infinitamente más importancia que la de una mera curiosidad. Pues sin el minucioso y documentado examen científico al que la Ilustración sometió las supersticiones populares en todos los países europeos, nunca se habría llegado a distinguir entre el terror auténtico y ese otro terror puramente literario que buscamos con el fin de anegarnos en el goce estético de los temblores. Según Lovecraft, persiste hasta nuestra época, como rasgo congénito de la naturaleza humana, un primitivo temor cósmico, nacido en aquellos primeros tiempos del hombre en que se creía que todos los peligros tenían misteriosas causas sobrenaturales. El novelista y cuentista español Pedro Antonio de Alarcón se anticipa a Lovecraft llevando aún más lejos los orígenes de ese primitivo temor cósmico, pues lo explica por «alguna relación sobrenatural anterior a la vida terrena» (en el cuento fantástico La mujer alta). De este instintivo pavor inherente a la raza se nutrían las supersticiones en el mundo occidental preilustrado; pero lejos de sentirse aliviados por la refutación científica de las seculares brujerías, los antiguos crédulos eran conscientes de un vacío en su viejo esquema existencial y, curiosamente, sentían en el alma un fuerte apetito de terrores. Quiere decirse que a partir del siglo XVIII se daba la posibilidad de ese sensual y moroso gusto en asustarse que es tan característico del actual frecuentador de los géneros de terror; y gracias a la ciencia de la Ilustración, ya el lector setecentista podía darse un pellizco y recordar que en realidad no corría ningún peligro. En su Diccionario feijoniano de 1802, Antonio Marqués y Espejo quiere convencerse a sí mismo y al lector de que los españoles sienten un enorme alivio por haberse librado de sus rancias supersticiones, pero por las voces que escoge, por cierto giro nostálgico de la frase, parece insinuarse a la par la posible rehabilitación literaria de las viejas inquietudes: «Ya, gracias al inmortal Feijoo, los duendes no perturban nuestras casas; las brujas han huido de los pueblos; no inficiona el mal de ojo al tierno niño, ni nos consterna un eclipse».

La voluptuosa complejidad del horror que nos brinda el arte fantástico se aprecia tanto más cuanto que, según añade Alarcón, «cada persona de viva y ardiente imaginación tiene su terror pánico», a la par que el común miedo ancestral, y con ello se explican las variantes genéricas y los variados gustos de los lectores dentro de la escuela sobrenatural, entre los cuales no deja de aparecer en primer término el atractivo intelectual de los relatos. Pues queda claro que la dialéctica con que se crea la ilusión de lo maravilloso en el típico relato fantástico es una recapitulación a la inversa de los procedimientos investigativos con que los científicos ilustrados rebatieron aquella inveterada fe en las influencias satánicas. Y esta elaboración intelectual del tema fantástico lleva a una elaboración paralela de las técnicas narrativas en el moderno cuento de terror: descripción detallista -más aún, realista- incluso del personaje o suceso foráneo, diálogo de estilo directo e indirecto, diálogo interior, principio in medias res y saltos atrás para incrementar la expectación, uso de los procedimientos del poeta, del historiador y de los practicantes de diversas ciencias y seudociencias como medios de hacerse con diferentes clases de «testimonios» para sustanciar el fenómeno insólito (en muchos de sus cuentos se presenta Bécquer como folclorista ocupado en ese momento de sus investigaciones), etc. Destácase la sofisticación intelectual del cuento fantástico moderno (la herencia de la Ilustración) si lo comparamos con los encantadores pero breves y escuetos relatos de carácter maravilloso que se encuentran entre los ejemplos del infante don Juan Manuel o en las misceláneas renacentistas.

Hace unos años, se incluyeron las Noches lúgubres de Cadalso en una edición popular de Narraciones terroríficas; y no es en el fondo nada sorprendente tal clasificación, porque la ambientación de la obra es la más idónea para el género de horror (sombras nocturnas, relámpagos, truenos, sepulcros, cárcel, calles solitarias) y entona con el mismo plan de acción del protagonista Tediato (desenterrar a su amada, llevar el cadáver a su casa, incendiar ésta, herirse de muerte y convertirse en ceniza junto con ella). Hay también en el texto de Cadalso episodios menores de índole potencialmente fantástica, y en el tratamiento de éstos se manifiesta de nuevo el nexo Ilustración-literatura fantástica- poética de lo maravilloso. Entre el dolorido amante Tediato y el sepulturero Lorenzo se produce, en la penumbra del templo, un diálogo que hace eco a las palabras analíticas de Feijoo ante su fantasma. Lorenzo se asusta al sentir en su ámbito una influencia foránea. «Presencia humana tiene...», dice. «Crece conforme nos acercamos... Otro fantasma le sigue...» «¡Necio!», le contesta Tediato. «Lo que te espanta es tu misma sombra con la mía. Nacen de la postura de nuestros cuerpos respecto de aquella lámpara.» Los agenéricos diálogos lúgubres cadalsianos están en parte influidos por los diálogos didácticos del Renacimiento; y uniéndose tal influencia al ambiente ilustrado en que se formó Cadalso, se explica el afán docente de ciertos pasajes de la obra, la reiteración en ellos de las ideas de Feijoo, y la presencia de esos procedimientos de análisis inductivo ilustrado que se iban a convertir en los esquemas habituales para la dialéctica sobrenatural-natural de la narración fantástica moderna. Desde luego, quien quisiera aprovechar el citado pasaje de la noche I de Cadalso para un cuento fantástico, tendría que buscar un mayor equilibrio entre la s intervenciones del escéptico Tediato y el crédulo Lorenzo, de modo que la insistente voluntad de refutación cediera a un más reposado ritmo dialéctico que habría de incrementar el susto precisamente cuando más dudamos del elemento extraño.

El encuentro solitario del escéptico Tediato con cierto ente blanco o aparente fantasma, en otra ocasión, supone un enorme avance sobre los ya comentados antecedentes dieciochescos, por cuanto brinda una temprana muestra del aprovechamiento d e la descripción realista para la creación de un terror convincente. Con ésta se acopla un trozo de dialéctica estilo cuento fantástico que aumenta el miedo del personaje y por poco nos persuade de la realidad del encuentro con un ser de ultratumba. Una de las muchas tardes que Tediato ronda el templo en que está sepultada su añorada beldad, se les olvida a los guardas avisarle que es la hora de cerrar y permanece encerrado toda la noche entre las fosas que se habían abierto para los entierros del día siguiente:

Quedé en aquellas sombras rodeado de sepulcros, tocando imágenes de muerte, envuelto en tinieblas, y sin respirar apenas, sino los cortos ratos que la congoja me permitía, cubierta mi fantasía, cual si fuera con un negro manto de densísima tristeza. En uno de estos amargos intervalos yo vi, no lo dudes, yo vi salir de un hoyo inmediato a éste, un ente que se movía. Resplandecían sus ojos con el reflejo de esa lámpara, que ya iba a extinguirse. Su color era blanco, aunque algo ceniciento. Sus pasos eran pocos, pausados y dirigidos a mí ... Dudé... me llamé cobarde... me levanté... y fui a encontrarle... el bulto proseguía... y al tocarle yo, y él a mí... óyeme... Oí una especie de resuello no muy libre. Procurando tentar, conocí que el cuerpo del bulto huía de mi tacto. Mis dedos parecían mojados en sudor frío y asqueroso; y no hay especie de monstruo, por horrendo, extravagante e inexplicable que sea, que no se me presentase.


Luego volvemos a una postura feijoniana exclusivamente escéptica: «Pero ¿qué es la razón humana», pregunta Tediato, «si no sirve para vencer a todos los objetos, y aun a sus mismas flaquezas?». Resulta que por casualidad esa misma noche el mastín de Lorenzo también quedó encerrado entre las tinieblas del templo, y he aquí la explicación «feijoniana» del espectro cadalsiano. No es, empero, despreciable el estímulo que los narradores posteriores del género de terror pueden haber hallado en las Noches lúgubres. Cadalso y Feijoo eran todavía muy leídos en el siglo del gran florecimiento del relato fantástico, es decir, el XIX. Las Noches lúgubres conocieron cuarenta y siete ediciones durante la centuria pasada, y recordemos el curioso apunte de Juan Valera (en Las ilusiones del doctor Faustino) sobre esa hidalga rondeña decimonónica, doña Ana Escalante, que leía el Teatro crítico universal y las Cartas eruditas por el misterioso hechizo del estilo de Feijoo.

En la primera novela romántica española, El Rodrigo. Romance épico (1793), de Pedro Montengón, no dejan de hallarse curiosos episodios sobrenaturales: desde su tumba se oye la voz de un difunto monarca godo; se aparece el asqueroso espectro engusanado de una reina de la misma dinastía; y los gigantescos fantasmas de Mahoma y Santiago entablan en el cielo de la malhadada Península un feroz duelo. Ya en el XIX, no sería difícil señalar en otras novelas románticas episodios secundarios de carácter maravilloso, mas la mejor óptica histórica para la comprensión del arte becqueriano en las Leyendas se logrará concentrándonos en esos literatos anteriores que conceden su primera atención a lo fantástico, y ante todo en los que a la vez dicen algo sobre la poética de la narración fantástica, ya sea expresando sus ideas sobre la técnica de la misma en trabajos críticos, ya encarnándolas en su práctica cuentística.

La controvertida personalidad hispano-inglesa de José María Blanco Crespo, «Blanco White» (I775-1847), vierte sus ideas en ambas formas. Pienso en su ensayo narrativo El alcázar de Sevilla y en su artículo de crítica literaria «Sobre el placer de las imaginaciones inverosímiles», que es el primer escrito español que conozco sobre la cuestión de lo fantástico. En El alcázar de Sevilla se resumen tres tradiciones populares, sobre la primera de las cuales basaría el Duque de Rivas su bello romance histórico Una antigualla de Sevilla; a continuación Blanco narra con alguna mayor extensión la historia del tesoro de la Casa del Duende. Es de naturaleza fantástica esta última tradición, y lo es también la tercera de las resumidas, que se refiere a un hermoso tahalí que Blanca de Borbón regaló a Pedro el Cruel y que, por venganza, María de Padilla mandó hechizar para que se convirtiera en espantosa serpiente duran te los momentos más inoportunos.

Al dar cierto desarrollo narrativo, descriptivo y dialogístico al caso del tesoro escondido bajo el pavimento del zaguán de la Casa del Duende, antiguo domicilio de uno de los moriscos expulsados de España en el siglo XVII, Blanco revela su disposición para el género: la hija y la nieta del morisco vuelven a España a reclamar el oro y las perlas del desterrado; se abre el pavimento del zaguán por ensalmo, pero, por la excesiva codicia de la madre, el cabo de vela verde del hechizo se apaga mientras la pequeña está aún en el subterráneo de tal modo que sobre ella se cierra la entrada para siempre. Este relato es por cierto de tipo ya muy becqueriano, pues en él influye en medida importante una de las religiones semíticas (lo mismo que en La cueva de la mora o La rosa de pasión de Bécquer), una niña cae víctima de un duende guardador de un tesoro (en El gnomo de Bécquer esos siniestros seres guardan un enorme tesoro en un subterráneo y van a la caza de niñas sobre las que nunca se vuelve a saber nada) y, finalmente, un edificio determina el desenlace (igual que en La ajorca de oro, El miserere y El beso). Al mismo tiempo, todo el material contenido en El alcázar de Sevilla es de índole popular, lo cual, lo mismo que el método de Blanco para informarse sobre las tradiciones locales -entrevista a un anciano sevillano-, lo convierten en un antecedente de importantes folcloristas decimonónicos, empezando por Fernán Caballero. En mi ya citado libro sobre las narraciones fantásticas de Bécquer hay un capítulo sobre la ya aludida pose de folclorista con la que este autor se presenta en el texto de sus Leyendas, en donde a menudo nuestro escepticismo es socavado a través de la crédula ingenuidad de los ancianos, campesinos y niñas muy buenas a quienes el narrador entrevista en calidad de fuentes de sus materiales folclóricos.

Pero la aportación principal de Blanco es de orden teórico, pues son muy agudas sus observaciones sobre los orígenes filosóficos del cuento fantástico y la eficacia de las supersticiones cristianas como ingrediente del género. Blanco White, lo mismo que Cadalso, está en deuda con Feijoo; en «Sobre el placer de las imaginaciones inverosímiles» recorre la misma trayectoria que aquél desde la superstición como motivo del miedo auténtico hasta la superstición como objeto del miedo estético. Para Blanco, empero, el consuelo de las antiguas víctimas de la superstición no se ha de buscar en la razón, sino en una nueva manera de encarrilar la potencia del alma -la imaginación- de la que derivaba en un principio la credulidad supersticiosa.

Es verdad que la superstición tiene su origen en esta facultad mental, y que cuantos horrores y males ha causado en la tierra procedieron de la imaginación exaltada con los sueños terroríficos a que naturalmente está expuesta. Pero ningún peligro hay, a mi entender, en divertir a la imaginación con sus propios sueños; por el contrario, al punto que sus más terribles aprehensiones caen por fortuna en manos del poeta o del trovador (reúno estos hombres por falta de uno que abrace a todo escritor que inventa para divertir) pierden su odioso aspecto y poco a poco hacen que las gentes se familiaricen con lo que antes les hacía temblar.


A continuación hace Blanco la singular observación de que si los que perecieron en las llamas inquisitoriales «hubiesen poseído espíritu romancesco bastante» para representar sus horribles castigos de presuntos hechiceros, nos h abría encantado el espectáculo poético de su dolor. Pero lo más significativo del artículo «Sobre el placer de las imaginaciones inverosímiles», por lo que toca a la interpretación de relatos de temática religiosa (por ejemplo, las leyendas becquerianas La cruz del diablo, La ajorca de oro, Creed en Dios, El miserere, El Cristo de la calavera, etc.), es que Blanco afirma la superioridad de las supersticiones modernas sobre la mitología antigua para la estimulación del terror «a causa de la conexión que aún conservan con las opiniones religiosas y las costumbres europeas, [las supersticiones] tienen mucho más poder sobre los afectos que todo el Olimpo antiguo». Quiero insistir en la originalidad e importancia de este ensayo de Blanco porque no existe otro de autor decimonónico español de cierta reputación fuera del que Alarcón escribió sobre Edgar Allan Poe (que citaremos más abajo), dado que durante esa centuria la mayor parte de los cultivadores del cuento fantástico en España prefieren interpolar sus observaciones sobre la poética fantástica en sus mismos relatos u otras obras que tengan alguna conexión con éstos, como por ejemplo las cartas folcloristas de Bécquer Desde mi celda.

Las revistas antiguas son como el pavimento del zaguán de la Casa del Duende: ocultan joyas olvidadas de gran precio. Por ejemplo, en El Artista (1835-1836), se encuentra algún cuento fantástico, así designado, digno casi, por su temática, ambientación y suceso sobrenatural, de ser una leyenda becqueriana, y lo que es más, realizado ya con técnicas prácticamente idénticas a las del gran sevillano que entonces estaba para nacer. No conozco mejor muestra que Beltrán (Cuento fantástico), de José Augusto de Ochoa, cuento fechado en septiembre de 1835 y publicado en el tomo II de la citada revista. Principia y termina el relato con unos apuntes de viaje escritos en primera persona y con cierto tomo de actualidad («En uno de los viajes que hice... pasé la noche en tristes ensueños y al día siguiente continué mi viaje»), merced a lo cual llegamos a sentir algo de la confianza que merece un testimonio directo. El lector del presente volumen verá que tal técnica fue recogida por Bécquer, y las restantes de Beltrán que voy a mencionar también tendrán sus paralelos en las Leyendas. El autor cede la palabra a la señora Remigia, una vieja asturiana conocida en la comarca por sus historias tristes; y en una noche de furiosos vientos, truenos y relámpagos, en una reunión de gente humilde, ante «una abundante lumbrada» en una casa de aldea, Remigia cuenta el horrible castigo del renegado Beltrán. Nosotros no estamos dispuestos a prestar fe a castigos tramados por fuerzas sobrenaturales ni a pensar que un autor culto del siglo positivista creyera en tales fenómenos, pero sí podemos concebir que una narradora campesina y su auditorio también de campesinos fuesen suficientemente ingenuos para aceptar tales cosas, y así, a través de tales intermediarios, se logra ya en las páginas de Ochoa esa fe de segundo grado que será tan determinante para el arte fantástico becqueriana.

Es importante el realismo con que se refieren las circunstancias del narrador viajero de Beltrán y se describe el ámbito en el que escuchamos a la señora Remigia, pero es aún más decisivo el realismo documental con el que se pormenoriza el remoto mundo medieval de Beltrán y todo lo relativo al castigo del renegado, como si con el mismo estilo se nos quisiera decir que sí, que tales cosas pueden suceder. Se trata del realismo épico o realismo de tiempo pretérito que la leyenda decimonónica camparte con la novela histórica romántica. Mas ¿cuál es el suplicio de Beltrán? ¿Y cuál es el motivo de ese suplicio? El noble guerrero asturiano se ha enamorado de una mora, ha renunciado al catolicismo por poder casarse con ella y quiere celebrar su boda según el rito musulmán en la capilla de su castillo ancestral. Toda la naturaleza se revuelve contra tan perversa pleitesía: «Apenas pronunció el fatal juramento cuando negras nubes cubrieron el horizonte, y un trueno horrible resonó sobre sus cabezas e hizo estremecer la tierra hasta sus más profundos cimientos», etc. El castigo en sí recuerda el del burlador de Sevilla y se anticipa al de Félix de Montemar. De uno de los sepulcros de la capilla donde se iba a sancionar el sacrílego enlace, se alza el espectro de «un guerrero con torva vista y gesto amenazador» que arrastra vivo a Beltrán a esa morada eterna. En la escalofriante narración de Ochoa se dan a la vez temas secundarios, ambientes nocturnos, toques descriptivos y material episódico que parecen anunciar leyendas de Bécquer como La cruz del diablo, El monte de las ánimas, La promesa y El miserere. Verbigracia, el amor a la mora afecta de modo tan satánico al antes noble, fogoso y valiente carácter del joven cristiano, que se le ve pálido, desesperado, delirante; se entrega a orgías escandalosas y, como le sucederá al mal caballero y señor del castillo del Segre en La cruz del diablo, se convierte en merodeador asesino de sus propios vasallos.

El relato de Ochoa seguramente sería conocido de Espronceda, quien publicó su famosa Canción del pirata también en El Artista. En cualquier caso, cuando se suspendió la publicación de esa lujosa revista en abril de 1836, Espronceda estaba escribiendo su bello poema sobre el seductor y Anticristo romántico Félix de Montemar. Al título de esta obra maestra -El estudiante de Salamanca-, el gran lírico añade la voz cuento, y no es imposible que para ello recordara el título de Ochoa: Beltrán (Cuento fantástico). Lo cierto es que ninguna obra de aquellos años tiene más derecho a clasificarse en el género fantástico que El estudiante de Salamanca; y el adjetivo fantástico lo usa efectivamente el poeta en diversos momentos de su narración, en particular -ello es significativo- para referirse a los tormentos que se le imponen al estudiante por influjo satánico y a los reflejos de tan siniestra fuerza en el ambiente de la parte IV del poema. Subrayo el calificativo aludido en los ejemplos siguientes: « Y tras la dama el estudiante entró; / ni pajes ni doncellas acudieron; / y cruzan a la luz de unas bujías / fantásticas, desiertas galerías»; «Todo vago, quimérico y sombrío, / edificio sin base ni cimiento, / ondula cual fantástico navío»; «ellas ['las horas muertas'] solas y tristes moradoras / de aquella negra, funeral guarida, / cual soñada fantástica quimera, / vienen a ver al que su paz altera»; «Y en furioso, ve liz remolino, / y en área fantástica danza, / que la mente del hombre no alcanza / en su rápido curso a seguir, / los espectros, su ronda empezaron»; «y escapa ['la ronda frenética'] en rueda quimérica, / y negro punto parece / que en torno se desvanece l a la fantástica luz», etc.

En la parte IV de El estudiante de Salamanca, en tremebunda región entre la vida y la muerte y en espantosa producción de pantalla ancha, por decirlo así, con toda suerte de efectos oníricos, luminotécnicos y sonoros, Félix de Montemar vive la experiencia de la propia muerte. Espronceda aparece así endeudado, como Zorrilla en su Don Juan Tenorio, con las tradiciones en torno al célebre calavera sevillano y asceta del Discurso de la verdad, Miguel Mañara. Algo semejante ocurre en el relato becqueriano Creed en Dios, en el que el mal barón de Fortscastell, Teobaldo de Montagut, ni muerto ni vivo, vuelve cien años más tarde al tiempo, morada y demás circunstancias de su pecaminosa existencia en este mundo. Y será acaso la misma fuerza sobrenatural la que, por un lado, impele a Montemar hacia abajo, por una escalera de caracol de mármol negro, a la estancia fúnebre donde fenecerá, y por otro, arrastra a Montagut en su fantástica cabalgata punitiva de cien años por los aires. Hagamos la comparación. He aquí una de las varias octavas reales con que Espronceda describe la escalera y el descenso de Félix:

Y en eterna espiral y en remolino
infinito prolóngase y se extiende,
y el juicio pone en loco desatino
a Montemar que en tumbos mil desciende,
y envuelto en el violento torbellino
al aire se imagina, se desprende,
y sin que el raudo movimiento ceda,
mil vueltas dando, a los abismos rueda.

A continuación copio el referido trozo de Creed en Dios.

El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites en donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, ... todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera.


Después del nuevo Anticristo Félix de Montemar, epítome de toda la maldad humana (Sebold 1983, capítulo 8), el personaje más imponente de El estudiante de Salamanca es aquella fascinante y a la vez horrorosa dama deforma gallarda, de flotante ropaje blanco, de rostro descarnado y de boca cavernosa con la que quiere besar la del intrépido seductor. Se reúnen en esta fantástica mujer las tres identidades de la muerte, el demonio y el espectro de la doncella Elvira, burlada por Montemar. Sus ondeantes ropas blancas recuerdan un paisaje marítimo con barco, «Tal vimos al rayo de la luna llena /fugitiva vela de lejos cruzar, / que ya la hinche en popa la brisa serena, / que ya la confunde la espuma del mar». Y precisamente aquí se da un nuevo enlace con Bécquer (estudiado en Sebold 1990:1-2). En el cuento de Bécquer titulado El rayo de luna, el protagonista enloquece como consecuencia de haber tomado un rayo de luna por una hermosa dama, y la visión femenina que logra merced a su desvarío se describe con los mismos adjetivos y figuras retóricas con que Espronceda había pintado a la fatal seductora de Montemar (blanco, flotante, etc.). El rayo de luna, de Bécquer, no es, si queremos ser exactos, un cuento fantástico, porque su desenlace no se produce por la intervención de una influencia sobrenatural, sino por la enfermedad mental del protagonista, el poeta Manrique; mas su ambiente no deja de poseer los rasgos esenciales de las misteriosas puestas en escena de las Leyendas, y el relato es uno de varios escritos becquerianos que yo considero como poéticas de lo fantástico (así se refleja en Sebold 1989). La influencia de Espronceda sobre El rayo de luna es así significativa para la formación del Bécquer autor de relatos fantásticos.

En El estudiante de Salamanca, obra híbrida, inclasificable como tantísimas del romanticismo, se recogen elementos de la comedia, la novela amorosa, el romance picaresco y la épica del Siglo de Oro; pero pese a tan rica combinación, el poema de Espronceda arranca de la prosa de nuestra existencia y tiene así la base realista esencial para obras pertenecientes al género fantástico moderno; esencial, digo, para estimular cierta actitud de aceptación sin la que el mayor artista no lograría que el lector se dejara llevar por el suceso foráneo introducido después. La base realista de El estudiante de Salamanca a la que me refiero es la seducción de una niña burguesa por un estudiante de costumbres relajadas y la muerte del hermano de la seducida a manos del seductor: crímenes de aquellos, en definitiva, sobre los que la prensa publica reportajes a diario. Ya Enrique Gil y Carrasco, en su artículo de 1840 sobre Espronceda, señalaba la «trabazón ordenada y lógica» entre el elemento realista («cuadro») de El estudiante de Salamanca y su «vaguedad fantástica y medrosa».

Predomina también el realismo en los Romances históricos (1841) del Duque de Rivas, y por tanto, estas narraciones en verso se relacionan asimismo con el género de Bécquer por lo que tienen de histórico, costumbrista y folclórico antes que por su limitado componente fantástico. Se trata de un realismo épico auténticamente espectacular, y las extensas y minuciosas descripciones de Rivas son notables por su extraordinaria riqueza sensorial (colores, sonidos, olores, sabores , texturas, tamaños, perspectivas). Se acusa aquí la influencia de la filosofía sensista que cambió todo el arte de la descripción a partir del siglo XVIII, pero recordemos a la vez que el duque poeta también era pintor, y en sus obras literarias se hallan descritos retratos y otros cuadros originales, así como copias de los grandes maestros (la descripción de Carlos V en el romance Un castellano leal, se toma de un retrato del emperador debido al Ticiano). En medio de una larga y viva descripción de las nacionalidades, los oficios, las clases y las edades cuyos caminos se cruzaban en el puerto de Sevilla, en el romance La buenaventura el poeta intercala una muy exacta apreciación crítica sobre su arte pictórico:

Todo; bullicio tan grande,
tan extraña algarabía
tal confusión de colores,
tal movimiento y tal vida,
ofreciendo bajo un cielo
como el cielo de Sevilla,
que era un pasmo de la mente,
un cuadro de hechicería.

En las Leyendas becquerianas se recurre a veces al mismo realismo épico de gran espectáculo frecuente en los Romances históricos del Duque de Rivas. Pienso en dos descripciones de La promesa: la de la plebe que acude a ver la salida de las tropas del conde de Gómara, y la del campamento de las tropas. Tan consciente es Bécquer del estilo que cultiva en tales momentos, que en la mentada leyenda incluso le inventa un término literario: «cuadro de costumbres guerreras». El Duque de Rivas busca alguna vez efectos fantásticos al nivel de la descripción, los cuales pueden haber influenciado la ambientación de obras posteriores plenamente fantásticas. Así, en Una antigualla de Sevilla (sobre la anciana que en el tormento delata a Pedro el Cruel), contemplamos esa capital andaluza a la luz de un miserable candil, que «dibujaba desiguales, / los tejados y azoteas / sobre el oscuro celaje, / dando fantásticas formas / a esquinas y bocacalles». Subrayo en este y el próximo ejemplo el calificativo que interesa. Cierta calle de Medellín, dice Rivas en La buenaventura, que trata sobre Hernán Cortés, era el teatro «de fantásticas escenas, / de mil extraños sucesos, / indecisos y confusos / como figuras de un sueño». Se justifica la consideración del duque en estas páginas porque en algún romance, así como en alguna de sus tres leyendas en verso, ensaya expresamente lo fantástico en el sentido que le damos aquí.

En La buenaventura una pitonisa le predice al joven Hernán Cortés todas las glorias que sus hazañas le valdrán, así como las amarguras del final de su vida. El joven aventurero pregunta insistentemente a la vieja si será tan venturoso que regrese a su patria, y la respuesta se envuelve en las misteriosas nieblas del porvenir. «Volverás, sí», le responde, «que volver es tu desdicha.» En la leyenda La azucena milagrosa (1847), del mismo Duque de Rivas, un sevillano regresa después de largos años en América y encuentra por el camino, al resplandor de la luna, una blanca calavera que le habla. Es la calavera de un desleal sirviente suyo que confiesa haber sido mentira lo que dio en otro tiempo sobre una supuesta infidelidad de la esposa de su amo, infamia que había llevado a éste a hundir su daga en el seno de la inocente. «Dijo [la calavera], y la lengua en polvo convirtióse, / los fosfóricos ojos se apagaron.» En la leyenda El aniversario (1854), los muertos abandonan sus sepulcros para acudir «a celebrar el santo aniversario [de la conquista de Badajoz], / asistiendo del culto a los oficios, / ya que sus descendientes infernales / los tienen en olvido.» Ni el sacerdote sobrevivirá a tal misa: «Mas ¡qué concurso! ¡Oh Dios! Concurso helado, / que ni alienta, ni muévese, ni brillo / muestra en los ojos... Turba de esqueletos... / vivientes de otros siglos.» El lector reconocerá aquí un posible antecedente de la escena de La ajorca de oro, de Bécquer, en la que el temeroso Pedro Alfonso de Orellana le hurta a la Virgen una joya para regalarla a su novia. «Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila.»

El Duque de Rivas venía componiendo romances históricos desde 1833, cuando vivía desterrado en París; en el tomo II de su más largo romance histórico, El moro expósito (París, 1834), incluyó ya cinco de los más breves normalmente etiquetados así; y en los últimos años treinta, en publicaciones periódicas como el Liceo Artístico y Literario Español y la Revista de Madrid, seguía dando a la luz otros romances cortos que se reunirían en la ya citad a colección de 1841. En esos años Espronceda componía El estudiante de Salamanca, y en tal contexto hizo su primera aparición en el género fantástico un joven pero ya famoso poeta que continuaría escribiendo leyendas folclóricas y fantásticas hasta el último decenio de la centuria: se trata de José Zorilla. En el tomo II de sus Poesías, estampado en Madrid en 1838, ven la luz por vez primera sus leyendas tituladas Para verdades el tiempo y para justicias Dios y A buen juez, mejor testigo; y a su muerte en 1893, Zorrilla deja sin acabar La leyenda de don Juan Tenorio y Los dos resucitados.

Ningún cultivador decimonónico de lo fantástico se apoya con mayor frecuencia que Zorrilla en esas supersticiones cristianas que Feijoo rebatía y en las que Blanco veía una nueva mitología, básica en su concepto del género fantástico. Zorrilla suscita a la vez los efectos de pasmo y admiración propios de la superstición y lo sobrenatural recurriendo en sus puestas en escena a la noche y los edificios sagrados. Recordemos el contenido de tres típicas y conocidas leyendas zorrillescas. A buen juez, mejor testigo (1838): en la iglesia, ante el Crucifijo, para lograr los favores de la enamorada Inés, el capitán Diego Martínez jura casarse con ella al volver de la guerra de Flandes. Habiendo vuelto, el capitán se niega a reconocer su obligación. Inés quiere ponerle pleito, pero la pobre no puede dar el nombre de ningún testigo del fatal juramento... sino es el Cristo de la Vega. El juez autoriza el traslado de la vista a la iglesia, y preguntada la imagen si jura haber escuchado la promesa de Martínez a Inés, sucede lo siguiente:

Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada,
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires: -¡Sí, juro!,
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa...
Los labios tenía abiertos,
y una mano desclavada.

En El capitán Montoya (1840), el protagonista, que es el burlador de vírgenes, tiene una apuesta para arrebatar a una novicia de su claustro. Pero muy caballero a la vez, Montoya le salva la vida a otra noble doncella, cuyo padre le ofrece la mano de ésta y todos sus bienes por agradecimiento. Al volver al convento a ejecutar su sacrílega apuesta, recibe el burlador un milagroso aviso del cielo presenciando con tremebunda viveza sus propios funerales en la capilla de esa casa. Entre los doloridos asistentes ve a su futura esposa y suegro. Vuelto en sí y arrepentido de su mala vida, Montoya renuncia al mundo. Diez años más tarde explica el motivo de su decisión cuando, padre capuchino, es llamado a ayudar a bien morir al que habría sido su suegro.

En Margarita la tornera, que se incluye en los tres tomos de los Cantos del trovador (Madrid, 1840-1841), una monja que deja el convento por unos amores profanos es reemplazada por la Virgen, quien toma milagrosamente el aspecto, carácter y voz de la hermana caída hasta que ésta vuelve profundamente arrepentida. La relación de El capitán Montoya con El estudiante de Salamanca y el Don Juan Tenorio del propio Zorrilla es evidente, y Margarita la tornera coincide en muchos aspectos con la Légende de Soeur Beatrix (1837), de Charles Nodier.

La poética fantástica de Zorrilla representa una variante muy original de la habitual en el género moderno, por cuanto con él creemos directamente en la superstición en torno al suceso maravilloso. Tácitamente, el poeta cuenta con el escepticismo del mundo moderno para que el lector individual dude de la autenticidad de lo narrado lo suficiente como para que su miedo sea solamente literario y no de tipo paralizador, como el de los supersticiosos de otros siglos. Mas aquí no interviene ningún intento de frío examen científico del acontecimiento sobrenatural a manos de un narrador o personaje escéptico que, tras resistirse a ello, se declara por fin vencido ante la fuerza foránea. Digo que no hay nada de esto en el texto de las Leyendas zorrillescas, por la sencilla razón de que en éstas se busca por medios puramente poéticos la restauración de la fuerza arrolladora con que reinaba la superstición en tiempos más sencillos. Quiere decirse que Zorrilla, en la dialéctica entre aceptación y rechazo de lo maravilloso que es normal en el género fantástico, se pondrá siempre del lado de la primera, sin reconocer, de hecho, la existencia de tal dialéctica. En el nivel literario Zorrilla es, pues, un anti-Feijoo.

Para conseguir el efecto indicado Zorrilla se sirve de la imponderable persistencia de la superstición y el afecto del pueblo a los milagros; «que en un día no más no se derroca, / lo que ha siglos que el pueblo trae en boca, / lo que al amparo popular se aferra»; «y aun vivirá del pueblo en la memoria», sigue diciendo el poeta, «porque el pueblo las puertas le ha franqueado del porvenir fantástico, vedado / a la verdad de la severa historia» (en Los encantos de Merlín; el subrayado es mío). Alguna vez el Zorrilla autor de leyendas se proclama «historiador», mas su fidelidad de narrador encuentra en la «tradición» un objeto menos prosaico que la verdad particular de la historia: «Ni quitaré ni pondré; / como a mí me la contaron /fielmente la contaré» ( El capitán Montoya). Por tanto, no tiene aquí cabida ninguna el minucioso realismo descriptivo que estamos habituados a encontrar en la narrativa fantástica postilustrada. En el nivel del texto no se cuestiona ni se analiza el elemento sobrenatural, y para simular la creencia ingenua popular en lo prodigioso el mismo Zorrilla se acerca a su recinto con «el ciego entusiasmo de un poeta» (Los encantos de Merlín). Habla con un lector impaciente de El capitán Montoya: «Mas tu impaciencia sosiega; / todo lo presenciarás, / que del poeta a eso y más / el poder mágico llega». La magia de este poeta engancha al lector moderno en la misma forma en que la superstición enganchaba al crédulo de hace siglos y milenios; y si en las leyendas fantásticas de Zorrilla parece revivir todo el prístino terror inherente a las supersticiones de antaño, es debido a una muy hábil combinación de los tres elementos del material tradicional, de la ciega fascinación que el poeta siente por la superstición popular, y de esas arrolladoras e hipnóticas armonías entre el lenguaje y el asunto - para las que este romántico es único- que nos llevan muy gustosos a renunciar a toda nuestra sofisticación. De todo ello resulta una visión de lo fantástico que es «mágica, original, virgen y fresca» (Los encantos de Merlín).

               


De sus treinta y una leyendas, Zorrilla publica veinticuatro antes de 1850. En el decenio que empieza con este año se estrenarán dos escritores en el campo fantástico: Gertrudis Gómez de Avellaneda y Pedro Antonio de Alarcón; y al final del decenio Bécquer dará a luz su primera leyenda, El caudillo de las manos rojas. Desde hacía diez años la Avellaneda era muy conocida por su poesía lírica, sus novelas y sus obras teatrales; Alarcón, por su parte, escribe sus primeras narraciones en 1852. Dos cuentos suyos de ese año nos interesan: El amigo de la Muerte y El año en Spitzberg, que representan formas muy diferentes de la literatura de horror. De la limitada producción fantástica de la escritora cubano-española el ejemplo más desarrollado e interesante es La ondina del lago azul. Aparte del valor literario que tiene en sí, este relato merece la atención del aficionado a Bécquer porque es una de las fuentes principales de Los ojos verdes y una fuente secundaria del El rayo de luna (véase J. Gulsoy 1985:161-271). El argumento de La ondina del lago azul se anticipa, en efecto, al de la famosa leyenda becqueriana, y es también una leyenda en prosa; la triste muerte del poético, enamorado y joven protagonista es la misma en uno y otro textos, si bien los ojos de la ondina son azules, a diferencia de los de la mujer de la fuente de los Álamos.

Con el relato fantástico de la Avellaneda volvemos a la técnica usual en el género fantástico moderno, es decir, al juego dialéctico entre la duda y la creencia que lleva al más escéptico a titubear ante el fenómeno singular. Vemos de primera mano al enamorado Gabriel; oímos su palabra, sus férvidos elogios a la rubia ondina de ojos color del cielo, y también sus argumentos contra «el frío positivismo» decimonónico (a diferencia de Los ojos verdes, la acción del presente relato no se sitúa en la Edad Media). Pero La ondina del lago azul tiene a la vez un marco narrativo en el cual la autora y el narrador ficticio, Lorenzo, leal servidor de la familia de Gabriel, sostienen cada uno su propio debate relativo a la autenticidad o falsedad de la misteriosa mujer que vive en el fondo de las aguas. La autora viaja por Francia, que es el lugar de la acción; y Lorenzo, su guía, le cuenta lo sucedido algunos años antes al hijo de su amo Santiago. Se lo cuenta porque ve que la autora parece «afecta a todo lo maravilloso» y «se interesa por cuanto es patético y extraordinario». Pero no por esto deja la autora de ser escéptica también, según se desprende de estas palabras suyas: «no pude menos de preguntarle a Lorenzo -con sonrisa que pareció lastimarlo- si debía tomar por lo serio que un hombre de buen juicio, como él, creyese de veras haber sido una ondina la amante misteriosa del hijo de Santiago». El bueno y sensato Lorenzo, por supuesto, también ha titubeado: él ha visto los ojos de la seductora acuática, él ha escuchado fascinado su voz, y sin embargo dice: «yo empezaba a concebir algunas dudas sobre la verdad de lo que había creído ver a las orillas del lago». Nueva oscilación en Lorenzo: «me sentía yo mismo atraído a los alrededores del lago... me sobrecogió nuevamente terror supersticioso... empecé a temer por mí propio».

Misterio final: tres años después de la muerte de Gabriel, Lorenzo fue a París a realizar unas cobranzas de créditos de Santiago, y allí, en el Bosque de Boulogne, ve a caballo a una gallarda amazona, la condesa viuda de ***, la mujer más bella y coqueta de la capital francesa, quien tres años antes había pasado todo el verano en esos románticos valles en uno de cuyos lagos murió Gabriel en eterno abrazo acuático; asombrosamente, la condesa tiene los mismísimos ojos que Lorenzo había visto entre las hojas de los arbustos. ¿Tiene esta mujer dos identidades, como Constanza en La corza blanca de Bécquer? ¿No existió nunca la ondina? ¿Fue la que se narra una aventura con una mujer real o la que un par de locos tomaron por un ser fantástico? En La ondina del lago azul, lo mismo que en las mejores leyendas de Bécquer o las mejores historias extraordinarias de Poe, se les brinda a los lectores la posibilidad de la participación en diferentes niveles para que ni el más racionalista tenga que renunciar del todo a su querido escepticismo; con lo cual, estéticamente, sólo se refuerza la posible existencia del prodigio. Por ejemplo, en el relato de la Avellaneda la precisión con que se documenta el fenómeno insólito tiene su complemento en el detallismo realista con que se describe el hermoso paisaje, con lo que se insinúa que el contenido argumental es tan verdad como su envoltura escénica.

Jorge Luis Borges seleccionó los cuentos El amigo de la Muerte y La mujer alta, de Alarcón, para formar el tomo 8 de «La Biblioteca de Babel. Colección de Lecturas Fantásticas», que él dirigía. El amigo de la muerte y El año en Spitzberg son de 1852, según dije antes, mas el segundo de los cuentos escogidos por el escritor argentino está fechado al comienzo del último decenio de la vida de Alarcón, esto es en 1881. Lo cual no obsta para que el autor lo tuviera pensado ya en el mismo decenio en que escribió los otros, pues su acción se imagina como acaecida entre los años 1857 y 186o. También difiere de los otros este cuento de horror tardío por ser el único de Alarcón perteneciente a la variante principal del género a la que venimos aludiendo en el presente ensayo. Según veremos, Alarcón se ocupa de la poética de esta última variante en otro escrito que, a diferencia de La mujer alta, sí pudo influir sobre las ficciones fantásticas de Bécquer.

En El amigo de la Muerte se oye un eco de una de las más conocidas tradiciones en torno a la vida del fantástico astrólogo doctor don Diego de Torres Villarroel, el Piscator de Salamanca, quien gozaba de la fama de haber predicho la muerte del jovencito rey Luis I de España. La acción del cuento alarconiano se ubica en la misma época, y su protagonista vaticina esa misma defunción augusta. Un joven zapatero Gil Gil está a punto de morirse de hambre cuando la Muerte le ofrece su amistad. Los conocimientos y el poder de tal amiga le harán rico y famoso de la noche a la mañana. Gil será médico; para guiarse en la esfera política Felipe V necesita una prognosis segura sobre la futura salud de su heredero en vida, el pobre Luis, de diecisiete años, quien padece de la temida y muchas veces letal enfermedad de la viruela; merced a su exactísima profecía, al zapatero injerto en médico se le franquean todas las puertas del gran mundo dieciochesco; se descubre entonces que es el hijo natural y único y heredero universal del conde de Rionuevo, lo que le permite hacer suya a la deliciosa Elena, hija de un duque, a la que admira desde hace tiempo.

El ambiente de este largo relato es notable por su aire irreal, no encontrándose aquí nada de la descripción realista que es característica del moderno cuento fantástico. Hay, sí, un capítulo descriptivo (el XII), pero es de estilo ya casi modernista: se trata de un jardín paradisíaco en el que se encuentran Gil y Elena después de sus bodas. Al final del cuento Gil dialoga con su siniestra y vieja amiga durante la que él cree ser la tarde del día de su enlace con Elena, el 2 de septiembre de 1724, pero con indecible sorpresa suya resulta ser el año 2316. En realidad Gil murió ese día de 1724 en que la Muerte le ofreció su amistad, y toda la buena fortuna que parecía haberle sobrevenido no ha sido sino el principio del eterno sueño de la inexistencia.

La contextualización final de lo sucedido dota a todo el argumento de una verosimilitud sui generis. En las fronteras entre la vigilia y el sueño y entre la vida y la muerte -incluso de esta última han regresado algunos a contar la experiencia-, se producen sueños de lo más fantástico; entonan perfectamente con tal fenómeno la irrealidad de la corte de Luis I y lo «modernista» o digamos onírico del ya mencionado jardín. Si al concluir de leer esta narración se medita un rato, una de las sorprendentes conclusiones a las que cabe llegar es que El amigo de la Muerte es posiblemente uno de los ejemplos más realistas del género; pues, aceptada su acción como creación del sueño, no contiene nada que viole las leyes físicas de nuestro mundo. Desde otro punto de vista, se aparta del formato de la narración fantástica moderna casi tanto como la primera leyenda de Bécquer, El caudillo de las manos rojas, en la que todo es fantástico y en cuyo microcosmos no existe por tanto ni la posibilidad de una definición de lo fantástico (razón por la cual excluí este relato de mi estudio sobre las Leyendas). Apuntemos por fin que en la encarnación alarconiana de la Muerte se revela cierta influencia del complejo personaje femenino, envuelto en luminosos ropajes blancos, de El estudiante de Salamanca, si bien en este punto la memoria de Gil Gil, o de su creador, se revela algo deficiente cuando dice: «La idea de la muerte ofrecióse entonces a su imaginación, no entre las sombras del miedo y las convulsiones de la agonía, sino afable, bella y luminosa, como la describe Espronceda».

El término cuento de horror se utiliza a menudo como sinónimo de cuento fantástico, pero a veces se hace preciso distinguir (lo sabe muy bien cualquier lector de Poe, Ambrose Bierce o Stephen King). Fantástico y sobrenatural se refieren a la interpretación de los sucesos; pero horror se refiere al grado de nuestra reacción emocional, sea la que sea la naturaleza del suceso causante. Existen así cuentos en los que se desata una fuerza de horror casi inconcebible para la imaginación de los hombres ordinarios, y en los que, sin embargo, no sucede nada de índole sobrenatural. Tal ocurre en el sobrecogedor relato alarconiano titulado El año en Spitzberg. El gobierno ruso ha condenado al protagonista a pasar un año en la isla de Spitzberg, lo cual equivale a decir que le ha condenado a muerte, pues la isla, que no tiene habitantes, se halla a 77grados latitud Norte, a solamente 260 leguas del Polo Norte; no hay en ella más que hielo, hielo, hielo, y se ha dejado allí al proscrito sin abrigo de ninguna clase, sin víveres y sin herramientas. Describe Alarcón magistralmente el indecible terror, la heladora monotonía y la blanca desesperación de la experiencia, así como la hercúlea determinación y las geniales soluciones que permiten sobrevivir al Robinson ártico.

La última narración que comentaré es la ya mencionada de Alarcón, fechada en 1881: La mujer alta. Aunque posterior en diez años a la muerte de Bécquer, su origen puede empero remontarse a los años en que este autor publicaba sus primeras leyendas. Resulta revelador, por otro lado, el paralelo que se da entre esta ficción y el artículo de Alarcón sobre Poe, que, como ya se ha dicho, sí pudo influenciar a Bécquer directamente.

El ingeniero de caminos Telesforo X... sentía desde siempre un «terror pánico» ante los encuentros casuales con mujeres solitarias a altas horas de la noche. Dos veces, según confía a su íntimo amigo Gabriel, narrador ficticio d el relato, se ha encontrado Telesforo en calles oscuras con una asquerosa mujer sesentona, alta y fuerte, de boca desdentada, que vistiendo traje de mozuela de Lavapiés y pañolito nuevo de algodón a la cabeza, ya se cubría la cara con un diminuto y absurdo abanico, fingiendo pudor, ya le hacía horribles muecas como si quisiera sonreírle. Al poco tiempo del primer encuentro, recibe Telesforo la noticia de que se le ha muerto el padre, no bien se ha repuesto de su espanto ante el segundo, se le informa de que su novia ha sucumbido a la grave enfermedad de que adolecía. Al volver a Madrid, después de una ausencia de cinco meses, el narrador se entera de que Telesforo acaba de fallecer y -acude apenado a su entierro en el cementerio de San Luis, donde entre los amigos y dolientes reconoce a la pavorosa mujer descrita por el difunto. ¿Es criatura humana? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es Satanás? ¿Es el Anticristo? El narrador se considera como «un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que más»; y sin embargo, allí delante de sus ojos ha estado esa extraña y altísima mujer, cuya presencia coincide así por tercera vez con muertes que en grado reciente, han afectado directamente al pobre ingeniero. El narrador, ingeniero también, cuenta la historia a cinco compañeros igualmente modernos y maduros, tres colegas, un pintor y un literato; es decir, además de los datos de la experiencia que ha ofrecido a favor de la interpretación sobrenatural del caso, nuestro cicerone lo somete al juicio de un tribunal en el que están representados varios puntos de vista sensatos y cultos. He aquí la dialéctica habitual en el género. Pero ¿cuál es la conclusión? «¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que hallar explicación a ciertas cosas que pasan en la tierral». Es más: «cada lector habrá de juzgar el caso según sus propias sensaciones y creencias...». Se trata de ese artístico titubeo al que Bécquer ha llamado «casi creer» y al que también en las Leyendas se llega muchas veces utilizando el recurso de un auditorio.

Son del mismo año de 1858 la leyenda El caudillo de las manos rojas, de Bécquer, y el artículo «Edgar Poe», de Alarcón, y curiosamente, después de este año no volverá Bécquer a publicar relatos cien por cien fantásticos como ese primero suyo. Es, en efecto, notable el paralelo que se acusa entre las técnicas principales de Poe, según las analiza Alarcón, y los procedimientos discernibles en las mejores narraciones fantásticas posteriores de Bécquer. Cotejando los trozos que voy a reproducir a continuación con las oscilantes reacciones de los personajes becquerianos entre la aceptación ingenua y la duda absoluta ante lo sobrenatural, el lector confirmará enseguida la posible influencia de la crítica alarconiana sobre las Leyendas. Las historias sobrenaturales se caracterizan por una simetría especial, y se manifiesta al mismo tiempo una singular simetría en la historia del género durante su primer siglo en España. Aludo ahora al hecho de que en las líneas del artículo de Alarcón que examinaremos se reflejan a un mismo tiempo una actitud científica como la de Feijoo ante el portento y una teoría semejante a la de Blanco White sobre los orígenes de la literatura fantástica.

Para Alarcón, el Poe prosista de las Historias extraordinarias y otros literatos que cultivan la narrativa fantástica, lo mismo en prosa que en verso, son «poetas fantásticos», esto es, creadores, imaginadores de microcosmos donde puede acaecer lo prodigioso. Así se entiende el segundo sustantivo del pasaje que cito a continuación:

Es hija esta poesía de la Edad Media, de la fe religiosa y de la barbarie, del ascetismo de unos y de la superstición de otros, y forma parte de la mitología católica, entendiéndose por esta frase todo lo puramente imaginativo que las beatas de cien años refirieron a la luz del hogar, en noches de diciembre, al son del viento y de la lluvia, para dormir a los niños... Duendes, brujas, resucitados, gatos negros, tentaciones del demonio, metamorfosis de este revoltoso espíritu y otras invenciones que moralizaban por el miedo, dieron asunto a mil cuentos y consejas que todos hemos oído en nuestra niñez.


Son idénticos los papeles de la imaginación en las teorías de Blanco y Alarcón: el primero observa en forma conceptual que la superstición procede de la imaginación; el segundo acude al ejemplo concreto del papel de la imaginación en las viejas, beatas y supersticiosas que cuentan historias de aparecidos. Lo fantástico procede a su vez de la superstición -fe religiosa distorsionada por la imaginación-, y en la superstición tanto Blanco como Alarcón ven una nueva mitología mucho más fecunda que la clásica para la literatura moderna. Alarcón dice que hay una «mitología católica», y Blanco afirma la superioridad de la superstición moderna sobre «el Olimpo antiguo». Para Blanco, quien cultiva el género fantástico es «poeta o trovador»; para Alarcón es «poeta fantástico». Así se entiende la necesidad para Blanco de recurrir al tratamiento «romanesco», si se ha de convertir en arte el horror que se sentía en torno a las viejas supersticiones. Alarcón reitera la misma idea aludiendo a la experiencia infantil de todos los lectores: esas reuniones de niños ante el hogar en frías noches de diciembre para escuchar espantosas consejas de duendes, brujas, resucitados y gatos negros contadas por las viejas. (En el apartado II de El monte de las ánimas, las dueñas refieren sus cuentos temerosos de ánimas aparecidas en el mismo tipo de entorno que imagina Alarcón en su ilustración: una chimenea que despide un vivo resplandor en una noche de vientos fuertes y fríos.)

El hecho de que Blanco y Alarcón hayan podido ver en la superstición cristiana una nueva mitología, revela en ellos la herencia cultural del gran «impugnador» de las supersticiones, el padre Feijoo, y todo el Siglo de las Luces. Mas cuando Alarcón analiza el término escéptico de la eterna dualidad dialéctica del cuento fantástico en la obra de Poe, nos recuerda un elemento irónico de la evolución del género al que hemos hecho referencia antes: a saber, que en la ficción fantástica el papel de la ciencia acaba siempre por ser el contrario del que desempeñó en la labor ilustradora de los grandes pensadores setecentistas. El pasaje siguiente del artículo de Alarcón sobre Poe podría referirse a aquel Feijoo que al emprender nuevas empresas intelectuales buscaba metáforas para su esfuerzo en las hazañas de los grandes guerreros del pasado. Poe, dice Alarcón, no es fantaseador ni místico; es naturalista, es sabio, es matemático. Quiero decir que su campo de batalla es la inteligencia; que lo que en todo tiempo fue amparo, defensa, arma de la verdad, lo que siempre sirvió para combatir todo linaje de fantasmas; la piedra de toque de la idolatría y del miedo; la luz que redujo a sus formas lógicas y naturales todo afecto loco y devastador, como toda creencia febril y extravagante; la razón, para decirlo de una vez.

Pero luego entra la ironía. ¿Para qué sirve la razón en los más artísticos representantes del género fantástico moderno? ¿En Bécquer? ¿En Gautier? ¿En Lovecraft? Alarcón contesta por estos escritores, lo mismo que por sí mismo, refiriéndose a Poe; «la razón ... fue el apoyo que buscó el poeta angloamericano para probar lo imposible, lo extraordinario, lo extranatural, lo inverosímil».

Los contenidos de ficción fantástica que Alarcón esboza en el primer pasaje citado, son los que encontramos en los mejores relatos sobrenaturales de Bécquer: La cruz del diablo, El monte de las ánimas, Los ojos verdes, Maese Pérez el organista, El miserere, El gnomo, La promesa, El beso, etc. Con su mención de gatos negros aun parece anticiparse a narraciones como la siniestramente encantadora de Mi hermana Antonia, de Valle-Inclán. Para el lector actual, los cuentos fantásticos de Alarcón, la Avellaneda y Bécquer son tan absorbentes como los clásicos del género de otros países (Poe, Gautier, Le Fanu, M. R. James, Dunsany, Blackwood), y es de suponer que debían de resultar aún más emocionantes para los lectores de un siglo a un mismo tiempo muy moderno, positivista y escéptico pero más inocente todavía que el nuestro, quiero decir el XIX. Lo cierto es que la forma narrativa llevada a su cumbre por Bécquer tuvo muchos y ardorosos partidarios entre los escritores españoles a lo largo del siglo XIX. Leyendas y tradiciones, en verso y en prosa, no siempre con la intervención de lo sobrenatural pero muchas veces sí, las escriben todos, literatos y literatas, olvidados y famosos: José Joaquín de Mora, Enrique Gil y Carrasco, Gregorio Romero y Larrañaga, Faustina Sáez de Melgar, Augusto Ferrán, José González de Tejada, M. Cano y Cueto, Mariano Capdepón, Antonia Díaz de Lamarque...




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