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Los clásicos para todos


La casa editora madrileña de Perlado, Páez y Compañía, acaba de publicar un libro clásico de alto merecimiento, La Celestina, Tragicomedia de Calisto y Melibea. Texto de veintiún actos, según la edición de Valencia, 1514, comparado con el primitivo de diez y seis, según las de Burgos, 1499, y Sevilla, 1901. Con un apéndice: el auto de Traso.

De seguro nada tiene de particular la reaparición de un libro clásico. Todos los principales se reeditan periódicamente en bibliotecas que siempre obtienen el favor de cierto público. No me referiría, pues, a la Celestina, de Fernando de Rojas, si no estableciese un precedente por todos conceptos recomendable: el de que aparezcan en ediciones baratas los textos célebres corregidos con esmero. Éste lo está por el catedrático de la Universidad Central don Cayo Ortega Mayor, quien, dice un bibliófilo, además de notar las más notables variantes que se observan en las primeras ediciones de la inmortal tragicomedia, la ha ilustrado con un breve e interesante prólogo, donde se contienen en resumen los principales datos conocidos acerca del autor de la Celestina y de la obra misma, y se discuten con razones muy atinadas los problemas críticos que ha suscitado el famoso libro de Fernando de Rojas.

La casa de Perlado Páez es la editora de la conocidísima y popularísima «Biblioteca Universal», que comenzó con El romancero del Cid, del cual se han hecho ya ocho ediciones.

En esa biblioteca, que todos conocemos, figuraba ya por cierto La Celestina a que ahora vengo refiriéndome, y asimismo han sido publicados Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, Cervantes, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Santa Teresa, el Lazarillo de Tormes etc., etc.; pero aunque tales tomitos, lejos de ser despreciables, han sido de una gran utilidad para difundir el conocimiento y el amor de las letras clásicas, se trata simplemente de obras fragmentarias, que no se han cotejado con todo el esmero deseable y que no se destinan a una biblioteca seria; mientras que la nueva edición de La Celestina sí viene ahora corregida y depurada con escrúpulo de bibliófilo, y si por su precio está al alcance de todas las fortunas, por su valer puede, compararse a las grandes ediciones, de autores castellanos destinadas a los eruditos.

Ya antes de Perlado Páez y Compañía, un joven literato español había editado un coqueto e interesante, facsímil, La hija de Celestina, de Salas Barbadillo, y su empeño me pareció a mí digno de todo aplauso. Proponíase dicho escritor que este tomo fuese el primero de una nueva biblioteca clásica, económica, cuidada y correcta; pero no tuvo éxito su intento, o él careció del entusiasmo suficiente para llevar a cabo su obra, y La hija de Celestina constituyó el primero y único tomo de la colección.

¿Acontecerá lo mismo con La Celestina, de Rojas? ¡Cuánto lo lamentaríamos!

Nosotros encontramos, en efecto, que estas ediciones baratas de los clásicos son eminentemente instructivas.

En los momentos en que cae sobre España y sobre América una verdadera andanada de traducciones francesas, la difusión del poderoso, hondo y sereno espíritu clásico entre las masas sería de una utilidad inmensa.

Y no es que me queje de la difusión de la cultura francesa en España. Dios me libre y guarde de ello. Me quejo del insoportable galimatías de las traducciones actuales.

Empecemos porque se trata de folletines de enredo, generalmente, insignificantes, de los cuales se echa mano sin discernimiento, y añadamos que las traducciones no pueden ser peores. Como que el fin que se persigue, sobre todo, es producir novela barata: ¡a treinta céntimos el tomo, con ilustraciones!, claro que no se andan por las ramas los editores en lo de la elección. Hay que advertir, además, que esas publicaciones son semanales y que, por tanto, urgen muchos autores, y no es el caso de seleccionarlos.

Allá van en montón los grandes y los pequeños, los buenos y los malos. Sólo en una cosa se parecen todos: en lo mal traducidos. La pésima traducción identifica a Balzac con Graboriau. Es preciso, para que tales bibliotecas tengan cuenta, que el original no cueste nada. De aquí que no se eche mano jamás de literatos españoles. Estos, que abundan en calidad y cantidad, podrían escribir novelas agradables, interesantes, sabrosas. No es el ingenio lo que escasea, por cierto, en la coronada villa. Pero por más que la mayor parte de los escritores jóvenes hayan hecho voto de pobreza, es natural que pongan un precio a sus producciones, y este precio, por modesto que sea, parece excesivo a los editores.

Así, pues, salvo una biblioteca, la de El Cuento Semanal, que publica todos los viernes una novela inédita de autor conocido o desconocido, todas las demás echan mano de traductores de ínfima cuantía, a los cuales sólo dos cosas se exige: que vayan aprisa y que cobren poco, a lo que ellos de buen grado se comprometen. Con tales antecedentes ya se comprenderá el aguacero de galiparla que cae sobre la noble lengua castellana.

Mientras que las bibliotecas clásicas van reeditándose con majestuosa lentitud y a precios excesivos: mientras que la producción moderna española se imprime a duras penas y en ediciones reducidas, los folletines franceses, ingleses e italianos aparecen amontonadas por todas partes, mostrando el abigarramiento de sus llamativas carátulas.

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¡Cómo no alegrarse, por tanto, de que, de cuando en cuando, una Celestina, de Rojas, expurgada y corregida con escrúpulo y amor de bibliófilo, aparezca a precio bajo en el mercado! Y ¡cómo no desear que cunda el ejemplo y que los editores echen mano para sus bibliotecas populares del inagotable tesoro de la Literatura clásica española! Que el público no la saborea, que resulta indigesta, es falso. Basta ver cómo se agotan los pequeños tomos de la «Biblioteca Universal», a que me refería al principio.

Hay, por otra parte, innumerables novelas españolas de una ligereza, de una gracia, de una picardía difícilmente superables por los modernos y que serían aún leídas con deleite, ya que el gran público no las conoce.

Es su precio el que las pone fuera del alcance del pueblo, que sigue siendo castizo por excelencia. Fuerza es, pues, alabar y estimular a quienes, a semejanza de los franceses, de los ingleses y de los italianos, procuran popularizar a nuestros clásicos, cuya frecuentación haría más por la cultura del pueblo que muchas conferencias y muchas prédicas.

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Y quien dice nuestros clásicos, puede también decir nuestros grandes autores modernos.

Para estos últimos, la difusión es más homogénea; con el título de Oro viejo, por ejemplo, se empezó a imprimir hace poco más de un año una biblioteca, en cada uno de cuyos tomos campea, sobre papel rojo un medallón dorado con el perfil de algún literato célebre. En esa biblioteca, que es económica, pues vale cada tomo una peseta, se ha pasado ya revista a buena variedad de autores, desde don Ramón de la Cruz hasta don Juan Valera, publicándose casi siempre con acierto algunas de las mejores páginas por ellos escritas.

El público, lejos de mostrarse esquivo con los editores, los ha alentado, comprobando lo que antes expresaba yo de su castizo interés por las buenas lecturas.

El teatro, por su parte, contribuye a comprobar mi aserto. No se da el caso de que a la interpretación de una pieza clásica no acuda en masa el público. María Guerrero pudo comprobarlo de sobra. Y no se diga que era la pompa de los trajes y la propiedad de la mise en scéne lo que atraía espectadores, porque es aún frecuente que en el salón de la Comedia y en el de la Princesa se dediquen algunas veladas por año a las obras del teatro antiguo, entre las cuales figuran mucho en los carteles El Alcalde de Zalamea, Don Gil de las Calzas Verdes y La Verdad Sospechosa, así como algunos arreglos de Shakespeare, entro otros La fierecilla domada; y aunque la escena ni los trajes pueden llamarse lujosos, sino más bien modestos, el entusiasmo de los concurrentes no decae un punto.

Debemos, pues, convenir: primero, en que de las grandes creaciones del clasicismo español, teatrales o novelescas, se desprenden todavía un encanto, una gracia, un interés difíciles de sustituir; segundo, en que el ingenio que rezuman las comedias de un Tirso o de un Alarcón, nada ha perdido aún de sus quilates, y tercero, en que, salvo tales o cuales parlamentos y digresiones hijos del espíritu de la época y de fácil supresión o arreglo, lo ágil, lo fino, lo ingrávido del espíritu, del diálogo, del retruécano, de la imagen, que campean en esas piezas, las hacen competir briosa y triunfalmente con innumerables comedias modernas, al grado de que el público actual, un poco escamado del teatro de última hora que le sirven tantos autores zonzos o verdes, estaría dispuesto, como el Aladino de La Lámpara Maravillosa, a cambiar lámparas nuevas por lámparas viejas.