Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo XXX

La batalla de Miraflores


Cuando en la mitad del memorable 15 de enero de 1881 (día sábado) a la manera de súbito y subterráneo trueno estalló a los pies de los desapercibidos regimientos chilenos el fuego de la sorpresa, si bien no de la traición, se hallaban entregados los últimos a la confianza y a las más pacíficas tareas de los campamentos. Prevalecía en los ánimos el sentimiento de seguridad que inspiran al pecho del soldado el hábito de la victoria y la convicción del amilanamiento del enemigo. Les parecía a los soldados que ya habían sacado su tarea, como en la siega o en la arada nativas, y que sólo les faltaba el bullicio, el premio y el botín de la era y la cosecha que eran Lima. Se hallaban por esto entregados a la tarea manual de los mil menesteres de su rancho, que en algunos de sus cuerpos comenzaba a hervir bajo la leña de los incendios y el hocico de los chinos. El tercer regimiento, bravo y merodeador por excelencia, se hallaba en ese momento encorvado sobre un campo de repollos, y como en las fiestas de los galos, cada uno traía sobre su kepí, a manera de turbante, los verdes pámpanos de aquella fresca menestra, grata a la marmita y que en el Perú pondera Garcilaso. Por lo mismo, el Aconcagua, el regimiento más sediento del ejército, como que el nombre de su tierra parecería significarlo, llenaba en esos precisos momentos sus caramayolas en un estanque vecino, dejando arrimadas sus armas.

El campo chileno estaba más de fiesta que de vigilia, y mientras los soldados en los enjutos lomos de las tapias con sus piernas perezosamente suspendidas hacia las líneas enemigas, charlaban contemplando risueños el afán de los últimos, más como un espectáculo curioso que como un peligro.

«Se había visto moverse -dice haciéndose cargo de esta precisa situación el general Maturana en su parte de la acción- en el campo enemigo gruesas masas de tropas de un lado a otro. Se había notado que el ala derecha peruana avanzaba hasta ponerse en son de combate muy cerca de nuestra línea. Se habían observado diversos trenes que llegaban del lado de Lima, conduciendo considerables refuerzos. Pero todos estos movimientos, que en realidad eran los preliminares que hacían presumir una gran batalla próxima, se habían atribuido al natural empeño del enemigo de prepararse para el combate del siguiente día, en el caso de que las negociaciones entabladas no dieran resultado, o bien sólo a una maliciosa ostentación de fuerzas y de posiciones formidables para obtener ventajas en el ajuste de las condiciones preliminares de que se trataba».



El día estaba medio nublado hacia la cordillera, luminoso en su cenit, abierto al ocaso, si bien son pocos los que en la guerra se cuidan de los efectos misteriosos del cielo y aun de las perspectivas de la comarca. La naturaleza es una especie de accesorio de la marcha, de la jornada o la batalla, y el soldado hambriento como la bestia exhausta que cabalga, sólo contempla los campos y los admira únicamente en virtud de la vista las mieses que viene a talar.

En obediencia a esta ley muda de los seres, muchos de los oficiales se habían esparcido en todas las fincas de la vecindad, y uno de ellos que era a la vez cirujano y soldado, el valiente y patriota mayor Martínez Ramos, ayudante del coronel Lagos, acababa de ensartar un pavo con su espada, después de haberle hecho alegre autopsia para asarlo en rústica fogata, cuando resonó el clarín de alarma que tocaba a tropa y a las armas. Los chilenos pelearon con rabia en Miraflores porque pelearon con hambre, así como el heroísmo incomparable de Tarapacá había sido en gran manera la no saciada desesperación de la sed.

A causa de todo esto, acontecía que cuando a manera de torbellino de plomo sacudió las paredes que cubrían nuestros regimientos el fuego compacto y atronador de la línea peruana, nada excepto los férreos pechos de los chilenos, estaba listo para la emergencia.

«La confusión fue indescriptible en los primeros momentos -exclama con este motivo un corresponsal que presenciaba de cerca aquel contraste-, desde que nadie esperaba un ataque antes de la expiración del armisticio.

Los ayudantes de campo y del estado mayor corrían en todas direcciones, siendo blanco de las balas enemigas, a comunicar las órdenes de sus jefes.

Los proyectiles formaban una nube compacta; de todos los fuertes de la línea de Miraflores, de las baterías de la Magdalena, del San Bartolomé, los cañones tronaban vomitando metralla. Trenes artillados recorrían toda la línea férrea y adelantaban disparando sus piezas de grueso calibre donde quiera que se veía gente nuestra.

No encuentro palabras para pintar aquel cuadro aterrador. Cada altura del terreno semejaba un Vesubio de fuego, cada trinchera semejaba una inmensa lava de plomo hirviente que con horrendo estrépito amenazaba envolver a nuestro ejército.

Las balas de rifle, cual interminable e infinita faja de langostas, oscurecían, podemos decir sin hipérbole, el espacio, cayendo en medio de las tropas que acudían en demanda de sus armas o avanzaban por el angosto callejón.

El bronco estruendo de la artillería se confundía con los agudos toques de los clarines y cornetas, el estrépito de las herraduras en el pedernal, el sordo ruido de los carros de municiones y pesados cañones de campaña, relinchos de los caballos, las voces de mando de los jefes y oficiales.

Y todo aquel cuadro quedó envuelto en el humo de la pólvora, en el espeso polvo que levantaban las caballerías, formando un revuelto torbellino».



Según lo tenemos recordado, a esa hora (las dos y media de la tarde), sólo la brigada Barceló se hallaba definitivamente formada en el espacio comprendido entre los rieles y el mar al abrigo de las altas tapias de las chácaras y potreros del Barranco, el Concepción apoyado a la playa; en pos del Valdivia, más a la derecha el Caupolicán y junto a la vía férrea el invicto regimiento Santiago, baluarte del ejército de Chile en aquella batalla, como el Buin lo había sido en San Juan. La brigada Urriola, despojada en esa coyuntura del Bulnes, que recogía heridos y muertos en Chorrillos, y del Valparaíso incorporado a la reserva, sólo podía presentar en línea el batallón de Navales y el regimiento Aconcagua, unos mil trescientos infantes escasos, y aun el segundo batallón del último regimiento, apenas saciado de su sed, comenzaba a entrar en línea conducido por el jefe de estado mayor de la 3.ª división don J. E. Gorostiaga y el mayor don Julio Argomedo, ayudante favorito del coronel Lagos, cuando comenzó el fuego. Y como los peruanos estaban contemplando este despliegue con la vista desnuda y casi al alcance de la voz natural, hay motivos para vacilar en decidir sobre si fue la presencia del general en jefe y de su vistoso grupo o el avance del Aconcagua por los rieles al llenar el claro que quedaba entre el Santiago y los Navales, lo que determinó la inesperada arremetida del campo de Piérola.

Calmada la sorpresa del primer momento, y escuchada en todas las filas la voz poderosa del coronel Lagos, que a galope señalaba a cada cual su puesto, comenzó el combate con resolución admirable por parte de los seis cuerpos de la 3.ª división, destinada a sobrellevar durante larga hora todo el peso del combate. El primer soldado que sucumbió en desigual y súbita refriega pertenecía al Concepción, y se llamaba Amador Jara, de la compañía del capitán Fierro, de Talcahuano, que formaba al descubierto sobre una loma a orillas del Pacífico. Y como una muestra de la admirable serenidad que reinaba en el espíritu de los jefes, se ordenó parar los fuegos, porque muchos creyeron, y entre éstos el general en jefe, que la violación del armisticio provenía sólo de una mala inteligencia de los peruanos. Al propio tiempo, era excusado prodigar el fuego contra un ejército invisible cuyos soldados habían recurrido a la estratagema de colocar sus kepís sobre los morros para fingir una línea de batalla imaginaria, mientras que, rodilla en tierra, fusilaban a sus adversarios por las aspilleras. La mayor parte de los cuerpos peruanos, según se observó más tarde, no tenían sus municiones en sus cananas y morrales sino en verdaderos rimeros, como la fruta veraniega de Chile, en el suelo, y así se explica la extraordinaria actividad del fuego y que las balas corrieran, según el decir de nuestra gente, «a ponchadas».

Duró la pausa del fuego en la línea chilena unos pocos minutos, si bien los artilleros no cesaron en realidad de disparar por elevación a su retaguardia sobre los parapetos enemigos.

El único hombre que no había sido tomado de sorpresa en aquella hora suprema era el coronel Velásquez, de suerte que pudo responder con rápido vigor al cañón enemigo. El mayor Frías arrastró la batería de campaña del capitán Ortúzar hacia la izquierda y comenzó a batir el fuerte Alfonso Ugarte a poco más de mil metros de distancia en la línea recta. El mayor Gómez hacía otro tanto en la derecha con la batería Nieto y en el centro se mantenían como dentro de un castillo los capitanes Flores, Besoaín y Montauban bajo el mando personal del coronel Velásquez.

La artillería del regimiento que había llevado desde Santiago el comandante Wood se dividía asimismo en dos mitades, mandando una sección de campaña aquel valeroso jefe y otra el mayor Perales, mientras que las piezas de montaña eran distribuidas por igual acierto por derecha e izquierda mandadas por sus jefes González y Herrera.

Se hallaba por tanto la espalda de la 3.ª división cubierta por una verdadera muralla de bronce, cuyos claros vino a llenar pronto la brigada de montaña del mayor Jarpa (baterías Von Keller y Ferreira) que llegaron de Chorrillos al trote largo de sus mulas, poco después de roto el fuego.

Pero si nuestra infantería, escasa en número, se hallaba espléndidamente sostenida de frente en esa sección, no lo estaba menos por su izquierda, no obstante los mortíferos fuegos de la fortaleza Alfonso Ugarte.

En esa ala los cañones de la escuadra comenzaban a hacer prodigios, y nos aseguraban la victoria.

Fondeados o sobre sus máquinas se encontraban, con su proa al norte desde el amanecer y por previa combinación, frente a la rada abierta de Miraflores, que es la misma de Chorrillos, nuestros buques artillados con piezas de mayor alcance, según antes dijimos, y en el orden siguiente de batalla, con sus costados a tierra por el norte, el Huáscar mandado por el bravo Condell, el Blanco buque almirante, la O’Higgins, capitán Montt, y el diminuto Toro, capitán Asenjo.

La Pilcomayo se había dirigido en la mañana al fondeadero de Chorrillos conduciendo al almirante Riveros llamado por el general en jefe, cual antes vimos, para combinar el plan de la batalla.

No había regresado todavía el último, cuando se sintió el ruido lejano del cañón y comenzaron a llegar hasta Chorrillos los proyectiles enemigos. En tal emergencia, el capitán don Carlos Moraga que mandaba aquella cañonera, de su propio albedrío rompía los fuegos y hacía señales a sus consortes para ejecutarlo por su parte. En esos propios instantes el almirante Riveros llegaba a la escala del muelle de Chorrillos, y embarcándose a todaprisa marchaba a tomar su puesto en el Almirante Blanco y a dirigir la batalla en la parte que ésta tenía de naval. Y fue tan eficaz la última que los vencidos de Miraflores encontraron una fórmula para cohonestar su fracaso: «Nosotros vencimos al ejército de tierra, han dicho los peruanos, pero su escuadra, a su vez, nos derrotó a nosotros».

Durante dos horas largas nuestros buques, que habían comenzado el fuego sólo diez minutos después del asalto de los peruanos, dispararon no menos de 357 proyectiles, en esta forma: 40 el Blanco con sus cañones de proa, 93 la O’Higgins, 101 la Pilcomayo y hasta El Toro jugó dieciséis veces su pequeño cañón de proa. En cuanto al Huáscar, situado a más de cinco mil metros de la orilla para aprovechar el campo de tiro de sus grandes piezas, batía toda la línea peruana hasta cerca de Vásquez, de tal manera que una de sus formidables bombas cónicas, penetrando por el muro de un lejano reducto, mató al estallar sesenta a ochenta de sus defensores.

Los 4.500 infantes del coronel Lagos peleaban de esta manera como emparedados dentro de un muro de fuego, al paso que por su ala derecha eran si no invulnerables, invencibles, desvaneciendo de lleno este sólo argumento de hecho las opiniones insensatas que habrían querido prescindir de la cooperación de la escuadra, cuando la escuadra en la victoria y el fracaso, en el campamento y en la marcha, era nuestro más sólido sostén.

Mas no acontecía lo mismo por desgracia en nuestra extrema derecha, aislada más allá de los rieles en la abierta pampa de Miraflores. Por una singularidad del destino, les había tocado a los bravos si bien demasiado impetuosos Navales formar allí, como en el Campo de la Alianza, el ala derecha de una línea poco protegida, y como en aquella tenaz batalla, fueron también a estrellarse no sólo con un frente de batalla sino con un codo fortificado del enemigo, que por la disposición de las tapias que lo guarnecían en aquella parte tenía tropas en tres direcciones, además de numerosos cañones, entre los reductos número 3 y número 3.

Cupo por consiguiente a aquellos entusiastas soldados la parte más riesgosa y más débil de la jornada, y aunque mandados por heroico jefe y animosísimos oficiales, más de una vez fue fuerza que flaquearan y aun que retrocedieran junto con el Aconcagua. No menos de siete arremetidas hicieron hacia el fondo del barranco que lo separaba de la línea enemiga, hasta que su bandera cubierta de balas fue plegada sobre los cadáveres de un largo tercio de sus defensores:

«Siete veces -exclama con la sencillez del verdadero valor su comandante don Francisco Javier Fierro, distinguido oficial de ingenieros, hijo de un soldado de la independencia-, siete veces vaciló y aún cayó la bandera del pabellón: fueron otros tantos brazos, otros tantos hombre, que heridos o muertos, caían vivando a Chile».



Hubo un momento en que el denodado mozo que esto cuenta, secundado allí briosamente por su jefe de brigada que con el pecho de su caballo sujetaba a los dispersos, enterraba su espada en el suelo y gritaba a sus soldados. ¡De aquí nadie pasa!, y exclamando: «A vencer o morir», los encaminaba otra vez a sus puestos. Los Navales habían contado en sus filas sólo tres muertos y seis heridos en la doble jornada del 13, pero en Miraflores sucumbió casi la mitad de su gente, quedando en el campo 62 muertos, 226 heridos y a más 12 oficiales, tres de ellos muertos: ¡total 300 bajas, enorme pérdida para un simple batallón! Ninguno de los regimientos alcanzó a ese número.

Durante los primeros tres cuartos de hora de la batalla, se había mantenido el coronel Lagos a caballo al pie de coposa higuera en el centro de la línea de combate. No vestía ese día, como Osorio en Maipo, su tradicional manta blanca, pero montaba su más corpulento y ágil caballo de batalla, un hermoso animal colorado, manchado de blanco sin ser overo, que más tarde adquirió fama en el Acho toreando los novillos del Perú, exactamente como su amo había toreado a sus soldados en los campos de batalla. Y era tal la profusión de las balas, que el frondoso árbol perdió en pocos minutos su follaje y sus retoños, podados por el plomo, cubriendo sus verdes ramas al jinete y su bridón. ¿Por qué no fueron aquellas hojas laureles?

Eran las tres de la tarde y el jefe de la 3.ª división, gran soldado de Chile y héroe de aquella terrible sorpresa, sacando su reloj se daba cuenta de que aún estaba sólo como Lynch en Santa Teresa. Pero se mostraba tranquilo porque de todos los puntos de la línea de combate sus animosos ayudantes le traían noticias satisfactorias. Los peruanos disparaban como locos contra muros de tierra que el valor chileno había trocado en granito.

Pero pocos minutos después de las tres, llegaba a escape un ayudante del coronel Urriola (el capitán Fontecilla) anunciándole que la izquierda flaqueaba, y aun que el enemigo comenzaba a salir de sus trincheras dando alaridos de victoria. Era el batallón de marina que notando la dispersión de los chilenos por su frente, salía del reducto número 3 con su bravo comandante el capitán de navío Fanning, para completar su victoria en esa parte capital del campo de batalla que era el centro chileno.

El regimiento Aconcagua y el batallón Naval, habían sido en efecto rechazados en una de sus tentativas para ganar terreno, y como prueba de su bravura y de su infortunio, los últimos habían dejado materialmente ensartados en las bayonetas del batallón de marina al subteniente don Ramón Lara, un niño hijo de un capitán de Yungay y digno de él. En esos momentos eran también herido para morir en breve el capitán Pedro Dueñas, tipo acabado del soldado caballero y del naval porteño, sacrificado por su patria a los 26 años de edad. El capitán Dueñas tenia en sus venas la sangre de los Carreras, y como ellos acabó temprano la suya.

Comprendió el coronel Lagos el grave peligro que corría su izquierda, y despachó inmediatamente a su animoso ayudante Martínez Ramos y al emisario Fontecilla a pedir refuerzo a la reserva, situada unos pocos centenares de metros a su retaguardia, el Valparaíso adelante, los Zapadores más a retaguardia y el 3.º, custodiando la artillería de campaña en diversas direcciones. Cuatro compañías de este cuerpo habían marchado, como en Chorrillos, al mando de su segundo jefe el fornido comandante Castro, hacia la orilla del mar para proteger al Concepción y al Caupolicán, es decir, nuestra extrema izquierda.

Se habían mantenido estos cuerpos, desde que comenzó el fuego, en columna, echados en los potreros al reparo de las tapias, pero las bombas peruanas solían caer en sus filas matando algunos soldados. Traía esto inquieto y desazonado al pundonoroso comandante Marchant que recorría a caballo sus filas alentándolas con su palabra y su admirable serenidad; de suerte que cuando sonó la corneta que daba la señal de avance, un murmullo de alegría resonó en todas las hileras, e inmediatamente, al toque de trote y seguido de los ágiles Zapadores, lanzó aquel noble jefe su tropa en columna por los rieles.

El despliegue de aquellos dos regimientos fue tan hermoso como carnicero en su pujante acometida. Llegaban en hora oportunísima porque retemplados los peruanos por las vacilaciones de nuestra izquierda, comenzaban a sacar de sus atrincheramientos sus mejores tropas en pos del batallón de marina, y fue en este avance, único de la guerra después del de la antevíspera en Chorrillos, cuando los soldados mataron a bayonetazos al imberbe Lara que no quiso recular. Peleaban así los Navales del Callao contra los Navales de Valparaíso, y era precisamente un regimiento de este nombre y de este pueblo el que venia a decidir la sangrienta liza con su paso.

El Valparaíso con su sola presencia desbarataba, en efecto, la primera ventaja de los peruanos, de suerte que la valerosa vanguardia de los últimos dejó la llanura sembrada de sus gorras cuadradas de vivos encarnados. Su jefe el coronel Fanning quedó con ellos, y caudillo por caudillo, rindió allí su nobilísima vida el comandante Marchant, traspasado su ancho pecho por tres balas que a un tiempo le postraron para levantarle en la fama y en la gratitud de sus compatriotas. El comandante, ascendido a coronel por la posteridad, caía de bruces sobre los rieles, cuando avanzaba a la carrera no obstante su hercúlea corpulencia, y vomitando cuajos de sangre en el acto expiraba.

Tomaba el mando del cuerpo en ese momento crítico su segundo jefe el bravo comandante La Rosa, y haciendo subir un corneta a la grupa de su caballo, hacía avanzar su línea tocando ataque y calacuerda.

«Poco después de la caída del comandante -escribía aquel jefe a uno de sus capitanes que había venido herido a Chile- el centro de fuego del enemigo hizo volver a varios de los nuestros que con otros de distintos cuerpos se retiraban u ocultaban a orillas de las tapias; en vano era que les ordenara reunirse y atacar, porque no era obedecido; los momentos eran angustiosos y podían traer funestas consecuencias. Felizmente se me ocurrió tomar un corneta y hacerlo subir a las ancas de mi caballo, ordenándole tocara ataque y gritando a la tropa que ya el enemigo corría del fuerte que teníamos al frente, el cual nos había causado muchas bajas. Animando a la tropa y gritando mucho más, reuní como ciento cincuenta hombres, y cargando sobre el enemigo le hicimos desalojar el fuerte y corrimos hasta el pueblo de Miraflores, en donde tomé varios prisioneros. Allí reuní como seiscientos hombres de distintos cuerpos y varios oficiales que andaban sueltos, a los que di mando en dicha tropa, y nos dirijimos en busca del enemigo, que ya principiaba a huir en todas direcciones. Entre los oficiales de mi cuerpo que me acompañaban se encontraban el señor Pérez, ayudante Ramos, Puerta de Vera y Escala; de otros cuerpos recuerdo al mayor Solís, del Aconcagua, capitán Gacitúa, del Quillota, y muchos otros que no conozco por sus nombres, pero que al día siguiente me felicitaban por haberlos tomado a mis órdenes».



Por su parte los Zapadores, arrastrados por su impetuosa carga, fueron a estrellarse al pie de los parapetos enemigos, entre el 1.º y el 2.º reducto, y allí una bala disparada a boca de jarro hería mortalmente a su jefe el valiente comandante don Guillermo Zilleruelo, haciéndole girar largo trecho a la manera de veleta sobre sus talones, tan recio fue el golpe que de cerca le atravesó el rostro a la altura de los ojos.

La reserva en Miraflores, semejante a su acción en San Juan, salvaba la crisis, «el movimiento sicológico» de la contienda, y esta vez era la división Lynch la que, a su turno, llegaba con atraso a cubrir el frente de batalla que le había sido designado.

Aquella dilación provenía de causas múltiples, algunas dolorosas y otras ineludibles, que no estaban a cargo de los jefes, sino de la situación, del terreno y de la sorpresa.

Dejábamos, en efecto, a las dos de la tarde marchando la división Lynch en orden de regimientos por el flanco, la brigada Amunátegui adelante, seguida de la maltratada brigada Martínez, y en pos de ambas, la división Sotomayor destinada a cubrir la extrema derecha de la línea de batalla. Las dos brigadas de la última se hallaban separadas. Gana estaba en Chorrillos con el Buin, el Esmeralda y el Chillán, y allí se quedó. Barbosa con el Lautaro, el Curicó y el Victoria que venía de San Juan, contramarchó de la medianía del camino que unía estos dos puntos por ir a cubrir nuestra derecha.

La marcha de Lynch por la trocha de los rieles y por los callejones que forman la carretera de Chorrillos era de suyo lenta y pesada por la hora y el calor; pero cuando sobrevino el apremio del fragor del combate que llegaba con espantoso aparato de la vanguardia, se hizo angustiosa. Por marchar más aprisa se cansaban los soldados, y se rezagaban. Muchos de aquellos cuerpos diezmados en Chorrillos habían peleado siete horas y no habían recobrado del todo su aplomo y solidez en el reposo, es decir, en el sueño y el alimento, de suerte que no era raro ver grupos que se ocultaban en las zanjas y quiebras del camino o tras los muros.

De allí los sacaban los oficiales a planazos y se vio al mismo coronel Lynch hacer uso de su sable para escarmentar algún cobarde.

Una circunstancia fatal, imprudente y casi culpable vino todavía a convertir aquella situación en un peligro serio de confusión y conflicto, porque notando que las piezas de campaña del comandante Wood habían agotado sus municiones, alguien les dio orden de retirarse hacía retaguardia para municionarse y esperar órdenes.

Aquella medida era completamente innecesaria porque parecía mucho más acertado traer las municiones para los cañones que llevar ésos a las mulas. Por otra parte, a pocos pasos de la posición en que el comandante Wood se había batido con tanto denuedo, recibiendo extraña herida en su costado de una bala de rifle que destrozó la guarnición de marfil de su puñal de monte, se encontraba la casa-quinta de García y García, y a su abrigo era fácil colocar aquellas baterías. Se hallaba el edificio rodeado de huertas y altas paredes, y a la sombra de sus plataneros estaban echados en la hierba los comisarios de Inglaterra y Francia, los comandantes Ancland y Le Leon, departiendo alegremente con el comandante Stuven, cuando sobrevino el fuego. El prudente británico se había levantado, y tomando su caballo, había corrido a retaguardia perseguido por las balas y exclamando: «This begins to look rather serious».

No imitaron esta cautela los artilleros del primer regimiento, porque sin tomar en cuenta que todo el ejército venía avanzando a esas horas por el camino real, se metieron en sus veredas de vuelta encontrada, produciendo el doble efecto de causar indescriptible confusión en las filas y de desmoralizar la gente que veía, sin podérselo explicar, retroceder la mejor parte de la artillería. Se agregaba a esto que la caballería, estacionada desde que comenzó el combate al reparo de las murallas de Barranco y en sus calles, había recibido a esas horas orden de avanzar hacia el frente, lo que aumentaba la confusión y el desorden, dando a los revueltos y angostos callejones por cuyo centro avanzaba el ejército el aspecto de un campo en derrota.

«En este momento -dice, en efecto, hablando de aquella crítica situación el comandante del Atacama- se producía un gran desorden y alarma. Por el callejón que conduce a Chorrillos aparecen gran número de caballos que vienen desbocados y atropellan a los atacameños. Algunos venían montados por las cantineras o mujeres que acompañaban al ejército, que gritaban que estábamos derrotados. (Estos demonios no han servido en la campaña sino de estorbo; no han sido útiles para nada; sólo sirven para desmoralizar al soldado e inducirlo a cometer faltas. Jamás debe permitirse la presencia de mujeres en un ejército en campaña). Los gritos de las mujeres y niños que lloraban y eran arrojados de sus cabalgaduras; el tropel de los animales que arrojaban sus cargas atropellando todo en aquel angosto callejón; el fuego del enemigo que aumentaba a cada momento y que principiaba a causarnos algunas bajas; las detonaciones que producía la explosión de algunas granadas que reventaban a nuestra inmediación; la caballería nuestra que luchaba contra aquella corriente para pasar adelante, producía un efecto desmoralizador y terrible entre los soldados que impasibles observaban aquel desorden. Nunca los atacameños dieron mayores pruebas de disciplina que en aquellos terribles momentos. Y mientras tanto nadie venía a comunicarme orden alguna y nadie entre nosotros tenía idea de cuál fuese la posición del enemigo.

Ordené al regimiento que se apoyase contra la muralla a fin de dar paso a la caballería, que demoraba tanto en pasar.

Al fin vino un ayudante que me dijo de orden del general en jefe que marchase al trote a ocupar la derecha de nuestra línea. Y ¿cuál era la derecha de nuestra línea? El ayudante tampoco lo sabía».



Al fin, luchando con todo género de obstáculos, derribando tapias, saltando acequias de regadío y avanzando siempre diagonalmente hacia la derecha para dejar campo expedito a la formación de sus diversos cuerpos, el coronel Lynch llegaba una hora después de rotos los fuegos a su línea de tiro y lanzaba al frente, como de costumbre al regimiento mártir del ejército, al valeroso 2.º de línea, mutilado en todas partes, en Tarapacá, en los Ángeles, en Tacna, en Chorrillos, pero siempre a la vanguardia y esta vez a las órdenes de su bizarro comandante don Estanislao del Canto, soldado cabal y cumplido como el acero de su cinto. Y en pos del 2.º marchó corriéndose a la derecha el Atacama, y sucesivamente el Talca, el Colchagua, el Chacabuco, mandado este último ahora por su tercer jefe el mayor don Julio Quintavalla. Pero, a la manera de esos maderos que echados en la hoguera por una de sus extremidades van rápidamente consumiéndose, a medida que se les empuja hacia el fogón, así aquellos cuerpos, recibiendo de lleno en su marcha de flanco el fuego de la fusilería y de la metralla de la línea enemiga, se arremolinaban, costando inauditos esfuerzos a sus oficiales mantenerlos en línea. Por manera que aquellos maltratados regimientos, sin faltar a su deber ni a su consigna, no marchaban con sus antiguos bríos al asalto. Un soldado del Colchagua se arrastró fatigado hacia donde el coronel Lagos tomaba medidas enérgicas para sostener la batalla en toda su pujanza, y con voz dolorida le gritaba: «Mi coronel, estamos derrotados». «¡Fusilen a este miserable!», fue la única respuesta del enojado capitán, y desde este momento dio orden a sus ayudantes que a quien volviese cara, fuese coronel o tambor, lo matasen.

No cesaba, por lo que se habrá observado en el desarrollo de esta singular batalla, el peligro gravísimo de que el enemigo desbordase nuestra izquierda, como desde el primer momento había demostrado intentarlo, y al contrario, corrida hacia la izquierda mucha de su gente de su derecha que huía del terrífico fuego de la escuadra, se reforzaba así por sí sola su línea frente a aquella ala de la nuestra en que éramos comparativamente más débiles.

El mismo Piérola lo había comprendido así, y por esto, dejando su derecha al mando de Suárez y de Cáceres, había ido a situarse en el centro de su izquierda, más allá del reducto número 4.º, donde, preciso es recordarlo también, no llegaban las balas.

Contemplaba desde allí el generalísimo el aspecto total de la batalla, y como el viejo Carvajal en Xaxijaguana podía cantar el estribillo de los cabellicos desde la primera hora del combate. En el campo que miraba a su frente distinguía, aun sin el uso del anteojo, que grandes masas chilenas se acumulaban al pie de las lomas y se alistaban para flanquear su débil izquierda.

Era, en efecto, la brigada Barbosa, que reforzada por la Artillería de marina, por el batallón Melipilla y la brigada de artillería Emilio Gana, se aproximaba por órdenes expresas y perfectamente concebidas del general Baquedano, según en su lugar veremos, a decidir la batalla en esa dirección, ya que por la extrema derecha no tenía nada que temer.

Se dio cuenta al generalísimo peruano de lo serio de aquel peligro, y mandó avanzar fuertes guerrillas a su frente, ordenando a su propia escolta y a los lanceros de Torata, es decir, a toda su caballería (unos quinientos jinetes) que cargase.

«De repente -exclama un oficial peruano, aludiendo a esta carga en masa de la caballería peruana a fondo sobre nuestra derecha- de repente vimos a nuestra izquierda levantarse una gran nube de polvo: ‘Nuestra caballería carga!’, oímos decir, y todas las miradas se dirigieron ansiosas hacia una masa como de 200 caballos que salvó al galope unos mil metros del camino que conduce a San Juan. Se detuvo el grupo súbitamente. Dos o tres jinetes se desprendieron de él y se pusieron a hacer tiros de revólver.

La polvareda nos impidió ver más».



La situación en esa altura de la batalla y en esa ala era, al menos aparentemente, crítica, porque los que peleaban en el centro ignoraban que Barbosa estaba allí a su espalda, para prestarle su fornido brazo en el momento oportuno. Pero una maniobra tan acertada como heroica evitó al fin aquel riesgo en esa parte, un tanto remota del campo de batalla.

«Fuerzas peruanas -dice el coronel Lynch en su parte oficial al general en jefe- en número considerable trataban de envolver nuestra ala derecha; pero en ese momento me mandaba US. el regimiento Coquimbo, que al mando de su jefe el comandante don Marcial Pinto Agüero, se formaba en batalla en medio de las balas enemigas, y desfilando con la izquierda a la cabeza que dirigía su bravo y pundonoroso jefe, entró en línea con precisión admirable y sostuvo el avance que por ese frente hacia el enemigo apoyado por artillería de grueso calibre que tenía en los fuertes y por una columna de caballería que amenazó nuestra derecha».



El Coquimbo llegaba así en su hora histórica, y como en Maipo y en el Campo de la Alianza salvaba el día; porque los que vieron su despliegue en el fragor de la batalla aseguran que fue una cosa asombrosa, como si hubiera sido ejecutado al son de corneta en un día festivo en el campo de parada.

«El Coquimbo -refiere de sus nobles hechos un narrador de la batalla- recibió a eso de las cuatro de la tarde orden de abandonar la posición que ocupaba, escalonado frente a la izquierda enemiga y de marchar a contener su atrevido movimiento.

El comandante Pinto Agüero dio entonces la orden de desplegar el regimiento en guerrilla, yendo el primer batallón a las órdenes del capitán ayudante don Artemón Arellano y el segundo a las del mayor don Luis Larraín Alcalde. Siete compañías formaron línea frente al enemigo, y la 4.ª del 1.º que iba a quedar sumamente retirada del centro, a causa de la extensión de la guerrilla, hizo un cambio de frente avanzando la derecha, por lo que formó ángulo recto con el regimiento y cogió al enemigo de flanco. Este despliegue lo ejecutó el Coquimbo con tanto lucimiento y buen orden, como el más veterano de nuestros regimientos de línea.

Enseguida rompió sus fuegos con suma viveza, y bien pronto el combate se hacía encarnizado y terrible. Al ver la marcha decidida e incesante del regimiento chileno, el enemigo contuvo su avance como asombrado de que se hubiera puesto tan oportuno atajo a su oculta maniobra, y parapetándose tras las innumerables tapias de los potreros, hacía fuego de mampuesto por las aspilleras, perfectamente resguardado contra los tiros de nuestros soldados.

Se continuó entonces el fuego en avance, y lanzando a una el tremendo grito de: «¡Viva Chile!»; avanzó el Coquimbo como furioso torrente, saltando tapias, atravesando potreros, arrostrando impávido los innumerables disparos de los peruanos, rivalizando en ardor los oficiales con la tropa y los dos jefes con sus oficiales.

El enemigo, impotente para resistir el impetuoso ataque del bravo regimiento chileno, aterrado por el hermoso aspecto que presentaban aquellas ordenadas filas, acobardado por el estoico valor de sus atacadores, no reparó en que éstos avanzaban a pecho descubierto y que él se hallaba parapetado tras de invulnerables trincheras. Abandonando las primeras tapias que lo guarecían, huyó cobardemente a las segundas, no sin que muchos soldados fueran alcanzados por las balas del Coquimbo.

Los fugitivos abrieron desde aquí nuevamente nutrido fuego aumentado por los cuerpos que tras de ellas se encontraban ocultos, y de nuevo principiaron a hacernos terribles bajas».



El novicio Quillota venía en pos del Coquimbo conducido por su valeroso jefe, el comandante don José Ramón Echeverría que en su rostro marcial, animado de varonil sonrisa, marcaba a sus bisoños soldados la confianza de los veteranos. Con admirable intrepidez se precipitaba aquel pequeño batallón, que sólo en esa mañana había desembarcado en Chorrillos, llegado de Pisco donde había estado cerca de un mes de guarnición. Recibido a balazos por los propios nuestros que equivocaron su traje de brin sucio con el de los peruanos, más con la galana bizarría del primer fogueo, a la voz de su segundo jefe el valiente Daniel Ramírez, avanzaron los denodados quillotanos como los toros de sus valles hasta los parapetos enemigos, perdiendo un número considerable de jóvenes y valientes soldados y entre ellos al capitán don Pragmacio Vial, mozo de grandes esperanzas, natural de Melipilla de cuyo banco era cajero, puesto que abandonó por el honor de morir por su patria como los Santa Cruz y los Serrano de su pueblo.

Es de oportunidad advertir aquí que la mayor parte de nuestros cuerpos pelearon en las batallas de Lima con sus trajes de parada, aprovechando el envío de veinte mil uniformes recientemente hecho desde Europa.

Entre tanto, el efecto de la carnicera batalla era a esas horas cruelísimo y general en toda la línea.

«-¡Qué fuego se hacía allí! -exclama una relación peruana, hablando del reducto número 1 de su izquierda.

¡Qué cantidades de plomo vomitaban los Remington!, ¡qué sangre fría y desprecio por la muerte mostraban algunos jóvenes, cuyas manos habríamos querido estrechar! Uno que otro, tal es la verdad, levantaba los brazos y jalaba el gatillo; pero muchos también descubrían el busto, apuntaban con sangre fría y disparaban. Algunos graduaban la mira, observaban el efecto de su tiro, y se notaba en su rostro el deseo de centuplicarlos. Una de las ametralladoras colocadas en la cortina del reducto se descompuso, otra hizo fuego hasta el último momento. El oficial que la dirigía daba vueltas al manubrio como si se hubiese hallado en un simulacro.

Eran, entre tanto, las cinco de la tarde. Se veía a los chilenos avanzar más y más entre el reducto número 1 y 2; el fuego no era ya tan sostenido por nuestra parte; las municiones se agotaban.

Si hubiéramos recibido tropas de refuerzo -añade en esta parte el narrador peruano-, si hubiera habido municiones en abundancia; (y las había de sobra) si quienes tenían el mando superior de las tropas tendidas entre Velásquez, Quiros y los Perales, hubieran tenido un momento de inspiración; si éstos hubieran acudido, parte a sostener nuestra línea desfalleciente y parte a tomar a los chilenos por el flanco, cortando en la dirección de Surco, es evidente que habríamos dormido esa noche en las formidables posiciones que ya sólo tres mil hombres defendían contra un ejército de 15.000 soldados victoriosos de la víspera. Pero el momento terrible se acercaba y ya era un triste presagio de debilidad de nuestra resistencia.

Nosotros mismos, al recorrer de un lado a otro el reducto veíamos la gente no con menos entusiasmo que pocos momentos antes, pero sí agazapada detrás del parapeto, esperando que se enfriase el cañón de sus rifles que, caldeados por un fuego de tres horas, les despellejaba las manos, mientras el enemigo trataba, visiblemente, de interponerse entre los reductos número 1 y 2 y entre el 3 y 4».



Las pérdidas causadas en nuestra derecha a virtud de los fuegos encubiertos del enemigo no podían ser mas dolorosas. En la artillería de campaña, que en toda el ala se batía con vigor extraordinario, habían sido puestos fuera de combate no menos de diez oficiales. Los alféreces Torreblanca, (hermano del héroe de Pisagua y de los Ángeles) Araya, Baccarreza y Errázuriz habían caído en la batería del mayor Frías no lejos del barranco del mar; en la brigada Gómez recibía dos proyectiles el bravo teniente Faz, el mismo que había salvado un cañón en Tarapacá; y el Alférez Toro caía herido en un brazo, en los momentos en que el subteniente Eusebio 2.º Lillo, hijo del ilustre poeta y prefecto de Tacna, era gravemente herido en la batería Besoaín.

Casi al mismo tiempo era muerto al pie de los cañones del comandante Wood el teniente León Caballero, nieto de un arquitecto de Santiago, famoso en la colonia, y el alférez Rafael Gaete.

Pero la hazaña del Quillota y del Coquimbo en la extrema izquierda y una animosa acometida de los Carabineros de Yungay que al mando del intrépido comandante Bulnes se presentaron con brillante oportunidad en esa dirección, según habremos de referir más adelante, restablecieron la línea de combate en toda su extensión hasta la altura del 4.º reducto peruano, situado en el centro de su izquierda; y de este modo la batalla que se había mantenido indecisa durante hora y media, entrada ahora en su segunda faz.

«Una hora más -grita el ayudante de la reserva que en diversos pasajes hemos citado-. Una hora más, una hora decíamos, y hacía ya una hora que nuestros soldados disparaban sin cesar.

El ataque de los chilenos se dirigía solamente sobre la derecha de nuestra línea ocupada por la 1.ª división; y el punto a que se concentraba sensiblemente era la extrema derecha, precisamente la que había sido reforzada el día anterior.

Hacía dos horas, sin embargo, que combatíamos y la izquierda no daba señales de vida.

El coronel Cáceres dirigía su anteojo sobre las polvaredas que pudieran indicar tropas en marcha. Refuerzo ninguno. Eran mientras tanto las cuatro de la tarde y el fuego continuaba con gran vivacidad».



Dos horas de porfiada, sangrienta, horrenda lucha librada casi cuerpo a cuerpo, potrero de por medio, y allí los cercados tienen apenas la proporción de un anfiteatro, duraba ya la batalla, y ésta estaba ganada en sus alas y en su centro, a ejemplo de la de San Juan, por los chilenos.

Más que un combate, había sido aquella sorpresa recíproca un pugilato encarnizado y tenaz en que el notorio individualismo del chileno debería al fin triunfar.

El general en jefe, en efecto, recobrado de la emoción natural de su sorpresa y de su violento galope, porque su caballo de batalla herido en un pie se cargó a las riendas en el momento en que casi a quemarropa recibiera la primera descarga de los peruanos, dominaba ahora el campo y la acción general al pie del molino que en la mañana había servido de vigía a los chilenos. El valeroso general Maturana le acompañaba, y en más de una ocasión le hizo decir que allí corría un peligro inminente e innecesario, bastando él para las medidas de detalle que el combate requería a su vanguardia.

Entre tanto, la más viva preocupación del general en jefe no era la suerte de nuestra derecha y de nuestro centro que él veía suficientemente cubiertos. Con su ojo certero de soldado, condición de guerra que nadie se atrevería a negar a aquel caudillo que no sólo no ha perdido una sola batalla sino que jamás ha hecho una falsa maniobra, medía el campo en toda su extensión y se daba cuenta de que sólo siendo atacado vigorosamente por su izquierda podía perderse aquella gran partida prematuramente comprometida.

Los peruanos tenían en esa dirección sus cerros artillados, sus fortalezas inaccesibles de San Bartolomé y de San Cristóbal, minas de calibre, once batallones de la reserva y su caballería intacta compuesta de los Lanceros de Torata, fornidos negros del norte, la escolta del dictador y los restos del regimiento Rimac, unos seis mil hombres en todo.

Pero por fortuna no se movieron, como debieron haberlo hecho y como parecía obvio lo habrían ejecutado si la ruptura de los fuegos en su derecha hubiese sido la señal de una bien urdida traición, y no como en realidad fue una sorpresa recíproca de recíproco aturdimiento.

Pero aquella inmovilidad de plomo que ha hecho a los peruanos acusar de traición a los jefes de esa ala Echenique y Tenaud, dio lugar a que contramarchando a la derecha la brigada Barbosa (en marcha ya hacia Miraflores y en el camino de San Juan a Chorrillos) por órdenes directas del general Baquedano que le llevó el comandante Bulnes, y haciendo largo y peligroso rodeo al afanoso trote de sus regimientos, llegase en la oportunidad debida para sujetar su arranque en ese rumbo. Con la misma sagacidad que inspiró al general en jefe aquella medida, despachó desde el Barranco y por un camino de atravieso la brigada de montaña del mayor Gana que pertenecía a la división Lynch, haciéndola custodiar por el regimiento de Artillería de marina y el batallón Melipilla a través de los campos y de los senderos. Con este refuerzo la brigada Barbosa adquiría la solidez debida y el costado derecho de los chilenos se hacía completamente invulnerable, como su ala izquierda sostenida por la escuadra.

Se coloca aquí por su orden natural uno de los más hermosos y menos conocidos episodios de aquella batalla de episodios: la carga de los Carabineros de Yungay sobre la caballería peruana, en los momentos en que el dictador en persona hacía avanzar los lanceros de Torata y su propia escolta por su izquierda, según antes vimos. El comandante Bulnes, colocado en línea en las calles del Barranco junto con los Granaderos, recibía en efecto orden de ir a galope a rechazar el peligroso avance de la caballería por nuestra derecha, y salvando tapias y potreros, estuvo en pocos minutos en aptitud de obrar.

Los jinetes enemigos se habían hecho invisibles; pero luego se le presentó el valiente coronel don Gregorio Urrutia, jefe de estado mayor de la 1.ª división que en todas partes prodigaba su vida, y que acababa de ver a su hijo y ayudante suyo caer envuelto en una nube de polvo levantada por una bomba del San Bartolomé. Y este jefe, que había seguido con ansiedad el movimiento envolvente de los peruanos, condujo el intrépido regimiento chileno a un campo despejado donde podía organizarse y cargar. Mas apenas había destacado el bizarro Bulnes una mitad a cargo del teniente don Aníbal Godoy y dado la voz de: «¡carguen!»; huyeron como en todas partes los jinetes peruanos, a todo el correr de sus caballos. Los siguieron de cerca los Carabineros, perdiendo algunos de sus soldados y resultando herido el alférez Sotomayor, y con esta maniobra, la más oportuna tal vez del combate y cuyo honor cupo al general en jefe que la dispuso y a los jefes Urrutia y Bulnes que la ejecutaron, la extrema derecha de los chilenos quedó limpia de enemigos, algunos de los cuales habían osado llegar hasta las casas de San Juan donde tomaron prisioneros tres sirvientes de ambulancia.

Poco después aparecía por esa dirección la brigada Barbosa, y colocando sus doce piezas de montaña el mayor Gana en una cuchilla que Piérola denomina el Cerro amarillo, comenzó a cañonear los batallones de Tenaud. Acabó esto de desmoralizarlos, y de tal modo que cuando el dictador intentaba mover alguna parte de aquella fuerza para robustecer su centro, al llegar a la confluencia del camino de Lima con Chorrillos cuerpos enteros se fugaban hacia la ciudad.

Eran en ese momento las cinco de la tarde y la batalla de Miraflores estaba ganada en toda la línea bajo su faz estratégica y militar.

Faltaba sólo arrojar al enemigo de sus atrincheramientos, y esto sería sólo cuestión de músculo, de bayoneta y de reloj.

Con alguna anterioridad a la altura del combate que hemos venido trazando sólo en sus rasgos más salientes, el coronel Lagos se había apercibido que trabajado terriblemente el enemigo en su flanco derecho por la artillería poderosa de la escuadra y la de tierra que tenía a su frente, comenzaba a debilitar gradualmente el brío extraordinario de su primera hora y juzgó que era llegado el momento del asalto de las posiciones enemigas en toda su línea y especialmente en aquel estado.

Es asunto más digno, más congenial y apropiado al estro del poeta libre y grandioso que al molde helado en que el historiador vacía de ordinario sus juicios y aun sus márgenes, la pintura de aquel cuadro a la vez terrible y pintoresco en que se ve un ejército entero atravesar a pecho descubierto una llanura de fuego contra bien parapetado e invisible enemigo hasta llegar a su propia guarida y sacarlo de ella en la punta de sus armas y arrojarlo de parapeto en parapeto a su completa ruina y su castigo.

El regimiento Santiago, digno del nombre que llevaba inscrito en su bandera, y que durante lo más recio de la pelea había sido como la pieza de resistencia, eje real del ejército colocado en su centro y girando entre la victoria y la muerte en la trocha férrea de la vía que le cupo ocupar, fue el primero, en lanzarse al asalto salvando las altas paredes que lo habían al principio resguardado. El comandante Fuenzalida, no obstante su corpulencia, había sido el primero en salvar con la espada en los dientes aquella barrera de la muerte, y en pos de él, compañía tras compañía, la del valiente capitán arribano don Carlos Gatica la primera todo el regimiento se tendió en guerrilla en el pedregoso llano. Y como por la interposición de un muro lateral no oyese la voz de: «¡carguen!»; el comandante del segundo batallón don Anacleto Lagos, hermano del general, se trepó a la tapia fronteriza, en que las balas remendaban el silbido del viento y el ruido sordo del granizo, un mozo de corta estatura que ese día despertó la admiración de todo el ejército. Era el cirujano don Rodolfo Serrano, hermano del que sobre el puente del Huáscar habían dejado morir los peruanos con inmisericordiosa indiferencia y del que el día de la víspera cayera a las puertas de Chorrillos acometiendo la ciudad.

Pocas horas hacía que en hombros de soldados y en los suyos había llevado al último a su sepultura en aquel pueblo. Sobre sus manes aún tibios aquel oficial de raza había hecho el juramento de vengarlo. Y para cumplirlo al romperse los fuegos, y mientras el grito de: «¡traición!, ¡traición!»; resonaba en las filas, aquel mancebo, que retirado del cuerpo médico servía ahora de ayudante al coronel Lagos, había ido de hilera en hilera recomendando a los soldados de Santiago (que a la verdad no lo necesitaban) no dar cuartel, y así lo cumplieron. Serrano pertenecía a esa numerosa y escogida legión de médicos-soldados a quienes el absurdo o el favoritismo vedaba el derecho de curar a sus compañeros de armas, y forzados a elegir entre el patriotismo y el ocio, tomaron una espada para ayudarles a matar.

«Todo lo que se diga de la bravura de este oficial -exclama, en efecto, el comandante del regimiento Santiago, que en el elogio es parco, hablando del hermano menor de los Serrano- será pálido comparado con la realidad. Su valentía tornó en locura y se disputaba ser el primero en asaltar las trincheras y animaba a la tropa y la dirigía al lugar de más peligro».



Era este último el puente desbaratado que hemos señalado en el centro del campo de batalla y al cual, para estorbar el paso de los asaltantes, convergían todos los fuegos de las trincheras, fusilería, cañones y ametralladoras. Fue animando a su tropa en ese desfiladero donde sería derribado para no erguirse otra vez sobre su espada que llevaba levantada en alto, el bravo e inteligente capitán Silva del Canto, mozo de estudio que solía ganar su vida en los tribunales de Santiago. Y no lejos de él, junto al cauce, una bala atravesaba de parte a parte el cráneo al subteniente Adolfo Lagos, deudo inmediato del comandante general de la división.

A su turno y ya muy cerca de las trincheras, tres proyectiles herían al comandante Fuenzalida en el pecho y en el brazo, que todavía, después de un año, lleva en banda; pero dejando correr libremente su sangre aquel hombre tres veces heroico, no consintió siquiera en vendarse sino cuando tarde de la noche le obligaran a sentarse en un aposento de la estación de Miraflores para hacerle salvadora cura.

Vestía el regimiento Santiago, como el 3.º, el 4.º y el Caupolicán pantalón rojo en aquel día, y podía trazarse con la simple vista, antes de la recogida de los sepultureros, el itinerario de su obstinado, invicto heroísmo. El mismo Piérola que lo divisaba maniobrar en la hondonada, reuniéndose y dispersándose, al toque de la corneta, preguntaba a cada instante a sus azorados ayudantes: «Quiénes son esos colorados?».

Eran los hijos de Santiago, que ese día tomarían a los peruanos 30 cañones y 12 ametralladoras.

No era menos briosa la acometida del Concepción en su confín. Allí el cauce del barranco que da nombre al lugar se hace invadeable cuando la marea penetra por la arenosa playa; pero arrojándose en él con el agua a la cintura, los bravos de Penco acostumbrados a sus caudalosos ríos y precedidos por su jefe atravesaban la hondonada, desalojaban a bayonetazos de unos hornos de cocer teja que tenían a su frente al enemigo, y dejando nobles vidas esparcidas en su itinerario, llegaban a la meta con 106 bajas. Cayó en la carga el juvenil alférez Yusep que había recorrido una buena parte del mundo, y al alzar la cabeza para llamar a un corneta mató una bala al subteniente Claro, niño de 15 años que el día de la víspera había cambiado su jineta de sargento por un galón de honor para morir. Casi mortalmente quedó también herido en el campo el capitán Wenceslao Villar Eyzaguirre, preceptor de escuela de Batuco, mozo en quien el patriotismo era convencimiento y el pundonor guía, como en muchos de los que en su condición sirvieron en la guerra. Terán en el Santiago, Arroyo en el Coquimbo, Vivanco en los Granaderos, Elgueda, subjefe de la escuela superior de Illapel, muerto bajo la bandera del Chacabuco, y muchos otros. Eterno honor sea tributado a estos magnánimos defensores de la patria salidos de la cartilla que enseña y que redime! Bastarían sus nombres para ennoblecer la historia de esta guerra si los colegios y las escuelas de la república no hubiesen enviado su más rico contingente a las batallas. El asilo de desamparados de San José, de Santiago, tuvo por sí sólo once representantes en los campos de batalla.

La arrogancia con que marchó al asalto el batallón Caupolicán, que espaldeaba al Concepción (y a ambos un batallón del 3.º), es de fama legendaria desde que quien lo condujo en lo más reñido de la carga fue su segundo jefe el mayor Dardignac, «el bravo de los bravos». En los primeros momentos, este héroe chileno anduvo en las filas ofreciendo el fuego de su cigarro a sus jóvenes oficiales para sentir los latidos de su pulso, y formándoles enseguida en corrillo, les dijo que si después de la traición que se atribuía al enemigo alguno de ellos perdonaba una sola vida, les pediría satisfacción no como jefe sino como amigo.

El pundonoroso comandante don José María del Canto había hecho salir un momento hacia, y en obedecimiento a una orden general del comandante Barceló, la compañía de guerrilla del Caupolicán a las órdenes del valiente joven santiaguino don Enrique Bernales De Putron, y al asaltar la tapia que a todos protegía al grito de: «¡Viva Chile!», redoblaba el entusiasmo de los que quedaban.

El teniente de Bernales era el joven don Alfredo Valdés que allí sucumbiría gloriosamente. Uno de los hermanos capitanes Pereira Astorga que pertenecía a aquel cuerpo, caía también, pero envuelto en la bandera que con arrogancia suma conducía al frente de las filas.

Hecho todo esto, el impetuoso Dardignac, acompañado del valiente voluntario Rafael Penjean, hijo de un honrado mercader de Córcega, y de su fiel asistente Arredondo, bravo muchacho del barrio del Barón en Valparaíso que le llevaba el caballo por la brida, el héroe de La Verde avanzó y avanzó hasta que una bala, despedazándole el hueso de la pierna derecha, le produjo herida mortal a la que sucumbió días más tarde con estoicismo incomparable.

Uno de sus compañeros, el capitán santiaguino don Vicente Palacios, seguido de cerca del teniente Penjean, fue el primero en plantar dentro del fuerte Alfonso Ugarte el pabellón de Chile, y momentos después, entrando revueltos en el recinto soldados del Concepción, del Valdivia y del Caupolicán, tomó el mando de aquella revuelta fuerza el comandante Seguel a quien cupo el honor de la captura como a jefe. Lo seguían por diversos rumbos de la llanura su segundo y tercer jefe Herminio González y Enrique Astorga que allí se mostraron verdaderos héroes. Los capitanes del 3.º Fredes y Novoa, mozos valentísimos, iban también en aquel pelotón de hombres arrojados, tocando la carga un corneta de tiernos años que cayó muerto a su lado. El Valdivia, valerosamente conducido por sus dos jefes Martínez y Rodríguez, había venido sosteniendo aquella fuerza en su heroína carrera, distinguiéndose como siempre en la furiosa carga el capitán Troncoso de la 3.ª compañía; y no lejos de aquellos jefes, se había adelantado solo, o casi solo, el coronel Barceló, comandante general de la brigada, para hacer poner a la escuadra la señal de parar los fuegos.

Iba el impertérrito veterano por la mitad del llano, y reconociendo en el camino real al capitán de artillería Flores que se adelantaba en su caballo blanco, le gritó que se apartara de aquel sitio que la muerte barría con una onda compacta de plomo derretido. Mas no se había apagado la voz de cariñosa advertencia en la garganta del veterano, cuando el más noble adalid del ejército, a la par con Torreblanca y Dardignac, caía atravesado por una bala en su ancha sien. Hemos visto su sombrero de campaña, estilo de la India, y el proyectil homicida tocó sólo el borde de la visera para marcar su fatal paso. A su turno, el coronel Barceló, allí como en Tacna, era derribado por una bala que le atravesó de parte a parte el cuello dejándole, sin embargo, incólume: un verdadero milagro, porque los que le recogieron exánime del sitio, creyeron que no sobreviviría. De las tres columnas del regimiento Santiago, sólo el coronel Lagos quedó en pie en aquella espantosa brega, y así pudo socorrer aquella noche a sus dos amigos. Por la intimidad y la firmeza de estos tres hombres de guerra, un escritor insigne ha llamado pintorescamente la batalla de Miraflores: «la batalla de los tres compadres...».

La voz de la victoria, que es la mágica electricidad de las batallas, comenzó a correr desde esos momentos desde nuestra izquierda, y devolvía la confianza aún a los cuerpos más fatigados por la lucha, el plomo o el cansancio.

«En un grupo de Colchagua -dice una relación de la batalla- había comenzado a cebarse el desaliento.

Por más que los respectivos oficiales animaban sin cesar a su gente -dice el corresponsal Caviedes- nadie quería ser el primero en exponerse a las balas del enemigo, que disparaba desde sólo cinco o seis metros de distancia.

El capitán-ayudante del Colchagua don Adolfo Krug, que iba al mando del primer batallón, estaba ya ronco de animar a su consternada tropa, y al oír uno de los soldados sus voces, se atrevió a decirle:

-¡Vaya, capitán! ¿Por qué no va usted adelante? Entonces todos nosotros le seguiremos.

El capitán Krug aceptó el reto del soldado, y en compañía del capitán del mismo Colchagua don Pedro A. Vivar, que llevaba en la mano una bandera chilena, saltó intrépidamente las tapias, arrastrando con su ejemplo a la entusiasmada tropa.

El capitán Krug llegaba ileso al otro lado de la tapia, a pesar de que una bala enemiga le daba en medio del pecho; pero por fortuna se embotaba el proyectil en el poncho que llevaba terciado, y esto lo libraba de una muerte segura. El capitán Vivar, al contrario, era víctima allí de su temerario arrojo. Una bala de Peabody, penetrándole por la boca, iba a salirle por el cerebro y le producía una muerte instantánea.

Durante toda la batalla había dado el capitán Vivar las más elocuentes pruebas de valor y de serenidad. Su muerte, lejos de desalentar a la tropa, le dio ánimos y excitó sus deseos de vengar la sangre de aquel valeroso oficial que con la espada en una mano y la bandera chilena en la otra había avanzado a una muerte casi segura para señalar a sus soldados el peligroso puesto a que los llamaba su deber.

Todos, con el capitán Krug a la cabeza, asaltaron como un rayo las tapias del frente, haciendo espantosa carnicería en el atrincherado enemigo, que ni aun tuvo tiempo para poner pies en polvorosa.

Entre los oficiales del Talca que se encontraban en el grupo guiado al asalto por los capitanes Vivar y Krug del Colchagua, era herido el capitán don Eneas Fernández Letelier. El proyectil enemigo, penetrándole por el cuello, iba a salirle por la espalda, y le causaba por lo tanto una herida de suma gravedad. El capitán Fernández había marchado hasta entonces a la cabeza de su tropa, alentándola con sus palabras y su ejemplo, y ahora caía al atravesar el angosto callejón que separaba los dos campos contrarios».



Hablando a su vez de las sangrientas peripecias y aun las vacilaciones casi invencibles de su propio cuerpo en aquella revuelta jornada, el comandante Dublé Almeida refiere que en el ángulo de dos tapias en que el Atacama se había taimado en un avance, cayeron sus más nobles oficiales Ramírez, Zorraíndo y el bravo, sufrido y memorable coronel Martínez, jefe de la brigada y el Epaminondas de estas batallas gemelas de Chile.

El coronel Martínez había llegado adelante de sus soldados y se había adelantado a reconocer las posiciones enemigas con el impasible y silencioso valor que le era peculiar, hasta unas tapias desmoronadas que tenía a su frente. Se apeó allí del caballo, miró un trecho con su anteojo y volvió a subir a la silla para encaminar su brigada, después de sostener un corto altercado de jerarquía con el jefe de estado mayor de la tercera división, Gorostiaga, que allí se le presentó mostrándole el camino. Siguió entonces el rudo veterano su camino, siempre taciturno, y al apearse por la segunda vez de su caballo, una bala le atravesó el vientre. Su tristeza había sido notoria como su bravura, y desde la junta de Chorrillos la profunda melancolía de su rostro atezado y riguroso había impresionado a todos sus compañeros. ¿Era tal vez la memoria de sus sacrificados hijos la que así atormentaba su alma estoica?:

«El coronel Martínez -dice en su diario de campaña el jefe de estado mayor de la tercera división, hablando de los precisos momentos que precedieron a su caída- se mostró muy sereno, pero noté en él cierta tristeza que no estaba en armonía con su modo de siempre. Mis ayudantes me observaron igual cosa».



Sucumbía también heroicamente en aquel paraje, que parecía el apostadero de la muerte, el capitán del Aconcagua don Augusto Northenflicht que se había precipitado con un puñado de valerosos soldados de su cuerpo hacia los últimos atrincheramientos del enemigo y mientras una bala le atravesaba la frente al saltar una tapia el denonado segundo jefe del Atacama Rafael Zorraíndo recibía en la boca una bala que le quitaba instantáneamente la vida, y el capitán ayudante Marconi caía bandeado de su caballo junto a su jefe, después de cumplir sus últimas órdenes.

«Cuando volvía de cumplir su cometido -dice de él el comandante Dublé Almeida en su diario de campaña ya citado-, y en el momento que algo iba a decirme, una bala le atravesó el pecho entrándole por debajo de la tetilla derecha y saliendo por la espalda. El ayudante se inclinó sobre su caballo y enseguida cayó a la izquierda, quedándole enredadas las piernas en unas correas que tenía delante de la montura.

Bajé de mi caballo para sacarlo de esa posición y como no tenía fuerzas para levantarlo solicité la ayuda del coronel Urriola, que hacía algunos momentos nos acompañaba. Entre los dos colocamos al ayudante en tierra. Éste me conoció y me dijo:

-Siga su camino, señor, mi herida es mortal; que me coloquen donde no me dé otra bala.

Enseguida me entregó un lujoso puñal para que cuando viera a don Guillermo Matta se lo devolviera. Esta arma había sido obsequio de este señor. Marconi fue colocado detrás de una tapia y me despedí de él.

Vuelto a la línea de batalla, vi que la situación era difícil. Sostenían el fuego muy pocos de nuestros hombres. Casi todos se habían ido a retaguardia, detrás de las tapias, donde permanecían sentados e indiferentes a todo.

Anduve como doscientos metros a la derecha y encontré al comandante Canto, del 2.º de línea, que revólver en mano contenía en la línea de combate a los pocos que le quedaban.

Le había sucedido, más o menos, lo que a mí. Le pregunté que órdenes tenía, y me contestó:

-«Ninguna; me bato como me parece mejor.

Y esto mismo habían hecho casi todos los jefes de cuerpo. Observándole la presencia de caballería a nuestra derecha, me dijo que era la nuestra (era Bulnes después de su brillante carga).

Al mismo tiempo noto que regimientos nuestros andan a gran distancia a nuestra retaguardia y derecha (era Barbosa), y comprendo que nuestra situación es sólo mala en la apariencia; pero ¿cómo hacerla comprender a nuestros soldados? Convinimos con Canto en que los cornetas tocasen dianas, y nosotros corriendo a caballo con nuestros quepis levantados gritamos:

-¡Hemos triunfado: el enemigo en derrota!

A estas voces, repetidas hasta enronquecer, salieron de detrás de las tapias más de dos mil hombres de distintos cuerpos gritando: ‘¡Viva Chile!’. Aprovechamos este momento de entusiasmo de las tropas y avanzamos sobre la línea enemiga seguidos al trote por nuestros soldados. Viendo este buen resultado, nos juntamos con el comandante Canto y nos dimos un abrazo de satisfacción. Creíamos que el día era nuestro; pero no sabíamos absolutamente lo que pasaba en otros puntos de la línea».



Era aquella la hora más terrífica de la batalla, porque era su agonía.

«En estos momentos -exclama uno de los jefes que en aquella parte y ala de la batalla andaba- el fuego es vivísimo, la artillería e infantería atruenan los aires. Yo y mis ayudantes estamos bajo una bóveda de fierro y plomo en movimiento; nuestra artillería a retaguardia hace un fuego muy sostenido de cañón; nuestra escuadra manda bombas en todas direcciones; notamos fuegos de infantería por nuestra espalda de nuestros grupos de tropas perdidos en los potrerillos; están tirando muchos al vuelo; mucha gente está cayendo por nuestros mismos tiros; ¡qué diablos!, la leona es espantosa; parece que hasta el cielo está disparando armas de fuego; granadas enemigas con espoletas de tiempo revientan sobre nuestras cabezas, pero a una altura muy grande; el efecto es precioso: parecen voladores de luces que se pierden en el cielo y después revientan; mis ayudantes están muy contentos observando esta fiesta de los diablos».



Se batían todos los cuerpos del centro y de la izquierda chilena con el furor, casi con la angustia de la desesperación, y todos hacían titánicos esfuerzos por decidir la tremenda y ya prolongada brega.

Había perdido el regimiento Chacabuco, que peleaba no lejos del Atacama, la mayor parte de sus oficiales en Chorrillos, pero pudo ofrecer todavía un tierno y doloroso holocausto a su bandera. El subteniente Enrique Prenafeta, nieto de un soldado catalán de Maipo, niño de un raro valor, era derribado de espaldas al asaltar una trinchera y moría enseguida a bordo de uno de los «sepulcros flotantes» que se llamaron «transportes de heridos», con una energía extraordinaria para sus años. Era mozo de grande alma, y habiendo sido cadete y enseguida bachiller a los 18 años, escribía a su padre en esa época estas palabras que eran su divisa: «Necesito, señor, trabajar para llegar al grado más alto a que puede llegar un hombre».

¡Pobre niño! ¡La gloria le arrebataba en sus brazos en el primer ensayo de su arrogante y generosa ambición!

En cuanto al valeroso regimiento Coquimbo que en aquella ala decidía la batalla, y que ya había visto caer sucesivamente a sus tres primeros jefes y que mandaba ahora el valentísimo cuanto modesto capitán don Artemón Arellano, antiguo comandante de policía de Melipilla, se lanzó a consumar la obra que se le había encomendado y lo logró de una manera verdaderamente espléndida.

El Coquimbo avanzó iracundo. La falta de resistencia enconaba más y más su ánimo, y ahora sentía a la vez ira y desprecio contra aquel cobarde enemigo que fundaba su osadía, no en la voluntad y el valor de sus soldados, sino exclusivamente en las inmensas dificultades naturales y artificiales de las trincheras que lo cobijaban.

El regimiento chileno, saltando las tapias, atravesando a carrera la angosta extensión de los potreros, fusilando a los pocos que alcanzaba a cortar, pronto llegó a la linde meridional de la zona pedregosa a cuyo largo se hallaban extendidas las tropas de la primera división, y sin detenerse continuó embravecido su irresistible marcha, mientras los peruanos se acogían nuevamente tras las tapias del frente, detenidos por los cuerpos que se hallaban allí acantonados.

El hábil movimiento de flanqueo de parte de los peruanos estaba ya completamente desbaratado. El Coquimbo, que en pocos momentos había rechazado y puesto en fuga los numerosos cuerpos peruanos que marchaban a la cabeza del avance, daba brillante término a su importantísima tarea y adelantaba ahora, en compañía de toda nuestra línea de batalla, a atacar al enemigo en sus propios formidables reductos, tapias, trincheras y fortalezas.

Faltaba todavía al Coquimbo, o más bien, como lo expresa honradamente en su parte oficial el coronel Lynch, a todos los pelotones de los diversos cuerpos que se habían agrupado bajo su bandera, su última hazaña y su postrer asalto para consumar por completo tan señalada victoria en la extrema derecha de la extensa y quebrantada línea de batalla de los chilenos. Fue aquella el asalto verdaderamente heroico del reducto de la Merced, defendido con obstinación por los peruanos, que allí, a ejemplo de Arica, tenían por auxiliar formidable mina subterránea que estalló con horrísono estrépito. El héroe de aquel episodio de la batalla fue un joven subteniente, natural de Combarbalá, de cuyo cabildo era regidor y se llamaba José Rafael Salinas. Herido en la cabeza, empapado de sangre y montado en caballo oscuro como la pólvora que el mismo había quitado al enemigo, acaudilló por tres veces a los que querían seguirle hasta la fatal loma minada, verdadera fortaleza defendida por gruesos cañones sobre cuyas cureñas se precipitaban aquellos hombres poseídos de indómito y delirante entusiasmo.

Fue muerto también allí el subteniente del Coquimbo don Daniel Mascareño, escribiente de oficina en la Serena, pero dotado de tan vehemente energía que en Chorrillos perecieron no menos de 30 peruanos acorralados por él en una casa y a los cuales no quiso dar cuartel. Se distinguieron asimismo en ese asalto los capitanes Machuca, profesor del liceo de la Serena, Rahausen, el mismo intrépido Cazador del Desierto que entró el primero al fuerte de Tacna, y los subtenientes Arroyo, preceptor de escuela, y don Pedro Juan Covarrubias, natural de Coinco, minero en Caracoles, ensayador en Huanchaca, guerrillero en Calama que había entrado a su cuerpo de sargento y que herido en Chorrillos tuvo fuerzas para batirse con los suyos hasta el postrer momento. Entre los que volaron en el aire al estallar la mina, se contó a un subteniente del Atacama llamado Juan Luis Rojas, que su comandante quiso enviar a una ambulancia a fin de curarlo pero no sin su protesta porque él solo quería entrar a Lima «aunque fuese amarrado en un burro».

El capitán Arellano, como jefe de aquella tropa, se cubrió allí de imperecedera gloria, y un reflejo de ésta cupo al mayor Daniel Cuervo, ayudante del ministro de la guerra, y al comandante Gorostiaga que allí se hallaron en el momento crítico del porfiado y sangriento encuentro.

Diversa pero de igual manera arrojada era la maniobra que ponía fin a la batalla en el extremo opuesto de la extensa línea defendida ya apenas por el desdichado coronel Cáceres, abandonado, como Iglesias, a su suerte por el dictador:

-¡Hacía más de tres horas que combatíamos! -exclama un ayudante del ala derecha peruana- ¡La línea de fuego no se extendía sino desde el reducto número 4, y, sin embargo, no recibíamos ningún refuerzo!

Cáceres, desesperado, decía confidencialmente en un grupo:

-¡No tenemos ya municiones, estamos perdidos!

Reuniendo entonces el coronel Lagos todos los destacamentos aislados que, conforme a la incorregible costumbre del chileno, peleaban en todo el ámbito en que se escuchaban las dianas de la victoria, marchó adelante con cerca de tres mil hombres que confió al mando inmediato de los comandantes Fuenzalida y Gutiérrez del 3.º, cuyo cuerpo, allí como en Chorrillos, había estado fraccionado por compañías batiéndose en cinco o seis parajes diferentes. Y entre roncos gritos de entusiasmo, a manera de hirviente alud humano desbordado, aquella masa de combatientes que sobrevivían a la matanza de diez regimientos, salvando las trincheras abandonadas ya por los peruanos se precipitó a posesionarse de la estación y pueblo de Miraflores, llave estratégica de la derrota, porque la mayor parte de los fugitivos se salvaba por los rieles.

Habían olvidado los últimos en su pánico llevarse un convoy de carros cargados con víveres y municiones que aguardaba en la estación; pero resolvieron rescatarlo, y en sus últimos apuros despacharon una máquina blindada con tres o cuatro carros blindados y repletos de fusileros: «¡Vienen a llevarse el tren de víveres!...»; exclaman los hambrientos soldados de Lagos, y apartándose a ambos lados de la vía en dos filas los aguardan, comandados todavía por Fuenzalida y el mayor Castillo del Santiago.

Se acercó entonces impávidamente el tren de guerra a la estación haciendo nutridísimo fuego de rifle y de cañón; pero los cansados chilenos que no sólo disputaban ahora la gloria sino su pan, los atacaron con tal cólera y pujanza que la máquina a su turno tomó el camino de Lima llevando su convoy repleto de muertos y de heridos. Se oían claros los alaridos de los últimos cuando el fúnebre tren de la derrota con la máquina acribillada, daba contravapor y se alejaba.

Eran las cinco y media de la tarde, y después de tres horas de ruda, incesante, heroica lid sostenida casi cuerpo a cuerpo, la batalla de Miraflores estaba terminada. Y como para confirmarlo, un arco iris luminoso se ostentaba en ese momento cual si fuera una colosal bandera tricolor suspendida entre los Andes y el cielo.

La derrota de los peruanos había comenzado a pronunciarse en su derecha desde que, a eso de las tres y media de la tarde, los certeros disparos de la escuadra no sólo apagaron los fuegos de cañón del reducto Alfonso Ugarte sino que desmontaron sus dos piezas Rodman; y en el centro, antes que en su izquierda, cerca de las cinco, a virtud del implacable avance del Santiago y del Concepción, del Valdivia y del Caupolicán.

«De súbito notamos -dice uno de los ayudantes de la reserva peruana que se batía en esa parte de la línea junto al reducto número 2- que la tropa de línea que estaba a nuestra izquierda, en lugar de disparar en el mismo sentido que nosotros sobre el enemigo que se extendía por delante, hacía fuego por el lado contrario. El comandante general lo notó también. Estamos flanqueados, nos decíamos, y este es el momento decisivo. No bien había hecho estas rápidas reflexiones, cuando se produjo en las tropas cierto movimiento; algunos bajaron las gradas de la banqueta como para ir a ejecutar la orden de restablecer los fuegos de la izquierda.

El coronel Ribeiro que ponía el pie en el estribo en ese momento, se volvió y mandó a reforzar la izquierda. No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se abalanzaron algunos soldados al lugar designado; sus compañeros, que no conocían la orden de moverse, los imitaron, pero en masa; se produjo entonces una inexplicable confusión: hubo un desorden general y en menos de un minuto, sin explicárnoslo y como por efecto de un golpe mágico, se precipitaron esos soldados hacia afuera del reducto...

... La súbita interrupción de los fuegos del número 2, daba al agresor más valor y audacia. Había penetrado ya en nuestra línea, nuestros soldados caían por centenares en la retirada. El enemigo hacía un fuego infernal y el número de cadáveres se aumentaba a cada paso.

En los reductos había perecido mucha gente. Pero al salir de ellos, sea que fuesen atropellados por los caballos, sea que se encontrasen con los acequiones llenos de agua, sea que tuvieran que saltar tapias, y que todos estos obstáculos dieran tiempo al enemigo para hacer certeros disparos, lo cierto es que hubo una espantosa carnicería, y que al día siguiente una masa confusa de cadáveres señalaba el sitio de tan sangrienta vía crucis.

De súbito se dejó oír el grito: «¡Ahí viene la caballería chilena!»; y vimos en efecto a lo lejos una inmensa polvareda. Esa fuerza de caballería, a no dudarlo, se desplegaba en guerrillas como para recoger prisioneros, pero pronto reconocimos que era la nuestra.

Mientras todo esto se pasaba, el tiroteo continuaba debilísimo del lado del mar. Los fuertes de San Bartolomé, del Pino y la Calera de la Merced disparaban también de tiempo en tiempo. Pero más tarde los chilenos establecieron una batería en los cerros y de allí cañonearon casi perpendicularmente a este último reducto.

El camino real y los potreros estaban cubiertos de dispersos que se retiraban en medio de las bombas y las balas.

Por segunda vez presenciamos las escenas que para reorganizar el ejército tuvieron lugar en Miraflores. La caballería trataba de contener a los dispersos y les hacía tiros; éstos contestaban también y al través de zanjas, tapias y potreros, huían en pequeños grupos.

Nos reunimos en Surquillo. De cinco ayudantes uno había salido herido, Flavio Castañeda; dos habían sacado heridos sus caballos; de cinco ordenanzas, cuatro estaban heridos. Los fuertes disparaban con cortos intervalos.

La batalla había terminado. ¡Un arco iris se desplegaba majestuosamente en el cielo! ¡Oh, sarcasmo del destino!».



Quedaba sólo por consumar la persecución y la matanza, y ésta fue tan rápida como espantosa. Era casi imposible contener a los soldados y el cansancio más que las órdenes desobedecidas de los jefes contuvo a muchos casi en los suburbios de Lima.

«Fue horrorosa la carnicería que hicieron los chilenos durante la persecución -dice uno de los suyos-. Las cercanías de los fuertes, las tapias que los respaldaban, los potreros y huertos, los caminos y los callejones, todo quedaba sembrado con los cadáveres de los fugitivos. Por los callejones que hacia el lado de Tebes se dirigen a Lima y por el camino de este nombre, había a trechos verdaderas natas de cuerpos humanos. Gran parte de ellos eran de pobres serranos calzados con ojotas, pertenecientes a los batallones recién llegados a Lima de distintos puntos del interior.

Aquel rosario de cadáveres llegaba más allá de la hacienda de San Borja, hasta tres o cuatro cuadras de Lima por el lado de Barbones. Entre ellos habían muchos cuerpos de los caballos en que habían montado algunos jefes y oficiales para escapar con más ligereza de las certeras balas, pero que de ese modo lograron sólo llamar sobre sí la atención de sus perseguidores. Fue aquella una verdadera cacería, una corrida de huanacos humanos».



Las minas y las voces de traición generalizadas en toda la línea habían desbordado todos los límites del encono, y hubo oficial chileno que había perdido en las campañas dos hermanos, y que encontrando refugiados en una casa del camino hacia Lima hasta treinta peruanos, los hizo fusilar sin compasión en los sótanos en que se habían metido.

Entre los que más se avanzaron hacia Lima fueron notorios el teniente Serrano, el valiente mayor de Navales, don Loredano Fuenzalida, y el capitán de este mismo cuerpo Elías Beitía, oficial de primer orden que fue de capitán a la guerra y de capitán volvió a su sosegado puesto en uno de los bancos de Valparaíso.

En el postrer momento los Carabineros de Yungay dieron también un galope por los potreros, simple paseo de la tarde que un lápiz complaciente ha denominado «carga de Miraflores», y enseguida las tres divisiones durmieron, como los franceses en Marengo, sobre el campo de batalla. La brigada Barbosa en la chacra de Monte-Rico, la división Lynch en la pampa histórica de la Palma y la fatigada división Lagos en torno a la estación de Miraflores, cuyo pueblo, situado algunas cuadras al oriente, ardió aquella noche como había ardido el Barranco en la noche del 14.

Con excepción del combate de Tarapacá en que perecieron dos tercios de los que allí pelearon bajo la bandera de Chile, la batalla de Miraflores fue la más sangrienta, encarnizada y tenaz de nuestros anales. Cayeron allí, conforme a los estados oficiales 2.124 chilenos, siendo de estos 149 jefes y oficiales; y si bien estas cifras acusan una disminución de 1.186 víctimas sobre las hecatombes de San Juan y de Chorrillos, es preciso no olvidar que esas fueron dos batallas separadas y que en ellas tomaron parte, más o menos, todos los cuerpos del ejército.

En las batallas del 13 tuvo el último 3.310 bajas, contando con la matanza postrera y fratricida de Chorrillos, sobre un total de 23.000 combatientes; pero en Miraflores lucharon apenas 10.000 chilenos contra igual o mayor numero de peruanos, al paso que en las líneas de San Juan luchó desesperadamente el esfuerzo de cerca de 50 mil combatientes.

No debe olvidarse tampoco que de parte de los chilenos la 2.ª división, reforzada por un regimiento y un batallón de la 1.ª (la Artillería de marina y el Melipilla) no disparó un solo tiro.

Además, la mayor parte de los cuerpos, especialmente los que comandaba el coronel Lynch entraron a formar con un tercio menos de su efectivo y muchos con la mitad apenas de sus bravos oficiales. De éstos, 158 cayeron en las batallas del 13 a la cabeza de 23.000 hombres y casi igual número (149) sucumbió en Miraflores al frente de un tercio de aquella cifra.

Llamaron por esto los soldados a aquel terrible hecho de armas «la batalla de los futres» honrando a su manera el heroísmo de sus superiores, así como la honra de otros encuentros, y especialmente el de Tacna, había sido atribuida «al general Pililo», esto es, al hábil y generoso roto de Chile. En Tacna sobre 2.001 soldados, el cuerpo de oficiales tuvo sólo 107 bajas.

Reunidas en una sola fúnebre lista las tres batallas que costó, por una criminal demora, la posesión de Lima, arrojan un total de 5.443 víctimas de los cuales 1.299 se computaban a fines de enero como muertos y 4.144 como heridos, o sea un 20 por ciento de la cifra total del ejército expedicionario; pero tomando todo en cuenta no habría error de exageración en decir que esos hechos de guerra representan para Chile dos mil vidas y cuatro mil heridos, un gran total de seis mil bajas, cuando, en hora oportuna, un quinto de ese número nos habría asegurado harto más venturosa victoria.

Descendiendo en efecto a los detalles, tuvo en Miraflores la división Lagos, que entró al fuego con menos de 4.500 plazas, 1.131 bajas, es decir, una cuarta parte de su efectivo, al paso que la división Lynch, comprometida cerca de una hora más tarde, contó en la tropa una pérdida de 686 individuos, esto es, apenas un tercio de su matanza en Chorrillos donde dejó en el campo 1.843 soldados. Lynch perdió 92 oficiales al pie del Morro Solar y 53 al pie de los parapetos que en la llanura le cerraban el paso hacia Lima.

En todo, y tomando en conjunto las nóminas del campo de batalla y las de las ambulancias y hospitales de sangre, más crueles que el plomo de las batallas, la captura de Lima costó a la república en enero de 1881 las vidas de un coronel, 6 tenientes coroneles, 4 sargentos mayores, 24 capitanes, 25 tenientes y 55 subtenientes y aspirantes. Gran total 115 nobles hijos de Chile que sucumbieron en el puesto del deber. ¡La gloria y la gratitud perdurable de los siglos sea con sus manes!

Entre aquellas nobilísimas víctimas, holocausto del deber, la historia no puede dejar en el olvido la memoria de un joven marino que sucumbió en el desarme y casi en el reposo de la batalla al hacer extraer del ánima de un cañón del Blanco una granada cuya espoleta ardía después de la refriega: El teniente segundo don Avelino Rodríguez. Era este inteligente y valeroso joven natural de Santiago donde había nacido en 1854, y después de brillantes estudios en Chile los había perfeccionado a bordo de la marina de guerra de la república francesa, especialmente en los navíos acorazados el Magnánime y el Richelieu.

Llamado por el gobierno a servir en la escuadra de operaciones, hizo toda la campaña marítima y el 13 de enero mandó al pie del Morro Solar la lancha a vapor del Blanco a cargo de una ametralladora. Su muerte fue un duelo para la escuadra y especialmente para el almirante Riveros, que así lo manifiesta en su parte de la jornada.

Los peruanos, por su parte, desplegaron en el último de aquellos combates librado a las puertas de sus hogares un valor digno de menos desdichada suerte que la que allí les cupo. Se distinguieron los cuatro cuerpos de la reserva señalados del 2 al 8, sucumbiendo muchos de sus jefes y oficiales en los reductos que le fueron confiados. Vestidos con la humilde túnica de mezclilla azul del soldado raso, los representantes de la magistratura, del Congreso, de la prensa, de la administración, de la juventud, de la fortuna, perecieron en la lucha centenares de nobles hombres, cubriendo con sus cadáveres la brecha que cerraba el paso a los invasores hacia lo más santo que guarda y defiende el hombre: el hogar, emblema de la patria. Se contaron entre los primeros al doctor don Manuel Pino, juez jubilado de la corte superior de Puno, anciano de 60 años, a los jueces de letras de Tumbes y de Iquique, don Manuel Iribarren y don Félix Olcay, y el secretario de la junta de comercio don Francisco Ugariza.

Como salvaguardia de la ley de su patria, perecieron allí los diputados don Natalio Sánchez, segundo jefe del batallón 6 de reserva, el doctor Hernando, a quien su colega Quimper llama en su relación de la batalla el «puritano liberal», y el secretario de aquel cuerpo don Javier Fernández, ciudadano honorable que dejó diez hijos huérfanos.

La administración pública del Perú se hizo representar en aquel holocausto por los dos hermanos La Jara, vista el uno y tesorero el otro del Callao, los dos hermanos Los Heros, don Ramón y don Ambrosio, deudos del oficial que pereció en el Huáscar, y el primero oficial mayor del ministerio de relaciones exteriores. Sucumbieron también allí don Francisco Seguin, oficial de ministerio, don Ricardo García Calderón, secretario de la junta de ingenieros y don Samuel Márquez, hermano del célebre poeta y ex cónsul del Perú en Chile y otros países.

La prensa contribuyó con noble contingente, pero no figuraron entre los que allí supieron morir los insultadores sistemáticos de Chile, sino gente de más humilde nombre como el ciudadano don Enrique del Campo, administrador del Peruano, el cronista Carlos Amézaga, de La Patria y don Saturnino del Castillo, «autor de obras didácticas». El inteligente y popular tradicionalista Ricardo Palma se batió allí como los otros y escapó ileso, no así su mansión y su rica biblioteca americana, que fue aquella noche fatal presa de las llamas.

Se sacrificó también en aquella prueba noblemente la juventud de Lima, pereciendo un hijo del coronel Iglesias, el valeroso joven don Francisco Retes, que siendo dueño de una cuantiosa fortuna se hizo voluntario del Huáscar y cayó prisionero en Angamos, don Eugenio Lembeke, que dejó tierna desposada destinada a seguirlo loca a la tumba, y el adolescente don Carlos González Larragaña, cuya madre, hermosísima aparición de la juventud en lejanas tierras, le había dejado apenas alejarse del regazo. Entre aquellos generosos mancebos rindió también la vida el abanderado de San Marcos Torres Paz, un niño legendario en el Perú, bachiller en la Universidad y que había paseado la bandera de su claustro por entre el humo de San Francisco y de Tarapacá, de Tacna y de San Juan.

Entre los jefes superiores del ejército peruano las pérdidas fueron también numerosas y sensibles, prueba de la honrosa tenacidad con que se batieron. Resultaron heridos los generales Vargas Machuca, Silva y Segura, el último ya completamente sordo, el coronel Cáceres que sacó cinco heridas leves, Canevaro, herido en un hombro y muchos otros de menor cuenta que murieron como los comandantes Seminario y La Rosa que mandaban dos batallones de Piura (el 61 y el 67) el teniente coronel Suárez, segundo del batallón de Marina, el bravo indio Antay, los comandantes Calderón, Saavedra, Baluarte, Quiñones, Lastra y el jefe de los indios morocuches, llegados de Ayacucho en la víspera de las grandes batallas. Se llamaba el último el coronel Miola.

A la verdad, en cada reducto de la derecha y como para dar testimonio de su generoso patriotismo, quedó en su puesto algunos de sus comandantes: el coronel don Narciso de la Colina, ingeniero e industrial opulento de Iquique con su segundo el diputado Sánchez y el coronel Juan de la Fuente en el reducto número 2; el coronel Gómez en el 3.º y el coronel Richardson, del Callao, en el 4.º; todos jefes de la reserva, así como el coronel Carlos Arrieta que mandaba la Guardia Chalaca o reserva del Callao.

En el ejército de línea, además del pundonoroso coronel Aguirre, que en Chorrillos se abriera paso con los restos de su división y del coronel don J. M. Fanning que en Miraflores salió de sus trincheras, se contaron entre los muertos al coronel Díaz, jefe de la 3.ª división, el coronel don Hipólito de la Melena, jefe de zona, Ortiz y el bravo don José González llamado «el patón» subjefe de la 1.ª división, tan conocido por su porfiada defensa del palacio de Pezet en 1865.

Como jefes del cuerpo perecieron el coronel don Julián Arias y Araguez, comandante del Jauja y hermano del de Arica, los comandantes Odicio y Moreno de la Artillería, el coronel Verástegui, comandante del batallón Exploradores y el coronel arequipeño don Máximo Abril, antiguo prefecto y hombre de notoria influencia que servía ahora como edecán del Senado. En todo unos dieciocho o veinte coroneles del ejército y de la reserva.

Ni en muchos siglos olvidará el Perú tan cruel hecatombe; pero su propia sangre así generosamente vertida por el deber habrá tal vez de servirle de estímulo y de regeneración.

Con respecto a la carne anónima de cañón, la carnicería de los infelices peruanos fue espantosa, especialmente en la derrota, cual sucede de ordinario en las batallas americanas, o más bien en todas las batallas, desde Zama, derrota de Aníbal. Según una expresión del campamento chileno, que hemos citado, los cuerpos de los fugitivos «hacían nata» en algunos parajes, especialmente al bordo de las acequias y a las orillas de las tapias que no les era posible salvar. No sería exagerado calcular, a falta de estadística, en tres mil quinientas bajas las que allí tuvo el ejército peruano, si bien sólo se batió un tercio de su reserva. En las tres batallas perdieron los vencidos probablemente diez mil hombres, la mitad muertos.

En cuanto al dictador, jefe supremo y generalísimo de los ejércitos del Perú, no supo encontrar la muerte ni siquiera un vendaje que restañara en su propio pecho la sangre que a raudales su atolondrada arrogancia hiciera verter a sus desdichados compatriotas. Se mantuvo a la izquierda, donde no había peligro, durante toda la batalla, y allí como en San Juan y como en Chorrillos, se retiró casi solo, ordenando la disolución de la reserva, la destrucción de la escuadra en el Callao y encaminándose en la misma noche de su fuga hacia el corazón de las sierras, donde, después de vagar un año, sus propias tropas lo repudiarían.

A las doce de la noche el dictador se despedía al pie del San Cristóbal de sus favoritos Echenique y Tenaud, que como él no se habían batido.

Sería este el momento de tomar en cuenta y discutir lo que se ha llamado «la traición de Miraflores» perpetuándose este calificativo hasta la hora presente como un hecho consumado e irrevocable. Pero de la narración sencilla de los hechos que hemos venido trazando con la imparcialidad de la historia, inapelable por más que sea rigurosa, naturalmente se desprende que aquello fue sólo un fantasma que recíprocamente se apareció en uno y otro campo en alas de la sorpresa y de los pavores del primer instante. Sorpresa hubo, y ésta fue culpa evidente de los peruanos. Pero «traición» en el sentido genuino y deliberado de esta palabra y de su significación histórica y moral, no podía existir, desde que con disparar primero atolondradamente los peruanos se perdieron.

Se ha buscado por algunos la clave de aquella imputación en ciertos telegramas subalternos inconexos y sin responsabilidad encontrados en diferentes oficinas; pero además de que esas comunicaciones no hacen sino afirmar el hecho verdadero de que el ejército peruano estaba listo para combatir tras de sus tapias (lo cual ciertamente no era un hecho de traición), no avanza la más insignificante revelación sobre la felonía del generalísimo, único que podía haberla consentido y mandado ejecutar. Y por el contrario resulta que a nadie sorprendió más hondamente el súbito y fatal estallido del fuego que al dictador, ocupado evidentemente en esas horas de pactos de paz con el cuerpo diplomático y dispuesto a todos los sacrificios, excepto uno, el de su poder tan largo tiempo buscado y a costa de tanta sangre y de tantos sacrificios obtenido.

Pero aparte de que aquél sería tal vez el primer ejemplo de un ejército que dos veces vencido provocara deliberadamente una tercer batalla, teniendo a su frente un ejército superior y victorioso y una escuadra formidable en su flanco, para que hubiese habido traición era indispensable que hubiera habido plan, concierto, cómplices y ejecutores aleccionados, o lo que es lo mismo, era preciso que hubieran existido jefes apostados que aprovechándose de la sorpresa hubieran emprendido alguna maniobra eficaz, especialmente por nuestra derecha que en ese momento se hallaba totalmente desguarnecida, encontrándose la brigada Barbosa encargada de cubrirla a más de tres leguas de distancia por el rodeo de San Juan. Y precisamente fue esa ala de los peruanos la que se quedó inmóvil, cuando en su centro y su derecha obligaban sus fuegos a concentrar todo el ejército chileno disponible.

Y esta apreciación no es nueva porque esa fue precisamente la primera y correcta impresión del campo chileno, especialmente entre los hombres de guerra que conocían la guerra y no se dejaban dominar por pasajeras y vulgares impresiones del momento.

«En el cuartel general chileno -dice en efecto la relación políglota de las batallas de Lima que antes hemos citado y que fue impresa en esa ciudad en enero- dominó en los primeros días que siguieron al combate la idea de que la ruptura inesperada de los fuegos fue consecuencia natural de la vaguedad de ciertas estipulaciones del armisticio y resultado inmediato de la precipitación de algún jefe peruano bisoño y nervioso. Y esta interpretación encontraba su apoyo en la circunstancia de que, al principiar el ataque, el dictador peruano se hallaba acompañado de los principales ministros del Cuerpo diplomático de Lima, en torno de la mesa de once, en su alojamiento de Miraflores».



No; tras los parapetos de Miraflores no hubo traición porque no hubo propósito, ni premeditación, ni cálculo, ni connivencia, ni ejecución: hubo sólo sorpresa y miedo como ha ocurrido en cien casos semejantes.

Pero si bien la historia futura e imparcial de estos sangrientos combates absolverá de seguro al dictador del cargo de felonía, no limpiará ciertamente su fama de su egoísmo personal y de la infamia positiva de haber ocurrido por la primera vez durante la campaña al uso de las balas explosivas, hecho que ha sido en esta ocasión completamente comprobado.

Prescindiendo de todo esto, simples accidentes y episodios de una gran catástrofe, el resultado militar de la batalla de Miraflores nunca ni por un sólo momento pudo ser dudoso para los chilenos, ni logró ofrecer a sus adversarios la más remota esperanza de éxito. Y para probarlo será suficiente recordar que la mitad de nuestro ejército, esto es, la brigada Barbosa, la brigada Gana, es decir, la división Sotomayor toda entera, varios cuerpos de la división Lynch, como el Melipilla y la Artillería de Marina; el batallón Bulnes de la división Lagos; la brigada de artillería Emilio Gana, toda la caballería, compuesta de más de mil jinetes, el primer regimiento de artillería que fue retirado temprano del fuego, y por último, la escuadra puesta a tiro de rifle del flanco peruano y dominando su línea en toda su extensión, estaban allí intactos, cuando la derrota inevitable se pronunció en las aturdidas filas del enemigo.

No. Las batallas pueden tener sus incertidumbres, pueden los pueblos acariciar creencias absurdas, guardar a veces inextinguibles rivalidades; pero la augusta y reparadora verdad brilla al fin y sobre el campo de los cañones y al espesa humareda de la pólvora. No. Miraflores, como Guía, fue una sorpresa recíproca, pero no fue una traición. No fue propiamente una batalla campal de éxito dudoso, sino como Loncomilla, un pugilato encarnizado y terrible y una matanza bárbara y heroica, tardía y superflua: una verdadera fatalidad de la guerra.

Las puertas de Lima habían sido en efecto sacadas en sus dos goznes reales en San Juan y en Santa Teresa, y el sangriento combate de Miraflores no fue sino la brega terrible y obstinada de los que en la última avenida luchaban por entrar y por resistir en compacto torbellino de rifles, cañones, ensangrentados pechos y brazos crispados por el odio y por la cólera.

Miraflores no fue la última batalla del Perú, fue su hecatombe.

Su orgullosa capital quedaba a los pies del ejército de Chile tres veces vencedor allí como en Tarapacá y como en Tacna; y para dar fin al drama y a su historia, sólo se necesitaba abocar los cañones a sus portadas y marchar de frente y en columna de honor hacia su plaza, su catedral y su palacio.

Y eso fue lo que se hizo.

Sucesos de tal magnitud es lo único que nos queda por compaginar en esta crónica que ya toca a su fin como historia de la guerra y será lo que habremos de cumplir con suma brevedad en el próximo capítulo que es su epílogo.




ArribaCapítulo XXXIX y último

Entrada de los chilenos a Lima


(17 y 18 de enero de 1881)


La noche triste, nebulosa y fría que sucedió a la batalla de Miraflores, pasó sin señalada novedad en el campo profundamente dormido de los vencedores. El ejército chileno había peleado doce horas y media durante tres días casi sucesivos, y la victoria, como el vino generoso, trae blando sueño al encendido párpado y al cansado músculo. Después de la batalla duermen los muertos y los que han vencido. Sólo los que huyen velan.

A esos de las diez y media de aquella noche, se presentó en las avanzadas que mandaba, diez cuadras adelante de la estación de Miraflores, el capitán del Caupolicán don Eduardo Kinast, el coronel peruano Cavero trayendo cinco fusiles por delante de su caballo, y aunque venía preguntando por la tropa de su nación, todos comprendieron que quería entregarse para llorar bajo la tienda, como el Cavero de la Independencia bajo el mástil. Por él se supo que Lima estaba postrada y que no tardaría en rendirse. Piérola había huido.

Poco más tarde, a media noche, en las horas de las apariciones, se presentó una locomotora. Juzgándola enemiga, el coronel Gutiérrez que mandaba en Miraflores y velaba a la lumbre de su incendio, le hizo disparar dos cañonazos, pero era sólo mensajera de tratos de paz. Por su parte, el general en jefe, retirado a su tienda de San Juan, había dictado aquella misma noche a su secretario una comunicación dirigida al decano del cuerpo diplomático de Lima en la cual denunciaba la insigne deslealtad que había dado lugar en su concepto a la batalla de la tarde e intimaba que procedería a bombardear la ciudad hasta obtener su rendición incondicional.

La tienda de campaña del general Baquedano había sido instalada en el promedio del camino recto de San Juan a Chorrillos, a pocos pasos de la ramada que al abrigo de unas tapias albergaba al ministro de la guerra.

Aquella notificación fue inmediatamente escuchada, y a las dos de la tarde del domingo 16 de enero se presentaba en el cuartel general de Chorrillos el alcalde de Lima don Rufino Torrico, hijo segundo del general de este nombre, antiguo oficial de caballería y amigo de los chilenos en cuyos colegios se educara, mozo serio, de seso y de fortuna, íntimo además de Piérola y depositario de sus últimos votos e instrucciones.

Lo acompañaban, a título de fiadores, los ministros de Francia e Inglaterra, sus almirantes y el capitán Sabrano, comandante de la estación naval italiana en el Pacífico; y en una breve conferencia se pactó que Lima sería entregada inmediatamente, comprometiéndose el alcalde a desarmar los restos del ejército y a influir eficazmente para que el Callao, sus baterías y su escuadra fueran entregadas ilesas al vencedor.

No fue dable al último representante de la autoridad en el Perú cumplir sus empeños, porque en la noche de aquel mismo día, sueltas, desbandadas y hambrientas las tropas que la derrota había esparcido en Lima y el Callao, se echaron a manera de hordas feroces, primero sobre los puestos de comestibles y licores y enseguida sobre los más valiosos almacenes para ponerlos a saco, incendiando y matando cuanto encontraban en la vorágine de su sangrienta orgía, despedazando especialmente a los infelices chinos.

«Pretextando tener hambre -dice la relación sucinta de las tres últimas jornadas de Lima que se publicó en seis idiomas diversos en esta ciudad, en la primera semana de su ocupación por los chilenos-, pretextando tener hambre, se lanzaron sobre las tiendas de víveres de los inermes asiáticos: las puertas fueron voladas a disparos de rifle o despedazadas a hachazos, saqueadas y por último entregadas al fuego.

De ahí pasaron a los grandes y valiosos almacenes que acumulaban las joyas, telas y demás obras primorosas de la manufactura china, los cuales fueron robados y quemados como aquéllos.

Del numeroso comercio de esta nación, no ha quedado en Lima más que rastros humeantes y ensangrentados, porque al robo y al incendio se agregó necesariamente el asesinato de los infelices que intentaron salvar sus propiedades. Se calcula que no menos de trescientos asiáticos fueron inmolados en las calles de la ciudad y en las chacras circunvecinas.

Uno de los más acaudalados comerciantes chinos, cuando vio que sus almacenes ardían, hizo sellar sus libros de negocio en la Legación inglesa, y hoy prueba que ha sido víctima de una pérdida de ciento cuarenta y nueve mil libras esterlinas.

Las calles de Bodegones, Melchor-malo, Palacio, Polvos Azules, Zavala, Capón, Albaquitas, Hoyos y casi todas las que quedan abajo del puente, fueron otros tantos centros de estas escenas de horror y desolación.

En esta última parte de la ciudad, no sólo fueron asaltados y saqueados los almacenes asiáticos, sino también los de algunos italianos. En el de la Ninfa, perteneciente a súbdito de esta última nacionalidad, se encontró el cadáver de su dueño en la puerta del almacén.

La luz del sol del día 17 vino a alumbrar tantos y tan funestos cuadros.

La ‘Cuadra de Palacio’ se hallaba sembrada de cadáveres lo mismo que la de ‘Polvos Azules’, y las demás invadidas; pero donde había campeado el crimen bajo todas sus faces había sido en Hoyos, albaquitas, y abajo del puente, en donde las turbas habían destrozado lo que no podían poseer.

A las primeras horas del día acudieron las bombas a los lugares incendiados con el fin de extinguir el fuego; pero las turbas comunistas se oponían a viva fuerza a permitir que las bombas funcionasen.

Tan nutrido era el fuego que hacían sobre el cuerpo de bomberos, que este tuvo que abandonar el campo para salvar la vida, y entonces trataron de incendiar las bombas, logrando su intento con algunos carros.

Un bombero fue herido por bala de rifle.

Las colonias extranjeras que constituyen la guardia urbana de bomberos y salvadores neutrales, en vista de tantos crímenes y de que sus autores trataban de continuar su infame tarea de desolación, asumieron en la mañana del 17 una actitud enérgica. Solicitaron armas y municiones, que el señor alcalde municipal don Rufino Torrico se encargó de proporcionarles, e inmediatamente formaron algunas patrullas, que partieron a los lugares invadidos a disipar los grupos apostados en las calles, logrando contener la sangrienta bacanal que declinaba también por la fatiga del sueño y la embriaguez».



Idénticas, verdaderamente horribles y aun más atroces habían sido las escenas de despojo y muerte ocurridas simultáneamente en la población más impresionable y más revuelta de razas y pasiones del Callao. Gobernada esta plaza por un hombre de cerebro perturbado, ebrio y sordo, la tropa insolentada le había proclamado dictador en medio de infernales libaciones; y enseguida el populacho, y especialmente las mujeres, se habían entregado a todos los furores de la rapacidad y de la cólera. Aquel ruido de dos ciudades saqueadas, incendiadas, vilmente deshonradas por sus propios hijos en la víspera de su sumisión irremediable a un vencedor extranjero, tenía algo de bárbaro, inusitado y repugnante que presentaba desnudas las más culpables flaquezas del corazón humano que el deber, la religión y el trabajo no han redimido. En la media noche del 16 de enero de 1881, la comuna negra se enseñoreaba sin freno alguno en la capitán del Perú y en su puerto. Los Gutiérrez habían resucitado...

Se agregaba a este cuadro de espanto social, aviso precursor de la disolución moral de un pueblo, el espectáculo de la destrucción cobarde de todas las defensas de tierra del Callao y de sus buques y embarcaciones de todos portes, inclusos sus pontones. Sin sentirse con bríos para intentar siquiera una fuga que les habría permitido escapar dos o más de sus transportes, o morir combatiendo, o rendirse siempre en el puente de una nave, les había prendido fuego y echádolas a pique haciendo volar con dinamita todos los cañones, para lo cual estaban cavilosa y villanamente preparados de antemano.

Se habían encargado cada cual a su manera, de aquella obra de destrucción y de barbarie contra sí propios, especialmente cuando se estaba practicando el salvamento de la capital, el prefecto Astete, por lo que tocaba a las baterías de tierra y el comandante general de marina don José María García, llamado «el pelón», respecto de los buques, mientras el comandante Latorre bloqueaba el puerto sólo con cuatro naves insuficientes para custodiar una de sus salidas. Las detonaciones de las minas comenzaron a media noche y se prolongaron hasta el amanecer, ejecutándose todo en las sombras y en la impunidad como los crímenes privados y de lesa patria.

Quemaron así los peruanos los últimos restos de su poderío naval por sus propias culpables manos, y de esa manera completaron en el mar las postreras victorias de Chile. Su ponderada corbeta Unión, los transportes Rimac, Chalaco, Limeña, Oroya y Talismán, el monitor Atahualpa, gemelo del de Arica, su lancha Urcos, sus pontones mismos, como el Pachitea y el Apurimac, barrenados por torpedos de dinamita, desaparecieron aquella fatal noche en medio de espantosos estallidos y naufragios que simulaban la agonía de todo un pueblo.

Y fue esto de tal manera que para salvarse de sí misma la capital del Perú hubo de implorar de los chilenos, casi como una clemencia, la ocupación y apoderamiento inmediato de sus armas, que en lid abierta no habían sabido sujetar. Temprano en la mañana del 17 de enero el alcalde y postrer jefe político y militar de la capital del Perú dirigió al general en jefe del ejército chileno a su campo de Miraflores, una angustiosa nota que no era sólo una rendición, sino un dolorido llamamiento a la misericordia.

¡Caso extraño y revelador del porvenir, que sin embargo no fue escuchado por hombres presuntuosos, que malograron una era entera de generosos sacrificios! El Perú llamaba a los chilenos para salvarse del Perú, y Lima puesta de rodillas pedía a sus invasores de 1820 y de 1839 que apresurasen el paso para protegerla a sí misma. La nota suplicativa de su alcalde estaba, en efecto, concebida en los términos siguientes:

«Municipalidad y Alcaldía de Lima.

Lima, enero 17 de 1881.

Señor general:

A mi llegada ayer a esta capital, encontré que gran parte de las tropas se habían disuelto, y que había un gran número de dispersos que conservaban sus armas, las que no había sido posible recoger. La guardia urbana no estaba organizada y armada hasta este momento; la consecuencia, pues, ha sido que en la noche los soldados, desmoralizados y armados, han atacado las propiedades y vidas de gran número de ciudadanos, causando pérdidas sensibles con motivo de los incendios y robos consumados.

Con estas condiciones, creo de mi deber hacerlo presente a que juzgue conveniente.

He tenido el honor de hacer presente al honorable cuerpo diplomático esto mismo, y han sido de opinión que lo comunique a V. E., como lo verifico.

Con la expresión de la más alta consideración me suscribo de V. E. su atento y seguro servidor.

R. Torrico».



En consecuencia de estos sucesos y de lo pactado en la tarde del 16 de enero, tres mil hombres de las tres armas, de los que la batalla había dejado en mejor pie, se alistaron en el campo de Miraflores, y después de bruñir sus cañones y fusiles y de acepillar sus polvorosos trajes como para una fiesta de parada, se dirigieron a Lima a las tres de la tarde del lunes 17 de enero, llevando a su cabeza al general de brigada don Cornelio Saavedra, que acababa de ser nombrado gobernador militar de la ciudad y su distrito.

Se componía aquella hermosa columna de honor de los siguientes cuerpos, que en el orden apuntado desfilaron por las calles principales de la ciudad en dirección a la plaza pública, en medio de una población que se mostraba más curiosa que consternada. Tres baterías de campaña bajo las órdenes del coronel Velásquez rompían la marcha, precedidas de su banda que ejecutaba, no aires nacionales absurdamente prohibidos, sino alegres tocatas de marcha y pasos dobles de tropa como en las retretas. Seguía en pos el Buin y de la brigada Gana, vencedora en San Juan, los Zapadores de la reserva con el comandante Martínez a la cabeza, el batallón Bulnes destinado a la custodia de la ciudad, y cerrando la retaguardia, los lucidos regimientos de Carabineros y de Cazadores a caballo, terror de los peruanos y tema de admiración para los extranjeros, numerosísimos en aquella ciudad cosmopolita, «Babilonia de la América del Sur», según la expresión de Santa Cruz en una ocasión célebre.

Era aquella la primera muestra que se veía en Lima de la verdadera caballería sudamericana y la tercera entrada de su gloriosa, probada, invencible infantería.

Después de haber desfilado en compuesto y digno silencio pero con las frentes erguidas y el rostro fiero aquella brillante vanguardia a las 6 de la tarde delante del atrio de la Catedral, a cuyo frente se situara el jefe que la mandaba como para pasarle revista de honor, sus diferentes cuerpos se dirigieron a sus cuarteles, y la orgullosa ciudad de Lima era pacífica y totalmente ocupada a los dos años menos unos cuantos días, desde que el 14 de febrero de 1879 se emprendiera de hecho la guerra, azuzada por sus cábalas y sus codicias secretas.

Al día siguiente, 18 de enero, la división Lynch se dirigía asimismo al Callao, ocupando la plaza desmantelada y saqueada, a título de gobernador militar. Y algunas horas más tarde el coronel Lagos atravesaba de banda en banda la ciudad y el río por su puente histórico, camino de la chácara de Aliaga. Era éste el campamento destinado a la 3.ª división por el lado norte, mientras la división Sotomayor acampaba al pie de los cerros de Vásquez, que la dominan por el sur.

El general en jefe del ejército de Chile ocupado entre tanto de la piadosa faena de recoger los muertos, de salvar a los heridos y de reunir los trofeos inmensos de tres batallas y del asedio del Callao, no había consentido en entrar a Lima, dando en ello muestras relevantes de una digna modestia y del generoso apego al deber en todos los oficios de su noble carrera. Y resumiendo todo esto en un boletín sucinto pero que en sus cifras remedaba las más abultadas páginas de la gloria militar de pueblos famosos, decía así al gobierno de la nación a que servía.

«En nuestro poder ha dejado el enemigo municiones y material de guerra. Nos hemos apoderado de 222 cañones; en el Callao de 57, desde el calibre de a 1.000 hasta el de 250; en los dos campos de batalla de 41, desde el calibre de 600 hasta el de 32; y de 124 piezas de campaña y de montaña, comprendidas en estas 19 ametralladoras. Tenemos también recogidos hasta la fecha cerca de 15.000 rifles de diversos sistemas, más de 4.000.000 de tiros y una buena cantidad de pólvora y de dinamita. Agregaré a esto que el poder naval del Perú ha desaparecido tan completamente que no le queda ya en el mar el más pequeño falucho».



Hecho todo esto con el tesón infatigable de los deberes sin brillo, de la disciplina sin vanagloria y del triunfo sin ostentación, el general Baquedano se dirigió en la tarde de ese mismo día, 18 de enero de 1881, antevíspera de una fecha clásica en su vida de soldado y en la historia de la república, a la ciudad de Lima donde 42 años hacía, entrara con su ilustre padre, guardador entonces de su adolescencia. Al apearse en la puerta del palacio de gobierno, echó de ver que la gloriosa bandera tricolor de Lima y de Yungay, de Tacna y de Arica, de San Juan y Miraflores, no había sido aún izada en el mástil viudo de la mansión histórica de Francisco Pizarro, de San Martín y de Bolívar, y ordenó se levantara allí en permanencia en señal de definitiva posesión a la manera de los Cruzados y de los Conquistadores del nuevo mundo cuando cuatro siglos antes tomaran posesión de su suelo.

Se repartía así y se instalaba cómodamente en torno a la insensata ciudad que guardara durante siete años el pacto secreto de una conspiración continental fraguada contra Chile, el glorioso ejército que con sus bayonetas lo rompiera, en catorce batallas de mar y tierra. Y con este motivo llegados todos al término de la prolongada, fiera y sangrienta contienda, justamente enorgullecido de su obra común, el general en jefe les dirigía en la orden del día del 18 de enero estas palabras, que eran los ecos de la gratitud de Chile envueltos en los rayos de su gloria:

«Hoy, al tomar posesión, en nombre de la República de Chile, de esta ciudad de Lima, término de la gran jornada que principió en Antofagasta el 14 de febrero de 1879, me apresuro a cumplir con el deber de enviar mis más entusiastas felicitaciones a mis compañeros de armas por las grandes victorias de Chorrillos y Miraflores, obtenidas merced a su esfuerzo y que nos abrieron las puertas de la capital del Perú.

La obra está consumada. Los grandes sacrificios hechos en esta larga campaña obtienen hoy el mejor de los premios en el inmenso placer que inunda nuestras almas cuando vemos flotar aquí, embellecida por el triunfo, la querida bandera de la patria.

En esta hora de júbilo y de expansión quiero también deciros que estoy satisfecho de vuestra conducta y que será siempre la satisfacción más pura y mas legítima de mi vida haber tenido la honra de mandaros.

Cuando vuelvo la vista hacia atrás para mirar el camino recorrido, no se que admirar más: si la energía del país que acometió la colosal empresa de esta guerra, o la que vosotros habéis necesitado para llevarla a cabo. Paso a paso, sin vacilar nunca, sin retroceder jamás, habéis venido haciendo vuestro camino dejando señalado con una victoria el término de cada jornada. Por eso, si Chile va a ser una nación grande, próspera, poderosa y respetable, os lo deberá a vosotros.

En las dos últimas sangrientas batallas, vuestro valor realizó verdaderos prodigios. Esas formidables trincheras que servían de amparo a los enemigos, tomadas al asalto y marchando a pecho descubierto, serán perpetuamente el mejor testimonio de vuestro heroísmo.

Os saludo otra vez, valientes amigos y compañeros de armas, y os declaro, que habéis merecido bien de la patria.

Felicito especialmente a los jefes de división, general Sotomayor y coroneles Lynch y Lagos, por la serenidad que han manifestado en los combates y por la precisión con que han ejecutado mis órdenes; a los jefes de las brigadas y a los jefes de los cuerpos, por su arrojo y por el noble ejemplo que daban a sus soldados; a éstos, en fin, por su bravura sin igual.

Debo también mis felicitaciones y mi gratitud a mi infatigable colaborador el general don Marcos Maturana, jefe de estado mayor general, al comandante general de artillería, coronel don José Velásquez, que tanto lustre ha dado al arma de su predilección; al comandante general de caballería y jefes que servían a sus órdenes.

En cuanto a los que cayeron en la brecha, como el coronel Martínez, los comandantes Yávar, Marchant y Silva Renard, los mayores Zañartu y Jiménez y ese valiente capitán Flores, de la Artillería, que reciban en su gloriosa sepultura las bendiciones que la patria no alcanzó a prodigarles en vida.

Cumplido este deber, estrecho cordialmente la mano de todos y cada uno de mis compañeros de armas con cuyo concurso he podido realizar la obra de tan alto honor y de tan inmensa responsabilidad que me confió el gobierno de mi país.

Palacio de gobierno, Lima, 18 de enero de 1881.

Manuel Baquedano».



Quedaba de esta suerte cumplida, por la tercera vez en el curso incompleto de un siglo, la evolución antigua, misteriosa e irresistible que en la degeneración de los pueblos, de las razas y de las épocas iba marcando a Chile el sendero de su poderío y de su apoderamiento del Pacífico, aspiración de su pueblo, símbolo de su destino manifiesto y coronamiento de la obra inmortal de su ejército y marina, cuyas etapas hemos venido siguiendo con respetuosa adhesión e incontrastable fidelidad en los cuatro volúmenes de esta historia contemporánea consagrada a la verdad, a la gloria y a la imperecedera grandeza de la patria y de sus más nobles servidores.