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Inventario de medio siglo

Ricardo Gullón





Para esbozar un inventario (siquiera provisional e incompleto) de las corrientes dominantes en las letras y artes durante la primera mitad del siglo, es posible eludir el problema de cuándo empieza el período cuyo examen nos importa. Demos por supuesto que en 1950 estamos a mitad del siglo XX y prescindamos de si el siglo comenzó el 1.º de enero de 1900 o en igual fecha de 1901. Más interés tiene la determinación del momento en que se registra el cambio de actitud y de mentalidad que va a permitirnos distinguir entre el hombre decimonónico y el actual. Conocida es la clasificación de los siglos, expuesta en España por Adolfo de Salazar, en «cortos» y «largos» ; según ella, la línea fronteriza no coincide con los limites cronológicos. El supuesto es aceptable; realmente ni existe ni puede existir un radical cambio de espíritu coincidente con el alborear de cada centuria. Los cambios dependen de sucesos insertos a varia distancia de la frontera secular, y así, para muchos, el siglo XX no empieza hasta el año 1914, cuando la «Gran Guerra» sacude con violencia el repertorio de creencias y formas de vida vigentes en la conciencia occidental.

1914 no constituye la divisoria real entre el siglo XIX y el XX: la guerra se limitó a poner bruscamente en evidencia la combustión interna operante en el subsuelo de la sociedad, en el alma del hombre. En España, el nuevo espíritu aparece con la generación del 98; fuera de aquí, los síntomas de un cambio se advierten todavía antes. La falta de fijeza en el trazado de la divisoria responde al artificioso reparto del tiempo en períodos de cien años, no coincidentes con el constante vaivén de las ideas. Por eso está generalizándose el método de estudiar la Historia por generaciones y no por siglos o por «edades».

La convivencia dentro de cada momento histórico de tres generaciones en distinta etapa de actividad: irrumpiente, plena y declinante, dificulta precisar el estado de espíritu predominante en determinada situación, pues según consideremos más representativa una u otra de esas generaciones, así pondremos el acento sobre la época. Para ciertos públicos, cuyo reloj marcha retrasado en una o dos generaciones, da el tono la promoción declinante: en nuestro principio de siglo, por ejemplo, pensaban que Pereda y Galdós eran los hombres representativos. Y no: Pereda y Galdós, con toda su grandeza, eran el pasado; lo porvenir se anunciaba en Baroja, en Azorín, en Picasso (cuya primera exposición en París es de 1901). Las telas de la época azul de Pablo Picasso y los libros sutiles, ingrávidos, de Azorín, anunciaban tiempos nuevos: pronto, con Rubén primero, después con Machado y Juan Ramón, se advertiría una ruptura no menos profunda con la poesía inmediatamente anterior: con Campoamor y Núñez de Arce.

Para encontrar los factores determinantes del cambio en el ambiente espiritual del siglo XX, nuestra pesquisa debe de enderezarse, como es lógico, por sendas muy varias. En las artes plásticas hallamos cinco tendencias progresivas, no escalonadas, sino algunas coincidentes, según exige la ley de las generaciones: fauvismo, cubismo, expresionismo, surrealismo y abstracción. El gran revulsivo, el transformador genial que barre lo caduco e impone conceptos y valores inéditos es Pablo Ruiz Picasso. Las referencias a lo real dejan de parecer imprescindibles y, como señaló Apollinaire, a un arte de imitación le sustituye un arte de invención. Merced a tal viraje, la pintura ha experimentado en cincuenta años transformaciones que, al enriquecerla, aumentaron incalculablemente sus posibilidades. Retengamos el nombre de Picasso como uno de los más considerables de esta media centuria, como uno de aquellos que contribuyeron a darle animación y carácter.

Picasso no sólo quiere decir cubismo; en el surrealismo y la abstracción se notan también sus huellas. Si el surrealismo no significó en la pintura una transformación comparable a la que supuso en la poesía, la abstracción acreció las artes plásticas con obras de gran calidad. Los movimientos abstractos (iniciados, como el cubismo y el expresionismo y desde luego el fauvismo, en fechas anteriores a la guerra europea) permiten a la imaginación volar sin trabas; en ese libre juego consiste -para ellos- la esencia del arte. Las formas geométricas testimonian excelentes posibilidades de valoración plástica, y tras la arremetida picassiana, los absolutistas descubren en pintura escultura nuevos territorios colonizables.

Óleo de Picasso

Pablo Picasso: Óleo

En línea con Picasso se sitúa -por su importancia- el vienés Freud, cuya contribución al conocimiento del hombre fue tan intensa como extensa. La psicología mudó de signo, y aunque ciertas conclusiones del gran psiquiatra parezcan controvertibles, su obra modificó totalmente los estudios psicológicos. Las aportaciones precedentes, por sutiles que fueran, parecen desde Freud falta: de algo importante; cómo las cartas geográficas antiguas, cuya imagen del mundo puede ser primorosa pero la sabemos incompleta, así las caracterizaciones pre-freudianas resultan parciales, insuficientes. La influencia de Freud en los escritores del medio siglo ha sido grande: los métodos psicoanalíticos enseñaron a descubrir resortes del ama que durante siglos únicamente el genio había intuido. Dostoiewsky es el verdadero precursor de Freud, como Kafka su más singular continuador.

Prescindo de los resultados accesibles estudiando psicoanalíticamente a poetas y escritores (estudio que puede iluminar sus obras) para fijarme con preferencia en cómo influyeron los descubrimientos freudianos sobre los novelistas del período. El monólogo interior, que es la aportación técnica más valiosa registrada en el campo de la novela debe mucho a Freud -quizá no es casualidad que un novelista austríaco, Arthur Schnilitzer, fuera el primero en utilizar tal procedimiento novelesco, precediendo a Joyce y a Italo Svevo-: el Ulysses, las novelas del norteamericano Faulkner, y multitud de obras menos significantes, exhiben en su textura fibras hiladas por Sigmund Freud.

De los psicoanalistas no adscritos a la obediencia del Maestro, fue C. G. Yung, con la teoría del inconsciente colectivo, quien más influyó en los intelectuales contemporáneos. Con su teoría proporcionó una explicación razonable y sugestiva a impulsos coincidentes en almas de hombres colocados en distintos lugares y épocas. Gracias a Yung entendemos un poco mejor las extrañas similitudes que nos unen a lentes extrañas y distantes, atisbamos las causas de la perduración de mitos y creencias y captamos la clave de movimientos irracionales que se mantienen vigorosamente contra el asedio de la inteligencia.

Otro gran nombre entre los operantes sobre la literatura del siglo es el de Sorën Kierkegaard, si cronológicamente incluso en la pasada centuria, espiritualmente vivo en ésta. La angustia metafísica, la angustia existencial, por él sentida y revelada con enorme acuidad, le convierte en precursor Unamuno es, dentro del XX, quien participa con mayor exaltación en la mística kierkegardiana; después de él la descubrieron ciertos grupos europeos y americanos que, gracias a ella, acertaron a conocer y clasificar las raíces y peculiaridades de su desesperación. La influencia de Kierkegaard casi es comparable a la de Nietzsche, cuyas doctrinas, aunque a menudo desviadas y retorcidas, fermentan en el trasfondo de algunas doctrinas políticas.

El surrealismo fue la revancha de lo irracional sobre el mundo lógico, del «automatismo psíquico» sobre la inteligencia discursiva. Por su desmesura, por su emotividad, por su alejamiento de la realidad según la vemos cotidiana, por su libertarismo, es un movimiento romántico que aspira a desbordar la órbita de lo meramente literario y a convertirse en fuerza capaz de cambiar la vida, cambiando al hombre; el surrealismo pretendió ser un medio para averiguar cómo funciona el pensamiento en libertad, sin las trabas racionales que lo refrenan. Proclama la superioridad de la imaginación sobre la razón y quiere superar las limitaciones de la inteligencia y el cálculo, abandonándose a la palabra misma en cuanto emanación de una idea fielmente revelada. Es un conato de transformar la sociedad, consiguiendo la emancipación espiritual del hombre, y sin subordinar esta emancipación a la acción revolucionaria; de ahí su desacuerdo con los marxistas.

El surrealismo, por sus fines y por sus medios, va más allá de la literatura. Junto al surrealismo, la hora Dadá que le precedió, y el futurismo, tienen un interés anecdótico; ni dadaístas ni futuristas dejaron, como tales, obras valiosas. Igual que el ultraísmo en España, fueron momentos de ruptura, negadores y necesarios, pero cortos de aliento, faltos de proyecto y sin sentido constructivo.

El descubrimiento del arte negro constituyó un choque beneficioso para el arte occidental. Si, como ha señalado Leiris, «no se podría sostener que nuestras maneras de ser o incluso nuestra representación del inundo se encontraran seriamente modificadas por este aporte, seguramente precioso pero mínimo, que nos vino de África», es innegable que los artistas europeos sintieron el impacto de obras imaginadas desde remotos estados de sensibilidad. El arte negro ayudó a evidenciar aquella olvidada verdad de que no sólo hay «belleza» en las formas descubiertas por el occidente en una breve hora del mundo.

Apenas es necesario decir que el marxismo ha enormemente en la literatura pesado v el arte durante el período que reseñamos. En la crítica, estudiando las obras desde el punto de vista de la dialéctica materialista; inspirando una determinada clase de poesía y novela- la novela «social», la poesía objetiva, fácilmente comunicable-; y promulgando las doctrinas del realismo socialista, que, como secuela, implican la condenación de las tendencias formalistas donde quiera se manifiesten, condenación que motivó autocríticas y retracciones asaz discutidas. Hasta ahora, ni la poesía realista ni la novela social produjeron obras estéticamente considerables, y las telas del pintor Fougeron (por citar un ejemplo de realismo socialista) constituyen una intranscendente y chocante regresión al academicismo.

No menos notorio que el alza de las tendencias materialistas (entre las cuales no será incluido el surrealismo) es el renuevo espiritualista. ¿Fenómeno de reacción nada más? No lo creo; pero en esta crónica quiero limitarme a apuntar problemas sin aspirar a desarrollarlos y menos resolverlos. La poesía de T. S. Eliot y Claudel, los ensayos de Aldous Huxley y Papini, las novelas de Gertrudis ven Le Fort, Bernanos y Graham Greene dan fe de la vitalidad con que por varios cursos se esparce esta corriente.

La irrupción de la novelística americana equivale en este siglo a la de la literatura rusa en el XIX. El neo-realismo norteamericano no es nuevo para los europeos, pero tal vez el contraste con las ficciones ferozmente introspectivas y personalistas de Proust y Joyce, tal vez el contacto con la realidad en crudo de un Dos Pasos o un Steinbeck, excitó el paladar fatigado de los lectores europeos. La literatura norteamericana actual ha dado un novelista de primer orden: Williarn Faulkner, que describe desde dentro, con implacable rigor, las confusiones de un mundo caótico. Tiene la objetividad del testigo veraz, opuesto a retocar, ni para ordenarlo, su testimonio. En eso, y acaso sólo en eso, coincide con otro buen novelista de la centuria: el checo Kafka, cuyas narraciones descubren el absurdo esencial de la vida, y la capacidad de abyección ínsita en el hombre (su monstruo ni siquiera conserva figura humana, como el Mr. Hyde, de Stevenson: es un auténtico e inmundo gusano).

La progenie de Kafka es abundante. Los escritores novísimos quieren determinar el sentido de la vida, si alguno tiene (pues lo ponen en duda), puntualizar la situación del hombre respecto a sí mismo y a los demás. En la cuarta década del siglo, el existencialismo se da de alta en la literatura; con él rebrota en la novela el naturalismo adaptado a los usos del día con lenguaje diferente y distintas pretensiones filosóficas, pero no tan diverso del primitivo tronco como para dificultar la filiación. La literatura «comprometida», es decir, la literatura entregada y al servicio de causas extraliterarias, ocupa posiciones de ataque, aplicándose a resolver problemas de orden moral y metafísico a los que somete la obra. Husserl y Heidegger son los maestros de una escuela filosófica cuyas derivaciones en la literatura conducen a la participación en los acontecimientos de la época. Cada palabra y cada silencio cuenta -dicen los gerifaltes existencialistas-, y la pasividad es una forma de acción. El escritor -añaden- en ningún caso puede quedar al margen; si se aisla, el aislamiento es una conducta elegida voluntariamente, luego imputable. No les importa tanto la posteridad, «la inmortalidad», como ser oídos por los hombres de hoy. Utilizan un lenguaje neutro, directo y común (pero no sencillo, al modo de los grandes escritores clásicos), un lenguaje conversacional, a veces muy eficaz y con frecuencia insoportable.

Al mediar el siglo, artes y letras padecen -padecer es el verbo adecuado- la presión insistente y continuada de elementos exteriores. Imposible profetizar el futuro desarrollo de aquéllas. Limitémonos, para concluir, a señalar que las doctrinas del «engagement» están siendo contradichas por los partidarios de un arte no comprometido, de un arte puesto simplemente al servicio del hombre.





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