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ArribaAbajoLibro III

De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios


Por cuanto en el precedente libro se ha probado ser la virtud acto voluntario y consistir en la elección y aceptación de nuestra voluntad, para que mejor se entienda esto, trata en el tercero de los actos de nuestra voluntad cuáles se hayan de decir libres y cuáles forzados, y si lo que se hace por temor es voluntario, o no, y en qué consiste la potestad del libre albedrío. Tras desto comienza de tratar, en particular, de cada género de virtud, y echa mano primero de las más estimadas, que es de la fortaleza o valerosidad; y tras della trata de la templanza, con las cosas que a ambas virtudes son anexas. En el primer capítulo propone la utilidad desta disputa. Después divide los actos forzosos en dos especies: unos que se hacen por violencia y otros por ignorancia; y propone sus diferencias. Disputa asimismo si las cosas que por temor de algunos males se hacen son voluntarias o forzosas, y prueba la acción dellas ser voluntaria, pues el principio dellas es la aceptación de nuestra voluntad; aunque si libre estuviese no las escogería, y por esto concluye ser acciones mezcladas de elección y violencia, y no ser del todo violentas. Porque si lo fuesen, no ternían alabanza ni reprehensión.


ArribaAbajoCapítulo I

Pues la virtud consiste en los afectos y en las obras, y las alabanzas y reprehensiones consisten asimismo en cosas voluntarias, y en las forzosas el perdón, y aun algunas veces duelo y compasión, por ventura que a los que tratan de cosa de virtud les es necesario definir cuáles cosas son forzosas y cuáles voluntarias. Esles asimismo útil a los legisladores para tasar las honras y castigos. Aquellas cosas, pues, parecen ser forzosas, que por violencia se hacen o por ignorancia. Violento es aquello cuyo principio procede de fuera, de tal suerte que no pone de suyo cosa alguna el que lo hace ni el que lo padece, como si el viento llevase algo a alguna parte, o los hombres que son señores dello. Mas las cosas que se hacen por temor de algunos males mayores, o por causa de algún bien, como si un tirano le mandase a uno que hiciese alguna cosa fea, teniéndole en rehenes sus padres y sus hijos, de tal suerte que si lo hace se librarán, y si no lo hace morirán, hay disputa si son cosas voluntarias o forzosas. En las cuales acontece lo mismo que en las tormentas y borrascas de la mar, cuando se alivian en ellas los navíos. Porque allí ninguno de su voluntad echa al hondo su hacienda, pero hácenlo todos los que buen seso tienen, por salvar su vida y las de los que van con ellos. Son, pues, los hechos semejantes mezclados, aunque más parecen voluntarios, porque cuando se hacen, consisten en nuestra mano y elección. Pero el fin de la obra consiste en la ocasión, y hase de decir así lo voluntario como lo forzoso cuando se hace. Y hacelo voluntariamente, pues las partes que son instrumento de aquel movimiento y su principio en las tales acciones, están en el mismo que lo hace, y cuando en el que lo hace está el principio del hacerlo, también está en mano del mismo el hacerlo o dejarlo de hacer. De manera que las tales obras son voluntarias. Aunque generalmente hablando, por ventura son forzosas, pues ninguno por sí mismo aceptaría el hacer ninguna cosa como aquellas. Aunque en hechos semejantes algunas veces son alabados los que alguna cosa torpe o triste sufren, por causa de algunos grandes bienes, y si lo contrario hacen son reprehendidos. Porque sufrir cosas muy feas, si no es por razón de algún grande o mediano bien, es, cierto, hecho de ruines. Pero en algunos hechos déstos no alabamos a los que los hacen, antes nos dolemos dellos, cuando por causa desto hace uno lo que no debría, y lo que a la natura humana excede, y lo que, en fin, ninguno sufriría. Porque cosas hay a que los hombres no han de ser forzados, antes han de morir sufriendo los más graves tormentos del mundo. Porque en aquel Almeon de Eurípides son dignas de risa las cosas que dice que le habían forzado, a matar a su madre. Es, cierto, algunas veces cosa dificultosa juzgar cuál se ha de escoger antes que cual, y cuál antes que cual habemos de sufrir, y más dificultoso el sufrirlo después que se entiende. Porque por la mayor parte acontece que lo que nos parece hacedero sea cosa triste y pesada, y a lo que nos fuerzan cosa fea y afrentosa. De do procede que los que se dejan o no se dejan vencer, son vituperados o alabados. ¿Qué cosas, pues, habemos de confesar ser violentas? ¿Generalmente no diremos que lo son aquellas cuya causa viene de fuera, y el que las hace no pone nada de su casa? Pero las cosas que de suyo son forzosas y violentas, pero en comparación de otras son más de escoger, y cuyo principio está en mano de quien las hace, ¿no diremos que de suyo cierto son forzosas y que en respecto de otras son voluntarias? Aunque más parecen cierto voluntarias, porque los tales hechos consisten en cosas particulares, las cuales son voluntarias. No es, pues, fácil cosa determinar cuál cosa primero que cuál habemos de aceptar, porque en esto hay en las cosas particulares muy gran diversidad. Mas si alguno quiere decir que las cosas apacibles y buenas son forzosas, pues estando fuera del alma nos competen, estará obligado a confesar que por la misma razón todas las cosas son forzosas, porque todos los que algo hacen, lo hacen por alguno destos fines. Y los que por fuerza y contra su voluntad lo hacen, entristécense de aquello; mas los que obran lo malo, por razón de su dulzura, hácenlo con contentamiento. Es cosa, pues, de risa dar la culpa a las cosas de defuera, y no a sí mismo, de que así tan fácilmente se deje cazar de cosas semejantes de las cosas buenas por sí mismo y de las deshonestas por su suavidad. Aquello, pues, parece ser forzoso, cuyo principio y origen está defuera, no poniendo de suyo nada el que es forzado. Pero de las cosas que por ignorancia se hacen, no son todas voluntarias, mas aquellas en que el haberlas hecho da tristeza y causa arrepentimiento, son forzosas. Pero el que hace por ignorancia alguna cosa y de haberla hecho no se duele, no diremos que la hizo voluntariamente, pues no lo sabía, mas tampoco diremos que la hizo forzosamente, pues no le pesa dello. De manera que de lo que por ignorancia se hace, lo que causa arrepentimiento forzoso parece, mas el que no se arrepintió, pues es diferente déste, es no voluntario; porque, pues es diferente, mejor es que tenga su nombre proprio. Pero parece cosa diferente el hacer una cosa por ignorancia del hacerla ignorantemente. Porque el borracho o el colérico no parece que por ignorancia hacen lo que hacen, sino por alguna otra causa de las ya tratadas; pero tampoco lo hacen a sabiendas, sino ignorantemente. Cualquier malo, pues, ignora lo que hacer debe y de lo que le conviene guardarse, y por semejante error se hacen injustos y perversos. No se debe, pues, decir forzoso, si uno no entiende lo que le conviene, porque la ignorancia en la elección o aceptación no es causa de lo que es forzoso, sino de la perversidad y tacañería; ni tampoco la ignorancia universal (que también se vitupera), sino la que acontece en una cosa particular, en la cual y acerca de la cual se ha de emplear nuestro oficio. Porque en tales el que lo hace, más es digno de misericordia y de perdón, pues el que tal cosa ignora, la hace contra su voluntad y forzosamente. No es, pues, cosa por ventura la peor de todas tratar de todo esto, qué cosas son y qué, tan grandes, y quién, y qué, y acerca de qué, y en qué lo hace, y aun algunas veces con qué como con instrumento, y por qué, como por salvar la vida, y cómo, si despacio o con prisa y fervor. Todas, pues, estas cosas el que algún juicio tiene no las ignora, cuanto más el que las hace. Porque, ¿cómo ha de tener ignorancia de sí mismo? Pero puede acaecer que uno ignore lo que hace. Como los que oran suelen decir, o que se les escapó algo de la lengua, o que no sabían que aquello era cosa que se había de callar, como le aconteció a Esquilo en las ceremonias de Ceres, o que queriéndolo mostrar se le cayó o soltó, como el que suelta una ballesta. Alguno también habrá que a su proprio hijo lo tome por otro y piense que es su enemigo, como le acaeció a Merope; otro que le parezca que la lanza tiene la punta roma teniéndola aguda, o que la piedra es tosca; otro que hiriendo a uno, por curarle, lo mate; otro que quiriendo hacer de sí demostración, hiera, como acaece a los que luchan con las puntas de los dedos. Habiendo, pues, lugar de ignorancia en todas las cosas desta suerte en que haya obras, el que algo desto hizo no entendiéndolo, forzosamente parece haberlo hecho, y señaladamente en las más principales obras, cuales parecen ser aquellas en las cuales consiste la obra y el fin della. Pero aunque lo que por semejante ignorancia se haga, se diga ser forzoso conviene con todo eso que la obra le dé pena y se arrepienta de habella hecho. Si lo forzoso, pues, es lo que por violencia o ignorancia se hace, aquello se entenderá ser voluntario, cuyo principio y origen consiste en el mismo que lo hace, y que entiende particularmente las cosas, en que las tales obras consisten y se emplean. Porque no es por ventura bien decir que lo que por enojo o por codicia se hace, es forzoso y violento. Porque cuanto a lo primero, ninguno de los otros animales se puede decir, que obra de su voluntad, ni menos los mochachos, si no esto, ¿cómo diremos que obran? Pues ni tampoco se puede bien decir que lo que por codicia o por enojo hacemos, lo hacemos de nuestra voluntad. ¿Diremos, pues, que lo bueno hacemos de nuestro grado y voluntad, y lo malo por fuerza y contra voluntad? ¿O es hablar de gracia y sin fundamento decir esto, siendo una misma la causa? Cosa, pues, por ventura parece fuera de razón decir que las cosas que se han de desear son violentas y forzosas, y vemos que por algunas cosas conviene que nos enojemos, y que algunas cosas deseemos, como la salud y la doctrina. Asimismo parece que las cosas forzosas nos son tristes y pesadas, pero las que apetecemos sonnos suaves y aplacibles. Finalmente, ¿qué diferencia hay entre ser forzosas las cosas que se yerran por deliberación o las que se yerran por enojo, pues ambas a dos maneras de cosas son de aborrecer? Y pues las pasiones y afectos que son fuera de razón no menos parece que hayan de ser humanos que los otros, y las obras del hombre también proceden de enojo y de codicia, cosa, pues, es fuera, de razón decir que tales cosas sean violentas y forzosas.

Ya que en el primer capítulo ha declarado cuál obra se ha de llamar forzosa y cuál voluntaria, y ha mostrado cuál manera de ignorancia hace la obra forzosa y cuál viciosa, y asimismo ha probado que lo que se hace por turbación de ánimo, no se puede llamar verdaderamente forzoso, en el capítulo II, por cuanto la virtud, como ya está dicho, consiste en elección y libre aceptación de nuestra voluntad, trata de la elección, que es lo que vulgarmente llamamos libre albedrío, y prueba ser éste proprio del hombre, y que no es todo uno ser voluntario y proceder de libre albedrío. Ítem que no es todo uno voluntad y elección.




ArribaAbajoCapítulo II

Ya que habemos determinado cuál cosa se ha de decir voluntaria y cuál forzosa, síguese el tratar de la elección o aceptación, porque más proprio oficio parece que es de la virtud juzgar de las costumbres, que no de las obras. La elección, pues, cosa clara es que consiste en las cosas voluntarias, pero no es lo mismo que ellas; antes lo voluntario es cosa más general. Porque los niños y los demás animales participan de las acciones voluntarias, pero no de la elección. Y las cosas que repentinamente hacemos y sin deliberación, bien decimos que son voluntarias, mas no decimos que proceden de elección. Los que dicen que la elección es codicia, o que es enojo, o querer a cierta opinión, no me parece que lo aciertan. Porque la elección no es cosa común a los hombres y a los animales que carecen de razón, y eslo la codicia y el enojo, y el disoluto hace sus obras con codicia, mas no con elección, y el templado, al contrario, obra con elección, mas no cierto con codicia. Y la codicia es contraria a la elección, mas una codicia a otra no es contraria. A más desto la codicia consiste en lo suave y en lo triste, pero la elección ni en lo triste ni en lo suave. Pero .menos es la elección enojo, porque lo que con enojo se hace, en ninguna manera parece ser hecho por elección. Mas ni tampoco es querer, aunque le parece mucho. Porque la elección no consiste en cosas imposibles, y si se entendiese que une, las elige, nos parecería que está fuera de juicio. Pero la voluntad bien puede desear cosas imposibles, como si desease ser inmortal. Asimismo la voluntad bien se puede emplear en las cosas que el mismo hombre no las hace, como si yo quiero que algún representante gane la joya, o algún luchador; pero tales cosas ninguno las elige, sino las cosas que entiende él mismo haberlas de hacer. Finalmente, la voluntad enderézase al fin más particularmente, pero la elección consiste en las cosas que pertenecen para el fin. Como el tener salud querémoslo, más las cosas con que conservemos la salud, escogémoslas. También el vivir prósperamente querémoslo y lo decimos así que lo queremos, mas no cuadra bien decir que lo escogemos. En fin, generalmente hablando, la elección parece que consiste en las cosas que están en nuestra mano. Tampoco es opinión la elección, porque la opinión en todas las cosas parece que se halla, y no menos en las cosas perpetuas y en las imposibles, que en las que están en nuestra mano. Y la opinión divídese en verdadera y falsa, y no en buena y mala, mas la elección más se distingue con estotras diferencias. Ninguno, pues, creo dirá ni creerá ser todo uno opinión y elección. Mas ni tampoco es la elección particular especie de opinión. Porque por razón de elegir lo bueno o lo malo somos tales o tales, mas por creerlo no lo somos. También la lección consiste en escoger una cosa o huir della, o en cosa como ésta, mas la opinión en el entender qué cosa es, o a quién le cumple, o de qué manera. Mas en el tomar o dejar no consiste tanto nuestra opinión. Asimismo la elección es alabada por ser hecha en lo que más conviene, o por ser bien hecha, más la opinión por: ser verdadera. Por la misma razón escogemos aquellas cosas que sabemos ser mejores, pero pensamos ser así lo que de cierto no sabemos. Parece también que no son todos unos los que eligen las cosas mejores y los que las creen ser tales, sino que algunos hay que juzgan bien dellas, y por su vicio eligen lo que no les cumple. Ni importa disputar si la opinión precede a la elección o si se sigue, porque aquí no consideramos eso, sino si es lo mismo elección que opinión particular. ¿Qué diremos, pues, que es, o qué tal es, pues ninguna cosa de las ya tratadas es? Cosa voluntaria ya se vee que, es, pero no toda cosa voluntaria es eligible, sino aquella que está primero consultada. Porque la elección con razón se hace y con entendimiento, lo cual el nombre que en griego tiene nos lo significa, porque prohereton quiere decir: cosa que es a otra preferida.

Estas materias morales van unas de otras dependiendo. Porque de la felicidad dependió el inquirir la virtud. De ser la virtud hábito voluntario, dependió el inquerir qué cosas son voluntarias y qué forzosas. Del ser las cosas voluntarias, las que consisten en nuestra aceptación o elección, salió el tratar de la elección. Del decir que no toda cosa voluntaria tiene elección, sí no es primero consultada, nace agora el tratar de la consulta. Trata, pues, en este tercer capítulo Aristóteles de la consulta de nuestro entendimiento, y declara cuáles cosas vienen en consulta y cuáles hombres son aptos para consulta, y cómo la consulta es de cosas que pueden acaecer de varias maneras. Ítem que las consultas no son de los fines, sino de los medios, y cómo el verdadero consultar es inquirir primero el fin, y después buscar los medios para alcanzarlo; asimismo como sean de contraria manera la consulta y la ejecución; porque lo que en la consulta es lo primero, es en la ejecución lo postrero; y lo que allá lo postrero, en ésta lo primero, como se vee en el que edifica.




ArribaAbajoCapítulo III

Es de considerar si hay consulta en todas las cosas, y si se puede toda cosa consultar, o si hay algunas cosas que no admiten consulta. Aquello, pues, se ha de decir que cae en consulta, no lo que consulta un necio, ni lo que un furioso, sino lo que consultaría un hombre de juicio y entendimiento. Primeramente, pues, ninguno consulta de las cosas perpetuas, como digamos del mundo, o de cómo ternán proporción en un cuadrado el diámetro y el lado. Ni de las cosas que consisten en movimiento, y que siempre se hacen de una misma manera, ora por necesidad, ora por naturaleza, ora por otra cualquier causa como de los solsticios o términos del sol, o de sus salidas. Ni tampoco de las cosas que en diversas partes acaecen de diversas maneras, como de las sequedades o lluvias. Ni menos de las cosas que consisten en fortuna, como del hallarse un tesoro. Pero ni aun de todas las cosas humanas, como agora ningún lacedemonio consulta de qué manera los scitias gobernarían bien su república. Porque ninguna cosa déstas está a nuestra disposición ni gobierno. Consultamos, pues, o deliberamos de aquellas cosas que toca a nosotros el haberlas de hacer, porque éstas son las que restan por decir. Porque la naturaleza, y la necesidad, y la fortuna, y también el entendimiento, parecen tener ser de causas, y todo lo que tiene ser mediante el hombre, y cada cual de los hombres delibera de las cosas que a él toca el hacerlas y tratarlas. En las sciencias, pues, que son manifiestas, y que ellas para sí mismas son bastantes, no hay consulta; como en el escrebir de las letras (porque nunca disputarnos cómo se han de escrebir las letras), sino en aquellas que de nuestra deliberación dependen. Aunque no siempre destas cosas de una misma manera consultamos, como de las cosas de la medicina, o del arte de hacer moneda, y tanto más consultamos del arte de navegar que del arte de luchar, cuanto menos cierta es aquélla que ésta; y de las demás de la misma suerte. Y en las artes consultamos más que no en las sciencias; porque más dudamos en ellas que no en éstas, y el consultar acaece en las cosas que por la mayor parte son así, pero en alguna manera inciertas, y que, en fin, no hay en ellas cosa firme y cierta, y tomamos consejeros en las cosas graves, no confiando de nuestros proprios juicios como de no bastantes para entenderlo bien. Consultamos, pues, no de los fines, sino de las cosas que para ellos se requieren. Porque nunca el médico consulta si ha de sanar, ni el retórico si ha de persuadir, ni el gobernador de la república si ha de poner buenas leyes, ni, en fin, otro ninguno jamás consulta del fin, sino que, propuesto algún fin, consultan de qué manera y por qué medios lo alcanzarán. Y si parece que se puede alcanzar por muchos medios, deliberan por cuál medio más fácilmente y mejor se alcanzará, y si en un medio se resuelven, deliberan cómo se alcanzará por éste. Finalmente, aquella consulta, «¿por qué medio?» hasta tanto la. tratan, que lleguen a la primera causa, la cual en la invención era la postrera. Porque el que consulta, parece que inquiere y resuelve de la manera que está dicho, así como en la geometría una descripción. Pero parece que no toda cuestión es consulta, como las cuestiones matemáticas, mas toda consulta es cuestión, y lo que es lo último en la resolución, es lo primero en la ejecución. Y si en la consulta topan con alguna cosa imposible, no pasa adelante la consulta. Como si son menester dineros, y de ninguna parte se pueden haber. Mas si pareciere posible haberse, pónenlo por obra; llamo posible lo que podemos hacer nosotros, porque, lo que con favor de amigos hacemos, en cierta manera, nosotros mismos lo hacemos; pues el principio dello está en nuestra mano. Muchas veces consultamos de los instrumentos, y otras veces del uso dellos. Y de la misma manera en todo lo demás, unas veces se delibera por qué medio, otras de qué manera, y otras con cuyo favor. En todo lo cual, como habemos dicho, el hombre parece ser el principio de las obras, y la consulta es de lo que el hombre ha de hacer, y las obras siempre se hacen por otro fin. De manera que nunca el fin se pone en consulta, sino lo que conviene para alcanzar el fin. Tampoco se consultan las cosas particulares, como si esto es pan o si está cocido o hecho como debe. Porque estas cosas con el sentido se juzgan. Porque si siempre hubiésemos de estar consultando, sería nunca acabar; lo que se consulta, pues, y lo que se elige todo es una misma cosa; sino que lo que se elige ya es cosa determinada, porque lo que en la consulta se determina que se haga, aquello es lo que se escoge. Porque cuando uno reduce a si mismo el principio, y todo lo que precedió, para en él deliberar cómo lo ha de hacer, porque esto fue lo que escogió; véese esto claramente, por los antiguos gobiernos de república, que Homero imitó en sus poesías, en las cuales introduce a los reyes que dan razón al pueblo de las cosas en que se han determinado. Y, pues, lo que se elige es cosa que cae en consulta y deliberación, y que entre las cosas que a nuestro cargo y gobierno están, es digna de ser apetecida, la elección será un apetito consultado en las cosas que tocan a nosotros. Porque por haber desta manera juzgado en la consulta, sucede que apetecemos conforme a la consulta. Qué cosa es, pues, elección, y en qué cosas la hay, y cómo consiste en lo que pertenece para el fin, quede así sumariamente declarado.

Porque en lo pasado se ha dicho que la elección no es voluntad, pues ya está tratado de la elección, trata brevemente en el capítulo IV de la voluntad; llamamos voluntad en romance, no sólo la potencia del querer, que en griego se llama thelema, sino el mismo acto también del querer, que los griegos llaman bulesin, y en nuestra lengua, por no tener tanta diferencia de vocablos, lo uno y lo otro, llamamos de una misma manera. Declara, pues, cómo el querer o voluntad tira al fin, y cómo todo lo que queremos lo queremos por razón de ser bueno, o a lo menos, por parecernos a nosotros ser tal.




ArribaAbajoCapítulo IV

Que la voluntad o querer sea proprio del fin, ya está dicho arriba. Pero hay algunos que tienen por opinión, que la voluntad va enderezada siempre a lo que es bueno, y otros que no, sino a lo que ella le parece bueno. Y los que dicen que a lo bueno, han de confesar de necesidad que no es querido lo que quiere el que buena elección no ha hecho. Porque si querido fuese, sería bueno, y era, si acaso así acaesció, malo. Mas los que dicen que lo que se quiere es lo que se tiene por bueno, han de confesar, que las cosas no son naturalmente amadas, sino que cada uno ama lo que bien le parece, y a uno le parece bien una cosa y a otro otra; y aun acaece parecer bien a unos lo uno y a otros lo contrario. Mas, en fin, no basta esto, sino que habemos de decir que, en general y en realidad de verdad, aquello es de amar, que es de su naturaleza bueno, pero que cada uno ama lo que le parece bien, y que el bueno ama lo que es de veras bueno, y el malo lo que le da gusto. Como acaece también en los cuerpos, en los cuales a los que bien dispuestos están y salud tienen, les son sanas las cosas que son de suyo tales; mas a los enfermizos las contrarias. De la misma manera lo amargo y lo dulce, lo caliente y lo pesado, y todas las cosas desta misma manera. Porque el bueno de todas las cosas juzga bien, y la verdad que en cada cosa hay, él la conoce, y en todo género de hábito hay cosas buenas y también cosas aplacibles. Y en esto difiere el bueno muy mucho de los demás: en que en todas las cosas entiende la verdad, y es como una regla y medida dellas. Pero en el vulgo parece que el contento es causa del error, porque el contento o regalo, no siendo bien, lo parece ser. De suerte que eligen el contento o regalo como cosa buena, y huyen de la pesadumbre y fatiga como de cosa mala.

En el capítulo V demuestra Aristóteles en qué consiste la fuerza de la elección o libre albedrío, que es en tener facultad la voluntad de amar una cosa o su contraria, y seguir la una o la otra. Porque donde tal libertad no hay, no se dice haber libre albedrío. Como en el respirar no se dice tener libre albedrío, porque no está en nuestra mano el dejar de respirar. Pruébalo primero por razón, mostrando que no hay otra causa a quien atribuir estas obras sino la voluntad del hombre, y después por autoridad de los que hacen leyes, los cuales asignan premio para el bueno y castigo para el malo, en lo cual dan a entender ser obras libres la bondad y la malicia.




ArribaAbajoCapítulo V

Consistiendo, pues, el fin en la voluntad, y los medios que para él se requieren en la consulta y elección, las obras que acerca destos medios se hacen, conforme a elección serán, y voluntarias, en la cuales se emplea el ejercicio de las virtudes. Está asimismo en nuestra mano la virtud y también el vicio. Porque en las cosas donde en nuestra mano está el hacerlas, está también el dejarlas de hacer, y donde está el no, también el sí. De manera que si el hacer algo, siendo bueno, está, en nuestra mano, también estará en la misma el no hacerlo, siendo malo; y si el no hacer lo que es bueno está en nuestra mano, el hacer lo que es malo también estará en la misma. Y si en nuestra mano está el obrar bien y el obrar mal, y asimismo el dejarlo de obrar (pues en esto consiste el ser los hombres buenos o malos), también estará en nuestra mano ser buenos o malos. Y lo que algunos dicen que ninguno voluntariamente es malo, ni contra su voluntad próspero y dichoso, en parte parece falso y en parte verdadero. Porque verdad es que ninguno es dichoso o bienaventurado contra su voluntad. Pero el vicio cosa voluntaria es, o habemos de poner duda en lo que agora habemos dicho, y decir que el hombre no es el principio ni el padre de sus proprias obras como lo es de sus proprios hijos. Mas pues esto se vee claro ser verdad, y no tenemos otros principios a quien reducir las tales obras sino aquellos que en nuestra mano están, las obras, cuyos principios están en nuestra mano, también estarán en nuestra mano y serán voluntarias. Parece que conforma con esto lo que particularmente en cada una dellas cada uno juzga, y también lo que los legisladores han determinado, pues castigan, y dan la pena que merecen, a los que hacen las cosas ruines, si ya no las hacen por fuerza o por ignorancia, que no estuvo en su mano el remediarla; y a los que se ejercitan en buenas obras, hónranlos, casi exhortando a éstos y refrenando a aquéllos. Vemos, pues, que ninguno, exhorta a otro en las cosas que, ni están en nuestra mano, ni dependen de nuestra voluntad; porque superflua cosa sería persuadir a uno que no se caliente, o que no tenga dolor, o que no esté hambriento, o cosa alguna déstas, porque, no obstante la persuasión, lo padecerá. Y aun la misma ignorancia es castigada, si el mismo ignorante es causa della; como en los borrachos, a los cuales les ordenaron el castigo doblado. Porque el principio dello esta en su mano, pues pueden abstenerse del vino y borrachez, la cual les es causa de su ignorancia. Castigan asimismo a los que, de las leyes que están obligados a saber, ignoran algo, si ya no es muy dificultoso de saber, y lo mismo es en todas las otras cosas que parece que por descuido y negligencia se dejan de saber, pues esta en su mano no ignorarlas, siendo señores del considerarlo y poner en saberlo diligencia. Mas, por ventura, alguno es de tal calidad que no por no considerarlo es tal, sino que ellos mismos se son a sí mismos la causa de ser tales, viviendo disolutamente. Y de ser unos injustos o disolutos en la vida, es la causa elevarse los unos a hacer agravios, y los otros al comer y beber demasiado, y a cosas semejantes. Porque cada uno sale tal, cuales son las obras en que se emplea y ejercita. Lo cual se vee claro en los que se ejercitan en cualquier ejercicio de fuerzas corporales y en sus obras, en las cuales, con el ejercicio, vienen a hacerse perfetos. Es pues, de hombre harto falto de sentido no entender, que los hábitos proceden del ejercitarse en los particulares ejercicios. Asimismo es cosa fuera de razón decir que el que agravia no quiere agraviar, y que el que disolutamente vive no quiere ser disoluto. Y si el que hace agravio lo hace entendiendo lo que hace, de su propia voluntad es injusto. Mas el que una vez ya es injusto, aunque quiera, no se podrá abstener de hacer agravio y ser justo; de la misma manera que el que ha caído enfermo, aunque quiera, no puede estar sano, aunque sea verdad que de su voluntad haya caído enfermo viviendo disolutamente y no dejándose regir por el consejo de los médicos. Porque al principio estuvo en su mano el no enfermar, mas después que fue negligente en conservar su salud, ya no está en su mano; como el que arroja la piedra, ya no está, en su mano de detenerla; pero en su mano estuvo el echarla y arrojarla. Porque el principio dello en él estuvo. De la misma manera acontece al injusto y al disoluto: que al principio estuvo en su mano no ser tales, y por esto voluntariamente lo son tales; pero después que ya lo son, no está así en su mano dejarlo de ser. Ni solamente los vicios del alma son libres y voluntarios, mas aun, en algunos, los del cuerpo, a quien solemos reprender. Porque los que de su naturaleza son feos, ninguno los reprende, sino los que lo son por flojedad y descuido. Y lo mismo es en la flaqueza, debilitación de miembros y ceguedad. Porque del que naturalmente es ciego, o por enfermedad, o por algún golpe de desgracia, ninguno hay que se burle: antes se duelen de su infortunio todos. Mas al que por beber mucho, o por otra alguna disolución, viniese a cegar, todos, con muy justa razón, lo reprenderían. De manera que de las faltas o vicios, aquéllos son dignos de reprensión, que, acaecen por nuestra propria culpa; mas los que no suceden por culpa nuestra, no merecen ser reprendidos. Lo cual, si así es, también en las demás cosas los vicios que merecen reprensión estarán en nuestra mano. Y si alguno hobiere que diga que todos apetecen aquello que les parece ser bueno, y que ninguno es señor de su aparencia o imaginación, sino que a cada uno le parece tal el fin cual cada uno es, decirle hemos que pues cada uno es a sí mismo causa de sus hábitos en alguna manera, también en alguna manera será él mismo causa de su aparencia. Y si ninguno es a sí mismo causa de obrar mal, sino que lo hace por no entender el fin, pretendiendo que con estas cosas podrá alcanzar el sumo bien, y que el deseo del fin no es cosa fácil de quitar, sino que lo ha de tener como vista, con que juzgue bien y escoja el bien que en realidad de verdad lo sea, y que aquél es de su natural bien inclinado, que de su natural alcanzó esto perfectamente y cual conviene (porque aquello que es lo mejor y lo más perfeto, y que de otrie no se puede recebir ni menos aprender, halo de tener cada uno tal cual le cupo por su suerte), y que el alcanzar esto bien y perfetamente es la perfeta y verdaderamente buena inclinación: si alguno, en fin, hay que diga que todo esto es así, querría me dijese por qué más razón la virtud ha de ser voluntaria que no el vicio. Porque lo uno y lo otro tiene el fin de la misma manera, naturalmente, o de cualquier otra manera, puesto lo uno en lo bueno y el otro en lo malo; y todo lo demás que hacen, a este fin lo encaminan, de cualquiera manera que lo hagan. Ora pues el fin naturalmente no se les represente a cada uno tal, sino que sea algo que el en sí mismo tenga, ora sea el fin natural, y por hacer voluntariamente lo que al fin pertenece sea uno virtuoso, siempre la virtud será voluntaria, y por la misma razón lo será el vicio. Porque de la misma manera cuadra al malo tener facultad por sí mismo para las obras, que para conseguir su fin. Y pues si las virtudes, como se dice, son voluntarias (pues nosotros mismos somos, en alguna manera, causa de nuestros hábitos, y por ser tales nos proponemos tal fin), también serán los vicios voluntarios. Porque todo es de una misma manera. Habemos, pues, tratado hasta agora así, en general, de las virtudes, y propuesto su género casi como por ejemplos, diciendo que eran medianías y que eran hábitos, y de dónde procedían, y cómo se empleaban en los mismos ejercicios de donde procedían, y por sí mismas, y cómo consistían en nuestro libre albedrío, y cómo eran voluntarias, y cómo habían de ser tales cuales la recta y buena razón determinase. Aunque no son de la misma manera voluntarias las obras que los hábitos, porque de las obras, dende el principio hasta el fin, somos señores, entendiendo las cosas en particular y por menudo; mas de los hábitos no, sino al principio. Aunque el acrecentamiento de las particulares cosas no se echa de ver sensiblemente, de la misma manera que en las enfermedades. Mas porque estuvo en nuestra mano hacerlas desta manera o de la otra, por eso se dicen ser voluntarias. Tornándolas, pues, a tomar de propósito, tratemos en particular de cada una, qué cosa es, y qué tal y de qué manera, y juntamente se entenderán cuántas son. Y sea la primera de que tratemos la valerosidad o fortaleza.

Todo lo que hasta agora Aristóteles de las virtudes ha tratado y propuesto, ha sido en común, como él mismo, en el epílogo que al fin del precedente capítulo ha hecho, lo ha mostrado. Pero porque las cosas así en común dichas y tratadas no dan entera certidumbre, si mas en particular no se declaran, agora en todo lo que resta de las Éticas o Morales, trata de cada virtud en particular lo que conviene entender della. Y primeramente echa mano de la más generosa y más importante de las virtudes, que es de la fortaleza de ánimo; llámole las más generosa, porque todos los que en el mundo son de veras generosos han comenzado por aquí, haciendo grandes hazañas en cosas de la guerra por la honra y libertad de su patria; de lo cual muchas naciones, pero señaladamente la española nación, puede dar ejemplos muy ilustres. Pues habiendo venido casi al cabo, como un enfermo ya de los médicos desconfiado, con el divino favor y sin ayuda de extranjeras naciones, no sólo tornó a cobrar su perdida tierra, pero ha extendido su poder hasta las más remotas partes del Oriente y del Poniente, descubriendo nuevas tierras y naciones, de que quedaran atónitos todos los pasados si hoy día fueran vivos. Declara, pues, cuál es la verdadera fortaleza de ánimo, y cuál no es fortaleza, sino atrevida necedad.




ArribaAbajoCapítulo VI

Que la fortaleza de ánimo, pues, sea una medianía entre los temores y los atrevimientos, ya está dicho en lo pasado (porque allí se mostró ya claramente). Tememos, pues, las cosas espantosas, las cuales, hablando así generalmente y en común, son cosas malas. Por lo cual, definiendo el temor, dicen desta manera: que es una aprensión del mal venidero. De manera que todas las cosas malas nos ponen temor: como son la infamia, la pobreza, la enfermedad, la falta de amigos, la muerte. Mas no en todas estas cosas parece que se emplea el hombre valeroso. Porque algunas cosas hay que las conviene temer, y el hacerlo así es honesto y el no hacerlo es afrenta, como la infamia. La cual el que la teme es hombre bien inclinado y de vergüenza, y el que no la teme es desvergonzado. Aunque a éste, algunos, como por metáfora, lo llaman valiente, porque tiene algo en que parece al hombre valeroso, pues también el hombre valeroso es ajeno de temor. Mas la pobreza ni la enfermedad no son cosas tanto de temer ni, generalmente hablando, todas aquellas cosas que, ni proceden de vicio, ni están en nuestra mano. Mas ni tampoco por no temer estas cosas se puede decir un hombre valeroso, aunque también a éste, por alguna manera de semejanza, lo llamamos valeroso. Porque bien hay algunos que en las cosas de la guerra y sus peligros son cobardes, y con todo eso son liberales y en cosa del gastar su dinero francos y animosos. Ni tampoco se puede decir uno cobarde por temer no le hagan alguna injuria y fuerza en hijos o en mujer, o que no le tengan envidia, y cosas desta manera. Ni menos será valeroso el que habiéndole de azotar muestra grande ánimo. ¿En qué cosas temerosas, pues, se muestra un hombre valeroso sino en las mayores?; pues ninguno hay que más aguarde que él las cosas terribles. La cosa más terrible de todas es la muerte, porque es el remate de todo, y parece que para el muerto no hay ya más bien alguno ni más mal. Parece, pues, que ni aun en todo género de muerte se muestra el hombre valeroso, como en el morir en la mar, o de enfermedad. ¿En cuál, pues?: en el más honroso, cual es el morir en la batalla, pues se muere en el mayor y más honroso peligro. Lo cual se muestra claro por las honras que a los tales les hacen las ciudades, y asimismo los reyes y monarcas. De manera que, propriamente hablando, aquél se dirá hombre valeroso, que en la honrosa muerte y en las cosas que a ella le son cercanas no se muestra temeroso, cuales son las cosas de la guerra. Aunque, con todo eso, el hombre valeroso, así en la mar como en las enfermedades, no mostrará cobardía. Aunque como lo son los marineros. Porque los valerosos ya tienen la esperanza de su salvación perdida y les pesa de morir de aquella manera, pero los marineros, por la experiencia que de las cosa de la mar tienen, están con esperanza de salvarse. A más desto, donde hay esperanza de valerse de sus fuerzas o donde es honrosa la muerte, anímanse más las gentes; de las cuales dos cosas, ni la una ni la otra se halla en el morir de tales géneros de muerte.

En este, capítulo parece haber negado este filósofo la inmortalidad del alma, pues dice que no hay bien ni mal después de la muerte, y así ha de ser corregido con la regla de la verdad cristiana.

En el séptimo capítulo declara las diferencias que hay entre los hechos del hombre valeroso y los del cobarde, y los del atrevido. Y muestra cómo el valeroso ha de encaminar siempre sus hechos a fin honesto, y que las cosas peligrosas se aguardan por el fin. Del cual el que falta o excede, ya pierde el nombre de valeroso, y cobra el de cobarde o atrevido.




ArribaAbajoCapítulo VII

Pero no a todos son unas mismas cosas temerosas y terribles, sino que decimos que hay cosas que exceden a las humanas fuerzas, las cuales las teme cualquier hombre de juicio. Mas las cosas que al hombre tocan, difieren en la cantidad y en el ser más o menos. Y de la misma manera las cosas de osadía. El hombre, pues, valeroso en cuanto hombre, no se espanta, pero teme las tales cosas como conviene y como le dicta la razón, y esto por causa de lo bueno, porque éste es el fin de la virtud. Y estas cosas puede acontecer que se teman más y menos, y también que, lo que no es de temer, se tema como si fuese cosa de temer. En las cuales cosas acontece errar unas veces porque se teme lo que no conviene, otras porque no como conviene, y otras porque no cuando conviene, y otras cosas desta manera. Y de la misma manera habemos de juzgar de cosas de osadía. Aquel, pues, que aguarda y que teme lo que conviene, y por lo que conviene, y como conviene, y de la misma manera osa cuando conviene, aquel tal se dice hombre valeroso. Porque el valeroso sufre y obra conforme a su honra, y conforme a lo que la buena razón le dicta y aconseja; y el fin de toda obra es alcanzar el hábito; y la valerosidad y fortaleza de ánimo del hombre valeroso es el bien, y por la misma razón el fin; porque cada cosa se define por el fin; y el valeroso, por causa del bien, sufre y hace lo que toca a su valor. Pero de los que exceden, el que excede en no temer no tiene nombre (y ya habemos dicho en lo pasado, que muchas cosas hay que no tienen proprio vocablo), mas puédese decir hombre loco y sin sentido, y tonto, el que ninguna cosa teme: ni el terremoto, ni las crecidas de las aguas, como dicen que lo hacen los franceses. Mas el que en las cosas de temer excede en el osar, dícese atrevido o arriscado. Parece, pues, el arriscado hombre fanfarrón, y que quiere mostrarse valeroso; porque de la misma manera que el valeroso se ha en las cosas de temer, desta misma quiere mostrarse el atrevido; de manera que lo imita en lo que puede. Y así hay muchos dellos juntamente arriscados y cobardes. Porque en semejantes cosas son atrevidos, y las cosas temerosas no las osan aguardar. Y el que en el temer excede llámase cobarde, porque le es anexo el temer lo que no conviene, y como no conviene, y todas las demás cosas deste género. Falta, pues, el cobarde en el osar, pero más se muestra exceder en las cosas de molestia. Es, pues, el cobarde un desesperado, porque todas las cosas teme; en lo cual es al revés el valeroso, porque el osar, de buena esperanza procede. De manera que así el cobarde como el atrevido, y también el valeroso, todos se emplean en unas mismas cosas; pero hanse en ellas de diferente manera, porque aquéllos o exceden o faltan; pero el valeroso trátase con medianía y como conviene. Y los atrevidos son demasiadamente anticipados, y que antes del peligro ya muestran querer estar en él, y cuando están en él retíranse. Mas los valerosos en el hacer son fuertes, y antes dél moderados y quietos. Es, pues, la valerosidad o fortaleza (como está dicho) una medianía en las cosas de osadía, y de temor en las cosas que están dichas, las cuales escoge y sufre por ser cosa honesta el hacerlo y afrentosa el dejarlo de hacer. Pero el matarse uno a sí mismo, por salir de necesidad y pobreza, o por amores, o por otra cualquier cosa triste, no es hecho de hombre valeroso, sino antes de cobarde. Porque es gran flaqueza de ánimo el huir las cosas de trabajo y muerte, no por ser cosa honrosa el morir, sino por huir del mal. Es pues, la fortaleza de ánimo tal cual aquí la habemos dibujado.

Cosa es averiguada lo que Aristóteles dice en el principio de las Reprensiones de los sofistas, que unas cosas hay que de suyo son tales, y otras que, no siéndolo, quieren parecer ser tales. Como la mujer que de suyo no es hermosa, y con afeites quiere parecerlo. Y como el alatón, que no siendo oro, parece serlo, y como algunos hombres, que siendo bofos y de mal hábito de cuerpo, parece que están gordos. Y no sólo es esto verdad en las cosas exteriores, pero aun en las del ánimo; porque la malicia y astucia quiere imitar a la prudencia, y la crueldad a la justicia y otras cosas desta manera. Enseña, pues, Aristóteles en este octavo capítulo cómo discerniremos la verdadera fortaleza de ánimo de la que, no siendo, quiere parecerlo, y muestra no haberse de decir fuerte el que por temor es fuerte; como los que en la guerra temen de desamparar la orden militar por el castigo, o los que lo son por vergüenza, o los que con saña o cólera hacen cosas peligrosas. Todos éstos y los que desta manera fueren, no son fuerte, ni valerosos, porque no obran por elección ni lo hacen por fin honesto.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Hay también cinco maneras de obras que se dicen tener nombre de fortaleza. La primera de las cuales es la fortaleza o valerosidad civil, la cual las parece más que otra ninguna a la verdadera fortaleza. Porque los ciudadanos parece que aguardan los peligros por las penas estatuidas por las leyes, y por las afrentas y honras. Por lo cual aquella nación se señala sobre todas las otras en fortaleza, donde los cobardes en ningún precio ni honra son tenidos, y los valerosos son muy estimados. Tales nos los pinta Homero en su poesía, como a Diómedes y a Héctor. Porque dice Héctor así:


Porque haciendo eso, el mismo Polidamas
Verná por me afrentar luego el primero.



Y Diómedes, en el mismo Homero, desta manera:


    Héctor, que es el mejor de los Troyanos,
Dirá, si eso yo hago, que a las naves
Huigo por escaparme de sus manos.



Es, pues, esta manera de fortaleza en esto muy semejante a la primera de que se ha tratado: en que procede de virtud; pues procede de vergüenza y de apetito o deseo de la honra, que es uno de los bienes, y del aborrecimiento de la afrenta, que es cosa vergonzosa. Contaría también entre éstos alguno a los que son forzados por los capitanes a ser fuertes. Mas éstos tanto peores son que aquéllos, cuanto no lo hacen de vergüenza, sino de temor, y quiriendo evitar, no la afrenta, sino el daño. Porque los fuerzan a hacerlo los que tienen el gobierno, como en Homero, Héctor:


    Al que ir de la batalla huyendo viere,
Mostrando al enemigo cobardía,
A los buitres y perros, si lo hiciere,
Daré a comer sus carnes este día.



Lo mismo hacen los que tienen el gobierno o oficio militar, hiriéndoles si se apartan de la orden; y los que delante de alguna cava, o algunos otros lugares semejantes, ordenan algún escuadrón; porque todos hacen, en fin, fuerza. Y el que ha de ser valeroso, no lo ha de ser por fuerza, sino porque el serlo es ilustre cosa. Pero parece que la experiencia de las particulares cosas es una manera de fortaleza. Por lo cual tuvo Sócrates por opinión que la fortaleza consistía en sciencia. Porque en otras cosas otros son tales, y en las cosas de la guerra los soldados, pues hay muchas cosas que comúnmente tocan a la guerra, en las cuales éstos más particularmente están ejercitados; y porque los otros no entienden qué tales son, por esto ellos parecen valerosos. A mas desto, por la destreza que ya tienen, pueden mejor acometer y defenderse, y guardarse, y herir; como saben mejor servirse de las armas, y las tienen más aventajadas para acometer y para defenderse. Pelean, pues, con los otros como armados con desarmados, y como esgrimidores con gente que no sabe de esgrima; pues en semejantes contiendas no los más valerosos son más aptos para pelear, sino los más ejercitados y los más sueltos de cuerpo. Hácense, pues, cobardes los soldados cuando el peligro es excesivo y se veen ser inferiores en número y en bagaje, y ellos son los primeros al huir. Mas la gente de la tierra muestra rostro y muere allí, como le acaeció a Hermeo en el pueblo Corone a de Beocia. Porque la gente de la tierra, teniéndolo por afrenta el huir, quieren más morir que con tal vergüenza salvarse. Pero los soldados, al principio, cuando pretenden que son más poderosos, acometen; mas después, entendiendo lo que pasa, huyen, temiendo más la muerte que la vergüenza. Mas el hombre valeroso no es desta manera. Otros hay que la cólera la atribuyen a la fortaleza, porque los airados y coléricos parece que son valientes, como las fieras, que se arremeten contra los que las han herido, y esto porque los hombres valerosos también son, en alguna manera, coléricos. Porque la cólera es una cosa arriscada para los peligros. Por lo cual dice Homero:


Dio riendas a la cólera y esfuerzo
Y despertó la ira adormecida.



Y en otra parte:


La furia reventó por las narices,
La sangre se encendió con saña ardiente.



Porque todo esto parece que quiere dar a entender el ímpetu y movimiento de la cólera. Los valerosos, pues, hacen las cosas por causa de lo honesto, y en el hacerlas acompáñales la cólera; pero las fieras hácenlo por el dolor, pues lo hacen o porque las han herido, o porque temen no las hieran. Pues vemos que estando en los bosques y espesuras no salen afuera. No son, pues, valerosas porque salgan al peligro movidas del dolor y de la cólera, ni advertiendo el peligro en que se ponen. Porque desa manera también serían los asnos, cuando están hambrientos, valerosos, pues no los pueden echar del pasto por muchos palos que les den. Y aun los adúlteros, por satisfacer a su mal deseo, se arriscan a hacer muchas cosas peligrosas. No son, pues, cosas valerosas las que por dolor o cólera se mueven al peligro. Mas aquella fortaleza que, juntamente con la cólera, hace elección, y considera el fin porque lo hace, aquélla parece ser la más natural de todas. Y los hombres, cuando están airados, sienten pena, y cuando se vengan, quedan muy contentos. Lo cual, los que lo hacen, hanse de llamar bregueros o cuistioneros, mas no cierto valerosos: porque no obran por causa de lo honesto, ni como les dicta la razón, sino como les incita la pasión. Casi lo mismo tienen los que por alguna esperanza son valientes; mas no por tener buena esperanza son los hombres valerosos. Porque los tales, por estar vezados a vencer a muchos y muchas veces, son osados en los peligros. Mas en esto parecen semejantes los unos y los otros a los valerosos, que los unos y los otros son osados. Pero los valerosos sonlo por las razones que están dichas; mas los otros, por presumir que son más poderosos, y que no les verná de allí mal ninguno, ni trabajo. Lo cual también acaece a los borrachos. Porque también éstos son gente confiada. Mas cuando el negocio no les sale como confiaban, luego huyen. Mas el oficio proprio del hombre valeroso era aguardar las cosas que al hombre le son y parecen espantosas, por ser el hacerlo cosa honesta, y vergonzosa el dejarlo de hacer. Por lo cual más valeroso hecho parece mostrarse uno animoso y quieto en los peligros que repentinamente se ofrecen, que no en los que ya estaban entendidos porque tanto más aquello procede de hábito, cuanto menos en ellos estaba apercebido. Porque las cosas manifiestas puede escogerlas uno por la consideración y uso de razón; mas las repentinas por el hábito. Los ignorantes también parecen valientes, y parecen mucho a los confiados, aunque en esto son peores, que no tienen ningún punto de honra, como los otros. Y así, los confiados, aguardan por algún espacio de tiempo; pero los que se han engañado, si saben o sospechan ser otra cosa, luego huyen. Como les aconteció a los argivos cuando dieron en manos de los lacedemonios creyendo ser los sicionios. Dicho, pues, habemos cuáles son los verdaderamente valerosos, y cuáles, no siéndolo, quieren parecerlo.

En el capítulo nono hace comparación entre el osar y el temer, y muestra ser más propria materia suya 1as cosas de temor, que las de osadía.




ArribaAbajoCapítulo IX

Consiste, pues, la fortaleza en osadías y temores pero no en ambas cosas de una misma manera, sino que, principalmente en las cosas de temer. Porque el que en estas cosas no se altera, sino que muestra el rostro que conviene, más valeroso es que no el que lo hace en las cosas de osadía. Porque por aguardar las cosas tristes, como está dicho, se dicen ser los hombres valerosos. Y por esto la fortaleza es cosa penosa, y con mucha razón es alabada. Porque más dificultosa cosa es esperar las cosas tristes, que abstenerse de las aplacibles. Pero con todo esto, el fin de la fortaleza parece dulce, sino que lo escurecen las cosas que le estan a la redonda, como les acontece a los que se combaten en las fiestas; porque a los combatientes el fin porque se combaten dulce les parece, que es la corona y premios que les dan; pero el recebir los golpes, dolorosa y triste cosa les es, pues son de carne, a la cual le son pesados todos los trabajos. Y porque los trabajos son muchos y el premio por que se toman poco, parece que no contienen en sí ninguna suavidad. Y si lo mismo es en lo que toca a la virtud de la fortaleza, la muerte y las heridas cosa triste le serán, y contra su voluntad las recebirá; pero aguárdalas por ser cosa honesta el esperarlas, o porque el no hacerlo es cosa vergonzosa. Y cuanto más adornado estuviere de virtudes y más dichoso fuere, tanto más se entristecerá por la muerte. Porque éste tal vez era más digno de vivir, y éste sabe bien de cuán grandes bienes se aparta por la muerte. Esto, pues, es cosa triste; mas con todo eso no es menos valeroso; antes, por ventura, mas, pues en la guerra precia más lo honesto que no a ellos. Ni aun en ningún otro género de virtudes se alcanza el obrarlas con gusto y contento, hasta que se alcanza el fin en ellas. Pero bien puede ser que los que son tales no sean los mejores soldados de todos, sino otros que no son tan valerosos, y que otro bien ninguno no tengan sino éste. Porque estos tales son gente arriscada para todo peligro, y por bien pequeño provecho ponen sus vidas en peligro. Hasta aquí, pues, habemos tratado de la fortaleza, cuya propriedad fácilmente se puede entender como por ejemplo, por lo que está dicho.

No poca falta le hizo al filósofo, para el tratar bien esta materia de la fortaleza, el no entender las cosas del siglo venidero, y de la inmortal vida, que por la luz de la fe los cristianos tenemos entendida. Porque si esto él entendiera, no dijera un tan grave error como arriba dijo: que después de la muerte no había bien ni mal alguno, ni ahora lo acrecentara diciendo que el hombre valeroso muere triste, entendiendo los bienes que deja; porque no los deja, antes los cobra por la muerte muy mayores; y así vemos que aquellos valerosos mártires iban a la muerte, no tristes, como este filósofo dice, sino como quien va a bodas, certificados por la fe de los bienes que por medio de aquella fortaleza de ánimo habían de alcanzar. Y así parece que en esto de la inmortalidad del alma y del premio de los buenos y castigo de los malos, este filósofo anduvo vacilando como hombre, y nunca dijo abiertamente su parecer. Más a la clara habló en esto su maestro Platón, y más conforme a la verdad cristiana, que en los libros de República confesó infierno y purgatorio, y cielo y premios eternos, aunque no tan claramente como nuestra religión cristiana nos lo enseña con doctrina celestial. Esto he querido añadir aquí, porque cuando el cristiano lector topare con cosas semejantes, lo atribuya a que no tenían aquéllos luz de Evangelios, y que su dotrina era, en fin, de hombres, y dé gracias al Señor, que esta cristiana filosofía así le quiso revelar: que entienda más desto un simple cristiano catequizado o instruido en la fe, que todos juntos los filósofos del mundo.




ArribaAbajoCapítulo X

De la templanza y disolución


Declarada ya la materia de la fortaleza o valerosidad de ánimo, viene a tratar del segundo género de virtud, que es de la templanza, la cual es una manera de virtud muy importante para la quietud del mundo, pues los más de los males acaecen por falta della, apeteciendo muchos un contento y no pudiéndolo gozar todos, y moviendo, sobre quién lo gozará, grandes alborotos. Demuestra no consistir la templanza en todo género de contentamientos, sino en los corporales y que por el sentido se perciben. Después de haber tratado de la fortaleza, vengamos a tratar de la templanza; porque entendido está ser estas virtudes de aquellas partes que no usan de razón. Ya, pues, dijimos arriba que la templanza es medianía entre los placeres; porque menos, y no de la misma manera, consiste en las cosas de tristeza. En los mismos placeres parece que consiste también la disolución. Pero en cuáles placeres consistan, agora lo determinaremos. Dividamos, pues, los placeres desta manera, que digamos que unos dellos son espirituales y otros corporales, como el deseo de honra, o doctrina, porque cada uno déstos se huelga con aquello a que es aficionado, sin recebir dello el cuerpo ninguna alteración ni sentimiento, sino el entendimiento solamente. Los que en semejantes placeres se emplean, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, y lo mismo es en los demás pasatiempos y placeres que no son sensuales. Porque a los que son amigos de fábulas y de contar cuentos, y que de lo primero que a las manos les viene parlan todo el día, solémosles llamar vanos y parleros, mas no cierto disolutos. Ni tampoco a los que por causa de algunos intereses o amigos se entristecen. De manera que la templanza consiste en los placeres corporales, mas no en todos ellos. Porque los que, se huelgan con las cosas de la vista, como con los colores y figuras, y con la pintura, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, aunque parezca que se huelgan con ellos como conviene, o más o menos de lo que conviene. Y lo mismo acontece en las cosas del oído: porque a los que demasiadamente se huelgan con cantares o con representaciones, ninguno los llama disolutos, ni tampoco templados a los que se tratan en ello como deben; ni menos en lo que toca a los olores, sino accidentariamente; porque a los que se deleitan con los olores de las manzanas o de las rosas, o de los sahumerios, no los llamamos disolutos, sino a los que son amigos de almizcles y de olores de viandas. Porque los disolutos huélganse con olores semejantes, porque les traen a la memoria lo que ellos codician. Otros hay que, cuando tienen hambre, se agradan mucho de los olores de las buenas viandas, lo cual es proprio de hombres disolutos en comer; porque de ellos es proprio desear cosas semejantes; lo cual no vemos que acaezca en los demás animales, que con estos sentidos se deleiten, si no es accidentariamente. Porque ni aun los perros no se deleitan con oler las liebres, sino con comerlas, aunque el olor les dio el sentimiento dellas; ni menos el león se deleita con el bramido del buey, sino con comerlo. Pero dónde está sintiolo por el bramido, y por eso parece que se deleita con la voz. Y lo mismo es cuando vee un ciervo algún corzo: que no se deleita de verlos, sino de que terná con qué matar su hambre. Consiste, pues, la templanza, y asimismo la disolución, en aquellos deleites de que son también participantes los otros animales. Por lo cual parecen cosas serviles y bestiales; éstas son el tacto y también el gusto, aunque parece que del gusto poco o ninguna cosa se sirven. Porque el juzgar del gusto es proprio de los labrios, como lo vemos en los que gustan los vinos o guisan las viandas; de lo cual poco o no nada se huelgan los disolutos, si no han de gozar dello; lo cual consiste todo en el tacto, así en las viandas como en las bebidas, y también en lo que toca a los deleites de la carne. Por lo cual dice de un gran comedor, llamado Filoxeno Frigio, que deseaba tener el cuello más largo que una grulla, dando a entender que se deleitaba mucho con el tacto, el cual es el más universal de todos los sentidos y en quien consiste la disolución. Y así, con razón, parece ser de los sentidos el más digno de ser vituperado, pues lo tenemos, no en cuanto somos hombres, sino en cuanto somos animales. De manera que holgarse mucho con cosas semejantes y quererlas mucho, es cosa bestial. Porque los más ahidalgados deleites del tacto, como son los que consisten en los ejercicios de la lucha y en los baños, no entran en esta, cuenta. Porque el deleite y tacto del disoluto no consiste en todo, el cuerpo, sino en ciertas partes dél.




ArribaAbajoCapítulo XI

De la diferencia de los deseos


En el capítulo onceno va distinguiendo los deleites, y mostrando cómo dellos hay que consisten en cosas naturales, y dellos en cosas vanas, y dellos en cosas necesarias para el vivir, y dellos en cosas que los hombres se han buscado sin forzarles necesidad ninguna. Y muestra pecarse más en lo vano que no en lo necesario.

Mas entre los deseos, unos parece que hay comunes, y otros proprios y casi como sobrepuestos. Como el deseo del mantenimiento, que es natural, porque cada uno lo desea cuando dél tiene necesidad, ora sea seco, ora húmedo, y aun algunas veces el uno y el otro, y aun la cama (dice Homero) la apetece el gentil mozo y de floridos años. Pero tales o tales mantenimientos, ni todos los desean, ni los mismos. Por lo cual parece que depende de nuestra voluntad, aunque la naturaleza tiene también alguna parte en ello. Porque unas cosas son aplacibles a unos y otras a otros, y algunas cosas particulares agradan más a unos, que las que a otros agradan comúnmente. En los deseos, pues, naturales, pocos son los que pecan, y por la mayor parte en una cosa, que es en la demasía. Porque el comer uno todo cuanto le pongan delante, y beber hasta reventar, es exceder la tasa que la naturaleza puso, pues el natural apetito es henchir lo que hay necesidad. Y así, éstos se llaman comúnmente hinchevientres, como gentes que los cargan más de lo que sería menester. Esta es una condición de hombres serviles y de poca calidad. Pero en los particulares deleites muchos pecan, y de muy diversas maneras. Porque de los que a cosas particulares se dicen ser aficionados, pecan los que se deleitan en lo que no deben, o más de lo que deben, o como la vulgar gente se deleita, o no como debrían, o no con lo que debrían; pero los disolutos en toda cosa exceden, pues se deleitan con algunas cosas con que no debrían, pues son cosas de aborrecer. Y aunque se permita deleitarse con algunas dellas, deléitanse más de lo que debrían, y como se deleitaría la gente vulgar y de poca estofa. Bien entendido, pues, esta, que la disolución es exceso en las cosas del deleite, y cosa digna de reprensión. Mas en lo que toca a las cosas de molestia, no es como en lo de la fortaleza; porque no se dice uno templado por sufrirlas, ni disoluto por no hacerlo, sino que se dice uno disoluto por entristecerse más de lo que debría por no alcanzar lo que apetece, la cual tristeza el mismo deleite se la causa; y templado se dice por no entristecerse por carecer y abstenerse del deleite. El disoluto, pues, todas las cosas deleitosas apetece, o, a lo menos, las que mas deleitosas son; y de tal manera es esclavo de sus proprios deseos, que precia y escoge aquéllos más que todo el resto de las otras cosas; y por esto, como las desea, entristécese si no las alcanza, porque el deseo siempre anda en compañía de la tristeza. Aunque parece cosa ajena de razón entristecerse por el deleite. Pero faltos en el deleite y que se alegren con él menos de lo que conviene, no se hallan ansí, porque no consiente la naturaleza humana una tan grande tontedad, pues vemos que aun los demás animales disciernen los mantenimientos, y de unos se agradan y otros aborrecen; y pues si alguno hay que ninguna cosa le sea deleitosa, ni de unas cosas a otras haga diferencia, parece que este tal está lejos de ser hombre. De manera, que este tal no tiene nombre, porque tal cosa no se halla. Pero el templado, en esta cosas trátase con medianía, porque ni se deleita con las cosas con que se deleita mucho el disoluto, antes abomina dellas, ni en alguna manera se huelga con lo que no debe, ni con ninguna cosa demasiadamente; ni por carecer dello se entristece, ni desea sino moderadamente, ni se deleita con ninguna cosa más de lo que debe, ni cuando no debe, ni, generalmente hablando, con ninguna cosa déstas. Antes apetece las cosas que importan para la salud y para conservar el buen hábito del cuerpo, si son cosas deleitosas, y esto moderadamente y como debe, y las demás cosas aplacibles, que no sean perjudiciales a éstas, ni menos estraguen la honestidad ni la hacienda. Porque el que disoluto es, más quiere sus deleites que toda la honra; mas el templado no es desta manera, sino como la buena razón le enseña que ha de ser.




ArribaAbajoCapítulo XII

Cómo la disolución es cosa más voluntaria que la cobardía


En este último capítulo compara dos vicios de las dos virtudes, de que hasta agora ha tratado, el uno por exceso, que es la disolución, y el otro por defecto, que es la cobardía, de los cuales dos vicios la disolución es exceso de la temperancia, y la cobardía defecto de la fortaleza. Prueba, pues, la disolución tanto ser más digna de reprensión que no la cobardía, cuanto es más voluntaria y más puesta en nuestra libertad de albedrío. Porque la cobardía parece nacer de una escaseza o poquedad de ánimo, y la disolución de la misma voluntad.

La disolución, cosa más voluntaria parece que no la cobardía: pues ésta nace del deleite, y aquélla de la tristeza, de las cuales dos cosas el deleite es cosa de amar, y la tristeza de aborrecer. Y la tristeza disipa y destruye la naturaleza del que la tiene, mas el deleite ninguna cosa de esas hace, antes procede más de nuestra elección, y por esto es digno de mayor reprensión; pues en semejantes cosas es más fácil cosa acostumbrarnos. Porque muchas cosas hay en la vida desta condición, en las cuales el acostumbrarse es cosa que está lejos de peligro, lo cual en las cosas de espanto es al revés. Aunque parece que la cobardía así en común tomada, no es de la misma manera voluntaria, que si en las cosas particulares la consideramos. Porque ella en sí carece de tristeza, mas las cosas particulares dan tanta pena, que fuerzan muchas veces a arrojar las armas, y a hacer otras cosas afrentosas, y por esto parece que son cosas violentas. Pero en el disoluto es al revés: que las cosas particulares le son voluntarias, como a hombre que desea y apetece; mas así en común no tanto, porque ninguno apetece así en común ser disoluto. Y el nombre de la disolución atribuímoslo a los hierros (esto es en griego conforme al nombre acolastos) de los niños, porque se parece mucho lo uno destos a lo otro. Aunque para nuestra presente disputa no hace al caso inquirir cuál tomó de cuál el nombre; pero cosa cierta es que lo tomó lo postrero de lo primero, y no parece que se hace mal la traslación de lo uno para lo otro. Porque todo lo que cosas torpes apetece y en esto crece mucho, ha de ser castigado, cuales son el apetito y el niño más que otra cosa alguna, porque también los niños viven conforme al apetito, y en ellos se vee más el apetito del deleite. De manera que si no está obediente a la parte que señorea y se subjeta a ella, crece sin término, porque es insaciable el apetito del deleite; y el no bien discreto de dondequiera lo apetece. Y el ejercitarse en satisfacer al apetito hace crecer las obras de su mismo jaez, las cuales si vienen a cobrar fuerza y arraigarse, cierran la puerta del todo a la razón. Por tanto, conviene que estos tales deleites sean moderados y pocos, y que a la razón en ninguna manera sean contrarios. A lo que desta manera es, llamámosle obediente y corregido. Porque así como el niño ha de vivir conforme al mandamiento de su ayo, de la misma manera en el hombre la parte apetitiva ha de regirse como le dicta la razón. Por lo cual, conviene que en el varón templado la parte del apetito concuerde con la razón: porque la una y la otra han de tener por blanco lo honesto, y el varón templado desea lo que conviene y como conviene y cuando conviene, porque así lo manda también el uso de razón. Esto, pues, es la suma de lo que habemos tratado de la virtud de la templanza.




Argumento del cuarto libro de las Éticas

Ya que en el tercer libro ha tratado de dos géneros de virtudes principales, de la fortaleza y de la templanza, en el cuarto libro pretende tratar del tercer género principal de virtud, que es la liberalidad, la cual consiste en el dar y recebir de los proprios intereses, y juntamente de los hierros que en ella acaecen por exceso y por defecto. Trata asimismo de la magnificencia y de otros inferiores géneros de virtudes que propuso en el segundo libro.




 
 
FIN DEL TERCER LIBRO
 
 



ArribaAbajoLibro IV

De los morales de Aristóteles escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios



ArribaAbajoCapítulo I

De la liberalidad y escaseza


En el primer capítulo propone en qué materia se emplea y consiste la liberalidad y los extremos suyos viciosos, que es en la comunicación de los proprios intereses, y pone las diferencias que hay entre el verdaderamente liberal y el pródigo, y declara por qué se dice el pródigo perdido.

De aquí adelante tratemos de la liberalidad, la cual parece ser una medianía en cosa de lo que toca al dinero y intereses. Porque no alabamos a un hombre de liberal porque haya hecho ilustres cosas en la guerra, ni tampoco por las cosas en que el varón templado se ejercita, ni menos por tratarse bien en las cosas tocantes a la judicatura, sino por el dar o recebir de los dineros, y más por el dar que por el recebir. Llamamos dineros, todo lo que puede ser apreciado con dinero. Son asimismo la prodigalidad y la avaricia excesos y defectos en lo que toca a los intereses y dineros, y la avaricia siempre la atribuimos a los que procuran el dinero con más diligencia y hervor que no debrían; mas la prodigalidad (que en griego se llama asotia, que palabra por palabra quiere decir perdición) algunas veces con otros vicios la acumulamos juntamente. Porque los que son disolutos y amigos de gastar en profanidades sus dineros, llamámoslos pródigos y perdidos. Y por esto parece que estos tales son los peores de los hombres, porque juntamente están en muchos vicios puestos. Mas no los llamamos con aquel nombre propriamente. Porque perdido quiere decir hombre que tiene en sí algún vicio, con que destruye su propria hacienda, porque aquel se dice perdido, que él por sí mismo se destruye; y parece que la perdición de la hacienda es una perdición del mismo, pues de la hacienda depende la vida. Desta manera, pues, habemos de entender la prodigalidad o perdición. De aquellas cosas, pues, que por algún uso se procuran, puede acontecer, que bien o mal se use; y el dinero es una de las cosas que se procuran por el uso y menester. Aquél, pues, usa bien de cada cosa, que tiene la virtud que en lo tal consiste, y así aquél usará bien del dinero, que tiene la virtud que consiste en el dinero, y este tal es el hombre liberal. Parece pues, que el uso del dinero más consiste en el emplearlo y darlo, que no en recebirlo y conservarlo. Porque esto más es posesión que uso, y por esto más parece hecho de hombre liberal dar a quien conviene, que recebir de quien conviene, ni dejar de tomar de quien no conviene, porque más proprio oficio es de la virtud hacer bien que recebirlo, y más proprio el hacer lo honesto, que dejar de hacer lo torpe y vergonzoso. Cosa, pues, manifiesta es, que al dar es cosa anexa el bien hacer y el obrar cosas honestas, y al recebir el padecer bien o no hacer cosas vergonzosas. Y el agradecimiento, al que da se tiene, y no al que no recibe, y más alabado es el que da que no el que no recibe, y también más fácil cosa es el no recebir que no el dar, y los hombres más se recatan en no gastar lo proprio que en tomar lo ajeno. A más desto, aquellos que dan se dicen liberales: que los que no reciben no son tanto alabados de liberales cuanto de hombres justos, y los que reciben no por ello son muy alabados. Y de todos los virtuosos, los liberales son los más amados, porque son útiles, lo cual consiste en el dar. Las obras, pues, de la virtud son honestas y hechas por causa de lo honesto. De manera que el liberal dará conforme a razón y por causa de lo honesto, porque dará a quien debe y lo que debe y cuanto debe, y con las demás condiciones que son anexas al bien dar. Y esto alegremente, o a lo menos no con triste rostro, porque lo que conforme a virtud se hace, ha de ser aplacible, o a lo menos no pesado, cuanto menos triste. Mas el que da a quien no debría, o no por causa de lo honesto, sino por otra alguna causa, no es liberal, sino que se dirá ser algún otro, ni tampoco el que da con rostro triste, porque precia más el dinero que no la obra honesta, lo cual no es hecho de hombre liberal. Ni tampoco recebirá de quien no debe recebir, porque eso no es de hombre que tiene en poco el dinero. Tampoco será importuno en el pedir, porque mostrarse fácil en el ser remunerado, no es de hombre que a otros hace bien. Pero recebirá de donde debe, que es de sus proprias posesiones: y esto no como cosa honesta, sino como cosa necesaria para tener que dar. Ni tampoco en sus propias cosas será negligente, por abastar a algunos con aquéllas. Ni menos dará al primero que se tope, por tener que dar a quien conviene, y cuando conviene y en lo que es honesto. Es también de hombre liberal y ahidalgado exceder mucho en el dar, tanto que deje lo menos para sí, porque el no tener cuenta consigo es de hombre liberal. Entiéndese esta liberalidad en cada uno según su posibilidad, porque no consiste lo liberal en la muchedumbre de lo que se da, sino en el hábito del que lo da, el cual da según es la facultad; de do se colige que bien puede acontecer que el que menos dé, sea más liberal, si lo da teniendo menos. Aquéllos, pues, parecen ser más liberales, que no ganaron ellos la hacienda, sino que la heredaron, porque éstos no saben qué cosa es necesidad; y en fin, cada uno ama lo que él mismo ha hecho, como los padres a sus hijos y los poetas a sus versos. Es cosa cierto dificultosa el hacerse rico un hombre liberal, porque ni sabe recebir, ni sabe guardar; antes todo lo despide de sí, ni para sí mismo precia nada el dinero, sino para dar. Y desto se quejan los hombres de la fortuna, porque aquellos que más merecían ser ricos, lo son menos. Aunque esto acontece conforme a razón. Porque ¿cómo han de tener dineros los que no tienen cuidado cómo los ternán? como acontece también en todo lo demás. Pero el hombre liberal no dará a quien no es bien dar, ni cuando no es bien, ni en las demás circunstancias semejantes, porque ya no sería eso usar de liberalidad, y si en semejantes cosas gastase su dinero, no ternía después qué gastar en lo que conviniese. Es, pues, el varón liberal, como está ya dicho, aquel que conforme a su posibilidad o facultad gasta su dinero, y en lo que conviene, y el que desto excede es pródigo o perdido. Por esto no digamos que los tiranos son pródigos, porque, como tienen mucho, parece que no pueden fácilmente exceder en las dádivas y gastos. Consistiendo, pues, la liberalidad en una medianía entre el dar y recebir del dinero, el hombre liberal dará y gastará en lo que esté bien empleado, y tanto cuanto convenga gastar, así en lo poco como en lo mucho, y esto alegremente, y tomará de do convenga, y tanto cuanto convenga. Porque, pues, así en lo uno como en lo otro es la virtud medianía, lo uno y lo otro hará como convenga, porque tal manera de recebir es anexa a tal manera de dar, y lo que no es desta manera, le es contraria. Las que son, pues, anexas entre sí, en un mismo hombre se hallan juntamente, y las contrarias está claro que no. Y si acaso le aconteciese emplear su dinero en lo que no conviene ni está bien, se entristecería, no excesivamente, sino como conviene. Porque proprio oficio de la virtud es holgarse y entristecerse en lo que conviene, y como conviene. Es asimismo el hombre liberal de muy buen contratar en cosa del dinero, porque como no lo precia, antes se entristece más si no gastó lo que convenía, que se duele de haber gastado lo que no convenía, no siguiendo el parecer del poeta Simónides puede fácilmente ser defraudado en los intereses. Mas el pródigo aun en esto no lo acierta, porque ni se alegra en lo que debría, ni como debría, ni tampoco se entristece, como más claramente, prosiguiendo adelante, lo veremos. Ya, pues, habemos dicho cómo la prodigalidad y la avaricia son excesos y defectos, y que consisten en dos cosas: en el dar y en el tomar, porque el gastar también lo contamos con el dar. La prodigalidad, pues, excede en el dar y no recebir, y en el recebir es falta; mas la avaricia falta en el dar y excede en el recebir, sino en algunos. Las cosas, pues, del pródigo nunca crecen mucho, porque no es posible que el que de ninguna parte recibe, dé a todos. Porque fácilmente se le acaba la hacienda al particular que lo da todo, si pródigo se muestra ser. Aunque este tal harto mejor parece ser que no el avariento, porque parece que la edad y la necesidad lo puede corregir y traer al medio, y también porque tiene las condiciones del liberal, pues da y no recibe, aunque lo uno y lo otro no bien ni como debe. Y si él esto viniere a entender, o por otra cualquier vía se mudare, verná a ser liberal, porque dará a quien conviene dar, y no recebirá de donde no conviene recebir. Por lo cual parece que no es vil de su condición, porque no es condición de ruin ni de villano el exceder en el dar y no recebir, sino de simple. Y el que desta manera es pródigo, muy mejor parece ser que no el avariento, por las razones que están dichas, y también porque el pródigo es útil para muchos, mas el avariento para nadie, ni aun para sí mismo. Pero los más de los pródigos, como está dicho, reciben de donde no es bien, y en cuanto a esto son avarientos, y hácense pedigüeños o importunos en el pedir, porque quieren gastar y no tienen facultad para hacerlo fácilmente, porque se les acaba presto la hacienda. Esles, pues, forzado buscarlo de otra parte, y como no tienen, juntamente con esto, cuenta con la honestidad y honra, toman de dondequiera y sin ningún respecto, porque desean dar y no llevan cuenta con el cómo ni de dónde. Y por esto sus dádivas no son nada liberales. Porque ni son honestas, ni hechas por honesta causa, ni como conviene, sino que a veces hacen ricos a los que merecían ser pobres, y a los que son de vida y costumbres moderadas no darán un maravedí; y a truhanes, o a gente que les da pasatiempo alguno, dan todo cuanto tienen. Y así, los más dellos son gente disoluta. Porque, como gastan prontamente, inclínanse a emplear su dinero en disoluciones, y como no viven conforme a lo honesto, inclínanse mucho a los deleites. De manera que el pródigo, si no es corregido, viene a parar en todo esto; mas si tiene quien le corrija y tenga cuenta con él, verná a dar al medio y a lo que conviene. Pero la avaricia es vicio incurable. Porque la vejez, y todo género de debilitación, parece que hace avarientos a los hombres, y que es más natural en ellos que no la prodigalidad, porque los más son más amigos de atesorar que no de dar. Pártese, pues, este vicio en muchas partes y tiene muchas especies, porque parece que hay muchas maneras de ella. Porque como consiste en dos cosas: en el defecto del dar y en el exceso del recebir, no proviene en todos de una misma manera, sino que algunas veces difiere una avaricia de otra, y hay unos que exceden en el recebir, y otros que faltan en el dar. Porque todos aquellos a quien semejantes nombres cuadran, escasos, enjutos, duros, todos éstos pecan en ser faltos en el dar, pero tampoco apetecen las cosas de los otros, ni son amigos de tomar, unos por una natural bondad que tienen y temor de no hacer cosas afrentosas (porque parece que algunos, o a lo menos ellos lo quieren dar así a entender, se guardan de dar porque la necesidad no les fuerce a hacer alguna cosa vergonzosa), entre los cuales se han de contar los tenderos de especias, y otros semejantes, los cuales tienen este nombre porque son tan tenedores en el dar, que no dan nada a ninguno. Otros hay que de temor se abstienen de las cosas ajenas, pretendiendo que no es fácil cosa de hacer que uno reciba las cosas de los otros, y los otros no las suyas. Conténtanse, pues, con no recebir nada de ninguno, ni dar nada a ninguno. Otros exceden en el recebir, recibiendo de doquiera toda cosa, como los que se ejercitan en viles oficios, y los rufianes que mantienen mujeres de ganancia, y todos los demás como éstos, y los que dan dineros a usura, y los que dan poco porque les vuelvan mucho. Porque todos éstos reciben de donde no es bien y cuanto no es bien. A todos los cuales parece serles común la vergonzosa y torpe ganancia. Porque todos éstos, por amor de la ganancia, y aun aquélla no grande, se aconhortan de la honra, ni se les da nada de ser tenidos por infames. Porque a los que toman cosas de gran tomo de donde no conviene, y las cosas que no es bien tomar, como son los tiranos que saquean las ciudades y roban los templos, no los llamamos avarientos, sino hombres malos, despreciadores de Dios, injustos. Pero los que juegan dados, los ladrones y salteadores, entre los avarientos se han de contar, pues se dan a ganancias afrentosas. Porque los unos y los otros hacen aquello por amor de la ganancia, y no se les da nada de ser tenidos por infames. los unos, por la presa, se ponen a gravísimos peligros, y los otros ganan con los amigos, a los cuales tenían obligación de dar. Y, en fin, los unos y los otros, pues, procuran de ganar de do no debrían: son amigos de ganancias afrentosas. Todas, pues, estas recetas son proprias de hombres avarientos. Con razón, pues, se dice la avaricia contraria de la liberalidad, pues es mayor mal que la prodigalidad, y más son los que pecan en ella, que no en la prodigalidad que habemos dicho. De la liberalidad, pues, y de los vicios que le son contrarios, basta lo que está dicho.




ArribaAbajoCapítulo II

De la magnificencia y poquedad de ánimo


Junto con la liberalidad puso Aristóteles la magnificencia y la magnanimidad o grandeza de ánimo, y otras algunas particulares virtudes. Por esto, concluida ya la disputa de la liberalidad, trata en el segundo capítulo de la magnificencia, y muestra en qué géneros de obras consiste, y en qué difiere de la liberalidad, que es en la cantidad y calidad de las cosas en que la una y la otra se ejercitan.

Parece, pues, que es anexo a esta materia el tratar también de la magnificencia. Porque también ésta parece ser una virtud, que consiste en el tratar y emplear de los dineros. Aunque no se emplea en todos los ejercicios del dinero como la liberalidad, sino en los gastos solamente, y en éstos excede a la liberalidad en la grandeza. Porque la magnificencia, como claramente su nombre nos lo muestra, es un conveniente gasto en la grandeza o cantidad. Pero la grandeza nota cierto respeto. Porque no es un mismo gasto el del capitán de una galera que el de toda la armada. En esto, pues, consiste lo conveniente, refiriéndolo al mismo: en ver en qué se gasta y acerca de qué. Pero el que, o en cosas pequeñas o en medianías, gasta como debe, no se llama magnífico, como el que dijo:


Yo muchas veces, cierto, me he empleado
En dar favor y ayuda al extranjero;



sino el que gasta en cosas graves. Porque cualquier que es magnífico, es asimismo liberal, mas no cualquier que es liberal es por eso luego magnífico. El defecto, pues, de hábito semejante llámase bajeza o poquedad de ánimo; pero el exceso es vanidad y ignorancia de lo honesto, y todas cuantas son desta manera, que no exceden en la cantidad acerca de lo que conviene hacerse, sino que se quieren mostrar grandes en las cosas que no convienen, y de manera que no conviene. Pero déstas después se tratará. Es, pues, el magnífico muy semejante al hombre docto y entendido, porque puede entender lo que le está bien hacer y gastar largo con mucha discreción. Porque el hábito (como ya dijimos al principio) consiste en los ejercicios y en aquellas cosas cuyo hábito es, y los gastos del varón magnífico han de ser largos y discretamente hechos; y del mismo jaez han de ser las obras en que los hobiere de emplear. Porque desta manera será el gasto grande y para la tal obra conveniente. Conviene, pues, que la obra sea digna del gasto, y el gasto de la obra, y aun que le exceda. Ha de hacer, pues, el varón magnífico estos gastos por causa de alguna cosa honesta (porque esto es común de todas las virtudes), y, a más desto, con rostro alegre y gastando prontamente. Porque el llevar muy por menudo la cuenta, no es de ánimo magnífico. Y más ha de considerar cómo se hará más hermosa la obra y más conveniente, que en cuánto le estará, o cómo la hará a menos costa. Ha de ser el varón magnífico necesariamente liberal, porque el hombre liberal gastará lo que conviene y como conviene. Porque en estas cosas consiste lo más del varón magnífico, como es la grandeza de la cosa. Consistiendo, pues, en semejantes cosas la liberalidad, con un mismo gasto hará la obra más magnífica y ilustre. Porque no es toda una la calidad de la obra que la de alguna posesión: que la posesión es lo que es digno de mayor precio y valor, como el oro; pero la obra lo que es cosa grande y muy ilustre. Porque de tales cosas se maravillan los que las miran, y las cosas magníficas y ilustres han de ser tales, que causen admiración, y la magnificencia de la obra consiste en la grandeza della. De todos los gastos, pues, éstos decimos que son los más dignos de preciar: las cosas que se dedican para el culto divino, y los aparatos y sacrificios que en su servicio se hacen. También son obras muy dignas de preciar las que se hacen en memoria de todas las criaturas bienaventuradas, cuales son las angélicas, y las que se emplean en el bien y provecho de la comunidad, como si uno hace unas muy solemnes fiestas o edifica alguna ilustre armada, o hace algún general convite a toda una ciudad. En todas estas cosas, como está ya dicho, todo se refiere al que lo hace, qué calidad de hombre es y qué hacienda tiene. Porque todo esto ha de ser conforme a estas cosas, y no sólo ha de cuadrar a la obra, pero también a la persona que lo hace. Por lo cual, el hombre pobre nunca será magnífico, porque no tiene de dónde gastar como conviene. Y el pobre que tal hacer intenta, es necio, pues intenta lo que no le está bien ni le conviene, y lo que conforme a virtud se ha de hacer, ha de ser bien hecho. Aquéllos, pues, lo hacen decentemente, que o por sí mismos lo han alcanzado, o por sus antepasados, o los a quien ellos suceden, o los que son de ilustre sangre, o los que están puestos en estado, y los demás desta manera. Porque todas estas cosas tienen en sí grandeza y dignidad. El hombre, pues, magnífico en semejantes cosas principalmente se señala, y la magnificencia, como esta, ya dicho, consiste en gastos semejantes, porque todas éstas son cosas muy ilustres y en mucha estima tenidas. Pero de las cosas proprias, en aquéllas se debe mostrar el magnífico que sola una vez se hacen, como en sus bodas y en cosas desta manera. Ítem, en aquello que todo el pueblo lo desea, o los que más valen en el pueblo; también en el recoger y despedir de los huéspedes, y en el dar y tornar de los presentes, porque el varón magnífico no es tan amigo de gastar en lo que particularmente toca a él, cuanto en lo que en común a todos. Y los presentes parecen en algo a las cosas que se ofrecen, a Dios. También es de hombre magnífico edificar decentemente una casa para sí según su facultad (porque también ésta es parte de lo que da lustre a las gentes), y en aquellas obras principalmente gastar su dinero, que sean de más dura y no fenezcan fácilmente, porque todas éstas son cosas muy ilustres, aunque en cada una dellas se ha de guardar el decoro que conviene. Porque lo que es bastante para los hombres, no lo es para los dioses, ni se ha de hacer un mismo gasto para hacer un sepulcro que para edificar un templo. Y en cada género de gastos por sí hay su manera de grandeza. Y aquella obra es la más magnífica de todas, que es de las más ilustres la mayor, y en cada género por sí, el que es entre ellos el mayor. Aunque hay diferencia entre ser la obra en sí grande y ser de grande gasto. Porque una pelota muy hermosa o un muy hermoso vaso es magnífico don para presentar a un niño, aunque el precio dello es cosa de poco y no de hombre liberal. Por lo cual, es proprio oficio del varón magnífico, en cualquier género de cosas que trate, tratarlas con magnificencia. Porque semejante manera de tratar no puede ser fácilmente por otro sobrepujada, y la obra hácese conforme a la dignidad del gasto. Tal, pues, es el varón magnífico, cual lo habemos declarado. Pero el que en esto excede y es vano, excede en el gastar no decentemente como ya también está dicho, porque gasta largo en cosas que quieren poco gasto, y neciamente y sin orden muere por mostrarse magnífico y ilustre, como el que a los que habían de comer a escote les da una comida como en bodas, o el que a los que representan comedias les da los aparejos, aderezándoles los tablados con paños de púrpura, como hacen los de Megara, y todo esto no lo hace por ninguna cosa honesta, sino por mostrar sus riquezas y pretendiendo que por ellas le han de preciar mucho, y donde había de gastar largo, gasta cortamente, y donde bastaba gastar poco, gasta sin medida. Pero el hombre apocado y de poco ánimo en toda cosa es corto, y, de que ha gastado mucho, por una poquedad pierde y destruye la obra ilustre. Y si algo ha de hacer, no mira sino cómo la hará a menos costa, y todo lo hace llorando duelos y pareciéndole que aún gasta más de lo que debría. Son, pues, semejantes hábitos de ánimo viciosos, pero los que los tienen, no por eso son infames, pues ni a los circunvecinos son perjudiciales, ni tampoco son muy deshonestos.




ArribaAbajoCapítulo III

De la grandeza y bajeza de ánimo


En los dos capítulos pasados ha tratado de las dos virtudes, que consisten en lo que toca a los proprios intereses, que son la liberalidad y la magnificencia. En este tercero trata de la virtud que consiste en otro bien, que es la honra, la cual se llama magnanimidad o grandeza de ánimo, y declara quién es el que se ha de llamar magnánimo, y quién soberbio y fanfarrón, y en qué difieren el uno del otro, y los dos del hombre de bajos pensamientos. Aunque esta materia es algo ajena de nuestra cristiana religión, la cual se funda en humildad y caridad y desprecio de sí mismo. Pero éste escribió conforme a lo que el mundo trata: nosotros habemos de obrar como gente que de veras desprecia el mundo por el cielo.

La magnanimidad o grandeza de ánimo, según el nombre nos lo muestra, también consiste en cosas grandes. Declaremos, pues, primero en qué género de cosas está puesta, y importa poco que tratemos de la misma magnanimidad o del que la tiene y es magnánimo. Aquél, pues, parece hombre magnánimo, que se juzga por merecedor de cosas grandes, y lo es, porque el que no siéndolo se tiene por tal, es muy gran necio, y conforme a la virtud ninguno puede ser necio, ni falto de juicio. El que habemos dicho, pues, es el magnánimo. Mas el que poco merece y él mismo se lo conoce, es varón discreto, mas magnánimo no es, porque la magnanimidad consiste en la grandeza; de la misma manera que la hermosura en el cuerpo grande. Porque los que son de pequeña estatura, dícense que tienen buen donaire y proporción, mas que son hermosos no se dicen. Pero el que se tiene por digno de grandes cosas no 1o siendo, dícese hinchado. Aunque no todos los que se tienen por dignos de mayores cosas que no son, se dicen hinchados. Pero el que se juzga por digno de menos de lo que es, es hombre de poco ánimo, ora sea digno de cosas grandes, ora de medianas, ora de menores, si él en fin se juzga por digno de menos de lo que es. Y el más bajo de ánimo parecerá ser aquel que, siendo digno de las cosas mayores, se apoca a las menores, porque ¿qué hiciera si de cosas tan grandes no fuera merecedor? Es, pues, el hombre magnánimo en cuanto toca a la grandeza el extremo, pero en cuanto al pretenderlo como conviene, tiene el medio; pues se juzga por digno de aquello que en realidad de verdad lo es, pero los demás o exceden o faltan. Y si de cosas grandes se tuviere por digno, siéndolo, y señaladamente siendo digno de las más ilustres cosas, particularmente se juzgará por digno de una cosa, pero cuál sea ésta, por la dignidad lo habemos de entender. Es, pues, la dignidad uno de los bienes exteriores, y aquello tenemos por mayor que a los mismos dioses lo atribuimos, y lo que más apetecen los que puestos están en dignidad, y lo que es el premio de las más ilustres cosas, la cosa, pues, a quien todas estas calidades cuadran, es la honra, porque éste es el mayor bien de todos los externos. De manera que el varón magnánimo es el que en lo que toca a las honras y afrentas se trata como debe. Y sin más probarlo con razones, es cosa manifiesta que los varones magnánimos se emplean en lo que consiste acerca de la honra. Porque los hombres graves señaladamente se tienen por dignos de la honra, pero de la que merecen. Pero el hombre de poco ánimo y bajos pensamientos falta a sí mismo y a la dignidad del magnánimo varón; mas el hinchado y entonado para consigo mismo excede, mas no para con el varón magnánimo. Pero el, varón magnánimo, si digno es de las mayores y más graves cosas, será el mejor de todos, porque el que es mejor siempre es merecedor de lo mayor, y el más perfeto de las cosas más graves. Conviene, pues, en realidad de verdad, que el varón magnánimo sea hombre de bien, y aun parece que se requiere que en cada género de virtud sea muy perfeto, ni cuadra en ninguna manera al varón magnánimo huir por temor de los peligros, ni hacer agravio a nadie. Porque ¿a qué fin ha de hacer cosas feas el que todo lo tiene en poco? Si queremos, pues, en cada cosa particularmente escudriñarlo, veremos claramente cuán digno de risa es el varón magnánimo si no es hombre dotado de virtud, y cuán lejos está de ser digno que le hagan honra, pues es malo. Porque la honra premio es de la virtud, y a los buenos se les debe de derecho. Parece, pues, que la magnanimidad es una como recámara en que se contienen todas las virtudes, las cuales ella las engrandece, y sin ellas no se halla. Por lo cual es cosa rara y dificultosa de hallarse un varón en realidad de verdad magnánimo, por que no puede ser sin toda perfición de virtud. De manera que el varón magnánimo consiste señaladamente en lo que a las honras y afrentas toca, de las cuales honras con las que mayores fueren y de hombres virtuosos procedieren, moderadamente se holgará, como quien alcanza lo que le pertenece propriamente y de derecho, aunque sea menos de lo que él merece, porque a la acabada y perfeta virtud no se le puede hacer tanta honra, cuanta se le debe; pero en fin, aceptarlas ha, pues no tienen los varones buenos cosa mayor con que remunerarla. Pero las que la vulgar gente le hiciere y en cosas de poco peso y importancia, despreciarlas ha del todo, porque no son conformes a su merecimiento. Terná asimismo en poco las afrentas, porque no se le harán con razón ni con justicia. Es, pues, el varón magnánimo (como ya esta dicho) el que desta manera se trata en lo que a las honras pertenece, aunque también en lo que a las riquezas toca, y al señorío y a la buena o mala fortuna, se tratará, comoquiera que le suceda, con modestia, y ni en la próspera fortuna se alegrará demasiadamente, ni en la adversa tampoco se entristecerá, pues ni aun en la honra, que es cosa de mayor calidad, no se trata de esa manera. Porque los señoríos y las riquezas son de amar por causa de la honra, y los que las poseen quieren por respecto dellas ser honrados. Pero el que aun la misma honra tiene en poco, también terná en poco todo lo demás, y así los varones magnánimos parecen despreciadores de las cosas. También parece que importan algo para la magnanimidad las cosas de la próspera fortuna. Porque los que son de ilustre sangre, y los que están puestos en señorío, y los que viven abundantes de riquezas, son al parecer tenidos por dignos de que se les haga honra, pues la honra consiste en el exceso, y a lo que de suyo es bueno, cualquier cosa que le sobrepuje lo hace más digno de honra, y por esto tales cosas como éstas hacen a los hombres más magnánimos, porque, en fin, algunos les hacen honra. Aunque en realidad de verdad sólo el bueno merece ser honrado, pero el que lo uno y lo otro tiene, más digno es de honra. Pero los que semejantes bienes de fortuna tienen y son faltos de virtud, ni con razón se juzgan por dignos de cosas grandes, ni se dicen bien magnánimos, porque este nombre sin muy perfeta virtud jamás se alcanza, y los que aquellos bienes tienen sin virtud, son despreciadores y amigos de hacer agravios y inficionados de vicios semejantes. Porque sin virtud es dificultosa cosa mostrarse uno moderado en las prosperidades. Y como no lo pueden ser y les parece que exceden a todos, desprecian a los otros y hacen todo aquello a que les convida su apetito. Porque quieren imitar al hombre magnánimo sin parecerle en cosa alguna, y esto hácenlo en aquello que pueden. Lo que toca, pues, a la virtud, no hacen; sólo esto hacen: que desprecian a los otros. Pero el varón magnánimo con razón desprecia a los que no lo son, porque siente bien y verdaderamente de las cosas. Pero el vulgo desprecia así a bulto. Y como el varón magnánimo precia pocas cosas, ni fácilmente se pone en peligros, ni es aficionado a ponerse; pero en los graves peligros pónese, y cuando se pone, de tal suerte arrisca la vida, como si no fuese en ninguna manera digno de vivir. Es asimismo prompto en bien hacer, y si a él alguno le hace bien, córrese dello, porque aquello es de superior, y estotro de inferior. Y si remunera la buena obra, hácelo colmadamente. Porque desta manera queda siempre deudor el que primero hizo el bien, y queda en cargo del bien que ha recebido. Y así parece que se huelgan más los magnánimos de que les traigan a la memoria las buenas obras que ellos a otros han hecho, que no las que ellos han de otros recebido, porque siempre el que recibe el bien es inferior que el que lo hace, y el magnánimo siempre quiere ser superior, y así lo que él ha hecho óyelo de buena gana, y lo que ha recebido, con mucha pesadumbre. Y así la Tetis en Homero no le trae a la memoria a Júpiter las cosas que ella por él había hecho, ni los lacedemonios a los atenienses, sino las buenas obras que otras veces habían dellos recebido. Es también de hombre magnánimo no haber menester a nadie, o a lo menos en cosas graves, y ser prompto en el hacer por otros, y para con otros que están puestos en dignidad y próspera fortuna mostrarse grande, y mediano para con los medianos. Porque sobrepujar a aquéllos es cosa grave y ilustre, pero a estotros cosa fácil. Y querer entre aquéllos ser señalado, es ilustre cosa y de hombre generoso, pero entre los de baja suerte es cosa odiosa, como si uno quisiese mostrar sus fuerzas contra los flacos y dolientes. Es también de varón magnánimo no mostrarse muy codicioso de ir a las cosas tenidas en mucho, y en que otros están más adelante, y ser perezoso y tardo sino donde la honra sea muy grande, o la obra tal que pocos la puedan hacer, y aquéllos personas graves y afamadas. Conviene también que el varón magnánimo a la clara ame o aborrezca, porque el encubrir esto es de hombre temeroso y que tenga más cuenta con la verdad que con la opinión, y que diga y haga a la clara. Porque esto es proprio del que tiene en poco las cosas. Y así el hombre magnánimo es libre en el decir, porque también aquello es proprio de hombre libre en el hablar, y por esto tiene en poco las cosas, y así siempre habla de veras, sino en lo que trata por disimulación, de la cual ha de usar para con el vulgo. Es también proprio del varón magnánimo no poderse persuadir que ha de vivir a gusto de otro, sino al del amigo, porque es cosa de ánimos serviles. Y por esto, todos los lisonjeros son gente baja y servil, y los bajos de ánimo y serviles son ordinariamente lisonjeros. Tampoco el magnánimo es hombre que se maravilla de las cosas, pues ninguna cosa le parece grande, ni menos tiene en la memoria los males y trabajos, porque no es de hombre magnánimo acordarse y especialmente de los males, sino antes prevenirlos. Ni menos es amigo de hablar de nadie, porque ni hablará de sí mismo ni de otros, pues no se le da mucho de ser alabado, ni de que otros sean vituperados. Ni tampoco es amigo de alabar a nadie, y por la misma razón tampoco es amigo de hablar mal ni aun de sus proprios enemigos, si no es por causa de alguna, afrenta que le hagan. Tampoco es amigo de quejarse de las cosas necesarias o de poco valor ligeramente, ni de ir rogando a nadie, porque más procura de tratarse para con ellas desta suerte y poseer antes las cosas ilustres, aunque de poca ganancia, que no las útiles y fructíferas, porque esto es más proprio del varón que él para sí mismo se es bastante. Ha de ser también el meneo y voz del varón magnánimo sosegada y grave, y su hablar pausado. Porque el que pocas cosas desea, no es muy diligente ni solícito, ni tampoco importuno en el tratar el que ninguna cosa tiene por grande, y la agudeza de la voz y la presteza en el andar, a esto parece que retiran. El varón, pues, magnánimo, tal es, cual habemos propuesto. Y el que en esto es falto es de poco ánimo, mas el que excede soberbio y hinchado. Tales, pues, como, éstos no parece que se han de llamar malos hombres, pues no hacen mal ninguno, sino hombres de erradas opiniones. Porque el de poco ánimo, siendo digno de bienes, se priva de lo que es merecedor, y parece que tiene esta falta, por no tenerse por digno de bienes semejantes, y que no conoce el valor que tiene, porque desearía cierto aquello de que es merecedor, pues es bueno. Aunque éstos no se han de llamar necios, sino cobardes. Y semejante opinión que ésta parece que hace peores a los hombres. Porque cada uno apetece conforme al merecimiento que en sí juzga, y por esto, reputándose por indignos, dejan de emprender los buenos hechos y obras, y aun de los exteriores bienes de la misma manera huyen. Pero la gente hinchada son muy grandes necios, y no se conocen a sí mismos muy a la clara. Porque, como si fuesen los más dignos del mundo, así tan sin freno emprenden las cosas más honrosas, y después quedan corridos y confusos. Adórnanse de ropas muy chapadas y de rostros muy apuestos y de cosas semejantes, y quieren que entienda el mundo sus prosperidades, y hablan dellas pretendiendo que por ellas han de ser honrados. Es, pues, la poquedad de ánimo más contraria a la magnanimidad que no la hinchazón. Porque acaece más veces y es peor vicio. De manera que la magnanimidad, como está dicho, consiste en las muy grandes honras y excesivas.

Esta materia de la magnanimidad tiene necesidad de un poco de sal de cristiana reformación y de ser reglada conforme a nuestra evangélica verdad. Porque tomada así como este filósofo la dice, pone en peligro la virtud de la humildad, que es la puerta de todas las virtudes, y sin la cual no hay aplacer a Dios. Y por no entender esta virtud los filósofos gentiles dieron al través en muchas cosas. Hay, pues, en esta materia esta falta, que parece casi imposible ser humilde, quien de sí sienta, como Aristóteles dice que ha de sentir de sí el magnánimo. A más desto, que remite el juicio dello al mismo varón que es interesado. Que por nuestra miseria, y por este amor que a nosotros mismos nos tenemos, siempre juzgamos nuestras faltas menores de lo que son, y si algo hay razonable en nosotros, nos parece lo mejor del mundo. Remite también el premio de la magnanimidad a los hombres, que son también jueces muy apasionados y honra cada uno al que ama, o al que teme, o al que espera que algún bien puede hacerle, y aun lo que peor es, al que hoy honra mañana le persigue, como se vee claro por particulares ejemplos de las historias griegas y latinas, y muy más claro por el recebimiento y muerte del Señor. Habemos, pues, de decir que es verdad que el varón magnánimo apetece la honra, mas no la que los hombres hacen, que a nadie saben honrar de veras ni como deben, sino la que Dios hace a los que le aman y sirven, que es el que sabe honrar y puede honrar de veras. Y que por causa desta honra se han de pasar mil muertes, y despreciar todo aquello que el vulgo tiene en mucho, y tener en poco en comparación desto todo el poder de todo lo criado. Tales magnánimos como éstos pocos pueden demostrar los gentiles, pero nuestra cristiana, religión puede contar millares dellos. En todo lo demás conforman harto la doctrina deste con nuestra cristiana verdad. Al cual se le ha de tener a mucho lo que con la natural lumbre atinó, y perdonar lo que por no tener luz de Evangelio no acertó.




ArribaAbajoCapítulo IV

La virtud que consiste en el desear de la honra y no tiene nombre proprio


Así como dijo Aristóteles que diferían la magnificencia y la liberalidad en emplearse en cosas de más o menos quilate, así también la magnanimidad difiere de otra virtud, que consiste en el apetecer de las honras menores, y no tiene nombre proprio, aunque parece la podríamos llamar modestia. Declara, pues, cómo ésta tiene también su exceso y su defecto.

Parece que en estoque ala honra toca, hay (como ya está dicho arriba) cierta virtud, que parece mucho a la magnanimidad, de la misma manera que la liberalidad a la magnificencia. Porque ambas estas se apartan de lo más grave, y en lo mediano y menor nos disponen de manera que como debemos nos tratemos. Pues así como en el dar y recebir de los dineros hay medianía, exceso y defecto, de la misma manera lo hay en lo que toca al deseo y apetito de la honra, la cual se puede desear más de lo que conviene, y también menos, y de la misma manera de donde conviene y como conviene. Porque al hombre. ambicioso vituperamos comúnmente como a hombre que apetece la honra más de lo que debría, o de las cosas de que no debría, y al negligente en ello también lo reprendemos, porque ni aun por las buenas cosas huelga que lo honren. Otras veces acaece que alabamos al que apetece la honra como a hombre varonil y aficionado a lo bueno; y también al que por esto no se le da mucho solemos decir que es hombre moderado y discreto, como ya está dicho en lo pasado. Manifiestamente, pues, se vee que pues ser uno aficionado a esto se dice de diferentes maneras, no siempre atribuimos a un mismo fin el ser uno aficionado a la honra, sino que lo alabamos cuando es más aficionado a ello que la vulgar gente, y lo vituperamos cuando en esto muestra más afición de lo que debría. Pues como la medianía en esto no tiene proprio nombre, parece que los extremos litigan sobre ella quién la poseerá, como sobre posesión sin dueño. Dondequiera, pues, que hay exceso y falta, hay también, de necesidad, medianía. Por lo cual, pues, algunos apetecen la honra más de lo que debrían; también puede apetecerse como debe. Tal hábito, pues, como éste, en lo que al apetecer la honra toca, aunque no tiene proprio nombre, es alabado; y comparado con la ambición parece negligencia, y con la negligencia conferido, ambición; y con ambas, en cierta manera, la una y la otra. Y lo mismo parece que en las demás virtudes acaece. Pero aquí, por no tener el medio nombre proprio, parece que están opuestos en contrario los extremos.




ArribaAbajoCapítulo V

De la mansedumbre y cólera


Dijo en el tercer libro que había otras virtudes de menos quilate, y no tan principales; déstas, pues, trata en lo que resta deste libro, dejando para el quinto lo que toca a la justicia. Y en este capítulo disputa de la mansedumbre y de sus extremos, que son cólera y simplicidad, y demuestra cuándo y cuánto se puede enojar un hombre virtuoso, y por qué tales causas, de manera que dejarlo de hacer sería vicio.

La mansedumbre es una medianía en lo que toca a los enojos. Y como el medio no tiene proprio nombre, ni aun casi los extremos, atribuimos la mansedumbre al medio, aunque más declina al defecto, que tampoco tiene nombre. Pero el exceso en esto podríase decir ira o alteración, pues la pasión dél es la ira. Pero las cosas que la causan son muchas y diversas. Aquel, pues, que en lo que debe, y con quien debe, y también como debe, y cuando debe, y tanto espacio de tiempo cuanto debe, se enoja, es alabado. Tal hombre como éste será el manso, si la mansedumbre es cosa que se alaba. Porque el hombre manso pretende vivir libre de alteraciones, y que sus afectos no le muevan más de lo que requiere y manda la razón, y conforme a ella y en lo que ella le dictare, y cuanto tiempo le obligare enojarse, y no más. Y aun parece que más peca en la parte del defecto que en la del exceso. Porque el hombre manso no es hombre vengativo: antes es benigno y misericordioso. Pero el defecto, ora se llame flema, ora como quiera, es vituperado. Porque los que en lo que conviene no se enojan, o no como deben, ni cuando deben, ni con quien deben, parecen tontos sin ningún sentido. Porque el que de ninguna cosa se enoja, parece que ni siente, ni se entristece, y así no es nada vengativo. Y dejarse uno afrentar, y sufrir que los suyos lo sean, parece cosa servil y de hombre bajo. Pero el exceso en toda cosa se halla. Porque se puede enojar uno con quien no debría, y en lo que no debría, y más de lo que debría, y más repentinamente y más tiempo que debría. Aunque no consiste en un mismo todo esto, porque no sería posible. Que lo malo ello a sí mismo se destruye, y si del todo malo es, da consigo en tierra. Los alterados, pues, y coléricos fácilmente se enojan, y con quien no debrían, y por lo que no debrían, y más de lo que debrían, aunque ligeramente se les pasa, que es lo mejor que ellos tienen. Este mal, pues, les viene de que no se habitúan a refrenar la cólera: antes le dan todas las riendas, con lo cual, por la repentina presteza, fácilmente se descubren, y luego se apacigüan. Pero los extremadamente coléricos son en extremo prontos en enojarse, y contra quienquiera se enojan, y por cualquier cosa. De donde tomaron el nombre de extremadamente coléricos. Pero los que tienen la cólera quemada, son dificultosos de aplacar, y dúrales mucho tiempo la ira, porque detienen mucho el enojo, pero pásaseles cuando lo ejecutan. Porque la venganza aplaca la cólera, dando contento en lugar de la tristeza. Pero si esto no hacen, llevan a cuestas un gran peso. Porque como no llo demuestran afuera, nadie les persuade, y para recoger uno en sí cólera, ha menester tiempo. Éstos, pues, para si mismos son muy pesados, y para los que más les son amigos. Porque llamamos terribles a los que por lo que no debrían se aíran, y más de lo que debrían, y más tiempo de lo que debrían, y que no desisten de la saña sin venganza o sin castigo. El exceso, pues, por más contrario de la mansedumbre lo ponemos que el defecto. Porque más veces acaece, y los hombres son de suyo más inclinados a vengarse; y los hombres de terrible condición son peores para tener con ellos compañía. Lo cual ya está dicho en lo pasado, y de lo que agora se ha tratado se colige claramente. Porque no es cosa fácil de determinar cómo y con quién, y en qué cosas, y cuánto tiempo se ha de enojar uno, y hasta cuánto lo puede hacer uno rectamente, y dónde lo errará. Porque el que poca cosa se aparta de lo perfeto, ora sea a lo demasiado declinando, ora a lo falto, no es reprendido. Porque unas veces alabamos a los que en esto faltan, y decimos que son hombres mansos; y otras, a los que se enojan, decimos que son hombres de ánimo y varoniles, y aptos para gobernar. Pero cuánto y cómo ha de exceder o faltar el que ha de ser reprendido, no puede fácilmente declararse con palabras. Porque esto hase de juzgar en negocios particulares, y por la experiencia; mas esto, a lo menos, está bien en tendido: que el mediano hábito es digno de alabanza, conforme al cual nos enojamos con quien debemos, y en lo que debemos, y como debemos, y todo lo demás que va desta manera; mas los excesos y las faltas son dignas de reprensión, las cuales, si son pequeñas, requieren pequeña reprensión, y si medianas, mediana, y si muy grandes, muy grande. Consta, pues, que debemos arrimarnos al hábito mediano. Con esto, pues, los hábitos, que acerca de la cólera consisten, quedan declarados.




ArribaAbajoCapítulo VI

De la virtud que consiste en las conversaciones y en el común vivir, y no tiene nombre propio, y de sus contrarios


Entre aquellas virtudes que no tienen nombre proprio puso Aristóteles, en el tercer libro, la virtud que se atraviesa en el tratar llanamente con los amigos, de manera que ni nos tengan por terribles de condición, que es de hombres importunos, ni tampoco por lisonjeros, que es de hombres apocados, sino tales que mostremos el pecho abierto y sin doblez. Désta, pues, trata en este capítulo, y declara cómo habemos de tener en ella el medio, y en qué difiere de la otra virtud que llamamos amistad.

Pero en las conversaciones y común trato de la vida, y en la comunicación de las palabras y negocios, hay algunos que se quieren mostrar tan aplacibles, que por dar contento alaban todas las cosas y en nada contradicen; antes les parece que conviene mostrarse dulces en su trato con quienquiera. Otros, al revés déstos, que a todo quieren contradecir, ni tienen cuenta ninguna si en algo dan pena, llámanse insufribles y amigos de contiendas. Cosa, pues, es cierta y manifiesta, que tales condiciones cuales aquí habemos dicho, son dignas de reprensión, y la medianía entre ellas, digna de alabanza, conforme a la cual admitiremos lo que conviene y como conviene, y de la misma manera también lo refutaremos. Esta virtud, pues, no tiene nombre proprio, pero parece mucho a la amistad. Porque el que este medio hábito tiene, es tal cual queremos entender ser uno, cuando decimos dél que es hombre de bien y amigo, añadiendo junto con ello la afición. Pero difiere esta virtud de la amistad en esto: que ésta es sin pasión ni particular afición para con aquellos con quien trata. Porque ni por afición ni por odio acepta cada cosa como debe, sino por ser aquello de su condición. Porque de la misma manera se trata con los que no conoce que con sus conocidos, y lo mismo hará con los que no conversa que con los que conversa, excepto si en algunas cosas no conviene. Porque no es razón ni bien tener la misma cuenta con los extranjeros que con nuestros conocidos, ni de una misma manera se ha de dar pena a los unos que a los otros. Generalmente, pues, habemos dicho que este tal conversará con las gentes como debe, y que encaminando sus conversaciones a lo honesto y a lo útil, verná a no dar pena o contento cual río debe. Porque es cosa manifiesta que este tal consiste en los contentos y pesares que suceden en las conversaciones, de las cuales aquéllas reprobará en las cuales no le es honesto, o no le es útil dar contento, y holgará más de dar pena, aunque el hacerlo le sea causa de alguna gran afrenta o notable perjuicio; y aunque el hacer lo contrario le cause poca pena, no lo aceptará: antes lo refutará. Aunque de diferente manera ha de conversar con los que están puestos en dignidad que con la vulgar gente, y con los que le son más o menos conocidos y familiares; y de la misma manera con las demás diferencias de gentes, guardando a cada uno su decoro, y deseando el dar contento a todos, como principal intento, y guardándose todo lo posible de dar pena, y allegándose a lo que se siguiere si más importare: digo a lo honesto y conveniente. No se le dará nada de dar de presente un poco de pesadumbre, por el gran contento que después de aquello se haya de seguir. El que en esto, pues, guarda el medio es desta manera, aunque no tiene nombre proprio. Pero de los que se precian de dar contento en todo, el que no tiene otro fin sino mostrarse dulce, sin otra pretensión, llámase hombre aplacible; pero el que por haber de allí algún provecho, o de dineros o de otras cosas que sean con el dinero, llámase lisonjero. Mas el que a todos contradice y con todos se enoja, ya está dicho que es terrible y amigo de contiendas. Aunque por no tener el medio nombre proprio, parece que los extremos el uno al otro son contrarios.




ArribaAbajoCapítulo VII

De los que dicen verdad y de los que mienten en palabras o en obras o en disimulación


Lo del capítulo pasado tocaba al aprobar o reprobar las cosas de los amigos, o cualesquier otras personas en las conversaciones. Pero lo que en éste se trata, toca al decir verdad o blasonar, o disimular en las cosas proprias. En las cuales, la verdad llana y clara es de alabar; y el jactarse de fanfarrones, y el hablar con disimulación sintiendo uno y quiriendo dar a entender otro, de hombres fingidos y doblados.

Casi en lo mismo consiste la medianía de la arrogancia o fanfarronería, la cual tampoco tiene nombre. Cuya materia es muy provechosa. Porque mejor entenderemos lo que a las costumbres toca, si cada una por sí la consideramos. Ya, pues, estamos persuadidos que las virtudes son medianías y en todas ellas hallamos ser desta manera. También habemos tratado de los que en el contrato de la vida conversan pretendiendo dar contento o pesadumbre. Tratemos, pues, agora de los que así en sus palabras como en sus obras, y también en su disimulación, dicen verdad o mienten. El arrogante, pues, y fanfarrón, parece que quiere mostrar tener las cosas ilustres que no tiene, o si las tiene, las quiere mostrar mayores que no son. Pero el disimulado es al contrario, que niega los bienes que tiene, o quiere dar a entender que son menores. Mas el que guarda el medio en esto no es como ninguno déstos, sino que en su vivir y su decir trata toda verdad, y llanamente confiesa lo que de sí siente, y no lo encarece, ni lo disminuye. Cada cosa, pues, déstas puédese hacer por algún fin y también sin fin ninguno. Y según cada uno es, así hace las obras y dice las palabras, y en fin, así vive, si no es cuando por otro fin hace alguna cosa. La mentira, pues, considerada en cuanto mentira, mala cosa es y digna de reprensión, y la verdad buena y digna de alabanza. Y así el que trata verdad, que es el que guarda el medio, es digno de alabanza, pero los que mienten, así el uno como el otro, son dignos de reprensión, y más el arrogante. Tratemos, pues, de cada uno dellos y primero del que trata verdad. No tratamos aquí del que en sus confesiones trata verdad, ni de las cosas que a la sinjusticia o justicia pertenecen, porque a otra virtud toca ya eso, sino del que no importando más el decir verdad que mentira, en sus palabras y vida trata verdad, por ser aquello ya de su condición. El que esto, pues, hace, muéstrase ser hombre de bien. Porque el que es amigo de decir verdad y la dice donde no importa mucho el decirla, muy mejor la dirá donde importare. Porque se guardará de la mentira como de cosa torpe y vergonzosa, de lo cual aun por su propria causa se guardaría. Tal hombre, pues, como este, es digno de alabanza. Aunque más se allegará a lo menos que a lo más de la verdad. Porque en esto parece que conviene estar más recatado, porque siempre suelen ser pesados los excesos. Pero el que sin fin ninguno engrandece sus cosas más de lo que son, parece ruin hombre, porque si no lo fuese no se holgaría de mentir, pero más parece vano y hueco que mal hombre. Pero si lo hace por algún fin, como por alguna gloria o honra, como lo hace el arrogante o fanfarrón no es tanto de reprender; mas si lo hace por codicia de dinero o de cosas que lo valen, ya es más ruin hombre. Ser, pues, uno arrogante no consiste en la facultad, sino en la elección y voluntad. Porque por tener tal hábito o costumbre y por ser de tal calidad, se dice uno arrogante. Así como se dice mentiroso uno, o porque se deleita en decir mentiras, o porque apetece alguna honra o interese. Aquéllos, pues, que por alcanzar alguna gloria son fanfarrones, fingen tener aquellas cosas de que son los hombres alabados y tenidos por dichosos. Pero los que por ganancia lo hacen, jáctanse de las cosas cuyo uso sirve para los otros, cuya falta puede muy bien encubrirse, como si se finge uno ser médico, o muy sabio en el arte de adevinar. Y por esto los más se jactan destas cosas y fingen tenerlas, porque en ellas hay lo que está dicho. Pero los disimulados, que hablan de sí menos de lo que son, parecen en sus costumbres más aceptos, porque no parece que lo dicen por interese ninguno, sino por no dar a nadie pesadumbre. Estos tales, pues, fingen no haber en sí las, cosas más ilustres, como lo hacía Sócrates. Pero los que las cosas pequeñas y manifiestas fingen no tener, dícense delicados, maliciosos o astutos, y son tenidos en poco. Y aun ésta parece algunas veces arrogancia, como el vestido de los lacedemonios. Porque el exceso y el demasiado defecto huele a arrogancia. Mas los que con medianía usan de la disimulación y fingen no tener las cosas que no están en la mano y manifiestas, parecen hombres aceptos. El arrogante, pues, parece ser contrario del que trata verdad, porque es el peor de todos tres.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De los cortesanos en su trato, y de sus contrarios


Cómo entre todos los animales sólo el hombre ama la compañía, y es conversable con los de su mismo género; sucede de aquí que tenga su modo de recreación en la conversación cuanto a lo que toca al decir y hablar gracias y donaires, del cual exceder o faltar en ello es reputado por vicio. Desto, pues, trata en este lugar, y declara hasta cuánto y cómo le está bien a un bueno tratar donaires y gracias, y qué exceso o defecto puede haber en ello.

Pero pues hay en la vida algunos ratos ociosos, y en ellos conversaciones de gracias y donaires, parece que en esta parte, para bien conversar, se requiere entender qué cosas se han de tratar y cómo, y de la misma manera qué es lo que se ha de escuchar. Porque hay mucha diferencia de unas cosas a otras y de unas personas a otras, cuanto lo que toca al decir y al escuchar. Cosa es, pues, cierta y manifiesta, que en esto hay también su exceso y su defecto de la medianía. Aquéllos, pues, que en el decir gracias exceden, parecen truhanes y hombres insufribles y que toman gran deleite con el decir gracias, y que tienen más cuenta con el dar que reír que con el decoro, y con no dar pena a la persona de quien dicen. Pero los que ni ellos dicen gracias ningunas, ni huelgan, antes se desabren con los que las dicen, parecen hombres toscos y groseros. Mas los que moderadamente, con este ejercicio se huelgan, llámanse cortesano (y en griego eutrapelos), que quiere decir hombres bien acostumbrados, porque parece que estas cosas son efectos de las buenas costumbres. Y así como la salud de los cuerpos se conoce por la soltura de sus movimientos, así también es en las costumbres. Pues como las cosas de que nos reímos son tantas y tan diversas, y como los más se huelgan con las gracias y donaires, y con mofar más de lo que conviene, sucede, que los que en realidad de verdad son truhanes, son llamados cortesanos, como personas aceptas. Cuánta diferencia, pues, haya de los unos a los otros de lo que está dicho, se entiende claramente. Es, pues, propria de la medianía la destreza, y proprio también del que es en esto diestro decir y escuchar las cosas que a un hombre de bien y hidalgo le esté bien decir y escuchar. Porque maneras hay de gracias y donaires que le está bien decir y escuchar a un hombre de prendas semejantes por modo de conversación. Y las burlas y gracias del varón ahidalgado y del instruido en buenas letras y doctrina, son muy diferentes de las del hombre de servil condición y falto de doctrina. Lo cual puede ver quien quiera en las comedias así antiguas como nuevas, porque a unos les da que reír el decir deshonestidades a la clara, y a otros les es más aplacible el tratarlas por cifras y figuras, y difiere mucho lo uno de lo otro cuanto a lo que toca a la honestidad. ¿Habemos, pues, por ventura de decir, que aquél trata las burlas como debe, que dice lo que está bien decir a un hombre ahidalgado, o que tiene cuenta con no dar pena al que lo escucha, antes procura darle todo regocijo? ¿O que todo esto no tiene cierta y infalible determinación? Porque lo que a uno le es odioso, a otro le parece dulce y aplacible. Aquello, pues, que uno de buena gana dice, también lo oirá de mejor gana. Porque lo que uno huelga de escuchar, holgará también, al parecer, de hacerlo. Pero con todo eso no se ha de decir toda cosa, porque las gracias son cierta manera de afrenta y pesadumbre, y muchas cosas de afrenta prohíben los legisladores que no se digan, y aun por ventura conviniera también que se prohibiera el mofar unos de otros. El varón, pues, aplacible y hidalgo, tratarse ha desta manera, que él mismo se será a sí mismo regla en el decir las gracias. Tal, pues, como éste es el que en esto guarda la medianía, ora se llame discreto en bien hablar, ora cortesano. Pero el truhán excede en el dar que reír, y a trueque de hacerlo ni a sí mismo perdona ni a los otros, y dice cosas que ningún buen cortesano las diría, y aun muchas dellas ni aun oír no las querría. Pero el rústico grosero para semejantes conversaciones es inútil, porque ni él en sí tiene gracia ninguna, y de todos los que las dicen se enfada. Parece, pues, que el tener ratos ociosos y, el tratar burlas y donaires, son cosas para pasar la vida con entretenimientos necesarios. Estas tres medianías, pues, que habemos dicho, hay en la vida, las cuales todas consisten en comunicación de ciertas pláticas y hechos. Pero difieren en esto, que la primera consiste en el tratar la verdad, y las otras dos en las cosas aplacibles, y de las cosas aplacibles la una en cosas de burlas y donaires, y la otra en las demás conversaciones que se ofrecen en la vida.




ArribaAbajoCapítulo IX

De la vergüenza


Concluye con el cuarto libro Aristóteles tratando de la vergüenza; disputa si es virtud o no, y declara ser perturbación de ánimo, que procede de algún hecho o dicho no honesto, y qué edad es propria de la vergüenza y por qué.

De la vergüenza no habemos de tratar como de cosa que es alguna especie de virtud, porque más parece perturbación o alteración que hábito, pues la difinen ser temor de alguna afrenta, y se termina casi de la misma manera que el temor de las terribles cosas. Porque se paran colorados los que de vergüenza se corren, y los que temen la muerte se paran amarillos. Lo uno, pues, y lo otro parece cosa corporal, lo cual, más parece cosa de alteración que no de hábito o costumbre. Esta alteración o afecto no cuadra bien a toda edad, sino a la juventud y edad tierna. Porque los de edad semejante parece que han de ser vergonzosos, porque como se dejan regir por sus afectos, hierran muchas cosas, y la vergüenza esles como un freno. Y entre los mancebos alabamos a los que son vergonzosos, pero al viejo nadie lo alaba como a hombre vergonzoso, porque se pretende que no ha de hacer cosa de las por que suelen los hombres avergonzarse, pues la vergüenza no cuadra al hombre de bien, pues es efecto de cosas ruines, las cuales el bueno no las hace. Y importa poco decir que hay cosas realmente vergonzosas o que consiste en opiniones de la gentes, porque ni se han de hacer las unas ni las otras; de manera que nunca el bueno ha de correrse. Porque de hombre ruin es hacer cosa alguna tal, que sea afrentosa, y vivir de tal suerte, que si tal cosa como aquella hiciere, se corra y avergüence, y pensar que por ello es hombre de bien no cuadra lo uno con lo otro. Porque la vergüenza y corrimiento consiste en las cosas voluntarias, y ningún bueno de su voluntad hará cosas ruines. Sea, pues, la vergüenza buena por presuposición desta manera, que el bueno tal cosa hiciere, se correrá dello. Lo cual no es así en las virtudes. Pero si la desvergüenza es del todo cosa mala y el no correrse de hacer cosas ruin es y afrentosas, no por eso correrse dello el que las hace será bueno. Tampoco es virtud la continencia, sino mezcla de cosas de virtud. Pero della trataremos en lo de adelante, y agora vengamos a tratar de la justicia.




Argumento del quinto libro

En el tercero y cuarto libro ha tratado Aristóteles de las tres virtudes que consisten en la voluntad, que son fortaleza, templanza, liberalidad y otras a ellas anexas, como son la magnificencia y magnanimidad. En el quinto trata de la virtud más necesaria de todas para la conservación del mundo, que es la virtud de la justicia, sin la cual ni las cosas de la guerra, ni los grandes tesoros adquiridos, ni el vivir con mucha guarda, ni el hacer largas mercedes, bastan a conservar salva la república. Lo cual podemos fácilmente entender por las historias, que son la fuente de toda erudición. Pues hallaremos haber comenzado a caer el imperio Romano, que fue la mayor monarquía que el mundo ha visto, dende que esta virtud entre ellos comenzó a escurecerse, y los unos comenzaron a desear las cosas de los otros, hasta tanto que vino a dar tan grande caída que pereció del todo. También veremos las gentes bárbaras septentrionales, que lo arruinaron, tantas y tan varias aunque valerosas en las armas, haberse conservado poco por no saber poner asiento con esta virtud en las cosas tocantes al gobierno. Porque como se verá en los libros de República, no hay cosa que tantas mudanzas cause en la república como la falta desta justicia, y el procurar los unos, so color de esto, enseñorearse de las cosas de los otros. Como cosa, pues, tan necesaria para el bien y paz de los hombres y sosiego de la vida, trátala muy largamente, porque tiene muchos senos esta virtud y muchas diferentes materias que tratar, como se verá por sus capítulos.




 
 
FIN DEL CUARTO LIBRO